Sexto y último libro de Galatea
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha
El Ingenioso Caballero Don Quijote De La Mancha
Los Trabajos De Persiles Y Sigismunda
Capítulo segundo del libro primero
Capítulo tercero del primer libro
Capítulo cuarto del libro primero
Capítulo séptimo del primer libro
Capítulo onceno del primer libro
Capítulo doce del primer libro
Capítulo catorce del primer libro
Capítulo quince del primer libro desta grande historia
Capítulo diez y seis del primer libro de Persiles y Sigismunda
Capítulo diez y siete del primer libro
Capítulo diez y ocho del primer libro
Capítulo diez y nueve del primero libro
Capítulo veinte y uno del primer libro de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda
Capítulo segundo del segundo libro
Capítulo tercero del segundo libro
Capítulo cuarto del segundo libro
Capítulo quinto del segundo libro
Capítulo sexto del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo octavo del segundo libro
Capítulo nueve del segundo libro
Capítulo décimo del segundo libro
Capítulo once del segundo libro
Capítulo doce del segundo libro
Capítulo trece del segundo libro
Capítulo catorce del segundo libro
Capítulo quince del segundo libro
Capítulo diez y seis del segundo libro
Capítulo diez y siete del segundo libro
Capítulo diez y ocho del segundo libro
Capítulo diez y nueve del segundo libro
Capítulo veinte del segundo libro
Capítulo ventiuno del segundo libro
Capítulo primero del libro tercero
Capítulo segundo del tercer libro
Capítulo tercero del tercer libro
Capítulo cuarto del tercero libro
Capítulo quinto del tercero libro
Capítulo sexto del tercero libro
Capítulo sétimo del tercero libro
Capítulo octavo del tercero libro
Capítulo nono del tercer libro
Capítulo décimo del tercero libro
Capítulo once del tercer libro
Capítulo doce del tercero libro
Capítulo trece del tercero libro
Capítulo catorce del tercero libro
Capítulo quince del tercero libro
Capítulo diez y seis del tercero libro
Capítulo diez y siete del tercer libro
Capítulo diez y ocho del tercer libro
Capítulo diez y nueve del tercero libro
Capítulo veinte del tercero libro
Capítulo ventiuno del tercero libro
Capítulo primero del cuarto libro
Capítulo segundo del cuarto libro
Capítulo tercero del cuarto libro
Capítulo cuarto del cuarto libro
Capítulo quinto del cuarto libro
Capítulo sexto del cuarto libro
Capítulo séptimo del cuarto libro
Capítulo octavo del cuarto libro
Capítulo nono del cuarto libro
Capítulo diez del cuarto libro
Capítulo once del cuarto libro
Capítulo doce del cuarto libro
Capítulo trece del cuarto libro
Capítulo catorce del cuarto libro
La Elección De Los Alcaldes De Daganzo
Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
Cuatro redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad
Soneto de Miguel de Cervantes, gentilhombre español, en loor del autor
Del mismo, en alabanza de la presente obra
De Miguel de Cervantes, captivo, a M. Vázquez, mi señor
Soneto de Miguel de Cervantes al autor
Redondillas de Miguel de Cervantes al hábito de Fray Pedro de Padilla
Miguel de Cervantes a Fray Pedro de Padilla
Soneto al mismo santo, de Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes en loor del autor y de su obra
De Miguel de Cervantes, soneto
De Miguel de Cervantes, soneto
Al dotor Francisco Díaz, de Miguel de Cervantes, soneto
Del mismo, canción segunda, de la pérdida de la armada que fue a Inglaterra
De Miguel de Cervantes Saavedra, soneto
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
Unas décimas que compuso Miguel de Cervantes
Miguel de Cervantes a don Diego de Mendoza y a su fama
Miguel de Cervantes, al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Soneto a don Diego Rosel y Fuenllana, inventor de nuevos artes, hecho por Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes, a los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús
De Miguel de Cervantes Saavedra
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
D. Augustini de Casanate Rojas
Capítulo primero del Viaje del Parnaso
Del Viaje del Parnaso, capítulo segundo
Del Viaje del Parnaso, capítulo tercero
Del Viaje del Parnaso, capítulo cuarto
Del Viaje del Parnaso, capítulo quinto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sexto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sétimo
Del Viaje del Parnaso, capítulo octavo
Novelas
LA GALATEA
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
EL INGENIOSO CABALLERO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
Novela cortas
NOVELAS EJEMPLARES
Teatro
EL TRATO DE ARGEL
LA NUMANCIA
EL GALLARDO ESPAÑOL
LA CASA DE LOS CELOS
LOS BAÑOS DE ARGEL
EL RUFIÁN DICHOSO
LA GRAN SULTANA
EL LABERINTO DE AMOR
LA ENTRETENIDA
PEDRO DE URDEMALAS
EL JUEZ DE LOS DIVORCIOS
EL RUFIÁN VIUDO
LA ELECCIÓN DE LOS ALCALDES DE DAGANZO
LA GUARDA CUIDADOSA
EL VIZCAÍNO FINGIDO
EL RETABLO DE LAS MARAVILLAS
LA CUEVA DE SALAMANCA
EL VIEJO CELOSO
Poesía
POESÍAS SUELTAS
VIAJE DEL PARNASO
LISTA DE POEMAS EN ORDEN CRONOLÓGICO
LISTA DE POEMAS EN ORDEN ALFABÉTICO
Curiosos lectores
Primero libro de Galatea
Segundo libro de Galatea
Tercero libro de Galatea
Cuarto libro de Galatea
Quinto libro de Galatea
Sexto y último libro de Galatea
Tasa
Yo, Miguel de Ondarza Zavala, escribano de Cámara de Su Majestad, de los que residen en el su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los dichos señores del Consejo un libro que con privilegio real imprimió Miguel de Cervantes, intitulado Los seis libros de Galatea, tasaron a tres maravedís el pliego escripto en molde, para que sin pena alguna se pueda vender. Y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen de los que ansí fueren impresos, para que no se exceda dello; y, en fe dello, lo firmé de mi nombre. Fecha en Madrid, a trece días del mes de marzo de mil y quinientos y ochenta y cinco años.
Miguel de Ondarza Zavala.
Erratas
Folio 2, página 2, línea 1: la desdeñaba, le desdeñaba; folio 3, página 1, línea 8: tal mala, tan mala; folio 20, página 2, línea 9: acababan, acababa; folio 25, página 1, línea 14: sus a padres, a sus padres; folio 29, página 2, línea 15: esfogado, desfogado; folio 69, página 2, línea última: por toda, por todo; folio 90, página 1, línea penúltima: valla, allá; folio 90, página 2, línea 10: ne se diese, no se diese; folio 93, página 2, línea 5: que tan doloroso, que en tan doloroso; folio 98, página 2, línea 1: no da la luz, no da luz; folio 105, página 2, línea 18: se hallase, me hallase; folio 107, página 1, línea 2: acordara, acobardara; folio 119, página 1, línea 11: ePro, Pero; folio 138, página 1, línea penúltima: no pudo, no puedo; folio 144, página 1, línea 4: tierra, tierna; folio 147, página 1, línea 2: flor tierra, flor tierna; folio 203, página 2, línea 22: derriban, derivan; folio 214, página 1, línea 13: deleitar, dilatar; folio 219, página 1, línea 4: alegar, alegra; folio 221, página 1, línea 5: creer que, creer lo que; folio 223, página 1, línea 14: es gusto, es justo; folio 229, página 1, línea 17: al te adora, al que te adora; folio 262, página 2, línea 8: ímpelu, ímpetu; folio 278, página 1, línea 19: valeroso amo, valeroso ánimo; folio 330, página 2, línea 2: Y así, Y si; folio 335, página 1, línea 2: León el que, León es el que; folio 339, página 1, línea 10: Romero, Romeo; folio 343, página 1, línea 14: sin las obras, sin las sombras; folio 344, página 1, línea 16: un fin hermoso, si un fin hermoso; folio 354, página 2, línea 5: desechas, endechas; folio 355, página 1, tras el verso 5: di este, anchas, cortas y extendidas; folio 362, página 2, línea 1: ardiente, ardientes; folio 193, página 1, línea 13: después que dice el oro, el brocado, diga que sobre nuestros cuerpos echamos. Como, &c.
Yo, el licenciado Várez de Castro, corrector por Su Majestad en esta Universidad de Alcalá, vi este libro, intitulado Primera parte de la Galatea, y le hallé bien impreso conforme a su original, sacadas las erratas arriba dichas; y por la verdad, di ésta, firmada de mi nombre. Fecha hoy, postrero de febrero de ochenta y cinco años.
El licenciado Várez de Castro.
Aprobación
Por mandado de los señores del Real Consejo, he visto este libro, intitulado Los seis libros de Galatea, y lo que me parece es que se puede y debe imprimir, atento a ser tratado apacible y de mucho ingenio, sin perjuicio de nadie, así la prosa como el verso; antes, por ser libro provechoso, de muy casto estilo, buen romance y galana invención, sin tener cosa malsonante, deshonesta ni contraria a buenas costumbres, se le puede dar al autor, en premio de su trabajo, el privilegio y licencia que pide. Fecha en Madrid, a primero de febrero de MDLXXXIIII.
Lucas Gracián de Antisco.
El rey
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, estante en nuestra Corte, nos ha sido hecha relación que vos habíades compuesto un libro intitulado Galatea, en verso y en prosa castellano, y que os había costado mucho trabajo y estudio, por ser obra de mucho ingenio, suplicándonos os mandásemos dar licencia para lo poder imprimir, y privilegio por doce años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hizo en el dicho libro la diligencia que la pregmática por nos ahora nuevamente hecha sobre ello dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, e nos tuvímoslo por bien, por lo cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo de diez años primeros siguientes, que corren y se cuentan desde el día de la data della, vos, o la persona que vuestro poder hubiere, podáis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mención, en estos nuestros reinos. Y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor dellos que vos nombráredes para que por esta vez le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que van rubricadas las planas y firmado al fin dél de Miguel de Ondarza Zavala, nuestro escribano de Cámara de los que en el nuestro Consejo residen; y con que, antes que se venda, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o trayáis fe en pública forma en cómo por el corretor nombrado por nuestro mandado se vio y corrigió la dicha impresión con el original, y se imprimió conforme a él, y quedan asimismo impresas las erratas por él apuntadas para cada un libro de los que así fueren impresos; y tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha pregmática y leyes de nuestros reinos. Y mandamos que, durante el dicho tiempo, persona alguna, sin vuestra licencia, no lo pueda imprimir, so pena que el que le imprimiere o vendiere en estos nuestros reinos haya perdido y pierda todos y cualesquier libros y moldes que dél tuviere y vendiere; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís: la tercera parte para el denunciador, y la otra tercera parte para la nuestra Cámara, y la otra tercera parte para el juez que lo sentenciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidentes, oidores de las nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y chancillerías, y a todos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios, y otros jueces y justicias cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de nuestros reinos y señoríos, así a los que ahora son como los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta cédula y merced que así vos hacemos, y contra el tenor y forma della no vayan ni pasen en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a XXII días del mes de febrero de mil y quinientos y ochenta y cuatro años.
Yo, el rey.
Por mandado de Su Majestad:
Antonio de Eraso.
Dedicatoria
Al Ilustrísimo señor Ascanio Colona,
abad de Sancta Sofía.
Ha podido tanto conmigo el valor de V. S. Ilustrísima, que me ha quitado el miedo que, con razón, debiera tener en osar ofrescerle estas primicias de mi corto ingenio. Mas, considerando que el estremado de V. S. Ilustrísima no sólo vino a España para ilustrar las mejores universidades della, sino también para ser norte por donde se encaminen los que alguna virtuosa sciencia profesan, especialmente los que en la de la poesía se ejercitan, no he querido perder la ocasión de seguir esta guía, pues sé que en ella y por ella todos hallan seguro puerto y favorable acogimiento. Hágale V. S. Ilustrísima bueno a mi deseo, el cual envío delante, para dar algún ser a este mi pequeño servicio. Y si por esto no lo meresciere, merézcalo, a lo menos, por haber seguido algunos años las vencedoras banderas de aquel sol de la milicia que ayer nos quitó el cielo delante de los ojos, pero no de la memoria de aquellos que procuran tenerla de cosas dignas della, que fue el Excelentísimo padre de V. S. Ilustrísima. Juntando a esto el efecto de reverencia que hacían en mi ánimo las cosas que, como en profecía, oí muchas veces decir de V. S. Ilustrísima al cardenal de Aquaviva, siendo yo su camarero en Roma, las cuales ahora no sólo las veo cumplidas, sino todo el mundo que goza de la virtud, cristiandad, magnificiencia y bondad de V. S. Ilustrísima, con que da cada día señales de la clara y generosa estirpe do deciende, la cual en antigüedad compite con el principio y príncipes de la grandeza romana, y en las virtudes y heroicas obras con la mesma virtud y más encumbradas hazañas, como nos lo certifican mil verdaderas historias, llenas de los famosos hechos del tronco y ramos de la real casa Colona, debajo de cuya fuerza y sitio yo me pongo ahora, para hacer escudo a los murmuradores que ninguna cosa perdonan; aunque si V. S. Ilustrísima perdona este mi atrevimiento, ni tendré qué temer, ni más que desear, sino que Nuestro Señor guarde la Ilustrísima persona de V. S. con el acrescentamiento de dignidad y estado que sus servidores deseamos.
Ilustrísimo Señor,
B. L. M. de V. S.
Su mayor servidor:
Miguel de Cervantes Saavedra.
La ocupación de escrebir églogas en tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorescida, bien recelo que no será tenido por ejercicio tan loable que no sea necesario dar alguna particular satisfación a los que, siguiendo el diverso gusto de su inclinación natural, todo lo que es diferente dél estiman por trabajo y tiempo perdido. Mas, pues a ninguno toca satisfacer a ingenios que se encierran en términos tan limitados, sólo quiero responder a los que, libres de pasión, con mayor fundamento se mueven a no admitir las diferencias de la poesía vulgar, creyendo que los que en esta edad tratan della se mueven a publicar sus escriptos con ligera consideración, llevados de la fuerza que la pasión de las composiciones proprias suele tener en los autores dellas; para lo cual puedo alegar de mi parte la inclinación que a la poesía siempre he tenido y la edad, que, habiendo apenas salido de los límites de la juventud, parece que da licencia a semejantes ocupaciones. De más de que no puede negarse que los estudios desta facultad (en el pasado tiempo, con razón, tan estimada) traen consigo más que medianos provechos, como son enriquecer el poeta, considerando su propria lengua, y enseñorearse del artificio de la elocuencia que en ella cabe, para empresas más altas y de mayor importancia, y abrir camino para que, a su imitación, los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana, entiendan que tienen campo abierto, fértil y espacioso, por el cual, con facilidad y dulzura, con gravedad y elocuencia, pueden correr con libertad, descubriendo la diversidad de conceptos agudos, graves, sotiles y levantados que en la fertilidad de los ingenios españoles la favorable influencia del cielo con tal ventaja en diversas partes ha producido, y cada hora produce en la edad dichosa nuestra, de lo cual puedo ser yo cierto testigo, que conozco algunos que, con justo derecho, y sin el empacho que yo llevo, pudieran pasar con seguridad carrera tan peligrosa.
Mas son tan ordinarias y tan diferentes las humanas dificultades, y tan varios los fines y las acciones, que unos, con deseo de gloria, se aventuran; otros, con temor de infamia, no se atreven a publicar lo que, una vez descubierto, ha de sufrir el juicio del vulgo, peligroso y casi siempre engañado. Yo, no porque tenga razón para ser confiado, he dado muestras de atrevido en la publicación deste libro, sino porque no sabría determinarme destos dos inconvinientes cuál sea el mayor: o el de quien con ligereza, deseando comunicar el talento que del cielo ha rescibido, temprano se aventura a ofrescer los frutos de su ingenio a su patria y amigos, o el que, de puro escrupuloso, perezoso y tardío, jamás acabando de contentarse de lo que hace y entiende, tiniendo sólo por acertado lo que no alcanza, nunca se determina a descubrir y comunicar sus escriptos. De manera que, así como la osadía y confianza del uno podría condemnarse por la licencia demasiada, que con seguridad se concede, asimesmo el recelo y la tardanza del otro es vicioso, pues tarde o nunca aprovecha con el fruto de su ingenio y estudio a los que esperan y desean ayudas y ejemplos semejantes para pasar adelante en sus ejercicios.
Huyendo destos dos inconvinientes, no he publicado antes de ahora este libro, ni tampoco quise tenerle para mí solo más tiempo guardado, pues para más que para mi gusto solo le compuso mi entendimiento. Bien sé lo que suele condemnarse exceder nadie en la materia del estilo que debe guardarse en ella, pues el príncipe de la poesía latina fue calumniado en alguna de sus églogas por haberse levantado más que en las otras; y así, no temeré mucho que alguno condemne haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores, que pocas veces se levantan a más que a tratar cosas del campo, y esto con su acostumbrada llaneza. Mas, advirtiendo, como en el discurso de la obra alguna vez se hace, que muchos de los disfrazados pastores della lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objectión. Las demás que en la invención y en la disposición se pudieren poner, discúlpelas la intención segura del que leyere, como lo hará siendo discreto, y la voluntad del autor, que fue de agradar, haciendo en esto lo que pudo y alcanzó; que, ya que en esta parte la obra no responda a su deseo, otras ofresce para adelante de más gusto y de mayor artificio.
De Luis Gálvez de Montalvo al autor
Soneto
Mientra del yugo sarracino anduvo
tu cuello preso y tu cerviz domada,
y allí tu alma, al de la fe amarrada,
a más rigor, mayor firmeza tuvo,
gozóse el cielo; mas la tierra estuvo 5
casi viuda sin ti, y, desamparada
de nuestras musas, la real morada
tristeza, llanto, soledad mantuvo.
Pero después que diste al patrio suelo
tu alma sana y tu garganta suelta 10
dentre las fuerzas bárbaras confusas,
descubre claro tu valor el cielo,
gózase el mundo en tu felice vuelta
y cobra España las perdidas musas.
De don Luis de Vargas Manrique
Soneto
Hicieron muestra en vos de su grandeza,
gran Cervantes, los dioses celestiales,
y, cual primera, dones inmortales
sin tasa os repartió naturaleza.
Jove su rayo os dio, que es la viveza 5
de palabras que mueven pedernales;
Dïana, en exceder a los mortales
en castidad de estilo con pureza;
Mercurio, las historias marañadas;
Marte, el fuerte vigor que el brazo os mueve; 10
Cupido y Venus, todos sus amores;
Cupido y Venus, todos sus amores;
Apolo, las canciones concertadas;
su sciencia, las hermanas todas nueve;
y, al fin, el dios silvestre, sus pastores. 15
De López Maldonado
Soneto
Salen del mar, y vuelven a sus senos,
después de una veloz, larga carrera,
como a su madre universal primera,
los hijos della largo tiempo ajenos.
Con su partida no la hacen menos, 5
ni con su vuelta más soberbia y fiera,
porque tiene, quedándose ella entera,
de su humor siempre sus estanques llenos.
La mar sois vos, ¡oh Galatea estremada!,
los ríos, los loores, premio y fruto 10
con que ensalzáis la más ilustre vida.
Por más que deis, jamás seréis menguada,
y menos cuando os den todos tributo,
con él vendréis a veros más crescida.
Mientras que al triste, lamentable acento
del mal acorde son del canto mío,
en eco amarga de cansado aliento,
responde el monte, el prado, el llano, el río,
demos al sordo y presuroso viento 5
las quejas que del pecho ardiente y frío
salen a mi pesar, pidiendo en vano
ayuda al río, al monte, al prado, al llano.
Crece el humor de mis cansados ojos
las aguas deste río, y deste prado 10
las variadas flores son abrojos
y espinas que en el alma s’han entrado.
No escucha el alto monte mis enojos,
y el llano de escucharlos se ha cansado;
y así, un pequeño alivio al dolor mío 15
no hallo en monte, en llano, en prado, en río.
Creí que el fuego que en el alma enciende
el niño alado, el lazo con que aprieta,
la red sotil con que a los dioses prende
y la furia y rigor de su saeta, 20
que así ofendiera como a mí me ofende
al subjeto sin par que me subjeta;
mas contra un alma que es de mármol hecha,
la red no puede, el fuego, el lazo y flecha.
Yo sí que al fuego me consumo y quemo, 25
y al lazo pongo humilde la garganta,
y a la red invisible poco temo,
y el rigor de la flecha no me espanta.
Por esto soy llegado a tal estremo,
a tanto daño, a desventura tanta, 30
que tengo por mi gloria y mi sosiego
la saeta, la red, el lazo, el fuego.
Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto, y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la virtud y honestidad de Galatea permitía.
De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta con esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía. No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos. Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le avivaban la esperanza, hallábase tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se le helaban las palabras en la boca, y quedábase solamente con el gusto de aquel primer movimiento, por parescerle que a la honestidad de Galatea se le hacía agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan honestas que la misma honestidad en ellas se transformase.
Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día, puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes versos:
Amoroso pensamiento,
si te precias de ser mío,
camina con tan buen tiento
que ni te humille el desvío
ni ensoberbezca el contento. 5
Ten un medio -si se acierta
a tenerse en tal porfía-:
no huyas el alegría,
ni menos cierres la puerta
al llanto que amor envía. 10
Si quieres que de mi vida
no se acabe la carrera,
no la lleves tan corrida
ni subas do no se espera
sino muerte en la caída. 15
Esa vana presumpción
en dos cosas parará:
la una, en tu perdición;
la otra, en que pagará
tus deudas el corazón. 20
Dél naciste, y en naciendo,
pecaste, y págalo él;
huyes dél, y si pretendo
recogerte un poco en él,
ni te alcanzo ni te entiendo. 25
Ese vuelo peligroso
con que te subes al cielo,
si no fueres venturoso,
ha de poner por el suelo
mi descanso y tu reposo. 30
Dirás que quien bien se emplea
y se ofrece a la ventura,
que no es posible que sea
del tal juzgado a locura
el brío de que se arrea. 35
Y que, en tan alta ocasión,
es gloria que par no tiene
tener tanta presumpción,
cuanto más si le conviene
al alma y al corazón. 40
Yo lo tengo así entendido,
mas quiero desengañarte;
que es señal ser atrevido
tener de amor menos parte
qu’el humilde y encogido. 45
Subes tras una beldad
que no puede ser mayor:
no entiendo tu calidad,
que puedas tener amor
con tanta desigualdad. 50
Que si el pensamiento mira
un subjeto levantado,
contémplalo y se retira,
por no ser caso acertado
poner tan alta la mira. 55
Cuanto más, que el amor nasce
junto con la confïanza,
y en ella se ceba y pace;
y, en faltando la esperanza,
como niebla se deshace. 60
Pues tú, que vees tan distante
el medio del fin que quieres,
sin esperanza y constante,
si en el camino murieres,
morirás como ignorante. 65
Pero no se te dé nada,
que en esta empresa amorosa,
do la causa es sublimada,
el morir es vida honrosa;
la pena, gloria estremada. 70
No dejara tan presto el agradable canto el enamorado Elicio, si no sonaran a su derecha mano las voces de Erastro, que con el rebaño de sus cabras hacia el lugar donde él estaba se venía. Era Erastro un rústico ganadero, pero no le valió tanto su rústica y selvática suerte que defendiese que de su robusto pecho el blando amor no tomase entera posesión, haciéndole querer más que a su vida a la hermosa Galatea, a la cual sus querellas, cuando ocasión se le ofrecía, declaraba. Y, aunque rústico, era, como verdadero enamorado, en las cosas del amor tan discreto que, cuando en ellas hablaba, parecía que el mesmo amor se las mostraba y por su lengua las profería; pero, con todo eso, puesto que de Galatea eran escuchadas, eran en aquella cuenta tenidas en que las cosas de burla se tienen. No le daba a Elicio pena la competencia de Erastro, porque entendía del ingenio de Galatea que a cosas más altas la inclinaba. Antes tenía lástima y envidia a Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parescerle que quizá no era tal su entendimiento, que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea, de suerte, o que los unos le acabasen, o los otros lo enloqueciesen.
Venía Erastro acompañado de sus mastines, fieles guardadores de las simples ovejuelas (que debajo de su amparo están seguras de los carniceros dientes de los hambrientos lobos), holgándose con ellos, y por sus nombres los llamaba, dando a cada uno el título que su condición y ánimo merescía: a quién llamaba León, a quién Gavilán, a quién Robusto, a quién Manchado; y ellos, como si de entendimiento fueran dotados, con el mover las cabezas, viniéndose para él, daban a entender el gusto que de su gusto sentían. Desta manera llegó Erastro adonde de Elicio fue agradablemente rescibido, y aun rogado que, si en otra parte no había determinado de pasar el sol de la calurosa siesta, pues aquella en que estaban era tan aparejada para ello, no le fuese enojoso pasarla en su compañía.
-Con nadie -respondió Erastro- la podría yo tener mejor que contigo, Elicio, si ya no fuese con aquella que está tan enrobrescida a mis demandas, cuan hecha encina a tus continuos quejidos.
Luego los dos se sentaron sobre la menuda yerba, dejando andar a sus anchuras el ganado despuntando con los rumiadores dientes las tiernas yerbezuelas del herboso llano. Y como Erastro, por muchas y descubiertas señales, conocía claramente que Elicio a Galatea amaba, y que el merescimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo, en señal de que reconoscía esta verdad, en medio de sus pláticas, entre otras razones, le dijo las siguientes:
-No sé, gallardo y enamorado Elicio, si habrá sido causa de darte pesadumbre el amor que a Galatea tengo; y si lo ha sido, debes perdonarme, porque jamás imaginé de enojarte, ni de Galatea quise otra cosa que servirla. Mala rabia o cruda roña consuma y acabe mis retozadores chivatos, y mis ternezuelos corderillos, cuando dejaren las tetas de las queridas madres, no hallen en el verde prado para sustentarse sino amargos tueros y ponzoñosas adelfas, si no he procurado mil veces quitarla de la memoria, y si otras tantas no he andado a los médicos y curas del lugar a que me diesen remedio para las ansias que por su causa padezco. Los unos me mandan que tome no sé qué bebedizos de paciencia; los otros dicen que me encomiende a Dios, que todo lo cura, o que todo es locura. Permíteme, buen Elicio, que yo la quiera, pues puedes estar seguro que si tú con tus habilidades y estremadas gracias y razones no la ablandas, mal podré yo con mis simplezas enternecerla. Esta licencia te pido por lo que estoy obligado a tu merescimiento; que, puesto que no me la dieses, tan imposible sería dejar de amarla, como hacer que estas aguas no mojasen, ni el sol con sus peinados cabellos no nos alumbrase.
No pudo dejar de reírse Elicio de las razones de Erastro y del comedimiento con que la licencia de amar a Galatea le pedía; y ansí, le respondió:
-No me pesa a mí, Erastro, que tú ames a Galatea; pésame bien de entender de su condición que podrán poco para con ella tus verdaderas razones y no fingidas palabras; déte Dios tan buen suceso en tus deseos, cuanto meresce la sinceridad de tus pensamientos. Y de aquí adelante no dejes por mi respecto de querer a Galatea, que no soy de tan ruin condición que, ya que a mí me falte ventura, huelgue de que otros no la tengan; antes te ruego, por lo que debes a la voluntad que te muestro, que no me niegues tu conversación y amistad, pues de la mía puedes estar tan seguro como te he certificado. Anden nuestros ganados juntos, pues andan nuestros pensamientos apareados. Tú, al son de tu zampoña, publicarás el contento o pena que el alegre o triste rostro de Galatea te causare; yo, al de mi rabel, en el silencio de las sosegadas noches, o en el calor de las ardientes siestas, a la fresca sombra de los verdes árboles de que esta nuestra ribera está tan adornada, te ayudaré a llevar la pesada carga de tus trabajos, dando noticia al cielo de los míos. Y, para señal de nuestro buen propósito y verdadera amistad, en tanto que se hacen mayores las sombras destos árboles y el sol hacia el occidente se declina, acordemos nuestros instrumentos y demos principio al ejercicio que de aquí adelante hemos de tener.
No se hizo de rogar Erastro; antes, con muestras de estraño contento por verse en tanta amis tad con Elicio, sacó su zampoña y Elicio su rabel; y, comenzando el uno y replicando el otro, cantaron lo que sigue:
ELICIO
Blanda, süave, reposadamente,
ingrato Amor, me subjetaste el día
que los cabellos de oro y bella frente
miré del sol que al sol escurecía;
tu tósigo cruel, cual de serpiente, 5
en las rubias madejas se escondía;
yo, por mirar el sol en los manojos,
todo vine a beberle por los ojos.
ERASTRO
Atónito quedé y embelesado,
como estatua sin voz de piedra dura, 10
cuando de Galatea el estremado
donaire vi, la gracia y hermosura.
Amor me estaba en el siniestro lado,
con las saetas de oro, ¡ay muerte dura!,
haciéndome una puerta por do entrase 15
Galatea y el alma me robase.
ELICIO
¿Con qué milagro, amor, abres el pecho
del miserable amante que te sigue,
y de la llaga interna que le has hecho
crecida gloria muestra que consigue? 20
¿Cómo el daño que haces es provecho?
¿Cómo en tu muerte alegre vida vive?
L’alma que prueba estos efectos todos
la causa sabe, pero no los modos.
ERASTRO
No se ven tantos rostros figurados 25
en roto espejo o hecho por tal arte
que, si uno en él se mira, retratados
se ve una multitud en cada parte,
cuantos nacen cuidados y cuidados
de un cuidado crüel que no se parte 30
del alma mía a su rigor vencida,
hasta apartarse junto con la vida.
ELICIO
La blanca nieve y colorada rosa,
qu’el verano no gasta ni el invierno;
el sol de dos luceros, do reposa 35
el blando amor, y a do estará in eterno;
la voz, cual la de Orfeo poderosa
de suspender las furias del infierno,
y otras cosas que vi quedando ciego,
yesca me han hecho al invisible fuego. 40
ERASTRO
Dos hermosas manzanas coloradas,
que tales me semejan dos mejillas,
y el arco de dos cejas levantadas,
quel de Iris no llegó a sus maravillas;
dos rayos, dos hileras estremadas 45
de perlas entre grana y, si hay decillas,
mil gracias que no tienen par ni cuento,
niebla m’han hecho al amoroso viento.
ELICIO
Yo ardo y no me abraso, vivo y muero;
estoy lejos y cerca de mí mismo; 50
espero en solo un punto y desespero;
súbome al cielo, bájome al abismo;
quiero lo que aborrezco, blando y fiero;
me pone el amaros parasismo;
y con estos contrarios, paso a paso, 55
cerca estoy ya del último traspaso.
ERASTRO
Yo te prometo, Elicio, que le diera
todo cuanto en la vida me ha quedado
a Galatea, porque me volviera
el alma y corazón que m’ha robado; 60
y después del ganado, le añadiera
mi perro Gavilán con el Manchado;
pero, como ella debe de ser diosa,
el alma querrá más que no otra cosa.
ELICIO
Erastro, el corazón que en alta parte 65
es puesto por el hado, suerte o signo,
quererle derribar por fuerza o arte
o diligencia humana, es desatino.
Debes de su ventura contentarte;
que, aunque mueras sin ella, yo imagino 70
que no hay vida en el mundo más dichosa
como el morir por causa tan honrosa.
Ya se aparejaba Erastro para seguir adelante en su canto, cuando sintieron, por un espeso montecillo que a sus espaldas estaba, un no pequeño estruendo y ruido; y, levantándose los dos en pie por ver lo que era, vieron que del monte salía un pastor corriendo a la mayor prie sa del mundo, con un cuchillo desnudo en la mano y la color del rostro mudada; y que tras él venía otro ligero pastor, que a pocos pasos alcanzó al primero; y, asiéndole por el cabezón del pellico, levantó el brazo en el aire cuanto pudo, y un agudo puñal que sin vaina traía se le escondió dos veces en el cuerpo, diciendo:
-Recibe, ¡oh mal lograda Leonida!, la vida deste traidor, que en venganza de tu muerte sacrifico.
Y esto fue con tanta presteza hecho que no tuvieron lugar Elicio y Erastro de estorbárselo, porque llegaron a tiempo que ya el herido pastor daba el último aliento, envuelto en estas pocas y mal formadas palabras.
-Dejárasme, Lisandro, satisfacer al cielo con más largo arrepentimiento el agravio que te hice, y después quitárasme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta destas carnes se aparta.
Y, sin poder decir más, cerró los ojos en sempiterna noche.
Por las cuales palabras imaginaron Elicio y Erastro que no con pequeña causa había el otro pastor ejecutado en él tan cruda y violenta muerte. Y, por mejor informarse de todo el suceso, quisieran preguntárselo al pastor homicida, pero él, con tirado paso, dejando al pastor muerto y a los dos admirados, se tornó a entrar por el montecillo adelante. Y, queriendo Elicio seguirle y saber dél lo que deseaba, le vieron tornar a salir del bosque; y, estando por buen espacio desviado dellos, en alta voz les dijo:
-Perdonadme, comedidos pastores, si yo no lo he sido en haber hecho en vuestra presencia lo que habéis visto, porque la justa y mortal ira que contra ese traidor tenía concebida no me dio lugar a más moderados discursos. Lo que os aviso es que, si no queréis enojar a la deidad que en el alto cielo mora, no hagáis las obsequias ni plegarias acostumbradas por el alma traidora dese cuerpo que delante tenéis, ni a él deis sepultura, si ya aquí en vuestra tierra no se acostumbra darla a los traidores.
Y, diciendo esto, a todo correr se volvió a entrar por el monte, con tanta priesa que quitó la esperanza a Elicio de alcanzarle aunque le siguiese. Y así, se volvieron los dos con tiernas entrañas a hacer el piadoso oficio y dar sepultura, como mejor pudiesen, al miserable cuerpo que tan repentinamente había acabado el curso de sus cortos días. Erastro fue a su cabaña, que no lejos estaba, y, trayendo suficiente aderezo, hizo una sepultura en el mesmo lugar do el cuerpo estaba, y, dándole el último vale, le pusieron en ella; y, no sin compasión de su desdichado caso, se volvieron a sus ganados, y, recogiéndolos con alguna priesa, porque ya el sol se entraba a más andar por las puertas de occidente, se recogieron a sus acostumbrados albergues, donde no su sosiego dellos, ni el poco que sus cuidados le concedían, podían apartar a Elicio de pensar qué causas habían movido a los dos pastores para venir a tan desesperado trance; y ya le pesaba de no haber seguido al pastor homicida, y saber dél, si fuera posible, lo que deseaba.
Con este pensamiento y con los muchos que sus amores le causaban, después de haber dejado en segura parte su rebaño, se salió de su cabaña, como otras veces solía; y con la luz de la hermosa Diana, que resplandeciente en el cielo se mostraba, se entró por la espesura de un espeso bosque adelante, buscando algún solitario lugar adonde en el silencio de la noche con más quietud pudiese soltar la rienda a sus amorosas imaginaciones, por ser cosa ya averiguada que a los tristes imaginativos corazones ninguna cosa les es de mayor gusto que la soledad, despertadora de memorias tristes o alegres. Y así, yéndose poco a poco gustando de un templado céfiro que en el rostro le hería, lleno del suavísimo olor que de las olorosas flores, de que el verde suelo estaba colmado, al pasar por ellas blandamente robaba, envuelto en el aire delicado, oyó una voz como de persona que dolorosamente se quejaba; y, recogiendo por un poco en sí mismo el aliento, porque el ruido no le estorbase de oír lo que era, sintió que de unas apretadas zarzas que poco desviadas dél estaban, la entristecida voz salía; y, aunque interrota de infinitos sospiros, entendió que estas tristes razones pronunciaba:
-Cobarde y temeroso brazo, enemigo mortal de lo que a ti mesmo debes; mira que ya no queda de quién tomar venganza, sino de ti mesmo. ¿De qué te sirve alargar la vida que tan aborrecida tengo? Si piensas que es nuestro mal de los que el tiempo suele curar, vives engañado, porque no hay cosa más fuera de remedio que nuestra desventura; pues quien la pudiera hacer buena la tuvo tan corta que en los verdes años de su alegre juventud ofreció la vida al carnicero cuchillo, que se la quitase por la traición del malvado Carino, que hoy, con perder la suya, habrá aplacado en parte a aquella venturosa alma de Leonida, si en la celeste parte donde mora puede caber deseo de venganza alguna. ¡Ah, Carino, Carino! Ruego yo a los altos cielos, si dellos las justas plegarias son oídas, que no admitan la disculpa, si alguna dieres, de la traición que me heciste, y que permitan que tu cuerpo carezca de sepultura, así como tu alma careció de misericordia. Y tú, hermosa y mal lograda Leonida, recibe en muestra del amor que en vida te tuve, las lágrimas que en tu muerte derramo; y no atribuyas a poco sentimiento el no acabar la vida con el que de tu muerte recibo, pues sería poca re compensa a lo que debo y deseo sentir el dolor que tan presto se acabase. Tú verás, si de las cosas de acá tienes cuenta, cómo este miserable cuerpo quedará un día consumido del dolor poco a poco, para mayor pena y sentimiento: bien ansí como la mojada y encendida pólvora, que, sin hacer estrépito ni levantar llama en alto, entre sí mesma se consume, sin dejar de sí sino el rastro de las consumidas cenizas. Duéleme cuanto puede dolerme, ¡oh alma del alma mía!, que ya que no pude gozarte en la vida, en la muerte no puedo hacerte las obsequias y honras que a tu bondad y virtud se convenían. Pero yo te prometo y juro que el poco tiempo -que será bien poco- que esta apasionada ánima mía rigiere la pesada carga deste miserable cuerpo, y la voz cansada tuviere aliento que la forme, de no tratar otra cosa en mis tristes y amargas canciones que de tus alabanzas y merescimientos.
A este punto cesó la voz, por la cual Elicio conoció claramente que aquél era el pastor homicida, de que recibió mucho gusto, por parecerle que estaba en parte donde podría saber dél lo que deseaba. Y, queriéndose llegar más cerca, hubo de tornarse a parar, porque le pareció que el pastor templaba un rabel, y quiso escuchar primero si al son dél alguna cosa diría; y no tardó mucho que con suave y acordada voz oyó que desta manera cantaba:
LISANDRO
¡Oh alma venturosa,
que del humano velo
libre al alta región viva volaste,
dejando en tenebrosa
cárcel de desconsuelo 5
mi vida, aunque contigo la llevaste!
Sin ti, escura dejaste
la luz clara del día;
por tierra derribada,
la esperanza fundada 10
en el más firme asiento de alegría;
en fin, con tu partida
quedó vivo el dolor, muerta la vida.
Envuelto en tus despojos,
la muerte s’ha llevado 15
el más subido estremo de belleza,
la luz de aquellos ojos
qu’en haberte mirado
tenían encerrada su riqueza;
con presta ligereza, 20
del alto pensamiento
y enamorado pecho,
la gloria se ha deshecho,
como la cera al sol o niebla al viento;
y toda mi ventura 25
cierra la piedra de tu sepultura.
¿Cómo pudo la mano
inexorable y cruda,
y el intento cruel, facinoroso,
del vengativo hermano 30
dejar libre y desnuda
tu alma del mortal velo hermoso?
¿Por qué turbó el reposo
de nuestros corazones?
Que, si no se acabaran, 35
en uno se juntaran
con honestas y sanctas condiciones.
¡Ay, fiera mano esquiva!,
¿cómo ordenaste que muriendo viva?
En llanto sempiterno 40
mi ánima mezquina
los años pasará, meses y días;
la tuya, en gozo eterno
y edad firme y contina,
no temerá del tiempo las porfías; 45
con dulces alegrías
verás firme la gloria
que tu loable vida
te tuvo merescida;
y si puede caber en tu memoria 50
del suelo no perderla,
de quien tanto te amó debes tenerla.
Mas, ¡oh!, cuán simple he sido,
alma bendita y bella,
de pedir que te acuerdes, ni aun burlando 55
de mí que t’he querido,
pues sé que mi querella
se irá con tal favor eternizando.
Mejor es que, pensando
que soy de ti olvidado, 60
me apriete con mi llaga,
hasta que se deshaga
con el dolor la vida, qu’ha quedado
en tan estraña suerte,
que no tiene por mal el de la muerte. 65
Goza en el sancto coro
con otras almas sanctas,
alma, de aquel seguro bien entero,
alto, rico tesoro,
mercedes, gracias tantas 70
que goza el que no huye el buen sendero;
allí gozar espero,
si por tus pasos guío,
contigo en paz entera
de eterna primavera, 75
sin temor, sobresalto ni desvío;
a esto me encamina,
pues será hazaña de tus obras digna.
Y, pues vosotras, celestiales almas,
veis el bien que deseo, 80
creced las alas a tan buen deseo.
Aquí cesó la voz, pero no los sospiros del desdichado que cantado había, y lo uno y lo otro fue parte de acrescentar en Elicio la gana de saber quién era. Y, rompiendo por las espinosas zarzas, por llegar más presto a do la voz salía, salió a un pequeño prado, que todo en redondo, a manera de teatro, de espesísimas e intrincadas matas estaba ceñido, en el cual vio un pastor que con estremado brío estaba con el pie derecho delante y el izquierdo atrás, y el diestro brazo levantado, a guisa de quien esperaba hacer algún recio tiro. Y así era la verdad, porque, con el ruido que Elicio al romper por las matas había hecho, pensando ser alguna fiera de la cual convenía defenderse, el pastor del bosque se había puesto a punto de arrojarle una pesada piedra que en la mano tenía. Elicio, conociendo por su postura su intento, antes que le efectuase le dijo:
-Sosiega el pecho, lastimado pastor, que el que aquí viene trae el suyo aparejado a lo que mandarle quisieres, y quien el deseo de saber tu ventura le ha hecho romper tus lágrimas y turbar el alivio que de estar solo se te podría seguir.
Con estas blandas y comedidas palabras de Elicio, se sosegó el pastor, y con no menos blandura le respondió diciendo:
-Tu buen ofrecimiento agradezco, cualquiera que tú seas, comedido pastor, pero si ventura quieres saber de mí, que nunca la tuve, mal podrás ser satisfecho.
-Verdad dices -respondió Elicio-, pues por las palabras y quejas que esta noche te he oído, muestras bien claro la poca o ninguna que tienes; pero no menos satisfarás mi deseo con decirme tus trabajos que con declararme tus contentos; y así la Fortuna te los dé en lo que deseas, que no me niegues lo que te suplico si ya el no conocerme no lo impide; aunque, para asegurarte y moverte, te hago saber que no tengo el alma tan contenta que no sienta en el punto que es razón las miserias que me contares. Esto te digo porque sé que no hay cosa más escusada, y aun perdida, que contar el miserable sus desdichas a quien tiene el pecho colmo de contentos.
-Tus buenas razones me obligan -respondió el pastor- a que te satisfaga en lo que me pides, así porque no imagines que de poco y acobardado ánimo nacen las quejas y lamentaciones que dices que de mí has oído, como porque conozcas que aún es muy poco el sentimiento que muestro a la causa que tengo de mostrarlo.
Elicio se lo agradeció mucho; y, después de haber pasado entre los dos más palabras de comedimiento, dando señales Elicio de ser verdadero amigo del pastor del bosque, y conociendo él que no eran fingidos ofrecimientos, vino a conceder lo que Elicio rogaba. Y, sentándose los dos sobre la verde yerba, cubiertos con el resplandor de la hermosa Diana, que en claridad aquella noche con su hermano competir podía, el pastor del bosque, con muestras de un interno dolor, comenzó a decir desta manera:
-«En las riberas de Betis, caudalosísimo río que la gran Vandalia enriquece, nació Lisandro -que éste es el nombre desdichado mío-, y de tan nobles padres cual pluviera al soberano Dios que en más baja fortuna fuera engendrado; porque muchas veces la nobleza del linaje pone alas y esfuerza el ánimo a levantar los ojos adonde la humilde suerte no osara jamás levantarlos, y de tales atrevimientos suelen suceder a menudo semejantes calamidades como las que de mí oirás si con atención me escuchas.
»Nació ansimesmo en mi aldea una pastora, cuyo nombre era Leonida, summa de toda la hermosura que en gran parte de la tierra -según yo imagino- pudiera hallarse; de no menos nobles y ricos padres nacida que su hermosura y virtud merescían. De do nació que, por ser los parientes de entrambos de los más principales del lugar y estar en ellos el mando y gobernación del pueblo, la envidia, enemiga mortal de la sosegada vida, sobre algunas diferencias del gobierno del pueblo, vino a poner entre ellos cizaña y mortalísima discordia; de manera que el pueblo fue dividido en dos parcialidades: la una seguía la de mis parientes, la otra la de los de Leonida, con tan arraigado rencor y mal ánimo, que no ha sido parte para ponerlos en paz ninguna humana diligencia. Ordenó, pues, la suerte, para echar de todo punto el sello a nuestra enemistad, que yo me enamorase de la hermosa Leonida, hija de Parmindro, principal cabeza del bando contrario. Y fue mi amor tan de veras que, aunque procuré con infinitos medios quitarle de mis entrañas, el fin de todos venía a parar a quedar más vencido y subjeto. Poníaseme delante un monte de dificultades que conseguir el fin de mi deseo me estorbaban, como eran el mucho valor de Leonida, la endurecida enemistad de nuestros padres, las pocas coyunturas, o ninguna, que se me ofrecían para descubrirle mi pensamiento; y, con todo esto, cuando ponía los ojos de la imaginación en la singular belleza de Leonida, cualquiera dificultad se allanaba, de suerte que me parecía poco romper por entre agudas puntas de diamantes, para llegar al fin de mis amorosos y honestos pensamientos. Habiendo, pues, por muchos días combatido conmigo mesmo, por ver si podría apartar el alma de tan ardua empresa, y viendo ser imposible, recogí toda mi industria a considerar con cuál podría dar a entender a Leonida el secreto amor de mi pecho; y, como los principios en cualquier negocio sean siempre dificultosos, en los que tratan de amor son, por la mayor parte, dificultosísimos, hasta que el mesmo Amor, cuando se quiere mostrar favorable, abre las puertas del remedio donde parece que están más cerradas. Y así se pareció en mí, pues, guiado por su pensamiento el mío, vine a imaginar que ningún medio se ofrecía mejor a mi deseo que hacerme amigo de los padres de Silvia, una pastora que era en estremo amiga de Leonida, y muchas veces la una a la otra, en compañía de sus padres, en sus casas se visitaban. Tenía Silvia un pariente que se llamaba Carino, compañero familiar de Crisalbo, hermano de la hermosa Leonida, cuya bizarría y aspereza de costumbres le habían dado renombre de cruel; y así, de todos los que le conoscían, “el cruel Crisalbo” era llamado; y ni más ni menos a Carino, el pariente de Silvia y compañero de Crisalbo, por ser entremetido y agudo de ingenio, “el astuto Carino” le llamaban; del cual y de Silvia, por parecerme que me convenía, con el medio de muchos presentes y dádivas, forjé la amistad -al parecer- posible; a lo menos, de parte de Silvia fue más firme de lo que yo quisiera, pues los regalos y favores que ella con limpias entrañas me hacía, obligada de mis continuos servicios, tomó por instrumentos mi fortuna para ponerme en la desdicha en que agora me veo.
»Era Silvia hermosa en estremo, y de tantas gracias adornada que la dureza del crudo corazón de Crisalbo se movió a amarla; y esto yo no lo supe sino con mi daño, y de allí a muchos días. Y, ya que con la larga experiencia estuve seguro de la voluntad de Silvia, un día, ofreciéndoseme comodidad, con las más tiernas palabras que pude, le descubrí la llaga de mi lastimado pecho, diciéndole que, aunque era tan profunda y peligrosa, no la sentía tanto, sólo por imaginar que en su solicitud estaba el remedio della; advirtiéndole ansimesmo el honesto fin a que mis pensamientos se encaminaban, que era a juntarme por legítimo matrimonio con la bella Leonida; y que, pues era causa tan justa y buena, no se había de desdeñar de tomarla a su cargo.
»En fin, por no serte prolijo, el amor me ministró tales palabras que le dijese, que ella, vencida dellas, y más por la pena que ella, como discreta, por las señales de mi rostro conoció que en mi alma moraba, se determinó de tomar a su cargo mi remedio y decir a Leonida lo que yo por ella sentía, prometiendo de hacer por mí todo cuanto su fuerza e industria alcanzase, puesto que se le hacía dificultosa tal empresa, por la inimicicia grande que entre nuestros padres conocía, aunque, por otra parte, imaginaba poder dar principio al fin de sus discordias si Leonida conmigo se casase. Movida, pues, con esta buena intención, y enternecida de las lágrimas que yo derramaba -como ya he dicho-, se aventuró a ser intercesora de mi contento. Y, discurriendo consigo qué entrada tendría para con Leonida, me mandó que le escribiese una carta, la cual ella se ofrecía a darla cuando tiempo le pareciese. Parecióme a mí bien su parecer, y aquel mesmo día le envié una que, por haber sido principio del contento que por su respuesta sentí, siempre la he tenido en la memoria, puesto que fuera mejor no acordarme de cosas alegres en tiempo tan triste como es el en que agora me hallo. Recibió la carta Silvia, y aguardaba ocasión de ponerla en las manos de Leonida.»
-No -dijo Elicio, atajando las razones de Lisandro-, no es justo que me dejes de decir la carta que a Leonida enviaste, que por ser la primera y por hallarte tan enamorado en aquella sazón, sin duda debe de ser discreta. Y, pues me has dicho que la tienes en la memoria y el gusto que por ella granjeaste, no me lo niegues agora en no decírmela.
-Bien dices, amigo -respondió Lisandro-; que yo estaba entonces tan enamorado y temeroso, como agora descontento y desesperado, y por esta razón me parece que no acerté a decir alguna, aunque fue harto acertamiento que Leonida las creyese las que en la carta iban. Ya que tanto deseas saberlas, decía desta manera:
LISANDRO A LEONIDA
«Mientras que he podido, aunque con grandísimo dolor mío, resistir con las proprias fuerzas a la amorosa llama que por ti, ¡oh, hermosa Leonida!, me abrasa, jamás he tenido ardimiento, temeroso del subido valor que en ti conozco, de descubrirte el amor que te tengo; mas, ya que es consumida aquella virtud que hasta aquí me ha hecho fuerte, hame sido forzoso, descubriendo la llaga de mi pecho, tentar con escrebirte su primero y último remedio. Que sea el primero, tú lo sabes, y de ser el último está en tu mano, de la cual espero la misericordia que tu hermosura promete y mis honestos deseos merescen, los cuales y el fin adonde se encaminan conoscerás de Silvia, que ésta te dará. Y, pues ella se ha atrevido, con ser quien es, a llevártela, entiende que son tan justos cuanto a tu merescimiento se deben.»
No le parecieron mal a Elicio las razones de la carta de Lisandro, el cual, prosiguiendo la historia de sus amores, dijo:
-«No pasaron muchos días sin que esta carta viniese a las hermosas manos de Leonida, por medio de las piadosas de Silvia, mi verdadera amiga, la cual, junto con dársela, le dijo tales cosas que con ellas templó en gran parte la ira y alteración que con mi carta Leonida había recebido: como fue decirle cuánto bien se siguiría si por nuestro casamiento la enemistad de nuestros padres se acababa, y que el fin de tan buena intención la había de mover a no desechar mis deseos; cuanto más, que no se debía compadecer con su hermosura dejar morir sin más respecto a quien tanto como yo la amaba; añadiendo a estas otras razones que Leonida conoció que lo eran. Pero, por no mostrarse al primer encuentro rendida y a los primeros pasos alcanzada, no dio tan agradable respuesta a Silvia como ella quisiera. Pero, con todo esto, por intercesión de Silvia, que a ello le forzó, respondió con esta carta que agora te diré:
LEONIDA A LISANDRO
»Si entendiera, Lisandro, que tu mucho atrevimiento había nacido de mi poca honestidad, en mí mesma ejecutara la pena que tu culpa meresce; pero, por asegurarme desto lo que yo de mí conozco, vengo a conocer que más ha procedido tu osadía de pensamientos ociosos que de enamorados. Y, aunque ellos sean de la manera que dices, no pienses que me has de mover a mí para remediallos como a Silvia para creellos, de la cual tengo más queja por haberme forzado a responderte que de ti que te atreviste a escrebirme, pues el callar fuera digna respuesta a tu locura. Si te retraes de lo comenzado, harás como discreto, porque te hago saber que pienso tener más cuenta con mi honra que con tus vanidades.
»Esta fue la respuesta de Leonida, la cual, junto con las esperanzas que Silvia me dio, aunque ella parecía algo áspera, me hizo tener por el más bien afortunado del mundo.
»Mientras estas cosas entre nosotros pasaban, no se descuidaba Crisalbo de solicitar a Silvia con infinitos mensajes, presentes y servicios; mas, era tan fuerte y desabrida la condición de Crisalbo, que jamás pudo mover a la de Silvia a que un pequeño favor le diese, de lo cual estaba tan desesperado e impaciente como un agarrochado y vencido toro.
»Por causa de sus amores había tomado amistad con el astuto Carino, pariente de Silvia, habiendo los dos sido primero mortales enemigos, porque, en cierta lucha que un día de una grande fiesta delante de todo el pueblo los zagales más diestros del lugar tuvieron, Carino fue vencido de Crisalbo y maltratado; de manera que concibió en su corazón odio perpetuo contra Crisalbo. Y no menos lo tenía contra otro hermano mío, por haberle sido contrario en unos amores, de los cuales mi hermano llevó el fruto que Carino esperaba. Este rancor y mala voluntad tuvo Carino secreta, hasta que el tiempo le descubrió ocasión cómo a un mesmo punto se vengase de entrambos por el más cruel estilo que imaginarse puede.
»Yo le tenía por amigo, porque la entrada en casa de Silvia no se me impidiese; Crisalbo le adoraba, porque favoreciese sus pensamientos con Silvia; y era de suerte su amistad, que todas las veces que Leonida venía a casa de Silvia Carino la acompañaba. Por la cual causa le pareció bien a Silvia darle cuenta, pues era mi amigo, de los amores que yo con Leonida trataba, que en aquella sazón andaban ya tan vivos y venturosos, por la buena intercesión de Silvia, que ya no esperábamos sino tiempo y lugar donde coger el honesto fruto de nuestros limpios deseos, los cuales sabidos de Carino, tomó por instrumento para hacer la mayor traición del mundo. Porque un día, haciendo del leal con Crisalbo, y dándole a entender que tenía en más su amistad que la honra de su parienta, le dijo que la principal causa porque Silvia no le amaba ni favorescía era por estar de mí enamorada, y que él lo sabía inefaliblemente; y que ya nuestros amores iban tan al descubierto, que si él no hubiera estado ciego de la pasión amorosa, en mil señales lo hubiera ya conocido; y que para certificarse más de la verdad que le decía, que de allí adelante mirase en ello, porque vería claramente cómo, sin empacho alguno, Silvia me daba extraordinarios favores. Con estas nuevas debió de quedar tan fuera de sí Crisalbo, como pareció por lo que dellas sucedió.
»De allí adelante Crisalbo traía espías por ver lo que yo con Silvia pasaba; y, como yo muchas veces procurase hallarme solo con ella para tratar, no de los amores que él pensaba, sino de lo que a los míos convenía, éranle a Crisalbo referidas, con otros favores que, de limpia amistad procedidos, Silvia a cada paso me hacía; por lo que vino Crisalbo a términos tan desesperados que muchas veces procuró matarme, aunque yo no pensaba que era por semejante ocasión, sino por lo de la antigua enemistad de nuestros padres. Mas, por ser él hermano de Leonida, tenía yo más cuenta con guardarme que con ofenderle, teniendo por cierto que, si yo con su hermana me casaba, tendrían fin nuestras enemistades; de lo que él estaba bien ajeno, antes se pensaba que por serle yo enemigo, había procurado tratar amores con Silvia, y no porque yo bien la quisiese. Y esto le acrescentaba la cólera y enojo de manera que le sacaba de juicio, aunque él tenía tan poco, que poco era menester para acabárselo. Y pudo tanto en él este mal pensamiento, que vino a aborrecer a Silvia tanto cuanto la había querido, sólo porque a mí me favorecía, no con la voluntad que él pensaba, sino como Carino le decía. Y así, en cualesquier corrillos y juntas que se hallaba, decía mal de Silvia, dándole títulos y renombres deshonestos; pero, como todos conoscían su terrible condición y la bondad de Silvia, daban poco o ningún crédito a sus palabras.
»En este medio, había concertado Silvia con Leonida que los dos nos desposásemos y que, para que más a nuestro salvo se hiciese, sería bien que un día que con Carino Leonida viniese a su casa, no volviese por aquella noche a la de sus padres, sino que desde allí, en compañía de Carino, se fuese a una aldea que media legua de la nuestra estaba, donde unos ricos parientes míos vivían, en cuya casa con más quietud podíamos poner en efecto nuestras intenciones; porque si del suceso dellas los padres de Leonida no fuesen contentos, a lo menos estando ella ausente sería más fácil el concertarse. Tomado, pues, este apuntamiento y dada cuenta dél a Carino, se ofreció, con muestras de grandísimo ánimo, que llevaría a Leonida a la otra aldea, como ella fuese contenta. Los servicios que yo hice a Carino por la buena voluntad que mostraba, las palabras de ofrecimiento que le dije, los abrazos que le di, me parece que bastaran a deshacer en un corazón de acero cualquiera mala intención que contra mí tuviera. Pero el traidor de Carino, echando a las espaldas mis palabras, obras y promesas, sin tener cuenta con la que a sí mesmo debía, ordenó la traición que agora oirás.
»Informado Carino de la voluntad de Leonida, y viendo ser conforme a la que Silvia le había dicho, ordenó que la primera noche que, por las muestras del día, entendiesen que había de ser escura, se pusiese por obra la ida de Leonida, ofreciéndose de nuevo a guardar el secreto y lealtad posible. Después de hecho este concierto que has oído, se fue a Crisalbo, según después acá he sabido, y le dijo que su parienta Silvia iba tan adelante en los amores que conmigo traía, que en una cierta noche había determinado de sacarla de casa de sus padres y llevarla a la otra aldea, do mis parientes moraban; donde se le ofrecía coyuntura de vengar su corazón en entrambos: en Silvia, por la poca cuenta que de sus servicios había hecho; en mí, por nuestra vieja enemistad y por el enojo que le había hecho en quitarle a Silvia, pues por sólo mi respecto le dejaba. De tal manera le supo encarecer y decir Carino lo que quiso, que con mucho menos a otro corazón no tan cruel como el suyo moviera a cualquier mal pensamiento.
»Llegado, pues, ya el día que yo pensé que fuera el de mi mayor contento, dejando dicho a Carino, no lo que hizo, sino lo que había de hacer, me fui a la otra aldea a dar orden cómo recebir a Leonida. Y fue el dejarla encomendada a Carino como quien deja a la simple corderuela en poder de los hambrientos lobos, o a la mansa paloma entre las uñas del fiero gavilán que la despedace. ¡Ay, amigo!, que llegando a este paso con la imaginación, no sé cómo tengo fuerzas para sostener la vida, ni pensamiento para pensarlo, cuanto más, lengua para decirlo. ¡Ay, mal aconsejado Lisandro!, ¿cómo, y no sabías tú las condiciones dobladas de Carino? Mas, ¿quién no se fiara de sus palabras, aventurando él tan poco en hacerlas verdaderas con las obras? ¡Ay, mal lograda Leonida, cuán mal supe gozar de la merced que me heciste en escogerme por tuyo!
»En fin, por concluir con la tragedia de mi desgracia, sabrás, discreto pastor, que la noche que Carino había de traer consigo a Leonida a la aldea donde yo la esperaba, él llamó a otro pastor, que debía de tener por enemigo, aunque él se lo encubría debajo de su falsa acostumbrada disimulación, el cual Libeo se llamaba, y le rogó que aquella noche le hiciese compañía, porque determinaba llevar una pastora, su aficionada, a la aldea que te he dicho, donde pensaba desposarse con ella. Libeo, que era gallardo y enamorado, con facilidad le ofreció su compañía. Despidióse Leonida de Silvia con estrechos abrazos y amorosas lágrimas, como présaga que había de ser la última despedida. Debía de considerar entonces la sin ventura la traición que a sus padres hacía, y no la que a ella Carino le ordenaba, y cuán mala cuenta daba de la buena opinión que della en el pueblo se tenía. Mas, pasando de paso por todos estos pensamientos, forzada del enamorado que la vencía, se entregó a la guardia de Carino, que adonde yo la aguardaba la trujese.
»¡Cuántas veces se me viene a la memoria, llegando a este punto, lo que soñé el día que le tuviera yo por dichoso, si en él feneciera la cuenta de los de mi vida! Acuérdome que, saliendo del aldea un poco antes que el sol acabase de quitar sus rayos de nuestro horizonte, me senté al pie de un alto fresno, en el mesmo camino por donde Leonida había de venir, esperando que cerrase algo más la noche para adelantarme y recebilla; y, sin saber cómo y sin yo quererlo, me quedé dormido. Y apenas hube entregado los ojos al sueño, cuando me pareció que el árbol donde estaba arrimado, rindiéndose a la furia de un recísimo viento que soplaba, desarraigando las hondas raíces de la tierra, sobre mi cuerpo se caía; y que, procurando yo evadirme del grave peso, a una y otra parte me revolvía. Y, estando en esta pesadumbre, me pareció ver una blanca cierva junto a mí, a la cual yo ahincadamente suplicaba que, como mejor pudiese, apartase de mis hombros la pesada carga; y que, queriendo ella, movida de compasión, hacerlo, al mismo instante salió un fiero león del bosque, y, cogiéndola entre sus agudas uñas, se metía con ella por el bosque adelante; y que, después que con gran trabajo me había escapado del grave peso, la iba a buscar al monte, y la hallaba despedazada y herida por mil partes; de lo cual tanto dolor sentía, que el alma se me arrancaba sólo por la compasión que ella había mostrado de mi trabajo. Y así, comencé a llorar entre sueños de manera que las mismas lágrimas me despertaron, y, hallando las mejillas bañadas del llanto quedé fuera de mí, considerando lo que había soñado. Pero con la alegría que esperaba tener de ver a mi Leonida, no eché de ver entonces que la fortuna en sueños me mostraba lo que de allí a poco rato despierto me había de suceder.
»A la sazón que yo desperté, acababa de cerrar la noche, con tanta escuridad, con tan espantosos truenos y relámpagos, como convenía para cometerse con más facilidad la crueldad que en ella se cometió. Así como Carino salió de casa de Silvia con Leonida, se la entregó a Libeo, diciéndole que se fuese con ella por el camino de la aldea que he dicho; y, aunque Leonida se alteró de ver a Libeo, Carino le aseguró que no era menor amigo mío Libeo que él proprio, y que con toda seguridad podía ir con él poco a poco, en tanto que él se adelantaba a darme a mí las nuevas de su llegada. Creyó la simple -en fin, como enamorada- las palabras del falso Carino, y, con menor recelo del que convenía, guiada del comedido Libeo, tendía los temerosos pasos para venir a buscar el último de su vida, pensando hallar el mejor de su contento.
»Adelantóse Carino de los dos, como ya te he dicho, y vino a dar aviso a Crisalbo de lo que pasaba, el cual, con otros cuatro parientes suyos, en el mesmo camino por donde habían de pasar, que todo era cerrado de bosque de una y otra parte, escondidos estaban. Y díjoles cómo Silvia venía, y solo yo que la acompañaba, y que se alegrasen de la buena ocasión que la suerte les ponía en las manos para vengarse de la injuria que los dos les habíamos hecho; y que él sería el primero que en Silvia, aunque era parienta suya, probase los filos de su cuchillo. Apercibiéronse luego los cinco crueles carniceros para colorarse en la inocente sangre de los dos que tan sin cuidado de traición semejante por el camino se venían, los cuales, llegados a do la celada estaba, al instante fueron con ellos los pérfidos homicidas y cerráronlos en medio. Crisalbo se llegó a Leonida, pensando ser Silvia, y con injuriosas y turbadas palabras, con la infernal cólera que le señoreaba, con seis mortales heridas la dejó tendida en el suelo, a tiempo que ya Libeo por los otros cuatro -creyendo que a mí me las daban- con infinitas puñaladas se revolcaba por la tierra. Carino, que vio cuán bien había salido el traidor intento suyo, sin aguardar razones, se les quitó delante, y los cinco traidores, contentísimos, como si hubieran hecho alguna famosa hazaña, se volvieron a su aldea; y Crisalbo se fue a casa de Silvia a dar él mesmo a sus padres la nueva de lo que había hecho, por acrescentarles el pesar y sentimiento, diciéndoles que fuesen a dar sepultura a su hija Silvia, a quien él había quitado la vida por haber hecho más caudal de la fría voluntad de Lisandro, su enemigo, que no de los continuos sirvicios suyos. Silvia, que sintió lo que Crisalbo decía, dándole el alma lo que había sido, le dijo cómo ella estaba viva, y aun libre de todo lo que la imputaba, y que mirase no hubiese muerto a quien le doliese más su muerte que perder él mismo la vida. Y con esto le dijo que su hermana Leonida se había partido aquella noche de su casa en traje no acostumbrado. Atónito quedó Crisalbo de ver a Silvia viva, teniendo él por cierto que la dejaba ya muerta, y con no pequeño sobresalto acudió luego a su casa, y, no hallando en ella a su hermana, con grandísima confusión y furia volvió él solo a ver quién era la que había muerto, pues Silvia estaba viva.
»Mientras todas estas cosas pasaban, estaba yo con una ansia estraña esperando a Carino y Leonida, y, pareciéndome que ya tardaban más de lo que debían, quise ir a encontrarlos, o a saber si por algún caso aquella noche se habían detenido, y no anduve mucho por el camino cuando oí una lastimada voz que decía: “¡Oh soberano hacedor del cielo!, encoge la mano de tu justicia y abre la de tu misericordia, para tenerla desta alma, que presto te dará cuenta de las ofensas que te ha hecho. ¡Ay, Lisandro, Lisandro!, y cómo la amistad de Carino te costará la vida, pues no es posible sino que te la acabe el dolor de haberla yo por ti perdido. ¡Ay, cruel hermano!, ¿es posible que sin oír mis disculpas tan presto me quesiste dar la pena de mi yerro?” Cuando estas razones oí, en la voz y en ellas conocí luego ser Leonida la que las decía, y présago de mi desventura, con el sentido turbado, fui a tiento a dar adonde Leonida estaba envuelta en su propria sangre; y, habiéndola conocido luego, dejándome caer sobre el herido cuerpo, haciendo los estremos de dolor posible, le dije: “¿Qué desdicha es esta, bien mío? Ánima mía, ¿cuál fue la cruel mano que no ha tenido respecto a tanta hermosura?” En estas palabras fui conocido de Leonida, y, levantando con gran trabajo los cansados brazos, los echó por cima de mi cuello, y, apretando con la mayor fuerza que pudo, juntando su boca con la mía, con flacas y mal pronunciadas razones, me dijo solas estas: “Mi hermano me ha muer to; Carino, vendido; Libeo está sin vida, la cual te dé Dios a ti, Lisandro mío, largos y felices años, y a mí me deje gozar en la otra del reposo que aquí me ha negado”. Y, juntando más su boca con la mía, habiendo cerrado los labios para darme el primero y último beso, al abrillos se le salió el alma y quedó muer ta en mis brazos. Cuando yo lo sentí, abandonándome sobre el helado cuerpo, quedé sin ningún sentido. Y si como era yo el vivo, fuera el muerto, quien en aquel trance nos viera, el lamentable de Píramo y Tisbe trujera a la memoria. Mas, después que volví en mí, abriendo ya la boca para llenar el aire de voces y sospiros, sentí que hacia donde yo estaba venía uno con apresurados pasos; y, llegándose cerca, aunque la noche hacía escura, los ojos del alma me dieron a conoscer que el que allí venía era Crisalbo; como era la verdad, porque él tornaba a certificarse si por ventura era su hermana Leonida la que había muerto. Y, como yo le conocí, sin que de mí se guardase, llegué a él como sañudo león y, dándole dos heridas, di con él en tierra; y, antes que acabase de espirar, le llevé arrastrando adonde Leonida estaba; y, puniendo en la mano muerta de Leonida el puñal que su hermano traía, que era el mesmo con que él la había muerto, ayudándole yo a ello, tres veces se le hinqué por el corazón. Y, consolado en algo el mío con la muerte de Crisalbo, sin más detenerme, tomé sobre mis hombros el cuerpo de Leonida y llevéle al aldea donde mis parientes vivían; y, contándoles el caso, les rogué le diesen honrada sepultura, y luego puse por obra y determiné de tomar en Carino la venganza que en Crisalbo; la cual, por haberse él ausentado de nuestra aldea, se ha tardado hasta hoy, que le hallé a la salida deste bosque, después de haber seis meses que ando en su de man da. Él ha hecho ya el fin que su traición merescía, y a mí no me queda ya de quién tomar venganza, si no es de la vida que tan contra mi voluntad sostengo.» Esta es, pastor, la causa de do proceden los lamentos que me has oído. Si te parece que es bastante para causar mayores sentimientos, a tu buena discreción dejo que lo considere.
Y con esto dio fin a su plática y principio a tantas lágrimas, que no pudo dejar Elicio de tenerle compañía en ellas. Pero, después que por largo espacio habían desfogado con tiernos sospiros, el uno la pena que sentía, el otro la compasión que della tomaba, Elicio comenzó con las mejores razones que supo a consolar a Lisandro, aunque era su mal tan sin consuelo como por el suceso dél había visto. Y entre otras cosas que le dijo, y la que a Lisandro más le cuadró, fue decirle que en los males sin remedio, el mejor era no esperarles ninguno; y que, pues de la honestidad y noble condición de Leonida se podría creer -según él decía- que de dulce vida gozaba, antes debía alegrarse del bien que ella había ganado, que no entristecerse por el que él había perdido. A lo cual respondió Lisandro:
-Bien conozco, amigo, que tienen fuerza tus razones para hacerme creer que son verdaderas, pero no que la tienen, ni la tendrán las que todo el mundo decirme pudiere, para darme consuelo alguno. En la muerte de Leonida comenzó mi desventura, la cual se acabará cuando yo la torne a ver; y, pues esto no puede ser sin que yo muera, al que me induciere a procurar la muerte tendré yo por más amigo de mi vida.
No quiso Elicio darle más pesadumbre con sus consuelos, pues él no los tenía por tales; sólo le rogó que se viniese con él a su cabaña, en la cual estaría todo el tiempo que gusto le diese, ofreciéndole su amistad en todo aquello que podía ser buena para servirle. Lisandro se lo agradeció cuanto fue posible; y, aunque no quería acetar el venir con Elicio, todavía lo hubo de hacer forzado de su importunación; y así, los dos se levantaron y se vinieron a la cabaña de Elicio, donde reposaron lo poco que de la noche quedaba. Pero ya que la blanca Aurora dejaba el lecho del celoso marido y comenzaba a dar muestras del venidero día, levantándose Erastro, comenzó a poner en orden el ganado de Elicio y suyo, para sacarle al pasto acostumbrado. Elicio convidó a Lisandro a que con él se viniese, y así, viniendo los tres pastores con el manso rebaño de sus ovejas por una cañada abajo, al subir de una ladera oyeron el sonido de una suave zampoña, que luego por Elicio y Erastro fue conocido que era Galatea quien la sonaba. Y no tardó mucho que por la cumbre de la cuesta se comenzaron a descubrir algunas ovejas, y luego tras ellas Galatea, cuya hermosura era tanta que sería mejor dejarla en su punto, pues faltan palabras para encarecerla. Venía vestida a la serrana, con los luengos cabellos sueltos al viento, de quien el mesmo sol parescía tener envidia, porque, hiriéndoles con sus rayos, procuraba quitarles la luz si pudiera, mas la que la salía de la vislumbre dellos, otro nuevo sol semejaba. Estaba Erastro fuera de sí mirándola, y Elicio no podía apartar los ojos de verla. Cuando Galatea vio que el rebaño de Elicio y Erastro con el suyo se juntaba, mostrando no gustar de tenerles aquel día compañía, llamó a la borrega mansa de su manada, a la cual siguieron las demás, y encaminóla a otra parte diferente de la que los pastores llevaban. Viendo Elicio lo que Galatea hacía, sin poder sufrir tan notorio desdén, llegándose a do la pastora estaba, le dijo:
-Deja, hermosa Galatea, que tu rebaño venga con el nuestro, y si no gustas de nuestra compañía, escoge la que más te agradare; que no por tu ausencia dejarán tus ovejas de ser bien apacentadas, pues yo, que nací para servirte, tendré más cuenta dellas que de las mías proprias. Y no quieras tan a la clara desdeñarme, pues no lo merece la limpia voluntad que te tengo; que, según el viaje que traías, a la fuente de las Pizarras le encaminabas, y agora que me has visto quieres torcer el camino. Y si esto es así como pienso, dime adónde quieres hoy y siempre apascentar tu ganado, que yo te juro de no llevar allí jamás el mío.
-Yo te prometo, Elicio -respondió Galatea-, que no por huir de tu compañía ni de la de Erastro he vuelto del camino que tú imaginas que llevaba, porque mi intención es pasar hoy la siesta en el arroyo de las Palmas, en compañía de mi amiga Florisa, que allá me aguarda, porque desde ayer concertamos las dos de apascentar hoy allí nuestros ganados; y, como yo venía descuidada sonando mi zampoña, la mansa borrega tomó el camino de las Pizarras, como della más acostumbrado. La voluntad que me tienes y ofrecimientos que me haces te agradezco, y no tengas en poco haber dado yo disculpa a tu sospecha.
-¡Ay, Galatea! -replicó Elicio-, y cuán bien que finges lo que te parece, teniendo tan poca necesidad de usar conmigo artificio, pues al cabo no tengo de querer más de lo que tú quisieres. Ora vayas al arroyo de las Palmas, al soto del Concejo o a la fuente de las Pizarras, ten por cierto que no has de ir sola, que siempre mi alma te acompaña, y si tú no la vees, es porque no quieres verla, por no obligarte a remediarla.
-Hasta agora -respondió Galatea- tengo por ver la primera alma, y así no tengo culpa si no he remediado a ninguna.
-No sé cómo puedes decir eso -respondió Elicio-, hermosa Galatea, que las veas para herirlas y no para curarlas.
-Testimonio me levantas -replicó Galatea- en decir que yo, sin armas, pues a mujeres no son concedidas, haya herido a nadie.
-¡Ay, discreta Galatea! -dijo Elicio-, cómo te burlas con lo que de mi alma sientes, a la cual invisiblemente has llagado, y no con otras armas que con las de tu hermosura. Y no me quejo yo tanto del daño que me has hecho, como de que le tengas en poco.
-En menos me tendría yo -respondió Galatea- si en más le tuviese.
A esta sazón llegó Erastro, y, viendo que Galatea se iba y les dejaba, le dijo:
-¿Adónde vas, o de quién huyes, hermosa Galatea? Si de nosotros, que te adoramos, te alejas, ¿quién esperará de ti compañía? ¡Ay, enemiga!, cuán al desgaire te vas, triunfando de nuestras voluntades. El cielo destruya la buena que tengo, si no deseo verte enamorada de quien estime tus quejas en el grado que tú estimas las mías. ¿Ríeste de lo que digo, Galatea? Pues yo lloro de lo que tú haces.
No pudo Galatea responder a Erastro, porque andaba guiando su ganado hacia el arroyo de las Palmas, y, abajando desde lejos la cabeza en señal de despedirse, los dejó. Y, como se vio sola, en tanto que llegaba adonde su amiga Florisa creyó que estaría, con la estremada voz que al cielo plugo darle, fue cantando este soneto:
GALATEA
Afuera el fuego, el lazo, el yelo y flecha
de amor, que abrasa, aprieta, enfría y hiere;
que tal llama mi alma no la quiere,
ni queda de tal ñudo satisfecha.
Consuma, ciña, yele, mate; estrecha 5
tenga otra la voluntad cuanto quisiere;
que por dardo, o por nieve, o red no’spere
tener la mía en su calor deshecha.
Su fuego enfriará mi casto intento,
el ñudo romperé por fuerza o arte, 10
la nieve deshará mi ardiente celo,
la flecha embotará mi pensamiento;
y así, no temeré en segura parte
de amor el fuego, el lazo, el dardo, el yelo.
Con más justa causa se pudieran parar los brutos, mover los árboles y juntar las piedras a escuchar el suave canto y dulce armonía de Galatea, que cuando a la cítara de Orfeo, lira de Apolo y música de Anfión los muros de Troya y Tebas por sí mismos se fundaron, sin que artífice alguno pusiese en ellos las manos, y las hermanas, negras moradoras del hondo caos, a la estremada voz del incauto amante se ablandaron. El acabar el canto Galatea y llegar adonde Florisa estaba, fue todo a un tiempo, de la cual fue con alegre rostro recebida, como aquella que era su amiga verdadera y con quien Galatea sus pensamientos comunicaba. Y, después que las dos dejaron ir a su albedrío a sus ganados a que de la verde yerba paciesen, convidadas de la claridad del agua de un arroyo que allí corría, determinaron de lavarse los hermosos rostros, pues no era menester para acrecentarles hermosura el vano y enfadoso artificio con que los suyos martirizan las damas que en las grandes ciudades se tienen por más hermosas. Tan hermosas quedaron después de lavadas como antes lo estaban, excepto que por haber llegado las manos con movimiento al rostro, quedaron sus mejillas encendidas y sonroseadas, de modo que un no sé qué de hermosura les acrescentaba; especialmente a Galatea, en quien se vieron juntas las tres Gracias, a quien los antiguos griegos pintaban desnudas por mostrar, entre otros efectos, que eran señoras de la belleza. Comenzaron luego a coger diversas flores del verde prado, con intención de hacer sendas guirnaldas con que recoger los desornados cabellos que sueltos por las espaldas traían.
En este ejercicio andaban ocupadas las dos hermosas pastoras, cuando por el arroyo abajo vieron al improviso venir una pastora de gentil donaire y apostura, de que no poco se admiraron, porque les pareció que no era pastora de su aldea ni de las otras comarcanas a ella, a cuya causa con más atención la miraron, y vieron que venía poco a poco hacia donde ellas estaban. Y, aunque estaban bien cerca, ella venía tan embebida y transportada en sus pensamientos, que nunca las vio hasta que ellas quisieron mostrarse. De trecho en trecho se paraba, y, vueltos los ojos al cielo, daba unos sospiros tan dolorosos que de lo más íntimo de sus entrañas parecían arrancados. Torcía asimesmo sus blancas manos y dejaba correr por sus mejillas algunas lágrimas, que líquidas perlas semejaban. Por los estremos de dolor que la pastora hacía, conocieron Galatea y Florisa que de algún interno dolor traía el alma ocupada, y por ver en qué paraban sus sentimientos, entrambas se escondieron entre unos cerrados mirtos, y desde allí con curiosos ojos miraban lo que la pastora hacía. La cual, llegándose al margen del arroyo, con atentos ojos se paró a mirar el agua que por él corría, y, dejándose caer a la orilla dél como persona cansada, corvando una de sus hermosas manos, cogió en ella del agua clara, con la cual lavándose los húmidos ojos, con voz baja y debilitada dijo:
-¡Ay, claras y frescas aguas!, ¡cuán poca parte es vuestra frialdad para templar el fuego que en mis entrañas sien to! Mal podré esperar de vosotras, ni aun de todas las que contiene el gran mar océano, el remedio que he menester, pues, aplicadas todas al ardor que me consume, haríades el mesmo efecto que suele hacer la pequeña cantidad en la ardiente fragua, que más su llama acrecienta. ¡Ay, tristes ojos, causadores de mi perdición, y en qué fuerte punto os alcé para tan gran caída! ¡Ay, Fortuna, enemiga de mi descanso, con cuánta velocidad me derribaste de la cumbre de mis contentos al abismo de la miseria en que me hallo! ¡Ay, cruda hermana!, ¿cómo no aplacó la ira de tu desamorado pecho la humilde y amorosa presencia de Artidoro? ¿Qué palabras te pudo decir él para que le dieses tan aceda y cruel respuesta? Bien parece, hermana, que tú no le tenías en la cuenta que yo le tengo, que si así fuera, a fe que tú te mostraras tan humilde cuanto él a ti subjeto.
Todo esto que la pastora decía mezclaba con tantas lágrimas, que no hubiera corazón que escuchándola no se enterneciera. Y, después que por algún espacio hubo sosegado el afligido pecho, al son del agua que mansamente corría, acomodando a su propósito una copla antigua, con suave y delicada voz cantó esta glosa:
Ya la esperanza es perdida,
y un solo bien me consuela:
qu’el tiempo, que pasa y vuela,
llevará presto la vida.
Dos cosas hay en amor 5
con que su gusto se alcanza:
deseo de lo mejor,
es la otra la esperanza
que pone esfuerzo al temor.
Las dos hicieron manida 10
en mi pecho, y no las veo;
antes en l’alma afligida,
porque me acabe el deseo,
ya la esperanza es perdida.
Si el deseo desfallece 15
cuando la esperanza mengua,
al contrario en mí parece,
pues cuanto ella más desmengua
tanto más él s’engrandece.
Y no hay usar de cautela 20
con las llagas que me atizan,
que en esta amorosa escuela
mil males me martirizan,
y un solo bien me consuela.
Apenas hubo llegado 25
el bien a mi pensamiento,
cuando el cielo, suerte y hado,
con ligero movimiento
l’han del alma arrebatado.
Y si alguno hay que se duela 30
de mi mal tan lastimero,
al mal amaina la vela,
y al bien pasa más ligero
qu’el tiempo, que pasa y vuela.
¿Quién hay que no se consuma 35
con estas ansias que tomo?,
pues en ellas se ve en suma
ser los cuidados de plomo
y los placeres de pluma.
Y aunque va tan de caída 40
mi dichosa buena andanza
en ella este bien se anida:
que quien llevó la esperanza
llevará presto la vida.
Presto acabó el canto la pastora, pero no las lágrimas con que lo solemnizaba, de las cuales movidas a compasión Galatea y Florisa, salieron de do escondidas estaban, y con amorosas y corteses palabras a la triste pastora saludaron, diciéndole, entre otras razones:
-Así los cielos, hermosa pastora, se muestren favorables a lo que pedirles quisieres, y dellos alcances lo que deseas, que nos digas, si no te es enojoso, qué ventura o qué destino te ha traído por esta tierra, que según la plática que nosotras tenemos della, jamás por estas riberas te habemos visto. Y por haber oído lo que poco ha cantaste, y entender por ello que no tiene tu corazón el sosiego que ha menester, y por las lágrimas que has derramado, de que dan indicio tus húmidos y hermosos ojos, en ley de buen comedimiento estamos obligadas a procurarte el consuelo que de nuestra parte fuere posible. Y si fuere tu mal de los que no sufren ser consolados, a lo menos conoscerás en nosotras una buena voluntad de servirte.
-No sé con qué poder pagaros -respondió la forastera pastora-, hermosas zagalas, los corteses ofrecimientos que me hacéis, si no es con callar y agradecello, y estimarlos en el punto que merescen, y con no negaros lo que de mí saber quisiéredes, puesto que me sería mejor pasar en silencio los sucesos de mi ventura, que no, con decirlos, daros indicios para que me tengáis por liviana.
-No muestra tu rostro y gentil apostura, hermosa pastora -respondió Galatea-, que el cielo te ha dado tan grosero entendimiento que con él hicieses cosa que después hubieses de perder reputación en decirla. Y, pues tu vista y palabras en tan poco ha hecho esta impresión en nosotras, que ya te tenemos por discreta, muéstranos, con contarnos tu vida, si llega a tu discreción tu ventura.
-A lo que yo creo -respondió la pastora-, en un igual andan entrambas, si ya no me ha dado la suerte más juicio para que sienta más los dolores que se ofrecen. Pero yo estoy bien cierta que sobrepujan tanto mis males a mi discreción, cuanto dellos es vencida toda mi habilidad, pues no tengo ninguna para saber remediallos. Y, porque la experiencia os desengañe, si quisiéredes oírme, bellas zagalas, yo os contaré con las más breves razones que pudiere, cómo, del mucho entendimiento que juzgáis que tengo, ha nascido el mal que le hace ventaja.
-Con ninguna cosa, discreta zagala, satisfarás más nuestros deseos -respondió Florisa-, que con darnos cuenta de lo que te hemos rogado.
-Apartémonos, pues -dijo la pastora-, deste lugar y busquemos otro donde, sin ser vistas ni estorbadas, pueda deciros lo que me pesa de haberos prometido, porque adivino que no estará más en perderse la buena opinión que con vosotras he cobrado, que cuanto tarde en descubriros mis pensamientos, si acaso los vuestros no han sido tocados de la enfermedad que yo padezco.
Deseosas de que la pastora cumpliese lo que prometía, se levantaron luego las tres y se fueron a un lugar secreto y apartado que ya Galatea y Florisa sabían, donde, debajo de la agradable sombra de unos acopados mirtos, sin ser vistas de alguno, podían todas tres estar sentadas. Y luego, con estremado donaire y gracia, la forastera pastora comenzó a decir desta manera:
-«En las riberas del famoso Henares, que al vuestro dorado Tajo, hermosísimas pastoras, da siempre fresco y agradable tributo, fui yo nascida y criada, y no en tan baja fortuna que me tuviese por la peor de mi aldea. Mis padres son labradores y a la labranza del campo acostumbrados, en cuyo ejercicio les imitaba, trayendo yo una manada de simples ovejas por las dehesas concejiles de nuestra aldea, acomodando tanto mis pensamientos al estado en que mi suerte me había puesto, que ninguna cosa me daba más gusto que ver multiplicar y crecer mi ganado, sin tener cuenta con más que con procurarle los más fructíferos y abundosos pastos, claras y frescas aguas que hallar pudiese. No tenía ni podía tener más cuidados que los que podían nascer del pastoral oficio en que me ocupaba. Las selvas eran mis compañeras, en cuya soledad muchas veces, convidada de la suave armonía de los dulces pajarillos, despedía la voz a mil honestos cantares, sin que en ellos mezclase sospiros ni razones que de enamorado pecho diesen indicio alguno. ¡Ay!, cuántas veces, sólo por contentarme a mí mesma y por dar lugar al tiempo que se pasase, andaba de ribera en ribera, de valle en valle, cogiendo aquí la blanca azucena, allí el cárdeno lirio, acá la colorada rosa, acullá la olorosa clavellina, haciendo de todas suertes de odoríferas flores una tejida guirnalda, con que adornaba y recogía mis cabellos; y después, mirándome en las claras y reposadas aguas de alguna fuente, quedaba tan gozosa de haberme visto que no trocara mi contento por otro alguno. Y cuántas hice burla de algunas zagalas que, pensando hallar en mi pecho alguna manera de compasión del mal que los suyos sentían, con abundancia de lágrimas y sospiros, los secretos enamorados de su alma me descubrían.
»Acuérdome agora, hermosas pastoras, que llegó a mí un día una zagala amiga mía, y, echándome los brazos al cuello y juntando su rostro con el mío, hechos sus ojos fuentes, me dijo: “¡Ay, hermana Teolinda -que éste es el nombre desta desdichada-, y cómo creo que el fin de mis días es llegado, pues amor no ha tenido la cuenta conmigo que mis deseos merescían!”. Yo, entonces, admirada de los estremos que la veía hacer, creyendo que algún gran mal le había sucedido de pérdida de ganado, o de muerte de padre o hermano, limpiándole los ojos con la manga de mi camisa, le rogué que me dijese qué mal era el que tanto la aquejaba. Ella, prosiguiendo en sus lágrimas y no dando tregua a sus sospiros, me dijo: “¿Qué mayor mal quieres, ¡oh Teolinda!, que me haya sucedido que el haberse ausentado sin decirme nada el hijo del mayoral de nuestra aldea, a quien yo quiero más que a los proprios ojos de la cara; y haber visto esta mañana en poder de Leocadia, la hija del rabadán Lisalco, una cinta encarnada que yo había dado a aquel fementido de Eugenio, por donde se me ha confirmado la sospecha que yo tenía de los amores que el traidor con ella trataba?” Cuando yo acabé de entender sus quejas, os juro, amigas y señoras mías, que no pude acabar conmigo de no reírme y decirle: “Mía fe, Lidia -que así se llama la sin ventura-, pensé que de otra mayor llaga venías herida, según te quejabas, pero agora conozco cuán fuera de sentido andáis vosotras, las que presumís de enamoradas, en hacer caso de semejantes niñerías. Dime, por tu vida, Lidia amiga: ¿cuánto vale una cinta encarnada, para que te duela de verla en poder de Leocadia, ni de que se la haya dado Eugenio? Mejor harías de tener cuenta con tu honra y con lo que conviene al pasto de tus ovejas, y no entremeterte en estas burlerías de amor, pues no se saca dellas, según veo, sino menoscabo de nuestras honras y sosiego”. Cuando Lidia oyó de mi boca tan contraria respuesta de la que esperaba de mi piadosa condición, no hizo otra cosa sino abajar la cabeza, y, acrescentando lágrimas a lágrimas y sollozos a sollozos, se apartó de mí; y, volviendo a cabo de poco trecho el rostro, me dijo: “Ruego yo a Dios, Teolinda, que presto te veas en estado que tengas por dichoso el mío, y que el amor te trate de manera que cuentes tu pena a quien la estime y sien ta en el grado que tú has hecho la mía”. Y con esto se fue, y yo me quedé riyendo de sus desvaríos. Mas, ¡ay, desdichada, y cómo a cada paso conozco que me va alcanzando bien su maldición, pues aun agora temo que estoy contando mi pena a quien se dolerá poco de haberla sabido!»
A esto respondió Galatea:
-Pluviera a Dios, discreta Teolinda, que así como hallarás en nosotras compasión de tu daño, pudieras hallar el remedio dél, que presto perdieras la sospecha que de nuestro conocimiento tienes.
-Vuestra hermosa presencia y agradable conversación, dulces pastoras -respondió Teolinda-, me hace esperar eso, pero mi corta ventura me fuerza a temer estotro. Mas, suceda lo que sucediere, que al fin habré de contaros lo que os he prometido.
«Con la libertad que os he dicho, y en los ejercicios que os he contado, pasaba yo mi vida tan alegre y sosegadamente que no sabía qué pedirme el deseo, hasta que el vengativo Amor me vino a tomar estrecha cuenta de la poca que con él tenía, y alcanzóme en ella de manera que, con quedar su esclava, creo que aún no está pagado ni satisfecho.
»Acaeció, pues, que un día -que fuera para mí el más venturoso de los de mi vida, si el tiempo y las ocasiones no hubieran traído tal descuento a mis alegrías-, viniendo yo con otras pastoras de nuestra aldea a cortar ramos y a coger juncia y flores y verdes espadañas para adornar el templo y calles de nuestro lugar, por ser el siguiente día solemnísima fiesta y estar obligados los moradores de nuestro pueblo por promesa y voto a guardalla, acertamos a pasar todas juntas por un deleitoso bosque que entre el aldea y el río está puesto, adonde hallamos una junta de agraciados pastores, que a la sombra de los verdes árboles pasaban el ardor de la caliente siesta, los cuales, como nos vieron, al punto fuimos dellos conoscidas, por ser todos cuál primo y cuál hermano y cuál pariente nuestro. Y, saliéndonos al encuentro y entendido de nosotras el intento que llevábamos, con corteses palabras nos persuadieron y forzaron a que adelante no pasásemos, porque algunos dellos tomarían el trabajo de traer hasta allí los ramos y flores por que íbamos. Y así, vencidas de sus ruegos, por ser ellos tales, hubimos de conceder lo que querían; y luego seis de los más mozos, apercebidos de sus hocinos, se partieron con gran contento a traernos los verdes despojos que buscábamos. Nosotras, que seis éramos, nos juntamos donde los demás pastores estaban, los cuales nos recibieron con el comedimiento posible, especialmente de un pastor forastero que allí estaba, que de ninguna de nosotras fue conoscido, el cual era de tan gentil donaire y brío que quedaron todas admiradas en verle; pero yo quedé admirada y rendida. No sé qué os diga, pastoras, sino que, así como mis ojos le vieron, sentí enternecérseme el corazón, y comenzó a discurrir por todas mis venas un yelo que me encendía, y, sin saber cómo, sentí que mi alma se alegraba de tener puestos los ojos en el hermoso rostro del no conocido pastor. Y en un punto, sin ser en los casos de amor experimentada, vine a conoscer que era amor el que salteado me había. Y luego quisiera quejarme dél, si el tiempo y la ocasión me dieran lugar a ello.
»En fin, yo quedé cual ahora estoy, vencida y enamorada, aunque con más confianza de salud que la que ahora tengo. ¡Ay!, cuántas veces en aquella sazón me quise llegar a Lidia, que con nosotras estaba y decirle: “Perdóname, Lidia hermana, de la desabrida respuesta que te di el otro día, porque te hago saber que ya tengo más experiencia del mal de que te quejabas que tú mesma”. Una cosa me tiene maravillada: de cómo cuantas allí estaban no conocieron, por los movimientos de mi rostro, los secretos de mi corazón; y debiólo de causar que todos los pastores se volvieron al forastero y le rogaron que acabase de cantar una canción que había comenzado antes que nosotras llegásemos; el cual, sin hacerse de rogar, siguió su comenzado canto con tan estremada y maravillosa voz, que todos los que la escuchaban estaban transportados en oírla. Entonces acabé yo de entregarme de todo en todo a todo lo que el amor quiso, sin quedar en mí más voluntad que si no la hubiera tenido para cosa alguna en mi vida. Y, puesto que yo estaba más suspensa que todos escuchando la suave armonía del pastor, no por eso dejé de poner grandísima atención a lo que en sus versos cantaba, porque me tenía ya el amor puesta en tal estremo que me llegara al alma si le oyera cantar cosas de enamorado, que imaginara que ya tenía ocupados sus pensamientos, y quizá en parte que no tuviesen alguna los míos en lo que deseaban. Mas lo que él entonces cantó no fueron sino ciertas alabanzas del pastoral estado y de la sosegada vida del campo, y algunos avisos útiles a la conservación del ganado, de que no poco quedé yo contenta, pareciéndome que si el pastor estuviera enamorado, que de ninguna cosa tratara que de sus amores, por ser condición de los amantes parecerles mal gastado el tiempo que en otra cosa que en ensalzar y alabar la causa de sus tristezas o contentos se gasta. Ved, amigas, en cuán poco espacio estaba ya maestra en la escuela de amor.
»El acabar el pastor su canto y el descubrir los que con los ramos venían fue todo a un tiempo; los cuales, a quien de lejos los miraba, no parecían sino un pequeño montecillo que con todos sus árbores se movía, según venían pomposos y enramados. Y, llegando ya cerca de nosotras, todos seis entonaron sus voces, y comenzando el uno y respondiendo todos, con muestras de grandísimo contento, y con muchos placenteros alaridos, dieron principio a un gracioso villancico. Con este contento y alegría llegaron más presto de lo que yo quisiera, porque me quitaron la que yo sentía de la vista del pastor. Descargados, pues, de la verde carga, vimos que traía cada uno una hermosa guirnalda enroscada en el brazo, compuesta de diversas y agradables flores, las cuales con graciosas palabras a cada una de nosotras la suya presentaron, y se ofrecieron de llevar los ramos hasta el aldea. Mas, agradeciéndoles nosotras su buen comedimiento, llenas de alegría, queríamos dar la vuelta al lugar, cuando Eleuco, un anciano pastor que allí estaba, nos dijo: “Bien será, hermosas pastoras, que nos paguéis lo que por vosotras nuestros zagales han hecho, con dejarnos las guirnaldas, que demasiadas lleváis de lo que a buscar veníades; pero ha de ser con condición que de vuestra mano las deis a quien os pareciere”. “Si con tan pequeña paga quedaréis de nosotras satisfechos -respondió la una-, yo por mí soy contenta”. Y, tomando la guirnalda con ambas manos, la puso en la cabeza de un gallardo primo suyo. Las otras, guiadas deste ejemplo, dieron las suyas a diferentes zagales que allí estaban; que todos, sus parientes eran. Yo, que a lo último quedaba, y que allí deudo alguno no tenía, mostrando hacer de la desenvuelta, me llegué al forastero pastor, y, puniéndole la guirnalda en la cabeza, le dije: “Ésta te doy, buen zagal, por dos cosas: la una, por el contento que a todos nos has dado con tu agradable canto; la otra, porque en nuestra aldea se usa honrar a los estranjeros”. Todos los circunstantes recibieron gusto de lo que yo hacía; pero, ¿qué os diré yo de lo que mi alma sintió, viéndome tan cerca de quien me la tenía robada, sino que diera cualquiera otro bien que acertara a desear en aquel punto, fuera de quererle, por poder ceñirle con mis brazos al cuello, como le ceñí las sienes con la guirnalda? El pastor se me humilló y con discretas palabras me agradeció la merced que le hacía, y, al despedirse de mí, con voz baja, hurtando la ocasión a los muchos ojos que allí había, me dijo: “Mejor te he pagado de lo que piensas, hermosa pastora, la guirnalda que me has dado: prenda llevas contigo que, si la sabes estimar, conocerás que me quedas deudora”. Bien quisiera yo responderle, pero la priesa que mis compañeras me daban era tanta, que no tuve lugar de replicarle.
»Desta manera me volví al aldea, con tan diferente corazón del con que había salido, que yo mesma de mí mesma me maravillaba. La compañía me era enojosa, y cualquiera pensamiento que me viniese, que a pensar en mi pastor no se encaminase, con gran presteza procuraba luego de desecharle de mi memoria, como indigno de ocupar el lugar que de amorosos cuidados estaba lleno. Yo no sé cómo en tan pequeño espacio de tiempo me transformé en otro ser del que tenía, porque yo ya no vivía en mí, sino en Artidoro -que ansí se llama la mitad de mi alma que ando buscando-: doquiera que volvía los ojos me parecía ver su figura; cualquiera cosa que escuchaba, luego sonaba en mis oídos su suave música y armonía; a ninguna parte movía los pies, que no diera por hallarle en ella mi vida, si él la quisiera; en los manjares no hallaba el acostumbrado gusto, ni las manos acertaban a tocar cosa que se le diese. En fin, todos mis sentidos estaban trocados del ser que primero tenían, ni el alma obraba por ellos como era acostumbrada.
»En considerar la nueva Teolinda que en mí había nacido, y en contemplar las gracias del pastor, que impresas en el alma me quedaron, se me pasó todo aquel día y la noche antes de la solemne fiesta, la cual venida, fue con grandísimo regocijo y aplauso de todos los moradores de nuestra aldea y de los circunvecinos lugares solemnizada. Y, después de acabadas en el templo las sacras oblaciones, y cumplidas las debidas ceremonias, en una ancha plaza que delante del templo se hacía, a la sombra de cuatro antiguos y frondosos álamos que en ella estaban, se juntó casi la más gente del pueblo, y, haciéndose todos un corro, dieron lugar a que los zagales vecinos y forasteros se ejercitasen, por honra de la fiesta, en algunos pastoriles ejercicios. Luego en el instante, se mostraron en la plaza un buen número de dispuestos y gallardos pastores, los cuales, dando alegres muestras de su juventud y destreza, dieron principios a mil graciosos juegos: ora tirando la pesada barra, ora mostrando la ligereza de sus sueltos miembros en los desusados saltos, ora descubriendo su crescida fuerza e industriosa maña en las intrincadas luchas, ora enseñando la velocidad de sus pies en las largas carreras, procurando cada uno de ser tal en todo, que el primero premio alcanzase de muchos que los mayorales del pueblo tenían puestos para los mejores que en tales ejercicios se aventajasen. Pero, en estos que he contado, ni en otros muchos que callo por no ser prolija, ningunos de cuantos allí estaban, vecinos y comarcanos, llegó al punto que mi Artidoro, el cual con su presencia quiso honrar y alegrar nuestra fiesta, y llevarse el primero honor y premio de todos los juegos que se hicieron. Tal era, pastoras, su destreza y gallardía; las alabanzas que todas le daban eran tantas, que yo mesma me ensoberbecía, y un desusado contento en el pecho me retozaba, sólo en considerar cuán bien había sabido ocupar mis pensamientos. Pero, con todo esto, me daba grandísima pesadumbre que Artidoro, como forastero, se había de partir presto de nuestra aldea, y que si él se iba sin saber, a lo menos, lo que de mí llevaba -que era el alma-, ¿qué vida sería la mía en su ausencia, o cómo podría yo aliviar mi pena siquiera con quejarme, pues no tenía de quién, sino de mí mesma? Estando yo, pues, en estas imaginaciones, se acabó la fiesta y regocijo, y, queriendo Artidoro despedirse de los pastores sus amigos, todos ellos juntos le rogaron que, por los días que había de durar el octavario de la fiesta, fuese contento de pasarlos con ellos, si otra cosa de más gusto no se lo impidía. “Ninguna me la puede dar a mí mayor, graciosos pastores -respondió Artidoro-, que serviros en esto y en todo lo que más fuere vuestra voluntad, que, puesto que la mía era por agora querer buscar a un hermano mío que pocos días ha falta de nuestra aldea, cumpliré vuestro deseo, por ser yo el que gano en ello”. Todos se lo agradecieron mucho, y quedaron contentos de su quedada, pero más lo quedé yo, considerando que en aquellos ocho días no podía dejar de ofrecérseme ocasión donde le descubriese lo que ya encubrir no podía. Toda aquella noche casi se nos pasó en bailes y juegos, y en contar unas a otras las pruebas que habíamos visto hacer a los pastores aquel día, diciendo: “Fulano bailó mejor que fulano, puesto que el tal sabía más mudanzas que el tal; Mingo derribó a Bras, pero Bras corrió más que Mingo”. Y, al fin fin, todas concluían que Artidoro, el pastor forastero, había llevado la ventaja a todos, loándole cada una en particular sus particulares gracias; las cuales alabanzas, como ya he dicho, todas en mi contento redundaban.
»Venida la mañana del día después de la fiesta, antes que la fresca aurora perdiese el rocío aljofarado de sus hermosos cabellos, y que el sol acabase de descubrir sus rayos por las cumbres de los vecinos montes, nos juntamos hasta una docena de pastoras, de las más miradas del pueblo, y asidas unas de otras de las manos, al son de una gaita y de una zampoña, haciendo y deshaciendo intricadas vueltas y bailes, nos salimos de la aldea a un verde prado que no lejos della estaba, dando gran contento a todos los que nuestra enmarañada danza miraban. Y la ventura, que hasta entonces mis cosas de bien en mejor iba guiando, ordenó que en aquel mesmo prado hallásemos todos los pastores del lugar, y con ellos a Artidoro, los cuales, como nos vieron, acordando luego el son de un tamborino suyo con el de nuestras zampoñas, con el mesmo compás y baile nos salieron a recebir, mezclándonos unos con otros confusa y concertadamente, y mudando los instrumentos el son, mudamos el baile, de manera que fue menester que las pastoras nos desasiésemos y diésemos las manos a los pastores; y quiso mi buena dicha que acerté yo a dar la mía a Artidoro. No sé cómo os encarezca, amigas, lo que en tal punto sentí, si no es deciros que me turbé de manera que no acertaba a dar paso concertado en el baile; tanto, que le convenía a Artidoro llevarme con fuerza tras sí, porque no rompiese, soltándome, el hilo de la concertada danza. Y, tomando dello ocasión, le dije: “¿En qué te ha ofendido mi mano, Artidoro, que ansí la aprietas?” Él me respondió, con voz que de ninguno pudo ser oída: “Mas, ¿qué te ha hecho a ti mi alma, que así la maltratas?” “Mi ofensa es clara -respondí yo mansamente-; mas la tuya, ni la veo ni podrá verse”. “Y aun ahí está el daño -replicó Artidoro-: que tengas vista para hacer el mal y te falte para sanarle”. En esto cesaron nuestras razones, porque los bailes cesaron, quedando yo contenta y pensativa de lo que Artidoro me había dicho; y, aunque consideraba que eran razones enamoradas, no me aseguraban si era de enamorado.
»Luego nos sentamos todos los pastores y pastoras sobre la verde yerba; y, habiendo reposado un poco del cansancio de los bailes pasados, el viejo Eleuco, acordando su instrumento, que un rabel era, con la zampoña de otro pastor, rogó a Artidoro que alguna cosa cantase, pues él más que otro alguno lo debía hacer, por haberle dado el cielo tal gracia que sería ingrato si encubrirla quisiese. Artidoro, agradeciendo a Eleuco las alabanzas que le daba, comenzó luego a cantar unos versos, que, por haberme puesto en mí sospecha aquellas palabras que antes me había dicho, los tomé tan en la memoria que aun hasta agora no se me han olvidado; los cuales, aunque os dé pesadumbre oírlos, sólo porque hacen al caso para que entendáis punto por punto por los que me ha traído el amor al desdichado en que me hallo, os los habré de decir, que son estos:
En áspera, cerrada, escura noche,
sin ver jamás el esperado día,
y en contino, crecido, amargo llanto,
ajeno de placer, contento y risa,
meresce estar, y en una viva muerte, 5
aquel que sin amor pasa la vida.
¿Qué puede ser la más alegre vida,
sino una sombra de una breve noche,
o natural retrato de la muerte,
si en todas cuantas horas tiene el día, 10
puesto silencio al congojoso llanto,
no admite del amor la dulce risa?
Do vive el blando amor, vive la risa,
y adonde muere, muere nuestra vida,
y el sabroso placer se vuelve en llanto, 15
y en tenebrosa sempiterna noche
la clara luz del sosegado día,
y es el vivir sin él amarga muerte.
Los rigurosos trances de la muerte
no huye el amador; antes con risa 20
desea la ocasión y espera el día
donde pueda ofrescer la cara vida
hasta ver la tranquila última noche,
al amoroso fuego, al dulce llanto.
No se llama de amor el llanto, llanto, 25
ni su muerte llamarse debe muerte,
ni a su noche dar título de noche;
que su risa llamarse debe risa,
y su vida tener por cierta vida,
y sólo festejar su alegre día. 30
¡Oh venturoso para mí este día,
do pude poner freno al triste llanto,
y alegrarme de haber dado mi vida
a quien dármela puede, o darme muerte!
Mas ¿qué puede esperarse, si no es risa, 35
de un rostro que al sol vence y vuelve en noche?
Vuelto ha mi escura noche en claro día
amor, y en risa mi crescido llanto,
y mi cercana muerte en larga vida.
»Estos fueron los versos, hermosas pastoras, que con maravillosa gracia y no menos satisfacción de los que le escuchaban aquel día, cantó mi Artidoro, de los cuales y de las razones que antes me había dicho, tomé yo ocasión de imaginar si por ventura mi vista algún nuevo accidente amoroso en el pecho de Artidoro había causado; y no me salió tan vana mi sospecha que él mesmo no me la certificase al volvernos al aldea.»
A este punto del cuento de sus amores llegaba Teolinda, cuando las pastoras sintieron grandísimo estruendo de voces de pastores y ladridos de perros, que fue causa para que dejasen la comenzada plática y se parasen a mirar por entre las ramas lo que era. Y así, vieron que por un verde llano que a su mano derecha estaba, atravesaban una multitud de perros, los cuales venían siguiendo una temerosa liebre, que a toda furia a las espesas matas venía a guarecerse. Y no tardó mucho que por el mesmo lugar donde las pastoras estaban la vieron entrar y irse derecha al lado de Galatea; y allí, vencida del cansancio de la larga carrera y casi como segura del cercano peligro, se dejó caer en el suelo con tan cansado aliento que parecía que faltaba poco para dar el espíritu. Los perros, por el olor y rastro, la siguieron hasta entrar adonde estaban las pastoras; mas Galatea, tomando la temerosa liebre en los brazos, estorbó su vengativo intento a los cobdiciosos perros, por parecerle no ser bien si dejaba de defender a quien della había querido valerse. De allí a poco llegaron algunos pastores, que en seguimiento de los perros y de la liebre venían, entre los cuales venía el padre de Galatea, por cuyo respecto ella, Florisa y Teolinda le salieron a rescebir con la debida cortesía. Él y los pastores quedaron admirados de la hermosura de Teolinda, y con deseo de saber quién fuese, porque bien conocieron que era forastera. No poco les pesó desta llegada a Galatea y Florisa, por el gusto que les había quitado de saber el suceso de los amores de Teolinda, a la cual rogaron fuese servida de no partirse por algunos días de su compañía, si en ello no se estorbaba acaso el cumplimiento de sus deseos.
-Antes, por ver si pueden cumplirse -respondió Teolinda-, me conviene estar algún día en esta ribera; y, así por esto como por no dejar imperfecto mi comenzado cuento, habré de hacer lo que me mandáis.
Galatea y Florisa la abrazaron y le ofrecieron de nuevo su amistad, y de servirla en cuanto sus fuerzas alcanzasen. En este entre tanto, habiendo el padre de Galatea y los otros pastores en el margen del claro arroyo tendido sus gabanes y sacado de sus zurrones algunos rústicos manjares, convidaron a Galatea y a sus compañeras a que con ellos comiesen. Acetaron ellas el convite; y, sentándose luego, desecharon la hambre, que por ser ya subido el día comenzaba a fatigarles. En estos y en algunos cuentos que, por entretener el tiempo, los pastores contaron, se llegó la hora acostumbrada de recogerse al aldea. Y luego Galatea y Florisa, dando vuelta a sus rebaños, los recogieron, y en compañía de Teolinda y de los otros pastores hacia el lugar poco a poco se encaminaron; y, al quebrar de la cuesta donde aquella mañana habían topado a Elicio, oyeron todos la zampoña del desamorado Lenio, el cual era un pastor en cuyo pecho el amor jamás pudo hacer morada, y desto vivía él tan alegre y satisfecho que, en cualquiera conversación y junta de pastores que se hallaba, no era otro su intento sino decir mal de amor y de los enamorados, y todos sus cantares a este fin se encaminaban. Y por esta tan estraña condición que tenía, era de los pastores de todas aquellas comarcas conocido, y de unos aborrecido y de otros estimado. Galatea y los que allí venían se pararon a escuchar, por ver si Lenio, como de costumbre tenía, alguna cosa cantaba. Y luego vieron que, dando su zampoña a otro compañero suyo, al son della comenzó a cantar lo que se sigue:
LENIO
Un vano, descuidado pensamiento,
una loca, altanera fantasía,
un no sé qué, que la memoria cría,
sin ser, sin calidad, sin fundamento;
una esperanza que se lleva el viento, 5
un dolor con renombre de alegría,
una noche confusa do no hay día,
un ciego error de nuestro entendimiento,
son las raíces proprias de do nasce
esta quimera antigua celebrada 10
que amor tiene por nombre en todo el suelo.
Y el alma qu’en amor tal se complace,
meresce ser del suelo desterrada,
y que no la recojan en el cielo.
A la sazón que Lenio cantaba lo que habéis oído, habían ya llegado con sus rebaños Elicio y Erastro, en compañía del lastimado Lisandro; y, pareciéndole a Elicio que la lengua de Lenio en decir mal de amor a más de lo que era razón se estendía, quiso mostrarle a la clara su engaño; y, aprovechándose del mesmo concepto de los versos que él había cantado, al tiempo que ya llegaban Galatea, Florisa y Teolinda y los demás pastores, al son de la zampoña de Erastro, comenzó a can tar desta manera:
ELICIO
Meresce quien en el suelo
en su pecho a amor no encierra,
que lo desechen del cielo
y no le sufra la tierra.
Amor, que es virtud entera, 5
con otras muchas que alcanza,
de una en otra semejanza
sube a la causa primera.
Y meresce el que su celo
de tal amor le destierra, 10
que le desechen del cielo
y no le acoja la tierra.
Un bello rostro y figura,
aunque caduca y mortal,
es un traslado y señal 15
de la divina hermosura.
Y el que lo hermoso en el suelo
desama y echa por tierra,
desechado sea del cielo
y no le sufra la tierra. 20
Amor tomado en sí solo,
sin mezcla de otro accidente,
es al suelo conviniente,
como los rayos de Apolo.
Y el que tuviere recelo 25
de amor que tal bien encierra,
meresce no ver el cielo
y que le trague la tierra.
Bien se conoce que amor
está de mil bienes lleno, 30
pues hace del malo bueno
y del qu’es bueno, mejor.
Y así el que discrepa un pelo
en limpia amorosa guerra,
ni meresce ver el cielo, 35
ni sustentarse en la tierra.
El amor es infinito,
si se funda en ser honesto,
y aquel que se acaba presto,
no es amor sino apetito. 40
Y al que sin alzar el vuelo,
con su voluntad se cierra,
mátele rayo del cielo
y no le cubra la tierra.
No recibieron poco gusto los enamorados pastores de ver cuán bien Elicio su parte defendía, pero no por esto el desamorado Lenio dejó de estar firme en su opinión; antes, quería de nuevo volver a cantar y a mostrar en lo que cantase de cuán poco momento eran las razones de Elicio para escurecer la verdad tan clara que él a su parecer sustentaba. Mas el padre de Galatea, que Aurelio el Venerable se llamaba, le dijo:
-No te fatigues por agora, discreto Lenio, en querernos mostrar en tu canto lo que en tu corazón sientes, que el camino de aquí al aldea es breve, y me parece que es menester más tiempo del que piensas para defenderte de los muchos que tienen tu contrario parescer. Guarda tus razones para lugar más oportuno, que algún día te juntarás tú y Elicio con otros pastores en la fuente de las Pizarras o arroyo de las Palmas, donde con más comodidad y sosiego podáis argüir y aclarar vuestras diferentes opiniones.
-La que Elicio tiene es opinión -respondió Lenio-, que la mía no es sino sciencia averiguada, la cual en breve o en largo tiempo, por traer ella consigo la verdad, me obligo a sustentarla; pero no faltará tiempo, como dices, más aparejado para este efecto.
-Ese procuraré yo -respondió Elicio-, porque me pesa que tan subido ingenio como el tuyo, amigo Lenio, le falte quien le pueda requintar y subir de punto, como es el limpio y verdadero amor, de quien te muestras tan enemigo.
-Engañado estás, ¡oh Elicio! -replicó Lenio-, si piensas con afeitadas y sofísticas palabras hacerme mudar de lo que no me tendría por hombre si me mudase.
-Tan malo es -dijo Elicio- ser pertinaz en el mal, como bueno perseverar en el bien, y siempre he oído decir a mis mayores que de sabios es mudar consejo.
-No niego yo eso -respondió Lenio-, cuando yo entendiese que mi parecer no es justo, pero en tanto que la esperiencia y la razón no me mostraren el contrario de lo que hasta aquí me han mostrado, yo creo que mi opinión es tan verdadera cuanto la tuya falsa.
-Si se castigasen los herejes de amor -dijo a esta sazón Erastro-, desde agora comenzara yo, amigo Lenio, a cortar leña con que te abrasaran, por el mayor hereje y enemigo que el amor tiene.
-Y aun si yo no viera otra cosa del amor sino que tú, Erastro, le sigues, y eres del bando de los enamorados -respondió Lenio-, sola ella me bastara a renegar dél con cien mil lenguas, si cien mil lenguas tuviera.
-Pues, ¿parécete, Lenio -replicó Erastro-, que no soy bueno para enamorado?
-Antes me parece -respondió Lenio- que los que fueren de tu condición y entendimiento son proprios para ser ministros suyos; porque quien es cojo, con el más mínimo traspié da de ojos; y el que tiene poco discurso, poco ha menester para que le pierda del todo. Y los que siguen la bandera deste vuestro valeroso capitán, yo tengo para mí que no son los más sabios del mundo, y si lo han sido, en el punto que se enamoraron dejaron de serlo.
Grande fue el enojo que Erastro recibió de lo que Lenio le dijo, y así le respondió:
-Paréceme, Lenio, que tus desvariadas razones merescen otro castigo que palabras, mas yo espero que algún día pagarás lo que agora has dicho, sin que te valga lo que en tu defensa dijeres.
-Si yo entendiese de ti, Erastro -respondió Lenio-, que fueses tan valiente como enamorado, no dejarían de darme temor tus amenazas; mas, como sé que te quedas tan atrás en lo uno como vas adelante en lo otro, antes me causan risa que espanto.
Aquí acabó de perder la paciencia Erastro, y si no fuera por Lisandro y por Elicio, que en medio se pusieron, él respondiera a Lenio con las manos, porque ya su lengua, turbada con la cólera, apenas podía usar su oficio. Grande fue el gusto que todos recibieron de la graciosa pendencia de los pastores, y más de la cólera y enojo que Erastro mostraba, que fue menester que el padre de Galatea hiciese las amistades de Lenio y suyas; aunque Erastro, si no fuera por no perder el respecto al padre de su señora, en ninguna manera las hiciera. Luego que la cuestión fue acabada, todos con regocijo se encaminaron al aldea; y, en tanto que llegaban, la hermosa Florisa, al son de la zampoña de Galatea, cantó este soneto:
FLORISA
Crezcan las simples ovejuelas mías
en el cerrado bosque y verde prado,
y el caluroso estío e invierno helado
abunde en yerbas verdes y aguas frías.
Pase en sueños las noches y los días, 5
en lo que toca al pastoral estado,
sin que de amor un mínimo cuidado
sienta, ni sus ancianas niñerías.
Éste mil bienes del amor pregona;
aquél publica dél vanos cuidados; 10
yo no sé si los dos andan perdidos,
ni sabré al vencedor dar la corona:
sé bien que son de amor los escogidos
tan pocos, cuanto muchos los llamados.
Breve se les hizo a los pastores el camino, engañados y entretenidos con la graciosa voz de Florisa, la cual no dejó el canto hasta que estuvieron bien cerca del aldea y de las cabañas de Elicio y Erastro, que con Lisandro se quedaron en ellas, despidiéndose primero del venerable Aurelio, de Galatea y Florisa, que con Teolinda al aldea se fueron, y los demás pastores cada cual adonde tenía su cabaña. Aquella mesma noche pidió el lastimado Lisandro licencia a Elicio para volverse a su tierra, o adonde pudiese, conforme a sus deseos, acabar lo poco que, a su parecer, le quedaba de vida. Elicio, con todas las razones que supo decirle y con infinitos ofrecimientos de verdadera amistad que le ofreció, jamás pudo acabar con él que en su compañía, siquiera algunos días, se quedase. Y así, el sin ventura pastor, abrazando a Elicio, con abundantes lágrimas y sospiros se despidió dél, prometiendo de avisarle de su estado donde quiera que estuviese. Y, habiéndole acompañado Elicio hasta media legua de su cabaña, le tornó a abrazar estrechamente; y, tornándose a hacer de nuevo nuevos ofrecimientos, se apartaron, quedando Elicio con harto pesar del que Lisandro llevaba. Y así, se volvió a su cabaña a pasar lo más de la noche en sus amorosas imaginaciones, y a esperar el venidero día para gozar el bien que de ver a Galatea se le causaba. La cual, después que llegó a su aldea, deseando saber el suceso de los amores de Teolinda, procuró hacer de manera que aquella noche estuviesen solas ella y Florisa y Teolinda; y, hallando la comodidad que deseaba, la enamorada pastora prosiguió su cuento, como se verá en el segundo libro.
FIN DEL PRIMERO LIBRO DE GALATEA
LIBRES ya y desembarazadas de lo que aquella noche con sus ganados habían de hacer, procuraron recogerse y apartarse con Teolinda en parte donde, sin ser de nadie impedidas, pudiesen oír lo que del suceso de sus amores les faltaba. Y así, se fueron a un pequeño jardín que estaba en casa de Galatea; y, sentándose las tres debajo de una verde y pomposa parra que entricadamente por unas redes de palos se entretejía, tornando a repetir Teolinda algunas palabras de lo que antes había dicho, prosiguió diciendo:
-«Después de acabado nuestro baile y el canto de Artidoro -como ya os he dicho, bellas pastoras-, a todos nos pareció volvernos al aldea a hacer en el templo los solemnes sacrificios, y por parecernos asimesmo que la solemnidad de la fiesta daba en alguna manera licencia para que, no teniendo cuenta tan a punto con el recogimiento, con más libertad nos holgásemos; y por esto, todos los pastores y pastoras, en montón confuso, alegre y regocijadamente al aldea nos volvimos, hablando cada uno con quien más gusto le daba. Ordenó, pues, la suerte y mi diligencia, y aun la solicitud de Artidoro, que sin mostrar artificio en ello, los dos nos apareamos, de manera que a nuestro salvo pudiéramos hablar en aquel camino más de lo que hablamos, si cada uno por sí no tuviera respecto a lo que a sí mesmo y al otro debía. En fin, yo, por sacarle a barrera -como decirse suele-, le dije: “Años se te harán, Artidoro, los días que en nuestra aldea estuvieres, pues debes de tener en la tuya cosas en que ocuparte que te deben de dar más gusto”. “Todo el que yo puedo esperar en mi vida trocara yo -respondió Artidoro- porque fueran, no años, sino siglos, los días que aquí tengo de estar, pues, en acabándose, no espero tener otros que más contento me hagan”. “¿Tanto es el que rescibes -respondí yo- en mirar nuestras fiestas?” “No nasce de ahí -respondió él-, sino de contemplar la hermosura de las pastoras desta vuestra aldea”. “¡Es verdad -repliqué yo-, que deben de faltar hermosas zagalas en la tuya!”. “Verdad es que allá no faltan -respondió él-, pero aquí sobran, de manera que una sola que yo he visto, basta para que, en su comparación, las de allá se tengan por feas”. “Tu cortesía te hace decir eso, ¡oh Artidoro! -respondí yo-, porque bien sé que en este pueblo no hay ninguna que tanto se aventaje como dices”. “Mejor sé yo ser verdad lo que digo -respondió él-, pues he visto la una y mirado las otras”. “Quizá la miraste de lejos, y la distancia del lugar -dije yo- te hizo parecer otra cosa de lo que debe de ser”. “De la mesma manera -respondió él- que a ti te veo y estoy mirando agora, la he mirado y visto a ella; y yo me holgaría de haberme engañado, si no conforma su condición con su hermosura”. “No me pesara a mí ser la que dices, por el gusto que debe sentir la que se vee pregonada y tenida por hermosa”. “Harto más -respondió Artidoro- quisiera yo que tú no fueras”. “Pues, ¿qué perdieras tú -respondí yo- si, como yo no soy la que dices, lo fuera?” “Lo que he ganado -respondió él- bien lo sé; de lo que he de perder estoy incierto y temeroso”. “Bien sabes hacer del enamorado -dije yo-, ¡oh Artidoro!” “Mejor sabes tú enamorar, ¡oh Teolinda!”, respondió él. A esto le dije: “No sé si te diga, Artidoro, que deseo que ninguno de los dos sea el engañado”. A lo que él respondió: “De que yo no me engaño estoy bien seguro, y de querer tú desengañarte, está en tu mano, todas las veces que quisieres hacer experiencia de la limpia voluntad que tengo de servirte”. “Ésa te pagaré yo con la mesma -repliqué yo-, por parecerme que no sería bien a tan poca costa quedar en deuda con alguno”.
»A esta sazón, sin que él tuviese lugar de responderme, llegó Eleuco, el mayoral, y dijo con voz alta: “¡Ea, gallardos pastores y hermosas pastoras!, haced que sientan en el aldea vuestra venida, entonando vosotras, zagalas, algún villancico, de modo que nosotros os respondamos; porque vean los del pueblo cuánto hacemos al caso los que aquí vamos para alegrar nuestra fiesta”. Y porque en ninguna cosa que Eleuco mandaba dejaba de ser obedecido, luego los pastores me dieron a mí la mano para que comenzase. Y así, yo, sirviéndome de la ocasión y aprovechándome de lo que con Artidoro había pasado, di principio a este villancico:
En los estados de amor,
nadie llega a ser perfecto,
sino el honesto y secreto.
Para llegar al süave
gusto de amor, si se acierta, 5
es el secreto la puerta,
y la honestidad la llave.
Y esta entrada no la sabe
quien presume de discreto,
sino el honesto y secreto. 10
Amar humana beldad
suele ser reprehendido,
si tal amor no es medido
con razón y honestidad.
Y amor de tal calidad 15
luego le alcanza, en efecto,
el qu’es honesto y secreto.
Es ya caso averiguado,
que no se puede negar,
que a veces pierde el hablar 20
lo qu’el callar ha ganado.
Y el que fuere enamorado,
jamás se verá en aprieto,
si fuere honesto y secreto.
Cuanto una parlera lengua 25
y unos atrevidos ojos
suelen causar mil enojos
y poner al alma en mengua,
tanto este dolor desmengua
y se libra deste aprieto 30
el qu’es honesto y secreto.
»No sé si acerté, hermosas pastoras, en cantar lo que habéis oído, pero sé bien que se supo aprovechar dello Artidoro, pues, en todo el tiempo que en nuestra aldea estuvo, puesto que me habló muchas veces, fue con tanto recato, secreto y honestidad, que los ociosos ojos y lenguas parleras ni tuvieron ni vieron que decir cosa que a nuestra honra perjudicase. Mas con el temor que yo tenía que, acabado el término que Artidoro había prometido de estar en nuestra aldea, se había de ir a la suya, procuré, aunque a costa de mi vergüenza, que no quedase mi corazón con lástima de haber callado lo que después fuera escusado decirse estando Artidoro ausente. Y así, después que mis ojos dieron licencia que los suyos amorosamente me mirasen, no estuvieron quedas las lenguas, ni dejaron de mostrar con palabras lo que hasta entonces por señas los ojos habían bien claramente manifestado.
»En fin, sabréis, amigas mías, que un día, hallándome acaso sola con Artidoro, con señales de un encendido amor y comedimiento, me descubrió el verdadero y honesto amor que me tenía; y, aunque yo quisiera entonces hacer de la retirada y melindrosa, porque temía, como ya os he dicho, que él se partiese, no quise desdeñarle ni despedirle; y también por parecerme que los sinsabores que se dan y sienten en el principio de los amores son causa de que abandonen y dejen la comenzada empresa los que en sus sucesos no son muy experimentados. Y por esto le di respuesta tal cual yo deseaba dársela, quedando, en resolución, concertados en que él se fuese a su aldea, y que, de allí a pocos días, con alguna honrosa tercería me enviase a pedir por esposa a mis padres; de lo que él fue tan contento y satisfecho, que no acababa de llamar venturoso el día en que sus ojos me miraron. De mí os sé decir que no trocara mi contento por ningún otro que imaginar pudiera, por estar segura que el valor y calidad de Artidoro era tal, que mi padre sería contento de recebirle por yerno.
»En el dichoso punto que habéis oído, pastoras, estaba el de nuestros amores, que no quedaban sino dos o tres días a la partida de Artidoro, cuando la Fortuna, como aquella que jamás tuvo término en sus cosas, ordenó que una hermana mía de poco menos edad que yo a nuestra aldea tornase, de otra donde algunos días había estado en casa de una tía nuestra que mal dispuesta se hallaba. Y porque consideréis, señoras, cuán estraños y no pensados casos en el mundo suceden, quiero que entendáis una cosa que creo no os dejará de causar alguna admiración estraña; y es que esta hermana mía que os he dicho, que hasta entonces había estado ausente, me parece tanto en el rostro, estatura, donaire y brío, si alguno tengo, que no sólo los de nuestro lugar, sino nuestros mismos padres muchas veces nos han desconocido, y a la una por la otra hablado; de manera que, para no caer en este engaño, por la diferencia de los vestidos, que diferentes eran, nos diferenciaban. En una cosa sola, a lo que yo creo, nos hizo bien diferentes la naturaleza, que fue en las condiciones, por ser la de mi hermana más áspera de lo que mi contento había menester, pues por ser ella menos piadosa que advertida, tendré yo que llorar todo el tiempo que la vida me durare.
»Sucedió, pues, que luego que mi hermana vino al aldea, con el deseo que tenía de volver al agradable pastoral ejercicio suyo, madrugó luego otro día más de lo que yo quisiera, y con las ovejas proprias que yo solía llevar se fue al prado; y, aunque yo quise seguirla, por el contento que se me seguía de la vista de mi Artidoro, con no sé qué ocasión, mi padre me detuvo todo aquel día en casa, que fue el último de mis alegrías. Porque aquella noche, habiendo mi hermana recogido su ganado, me dijo, como en secreto, que tenía necesidad de decirme una cosa que mucho me importaba. Yo, que cualquiera otra pudiera pensar de la que me dijo, procuré que presto a solas nos viésemos, adonde ella, con rostro algo alterado, estando yo colgada de sus palabras, me comenzó a decir: “No sé, hermana mía, lo que piense de tu honestidad, ni menos sé si calle lo que no puedo dejar de decirte, por ver si me das alguna disculpa de la culpa que imagino que tienes; y, aunque yo, como hermana menor, estaba obligada a hablarte con más respecto, debes perdonarme, porque en lo que hoy he visto hallarás la disculpa de lo que te dijere”. Cuando yo desta manera la oí hablar, no sabía qué responderle, sino decirle que pasase adelante con su plática. “Has de saber, hermana -siguió ella-, que esta mañana, saliendo con nuestras ovejas al prado, y yendo sola con ellas por la ribera de nuestro fresco Henares, al pasar por el alameda del Concejo, salió a mí un pastor que con verdad osaré jurar que jamás le he visto en estos nuestros contornos, y, con una estraña desenvoltura, me comenzó a hacer tan amorosas salutaciones que yo estaba con vergüenza y confusa, sin saber qué responderle; y él, no escarmentado del enojo que, a lo que yo creo, en mi rostro mostraba, se llegó a mí diciéndome: ‘¿Qué silencio es éste, hermosa Teolinda, último refugio de esta ánima que os adora?’. Y faltó poco que no me tomó las manos para besármelas, añadiendo a lo que he dicho un catálogo de requiebros, que parecía que los traía estudiados. Luego di yo en la cuenta, considerando que él daba en el error en que otros muchos han dado, y que pensaba que con vos estaba hablando, de donde me nació sospecha que si vos, hermana, jamás le hubiérades visto, ni familiarmente tratado, no fuera posible tener el atrevimiento de hablaros de aquella manera. De lo cual tomé tanto enojo, que apenas podía formar palabra para responderle; pero al fin respondí de la suerte que su atrevimiento merescía, y cual a mí me pareció que estábades vos, hermana, obligada a responder a quien con tanta libertad os hablara. Y si no fuera porque en aquel instante llegó la pastora Licea, yo le añadiera tales razones, que fuera bien arrepentido de haberme dicho las suyas. Y es lo bueno, que nunca le quise decir el engaño en que estaba, sino que así creyó él que yo era Teolinda como si con vos mesma estuviera hablando. En fin, él se fue llamándome ingrata, desagradecida y de poco conocimiento; y, a lo que yo puedo juzgar del semblante que él llevaba, a fe, hermana, que otra vez no ose hablaros, aunque más sola os encuentre. Lo que deseo saber es quién es este pastor y qué conversación ha sido la de entrambos, de do nasce que con tanta desenvoltura él se atreviese a hablaros”.
»A vuestra mucha discreción dejo, discretas pastoras, lo que mi alma sintiría, oyendo lo que mi hermana me contaba. Pero al fin, disimulando lo mejor que pude, le dije: “La mayor merced del mundo me has hecho, hermana Leonarda -que así se llama la turbadora de mi descanso-, en haberme quitado con tus ásperas razones el fastidio y desasosiego que me daban las importunas de ese pastor que dices, el cual es un forastero que habrá ocho días que está en esta nuestra aldea, en cuyo pensamiento ha cabido tanta arrogancia y locura que, doquiera que me vee, me trata de la manera que has visto, dándose a entender que tiene granjeada mi voluntad; y, aunque yo le he desengañado, quizá con más ásperas palabras de las que tú le dijiste, no por eso deja él de proseguir en su vano propósito; y a fe, hermana, que deseo que venga ya el nuevo día, para ir a decirle que si no se aparta de su vanidad, que espere el fin della que mis palabras siempre le han significado”. Y así era la verdad, dulces amigas, que diera yo porque ya fuera el alba cuanto pedírseme pudiera, sólo por ir a ver a mi Artidoro y desengañarle del error en que había caído, temerosa que con la aceda y desabrida respuesta que mi hermana le había dado, él no se desdeñase y hiciese alguna cosa que en perjuicio de nuestro concierto viniese.
»Las largas noches del escabroso deciembre no dieron más pesadumbre al amante que del venidero día algún contento esperase, cuanto a mí me dio disgusto aquella, puesto que era de las cortas del verano, según deseaba la nueva luz, para ir a ver a la luz por quien mis ojos veían. Y así, antes que las estrellas perdiesen del todo la claridad, estando aún en duda si era de noche o de día, forzada de mi deseo, con la ocasión de ir a apacentar las ovejas, salí del aldea; y, dando más priesa al ganado de la acostumbrada para que caminase, llegué al lugar adonde otras veces solía hallar a Artidoro, el cual hallé solo y sin ninguno que dél noticia me diese, de que no pocos saltos me dio el corazón, que casi adevinó el mal que le estaba guardado. ¡Cuántas veces, viendo que no le hallaba, quise con mi voz herir el aire, llamando el amado nombre de mi Artidoro, y decir: “¡Ven, bien mío, que yo soy la verdadera Teolinda, que más que a sí te quiere y ama!”, sino que el temor que de otro que dél fuesen mis palabras oídas, me hizo tener más silencio del que quisiera. Y así, después que hube rodeado una y otra vez toda la ribera y el soto del manso Henares, me senté cansada al pie de un verde sauce, esperando que del todo el claro sol sus rayos por la faz de la tierra estendiese, para que con su claridad no quedase mata, cueva, espesura, choza ni cabaña que de mí mi bien no fuese buscado. Mas, apenas había dado la nueva luz lugar para discernir las colores, cuando luego se me ofreció a los ojos un cortecido álamo blanco, que delante de mí estaba, en el cual y en otros muchos vi escritas unas letras, que luego conocí ser de la mano de Artidoro allí fijadas; y, levantándome con priesa a ver lo que decían, vi, hermosas pastoras, que era esto:
Pastora en quien la belleza
en tanto estremo se halla,
que no hay a quien comparalla
sino a tu mesma crüeza.
Mi firmeza y tu mudanza 5
han sembrado a mano llena
tus promesas en la arena
y en el viento mi esperanza.
Nunca imaginara yo
que cupiera en lo que vi, 10
tras un dulce alegre sí,
tan amargo y triste no.
Mas yo no fuera engañado
si pusiera en mi ventura,
así como en tu hermosura, 15
los ojos que te han mirado.
Pues cuanto tu gracia estraña
promete, alegra y concierta,
tanto turba y desconcierta
mi desdicha, y enmaraña. 20
Unos ojos me engañaron,
al parecer pïadosos.
¡Ay, ojos falsos, hermosos!,
los que os ven, ¿en qué pecaron?
Dime, pastora crüel: 25
¿a quién no podrá engañar
tu sabio honesto mirar
y tus palabras de miel?
De mí ya está conoscido
que, con menos que hicieras, 30
días ha que me tuvieras
preso, engañado y rendido.
Las letras que fijaré
en esta áspera corteza
crecerán con más firmeza 35
que no ha crecido tu fe;
la cual pusiste en la boca
y en vanos prometimientos,
no firme al mar y a los vientos,
como bien fundada roca. 40
Tan terrible y rigurosa
como víbora pisada,
tan crüel como agraciada,
tan falsa como hermosa;
lo que manda tu crueldad 45
cumpliré sin más rodeo,
pues nunca fue mi deseo
contrario a tu voluntad.
Yo moriré desterrado
porque tú vivas contenta, 50
mas mira que amor no sienta
del modo que me has tratado;
porque, en la amorosa danza,
aunque amor ponga estrecheza,
sobre el compás de firmeza 55
no se sufre hacer mudanza.
Así como en la belleza
pasas cualquiera mujer,
creí yo que en el querer
fueras de mayor firmeza; 60
mas ya sé, por mi pasión,
que quiso pintar natura
un ángel en tu figura,
y el tiempo en tu condición.
Si quieres saber dó voy 65
y el fin de mi triste vida,
la sangre por mí vertida
te llevará donde estoy;
y, aunque nada no te cale
de nuestro amor y concierto, 70
no niegues al cuerpo muerto
el triste y último vale;
que bien serás rigurosa,
y más que un diamante dura,
si el cuerpo y la sepultura 75
no te vuelven piadosa.
Y en caso tan desdichado
tendré por dulce partido,
si fui vivo aborrecido,
ser muerto y por ti llorado. 80
»¿Qué palabras serán bastantes, pastoras, para daros a entender el estremo de dolor que ocupó mi corazón cuando claramente entendí que los versos que había leído eran de mi querido Artidoro? Mas no hay para qué encarescérosle, pues no llegó al punto que era menester para acabarme la vida, la cual, desde entonces acá tengo tan aborrecida, que no sentiría ni me podría venir mayor gusto que perderla. Los sospiros que entonces di, las lágrimas que derramé, las lástimas que hice, fueron tantas y tales, que ninguno me oyera que por loca no me juzgara.
»En fin, yo quedé tal que, sin acordarme de lo que a mi honra debía, propuse de desamparar la cara patria, amados padres y queridos hermanos, y dejar con la guardia de sí mesmo al simple ganado mío. Y, sin entremeterme en otras cuentas, mas de en aquellas que para mi gusto entendí ser necesarias, aquella mesma mañana, abrazando mil veces la corteza donde las manos de mi Artidoro habían llegado, me partí de aquel lugar con intención de venir a estas riberas, donde sé que Artidoro tiene y hace su habitación, por ver si ha sido tan inconsiderado y cruel consigo que haya puesto en ejecución lo que en los últimos versos dejó escripto; que si así fuese, desde aquí os prometo, amigas mías, que no sea menor el deseo y presteza con que le siga en la muerte, que ha sido la voluntad con que le he amado en la vida. Mas, ¡ay de mí, y cómo creo que no hay sospecha que en mi daño sea que no salga verdadera!, pues ha ya nueve días que a estas frescas riberas he llegado, y en todos ellos no he sabido nuevas de lo que deseo; y quiera Dios que cuando las sepa, no sean las últimas que sospecho.» Veis aquí, discretas zagalas, el lamentable suceso de mi enamorada vida. Ya os he dicho quién soy y lo que busco; si algunas nuevas sabéis de mi contento, así la fortuna os conceda el mayor que deseáis, que no me las neguéis.
Con tantas lágrimas acompañaba la enamorada pastora las palabras que decía, que bien tuviera corazón de acero quien dellas no se doliera. Galatea y Florisa, que naturalmente eran de condición piadosa, no pudieron detener las suyas, ni menos dejaron, con las más blandas y eficaces razones que pudieron, de consolarla, dándole por consejo que se estuviese algunos días en su compañía; quizá haría la fortuna que en ellos algunas nuevas de Artidoro supiese; pues no permitiría el cielo que, por tan estraño engaño, acabase un pastor tan discreto como ella le pintaba el curso de sus verdes años; y que podría ser que Artidoro, habiendo con el discurso del tiempo vuelto a mejor discurso y propósito su pensamiento, volviese a ver la deseada patria y dulces amigos; y que por esto, allí mejor que en otra parte podía tener esperanza de hallarle. Con estas y otras razones, la pastora, algo consolada, holgó de quedarse con ellas, agradeciéndoles la merced que le hacían y el deseo que mostraban de procurar su contento. A esta sazón, la serena noche, aguijando por el cielo el estrellado carro, daba señal que el nuevo día se acercaba; y las pastoras, con el deseo y necesidad de reposo, se levantaron y del fresco jardín a sus estancias se fueron. Mas, apenas el claro sol había con sus calientes rayos deshecho y consumido la cerrada niebla que en las frescas mañanas por el aire suele estenderse, cuando las tres pastoras, dejando los ociosos lechos, al usado ejercicio de apascentar su ganado se volvieron, con harto diferentes pensamientos Galatea y Florisa del que la hermosa Teolinda llevaba, la cual iba tan triste y pensativa que era maravilla. Y a esta causa, Galatea, por ver si podría en algo divertirla, le rogó que, puesta aparte un poco la melancolía, fuese servida de cantar algunos versos al son de la zampoña de Florisa. A esto respondió Teolinda:
-Si la mucha causa que tengo de llorar, con la poca que de cantar tengo, entendiera que en algo se menguara, bien pudieras, hermosa Galatea, perdonarme porque no hiciera lo que me mandas; pero, por saber ya por experiencia que lo que mi lengua cantando pronuncia mi corazón llorando lo solemniza, haré lo que quieres, pues en ello, sin ir contra mi deseo, satisfaré el tuyo.
Y luego la pastora Florisa tocó su zampoña, a cuyo son Teolinda cantó este soneto:
TEOLINDA
Sabido he por mi mal adónde llega
la cruda fuerza de un notorio engaño,
y cómo amor procura, con mi daño,
darme la vida qu’el temor me niega.
Mi alma de las carnes se despega, 5
siguiendo aquella que, por hado estraño,
la tiene puesta en pena, en mal tamaño,
qu’el bien la turba y el dolor sosiega.
Si vivo, vivo en fe de la esperanza,
que, aunque es pequeña y débil, se sustenta 10
siendo a la fuerza de mi amor asida.
¡Oh firme comenzar, frágil mudanza,
amarga suma de una dulce cuenta,
cómo acabáis por términos la vida!
No había bien acabado de cantar Teolinda el soneto que habéis oído, cuando las tres pastoras sintieron a su mano derecha, por la ladera de un fresco valle, el son de una zampoña, cuya suavidad era de suerte que todas se suspendieron y pararon, para con más atención gozar de la suave armonía. Y de allí a poco oyeron que al son de la zampoña el de un pequeño rabel se acordaba, con tanta gracia y destreza que las dos pastoras Galatea y Florisa estaban suspensas, imaginando qué pastores podrían ser los que tan acordadamente sonaban, porque bien vieron que ninguno de los que ellas conocían, si Elicio no, era en la música tan diestro. A esta sazón, dijo Teolinda:
-Si los oídos no me engañan, hermosas pastoras, yo creo que tenéis hoy en vuestras riberas a los dos nombrados y famosos pastores Tirsi y Damón, naturales de mi patria; a lo menos Tirsi, que en la famosa Compluto, villa fundada en las riberas de nuestro Henares, fue nacido. Y Damón, su íntimo y perfecto amigo, si no estoy mal informada, de las montañas de León trae su origen, y en la nombrada Mantua Carpentanea fue criado: tan aventajados los dos en todo género de discreción, sciencia y loables ejercicios, que no sólo en el circuito de nuestra comarca son conocidos, pero por todo el de la tierra conocidos y estimados. Y no penséis, pastoras, que el ingenio destos dos pastores sólo se estiende en saber lo que al pastoral estado se conviene, porque pasa tan adelante que lo escondido del cielo y lo no sabido de la tierra, por términos y modos concertados, enseñan y disputan. Y estoy confusa en pensar qué causa les habrá movido a dejar Tirsi su dulce y querida Fili, y Damón su hermosa y honesta Amarili: Fili de Tirsi, Amarili de Damón, tan amadas, que no hay en nuestra aldea, ni en los contornos della, persona, ni en la campaña, bosque, prado, fuente o río, que de sus encendidos y honestos amores no tengan entera noticia.
-Deja por agora, Teolinda -dijo Florisa-, de alabarnos estos pastores, que más nos importa escuchar lo que vienen cantando, pues no menor gracia me parece que tienen en la voz que en la música de los instrumentos.
-Pues ¿qué diréis -replicó Teolinda- cuando veáis que a todo eso sobrepuja la excelencia de su poesía, la cual es de manera que al uno ya le ha dado renombre de «divino» y al otro de «más que humano»?
Estando en estas razones las pastoras, vieron que por la ladera del valle por donde ellas mesmas iban, se descubrían dos pastores de gallarda dispusición y estremado brío, de poca más edad el uno que el otro; tan bien vestidos, aunque pastorilmente, que más parescían en su talle y apostura bizarros cortesanos que serranos ganaderos. Traía cada uno un bien tallado pellico de blanca y finísima lana, guarnecidos de leonado y pardo, colores a quien más sus pastoras eran aficionadas; pendían de sus hombros sendos zurrones, no menos vistosos y adornados que los pellicos; venían de verde laurel y fresca yerba coronados, con los retorcidos cayados debajo del brazo puestos. No traían compañía alguna, y tan embebecidos en su música venían, que estuvieron gran espacio sin ver a las pastoras, que por la mesma ladera iban caminando, no poco admiradas del gentil donaire y gracia de los pastores; los cuales, con concertadas voces, comenzando el uno y replicando el otro, esto que se sigue cantaban:
DAMÓN TIRSI
DAMÓN
Tirsi, qu’el solitario cuerpo alejas,
con atrevido paso, aunque forzoso,
de aquella luz con quien el alma dejas:
¿cómo en son no te dueles doloroso,
pues hay tanta razón para quejarte 5
del fiero turbador de tu reposo?
TIRSI
Damón, si el cuerpo miserable parte
sin la mitad del alma en la partida,
dejando della la más alta parte,
¿de qué virtud o ser será movida 10
mi lengua, que por muerta ya la cuento,
pues con el alma se quedó la vida?
Y, aunque muestro que veo, oigo y siento,
fantasma soy por el amor formada,
que con sola esperanza me sustento. 15
DAMÓN
¡Oh Tirsi venturoso, y qué invidiada
es tu suerte de mí con causa justa,
por ser de las de amor más estremada!
A ti sola la ausencia te disgusta,
y tienes el arrimo de esperanza 20
con quien el alma en sus desdichas gusta.
Pero, ¡ay de mí!, que adonde voy me alcanza
la fría mano del temor esquiva
y del desdén la rigurosa lanza.
Ten la vida por muerta, aunque más viva 25
se te muestre, pastor; que es cual la vela,
que cuando muere, más su luz aviva.
Ni con el tiempo que ligero vuela,
ni con los medios que el ausencia ofrece,
mi alma fatigada se consuela. 30
TIRSI
El firme y puro amor jamás descrece
en el discurso de la ausencia amarga;
antes en fe de la memoria crece.
Así que, en el ausencia, corta o larga,
no vee remedio el amador perfecto 35
de dar alivio a la amorosa carga.
Que la memoria puesta en el objecto
que amor puso en el alma, representa
la amada imagen viva al intelecto.
Y allí en blando silencio le da cuenta 40
de su bien o su mal, según la mira
amorosa, o de amor libre y esenta.
Y si ves que mi alma no sospira,
es porque veo a Fili acá en mi pecho,
de modo que a cantar me llama y tira. 45
DAMÓN
Si en el hermoso rostro algún despecho
vieras de Fili, cuando te partiste
del bien que así te tiene satisfecho,
yo sé, discreto Tirsi, que tan triste
vinieras como yo cuitado vengo, 50
que vi al contrario de lo que tú viste.
TIRSI
Damón, con lo que he dicho me entretengo,
y el estremo del mal de ausencia tiemplo,
y alegre voy, si voy, si quedo o vengo.
Que aquella que nasció por vivo ejemplo 55
de la inmortal belleza acá en el suelo,
digna de mármol, de corona y templo,
con su rara virtud y honesto celo
así los ojos codiciosos ciega,
que de ningún contrario me recelo. 60
La estrecha sujeción que no le niega
mi alma al alma suya, el alto intento,
que sólo en la adorar para y sosiega,
el tener deste amor conocimiento
Fili, y corresponder a fe tan pura, 65
destierran el dolor, traen el contento.
DAMÓN
¡Dichoso Tirsi, Tirsi con ventura,
de la cual goces siglos prolongados
en amoroso gusto, en paz segura!
Yo, a quien los cortos implacables hados 70
trujeron a un estado tan incierto,
pobre en el merecer, rico en cuidados,
bien es que muera; pues, estando muerto,
no temeré a Amarili rigurosa,
ni del ingrato amor el desconcierto. 75
¡Oh más que el cielo, oh más que el sol hermosa,
y para mí más dura que un diamante,
presta a mi mal y al bien muy perezosa!
¿Cuál ábrego, cuál cierzo, cuál levante
te sopló de aspereza, que así ordenas 80
que huiga el paso y no te esté delante?
Yo moriré, pastora, en las ajenas
tierras, pues tú lo mandas, condemnado
a hierros, muertes, yugos y cadenas.
TIRSI
Pues con tantas ventajas te ha dotado, 85
Damón amigo, el pïadoso cielo
de un ingenio tan vivo y levantado,
tiempla con él el llanto, tiempla el duelo,
considerando bien que no contino
nos quema el sol ni nos enfría el yelo. 90
Quiero decir, que no sigue un camino
siempre con pasos llanos reposados
para darnos el bien nuestro destino;
que alguna vez, por trances no pensados,
lejos, al parecer, de gusto y gloria, 95
nos lleva a mil contentos regalados.
Revuelve, dulce amigo, la memoria
por los honestos gustos que algún tiempo
amor te dio por prendas de victoria;
y si es posible, busca un pasatiempo 100
que al alma engañe, en tanto que se pasa
este desamorado airado tiempo.
DAMÓN
Al yelo que por términos me abrasa,
y al fuego que sin término me yela,
¿quién le pondrá, pastor, término o tasa? 105
En vano cansa, en vano se desvela
el desfavorecido que procura
a su gusto cortar de amor la tela,
que si sobra en amor, falta en ventura.
Aquí cesó el estremado canto de los agraciados pastores, pero no el gusto que las pastoras habían recebido en escucharle; antes quisieran que tan presto no se acabara, por ser de aquellos que no todas veces suelen oírse. A esta sazón, los dos gallardos pastores encaminaban sus pasos hacia donde las pastoras estaban, de que pesó a Teolinda, porque temió ser dellos conocida; y por esta causa rogó a Galatea que de aquel lugar se desviasen. Ella lo hizo, y ellos pasaron, y, al pasar, oyó Galatea que Tirsi a Damón decía:
-Estas riberas, amigo Damón, son en las que la hermosa Galatea apascienta su ganado, y adonde trae el suyo el enamorado Elicio, íntimo y particular amigo tuyo, a quien dé la ventura tal suceso en sus amores, cuanto merescen sus honestos y buenos deseos. Yo ha muchos días que no sé en qué términos le trae su suerte; pero, según he oído decir de la recatada condición de la discreta Galatea, por quien él muere, temo que más aína debe de estar quejoso que satisfecho.
-No me maravillaría yo deso -respondió Damón-, porque con cuantas gracias y particulares dones que el cielo enriqueció a Galatea, al fin fin la hizo mujer, en cuyo frágil subjeto no se halla todas veces el conocimiento que se debe, y el que ha menester el que por ellas lo menos que aventura es la vida. Lo que yo he oído decir de los amores de Elicio, es que él adora a Galatea sin salir del término que a su honestidad se debe, y que la discreción de Galatea es tanta, que no da muestras de querer ni de aborrecer a Elicio. Y así, debe de andar el desdichado subjeto a mil contrarios accidentes, esperando en el tiempo y la fortuna, medios harto perdidos, que le alarguen o acorten la vida, de los cuales está más cierto el acortarla que el entretenerla.
Hasta aquí pudo oír Galatea de lo que della y de Elicio los pastores tratando iban, de que no recibió poco contento, por entender que lo que la fama de sus cosas publicaba era lo que a su limpia intención se debía. Y, desde aquel punto, determinó de no hacer por Elicio cosa que diese ocasión a que la fama no saliese verdadera en lo que de sus pensamientos publicaba. A este tiempo, los dos bizarros pastores, con vagarosos pasos, poco a poco hacia el aldea se encaminaban, con deseo de hallarse a las bodas del venturoso pastor Daranio, que con Silveria «de los verdes ojos» se casaba. Y ésta fue una de las causas por que ellos habían dejado sus rebaños y al lugar de Galatea se venían. Pero, ya que les faltaba poco del camino, a la mano derecha dél sintieron el son de un rabel que acordada y suavemente sonaba; y parándose Damón, trabó a Tirsi del brazo, diciéndole:
-Espera y escucha un poco, Tirsi, que si los oídos no me mienten, el son que a ellos llega es del rabel de mi buen amigo Elicio, a quien dio naturaleza tanta gracia en muchas y diversas habilidades, cuanto las oirás si le escuchas y conocerás si le tratas.
-No creas, Damón -respondió Tirsi-, que hasta agora estoy por conocer las buenas partes de Elicio, que días ha que la fama me las tiene bien manifiestas. Pero calla agora, y escuchemos si canta alguna cosa que del estado de su vida nos dé algún manifiesto indicio.
-Bien dices -replicó Damón-, mas será menester, para que mejor le oigamos, que nos lleguemos por entre estas ramas, de modo que, sin ser vistos dél, de más cerca le escuchemos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse en parte tan buena que ninguna palabra que Elicio dijo o cantó dejó de ser de ellos oída, y aun notada. Estaba Elicio en compañía de su amigo Erastro, de quien pocas veces se apartaba por el entretenimiento y gusto que de su buena conversación recibía, y todos o los más ratos del día en cantar y tañer se les pasaba. Y, a este punto, tocando su rabel Elicio y su zampoña Erastro, a estos versos dio principio Elicio:
ELICIO
Rendido a un amoroso pensamiento,
con mi dolor contento,
sin esperar más gloria,
sigo la que persigue mi memoria,
porque contino en ella se presenta 5
de los lazos de amor libre y esenta.
Con los ojos del alma aun no es posible
ver el rostro apacible
de la enemiga mía,
gloria y honor de cuanto el cielo cría; 10
y los del cuerpo quedan, sólo en vella,
ciegos por haber visto el sol en ella.
¡Oh dura servidumbre, aunque gustosa!
¡Oh mano poderosa
de Amor, que así pudiste 15
quitarme, ingrato, el bien que prometiste
de hacerme, cuando libre me burlaba
de ti, del arco tuyo y de tu aljaba!
¡Cuánta belleza, cuánta blanca mano
me mostraste, tirano! 20
¡Cuánto te fatigaste
primero que a mi cuello el lazo echaste!
Y aun quedaras vencido en la pelea,
si no hubiera en el mundo Galatea.
Ella fue sola la que sola pudo 25
rendir el golpe crudo
el corazón esento,
y avasallar el libre pensamiento,
el cual, si a su querer no se rindiera,
por de mármol o acero le tuviera. 30
¿Qué libertad puede mostrar su fuero
ante el rostro severo,
y más quel sol hermoso,
de la que turba y cansa mi reposo?
¡Ay rostro, que en el suelo 35
descubres cuanto bien encierra el cielo!
¿Cómo pudo juntar naturaleza
tal rigor y aspereza
con tanta hermosura,
tanto valor y condición tan dura? 40
Mas mi dicha consiente
en mi daño juntar lo diferente.
Esle tan fácil a mi corta suerte
ver con la amarga muerte
junta la dulce vida, 45
y estar su mal a do su bien se anida,
que entre contrarios veo
que mengua la esperanza y no el deseo.
No cantó más el enamorado pastor, ni quisieron más detenerse Tirsi y Damón; antes, haciendo de sí gallarda e improvisa muestra, hacia donde estaba Elicio se fueron; el cual, como los vio, conociendo a su amigo Damón, con increíble alegría le salió a rescebir, diciéndole:
-¿Qué ventura ha ordenado, discreto Damón, que la des tan buena con tu presencia a estas riberas, que grandes tiempos ha que te desean?
-No puede ser sino buena -respondió Damón-, pues me ha traído a verte, ¡oh Elicio!, cosa que yo estimo en tanto, cuanto es el deseo que dello tenía, y la larga ausencia y la amistad que te tengo me obligaba. Pero si por alguna cosa puedes decir lo que has dicho, es porque tienes delante al famoso Tirsi, gloria y honor del castellano suelo.
Cuando Elicio oyó decir que aquél era Tirsi, dél solamente por fama conocido, rescibiéndole con mucha cortesía, le dijo:
-Bien conforma tu agradable semblante, nombrado Tirsi, con lo que de tu valor y discreción en las cercanas y apartadas tierras la parlera fama pregona. Y así, a mí, a quien tus escriptos han admirado e inclinado a desear conocerte y servirte, puedes, de hoy más, tener y tratar como verdadero amigo.
-Es tan conocido lo que yo gano en eso -respondió Tirsi-, que en vano pregonaría la fama lo que la afición que me tienes te hace decir que de mí pregona, si no conociese la merced que me haces en querer ponerme en el número de tus amigos; y, porque entre los que lo son las palabras de comedimiento han de ser escusadas, cesen las nuestras en este caso, y den las obras testimonio de nuestras voluntades.
-La mía será contino de servirte -replicó Elicio-, como lo verás, ¡oh Tirsi!, si el tiempo o la fortuna me ponen en estado que valga algo para ello; porque el que agora tengo, puesto que no le trocaría con otro de mayores ventajas, es tal, que apenas me deja con libertad de ofrecer el deseo.
-Tiniendo como tienes el tuyo en lugar tan alto -dijo Damón-, por locura tendría procurar bajarle a cosa que menos fuese. Y así, amigo Elicio, no digas mal del estado en que te hallas, porque yo te prometo que, cuando se comparase con el mío, hallaría yo ocasión de tenerte más envidia que lástima.
-Bien parece, Damón -dijo Elicio-, que ha muchos días que faltas destas riberas, pues no sabes lo que en ellas amor me hace sentir; y si esto no es, no debes conocer ni tener experiencia de la condición de Galatea; que si della tuvieses noticia, trocarías en lástima la envidia que de mi tendrías.
-Quien ha gustado de la condición de Amarili, ¿qué cosa nueva puede esperar de la de Galatea? -respondió Damón.
-Si la estada tuya en estas riberas -replicó Elicio- fuere tan larga como yo deseo, tú, Damón, conocerás y verás en ella, y oirás en otros, cómo andan en igual balanza su crueldad y gentileza: estremos que acaban la vida al que su desventura trujo a términos de adorarla.
-En las riberas de nuestro Henares -dijo a esta sazón Tirsi- más fama tiene Galatea de hermosa que de cruel; pero, sobre todo, se dice que es discreta; y si esta es la verdad, como lo debe ser, de su discreción nasce conocerse, y de conocerse estimarse, y de estimarse no querer perderse, y del no querer perderse viene el no querer contentarte; y viendo tú, Elicio, cuán mal corresponde a tus deseos, das nombre de crueldad a lo que debrías llamar honroso recato; y no me maravillo, que, en fin, es condición propria de los enamorados poco favorescidos.
-Razón tendrías en lo que has dicho, ¡oh Tirsi! -replicó Elicio-, cuando mis deseos se desviaran del camino que a su honra y honestidad conviene; pero si van tan medidos como a su valor y crédito se debe, ¿de qué sirve tanto desdén, tan amargas y desabridas respuestas, y tan a la clara esconder el rostro al que tiene puesta toda su gloria en sólo verle?
-¡Ay, Tirsi, Tirsi! -respondió Elicio-, y cómo te debe tener el amor puesto en lo alto de sus contentos, pues con tan sosegado espíritu hablas de sus efectos. No sé yo cómo viene bien lo que tú agora dices con lo que un tiempo decías cuando cantabas:
«¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo
al deseo más pobre y encogido!»;
con lo demás que a esto añadiste.
Hasta este punto había estado callando Erastro, mirando lo que entre los pastores pasaba, admirado de ver su gentil donaire y apostura, con las muestras que cada uno daba de la mucha discreción que tenía. Pero, viendo que, de lance en lance, a razonar de casos de amor se habían reducido, como aquél que tan experimentado en ellos estaba, rompió el silencio y dijo:
-Bien creo, discretos pastores, que la larga experiencia os habrá mostrado que no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios accidentes están subjetos. Y así, tú, famoso Tirsi, no tienes de qué maravillarte de lo que Elicio ha dicho, ni él tampoco de lo que tú dices, ni traer por ejemplo aquello que él dice que cantabas; ni menos lo que yo sé que cantaste cuando dijiste:
«La amarillez y la flaqueza mía»;
donde claramente mostrabas el afligido estado que entonces poseías; porque de allí a poco llegaron a nuestras cabañas las nuevas de tu contento, solemnizadas en aquellos versos tan nombrados tuyos, que si mal no me acuerdo comenzaban:
«Sale el aurora y de su fértil manto»;
por do claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos, y cómo con ellos suele mudar amor los estados, haciendo que hoy se ría el que ayer lloraba y que mañana llore el que hoy ríe. Y, por tener yo tan conocida esta su condición, no puede la aspereza y desdén zahareño de Galatea acabar de derribar mis esperanzas, puesto que yo no espero della otra cosa si no es que se contente de que yo la quiera.
-El que no esperase buen suceso de un tan enamorado y medido deseo como el que has mostrado, ¡oh pastor! -respondió Damón-, renombre más que de desesperado merescía. Por cierto que es gran cosa la que de Galatea pretendes. Pero dime, pastor, así ella te la conceda: ¿es posible que tan a regla tienes tu deseo, que no se adelanta a desear más de lo que has dicho?
-Bien puedes creerle, amigo Damón -dijo Elicio-, porque el valor de Galatea no da lugar a que della otra cosa se desee ni se espere; y aun ésta es tan difícil de obtenerse, que a veces a Erastro se entibia la esperanza y a mí se enfría, de manera que él tiene por cierto, y yo por averiguado, que primero ha de llegar la muer te que el cumplimiento della. Mas, porque no es razón rescebir tan honrados huéspedes con los amargos cuentos de nuestras miserias, quédense ellas aquí y recojámonos al aldea, donde descansaréis del pesado trabajo del camino, y con más sosiego, si dello gustáredes, entenderéis el desasosiego nuestro.
Holgaron todos de acomodarse a la voluntad de Elicio, el cual y Erastro, recogiendo sus ganados, puesto que era algunas horas antes de lo acostumbrado, en compañía de los dos pastores, hablando en diversas cosas, aunque todas enamoradas, hacia el aldea se encaminaron. Mas, como todo el pasatiempo de Erastro era tañer y cantar, así por esto como por el deseo que tenía de saber si los dos nuevos pastores lo hacían tan bien como dellos se sonaba, por moverlos y convidarlos a que otro tanto hiciesen, rogó a Elicio que su rabel tocase, al son del cual así comenzó a cantar:
ERASTRO
Ante la luz de unos serenos ojos
que al sol dan luz con que da luz al suelo,
mi alma así se enciende, que recelo
que presto tendrá muerte sus despojos.
Con la luz se conciertan los manojos 5
de aquellos rayos del señor de Delo:
tales son los cabellos de quien suelo
adorar su beldad puesto de hinojos.
¡Oh clara luz, oh rayos del sol claro,
antes el mesmo sol! De vos espero 10
sólo que consintáis que Erastro os quiera.
Si en esto el cielo se me muestra avaro,
antes que acabe del dolor que muero,
haced, ¡oh rayos!, que de un rayo muera.
No les pareció mal el soneto a los pastores, ni les descontentó la voz de Erastro; que, puesto que no era de las muy estremadas, no dejaba de ser de las acordadas. Y luego Elicio, movido del ejemplo de Erastro, le hizo que tocase su zampoña, al son de la cual este soneto dijo:
ELICIO
¡Ay, que al alto designio que se cría
en mi amoroso firme pensamiento,
contradicen el cielo, el fuego, el viento,
la agua, la tierra y la enemiga mía!
Contrarios son de quien temer debría, 5
y abandonar la empresa el sano intento;
mas, ¿quién podrá estorbar lo qu’el violento
hado implacable quiere, amor porfía?
El alto cielo, amor, el viento, el fuego,
la agua, la tierra y mi enemiga bella, 10
cada cual con fuerza, y con mi hado,
mi bien estorbe, esparza, abrase y luego
deshaga mi esperanza; que, aun sin ella,
imposible es dejar lo comenzado.
En acabando Elicio, luego Damón, al son de la mesma zampoña de Erastro, desta manera comenzó a cantar:
DAMÓN
Más blando fui que no la blanda cera,
cuando imprimí en mi alma la figura
de la bella Amarili, esquiva y dura
cual duro mármol o silvestre fiera.
Amor me puso entonces en la esfera 5
más alta de su bien y su ventura;
y agora temo que la sepultura
ha de acabar mi presumpción primera.
Arrimóse el amor a la esperanza
cual vid al olmo y fue subiendo apriesa; 10
mas faltóle el humor, y cesó el vuelo:
no el de mis ojos, que por larga usanza,
Fortuna sabe bien que jamás cesa
de dar tributo al rostro, al pecho, al suelo.
Acabó Damón y comenzó Tirsi, al son de los instrumentos de los tres pastores, a cantar este soneto:
TIRSI
Por medio de los filos de la muerte
rompió mi fe, y a tal punto he llegado,
que no envidio el más alto y rico estado
que encierra humana venturosa suerte.
Todo este bien nasció de sólo verte, 5
hermosa Fili, ¡oh Fili!, a quien el hado
dotó de un ser tan raro y estremado,
que en risa el llanto, el mal en bien convierte.
Como amansa el rigor de la sentencia
si el condenado el rostro del rey mira, 10
y es ley que nunca tuerce su derecho,
así ante tu hermosísima presencia
la muerte huye, el daño se retira,
y deja en su lugar vida y provecho.
Al acabar de Tirsi, todos los intrumentos de los pastores formaron tan agradable música, que causaba grande contento a quien la oía; y más, ayudándoles de entre las espesas ramas mil suertes de pintados pajarillos que, con divina armonía, parece que como a coros les iban respondiendo. Desta suerte habían caminado un trecho, cuando llegaron a una antigua ermita que en la ladera de un montecillo estaba, no tan desviada del camino que dejase de oírse el son de una arpa que dentro, al parecer, tañían; el cual oído por Erastro, dijo:
-Deteneos, pastores, que según pienso, hoy oiremos todos lo que ha días que yo deseo oír, que es la voz de un agraciado mozo que dentro de aquella ermita habrá doce o catorce días se ha venido a vivir una vida más áspera de lo que a mí me parece que puedan llevar sus pocos años, y algunas veces que por aquí he pasado, he sentido tocar una arpa y entonar una voz tan suave que me ha puesto en grandísimo deseo de escucharla; pero siempre he llegado a punto que él le ponía en su canto. Y, aunque con hablarle he procurado hacerme su amigo, ofreciéndole a su servicio todo lo que valgo y puedo, nunca he podido acabar con él que me descubra quién es y las causas que le han movido a venir de tan pocos años a ponerse en tanta soledad y estrecheza.
Lo que Erastro decía del mozo y nuevo ermitaño puso en los pastores el mesmo deseo de conocerle que él tenía. Y así, acordaron de llegarse a la ermita de modo que, sin ser sentidos, pudiesen entender lo que cantaba antes que llegasen a hablarle; y, haciéndolo así, les sucedió tan bien, que se pusieron de parte donde, sin ser vistos ni sentidos, oyeron que al son de la arpa, el que estaba dentro semejantes versos decía:
Si han sido el cielo, amor y la fortuna,
sin ser de mí ofendidos,
contentos de ponerme en tal estado,
en vano al aire envío mis gemidos,
en vano hasta la luna 5
se vio mi pensamiento levantado.
¡Oh riguroso hado!,
¡por cuán estrañas desusadas vías
mis dulces alegrías
han venido a parar en tal estremo, 10
que estoy muriendo y aun la vida temo!
Contra mí mesmo estoy ardiendo en ira,
por ver que sufro tanto
sin romper este pecho, y dar al viento
esta alma, qu’en mitad del duro llanto 15
al corazón retira
las últimas reliquias del aliento;
y allí de nuevo siento
que acude la esperanza a darme fuerza,
y, aunque fingida, a mi vivir es fuerza, 20
y no es piedad del cielo, porque ordena
a larga vida dar más larga pena.
Del caro amigo el lastimado pecho
enterneció este mío,
y la empresa difícil tomé a cargo. 25
¡Oh discreto fingir de desvarío!
¡Oh nunca visto hecho!
¡Oh caso gustosísimo y amargo!
¡Cuán dadivoso y largo
amor se mostró por bien ajeno, 30
y cuán avaro y lleno
de temor y lealtad para conmigo!
Pero a más nos obliga un firme amigo.
Injustas pagas a voluntades justas
a cada paso vemos, 35
dadas por mano de fortuna esquiva;
y de ti, falso amor, de quien sabemos
que te alegras y gustas
de que un firme amador muriendo viva,
abrasadora y viva 40
llama se encienda en tus ligeras alas,
y las buenas y malas
saetas en ceniza se resuelvan,
o al dispararlas, contra ti se vuelvan.
¿Por qué camino, con qué fraude y mañas, 45
por qué estraño rodeo
entera posesión de mí tomaste?
Y ¿cómo en mi piadoso alto deseo
y en mis limpias entrañas
la sana voluntad, falso, trocaste? 50
¿Juicio habrá que baste
a llevar en paciencia el ver, perjuro,
que entré libre y seguro
a tratar de tus glorias y tus penas,
y agora al cuello siento tus cadenas? 55
Mas no de ti, sino de mí sería
razón que me quejase,
que a tu fuego no hice resistencia.
Yo me entregué, yo hice que soplase
el viento que dormía 60
de la ocasión con furia y violencia.
Justísima sentencia
ha dado el cielo contra mí que muera,
aunque sólo se espera
de mi infelice hado y desventura 65
que no acabe mi mal la sepultura.
¡Oh amigo dulce, oh dulce mi enemiga,
Timbrio y Nísida bella,
dichosos juntamente y desdichados!
¿Cuál dura, inicua, inexorable estrella, 70
de mi daño enemiga;
cuál fuerza injusta de implacables hados
nos tiene así apartados?
¡Oh miserable, humana, frágil suerte!
¡Cuán presto se convierte 75
en súbito pesar un alegría,
y sigue escura noche al claro día!
De la instabilidad, de la mudanza
de las humanas cosas,
¿cuál será el atrevido que se fíe? 80
Con alas vuela el tiempo presurosas,
y tras sí la esperanza
se lleva del que llora y del que ríe;
y ya que el cielo envíe
su favor, sólo sirve al que con celo 85
sancto levanta al cielo
el alma, en fuego de su amor deshecha,
y al que no, más le daña que aprovecha.
Yo, como puedo, buen señor, levanto
la una y otra palma, 90
los ojos, la intención al cielo sancto,
por quien espera el alma
ver vuelto en risa su contino llanto.
Con un profundo sospiro dio fin al lastimado canto el recogido mozo que dentro de la ermita estaba. Y, sintiendo los pastores que adelante no procedía, sin detenerse más, todos juntos entraron en ella, donde vieron a un cabo, sentado encima de una dura piedra, a un dispuesto y agraciado mancebo, al parecer de edad de veinte y dos años, vestido de un tosco buriel con los pies descalzos y una áspera soga ceñida al cuerpo, que de cordón le servía. Estaba con la cabeza inclinada a un lado, y la una mano asida de la parte de la túnica que sobre el corazón caía, y el otro brazo a la otra parte flojamente derribado. Y, por verle desta manera, y por no haber hecho movimiento al entrar de los pastores, claramente conocieron que desmayado estaba, como era la verdad, porque la profunda imaginación de sus miserias, muchas veces a semejante término le conducía. Llegóse a él Erastro, y, trabándole recio del brazo, le hizo volver en sí, aunque tan desacordado que parecía que de un pesado sueño recordaba, las cuales muestras de dolor no pequeño le causaron a los que le veían, y luego Erastro le dijo:
-¿Qué es esto, señor? ¿Qué es lo que siente vuestro fatigado pecho? No dejéis de decirlo, que presentes tenéis quien no rehusará fatiga alguna por dar remedio a la vuestra.
-No son esos -respondió el mancebo con voz algo desmayada- los primeros ofrecimientos, comedido pastor, que me has hecho, ni aun serían los últimos que yo acertase a servir si pudiese; pero hame traído la Fortuna a términos, que ni ellos pueden aprovecharme ni yo satisfacerlos más de con el deseo. Éste puedes tomar en cuenta del bueno que me ofreces; y si otra cosa de mí deseas saber, el tiempo, que no encubre nada, te dirá más de lo que yo quisiera.
-Si al tiempo dejas que me satisfaga de lo que me dices -respondió Erastro- poco debe agradecerse tal paga, pues él, a pesar nuestro, echa en las plazas lo más secreto de nuestros corazones.
A este tiempo, todos los demás pastores le rogaron que la ocasión de su tristeza les contase, especialmente Tirsi, que con eficaces razones le persuadió, y dio a entender que no hay mal en esta vida que con ella su remedio no se alcanzase, si ya la muerte, atajadora de los humanos discursos, no se opone a ellos. Y a esto añadió otras palabras que al obstinado mozo movieron a que con la suyas hiciese satisfechos a todos de lo que dél saber deseaban. Y así, les dijo:
-Puesto que a mí me fuera mejor, ¡oh agradable compañía!, vivir lo poco que me queda de vida sin ella, y haberme recogido a mayor soledad de la que tengo, todavía, por no mostrarme esquivo a la voluntad que me habéis mostrado, determino de contaros todo aquello que entiendo bastará, y los términos por donde la mudable Fortuna me ha traído al estrecho estado en que me hallo; pero, porque me parece que es ya algo tarde, y, según mis desventuras son muchas, sería posible que antes de contároslas la noche sobreviniese, será bien que todos juntos a la aldea nos vamos, pues a mí no me hace otra descomodidad de hacer el camino esta noche que mañana tenía determinado, y esto me es forzoso, pues de vuestra aldea soy proveído de lo que he menester para mi sustento, y por el camino, como mejor pudiere, os haré ciertos de mis desgracias.
A todos pareció bien lo que el mozo ermitaño decía, y, puniéndole en medio dellos, con vagarosos pasos tornaron a seguir el camino de la aldea, y luego el lastimado ermitaño, con muestras de mucho dolor, desta manera al cuento de sus miserias dio principio:
-«En la antigua y famosa ciudad de Jerez, cuyos moradores de Minerva y Marte son favorescidos, nasció Timbrio, un valeroso caballero, del cual, si sus virtudes y generosidad de ánimo hubiese de contar, a difícil empresa me pondría. Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya o por la fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré, por todas las vías que pude, serle particular amigo, y fueme el cielo en esto tan favorable que, casi olvidándose a los que nos conoscían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-, solamente los dos amigos nos llamaban, haciendo nosotros, con nuestra continua conversación y amigables obras, que tal opinión no fuese vana.
»Desta suerte los dos, con increíble gusto y contento, los mozos años pasábamos, ora en el campo en el ejercicio de la caza, ora en la ciudad en el del honroso Marte entreteniéndonos, hasta que un día, de los muchos aciagos que el enemigo tiempo en el discurso de mi vida me ha hecho ver, le sucedió a mi amigo Timbrio una pesada pendencia con un poderoso caballero, vecino de la mesma ciudad. Llegó a término la quistión que el caballero quedó lastimado en la honra, y a Timbrio fue forzoso ausentarse, por dar lugar a que la furiosa discordia cesase que entre los dos parentales se comenzaba a encender, dejando escrita una carta a su enemigo, dándole aviso que le hallaría en Italia, en la ciudad de Milán o de Nápoles, todas las veces que, como caballero, de su agravio satisfacerse quisiese. Con esto cesaron los bandos entre los parientes de entrambos, y ordenóse que a igual y mortal batalla el ofendido caballero, que Pransiles se llamaba, a Timbrio desafiase, y que, en hallando campo seguro para la batalla, se avisase a Timbrio. Ordenó más mi suerte: que al tiempo que esto sucedió yo me hallase tan falto de salud, que apenas del lecho levantarme podía, y por esta ocasión se me pasó la de seguir a mi amigo dondequiera que fuese, el cual al partir se despidió de mí con no pequeño descontento, encargándome que, en cobrando fuerzas, le buscase, que en la ciudad de Nápoles le hallaría. Y así, se partió, dejándome con más pena que yo sabré agora significaros. Mas, al cabo de pocos días, pudiendo en mí más el deseo que de verle tenía, que no la flaqueza que me fatigaba, me puse luego en camino; y, para que con más brevedad y más seguro le hiciese, la ventura me ofreció la comodidad de cuatro galeras que en la famosa Isla de Cádiz, de partida para Italia, prestas y aparejadas estaban. Embarquéme en una dellas, y, con próspero viento, en tiempo breve, las riberas catalanas descubrimos; y, habiendo dado fondo en un puerto dellas, yo, que algo fatigado de la mar venía, asegurado primero de que por aquella noche las galeras de allí no partirían, me desembarqué con solo un amigo y un criado mío. Y no creo que debía de ser la media noche, cuando los marineros y los que a cargo las galeras llevaban, viendo que la serenidad del cielo calma o próspero viento señalaba, por no perder la buena ocasión que se les ofrecía, a la segunda guardia hicieron la señal de partida, y, zarpando las áncoras, dieron con mucha presteza los remos al sesgo mar y las velas al sosegado viento. Y fue, como digo, con tanta diligencia hecho que, por mucha que yo puse para volver a embarcarme, no fui a tiempo; y así, me hube de quedar en la marina con el enojo que podrá considerar quien por semejantes y ordinarios casos habrá pasado, porque quedaba mal acomodado de todas las cosas que para seguir mi viaje por tierra eran necesarias. Mas, considerando que, de quedarme allí, poco remedio se esperaba, acordé de volverme a Barcelona, adonde, como ciudad más grande, podría ser hallar quien me acomodase de lo que me faltaba, correspondiendo a Jerez o a Sevilla con la paga dello.
»Amanecióme en estos pensamientos, y, con determinación de ponerlos en efecto, aguardaba a que el día más se levantase; y, estando a punto de partirme, sentí un grande estruendo por la tierra y que toda la gente corría a la calle más principal del pueblo, y, preguntando a uno qué era aquello, me respondió: “Llegaos, señor, aquella esquina, que a voz de pregonero sabréis lo que deseáis”. Hícelo así, y lo primero en que puse los ojos fue en un alto crucifijo y en mucho tumulto de gente, señales que alguno sentenciado a muerte entre ellos venía, todo lo cual me certificó la voz del pregonero, que declaraba que, por haber sido salteador y bandolero, la justicia mandaba ahorcar un hombre, que, como a mí llegó, luego conocí que era el mi buen amigo Timbrio, el cual venía a pie, con unas esposas a las manos y una soga a la garganta, los ojos enclavados en el crucifijo que delante llevaba, diciendo y protestando a los clérigos que con él iban, que por la estrecha cuenta que pensaba dar en breves horas al verdadero Dios, cuyo retrato delante los ojos tenía, que nunca en todo el discurso de su vida había cometido cosa por donde públicamente meresciese rescebir tan ignominiosa muerte; y que a todos rogaba rogasen a los jueces le diesen algún término para probar cuán inocente estaba de lo que le acusaban.
»Considérese aquí, si tanto la consideración pudo levantarse, cuál quedaría yo al horrendo espectáculo que a los ojos se me ofrecía. No sé qué os diga, señores, sino que quedé tan embelesado y fuera de mí, y de tal modo quedé ajeno de todos mis sentidos, que una estatua de mármol debiera de parecer a quien en aquel punto me miraba. Pero ya que el confuso rumor del pueblo, las levantadas voces de los pregoneros, las lastimosas palabras de Timbrio y las consoladoras de los sacerdotes, y el verdadero conocimiento de mi buen amigo, me hubieron vuelto de aquel embelesamiento primero, y la alterada sangre acudió a dar ayuda al desmayado corazón, y despertado en él la cólera debida a la notoria venganza de la ofensa de Timbrio, sin mirar al peligro que me ponía, sino al de Timbrio, por ver si podía librarle, o seguirle hasta la otra vida, con poco temor de perder la mía, eché mano a la espada, y con más que ordinaria furia entré por medio de la confusa turba, hasta que llegué adonde Timbrio iba, el cual, no sabiendo si en provecho suyo tantas espadas se habían desenvainado, con perplejo y angustiado ánimo, estaba mirando lo que pasaba, hasta que yo le dije: “¿Adónde está, ¡oh Timbrio!, el esfuerzo de tu valeroso pecho? ¿Qué esperas, o qué aguardas? ¿Por qué no te favoreces de la ocasión presente? Procura, ¡oh verdadero amigo!, salvar tu vida, en tanto que esta mía hace escudo a la sinrazón que, según creo, aquí te es hecha”. Estas palabras mías y el conocerme Timbrio, fue parte para que, olvidado todo temor, rompiese las ataduras o esposas de las manos; mas todo su ardimiento fuera poco si los sacerdotes, de compasión movidos, no ayudaran su deseo, los cuales, tomándole en peso, a pesar de los que estorbarlo querían, se entraron con él en una iglesia que allí junto estaba, dejándome a mí en medio de toda la justicia, que con grande instancia procuraba prenderme, como al fin lo hizo, pues a tantas fuerzas juntas no fue poderosa la sola mía de resistirlas. Y, con más ofensas que, a mi parecer, mi pecado merescía, a la cárcel pública, herido de dos heridas, me llevaron.
»El atrevimiento mío, y el haberse escapado Timbrio, augmentó mi culpa y el enojo en los jueces, los cuales, condenando bien el exceso por mí cometido, pareciéndoles ser justo que yo muriese, y luego luego, la cruel sentencia pronunciaron, y para otro día guardaban la ejecución. Llegó a Timbrio esta triste nueva allá en la iglesia donde estaba, y, según yo después supe, más alteración le dio mi sentencia que le había dado la de su muerte; y, por librarme della, de nuevo se ofrecía a entregarse otra vez en poder de la justicia, pero los sacerdotes le aconsejaron que servía de poco aquello, antes era añadir mal a mal y desgracia a desgracia, pues no sería parte el entregarse él para que yo fuese suelto, pues no lo podía ser sin ser castigado de la culpa cometida. No fueron menester pocas razones para persuadir a Timbrio no se diese a la justicia; pero sosegóse con proponer en su ánimo de hacer otro día por mí lo que yo por él había hecho, por pagarme en la mesma moneda, o morir en la demanda. De toda su intención fui avisado por un clérigo que a confesarme vino, con el cual le envié a decir que el mejor remedio que mi desdicha podía tener era que él se salvase, y procurase que, con toda brevedad, el virrey de Barcelona supiese todo el suceso antes que la justicia de aquel pueblo la ejecutase en él. Supe también la causa por que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio, según me contó el mesmo sacerdote que os he dicho; y fue que, viniendo Timbrio caminando por el reino de Cataluña, a la salida de Perpiñán, dieron con él una cantidad de bandoleros, los cuales tenían por señor y cabeza a un valeroso caballero catalán, que por ciertas enemistades andaba en la compañía, como es ya antiguo uso de aquel reino, cuando los enemistados son personas de cuenta, salirse a ella y hacerse todo el mal que pueden, no solamente en las vidas, pero en las haciendas: cosa ajena de toda cristiandad y digna de toda lástima.
»Sucedió, pues, que, al tiempo que los bandoleros estaban ocupados en quitar a Timbrio lo que llevaba, llegó en aquella sazón el señor y caudillo dellos, y como en fin era caballero, no quiso que delante de sus ojos agravio alguno a Timbrio se hiciese; antes, pareciéndole hombre de valor y prendas, le hizo mil corteses ofrecimientos, rogándole que por aquella noche se quedase con él en un lugar allí cerca, que otro día por la mañana le daría una señal de seguro para que sin temor alguno pudiese seguir su camino hasta salir de aquella provincia. No pudo Timbrio dejar de hacer lo que el cortés caballero le pedía, obligado de las buenas obras dél rescibidas. Fuéronse juntos, y llegaron a un pequeño lugar, donde por los del pueblo alegremente rescebidos fueron. Mas la Fortuna, que hasta entonces con Timbrio se había burlado, ordenó que aquella mesma noche diesen con los bandoleros una compañía de soldados, sólo para este efecto juntada; y, habiéndolos cogido de sobresalto, con facilidad los desbarataron, y, puesto que no pudieron prender al caudillo, prendieron y mataron a otros muchos, y uno de los presos fue Timbrio, a quien tuvieron por un famoso salteador que en aquella compañía andaba; y, según se debe imaginar, sin duda le debía de parecer mucho, pues con atestiguar los demás presos que aquél no era el que pensaban, contando la verdad de todo el caso, pudo tanto la malicia en el pecho de los jueces que, sin más averiguaciones, le sentenciaron a muerte, la cual fuera puesta en efecto si el cielo, favorescedor de los justos intentos, no ordenara que las galeras se fuesen y yo en tierra quedase, para hacer lo que hasta agora os he contado que hice.
»Estábase Timbrio en la iglesia, y yo en la cárcel, ordenando de partirse aquella noche a Barcelona; y yo, que esperando estaba en qué pararía la furia de los ofendidos jueces, cuando con otra mayor desventura suya, Timbrio y yo de la nuestra fuimos librados. Mas, ¡ójala fuera servido el cielo que en mí solo se ejecutara la furia de su ira, con tal que la alzaran de aquel pequeño y desventurado pueblo, que a los filos de mil bárbaras espadas tuvo puesto el miserable cuello! Poco más de media noche sería, hora acomodada a facinorosos insultos, y en la cual la trabajada gente suele entregar los trabajados miembros en brazos del dulce sueño, cuando improvisamente por todo el pueblo se levantó una confusa vocería, diciendo: “¡Al arma, al arma, que turcos hay en tierra!” Los ecos destas tristes voces ¿quién duda que no causaron espanto en los mujeriles pechos, y aun pusieron confusión en los fuertes ánimos de los varones? No sé qué os diga, señores, sino que en un punto la miserable tierra comenzó a arder con tanta gana, que no parecía sino que las mesmas piedras, con que las casas fabricadas estaban, ofrecían acomodada materia al encendido fuego, que todo lo consumía. A la luz de las furiosas llamas se vieron relucir los bárbaros alfanjes y parecerse las blancas tocas de la turca gente, que, encendida, con sigures o hachas de duro acero, las puertas de las casas derribaban, y, entrando en ellas, de cristianos despojos salían cargados. Cuál llevaba la fatigada madre, y cuál el pequeñuelo hijo, que con cansados y débiles gemidos, la madre por el hijo, y el hijo por la madre, preguntaba; y alguno sé que hubo que con sacrílega mano estorbó el cumplimiento de los justos deseos de la casta recién desposada virgen y del esposo desdichado, ante cuyos llorosos ojos quizá vio coger el fruto de que el sin ventura pensaba gozar en tiempo breve. La confusión era tanta, tantos los gritos y mezclas de las voces tan diferentes, que gran espanto ponían. La fiera y endiablada canalla, viendo cuán poca resistencia se les hacía, se atrevieron a entrar en los sagrados templos y poner las descomulgadas manos en las sanctas reliquias, poniendo en el seno el oro con que guarnecidas estaban, y arrojándolas en el suelo con asqueroso menosprecio. Poco le valía al sacerdote su santimonia, y al fraile su retraimiento, y al viejo sus nevadas canas, y al mozo su juventud gallarda, y al pequeño niño su inocencia simple, que de todos llevaban el saco aquellos descreídos perros; los cuales, después de abrasadas las casas, robado los templos, desflorado las vírgines, muertos los defensores, más cansados que satisfechos de lo hecho, al tiempo que el alba venía, sin impedimento alguno se volvieron a sus bajeles, habiéndolos ya cargado de todo lo mejor que en el pueblo había, dejándole desolado y sin gente, porque toda la más gente se llevaban, y la otra a la montaña se había recogido.
»¿Quién en tan triste espectáculo pudiera tener quedas las manos y enjutos los ojos? Mas, ¡ay!, que está tan llena de miserias nuestra vida, que en tan doloroso suceso como el que os he contado, hubo cristianos corazones que se alegraron; y estos fueron los de aquellos que en la cárcel estaban, que con la desdicha general cobraron la dicha propria, porque, en son de ir a defender el pueblo, rompieron las puertas de la prisión y en libertad se pusieron, procurando cada uno, no de ofender a los contrarios, sino de salvar a sí mesmos, entre los cuales yo gocé de la libertad tan caramente adquirida. Y, viendo que no había quien hiciese rostro a los enemigos, por no venir a su poder ni tornar al de la prisión, desamparando el consumido pueblo, con no pequeño dolor de lo que había visto y con el que mis heridas me causaban, seguí a un hombre que me dijo que seguramente me llevaría a un monasterio que en aquellas montañas estaba, donde de mis llagas sería curado, y aun defendido si de nuevo prenderme quisiesen. Seguíle, en fin, como os he dicho, con deseo de saber qué habría hecho la Fortuna de mi amigo Timbrio, el cual, como después supe, con algunas heridas se había escapado y seguido por la montaña otro camino diferente del que yo llevaba; vino a parar al puerto de Rosas, donde estuvo algunos días, procurando saber qué suceso habría sido el mío, y que, en fin, sin saber nuevas algunas, se partió en una nave y con próspero viento llegó a la gran ciudad de Nápoles. Yo volví a Barcelona, y allí me acomodé de lo que menester había; y después, ya sano de mis heridas, torné a seguir mi viaje, y, sin sucederme revés alguno, llegué a Nápoles, donde hallé enfermo a Timbrio; y fue tal el contento que en vernos los dos recibimos, que no me siento con fuerzas para encarecérosle por agora.
»Allí nos dimos cuenta de nuestras vidas y de todo aquello que hasta aquel momento nos había sucedido; pero todo este placer mío se aguaba con el ver a Timbrio no tan bueno como yo quisiera; antes, tan malo, y de una enfermedad tan estraña, que si yo a aquella sazón no llegara, pudiera llegar a tiempo de hacerle las obsequias de su muerte y no solemnizar las alegrías de su vista. Después que él hubo sabido de mí todo lo que quiso, con lágrimas en los ojos, me dijo: “¡Ay, amigo Silerio, y cómo creo que el cielo procura cargar la mano en mis desventuras, para que, dándome la salud por la vuestra, quede yo cada día con más obligación de serviros!” Palabras fueron estas de Timbrio que me enternecieron; mas, por parecerme de comedimientos, tan poco usados entre nosotros, me admiraron. Y, por no cansaros en deciros punto por punto lo que yo le respondí y lo que él más replicó, sólo os diré que el desdichado de Timbrio estaba enamorado de una señora principal de aquella ciudad, cuyos padres eran españoles, aunque ella en Nápoles había nascido. Su nombre era Nísida y su hermosura tanta, que me atrevo a decir que la naturaleza cifró en ella el estremo de sus perfectiones; y andaban tan a una en ella la honestidad y belleza, que lo que la una encendía la otra enfriaba, y los deseos que su gentileza hasta el más subido cielo levantaba, su honesta gravedad hasta lo más bajo de la tierra abatía. A esta causa estaba Timbrio tan pobre de esperanza, cuan rico de pensamientos, y sobre todo falto de salud, y en términos de acabar la vida sin descubrirlos: tal era el temor y reverencia que había cobrado a la hermosa Nísida. Pero, después que tuve bien conocida su enfermedad y hube visto a Nísida, y considerado la calidad y nobleza de sus padres, determiné de posponer por él la hacienda, la vida y la honra, y más si más tuviera y pudiera. Y así, usé de un artificio, el más estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído; y fue que acordé de vestirme como truhán y con una guitarra entrarme en casa de Nísida, que por ser, como ya he dicho, sus padres de los principales de la ciudad, de otros muchos truhanes era continuada. Parecióle bien este acuerdo a Timbrio, y resignó luego en las manos de mi industria todo su contento. Hice yo hacer luego muchas y diferentes galas, y, en vistiéndome, comencé a ensayarme en el nuevo oficio delante de Timbrio, que no poco reía de verme tan truhanamente vestido; y, por ver si la habilidad correspondía al hábito, me dijo que, haciendo cuenta que él era un gran príncipe y que yo de nuevo venía a visitarle, le dijese algo. Y si yo no me acuerdo mal, y si vosotros, señores, no os cansáis de escucharme, diréos lo que entonces le canté, con ser la primera vez.»
Todos dijeron que ninguna cosa les daría más contento que saber por estenso todo el suceso de su negocio, y que así, le rogaban que ninguna cosa, por de poco momento que fuese, dejase de contarles.
-Pues esa licencia me dais -dijo el ermitaño-, no quiero dejaros de decir cómo comencé a dar muestras de mi locura; que fue con estos versos que a Timbrio canté, imaginando ser un gran señor a quien los decía:
SILERIO
«De príncipe que en el suelo
va por tan justo nivel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»No se vee en la edad presente, 5
ni se vio en la edad pasada,
república gobernada
de príncipe tan prudente.
Y del que mide su celo
por tan cristiano nivel, 10
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»Del que trae por bien ajeno,
sin codiciar más despojos,
misericordia en los ojos 15
y la justicia en el seno;
del que lo más deste suelo
es lo menos que hay en él,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo? 20
»La liberal fama vuestra,
que hasta’l cielo se levanta,
de que tenéis alma sancta
nos da indicio y clara muestra.
Del que no discrepa un pelo 25
de ser al cielo fïel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»Del que con cristiano pecho
siempre en el rigor se tarda, 30
y a la justicia le guarda,
con clemencia, su derecho;
de aquel que levanta el vuelo
do ninguno llega a él,
¿qué se puede esperar dél 35
que no sean obras del cielo?
»Estas y otras cosas de más risa y juego canté entonces a Timbrio, procurando acomodar el brío y donaire del cuerpo a que en todo diese muestras de ejercitado truhán; y salí tan bien con ello que en pocos días fui conocido de toda la más gente principal de la ciudad; y la fama del truhán español por toda ella volaba, hasta tanto que ya en casa del padre de Nísida me deseaban ver, el cual deseo les cumpliera yo con mucha facilidad, si de industria no aguardara a ser rogado. Mas, en fin, no me pude escusar que un día de un banquete allá no fuese, donde vi más cerca la justa causa que Timbrio tenía de padecer, y la que el cielo me dio para quitarme el contento todos los días que en esta vida durare. Vi a Nísida, a Nísida vi, para no ver más, ni hay más que ver después de haberla visto. ¡Oh fuerza poderosa de amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras! ¿Y es posible que en un punto, en un momento, los reparos y pertrechos de mi lealtad pusieses en términos de dar con todos ellos por tierra? ¡Ay, que si se tardara un poco en socorrerme la consideración de quien yo era, la amistad que a Timbrio debía, el mucho valor de Nísida, el afrentoso hábito en que me hallaba ...; que todo era impedimento a que, con el nuevo y amoroso deseo que en mí había nascido, no nasciese también la esperanza de alcanzarla, que es el arrimo con que el amor camina o vuelve atrás en los enamorados principios! En fin, vi la belleza que os he dicho, y, porque me importaba tanto el verla, siempre procuré granjear el amistad de sus padres y de todos los de su casa, y esto con hacer del gracioso y bien criado, haciendo mi oficio con la mayor discreción y gracia a mí posible. Y, rogándome un caballero que aquel día a la mesa estaba que alguna cosa en loor de la hermosura de Nísida cantase, quiso la ventura que me acordase de unos versos que muchos días antes, para otra ocasión casi semejante, yo había hecho; y, sirviéndome para la presente, los dije; que eran estos:
SILERIO
»Nísida, con quien el cielo
tan liberal se ha mostrado,
que en daros a vos, dio al suelo
una imagen y traslado
de cuanto encubre su velo, 5
si él no tuvo más que os dar,
ni vos más que desear,
con facilidad se entiende
que lo posible pretende
quien os pretende loar. 10
»Desa beldad peregrina
la perfectión soberana,
que al cielo nos encamina,
pues no es posible la humana,
cante la lengua divina, 15
y diga: bien se conviene
que al alma que en sí contiene
ser tan alto y milagroso,
se le diese el velo hermoso
más qu’el mundo tuvo o tiene. 20
»Tomó del sol los cabellos;
del sesgo cielo, la frente;
la luz de los ojos bellos,
de la estrella más luciente,
que ya no da luz ante ellos. 25
Como quien puede y se atreve,
a la grana y a la nieve
robó las colores bellas,
que lo más perfecto dellas
a tus mejillas se debe. 30
»De marfil y de coral
formó los dientes y labios,
do sale rico caudal
de agudos dichos y sabios,
y armonía celestial. 35
De duro mármol ha hecho
el blanco y hermoso pecho,
y de tal obra ha quedado
tanto el suelo mejorado,
cuanto el cielo satisfecho. 40
»Con estas y otras cosas que entonces canté, quedaron todos tan mis aficionados, especialmente los padres de Nísida, que me ofrecieron todo lo que menester hubiese y me rogaron que ningún día dejase de visitarlos. Y así, sin descubrirse ni imaginarse mi industria, vine a salir con mi primero disignio, que era facilitar la entrada en casa de Nísida, la cual gustaba en estremo de mis desenvolturas. Pero ya que los muchos días y la mucha conversación mía, y la grande amistad que todos los de aquella casa me mostraban, hubieron quitado algunas sombras al demasiado temor que de descubrir mi intento a Nísida tenía, determiné ver a do llegaba la ventura de Timbrio, que sólo de mi solicitud la esperaba. Mas, ¡ay de mí!, que yo estaba entonces más para pedir medicina para mi llaga que salud para la ajena, porque el donaire, belleza, discreción, gravedad de Nísida, habían hecho en mi alma tal efecto, que no estaba en menos estremo de dolor y de amor puesta que la del lastimado Timbrio. A vuestra consideración discreta dejo el imaginar lo que podía sentir un corazón a quien de una parte combatían las leyes de la amistad, y de otra las inviolables de Cupido; porque si las unas le obligaban a no salir de lo que ellas y la razón le pedían, las otras le forzaban que tuviese cuenta con lo que a su contento era obligado.
»Estos sobresaltos y combates me apretaban de manera que, sin procurar la salud ajena, comencé a dudar de la propria y a ponerme tan flaco y amarillo que causaba general compasión a todos los que me miraban; y los que más la mostraban eran los padres de Nísida; y aun ella mesma, con limpias y cristianas entrañas, me rogó muchas veces que la causa de mi enfermedad le dijese, ofreciéndome todo lo necesario para el remedio della. “¡Ay -decía yo entre mí cuando Nísida tales ofrecimientos me hacía-, y con cuánta facilidad, hermosa Nísida, podría remediar vuestra mano el mal que vuestra hermosura ha hecho! Pero préciome tanto de buen amigo que, aunque tuviese tan cierto mi remedio como le tengo por imposible, imposible sería que le acetase”. Y, como estas consideraciones en aquellos instantes me turbasen la fantasía, no acertaba a responder a Nísida cosa alguna, de lo cual ella y otra hermana suya, que Blanca se llamaba, de menos años, aunque no de menos discreción y hermosura que Nísida, estaban maravilladas; y con más deseo de saber el origen de mi tristeza, con muchas importunaciones me rogaban que nada de mi dolor les encubriese. Viendo, pues, yo que la ventura me ofrecía la comodidad de poner en efecto lo que hasta aquel punto mi industria había fabricado, una vez que, acaso, Nísida y su hermana solas se hallaban, tornando ellas de nuevo a pedirme lo que tantas veces, les dije: “No penséis, señoras, que el silencio que hasta agora he tenido en no deciros la causa de la pena que imagináis que siento lo haya causado tener yo poco deseo de obedeceros, pues ya se sabe que si algún bien mi abatido estado en esta vida tiene, es haber granjeado con él venir a términos de conoceros y como criado serviros; sólo ha sido la causa imaginar que, aunque la descubra, no servirá para más de daros lástima, viendo cuán lejos está el remedio della. Pero, ya que me es forzoso satisfaceros en esto, sabréis, señoras, que en esta ciudad está un caballero natural de mi mesma patria, a quien tengo por señor, por amparo y por amigo, el más liberal, discreto y gentilhombre que en gran parte hallarse pueda, el cual está aquí ausente de la amada patria por ciertas quistiones que allá le sucedieron, que le forzaron a venir a esta ciudad, creyendo que si allá en la suya dejaba enemigos, acá en la ajena no le faltarán amigos; más hale salido tan al revés su pensamiento, que un solo enemigo, que él mesmo, sin saber cómo, aquí se ha procurado, le tiene puesto en tal estremo, que si el cielo no le socorre, con acabar la vida acabará sus amistades y enemistades. Y como yo conozco el valor de Timbrio -que este es el nombre del caballero cuya desgracia os voy contando-, y sé lo que perderá el mundo en perderle, y lo que yo perderé si le pierdo, doy las muestras de sentimiento que habéis visto, y aun son pocas, según a lo que me obliga el peligro en que Timbrio está puesto. Bien sé que desearéis saber, señoras, quién es el enemigo que a tan valeroso caballero, como es el que os he pintado, tiene puesto en tal estremo; pero también sé que, en diciéndoosle, no os maravillaréis sino de cómo ya no le tiene consumido y muerto. Su enemigo es amor, universal destruidor de nuestros sosiegos y bienandanzas. Este fiero enemigo tomó posesión de sus entrañas. En entrando en esta ciudad, vio Timbrio una hermosa dama, de singular valor y hermosura, mas tan principal y honesta que jamás el miserable se ha aventurado a descubrirle su pensamiento”.
»A este punto llegaba yo cuando Nísida me dijo: “Por cierto, Astor -que entonces era este el nombre mío-, que no sé yo si crea que ese caballero sea tan valeroso y discreto como dices, pues tan fácil mente se ha dejado rendir a un mal deseo tan recién nacido, entregándose tan sin ocasión alguna en los brazos de la desesperación. Y, aunque a mí se me alcanza poco destos amorosos efectos, todavía me parece que es simplicidad y flaqueza dejar, el que se vee fatigado dellos, de descubrir su pensamiento a quien se le causa, puesto que sea del valor que imaginar se puede; porque, ¿qué afrenta se le puede seguir a ella de saber que es bien querida, o a él qué mayor mal de su aceda y desabrida respuesta, que la muerte que él mesmo se procura callando? Y no sería bien que por tener un juez fama de riguroso, dejase alguno de alegar de su derecho. Pero pongamos que sucede la muerte de un amante tan callado y temeroso como ese tu amigo; dime, ¿llamarías tú cruel a la dama de quien estaba enamorado? No, por cierto; que mal puede remediar nadie la necesidad que no llega a su noticia, ni cae en su obligación procurar saberla para remediarla. Así que, Astor, perdóname, que las obras de ese tu amigo no hacen muy verdaderas las alabanzas que le das”.
»Cuando yo oí a Nísida semejantes razones, luego luego quisiera con las mías descubrirle todo el secreto de mi pecho; mas, como yo entendía la bondad y llaneza con que ella las hablaba, hube de detenerme y esperar más sola y mejor coyuntura; y así, le respondí: “Cuando los casos de amor, hermosa Nísida, con libres ojos se miran, tantos desatinos se veen en ellos, que no menos de risa que de compasión son dignos; pero si de la sotil red amorosa se halla enlazada el alma, allí están los sentidos tan trabados y tan fuera de su proprio ser, que la memoria sólo sirve de tesorera y guardadora del objecto que los ojos miraron, y el entendimiento en escudriñar y conocer el valor de la que bien ama, y la voluntad de consentir de que la memoria y entendimiento en otra cosa no se ocupen; y así, los ojos veen como por espejo de alinde, que todas las cosas se les hacen mayores: ora cresce la esperanza cuando son favorescidos, ora el temor cuando desechados; y así, sucede a muchos lo que a Timbrio ha sucedido, que, pareciéndoles a los principios altísimo el objecto a quien los ojos levantaron, pierden la esperanza de alcanzarle; pero no de manera que no les diga amor allá dentro en el alma: ‘¿Quién sabe? Podría ser...’. Y con esto anda la esperanza, como decirse suele, entre dos aguas, la cual si del todo les desamparase, con ella huiría el amor. Y de aquí nasce andar, entre el temor y osar, el corazón del amante tan afligido que, sin aventurarse a decirla, se recoge y aprieta en su llaga, y espera, aunque no sabe de quién, el remedio de que se vee tan apartado. En este mesmo estremo he yo hallado a Timbrio, aunque todavía, a persuasiones mías, ha escripto una carta a la dama por quien muere, la cual me dio para que la viese y mirase si en alguna manera se mostraba en ella descomedido, porque la enmendaría. Encargóme asimesmo que buscase orden de ponerla en manos de su señora, que creo será imposible, no porque yo no me aventure a ello, pues lo menos que aventuraré será la vida por servirle, mas porque me parece que no he de hallar ocasión para darla”. “Veámosla -dijo Nísida-, porque deseo ver cómo escriben los enamorados discretos”. Luego saqué yo una carta del seno, que algunos días antes estaba escripta, esperando ocasión de que Nísida la viese; y, ofreciéndome la ventura ésta, se la mostré; la cual, por haberla yo leído muchas veces, se me quedó en la memoria, cuyas razones eran éstas:
TIMBRIO A NÍSIDA
»Determinado había, hermosa señora, que el fin desastrado mío os diese noticia de quien yo era, pareciéndome ser mejor que alabárades mi silencio en la muerte, que no que vituperárades mi atrevimiento en la vida; mas, porque imagino que a mi alma conviene partirse deste mundo en gracia vuestra, porque en el otro no le niegue amor el premio de lo que ha padecido, os hago sabidora del estado en que vuestra rara beldad me tiene puesto, que es tal, que, a poder significarle, no procurara su remedio, pues por pequeñas cosas nadie se ha de aventurar a ofender el valor estremado vuestro, del cual y de vuestra honesta liberalidad espero restaurar la vida para serviros, o alcanzar la muerte para nunca más ofenderos.
»Con mucha atención estuvo Nísida escuchando esta carta, y, en acabándola de oír, dijo: “No tiene de qué agraviarse la dama a quien esta carta se envía, si ya de puro grave no da en ser melindrosa, enfermedad de quien no se escapa la mayor parte de las damas desta ciudad. Pero, con todo eso, no dejes, Astor, de dársela, pues, como ya te he dicho, no se puede esperar más mal de su respuesta, que no sea peor el que agora dices que tu amigo padece. Y, para más animarte, te quiero asegurar que no hay mujer tan recatada y tan puesta en atalaya para mirar por su honra, que le pese mucho de ver y saber que es querida, porque entonces conoce ella que no es vana la presumpción que de sí tiene, lo cual sería al revés si viese que de nadie era solicitada”. “Bien sé, señora, que es verdad lo que dices -respondí yo-, mas tengo temor que el atreverme a darla, por lo menos, me ha de costar negarme de allí adelante la entrada en aquella casa, de que no menor daño me vendría a mí que a Timbrio”. “No quieras, Astor -replicó Nísida-, confirmar tú la sentencia que aún el juez no tiene dada. Muestra buen ánimo, que no es riguroso trance de batalla éste a que te aventuras”. “¡Pluguiera al cielo, hermosa Nísida -respondí yo-, que en ese término me viera, que de mejor gana ofreciera el pecho al peligro y rigor de mil contrapuestas armas, que no la mano a dar esta amorosa carta a quien temo que, siendo con ella ofendida, ha de arrojar sobre mis hombros la pena que la ajena culpa meresce! Pero, con todos estos inconvinientes, pienso seguir, señora, el consejo que me has dado, puesto que aguardaré tiempo en que el temor no tenga tan ocupados mis sentidos como agora; y en este entretanto te suplico que, haciendo cuenta que tú eres a quien esta carta se envía, me des alguna respuesta que lleve a Timbrio, para que con este engaño él se entretenga un poco, y a mí el tiempo y las ocasiones me descubran lo que tengo de hacer”. “De mal artificio quieres usar -respondió Nísida-, porque, puesto caso que yo agora diese en nombre ajeno alguna blanda o esquiva respuesta, ¿no ves que el tiempo, descubridor de nuestros fines, aclarará el engaño y Timbrio quedará de ti más quejoso que satisfecho?; cuanto más que, por no haber dado hasta agora respuesta a semejantes cartas, no querría comenzar a darlas mentirosa y fingidamente; mas, aunque sepa ir contra lo que a mí mesma debo, si me prometes de decir quién es la dama, yo te diré qué digas a tu amigo, y cosa tal, que él quede contento por agora; y, puesto que después las cosas sucedan al revés de lo que él pensare, no por eso se averiguará la mentira”. “Eso no me lo mandes, ¡oh Nísida! -respondí yo-, porque en tanta confusión me pone decirte yo a ti su nombre, como me pondría el darle a ella la carta; basta saber que es principal, y que, sin hacerte agravio alguno, no te debe nada en la hermosura, que con esto me parece que la encarezco sobre cuantas son nascidas”. “No me maravillo que digas eso de mí -dijo Nísida-, pues los hombres de vuestra condición y trato, lisonjear es su propio oficio. Mas, dejando todo esto a una parte, porque deseo que no pierdas la comodidad de un tan buen amigo, te aconsejo que le digas que fuiste a dar la carta a su dama, y que has pasado con ella todas las razones que conmigo, sin faltar punto, y cómo leyó tu carta, y el ánimo que te daba para que a su dama la llevases, pensando que no era ella a quien venía; y que, aunque no te atreviste a declarar del todo, que has conoscido della que, cuando sepa ser ella para quien la carta venía, no le causará el engaño y desengaño mucha pesadumbre. Desta suerte rescibirá él algún alivio en su trabajo; y después, al descubrir tu intención a su dama, puedes responder a Timbrio lo que ella te respondiere, pues hasta el punto que ella lo sepa, queda en fuerza esta mentira y la verdad de lo que sucediere, sin que haga al caso el engaño de agora”.
»Admirado quedé de la discreta traza de Nísida, y aun no sin sospecha de la verdad de mi artificio. Y así, besándole las manos por el buen aviso, y quedando con ella que de cualquiera cosa que en este negocio sucediere le había de dar particular cuenta, vine a contar a Timbrio todo lo que con Nísida me había sucedido, que fue parte para que la tuviese en su alma la esperanza, y volviese de nuevo a sustentarle y a desterrar de su corazón los nublados del frío temor que hasta entonces le tenían ofuscado. Y todo este gusto se le acrescentaba el prometerle yo a cada paso que los míos no serían dados sino en servicio suyo, y que otra vez que con Nísida me hallase, sacaría el juego de maña con tan buen suceso como sus pensamientos merecían. Una cosa se me ha olvidado de deciros: que en todo el tiempo que con Nísida y su hermana estuve hablando, jamás la menor hermana habló palabra, sino que, con un estraño silencio, estuvo siempre colgada de las mías. Y seos decir, señores, que si callaba, no era por no saber hablar con toda discreción y donaire, porque en estas dos hermanas mostró naturaleza todo lo que ella puede y vale; y, con todo esto, no sé si os diga que holgara que me hubiera negado el cielo la ventura de haberlas conocido, especialmente a Nísida, principio y fin de toda mi desdicha. Pero, ¿qué puedo hacer, si lo que los hados tienen ordenado no puede por discursos humanos estorbarse? Yo quise, quiero y querré bien a Nísida, tan sin ofensa de Timbrio cuanto lo ha mostrado bien mi cansada lengua, que jamás la habló que en favor de Timbrio no fuese, encubriendo siempre, con más que ordinaria discreción, la pena propria por remediar la ajena.
»Sucedió, pues, que, como la belleza de Nísida tan esculpida en mi alma quedó desde el primer punto que mis ojos la vieron, no pudiendo tener mi pecho tan rico tesoro encubierto, cuando solo o apartado alguna vez me hallaba, con algunas amorosas y lamentables canciones le descubría con velo de fingido nombre. Y así, una noche, pensando que ni Timbrio ni otro alguno me escuchaba, por dar alivio un poco al fatigado espíritu, en un retirado aposento, sólo de un laúd acompañado, canté unos versos, que, por haberme puesto en una confusión gravísima, os los habré de decir, que eran éstos:
SILERIO
»¿Qué laberinto es éste do se encierra
mi loca, levantada fantasía?
¿Quién ha vuelto mi paz en cruda guerra,
y en tal tristeza toda mi alegría?
¿O cuál hado me trujo a ver la tierra 5
qu’ha de servir de sepoltura mía,
o quién reducirá mi pensamiento
al término que pide un sano intento?
»Si por romper este mi frágil pecho
y despojarme de la dulce vida, 10
quedase el suelo y cielo satisfecho
de que a Timbrio guardé la fe debida,
sin que me acobardara el crudo hecho,
yo fuera de mí mesmo el homicida;
mas si yo acabo, en él acaba luego 15
la amorosa esperanza y cresce el fuego.
»Lluevan y caigan las doradas flechas
del ciego dios, y con rigor insano
al triste corazón vengan derechas,
disparadas con fiera airada mano; 20
que, aunque ceniza y polvo queden hechas
las heridas entrañas, lo que gano
en encubrir su dolorosa llaga
es rica de mi mal ilustre paga.
»Silencio eterno a mi cansada lengua 25
pondrá la ley de la amistad sincera,
por cuya sin igual virtud desmengua
la pena que acabar jamás espera;
mas, aunque nunca acabe y ponga en mengua
la honra y la salud, será cual era 30
mi limpia fe: más firme y contrastada
que roca en medio de la mar airada.
»Del humor que derraman estos ojos,
y de la lengua el pïadoso oficio;
del bien que se le debe a mis enojos, 35
y de la voluntad el sacrificio,
lleve los dulces premios y despojos
el caro amigo, y muéstrese propicio
el cielo a mi deseo, que pretende
el bien ajeno y a sí mismo ofende. 40
»Socorre, ¡oh blando amor!, levanta y guía
mi bajo ingenio en la ocasión dudosa;
y al esperado punto esfuerzo envía
al alma y a la lengua temerosa,
la cual podrá, si lleva tu osadía, 45
facilitar la más difícil cosa,
y romper contra el hado y desventura,
hasta llegar a la mayor ventura.
»El estar tan trasportado en mis continuas imaginaciones fue ocasión para que yo no tuviese cuenta en cantar estos versos que he dicho con tan baja voz como debiera, ni el lugar do estaba era tan escondido que estorbara que de Timbrio no fueran escuchados, el cual, así como los oyó, le vino al pensamiento que el mío no estaba libre de amor, y que si yo alguno tenía, era a Nísida, según se podía colegir de mi canto. Y, aunque él alcanzó la verdad de mis pensamientos, no alcanzó la de mis deseos; antes, entendiendo ser al contrario de lo que yo pensaba, determinó de ausentarse aquella mesma noche e irse adonde de ninguno fuese hallado, sólo por dejarme comodidad de que solo a Nísida sirviese. Todo esto supe yo de un paje suyo, sabidor de todos sus secretos, el cual vino a mí muy angustiado y me dijo: “Acudid, señor Silerio, que Timbrio, mi señor y vuestro amigo, nos quiere dejar y partirse esta noche, y no me ha dicho adónde, sino que le apareje no sé qué dineros, y que a nadie diga que se parte. Principalmente me dijo que a vos no lo dijese. Y este pensamiento le ha venido después que estuvo escuchando no sé qué versos que poco ha cantábades, y, según los estremos que le he visto hacer, creo que va a desesperarse. Y, por parecerme que debo antes acudir a su remedio que a obedecer su mandado, os lo vengo a decir, como a quien puede ser parte para que no ponga en efecto tan dañado propósito”.
»Con estraño sobresalto escuché lo que el paje me decía, y fui luego a ver a Timbrio a su aposento, y, antes que dentro entrase, me paré a ver lo que hacía, el cual estaba tendido encima de su lecho boca abajo, derramando infinitas lágrimas, acompañadas de profundos sospiros, y con baja voz y mal formadas razones me pareció que éstas decía: “Procura, verdadero amigo Silerio, alcanzar el fruto que tu solicitud y trabajo tiene bien merescido, y no quieras, por lo que te parece que debes a mi amistad, dejar de dar gusto a tu deseo, que yo refrenaré el mío, aunque sea con el medio estremo de la muerte, que, pues tú della me libraste, cuando con tanto amor y fortaleza al rigor de mil espadas te ofreciste, no es mucho que yo agora te pague en parte tan buena obra con dar lugar a que, sin el impedimento que mi presencia causarte puede, goces de aquélla en quien cifró el cielo toda su belleza y puso el amor todo mi contento. De una sola cosa me pesa, dulce amigo, y es que no puedo despedirme de ti en esta amarga partida; mas, admite por disculpa el ser tú la causa della. ¡Oh Nísida, Nísida, y cuán cierto está de tu hermosura, que se ha de pagar la culpa del que se atreve a mirarla con la pena de morir por ella! Silerio la vio, y si no quedara cual imagino que ha quedado, perdiera en gran parte conmigo la opinión que tiene de discreto. Mas, pues mi ventura así lo ha querido, sepa el cielo que no soy menos amigo de Silerio que él lo es mío; y, para muestras desta verdad, apártese Timbrio de su gloria, destiérrese de su contento, vaya peregrino de tierra en tierra, ausente de Silerio y de Nísida, dos verdaderas y mejores mitades de su alma”. Y luego, con mucha furia, se levantó del lecho y abrió la puerta, y, hallándome allí, me dijo: “¿Qué quieres, amigo, a tales horas? ¿Hay, por ventura, algo de nuevo?” “Hay tanto -le respondí yo- que, aunque hubiera menos no me pesara”. En fin, por no cansaros más, yo llegué a tales términos con él, que le persuadí y di a entender ser su imaginación falsa, no en cuanto estaba yo enamorado, sino en el de quién, porque no era de Nísida, sino de su hermana Blanca; y súpelo decir esto de manera que él lo tuvo por verdadero. Y, porque más crédito a ello diese, la memoria me ofreció unas estancias que muchos días antes yo mesmo había hecho a otra dama del mesmo nombre, y díjele que para la hermana de Nísida las había compuesto, las cuales vinieron tan a pro pósito que, aunque sea fuera dél decirlas ahora, no las quiero pasar en silencio, que fueron estas:
SILERIO
»¡Oh Blanca, a quien rendida está la nieve,
y en condición más que la nieve helada!,
no presumáis ser mi dolor tan leve
que estéis de remediarle descuidada.
Mirad que si mi mal no ablanda y mueve 5
vuestra alma, en mi desdicha conjurada,
se volverá tan negra mi ventura
cuanta sois blanca en nombre y hermosura.
»¡Blanca gentil, en cuyo blanco pecho
el contento de amor se anida y cierra!: 10
antes qu’el mío, en lágrimas deshecho,
se vuelva polvo y miserable tierra,
mostrad el vuestro en algo satisfecho
del amor y dolor qu’el mío encierra,
que ésta será tan caudalosa paga, 15
que a cuanto mal padezco satisfaga.
»Blanca, sois vos por quien trocar querría
de oro el más finísimo ducado,
y por tan alta posesión tendría
por bien perder la del más alto estado. 20
Pues esto conocéis, ¡oh Blanca mía!,
dejad ese desdén desamorado,
y haced, ¡oh Blanca!, que el amor acierte
a sacar, si sois vos, blanca mi suerte.
»Puesto que con pobreza tal me hallara 25
que tan sola una blanca poseyera,
si ella fuérades vos, no me trocara
por el más rico que en el mundo hubiera;
y si mi ser en aquel ser tornara
de Juan de Espera en Dios, dichoso fuera 30
si al tiempo que las tres blancas buscase,
a vos, ¡oh Blanca!, entre ellas os hallase.»
Adelante pasara con su cuento Silerio, si no lo estorbara el son de muchas zampoñas y acordados caramillos que a sus espaldas se oía; y, volviendo la cabeza, vieron venir hacia ellos hasta una docena de gallardos pastores puestos en dos hileras, y en medio venía un dispuesto pastor, coronado con una guirnalda de madreselva y de otras diferentes flores. Traía un bastón en la una mano, y con grave paso poco a poco se movía; y los demás pastores, andando con el mesmo aplauso y tocando todos sus instrumentos, daban de sí agradable y estraña muestra. Luego que Elicio los vio, conosció ser Daranio el pastor que en medio traían, y los demás ser todos circunvecinos que a sus bodas querían hallarse, a las cuales asimesmo Tirsi y Damón vinieron, y, por alegrar la fiesta del desposorio y honrar al nuevo desposado, de aquella manera hacia el aldea se encaminaban. Pero, viendo Tirsi que su venida había puesto silencio al cuento de Silerio, le rogó que aquella noche juntos en la aldea la pasasen, donde sería servido con la voluntad posible, y haría satisfechas las suyas con acabar el comenzado suceso. Silerio lo prometió. Y a esta sazón llegó el montón alegre de pastores, los cuales conosciendo a Elicio y Daranio, a Tirsi y a Damón, sus amigos, con señales de grande alegría se recibieron; y, renovando la música y renovando el contento, tornaron a proseguir el comenzado camino; y, ya que llegaban junto al aldea, llegó a sus oídos el son de la zampoña del desamorado Lenio, de que no poco gusto recibieron todos, porque ya conocían la estremada condición suya. Y, así como Lenio los vio y conoció, sin interromper el suave canto, desta manera cantando hacia ellos se vino:
LENIO
Por bienaventurada,
por llena de contento y alegría,
será por mí juzgada
tan dulce compañía,
si no siente de amor la tiranía. 5
Y besaré la tierra
que pisa aquel que de su pensamiento
el falso amor destierra
y tiene el pecho esento
desta furia cruel, deste tormento. 10
Y llamaré dichoso
al rústico advertido ganadero
que vive cuidadoso
del pobre manso apero
y muestra el rostro al crudo amor severo. 15
Deste tal las corderas,
antes que venga la sazón madura,
serán ya parideras,
y en la peña más dura
hallarán claras aguas y verdura. 20
Si, estando amor airado
con él, pusiere en su salud desvío,
llevaré su ganado,
con el ganado mío,
al abundoso pasto, al claro río. 25
Y en tanto, del encienso
el humo sancto irá volando al cielo,
a quien decirle pienso
con pío y justo celo,
las rodillas prostradas por el suelo: 30
«¡Oh cielo sancto y justo!,
pues eres protector del que pretende
hacer lo que es tu gusto,
a la salud atiende
de aquel que por servirte amor le ofende. 35
No lleve este tirano
los despojos a ti solo debidos;
antes, con larga mano
y premios merescidos,
restituye su fuerza a los sentidos». 40
En acabando de cantar Lenio, fue de todos los pastores cortésmente rescibido, el cual, como oyese nombrar a Damón y a Tirsi, a quien él sólo por fama conoscía, quedó admirado en ver su estremada presencia; y así, les dijo:
-¿Qué encarecimientos bastarían, aunque fueran los mejores que en la elocuencia pudieran hallarse, a poder levantar y encarecer el valor vuestro, famosos pastores, si por ventura las niñerías de amor no se mezclaran con las veras de vuestros celebrados escriptos? Pero, pues ya estáis éticos de amor, enfermedad al parecer incurable, puesto que mi rudeza, con estimar y alabar vuestra rara discreción, os pague lo que os debe, imposible será que yo deje de vituperar vuestros pensamientos.
-Si los tuyos tuvieras, discreto Lenio -respondió Tirsi-, sin las sombras de la vana opinión que los ocupa, vieras luego la claridad de los nuestros, y que, por ser amorosos, merescen más gloria y alabanza que por ninguna otra sutileza o discreción que encerrar pudieran.
-No más, Tirsi, no más -replicó Lenio-, que bien sé que contra tantos y tan obstinados enemigos poca fuerza tendrán mis razones.
-Si ellas lo fueran -respondió Elicio-, tan amigos son de la verdad los que aquí están, que ni aun burlando la contradijeran; y en esto podrás ver, Lenio, cuán fuera vas della, pues no hay ninguno que apruebe tus palabras, ni aun tenga por buenas tus intenciones.
-Pues, a fe -dijo Lenio-, que no te salve a ti la tuya, ¡oh Elicio! Si no, dígalo el aire, a quien contino acrescientas con sospiros, y la yerba destos prados, que va cresciendo con tus lágrimas, y los versos que el otro día en las hayas de aquel bosque escribiste, que en ellos se verá qué es lo que en ti alabas y en mí vituperas.
No quedara Lenio sin respuesta, si no vieran venir hacia donde ellos estaban a la hermosa Galatea con las discretas pastoras Florisa y Teolinda, la cual, por no ser conoscida de Damón y Tirsi, se había puesto un blanco velo ante su hermoso rostro. Llegaron y fueron de los pastores con alegre acogimiento rescebidas, principalmente de los enamorados Elicio y Erastro, que con la vista de Galatea tan estraño contento rescibieron que, no pudiendo Erastro disimularle, en señal dél, sin mandárselo alguno, hizo señas a Elicio que su zampoña tocase, al son de la cual, con alegres y suaves acentos, cantó los siguientes versos:
ERASTRO
Vea yo los ojos bellos
deste sol que estoy mirando,
y si se van apartando,
váyase el alma tras ellos.
Sin ellos no hay claridad, 5
ni mi alma no la espere,
que, ausente dellos, no quiere
luz, salud, ni libertad.
Mire quien puede estos ojos,
que no es posible alaballos; 10
mas ha de dar por mirallos
de la vida los despojos.
Yo los veo y yo los vi,
y cada vez que los veo
les doy un nuevo deseo 15
tras el alma que les di.
Ya no tengo más que dar
ni imagino más que dé,
si por premio de mi fe
no se admite el desear. 20
Cierta está mi perdición
si estos ojos do el bien sobra
los pusieren en la obra
y no en la sana intención.
Aunque durase este día 25
mil siglos, como deseo,
a mí, que tanto bien veo,
un punto parecería.
No hace el tiempo ligero
curso en alterar mi edad, 30
mientras miro la beldad
de la vida por quien muero.
En esta vista reposa
mi alma y halla sosiego,
y vive en el vivo fuego 35
de su luz pura, hermosa.
Y hace amor tan alta prueba
con ella, que en esta llama
a dulce vida la llama
y, cual fénix, la renueva. 40
Salgo con mi pensamiento
buscando mi dulce gloria,
y al fin hallo en mi memoria
encerrado mi contento.
Allí está y allí se encierra, 45
no en mandos, no en poderíos,
no en pompas, no en señoríos
ni en riquezas de la tierra.
Aquí acabó su canto Erastro, y se acabó el camino de llegar a la aldea, adonde Tirsi y Damón y Silerio en casa de Elicio se recogieron, por no perder la ocasión de saber en qué paraba el comenzado cuento de Silerio. Las hermosas pastoras Galatea y Florisa, ofreciendo de hallarse el venidero día a las bodas de Daranio, dejaron a los pastores, y todos o los más con el desposado se quedaron, y ellas a sus casas se fueron. Y aquella mesma noche, solicitado Silerio de su amigo Erastro, y por el deseo que le fatigaba de volver a su ermita, dio fin al suceso de su historia, como se verá en el siguiente libro.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO
EL REGOCIJADO alboroto que con la ocasión de las bodas de Daranio aquella noche en el aldea había, no fue parte para que Elicio, Tirsi, Damón y Erastro dejasen de acomodarse en parte donde, sin ser de alguno estorbados, pudiese seguir Silerio su comenzada historia. El cual, después que todos juntos grato silencio le prestaron, siguió desta manera:
-«Con las fingidas estancias de Blanca que os he dicho que a Timbrio dije, quedó él satisfecho de que mi pena procedía, no de amores de Nísida, sino de su hermana. Y, con este seguro, pidiéndome perdón de la falsa imaginación que de mí había tenido, me tornó a encargar su remedio. Y así, yo, olvidado del mío, no me descuidé un punto de lo que al suyo tocaba. Algunos días se pasaron, en los cuales la fortuna no me mostró tan abierta ocasión como yo quisiera para descubrir a Nísida la verdad de mis pensamientos, aunque ella siempre me preguntaba cómo a mi amigo en sus amores le iba, y si su dama tenía ya alguna noticia dellos. A lo que yo le dije que todavía el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna. De lo cual Nísida se enojaba mucho, y me llamaba cobarde y de poca discreción, añadiendo a esto que, pues yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía el dolor que yo dél publicaba, o que yo no era tan verdadero amigo suyo como decía. Todo esto fue parte para que me determinase y en la primera ocasión me descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual escuchó con estraño silencio todo lo que decirle quise; y yo, como mejor pude, le encarecí el valor de Timbrio, el verdadero amor que le tenía, el cual era de suerte que me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle lo que le decía, añadiendo a éstas otras razones que a Nísida le debió parecer que lo eran. Mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después con obras no pudo tener cubierto; antes, con gravedad y honestidad estraña, reprehendió mi atrevimiento, acusó mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi confianza; pero no de manera que me desterrase de su presencia, que era lo que yo más temía. Sólo concluyó con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta con lo que a su honestidad era obligado, y procurase que el artificio de mi mentido hábito no se descubriese. Conclusión fue esta que cerró y acabó la tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida daría oídos a las quejas de Timbrio.
»¿En qué pecho pudo caber ni puede el estremo de dolor que entonces en el mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era el remate y fin de su contento? Alegrábame el buen principio que al remedio de Timbrio había dado, y esta alegría en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la verdad, que en viendo a Nísida en poder ajeno el proprio mío se acababa. ¡Oh fuerza poderosa de verdadera amistad, a cuánto te estiendes y a cuánto me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación, afilé con mi industria el cuchillo que había de degollar mis esperanzas, las cuales, muriendo en mi alma, vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí supo todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba tan recatada con él y conmigo, que nunca de todo punto dio a entender que de la solicitud mía y amor de Timbrio se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que sus sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la empresa, hasta que, habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo su enemigo Pransiles -aquel caballero a quien él había agraviado en Jerez-, deseoso de satisfacer su honra, le enviaba a desafiar, señalándole campo franco y seguro en una tierra del estado del duque de Gravina, dándole término de seis meses, desde entonces hasta el día de la batalla. El cuidado deste aviso no fue parte para que se descuidase de lo que a sus amores convenía; antes, con nueva solicitud mía y servicios suyos, vino a estar Nísida de manera que no se mostraba esquiva aunque la mirase Timbrio y en casa de sus padres visitase, guardando en todo tan honesto decoro, cuanto a su valor era obligada. Acercándose ya el término del desafío, y viendo Timbrio serle inescusable aquella jornada, determinó de partirse, y, antes que lo hiciese, escribió a Nísida una carta tal, que acabó con ella en un punto lo que yo en muchos meses atrás y en muchas palabras no había comenzado. Tengo la carta en la memoria, y, por hacer al caso de mi cuento, no os dejaré de decir que así decía:
TIMBRIO A NÍSIDA
»Salud te envía aquél que no la tiene,
Nísida, ni la espera en tiempo alguno
si por tus manos mismas no le viene.
El nombre aborrescible de importuno
temo me adquirirán estos renglones, 5
escriptos con mi sangre de uno en uno.
Mas, la furia cruel de mis pasiones
de tal modo me turba, que no puedo
huir las amorosas sinrazones.
Entre un ardiente osar y un frío miedo, 10
arrimado a mi fe y al valor tuyo,
mientras ésta rescibes triste quedo,
por ver que en escrebirte me destruyo,
si tienes a donaire lo que digo
y entregas al desdén lo que no es suyo. 15
El cielo verdadero me es testigo
si no te adoro desde el mesmo punto
que vi ese rostro hermoso y mi enemigo.
El verte y adorarte llegó junto;
porque, ¿quién fuera aquél que no adorara 20
de un ángel bello el sin igual trasumpto?
Mi alma tu belleza, al mundo rara,
vio tan curiosamente que no quiso
en el rostro parar la vista clara.
Allá en el alma tuya un paraíso 25
fue descubriendo de bellezas tantas,
que dan de nueva gloria cierto aviso.
Con estas ricas alas te levantas
hasta llegar al cielo, y en la tierra
al sabio admiras y al que es simple espantas. 30
Dichosa el alma que tal bien encierra,
y no menos dichoso el que por ella
la suya rinde a la amorosa guerra.
En deuda soy a mi fatal estrella,
que me quiso rendir a quien encubre 35
en tan hermoso cuerpo alma tan bella.
Tu condición, señora, me descubre
el desengaño de mi pensamiento,
y de temor a mi esperanza cubre.
Pero, en fe de mi justo honroso intento, 40
hago buen rostro a la desconfianza,
y cobro al postrer punto nuevo aliento.
Dicen que no hay amor sin esperanza;
pienso que es opinión, que yo no espero,
y del amor la fuerza más me alcanza. 45
Por sola tu bondad te adoro y quiero,
atraído también de tu belleza,
que fue la red que amor tendió primero
para atraer con rara subtileza
al alma descuidada libre mía 50
al amoroso ñudo y su estrecheza.
Sustenta amor su mando y tiranía
con cualquiera belleza en algún pecho;
pero no en la curiosa fantasía,
que mira, no de amor el lazo estrecho 55
que tiende en los cabellos de oro fino,
dejando al que los mira satisfecho,
ni en el pecho, a quien llama alabastrino
quien del pecho no pasa más adentro,
ni en el marfil del cuello peregrino, 60
sino del alma el escondido centro
mira, y contempla mil bellezas puras
que le acuden y salen al encuentro.
Mortales y caducas hermosuras
no satisfacen a la inmortal alma, 65
si de la luz perfecta no anda a escuras.
Tu sin igual virtud lleva la palma
y los despojos de mis pensamientos,
y a los torpes sentidos tiene en calma.
Y en esta subjeción están contentos, 70
porque miden su dura amarga pena
con el valor de tus merescimientos.
Aro en el mar y siembro en el arena
cuando la fuerza estraña del deseo
a más que a contemplarte me condemna. 75
Tu alteza entiendo, mi bajeza veo,
y, en estremos que son tan diferentes,
ni hay medio que esperar ni le poseo.
Ofrécense por esto inconvinientes
tantos a mi remedio, cuantas tiene 80
el cielo estrellas y la tierra gentes.
Conozco lo que al alma le conviene,
sé lo mejor, y a lo peor me atengo,
llevado del amor que me entretiene.
Mas ya, Nísida bella, al paso vengo, 85
de mí con mortal ansia deseado,
do acabaré la pena que sostengo.
El enemigo brazo levantado
me espera, y la feroz aguda espada,
contra mí con tu saña conjurado. 90
Presto será tu voluntad vengada
del vano atrevimiento desta mía,
de ti sin causa alguna desechada.
Otro más duro trance, otra agonía,
aunque fuera mayor que de la muerte 95
no turbara mi triste fantasía,
si cupiera en mi corta amarga suerte
verte de mis deseos satisfecha,
así como al contrario puedo verte.
La senda de mi bien hállola estrecha; 100
la de mi mal, tan ancha y espaciosa,
cual de mi desventura ha sido hecha.
Por ésta corre airada y presurosa
la muerte, en tu desdén fortalecida,
de triunfar de mi vida deseosa. 105
Por aquélla mi bien va de vencida,
de tu rigor, señora, perseguido,
qu’es el que ha de acabar mi corta vida.
A términos tan tristes conducido
me tiene mi ventura, que ya temo 110
al enemigo airado y ofendido,
sólo por ver qu’el fuego en que me quemo
es yelo en ese pecho, y esto es parte
para que yo acobarde al paso estremo;
que si tú no te muestras de mi parte, 115
¿a quién no temerá mi flaca mano,
aunque más le acompañe esfuerzo y arte?
Pero si me ayudaras, ¿qué romano
o griego capitán me contrastara,
que al fin su intento no saliera vano? 120
Por el mayor peligro me arrojara,
y de las fieras manos de la muerte
los despojos seguro arrebatara.
Tú sola puedes levantar mi suerte
sobre la humana pompa, o derribarla 125
al centro do no hay bien con que se acierte;
que, si como ha podido sublimarla
el puro amor, quisiera la fortuna
en la difícil cumbre sustentarla,
subida sobre el cielo de la luna 130
se viera mi esperanza, que ahora yace
en lugar do no espera en cosa alguna.
Tal estoy ya, que ya me satisface
el mal que tu desdén airado, esquivo,
por tan estraños términos me hace, 135
sólo por ver que en tu memoria vivo,
y que te acuerdas, Nísida, siquiera
de hacerme mal, que yo por bien rescibo.
Con más facilidad contar pudiera
del mar los granos de la blanca arena, 140
y las estrellas de la octava esfera,
que no las ansias, el dolor, la pena
a qu’el fiero rigor de tu aspereza,
sin haberte ofendido, me condemna.
No midas tu valor con mi bajeza, 145
que al respecto de tu ser famoso,
por tierra quedará cualquiera alteza.
Así cual soy te amo, y decir oso
que me adelanto en firme enamorado
al más subido término amoroso. 150
Por esto no merezco ser tratado
como enemigo; antes, me parece
que debría de ser remunerado.
Mal con tanta beldad se compadece
tamaña crueldad, y mal asienta 155
ingratitud do tal valor floresce.
Quisiérate pedir, Nísida, cuenta
de un alma que te di: ¿dónde la echaste,
o cómo, estando ausente, me sustenta?
Ser señora de un alma no aceptaste; 160
pues, ¿qué te puede dar quien más te quiera?
¡Cuán bien tu presumpción aquí mostraste!
Sin alma estoy desde la vez primera
que te vi, por mi mal y por bien mío,
que todo fuera mal si no te viera. 165
Allí el freno te di de mi albedrío,
tú me gobiernas, por ti sola vivo,
y aun puede mucho más tu poderío.
En el fuego de amor puro me avivo
y me deshago, pues, cual fénix, luego 170
de la muerte de amor vida rescibo.
En fe desta mi fe, te pido y ruego
sólo que creas, Nísida, que es cierto
que vivo ardiendo en amoroso fuego,
y que tú puedes ya, después de muerto, 175
reducirme a la vida, y en un punto
del mar airado conducirme al puerto;
que está para conmigo en ti tan junto
el querer y el poder, que es todo uno,
sin discrepar y sin faltar un punto; 180
y acabo, por no ser más importuno.
»No sé si las razones desta carta, o las muchas que yo antes a Nísida había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los continuos servicios de Timbrio, o los cielos, que así lo tenían ordenado, movieron las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer, me llamase y con lágrimas en los ojos me dijese: “¡Ay, Silerio, Silerio, y cómo creo que a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo! Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio verdaderas tus palabras. Y si las unas y las otras me han engañado, tome de mi ofensa venganza el cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el deseo me hace, para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano descargo es éste para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero decirte, enterrarla a ella y acabar mi vida!” Confuso me tenían estas palabras de Nísida, y más el sobresalto con que las decía; y, queriendo con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba a Timbrio, y que aquella voluntad tuviera ella cubierta siempre, si la forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla.
»Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo, y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo gusto. Y si alguno la suerte en este trance me concedía, era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte para que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración de la voluntad de Nísida escuchéla como pude, y aseguréla como supe de la entereza del pecho de Timbrio, a lo cual ella me respondió que ya no había necesidad de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía, ni le convenía, dejar de creerme, y que sólo me rogaba, si fuese posible, procurase de persuadir a Timbrio buscase algún medio honroso para no venir a batalla con su enemigo; y, respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar deshonrado, se sosegó, y, quitándose del cuello unas preciosas reliquias, me las dio para que a Timbrio de su parte las diese. Quedó ansimesmo concertado entre los dos que ella sabía que sus padres habían de ir a ver el combate de Timbrio, y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque no le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso trance de Timbrio, que ella fingiría estar mal dispuesta, con la cual ocasión se quedaría en una casa de placer donde sus padres habían de posar, que media legua estaba de la villa donde se había de hacer el combate; y que allí esperaría su buena o mala suerte, según la tuviese Timbrio. Mandóme también que, para acortar el deseo que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase yo conmigo una toca blanca que ella me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al brazo y volviese a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y así ella sabría por la señal de la toca desde lejos el principio de su contento o el fin de su vida.
»Prometíle de hacer todo lo que me mandaba, y, tomando las reliquias y la toca, me despedí della, con la mayor tristeza y el mayor contento que jamás tuve: mi poca ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio el alegría. Él supo de mí lo que de parte de Nísida le llevaba, y quedó con ello tan lozano, contento y orgulloso, que el peligro de la batalla que esperaba por ninguno le tenía, pareciéndole que en ser favorescido de su señora, aun la mesma muerte contrastar no le podría. Paso agora en silencio los encarecimientos que Timbrio hizo para mostrarse agradecido a lo que a mi solicitud debía, porque fueron tales, que mostraba estar fuera de seso tratando en ello.
»Esforzado, pues, y animado con esta buena nueva, comenzó a aparejar su partida, llevando por padrinos un principal caballero español y otro napolitano. Y a la fama deste particular duelo, se movió a verlo infinita gente del reino, y yendo también allá los padres de Nísida, llevando con ellos a ella y a su hermana Blanca. Y, como a Timbrio tocaba escoger las armas, quiso mostrar que no en la ventaja dellas, sino en la razón que tenía fundaba su derecho; y así, las que escogió fueron espada y daga, sin otra arma defensiva alguna. Pocos días faltaban al término señalado, cuando de la ciudad de Nápoles se partieron, con otros muchos caballeros, Nísida y sus padres, habiendo llegado primero ella, acordándome muchas veces que no se olvidase nuestro concierto. Pero mi cansada memoria, que jamás sirvió sino de acordarme solas las cosas de mi desgusto, por no mudar su condición, se olvidó tanto de lo que Nísida me había dicho, cuanto vio que convenía para quitarme la vida, o, a lo menos, para ponerme en el miserable estado en que agora me veo.»
Con grande atención estaban los pastores escuchando lo que Silerio contaba, cuando interrompió el hilo de su cuento la voz de un lastimado pastor que entre unos árboles cantando estaba, y no tan lejos de las ventanas de la estancia donde ellos estaban que dejase de oírse todo lo que decía. La voz era de suerte que puso silencio a Silerio, el cual en ninguna manera quiso pasar adelante, antes rogó a los demás pastores que la escuchasen, pues, «para lo poco que de mi cuento quedaba, tiempo habría de acabarlo». Hiciéraseles de mal esto a Tirsi y Damón, si no les dijera Elicio:
-Poco se perderá, pastores, en escuchar al desdichado Mireno -que, sin duda, es el pastor que canta-, y a quien ha traído la fortuna a términos que imagino que no espera él ninguno en su contento.
-¿Cómo le ha de esperar -dijo Erastro-, si mañana se desposa Daranio con la pastora Silveria, con quien él pensaba casarse? Pero en fin, han podido más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno.
-Verdad dices -replicó Elicio-, pero con Silveria más había de poder la voluntad que de Mireno tenía conocida que otro tesoro alguno; cuanto más, que no es Mireno tan pobre que, aunque Silveria se casara con él, fuera su necesidad notada.
Por estas razones que Elicio y Erastro dijeron, creció el deseo en los pastores de escuchar lo que Mireno cantaba. Y así, rogó Silerio que más no se hablase, y todos con atento oído se pararon a escucharle, el cual, afligido de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de solo su rabel; y, convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y, templando su rabel, desta manera cantando estaba:
MIRENO
Cielo sereno, que con tantos ojos
los dulces amorosos hurtos miras,
y con tu curso alegras o entristeces
a aquel que en tu silencio sus enojos
a quien los causa dice, o al que retiras 5
de gusto tal y espacio no le ofreces:
si acaso no careces
de tu benignidad para conmigo,
pues ya con sólo hablar me satisfago,
y sabes cuanto hago, 10
no es mucho que ahora escuches lo que digo,
que mi voz lastimera
saldrá con la doliente ánima fuera.
Ya mi cansada voz, ya mis lamentos
bien poco ofenderán al aire vano, 15
pues a término tal soy reducido,
que ofrece amor a los airados vientos
mis esperanzas, y en ajena mano
ha puesto el bien que tuve merescido.
Será el fruto cogido 20
que sembró mi amoroso pensamiento
y regaron mis lágrimas cansadas,
por las afortunadas
manos a quien faltó merescimiento
y sobró la ventura, 25
que allana lo difícil y asegura.
Pues el que vee su gloria convertida
en tan amarga dolorosa pena,
y tomando su bien cualquier camino,
¿por qué no acaba la enojosa vida? 30
¿Por qué no rompe la vital cadena
contra todas las fuerzas del destino?
Poco a poco camino
al dulce trance de la amarga muerte,
y así, atrevido aunque cansado brazo, 35
sufrid el embarazo
del vivir, pues ensalza nuestra suerte
saber que a amor le place
qu’el dolor haga lo qu’el hierro hace.
Cierta mi muerte está, pues no es posible 40
que viva aquél que tiene la esperanza
tan muerta y tan ajeno está de gloria;
pero temo que amor haga imposible
mi muerte, y que una falsa confianza
dé vida, a mi pesar, a la memoria. 45
Mas, ¿qué?, si por la historia
de mis pasados bienes la poseo,
y miro bien que todos son pasados,
y los graves cuidados
que triste agora en su lugar poseo, 50
ella será más parte
para que della y del vivir me aparte.
¡Ay, bien único y solo al alma mía,
sol que mi tempestad aserenaste,
término del valor que se desea! 55
¿Será posible que se llega el día
donde he de conocer que me olvidaste,
y que permita amor que yo le vea?
Primero que esto sea,
primero que tu blanco hermoso cuello 60
esté de ajenos brazos rodeado,
primero que el dorado
-oro es mejor decir- de tu cabello
a Daranio enriquezca,
con fenecer mi vida el mal fenezca. 65
Nadie por fe te tuvo merescida
mejor que yo; mas veo que es fe muerta
la que con obras no se manifiesta.
Si se estimara el entregar la vida
al dolor cierto y a la gloria incierta, 70
pudiera yo esperar alegre fiesta;
mas no se admite en esta
cruda ley que amor usa el buen deseo,
pues es proverbio antiguo entre amadores,
que son obras amores; 75
y yo, que por mi mal sólo poseo
la voluntad de hacellas,
¿qué no m’ha de faltar faltando en ellas?
En ti pensaba yo que se rompiera
esta ley del avaro amor usada, 80
pastora, y que los ojos levantaras
a una alma de la tuya prisionera,
y a tu proprio querer tan ajustada,
que si la conoscieras, la estimaras.
Pensé que no trocaras 85
una fe que dio muestras de tan buena
por una que quilata sus deseos
con los vanos arreos
de la riqueza, de cuidados llena:
entregástete al oro, 90
por entregarme a mí contino al lloro.
Abatida pobreza, causadora
deste dolor que me atormenta el alma,
aquel te loa que jamás te mira.
Turbóse en ver tu rostro mi pastora, 95
a su amor tu aspereza puso en calma;
y así, por no encontrarte, el pie retira.
Mal contigo se aspira
a conseguir intentos amorosos:
tú derribas las altas esperanzas, 100
y siembras mil mudanzas
en mujeriles pechos codiciosos;
tú jamás perfecionas
con amor el valor de las personas.
Sol es el oro cuyos rayos ciegan 105
la vista más aguda, si se ceba
en la vana apariencia del provecho.
A liberales manos no se niegan
las que gustan de hacer notoria prueba
de un blando, codicioso, hermoso pecho. 110
Oro tuerce el derecho
de la limpia intención y fe sincera,
y más que la firmeza de un amante,
acaba un diamante,
pues su dureza vuelve un pecho cera, 115
por más duro que sea,
pues se le da con él lo que desea.
De ti me pesa, dulce mi enemiga,
que tantas tuyas puras perfectiones
con una avara muestra has afeado. 120
Tanto del oro te mostraste amiga,
que echaste a las espaldas mis pasiones
y al olvido entregaste mi cuidado.
En fin, ¡que te has casado!
¡Casado te has, pastora! El cielo haga 125
tan buena tu electión como querrías,
y de las penas mías
injustas no rescibas justa paga;
mas, ¡ay!, que el cielo amigo
da premio a la virtud, y al mal, castigo. 130
Aquí dio fin a su canto el lastimado Mireno, con muestras de tanto dolor, que le causó a todos los que escuchándole estaban, principalmente a los que le conocían y sabían sus virtudes, gallarda dispusición y honroso trato. Y, después de haber dicho entre los pastores algunos discursos sobre la estraña condición de las mujeres, en especial sobre el casamiento de Silveria, que, olvidada del amor y bondad de Mireno, a las riquezas de Daranio se había entregado, deseosos de que Silerio diese fin a su cuento, puesto silencio a todo, sin ser menester pedírselo, él comenzó a seguir diciendo:
-«Llegado, pues, el día del riguroso trance, habiéndose quedado Nísida media legua antes de la villa en unos jardines, como conmigo había concertado, con escusa que dio a sus padres de no hallarse bien dispuesta, al partirme della me encargó la brevedad de mi tornada con la señal de la toca, porque, en traerla o no, ella entendiese el bueno o el mal suceso de Timbrio. Tornéselo yo a prometer, agraviándome de que tanto me lo encargase; y con esto me despedí della y de su hermana, que con ella se quedaba. Y, llegado al puesto del combate, y llegada la hora de comenzarle, después de haber hecho los padrinos de entrambos las ceremonias y amonestaciones que en tal caso se requieren, puestos los dos caballeros en el estacado, al temeroso son de una ronca trompeta, se acometieron con tanta destreza y arte que causaba admiración en quien los miraba. Pero el amor, o la razón -que es lo más cierto-, que a Timbrio favorescía, le dio tal esfuerzo que, aunque a costa de algunas heridas, en poco espacio puso a su contrario de suerte que, tiniéndole a sus pies herido y desangrado, le importunaba que si quería salvar la vida, se rindiese. Pero el desdichado Pransiles le persuadía que le acabase de matar, pues le era más fácil a él, y de menos daño, pasar por mil muertes que rendirse una. Mas el generoso ánimo de Timbrio es de manera que, ni quiso matar a su enemigo, ni menos que se confesase por rendido; sólo se contentó con que dijese y conociese que era tan bueno Timbrio como él, lo cual Pransiles confesó de buena gana, pues hacía en esto tan poco, que, sin verse en aquel término, pudiera muy bien decirlo.
»Todos los circunstantes, que entendieron lo que Timbrio con su enemigo había pasado, lo alabaron y estimaron en mucho. Y, apenas hube yo visto el feliz suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble y presta ligereza, volví a dar las nuevas a Nísida. Pero, ¡ay de mí!, que el descuido de entonces me ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía! ¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba? Mas creo que estaba ordenado en mi ventura que el principio de aquella alegría fuese el remate y fin de todos mis contentos. Yo volví a ver a Nísida con la presteza que he dicho, pero volví sin ponerme la blanca toca al brazo. Nísida, que con crecido deseo estaba esperando y mirando desde unos altos corredores mi tornada, viéndome volver sin la toca, entendió que algún siniestro revés a Timbrio había sucedido, y creyólo y sintiólo de manera que, sin ser parte otra cosa, faltándole todos los espíritus, cayó en el suelo con tan estraño desmayo que todos por muerta la tuvieron. Cuando ya yo llegué, hallé a toda la gente de su casa alborotada, y a su hermana haciendo mil estremos de dolor sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en tal estado, creyendo firmemente que era muerta y viendo que la fuerza del dolor me iba sacando de sentido, temeroso que, estando fuera dél, no diese o descubriese algunas muestras de mis pensamientos, me salí de la casa, y poco a poco volvía a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero, como me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo y alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido más otros que la triste nueva a los padres de Nísida llevasen, certificándoles cierto que de un agudo paracismo había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio, y debió de quedar cual yo quedé, si no quedó peor; sólo sé decir que cuando llegué a do pensaba hallarle, era ya algo anochecido, y supe de uno de sus padrinos que con el otro, y por la posta, se había partido a Nápoles, con muestras de tanto descontento, como si de la contienda vencido y deshonrado salido hubiera. Luego imaginé yo lo que ser podía, y púseme luego en camino para seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas de que Nísida no era muerta, sino que le había dado un desmayo que le duró veinte y cuatro horas, al cabo de las cuales había vuelto en sí con muchas lágrimas y sospiros. Con la certidumbre desta nueva me consolé, y con más contento llegué a Nápoles, pensando hallar allí a Timbrio; pero no fue así, porque el caballero con quien él había venido me certificó que, en llegando a Nápoles, se partió sin decir cosa alguna, y que no sabía a qué parte; sólo imaginaba que, según le vio triste y malencólico después de la batalla, que no podía creer sino que a desesperarse hubiese ido.
»Nuevas fueron estas que me tornaron a mis primeras lágrimas; y aun no contenta mi ventura con esto, ordenó que, al cabo de pocos días, llegasen a Nápoles los padres de Nísida, sin ella y sin su hermana, las cuales, según supe y según era pública voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche viniendo con sus padres a Nápoles, sin que se supiese dellas nueva alguna. Tan confuso quedé con esto, que no sabía qué hacerme ni decirme; y, estando puesto en esta confusión tan estraña, vine a saber, aunque no muy cierto, que Timbrio, en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para España iba, se había embarcado. Y, pensando que podría ser verdad, me vine luego a España, y en Jerez y en todas las partes que imaginé que podría estar, le he buscado sin hallar dél rastro alguno. Finalmente, he venido a la ciudad de Toledo, donde están todos los parientes de los padres de Nísida, y lo que he alcanzado a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin haber sabido nuevas de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio, ajeno de Nísida, y considerando que ya que los hallase, ha de ser para gusto suyo y perdición mía, cansado ya y desengañado de las cosas deste falso mundo en que vivimos, he acordado de volver el pensamiento a mejor norte, y gastar lo poco que de vivir me queda en servicio del que estima los deseos y las obras en el punto que merescen. Y así, he escogido este hábito que veis y la ermita que habéis visto, adonde en dulce soledad reprima mis deseos y encamine mis obras a mejor paradero, puesto que, como viene de tan atrás la corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido, no son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva la memoria a combatirme, representándome las pasadas cosas; y, cuando en estos puntos me veo, al son de aquella arpa que escogí por compañera en mi soledad, procuro aliviar la pesada carga de mis cuidados, hasta que el cielo le tenga y se acuerde de llamarme a mejor vida.» Éste es, pastores, el suceso de mi desventura; y si he sido largo en contárosle, es porque no ha sido ella corta en fatigarme. Lo que os ruego es me dejéis volver a mi ermita, porque, aunque vuestra compañía me es agradable, he llegado a términos que ninguna cosa me da más gusto que la soledad; y de aquí entenderéis la vida que paso y el mal que sostengo.
Acabó con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que muchas veces le había acompañado. Los pastores le consolaron en ellas lo mejor que pudieron, especialmente Damón y Tirsi, los cuales con muchas razones le persuadieron a no perder la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más contento que él sabría imaginar, pues no era posible sino que tras tanta fortuna aserenase el cielo, del cual se debía esperar que no consintiría que la falsa nueva de la muerte de Nísida a noticia de Timbrio con más verdadera relación no viniese antes que la desesperación le acabase. Y que de Nísida se podía creer y conjecturar que, por ver a Timbrio ausente, se habría partido en su busca; y que si entonces la Fortuna por tan estraños accidentes los había apartado, agora por otros no menos estraños sabría juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que le dijeron le consolaron algo, pero no de manera que despertase en él la esperanza de verse en vida más contenta; ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había escogido era la que más le convenía.
Gran parte era ya pasada de la noche, cuando los pastores acordaron de reposar el poco tiempo que hasta el día quedaba, en el cual se habían de celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Mas, apenas había dejado la blanca aurora el enfadoso lecho del celoso marido, cuando dejaron los suyos todos los más pastores de la aldea, y cada cual, como mejor pudo, comenzó por su parte a regocijar la fiesta: cuál trayendo verdes ramos para adornar la puerta de los desposados, y cuál con su tamborino y flauta les daba la madrugada; acullá se oía la regocijada gaita; acá sonaba el acordado rabel; allí, el antiguo salterio; aquí, los cursados albogues; quién con coloradas cintas adornaba sus castañetas para los esperados bailes; quién pulía y repulía sus rústicos aderezos para mostrarse galán a los ojos de alguna su querida pastorcilla; de modo que, por cualquier parte de la aldea que se fuese, todo sabía a contento, placer y fiesta. Sólo el triste y desdichado Mireno era aquél a quien todas estas alegrías causaban summa tristeza; el cual, habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se subió en una costezuela que junto al aldea estaba, y allí, sentándose al pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza encajada hasta los ojos, que en el suelo tenía clavados, comenzó a imaginar el desdichado punto en que se hallaba y cuán sin poderlo estorbar, ante sus ojos, había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le tenía de suerte, que lloraba tan tierna y amargamente, que ninguno en tal trance le viera que con lágrimas no le acompañara. A esta sazón, Damón y Tirsi, Elicio y Erastro se levantaron, y, asomándose a una ventana que al campo salía, lo primero en quien pusieron los ojos fue en el lastimado Mireno; y, en verle de la suerte que estaba, conocieron bien el dolor que padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle, como lo hicieran si Elicio no les rogara que le dejaran ir a él solo, porque imaginaba que por ser Mireno tan amigo suyo, con él más abiertamente que con otro su dolor comunicaría. Los pastores se lo concedieron, y, yendo allá Elicio, hallóle tan fuera de sí y tan en su dolor trasportado, que ni le conoció Mireno, ni le habló palabra; lo cual visto por Elicio, hizo señal a los demás pastores que viniesen, los cuales, temiendo algún estraño accidente a Mireno sucedido, pues Elicio con priesa los llamaba, fueron luego allá, y vieron que estaba Mireno con los ojos tan fijos en el suelo, y tan sin hacer movimiento alguno, que una estatua semejaba, pues con la llegada de Elicio, ni con la de Tirsi, Damón y Erastro, no volvió de su estraño embelesamiento, si no fue que, a cabo de un buen espacio de tiempo, casi como entre dientes, comenzó a decir:
-¿Tú eres Silveria, Silveria? Si tú lo eres, yo no soy Mireno; y si soy Mireno, tú no eres Silveria: porque no es posible que esté Silveria sin Mireno, o Mireno sin Silveria. Pues, ¿quién soy yo, desdichado? ¿O quién eres tú, desconocida? Yo bien sé que no soy Mireno, porque tú no has querido ser Silveria; a lo menos, la Silveria que ser debías y yo pensaba que fueras.
A esta sazón, alzó los ojos, y, como vio alrededor de sí los cuatro pastores y conoció entre ellos a Elicio, se levantó, y, sin dejar su amargo llanto, le echó los brazos al cuello, diciéndole:
-¡Ay, verdadero amigo mío, y cómo agora no tendrás ocasión de envidiar mi estado, como le envidiabas cuando de Silveria me veías favorescido; pues si entonces me llamaste venturoso, agora puedes llamarme desdichado y trocar todos los títulos alegres que en aquel tiempo me dabas, en los de pesar que ahora puedes darme! Yo sí que te podré llamar dichoso, Elicio, pues te consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el verdadero temor de ser olvidado.
-Confuso me tienes, ¡oh Mireno! -respondió Elicio-, de ver los estremos que haces por lo que Silveria ha hecho, sabiendo que tiene padres a quien ha sido justo haber obedecido.
-Si ella tuviera amor -replicó Mireno-, poco inconviniente era la obligación de los padres para dejar de cumplir con lo que al amor debía; de do vengo a considerar, ¡oh Elicio!, que si me quiso bien, hizo mal en casarse, y si fue fingido el amor que me mostraba, hizo peor en engañarme; y ofréceme el desengaño a tiempo que no puede aprovecharme si no es con dejar en sus manos la vida.
-No está en términos la tuya, Mireno -replicó Elicio-, que tengas por remedio el acabarla, pues podría ser que la mudanza de Silveria no estuviese en la voluntad, sino en la fuerza de la obediencia de sus padres; y si tú la quisiste limpia y honestamente doncella, también la puedes querer agora casada, correspondiendo ella ahora como entonces a tus buenos y honestos deseos.
-Mal conoces a Silveria, Elicio -respondió Mireno-, pues imaginas della que ha de hacer cosa de que pueda ser notada.
-Esta mesma razón que has dicho te condemna -respondió Elicio-, pues si tú, Mireno, sabes de Silveria que no hará cosa que mal le esté, en la que ha hecho no debe de haber errado.
-Si no ha errado -respondió Mireno-, ha acertado a quitarme todo el buen suceso que de mis buenos pensamientos esperaba, y sólo en esto la culpo: que nunca me advirtió deste daño; antes, temiéndome dél, con firme juramento que me aseguraba que eran imaginaciones mías, y que nunca a la suya había llegado pensar con Daranio casarse, ni se casaría, si conmigo no, con él ni con otro alguno, aunque aventurara en ello quedar en perpetua desgracia con sus padres y parientes; y, debajo deste siguro y prometimiento, faltar y romper la fe agora de la manera que has visto, ¿qué razón hay que tal consienta, o qué corazón que tal sufra?
Aquí tornó Mireno a renovar su llanto, y aquí de nuevo le tuvieron lástima los pastores. A este instante, llegaron dos zagales adonde ellos estaban, que el uno era pariente de Mireno y el otro criado de Daranio, que a llamar a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro venía, porque las fiestas de su desposorio querían comenzarse. Pesábales a los pastores de dejar solo a Mireno, pero aquel pastor su pariente se ofreció a quedar con él. Y aun Mireno dijo a Elicio que se quería ausentar de aquella tierra, por no ver cada día a los ojos la causa de su desventura. Elicio le loó su determinación, y le encargó que, doquiera que estuviese, le avisase de cómo le iba. Mireno se lo prometió, y, sacando del seno un papel, le rogó que, en hallando comodidad, se le diese a Silveria; y con esto se despidió de todos los pastores, no sin muestras de mucho dolor y tristeza. El cual no se hubo bien apartado de su presencia, cuando Elicio, deseoso de saber lo que en el papel venía, viendo que, pues estaba abierto, importaba poco leerle, le descogió, y, convidando a los otros pastores a escucharle, vio que en él venían escriptos estos versos:
MIRENO A SILVERIA
El pastor que te ha entregado
lo más de cuanto tenía,
pastora, agora te envía
lo menos que le’ha quedado;
que es este pobre papel, 5
adonde claro verás
la fe que en ti no hallarás
y el dolor que queda en él.
Pero poco al caso hace
darte desto cuenta estrecha, 10
si mi fe no me aprovecha
y mi mal te satisface.
No pienses que es mi intención
quejarme porque me dejas,
que llegan tarde las quejas 15
de mi temprana pasión.
Tiempo fue ya que escucharas
el cuento de mis enojos,
y aun, si lloraran mis ojos,
las lágrimas enjugaras. 20
Entonces era Mireno
el que era de ti mirado;
mas ¡ay, cómo te has trocado,
tiempo bueno, tiempo bueno!
Si durara aquel engaño, 25
templárase mi desgusto,
pues más vale un falso gusto,
que un notorio y cierto daño.
Pero tú, por quien se ordena
mi terrible mala andanza, 30
has hecho con tu mudanza
falso el bien, cierta la pena.
Tus palabras lisonjeras
y mis crédulos oídos,
me han dado bienes fingidos 35
y males que son de veras.
Los bienes, con su aparencia,
crescieron mi sanidad;
los males, con su verdad,
han doblado mi dolencia. 40
Por esto juzgo y discierno,
por cosa cierta y notoria,
que tiene el amor su gloria
a las puertas del infierno,
y que un desdén acarrea 45
y un olvido en un momento
desde la gloria al tormento
al que en amar no se emplea.
Con tanta presteza has hecho
este mudamiento estraño, 50
que estoy ya dentro del daño
y no salgo del provecho:
porque imagino que ayer
era cuando me querías,
o a lo menos lo fingías, 55
que es lo que se ha de creer;
y el agradable sonido
de tus palabras sabrosas
y razones amorosas
aún me suena en el oído. 60
Estas memorias süaves
al fin me dan más tormento,
pues tus palabras el viento
llevó, y las obras, quien sabes.
¿Eras tú la que jurabas 65
que se acabasen tus días
si a Mireno no querías
sobre todo cuanto amabas?
¿Eres tú, Silveria, quien
hizo de mí tal caudal, 70
que siendo todo tu mal,
me tenías por tu bien?
¡Oh, qué títulos te diera
de ingrata, como mereces,
si como tú me aborreces, 75
también yo te aborreciera!
Mas no puedo aprovecharme
del medio de aborrecerte,
que estimo más el quererte
que tú has hecho el olvidarme. 80
Triste gemido a mi canto
ha dado tu mano fiera;
invierno a mi primavera,
y a mi risa amargo llanto.
Mi gasajo ha vuelto en luto, 85
y de mis blandos amores
cambio en abrojos las flores
y en veneno el dulce fruto.
Y aun dirás -y esto me daña-
que es el haberte casado 90
y el haberme así olvidado
una honesta honrosa hazaña.
¡Disculpa fuera admitida,
si no te fuera notorio
que estaba en tu desposorio 95
el fin de mi triste vida!
Mas, en fin, tu gusto fue
gusto; pero no fue justo,
pues con premio tan injusto
pagó mi inviolable fe; 100
la cual, por ver que se ofrece
de mostrar la fe que alcanza,
ni la muda tu mudanza,
ni mi mal la desfallece.
Quien esto vendrá a entender 105
cierto estoy que no se asombre,
viendo al fin que yo soy hombre,
y tú, Silveria, mujer,
adonde la ligereza
hace de contino asiento, 110
y adonde en mí el sufrimiento
es otra naturaleza.
Ya te contemplo casada,
y de serlo arrepentida,
porque ya es cosa sabida 115
que no estarás firme en nada.
Procura alegre llevallo
el yugo que echaste al cuello,
que podrás aborrecello
y no podrás desechallo. 120
Mas eres tan inhumana
y de tan mudable ser,
que lo que quisiste ayer
has de aborrecer mañana.
Y así, por estraña cosa, 125
dirá aquél que de ti hable:
«Hermosa, pero mudable;
mudable, pero hermosa».
No parecieron mal los versos de Mireno a los pastores, sino la ocasión a que se habían hecho, considerando con cuánta presteza la mudanza de Silveria le había traído a punto de desamparar la amada patria y queridos amigos, temeroso cada uno que en el suceso de sus pretensiones lo mesmo le sucediese. Entrados, pues, en el aldea y llegados adonde Daranio y Silveria estaban, la fiesta se comenzó tan alegre y regocijadamente, cuanto en las riberas de Tajo en muchos tiempos se había visto; que, por ser Daranio uno de los más ricos pastores de toda aquella comarca, y Silveria de las más hermosas pastoras de toda la ribera, acudieron a sus bodas toda o la más pastoría de aquellos contornos. Y así, se hizo una célebre junta de discretos pastores y hermosas pastoras, y entre los que a los demás en muchas y diversas habilidades se aventajaron, fueron el triste Orompo, el celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Masilio, mancebos todos y todos enamorados, aunque de diferentes pasiones oprimidos; porque al triste Orompo fatigaba la temprana muerte de su querida Listea; y al celoso Orfenio, la insufrible rabia de los celos, siendo enamorado de la hermosa pastora Eandra; al ausente Crisio, el verse apartado de Claraura, bella y discreta pastora, a quien él por único bien suyo tenía; y al desesperado Marsilio, el desamor que para con él en el pecho de Belisa se encerraba. Eran todos amigos y de una mesma aldea, y la pasión del uno el otro no la ignoraba; antes, en dolorosa competencia, muchas veces se habían juntado a encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar, como mejor podía, que su dolor a cualquier otro se aventajaba, teniendo por summa gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio, o por mejor decir, tal dolor padecían, que comoquiera que le significasen, mostraban ser el mayor que imaginar se podía. Por estas disputas y competencias eran famosos y conocidos en todas las riberas de Tajo, y habían puesto deseo a Tirsi y a Damón de conocerlos; y, viéndolos allí juntos, unos a otros se hicieron corteses y agradables rescibimientos; principalmente, todos con admiración miraban a los dos pastores Tirsi y Damón, hasta allí dellos solamente por fama conocidos.
A esta sazón, salió el rico pastor Daranio a la serrana vestido: traía camisa alta de cuello plegado, almilla de frisa, sayo verde escotado, zaragüelles de delgado lienzo, antiparas azules, zapato redondo, cinto tachonado, y de la color del sayo una cuarteada caperuza. No menos salió bien aderezada su esposa Silveria, porque venía con saya y cuerpos leonados guarnecidos de raso blanco, camisa de pechos labrada de azul y verde, gorguera de hilo amarillo sembrado de argentería (invención de Galatea y Florisa, que la vistieron), garbín turquesado con fluecos de encarnada seda, alcorque dorado, zapatillas justas, corales ricos y sortija de oro; y, sobre todo, su belleza, que más que todo la adornaba. Salió luego tras ella la sin par Galatea, como sol tras el aurora, y su amiga Florisa, con otras muchas y hermosas pastoras que, por honrar las bodas, a ellas habían venido, entre las cuales también iba Teolinda, con cuidado de hurtar el rostro a los ojos de Damón y Tirsi, por no ser de ellos conocida. Y luego las pastoras, siguiendo a los pastores que guiaban, al son de muchos pastoriles instrumentos, hacia el templo se encaminaron, en el cual espacio le tuvieron Elicio y Erastro de cebar los ojos en el hermoso rostro de Galatea, deseando que durara aquel camino más que la larga peregrinación de Ulises. Y, con el contento de verla, iba tan fuera de sí Erastro que hablando con Elicio le dijo:
-¿Qué miras, pastor, si a Galatea no miras? Pero, ¿cómo podrás mirar el sol de sus cabellos, el cielo de su frente, las estrellas de sus ojos, la nieve de su rostro, la grana de sus mejillas, el color de sus labios, el marfil de sus dientes, el cristal de su cuello, el mármol de su pecho?
-Todo eso he podido ver, ¡oh Erastro! -respondió Elicio-, y ninguna cosa de cuantas has dicho es causa de mi tormento, si no es la aspereza de su condición, que si no fuera tal como tú sabes, todas las gracias y bellezas que en Galatea conoces fueran ocasión de mayor gloria nuestra.
-Bien dices -dijo Erastro-; pero todavía no me podrás negar que a no ser Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada, y a no ser tan deseada, no fuera tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo.
-No te puedo yo negar, Erastro -respondió Elicio-, que todo cualquier dolor y pesadumbre no nazca de la privación y falta de aquello que deseamos; mas juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad del amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desea, porque la belleza, dondequiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que, a este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe, porque si se le debiera, con sólo desear el cielo le tuviéramos merescido; mas ya ves, Erastro, ser esto tan al revés como nuestra verdadera ley nos lo tiene mostrado. Y, puesto caso que la hermosura y belleza sea una principal parte para atraernos a desearla y a procurar gozarla, el que fuere verdadero enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser bueno, sin que otro algún interese le mueva. Y éste se puede llamar, aun en las cosas de acá, perfecto y verdadero amor, y es digno de ser agradecido y premiado, como vemos que premia conocida y aventajadamente el Hacedor de todas las cosas a aquellos que sin moverles otro interese alguno de temor, de pena o de esperanza de gloria, le quieren, le aman y le sirven solamente por ser bueno y digno de ser amado; y ésta es la última y mayor perfectión que en el amor divino se encierra, y en el humano también, cuando no se quiere más de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento; porque muchas veces lo malo nos parece bueno y lo bueno malo; y así, amamos lo uno y aborrecemos lo otro, y este tal amor no meresce premio, sino castigo. Quiero inferir de todo lo que he dicho, ¡oh Erastro!, que si tú quieres y amas la hermosura de Galatea con intención de gozarla, y en esto para el fin de tu deseo, sin pasar adelante a querer su virtud, su acrescentamiento de fama, su salud, su vida y bienes, entiende que no amas como debes, ni debes ser remunerado como quieres.
Quisiera Erastro replicar a Elicio y darle a entender cómo no entendía bien del amor con que a Galatea amaba, pero estorbólo el son de la zampoña del desamorado Lenio, el cual quiso también hallarse a las bodas de Daranio y regocijar la fiesta con su canto. Y así, puesto delante de los desposados, en tanto que al templo llegaban, al son del rabel de Eugenio, estos versos fue cantando:
LENIO
¡Desconocido, ingrato Amor, que asombras
a veces los gallardos corazones,
y con vanas figuras, vanas sombras,
pones al alma libre mil prisiones!,
si de ser dios te precias, y te nombras 5
con tan subido nombre, no perdones
al que, rendido al lazo de Himineo,
rindiere a nuevo ñudo su deseo.
En conservar la ley pura y sincera
del sancto matrimonio pon tu fuerza; 10
descoge en este campo tu bandera;
haz a tu condición en esto fuerza,
que bella flor, que dulce fruto espera,
por pequeño trabajo, el que se esfuerza
a llevar este yugo como debe, 15
que, aunque parece carga, es carga leve.
Tú puedes, si te olvidas de tus hechos
y de tu condición tan desabrida,
hacer alegres tálamos y lechos
do el yugo conyugal a dos anida. 20
Enciérrate en sus almas y en sus pechos
hasta que acabe el curso de su vida
y vayan a gozar, como se espera,
de la agradable eterna primavera.
Deja las pastoriles cabañuelas, 25
y al libre pastorcillo hacer su oficio;
vuela más alto ya, pues tanto vuelas,
y aspira a mejor grado y ejercicio.
En vano te fatigas y desvelas
en hacer de las almas sacrificio, 30
si no las rindes con mejor intento
al dulce de Himineo ayuntamiento.
Aquí puedes mostrar la poderosa
mano de tu poder maravilloso,
haciendo que la nueva tierna esposa 35
quiera, y que sea querida de su esposo,
sin que aquella infernal rabia celosa
les turbe su contento y su reposo,
ni el desdén sacudido y zahareño
les prive del sabroso y dulce sueño. 40
Mas si, ¡pérfido Amor!, nunca escuchadas
fueron de ti plegarias de tu amigo,
bien serán estas mías desechadas,
que te soy y seré siempre enemigo.
Tu condición, tus obras mal miradas, 45
de quien es todo el mundo buen testigo,
hacen que yo no espere de tu mano
contento alegre, venturoso y sano.
Ya se maravillaban los que al desamorado Lenio escuchando iban, de ver con cuanta mansedumbre las cosas de amor trataba, llamándole dios y de mano poderosa, cosa que jamás le habían oído decir. Mas, habiendo oído los versos con que acabó su canto, no pudieron dejar de reírse, porque ya les pareció que se iba colerizando, y, que si adelante en su canto pasara, él pusiera al amor como otras veces solía; pero faltóle el tiempo, porque se acabó el camino. Y así, llegados al templo y hechas en él por los sacerdotes las acostumbradas ceremonias, Daranio y Silveria quedaron en perpetuo y estrecho ñudo ligados, no sin envidia de muchos que los miraban, ni sin dolor de algunos que la hermosura de Silveria codiciaban; pero a todo dolor sobrepujara el que sintiera el sin ventura Mireno, si a este espectáculo se hallara presente. Vueltos, pues, los desposados del templo con la mesma compañía que habían llevado, llegaron a la plaza de la aldea, donde hallaron las mesas puestas, y adonde quiso Daranio hacer públicamente demostración de sus riquezas, haciendo a todo el pueblo un generoso y sumptuoso convite. Estaba la plaza tan enramada que una hermosa verde floresta parescía, entretejidas las ramas por cima de tal modo, que los agudos rayos del sol en todo aquel circuito no hallaban entrada para calentar el fresco suelo, que cubierto con muchas espadañas y con mucha diversidad de flores se mostraba.
Allí, pues, con general contento de todos, se solemnizó el generoso banquete, al son de muchos pastorales instrumentos, sin que diesen menos gusto que el que suelen dar las acordadas músicas que en los reales palacios se acostumbran. Pero lo que más autorizó la fiesta fue ver que, en alzándose las mesas, en el mesmo lugar, con mucha presteza, hicieron un tablado, para efecto de que los cuatro discretos y lastimados pastores, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio, y por satisfacer el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían allí en público recitar una égloga que ellos mesmos de la ocasión de sus mesmos dolores habían compuesto. Acomodados, pues, en sus asientos todos los pastores y pastoras que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y la lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes un sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde teatro fue el triste Orompo, con un pellico negro vestido y un cayado de amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la muerte; venía con hojas de funesto ciprés coronado, insinias todas de la tristeza que en él reinaba por la inmatura muerte de su querida Listea; y, después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra parte hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el silencio con semejantes razones:
OROMPO
Salid de lo hondo del pecho cuitado,
palabras sangrientas, con muerte mezcladas;
y si los sospiros os tienen atadas,
abrid y romped el siniestro costado.
El aire os impide, que está ya inflamado 5
del fiero veneno de vuestros acentos;
salid, y siquiera os lleven los vientos,
que todo mi bien también me han llevado.
Poco perdéis en veros perdidas,
pues ya os ha faltado el alto subjecto 10
por quien en estilo grave y perfecto
hablábades cosas de punto subidas;
notadas un tiempo y bien conocidas
fuistes por dulces, alegres, sabrosas;
agora por tristes, amargas, llorosas, 15
seréis de la tierra y del cielo tenidas.
Pero, aunque salgáis, palabras, temblando,
¿con cuáles podréis decir lo que siento?,
si es incapaz mi fiero tormento
de irse cual es al vivo pintando. 20
Mas, ya que me falta el cómo y el cuándo
de significar mi pena y mi mengua,
aquello que falta y no puede la lengua,
suplan mis ojos, contino llorando.
¡Oh muerte, que atajas y cortas el hilo 25
de mil pretensiones gustosas humanas,
y en un volver de ojos las sierras allanas
y haces iguales a Henares y al Nilo!
¿Por qué no templaste, traidora, el estilo
tuyo cruel? ¿Por qué a mi despecho, 30
probaste en el blanco y más lindo pecho,
de tu fiero alfanje la furia y el filo?
¿En qué te ofendían, ¡oh falsa!, los años
tan tiernos y verdes de aquella cordera?
¿Por qué te mostraste con ella tan fiera? 35
¿Por qué en el suyo creciste mis daños?
¡Oh mi enemiga, y amiga de engaños!,
de mí, que te busco, te escondes y ausentas,
y quieres y trabas razones y cuentas
con el que más teme tus males tamaños. 40
En años maduros, tu ley, tan injusta,
pudiera mostrar su fuerza crescida,
y no descargar la dura herida
en quien del vivir ha poco que gusta.
Mas esa tu hoz, que todo lo ajusta, 45
y mando ni ruego jamás la doblega,
así con rigor la flor tierna siega,
como la caña ñudosa y robusta.
Cuando a Listea del suelo quitaste,
tu ser, tu valor, tu fuerza, tu brío, 50
tu ira, tu mando y tu señorío
con solo aquel triunfo al mundo mostraste.
Llevando a Listea, también te llevaste
la gracia, el donaire, belleza y cordura
mayor de la tierra, y en su sepultura 55
este bien todo con ella encerraste.
Sin ella, en tiniebla perpetua ha quedado
mi vida penosa, que tanto se alarga,
que es insufrible a mis hombros su carga:
que es muerte la vida del que es desdichado. 60
Ni espero en fortuna, ni espero en el hado,
ni espero en el tiempo, ni espero en el cielo,
ni tengo de quién espere consuelo,
ni es bien que se espere en mal tan sobrado.
¡Oh vos, que sentís qué cosa es dolores!, 65
venid y tomad consuelo en los míos;
que en viendo su ahínco, sus fuerzas, sus bríos,
veréis que los vuestros son mucho menores.
¿Dó estáis agora, gallardos pastores?
Crisio, Marsilo y Orfenio, ¿qué hacéis? 70
¿Por qué no venís? ¿Por qué no tenéis
por más que los vuestros mis daños mayores?
Mas, ¿quién es aquel que asoma y que quiebra
por la encrucijada de aqueste sendero?
Marsilo es, sin duda, de amor prisionero: 75
Belisa es la causa, a quien siempre celebra.
A éste le roe la fiera culebra
del crudo desdén el pecho y el alma,
y pasa su vida en tormenta sin calma,
y aun no es, cual la mía, su suerte tan negra. 80
Él piensa qu’el mal qu’el alma le aqueja
es más que el dolor de mi desventura.
Aquí será bien que entre esta espesura
me esconda, por ver si acaso se queja.
Mas, ¡ay!, que a la pena que nunca me deja 85
pensar igualarla es gran desatino,
pues abre la senda y cierra el camino
al mal que se acerca y al bien que se aleja.
MARSILO
¡Pasos que al de la muerte
me lleváis paso a paso, 90
forzoso he de acusar vuestra pereza!
Seguid tan dulce suerte,
que en este amargo paso
está mi bien y en vuestra ligereza.
Mirad que la dureza 95
de la enemiga mía
en el airado pecho,
contrario a mi provecho,
en su entereza está cual ser solía;
huigamos, si es posible, 100
del áspero rigor suyo terrible.
¿A qué apartado clima,
a qué región incierta
iré a vivir, que pueda asegurarme
del mal que me lastima, 105
del ansia triste y cierta
que no se ha de acabar hasta acabarme?
Ni estar quedo, o mudarme
a la arenosa Libia,
o al lugar donde habita 110
el fiero y blanco scita,
un solo punto mi dolor alivia:
que no está mi contento
en hacer de lugares mudamiento.
Aquí y allí me alcanza 115
el desdén riguroso
de la sin par cruel pastora mía,
sin que amor ni esperanza
un término dichoso
me puedan prometer en tal porfía. 120
¡Belisa, luz del día,
gloria de la edad nuestra,
si valen ya contigo
ruegos de un firme amigo,
tiempla el rigor airado de tu diestra, 125
y el fuego deste mío
pueda en tu pecho deshacer el frío!
Más sorda a mi lamento,
más implacable y fiera
que a la voz del cansado marinero 130
el riguroso viento
qu’el mar turba y altera
y amenaza a la vida el fin postrero;
mármol, diamante, acero,
alpestre y dura roca, 135
robusta, antigua encina,
roble que nunca inclina
la altiva rama al cierzo que le toca:
todo es blando y suave,
comparado al rigor que’n tu alma cabe. 140
Mi duro amargo hado,
mi inexorable estrella,
mi voluntad, que todo lo consiente,
me tienen condemnado,
Belisa ingrata y bella, 145
a que te sirva y ame eternamente.
Y, aunque tu hermosa frente,
con riguroso ceño,
y tus serenos ojos
me anuncien mil enojos, 150
serás desta alma conocida dueño,
en tanto que en el suelo
la cubriere mortal corpóreo velo.
¿Hay bien que se le iguale
al mal que me atormenta? 155
¿Y hay mal en todo el mundo tan esquivo?
El uno y otro sale
de toda humana cuenta,
y aun yo sin ella en viva muerte vivo.
En el desdén avivo 160
mi fe, y allí se enciende
con el helado frío;
mirad qué desvarío,
y el dolor desusado que me ofende,
y si podrá igualarse 165
al mal que más quisiere aventajarse.
Mas, ¿quién es el que mueve
las ramas intricadas
deste acopado mirto y verde asiento?
OROMPO
Un pastor que se atreve, 170
con razones fundadas
en la pura verdad de su tormento,
mostrar que el sentimiento
de su dolor crescido
al tuyo se aventaja, 175
por más que tú le estimes,
levantes y sublimes.
MARSILO
Vencido quedarás en tal baraja,
Orompo, fiel amigo,
y tú mesmo serás dello testigo. 180
Si de las ansias mías,
si de mi mal insano
la más mínima parte conocieras,
cesaran tus porfías,
Orompo, viendo llano 185
que tú penas de burla y yo de veras.
OROMPO
Haz, Marsilo, quimeras
de tu dolor estraño,
y al mío menoscaba
que la vida me acaba, 190
que yo espero sacarte d’ese engaño,
mostrando al descubierto
que el tuyo es sombra de mi mal, que’s cierto.
Pero la voz sonora
de Crisio oigo que suena, 195
pastor que en la opinión se te parece;
escuchémosle ahora,
que su cansada pena
no menos que la tuya la engrandece.
MARSILO
Hoy el tiempo me ofrece 200
lugar y coyuntura
donde pueda mostraros
a entrambos y enteraros
de que sola la mía es desventura.
OROMPO
Atiende ahora, Marsilo, 205
la voz de Crisio y lamentable estilo.
CRISIO
¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!,
¡cuán fuera debió estar de conocerte
el que igualó tu fuerza y violencia
al poder invencible de la muerte! 210
Que, cuando con mayor rigor sentencia,
¿qué puede más su limitada suerte
que deshacer el ñudo y recia liga
que a cuerpo y alma estrechamente liga?
Tu duro alfanje a mayor mal se estiende, 215
pues un espíritu en dos mitades parte.
¡Oh milagros de amor que nadie entiende,
ni se alcanzan por sciencia ni por arte!
¡Que deje su mitad con quien la enciende
allá mi alma, y traiga acá la parte 220
más frágil, con la cual más mal se siente
que estar mil veces de la vida ausente!
Ausente estoy de aquellos ojos bellos
que serenaban la tormenta mía;
ojos vida de aquél que pudo vellos, 225
si de allí no pasó la fantasía:
que verlos y pensar de merescellos
es loco atrevimiento y demasía.
Yo los vi, ¡desdichado!, y no los veo,
y mátame de verlos el deseo. 230
Deseo, y con razón, ver dividida,
por acortar el término a mi daño,
esta antigua amistad, que tiene unida
mi alma al cuerpo con amor tamaño,
que siendo de las carnes despedida 235
con ligereza presta y vuelo estraño,
podrá tornar a ver aquellos ojos,
que son descanso y gloria a sus enojos.
Enojos son la paga y recompensa
que amor concede al amador ausente, 240
en quien se cifra el mayor mal y ofensa
que en los males de amor s’encierra y siente.
Ni poner discreción a la defensa,
ni un querer firme, levantado, ardiente,
aprovecha a templar deste tormento 245
la dura pena y el furor violento.
Violento es el rigor desta dolencia;
pero junto con esto, es tan durable,
que se acaba primero la paciencia,
y aun de la vida el curso miserable. 250
Muertes, desvíos, celos, inclemencia
de airado pecho, condición mudable,
no atormentan así ni dañan tanto
como este mal, que’l nombre aun pone espanto.
Espanto fuera si dolor tan fiero 255
dolores tan mortales no causara;
pero todos son flacos, pues no muero,
ausente de mi vida dulce y cara.
Mas cese aquí mi canto lastimero,
que a compañía tan discreta y rara 260
como es la que allí veo, será justo
que muestre al verla más sabroso gusto.
OROMPO
Gusto nos da, buen Crisio, tu presencia,
y más viniendo a tiempo que podremos
acabar nuestra antigua diferencia. 265
CRISIO
Orompo, si es tu gusto, comencemos,
pues que juez de la contienda nuestra
tan recto aquí en Marsilo le tendremos.
MARSILO
Indicio dais y conocida muestra
del error en que os trae tan embebidos 270
esa vana opinión notoria vuestra,
pues queréis que a los míos preferidos
vuestros dolores, tan pequeños, sean,
harto llorados más que conoscidos.
Mas, porque el suelo y cielo juntos vean 275
cuánto vuestro dolor es menos grave
que las ansias que el alma me rodean,
la más pequeña que en mi pecho cabe
pienso mostrar en vuestra competencia,
así como mi ingenio torpe sabe; 280
y dejaré a vosotros la sentencia
y el juzgar si mi mal es muy más fuerte
qu’el riguroso de la larga ausencia,
o el amargo espantoso de la muerte,
de quien entrambos os quejáis sin tiento, 285
llamando dura y corta a vuestra suerte.
OROMPO
Deso yo, soy, Marsilo, muy contento,
pues la razón que tengo de mi parte
el triunfo le asegura a mi tormento.
CRISIO
Aunque de exagerar me falta el arte, 290
veréis, cuando yo os muestre mi tristeza,
cómo quedan las vuestras a una parte.
MARSILO
¿Qué ausencia llega a la inmortal dureza
de mi pastora?, que es, con ser tan dura,
señora universal de la belleza. 295
OROMPO
¡Oh, a qué buen tiempo llega y coyuntura
Orfenio! ¿Veisle?, asoma. Estad atentos:
oiréisle ponderar su desventura.
Celos es la ocasión de sus tormentos:
celos, cuchillo y ciertos turbadores 300
de las paces de amor y los contentos.
CRISIO
Escuchad, que ya canta sus dolores.
ORFINIO
¡Oh sombra escura que contino sigues
a mi confusa triste fantasía;
enfadosa tiniebla, siempre fría, 305
que a mi contento y a mi luz persigues!
¿Cuándo será que tu rigor mitigues,
monstruo cruel y rigurosa harpía?
¿Qué ganas en turbarme la alegría,
o qué bien en quitármele consigues? 310
Mas, si la condición de que te arreas
se estiende a pretender quitar la vida
al que te dio la tuya y te ha engendrado,
no me debe admirar que de mí seas
y de todo mi bien fiero homicida, 315
sino de verme vivo en tal estado.
OROMPO
Si el prado deleitoso,
Orfinio, te es alegre, cual solía
en tiempo más dichoso,
ven; pasarás el día 320
en nuestra lastimada compañía.
Con los tristes el triste
bien ves que se acomoda fácilmente;
ven, que aquí se resiste,
par desta clara fuente, 325
del levantado sol el rayo ardiente.
Ven, y el usado estilo
levanta, y como sueles te defiende
de Crisio y de Marsilio,
que cada cual pretende 330
mostrar que sólo es mal el que le ofende.
Yo solo, en este caso
contrario habré de ser a ti y a ellos,
pues los males que paso
bien podré encarecellos, 335
mas no mostrar la menor parte dellos.
ORFINIO
No al gusto le es sabrosa
así a la corderuela deshambrida
la yerba, ni gustosa
salud restituida 340
a aquel que ya la tuvo por perdida,
como es a mí sabroso
mostrar en la contienda que se ofrece
que el dolor riguroso
que el corazón padece 345
sobr’el mayor del suelo se engrandece.
Calle su mal sobrado
Orompo; encubra Crisio su dolencia;
Marsilo esté callado:
muerte, desdén ni ausencia 350
no tengan con los celos competencia.
Pero si el cielo quiere
que hoy salga a campo la contienda nuestra,
comience el que quisiere,
y dé a los otros muestra 355
de su dolor con torpe lengua o diestra:
que no está en la elegancia
y modo de decir el fundamento
y principal sustancia
del verdadero cuento 360
que en la pura verdad tiene su asiento.
CRISIO
Siento, pastor, que tu arrogancia mucha
en esta lucha de pasiones nuestras
dará mil muestras de tu desvarío.
ORFINIO
Tiempla ese brío, o muéstralo a su tiempo; 365
que es pasatiempo, Crisio, tu congoja:
que el mal que afloja con volver el paso
no hay que hacer caso de su sentimiento.
CRISIO
Es mi tormento tan estraño y fiero,
que presto espero que tú mesmo digas 370
que a mis fatigas no se iguala alguna.
MARSILO
Desde la cuna soy yo desdichado.
OROMPO
Aun engendrado creo que no estaba,
cuando sobraba en mí la desventura.
ORFINIO
En mí se apura la mayor desdicha. 375
CRISIO
Tu mal es dicha, comparado al mío.
MARSILO
Opuesto al brío de mi mal estraño,
es gloria el daño que a vosotros daña.
OROMPO
Esta maraña quedará muy clara
cuando a la clara mi dolor descubra. 380
Ninguno encubra agora su tormento,
que yo del mío doy principio al cuento.
Mis esperanzas, que fueron
sembradas en parte buena,
dulce fruto prometieron, 385
y cuando darle quisieron
convirtióle el cielo en pena.
Vi su flor maravillosa
en mil muestras deseosa
de darme una rica suerte, 390
y en aquel punto la muerte
cortómela de envidiosa.
Yo quedé cual labrador
que del trabajo contino
de su espaciosa labor 395
fruto amargo de dolor
le concede su destino;
y aun le quita la esperanza
de otra nueva buena andanza,
porque cubrió con la tierra 400
el cielo donde se encierra
de su bien la confianza.
Pues si a término he llegado
que de tener gusto o gloria
vivo ya desesperado, 405
de que yo soy más penado
es cosa cierta y notoria:
que la esperanza asegura
en la mayor desventura
un dichoso fin que viene; 410
mas, ¡ay de aquél que la tiene
cerrada en la sepultura!
MARSILO
Yo, qu’el humor de mis ojos
siempre derramado ha sido
en lugar donde han nascido 415
cien mil espinas y abrojos
qu’el corazón m’han herido;
yo sí soy el desdichado,
pues con nunca haber mostrado
un momento el rostro enjuto, 420
ni hoja, ni flor, ni fruto
he del trabajo sacado.
Que si alguna muestra viera
de algún pequeño provecho,
sosegárase mi pecho; 425
y, aunque nunca se cumpliera,
quedara al fin satisfecho,
porque viera que valía
mi enamorada porfía
con quien es tan desabrida, 430
que a mi yelo está encendida
y a mi fuego helada y fría.
Pues si es el trabajo vano
de mi llanto y sospirar,
y dél no pienso cesar, 435
a mi dolor inhumano,
¿cuál se le podrá igualar?
Lo que tu dolor concierta
es que está la causa muerta,
Orompo, de tu tristeza; 440
la mía, en más entereza,
cuanto más me desconcierta.
CRISIO
Yo, que tiniendo en sazón
el fruto que se debía
a mi contina pasión, 445
una súbita ocasión
de gozarle me desvía;
muy bien podré ser llamado
sobre todos desdichado,
pues que vendré a perecer, 450
pues no puedo parecer
adonde el alma he dejado.
Del bien que lleva la muerte
el no poder recobrallo
en alivio se convierte, 455
y un corazón duro y fuerte
el tiempo suele ablandallo.
Mas en ausencia se siente,
con un estraño accidente,
sin sombra de ningún bien, 460
celos, muertes y desdén,
que esto y más teme el ausente.
Cuando tarda el cumplimiento
de la cercana esperanza,
aflige más el tormento, 465
y allí llega el sufrimiento
adonde ella nunca alcanza.
En las ansias desiguales,
el remedio de los males
es el no esperar remedio; 470
mas carecen deste medio
las de ausencia más mortales.
ORFINIO
El fruto que fue sembrado
por mi trabajo contino,
a dulce sazón llegado, 475
fue con próspero destino
en mi poder entregado.
Y apenas pude llegar
a términos tan sin par,
cuando vine a conocer 480
la ocasión de aquel placer
ser para mí de pesar.
Yo tengo el fruto en la mano,
y el tenerle me fatiga,
porque en mi mal inhumano, 485
a la más granada espiga
la roe un fiero gusano.
Aborrezco lo que quiero,
y por lo que vivo muero,
y yo me fabrico y pinto 490
un revuelto laberinto
de do salir nunca espero.
Busco la muerte en mi daño,
que ella es vida a mi dolencia;
con la verdad más me engaño, 495
y en ausencia y en presencia
va creciendo un mal tamaño.
No hay esperanza que acierte
a remediar mal tan fuerte,
ni por estar ni alejarme 500
es imposible apartarme
desta triste viva muerte.
OROMPO
¿No es error conocido
decir que el daño que la muerte hace,
por ser tan estendido, 505
en parte satisface,
pues la esperanza quita
qu’el dolor administra y solicita?
Si de la gloria muerta
no se quedara viva la memoria 510
qu’el gusto desconcierta,
es cosa ya notoria
que el no esperar tenella,
tiempla el dolor en parte de perdella.
Pero si está presente 515
la memoria del bien ya fenescido,
más viva y más ardiente
que cuando poseído,
¿quién duda que esta pena
no está más que otras de miserias llena? 520
MARSILO
Si a un pobre caminante
le sucediese, por estraña vía,
huírsele delante,
al fenecer del día,
el albergue esperado 525
y con vana presteza procurado,
quedaría, sin duda,
confuso del temor que allí le ofrece
la escura noche y muda,
y más si no amanesce, 530
que el cielo a su ventura
no concede la luz serena y pura.
Yo soy el que camino
para llegar a un albergue venturoso,
y cuando más vecino 535
pienso estar del reposo,
cual fugitiva sombra,
el bien me huye y el dolor me asombra.
CRISIO
Cual raudo y hondo río
suele impedir al caminante el paso, 540
y al viento, nieve y frío
le tiene en campo raso,
y el albergue delante
se le muestra de allí poco distante,
tal mi contento impide 545
esta penosa y tan prolija ausencia,
que nunca se comide
a aliviar su dolencia,
y casi ante mis ojos
veo quien remediará mis enojos. 550
Y el ver de mis dolores
tan cerca la salud, tanto me aprieta,
que los hace mayores,
pues por causa secreta,
cuanto el bien es cercano, 555
tanto más lejos huye de mi mano.
ORFINIO
Mostróseme a la vista
un rico albergue de mil bienes lleno;
triunfé de su conquista,
y, cuando más sereno 560
se me mostraba el hado,
vilo en escuridad negra cambiado.
Allí donde consiste
el bien de los amantes bien queridos,
allí mi mal asiste; 565
allí se ven unidos
los males y desdenes
donde suelen estar todos los bienes.
Dentro desta morada
estoy, de do salir nunca procuro, 570
por mi dolor fundada
de tan estraño muro,
que pienso que le abaten
cuantos le quieren, miran y combaten.
OROMPO
Antes el sol acabará el camino 575
que es proprio suyo, dando vuelta al cielo
después de haber tocado en cada signo,
que la parte menor de nuestro duelo
podamos declarar como se siente,
por más qu’el bien hablar levante el vuelo. 580
Tú dices, Crisio, qu’el que vive ausente
muere; yo, que estoy muerto, pues mi vida
a muerte la entregó el hado inclemente.
Y tú, Marsilo, afirmas que perdida
tienes de gusto y bien toda esperanza, 585
pues un fiero desdén es tu homicida.
Tú repites, Orfinio, que la lanza
aguda de los celos te traspasa,
no sólo el pecho, que hasta el alma alcanza.
Y como el uno lo que el otro pasa 590
no siente, su dolor solo exagera,
y piensa que al rigor del otro pasa.
Y, por nuestra contienda lastimera,
de tristes argumentos está llena
del caudaloso Tajo la ribera. 595
Ni por esto desmengua nuestra pena;
antes, por el tratar la llaga tanto,
a mayor sentimiento nos condemna.
Cuanto puede decir la lengua, y cuanto
pueden pensar los tristes pensamientos, 600
es ocasión de renovar el llanto.
Cesen, pues, los agudos argumentos,
que en fin no hay mal que no fatigue y pene,
ni bien que dé siguros los contentos.
¡Harto mal tiene quien su vida tiene 605
cerrada en una estrecha sepultura,
y en soledad amarga se mantiene!
¡Desdichado del triste sin ventura
que padece de celos la dolencia,
con quien no valen fuerzas ni cordura, 610
y aquel que en el rigor de larga ausencia
pasa los tristes miserables días,
llegado al flaco arrimo de paciencia,
y no menos aquel qu’en sus porfías
siente, cuando más arde, en su pastora 615
entrañas duras e intenciones frías!
CRISIO
Hágase lo que pide Orompo agora,
pues ya de recoger nuestro ganado
se va llegando a más andar la hora;
y, en tanto que al albergue acostumbrado 620
llegamos, y que el sol claro se aleja,
escondiendo su faz del verde prado,
con voz amarga y lamentable queja,
al son de los acordes instrumentos,
cantemos el dolor que nos aqueja. 625
MARSILO
Comienza, pues, ¡oh Crisio!, y tus acentos
lleguen a los oídos de Claraura,
llevados mansamente de los vientos,
como a quien todo tu dolor restaura.
CRISIO
Al que ausencia viene a dar 630
su cáliz triste a beber,
no tiene mal que temer,
ni ningún bien que esperar.
En esta amarga dolencia
no hay mal que no esté cifrado: 635
temor de ser olvidado,
celos de ajena presencia;
quien la viniere a probar
luego vendrá a conocer
que no hay mal de que temer, 640
ni menos bien que esperar.
OROMPO
Ved si es mal el que me aqueja
más que muerte conoscida,
pues forma quejas la vida
de que la muerte la deja. 645
Cuando la muerte llevó
toda mi gloria y contento,
por darme mayor tormento,
con la vida me dejó.
El mal viene, el bien se aleja 650
con tan ligera corrida,
que forma quejas la vida
de que la muerte la deja.
MARSILO
En mi terrible pesar
ya faltan, por más enojos, 655
las lágrimas a los ojos
y el aliento al sospirar.
La ingratitud y desdén
me tienen ya de tal suerte,
que espero y llamo a la muerte 660
por más vida y por más bien.
Poco se podrá tardar,
pues faltan en mis enojos
las lágrimas a los ojos
y el aliento al sospirar. 665
ORFINIO
Celos, a fe, si pudiera,
que yo hiciera por mejor
que fueran celos amor,
y que el amor celos fuera.
Deste trueco granjeara 670
tanto bien y tanta gloria,
que la palma y la victoria
de enamorado llevara.
Y aun fueran de tal manera
los celos en mi favor, 675
que a ser los celos amor,
el amor yo solo fuera.
Con esta última canción del celoso Orfinio dieron fin a su égloga los discretos pastores, dejando satisfechos de su discreción a todos los que escuchado los habían; especialmente a Damón y a Tirsi, que gran contento en oírlos rescibieron, paresciéndoles que más que de pastoril ingenio parescían las razones y argumentos que para salir con su propósito los cuatro pastores habían propuesto. Pero, habiéndose movido contienda entre muchos de los circunstantes sobre cuál de los cuatro había alegado mejor de su derecho, en fin se vino a conformar el parecer de todos con el que dio el discreto Damón, diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos; y que no se podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio, ni la desconfianza de Marsilo.
-La causa es -dijo- que no cabe en razón natural que las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse, puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas, ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que tuviese voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que, cuanto más el deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le faltaría. Y por esta mesma razón digo que la pena que Orompo padece no es sino una lástima y compasión del bien perdido; y, por haberle perdido de manera que no es posible tornarle a cobrar, esta imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe; que, puesto que el humano entendimiento no puede estar tan unido siempre con la razón que deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede, y que en efecto, ha de dar muestras de su sentimiento con tiernas lágrimas, ardientes sospiros y lastimosas palabras, so pena de que quien esto no hiciese, antes por bruto que por hombre racional sería tenido, en fin fin, el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.
»Todo esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus versos, que, como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo, dale terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar, o alguna distancia de tierra, parécele que tiniendo lo principal, que es la voluntad de la persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria. Júntase asimesmo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de los humanos corazones; y, en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es estraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado ausente; pero, como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tornada, puédese llevar con algún alivio su tormento, y si sucediere ser la ausencia de manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella imposibilidad viene a ser el remedio, como en el de la muerte.
»El dolor de que Marsilo se queja, puesto que es como el mesmo que yo padezco, y por esta causa me había de parescer mayor que otro alguno, no por eso dejaré de decir lo que en él la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión me incita. Confieso que es terrible dolor querer y no ser querido, pero mayor sería amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la razón y la experiencia nos enseña, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos, y que no padece esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos más se confirma y fortalece; así que, quejarse el nuevo amante de la dureza del rebelde pecho de su señora, va fuera de todo razonable término, porque, como el amor sea y ha de ser voluntario, y no forzoso, no debo yo quejarme de no ser querido de quien quiero, ni debo hacer caudal del cargo que le hago, diciéndole que está obligada a amarme porque yo la amo; que, puesto que la persona amada debe, en ley de naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con quien bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante; que si esto así fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud alcanzasen lo que quizá no se les debría de derecho. Y, como el amor tenga por padre al conocimiento, puede ser que no halle en mí la que es de mí bien querida, partes tan buenas que la muevan e inclinen a quererme; y así, no está obligada, como ya he dicho, a amarme, como yo estaré obligado a adorarla, porque hallé en ella lo que a mí me falta. Y por esta razón no debe el desdeñado quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias que al conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle. Y así, debe procurar con continos servicios, con amorosas razones, con la no importuna presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar y enmendar en él la falta que naturaleza hizo, que este es tan principal remedio, que estoy por afirmar que será imposible dejar de ser amado el que con tan justos medios procurase granjear la voluntad de su señora. Y, pues este mal del desdén tiene el bien deste remedio, consuélese Marsilo y tenga lástima al desdichado y celoso Orfinio, en cuya desventura se encierra la mayor que en las de amor imaginar se puede.
»¡Oh celos, turbadores de la sosegada paz amorosa; celos, cuchillo de las más firmes esperanzas! No sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros os hizo hijos del amor, siendo tan al revés, que por el mesmo caso dejara el amor de serlo si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo nascer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de aquí nasce que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que por vuestros efectos dais a conoscer que no sois el mesmo amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo sois, nascidos de una baja sospecha, engendrados de un vil y desastrado temor, criados a los pechos de falsas imaginaciones, crescidos entre vilísimas envidias, sustentados de chismes y mentiras. Y, porque se vea la destruición que hace en los enamorados pechos esta maldita dolencia de los rabiosos celos, en siendo el amante celoso, conviene -con paz sea dicho de los celosos enamorados-; conviene, digo, que sea, como lo es, traidor, astuto, revoltoso, chismero, antojadizo y aun mal criado; y a tanto se estiende la celosa furia que le señorea, que a la persona que más quiere es a quien más mal desea. Querría el amante celoso que sólo para él su dama fuese hermosa, y fea para todo el mundo; desea que no tenga ojos para ver más de lo que él quisiere, ni oídos para oír, ni lengua para hablar; que sea retirada, desabrida, soberbia y mal acondicionada; y aun a veces desea, apretado desta pasión diabólica, que su dama se muera y que todo se acabe.
»Todas estas pasiones engendran los celos en los ánimos de los amantes celosos; al revés de las virtudes que el puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos amadores, porque en el pecho de un buen enamorado se encierra discreción, valentía, liberalidad, comedimiento y todo aquello que le puede hacer loable a los ojos de las gentes. Tiene más, asimesmo, la fuerza deste crudo veneno: que no hay antídoto que le preserve, consejo que le valga, amigo que le ayude, ni disculpa que le cuadre; todo esto cabe en el enamorado celoso, y más: que cualquiera sombra le espanta, cualquiera niñería le turba y cualquier sospecha, falsa o verdadera, le deshace; y a toda esta desventura se le añade otra: que con las disculpas que le dan, piensa que le engañan. Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas las demás debe anteponerse. Y así, es mi parecer que Orfinio es el más penado, pero no el más enamorado, porque no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente; y si son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta; y así, el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y mal acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza del valor de sí mesmo. Y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto y firme enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de su contento, ni dellas se aparta tanto que le descuiden de andar solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como dice un común proverbio nuestro: «quien bien ama, teme»; teme, y aun es razón que tema el amante que, como la cosa que ama es en estremo buena, o a él le pareció serlo, no parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare, y por la mesma causa se engendre el amor en otro que pueda y venga a turbar el suyo. Teme y tema el buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas ocasiones que en su daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el dichoso estado que goza; y este temor ha de ser tan secreto que no le salga a la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle; y hace tan contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrescentar más el amor, si pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales, comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es justo se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen.
Calló en diciendo esto el famoso Damón, y llevó tras la suya las contrarias opiniones de algunos que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos de la verdad que con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara sin respuesta si los pastores Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio hubieran estado presentes a su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga, se habían ido a casa de su amigo Daranio.
Estando todos en esto, ya que los bailes y danzas querían renovarse, vieron que por una parte de la plaza entraban tres dispuestos pastores, que luego de todos fueron conoscidos, los cuales eran el gentil Francenio, el libre Lauso y el anciano Arsindo, el cual venía en medio de los dos pastores con una hermosa guirnalda de verde lauro en las manos; y, atravesando por medio de la plaza, vinieron a parar adonde Tirsi, Damón, Elicio y Erastro y todos los más principales pastores estaban, a los cuales con corteses palabras saludaron, y con no menor cortesía fueron dellos rescebidos, especialmente Lauso de Damón, de quien era antiguo y verdadero amigo. Cesando los comedimientos, puestos los ojos Arsindo en Damón y en Tirsi, comenzó a hablar desta manera:
-La fama de vuestra sabiduría, que cerca y lejos se estiende, discretos y gallardos pastores, es la que a estos pastores y a mí nos trae a suplicaros queráis ser jueces de una graciosa contienda que entre estos dos pastores ha nascido; y es que la fiesta pasada, Francenio y Lauso, que están presentes, se hallaron en una conversación de hermosas pastoras, entre las cuales, por pasar sin pesadumbre las horas ociosas del día, entre otros muchos juegos, ordenaron el que se llama de los propósitos. Sucedió, pues, que, llegando la vez de proponer y comenzar a uno destos pastores, quiso la suerte que la pastora que a su lado estaba y a la mano derecha tenía, fuese, según él dice, la tesorera de los secretos de su alma, y la que por más discreta y más enamorada en la opinión de todos estaba. Llegándosele, pues, al oído, le dijo: «Huyendo va la esperanza». La pastora, sin detenerse en nada, prosiguió adelante, y al decir después cada uno en público lo que al otro había dicho en secreto, hallóse que la pastora había seguido el propósito, diciendo: «Tenella con el deseo». Fue celebrada por los que presentes estaban la agudeza desta respuesta, pero el que más la solemnizó fue el pastor Lauso; y no menos le pareció bien a Francenio. Y así, cada uno, viendo que lo propuesto y respondido eran versos medidos, se ofreció de glosallos; y, después de haberlo hecho, cada cual procura que su glosa a la del otro se aventaje; y, para asegurarse desto, me quisieron hacer juez dello. Pero, como yo supe que vuestra presencia alegraba nuestras riberas, aconsejéles que a vosotros viniesen, de cuya estremada sciencia y sabiduría questiones de mayor importancia pueden bien fiarse. Han seguido ellos mi parecer, y yo he querido tomar trabajo de hacer esta guirnalda, para que sea dada en premio al que vosotros, pastores, viéredes que mejor ha glosado.
Calló Arsindo y esperó la respuesta de los pastores, que fue agradecerle la buena opinión que dellos tenía, y ofrecerse de ser jueces desapasionados en aquella honrosa contienda. Con este seguro, luego Francenio tornó a repetir los versos y a decir su glosa, que era ésta:
Huyendo va la esperanza;
tenella con el deseo.
GLOSA
Cuando me pienso salvar
en la fe de mi querer,
me vienen luego a espantar 5
las faltas del merescer
y las sobras del pesar.
Muérese la confianza,
no tiene pulsos la vida,
pues se ve en mi mala andanza 10
que, del temor perseguida,
huyendo va la esperanza.
Huye y llévase consigo
todo el gusto de mi pena,
dejando, por más castigo, 15
las llaves de mi cadena
en poder de mi enemigo.
Tanto se aleja que creo
que presto se hará invisible,
y en su ligereza veo 20
que, ni puedo, ni es posible
tenerla con el deseo.
Dicha la glosa de Francenio, Lauso comenzó la suya, que así decía:
En el punto que os miré,
como tan hermosa os vi,
luego temí y esperé;
pero, en fin, tanto temí
que con el temor quedé. 5
De veros, esto se alcanza:
una flaca confianza
y un temor acobardado,
que, por no verle a su lado,
huyendo va la esperanza. 10
Y, aunque me deja y se va
con tan estraña corrida,
por milagro se verá
que se acabará mi vida
y mi amor no acabará. 15
Sin esperanza me veo;
mas, por llevar el trofeo
de amador sin interese,
no querría, aunque pudiese,
tenella con el deseo. 20
En acabando Lauso de decir su glosa, dijo Arsindo:
-Veis aquí, famosos Damón y Tirsi, declarada la causa sobre que es la contienda destos pastores; sólo resta agora que vosotros deis la guirnalda a quien viéredes que con más justo título la meresce: que Lauso y Francenio son tan amigos, y vuestra sentencia será tan justa, que ellos tendrán por bien lo que por vosotros fuere juzgado.
-No entiendas Arsindo -respondió Tirsi-, que con tanta presteza, aunque nuestros ingenios fueran de la calidad que tú los imaginas, se puede ni debe juzgar la diferencia, si hay alguna, destas discretas glosas. Lo que yo sé decir dellas, y lo que Damón no querrá contradecirme, es que igualmente entrambas son buenas, y que la guirnalda se debe dar a la pastora que dio la ocasión a tan curiosa y loable contienda. Y si deste parecer quedáis satisfechos, pagádnosle con honrar las bodas de nuestro amigo Daranio, alegrándolas con vuestras agradables canciones y autorizándolas con vuestra honrosa presencia.
A todos pareció bien la sentencia de Tirsi; los dos pastores la consintieron y se ofrecieron de hacer lo que Tirsi les mandaba. Pero las pastoras y pastores que a Lauso conoscían se maravillaban de ver la libre condición suya en la red amorosa envuelta, porque luego vieron en la amarillez de su rostro, en el silencio de su lengua y en la contienda que con Francenio había tomado, que no estaba su voluntad tan esenta como solía; y andaban entre sí imaginando quién podría ser la pastora que de su libre corazón triunfado había. Quién imaginaba que la discreta Belisa, y quién que la gallarda Leandra, y algunos que la sin par Arminda, moviéndoles a imaginar esto la ordinaria costumbre que Lauso tenía de visitar las cabañas destas pastoras, y ser cada una dellas para subjectar con su gracia, valor y hermosura otros tan libres corazones como el de Lauso. Y desta duda tardaron muchos días en certificarse, porque el enamorado pastor apenas de sí mesmo fiaba el secreto de sus amores. Acabado esto, luego toda la joventud del pueblo renovó las danzas, y los pastoriles instrumentos formaron una agradable música. Pero, viendo que ya el sol apresuraba su carrera hacia el ocaso, cesaron las concertadas voces, y todos los que allí estaban determinaron de llevar a los desposados hasta su casa. Y el anciano Arsindo, por cumplir lo que a Tirsi había prometido, en el espacio que había desde la plaza hasta la casa de Daranio, al son de la zampoña de Erastro, estos versos fue cantando:
ARSINDO
Haga señales el cielo
de regocijo y contento
en tan venturoso día;
celébrese en todo el suelo
este alegre casamiento 5
con general alegría.
Cámbiese de hoy más el llanto
en süave y dulce canto,
y, en lugar de los pesares,
vengan gustos a millares 10
que destierren el quebranto.
Todo el bien suceda en colmo
entre desposados tales,
tan para en uno nascidos:
peras les ofrezca el olmo, 15
cerezas los carrascales,
guindas los mirtos floridos;
hallen perlas en los riscos,
uvas les den los lentiscos,
manzanas los algarrobos, 20
y sin temor de los lobos
ensanchen más sus apriscos.
Y sus machorras ovejas
vengan a ser parideras,
con que doblen su ganancia; 25
las solícitas abejas
en los surcos de sus eras
hagan miel en abundancia;
logren siempre su semilla
en el campo y en la villa, 30
cogida a tiempo y sazón;
no entre en sus viñas pulgón,
ni en su trigo la neguilla.
Y dos hijos presto tengan,
tan hechos en paz y amor 35
cuanto pueden desear;
y, en siendo crescidos, vengan
a ser el uno doctor,
y otro, cura del lugar.
Sean siempre los primeros 40
en virtudes y en dineros,
que sí serán, y aun señores,
si no salen fiadores
de agudos alcabaleros.
Más años que Sarra vivan, 45
con salud tan confirmada
que dello pese al doctor;
y ningún pesar resciban,
ni por hija mal casada,
ni por hijo jugador. 50
Y, cuando los dos estén
viejos cual Matusalén,
mueran sin temor de daño,
y háganles su cabo de año
por siempre jamás, amén. 55
Con grandísimo gusto fueron escuchados los rústicos versos de Arsindo, en los cuales más se alargara si no lo impidiera el llegar a la casa de Daranio, el cual, convidando a todos los que con él venían, se quedó en ella, si no fue que Galatea y Florisa, por temor que Teolinda de Tirsi y Damón no fuese conocida, no quisieron quedarse a la cena de los desposados. Bien quisiera Elicio y Erastro acompañar a Galatea hasta su casa, pero no fue posible que lo consintiese; y así, se hubieron de quedar con sus amigos, y ellas se fueron cansadas de los bailes de aquel día; y Teolinda con más pena que nunca, viendo que en las solemnes bodas de Daranio, donde tantos pastores habían acudido, sólo su Artidoro faltaba. Con esta penosa imaginación, pasó aquella noche en compañía de Galatea y Florisa, que con más libres y desapasionados corazones la pasaron, hasta que, en el nuevo venidero día, les sucedió lo que se dirá en el libro que se sigue.
FIN DEL TERCERO LIBRO
CON GRAN deseo esperaba la hermosa Teolinda el venidero día, para despedirse de Galatea y Florisa y acabar de buscar por todas las riberas de Tajo a su querido Artidoro, con intención de fenecer la vida en triste y amarga soledad, si fuese tan corta de ventura que del amado pastor alguna nueva no supiese. Llegada, pues, la hora deseada, cuando el sol comenzaba a tender sus rayos por la faz de la tierra, ella se levantó, y, con lágrimas en sus ojos, pidió licencia a las dos pastoras para proseguir su demanda, las cuales con muchas razones la persuadieron que en su compañía algunos días más esperase, ofreciéndole Galatea de enviar algún pastor de los de su padre a buscar a Artidoro por todas las riberas de Tajo y por donde se imaginase que podría ser hallado. Teolinda agradeció sus ofrecimientos, pero no quiso hacer lo que le pedían; antes, después de haber mostrado, con las mejores palabras que supo, la obligación en que quedaba de servir todos los días de su vida las obras que dellas había rescebido, abrazándolas con tierno sentimiento, les rogaba que una sola hora no la detuviesen. Viendo, pues, Galatea y Florisa cuán en vano trabajaban en pensar detenerla, le encargaron que de cualquier suceso bueno o malo que en aquella amorosa demanda le sucediese, procurase de avisarlas, certificándola del gusto que de su contento o la pena que de su desgracia rescibirían. Teolinda se ofreció ser ella mesma quien las nuevas de su buena dicha trujese, pues las malas no tendría sufrimiento la vida para resistirlas, y así, sería escusado que della saberse pudiesen. Con esta promesa de Teolinda se satisficieron Galatea y Florisa, y determinaron de acompañarla algún trecho fuera del lugar. Y así, tomando las dos solos sus cayados, y habiendo proveído el zurrón de Teolinda de algunos regalos para el trabajoso camino, se salieron con ella del aldea a tiempo que ya los rayos del sol más derechos y con más fuerzas comenzaban a herir la tierra.
Y, habiéndola acompañado casi media legua del lugar, al tiempo que ya querían volverse y dejarla, vieron atravesar, por una quebrada que poco desviada dellas estaba, cuatro hombres de a caballo y algunos de a pie, que luego conoscieron ser cazadores en el hábito y en los halcones y perros que llevaban. Y, estándolos con atención mirando, por ver si los conoscían, vieron salir de entre unas espesas matas que cerca de la quebrada estaban, dos pastoras de gallardo talle y brío. Traían los rostros rebozados con dos blancos lienzos; y, alzando la una dellas la voz, pidió a los cazadores que se detuviesen, los cuales así lo hicieron, y, llegándose entrambas a uno dellos, que en su talle y postura el principal de todos parecía, le asieron las riendas del caballo y estuvieron un poco hablando con él, sin que las tres pastoras pudiesen oír palabra de las que decían, por la distancia del lugar, que lo estorbaba. Solamente vieron que, a poco espacio que con él hablaron, el caballero se apeó, y, habiendo, a lo que juzgarse pudo, mandado a los que le acompañaban que se volviesen, quedando sólo un mozo con el caballo, trabó a las dos pastoras de las manos, y poco a poco comenzó a entrar con ellas por medio de un cerrado bosque que allí estaba. Lo cual visto por las tres pastoras, Galatea, Florisa y Teolinda, determinaron de ver, si pudiesen, quién eran las disfrazadas pastoras y el caballero que las llevaba; y así, acordaron de rodear por una parte del bosque, y mirar si podían ponerse en alguna que pudiese serlo para satisfacerles de lo que deseaban. Y, haciéndolo así como pensado lo habían, atajaron al caballero y a las pastoras, y, mirando Galatea por entre las ramas lo que hacían, vio que, torciendo sobre la mano derecha, se emboscaban en lo más espeso del bosque, y luego por sus mesmas pisadas les fueron siguiendo, hasta que el caballero y las pastoras, pareciéndoles estar bien adentro del bosque, en medio de un estrecho pradecillo, que de infinitas breñas estaba rodeado, se pararon. Galatea y sus compañeras se llegaron tan cerca que, sin ser vistas ni sentidas, veían todo lo que el caballero y las pastoras hacían y decían; las cuales, habiendo mirado a una y a otra parte por ver si podrían ser vistas de alguno, aseguradas desto, la una se quitó el rebozo; y apenas se le hubo quitado cuando de Teolinda fue conoscida, y, llegándose al oído de Galatea, le dijo con la más baja voz que pudo:
-Estrañísima ventura es ésta, porque, si no es que con la pena que traigo he perdido el conoscimiento, sin duda alguna aquella pastora que se ha quitado el rebozo es la bella Rosaura, hija de Roselio, señor de una aldea que a la nuestra está vecina, y no sé qué pueda ser la causa que la haya movido a ponerse en tan estraño traje y a dejar su tierra, cosas que tan en perjuicio de su honestidad se declaran. Mas, ¡ay desdichada! -añadió Teolinda-, que el caballero que con ella está es Grisaldo, hijo mayor del rico Laurencio, que junto a esta vuestra aldea tiene otras dos suyas.
-Verdad dices, Teolinda -respondió Galatea-, que yo le conozco; pero calla y sosiégate, que presto veremos con qué intento ha sido aquí su venida.
Quietóse con esto Teolinda, y con atención se puso a mirar lo que Rosaura hacía, la cual, llegándose al caballero, que de edad de veinte años parecía, con voz turbada y airado semblante, le comenzó a decir:
-En parte estamos, fementido caballero, donde podré tomar de tu desamor y descuido la deseada venganza. Pero, aunque yo la tomase de ti tal que la vida te costase, poca recompensa sería al daño que me tienes hecho. Vesme aquí, desconocido Grisaldo, desconoscida por conoscerte; ves aquí que ha mudado el traje por buscarte la que nunca mudó la voluntad de quererte. Considera, ingrato y desamorado, que la que apenas en su casa y con sus criadas sabía mover el paso, agora por tu causa anda de valle en valle y de sierra en sierra con tanta soledad buscando tu compañía.
Todas estas razones que la bella Rosaura decía las escuchaba el caballero con los ojos hincados en el suelo y haciendo rayas en la tierra con la punta de un cuchillo de monte que en la mano tenía. Pero, no contenta Rosaura con lo dicho, con semejantes palabras prosiguió su plática:
-Dime: ¿conoces, por ventura, conoces, Grisaldo, que yo soy aquélla que no ha mucho tiempo que enjugó tus lágrimas, atajó tus sospiros, remedió tus penas, y sobre todo, la que creyó tus palabras? ¿O, por suerte, entiendes tú que eres aquél a quien parecían cortos y de ninguna fuerza todos los juramentos que imaginarse podían, para asegurarme la verdad con que me engañabas? ¿Eres tú, acaso, Grisaldo, aquél cuyas infinitas lágrimas ablandaron la dureza del honesto corazón mío? Tú eres, que ya te veo, y yo soy, que ya me conozco. Pero si tú eres Grisaldo, el que yo creo, y yo soy Rosaura, la que tú imaginas, cúmpleme la palabra que me diste; darte he yo la promesa que nunca te he negado. Hanme dicho que te casas con Leopersia, la hija de Marcelio, tan a gusto tuyo que eres tú mesmo el que la procuras; si esta nueva me ha dado pesadumbre, bien se puede ver por lo que he hecho por venir a estorbar el cumplimiento della; y si tú la puedes hacer verdadera, a tu consciencia lo dejo. ¿Qué respondes a esto, enemigo mortal de mi descanso? ¿Otorgas, por ventura, callando, lo que por el pensamiento sería justo que no te pasase? Alza los ojos ya y ponlos en estos que por su mal te miraron; levántalos y mira a quién engañas, a quién dejas y a quién olvidas. Verás que engañas, si bien lo consideras, a la que siempre te trató verdades, dejas a quien ha dejado a su honra y a sí mesma por seguirte, olvidas a la que jamás te apartó de su memoria. Considera, Grisaldo, que en nobleza no te debo nada, y que en riqueza no te soy desigual, y que te aventajo en la bondad del ánimo y en la firmeza de la fe. Cúmpleme, señor, la que me diste, si te precias de caballero y no te desprecias de cristiano. Mira que si no correspondes a lo que me debes, que rogaré al cielo que te castigue, al fuego que te consuma, al aire que te falte, al agua que te anegue, a la tierra que no te sufra, y a mis parientes que me venguen. Mira que si faltas a la obligación que me tienes, que has de tener en mí una perpetua turbadora de tus gustos en cuanto la vida me durare; y aun después de muerta, si ser pudiere, con continuas sombras espantaré tu fementido espíritu, y con espantosas visiones atormentaré tus engañadores ojos. Advierte que no pido sino lo que es mío, y que tú ganas en darlo lo que en negarlo pierdes. Mueve agora tu lengua para desengañarme de cuantas la has movido para ofenderme.
Calló diciendo esto la hermosa dama, y estuvo un poco esperando a ver lo que Grisaldo respondía; el cual, levantando el rostro, que hasta allí inclinado había tenido, encendido con la vergüenza que las razones de Rosaura le habían causado, con sosegada voz le respondió desta manera:
-Si yo quisiese negar, ¡oh Rosaura!, que no te soy deudor de más de lo que dices, negaría asimesmo que la luz del sol no es clara, y aun diría que el fuego es frío y el aire duro. Así que, en esta parte confieso lo que te debo, y que estoy obligado a la paga. Pero, que yo confiese que puedo pagarte como quieres, es imposible, porque el mandamiento de mi padre lo ha prohibido y tu riguroso desdén imposibilitado; y no quiero en esta verdad poner otro testigo que a ti mesma, como a quien tan bien sabe cuántas veces y con cuántas lágrimas rogué que me aceptases por esposo, y que fueses servida que yo cumpliese la palabra que de serlo te había dado. Y tú, por las causas que te imaginaste, o por parecerte ser bien corresponder a las vanas promesas de Artandro, jamás quisiste que a tal ejecución se llegase; antes, de día en día me ibas entretiniendo y haciendo pruebas de mi firmeza, pudiendo asegurarla de todo punto con admitirme por tuyo. También sabes, Rosaura, el deseo que mi padre tenía de ponerme en estado y la priesa que daba a ello, trayendo los ricos honrosos casamientos que tú sabes, y cómo yo con mil escusas me apartaba de sus importunaciones, dándotelas siempre a ti para que no dilatases más lo que tanto a ti convenía y yo deseaba; y que al cabo de todo esto, te dije un día que la voluntad de mi padre era que yo con Leopersia me casase; y tú, en oyendo el nombre de Leopersia, con una furia desesperada me dijiste que más no te hablase, y que me casase norabuena con Leopersia o con quien más gusto me diese. Sabes también que te persuadí muchas veces que dejases aquellos celosos devaneos, que yo era tuyo, y no de Leopersia, y que jamás quisiste admitir mis disculpas ni condescender con mis ruegos; antes, perseverando en tu obstinación y dureza, y en favorescer a Artandro, me enviaste a decir que te daría gusto en que jamás te viese. Yo hice lo que me mandaste, y, por no tener ocasión de quebrar tu mandamiento, viendo también que cumplía el de mi padre, determiné de desposarme con Leopersia, o, a lo menos, desposaréme mañana, que así está concertado entre sus parientes y los míos; porque veas, Rosaura, cuán disculpado estoy de la culpa que me pones, y cuán tarde has tú venido en conoscimiento de la sinrazón que conmigo usabas. Mas, porque no me juzgues de aquí adelante por tan ingrato como en tu imaginación me tienes pintado, mira bien si hay algo en que yo pueda satisfacer tu voluntad, que, como no sea casarme contigo, aventuraré por servirte la hacienda, la vida y la honra.
En tanto que estas palabras Grisaldo decía, tenía la hermosa Rosaura los ojos clavados en su rostro, vertiendo por ellos tantas lágrimas que daban bien a entender el dolor que en el alma sentía; pero, viendo ella que Grisaldo callaba, dando un profundo y doloroso sospiro, le dijo:
-Como no puede caber en tus verdes años tener, ¡oh Grisaldo!, larga y conoscida experiencia de los infinitos accidentes amorosos, no me maravillo que un pequeño desdén mío te haya puesto en la libertad que publicas; pero si tú conoscieras que los celosos temores son espuelas que hacen salir al amor de su paso, vieras claramente que los que yo tuve de Leopersia, en que yo más te quisiese redundaban. Mas, como tú tratabas tan de pasatiempo mis cosas, con la menor ocasión que te imaginaste, descubriste el poco amor de tu pecho, y confirmaste las verdaderas sospechas mías, y en tal manera, que me dices que mañana te casas con Leopersia. Pero yo te certifico que, antes que a ella lleves al tálamo, me has de llevar a mí a la sepoltura, si ya no eres tan cruel que niegues de darla al cuerpo de cuya alma fuiste siempre señor absoluto. Y, porque claro conozcas y veas que la que perdió por ti su honestidad y puso en detrimento su honra tendrá en poco perder la vida, este agudo puñal que aquí traigo pondrá en efecto mi desesperado y honroso intento, y será testigo de la crueldad que en ese tu fementido pecho encierras.
Y, diciendo esto, sacó del seno una desnuda daga, y con gran celeridad se iba a pasar el corazón con ella, si con mayor presteza Grisaldo no le tuviera el brazo y la rebozada pastora, su compañera, no aguijara a abrazarse con ella. Gran rato estuvieron Grisaldo y la pastora primero que quitasen a Rosaura la daga de las manos, la cual a Grisaldo decía:
-¡Déjame, traidor enemigo, acabar de una vez la tragedia de mi vida, sin que tantas tu desamorado desdén me haga probar la muerte!
-Esa no gustarás tú por mi ocasión -replicó Grisaldo-, pues quiero que mi padre falte antes la palabra que por mí a Leopersia tiene dada, que faltar yo un punto a lo que conozco que te debo. Sosiega el pecho, Rosaura, pues te aseguro que este mío no sabrá desear otra cosa que la que fuere de tu contento.
Con estas enamoradas razones de Grisaldo resucitó Rosaura de la muerte de su tristeza a la vida de su alegría, y, sin cesar de llorar, se hincó de rodillas ante Grisaldo, pidiéndole las manos en señal de la merced que le hacía. Grisaldo hizo lo mesmo, y, echándole los brazos al cuello, estuvieron gran rato sin poderse hablar el uno al otro palabra, derramando entrambos cantidad de amorosas lágrimas. La pastora arrebozada, viendo el feliz suceso de su compañera, fatigada del cansancio que había tomado en ayudar a quitar la daga a Rosaura, no pudiendo más sufrir el velo, se le quitó, descubriendo un rostro tan parescido al de Teolinda, que quedaron admiradas de verle Galatea y Florisa; pero más lo fue Teolinda, pues sin poderlo disimular, alzó la voz, diciendo:
-¡Oh cielos!, y ¿qué es lo que veo? ¿No es, por ventura, ésta mi hermana Leonarda, la turbadora de mi reposo? Ella es, sin duda alguna.
Y, sin más detenerse, salió de donde estaba, y con ella Galatea y Florisa. Y, como la otra pastora viese a Teolinda, luego la conosció, y con abiertos brazos se fueron la una a la otra, admiradas de haberse hallado en tal lugar y en tal sazón y coyuntura. Viendo, pues, Grisaldo y Rosaura lo que Leonarda con Teolinda hacía, y que habían sido descubiertos de las pastoras Galatea y Florisa, con no poca vergüenza de que los hubiesen hallado de aquella suerte, se levantaron, y, limpiándose las lágrimas, con disimulación y comedimiento rescibieron a las pastoras, que luego de Grisaldo fueron conoscidas. Mas, la discreta Galatea, por volver en siguridad el disgusto que, quizá, de su vista los dos enamorados habían recibido, con aquel donaire con que ella todas las cosas decía, les dijo:
-No os pese de nuestra venida, venturosos Grisaldo y Rosaura, pues sólo servirá de acrescentar vuestro contento, pues se ha comunicado con quien siempre le tendrá en serviros. Nuestra ventura ha ordenado que os viésemos, y en parte donde ninguna se nos ha encubierto de vuestros pensamientos; y, pues el cielo los ha traído a término tan dichoso, en satisfación dello, asegurad vuestros pechos y perdonad nuestro atrevimiento.
-Nunca tu presencia, hermosa Galatea -respondió Grisaldo-, dejó de dar gusto doquiera que estuviese; y, siendo esta verdad tan conoscida, antes quedamos en obligación a tu vista que con desabrimiento de tu llegada.
Con éstas, pasaron otras algunas comedidas razones, harto diferentes de las que entre Leonarda y Teo linda pasaban, las cuales, después de haberse abrazado una y dos veces, con tiernas palabras mezcladas con amorosas lágrimas, la cuenta de su vida se demandaban, tiniendo suspensos mirándolas a todos los que allí estaban, porque se parescían tanto que casi no se podían decir semejantes, sino una mesma cosa; y si no fuera porque el traje de Teolinda era diferente del de Leonarda, sin duda alguna que Galatea y Florisa no supieran diferenciallas; y entonces vieron con cuánta razón Artidoro se había engañado en pensar que Leonarda Teolinda fuese. Mas, viendo Florisa que el sol estaba hacia la mitad del cielo, y que sería bien buscar alguna sombra que de sus rayos las defendiese, o, a lo menos, volverse a la aldea, pues, faltándoles la ocasión de apascentar sus ovejas, no debían estarse tanto en el prado, dijo a Teolinda y a Leonarda:
-Tiempo habrá, pastoras, donde con más comodidad podáis satisfacer nuestros deseos y daros más larga cuenta de vuestros pensamientos, y por agora busquemos a do pasar el rigor de la siesta que nos amenaza: o en una fresca fuente que está a la salida del valle que atrás dejamos, o tornándonos a la aldea, donde será Leonarda tratada con la voluntad que tú, Teolinda, de Galatea y de mí conoces. Y si a vosotras, pastoras, hago sólo este ofrecimiento, no es porque me olvide de Grisaldo y Rosaura, sino porque me parece que a su valor y merescimiento no puedo ofrecerles más del deseo.
-Ése no faltará en mí mientras la vida me durare -respondió Grisaldo-, de hacer, pastora, lo que fuere en tu servicio, pues no se debe pagar con menos la voluntad que nos muestras. Mas, por parecerme que será bien hacer lo que dices, y por tener entendido que no ignoráis lo que entre mí y Rosaura ha pasado, no quiero deteneros ni detenerme en referirlo. Sólo os ruego seáis servidas de llevar a Rosaura en vuestra compañía a vuestra aldea, en tanto que yo aparejo en la mía algunas cosas que son necesarias para concluir lo que nuestros corazones desean. Y, porque Rosaura quede libre de sospecha, y no la pueda tener jamás de la fe de mi pensamiento, con voluntad considerada mía, siendo vosotras testigos della, le doy la mano de ser su verdadero esposo.
Y, diciendo esto, tendió la suya y tomó la de la bella Rosaura. Y ella quedó tan fuera de sí de ver lo que Grisaldo hacía, que apenas pudo responderle palabra, sino que se dejó tomar la mano; y, de allí a un pequeño espacio, dijo:
-A términos me había traído el amor, Grisaldo, señor mío, que con menos que por mí hicieras, te quedara perpetuamente obligada; pero, pues tú has querido corresponder antes a ser quien eres que no a mi merescimiento, haré yo lo que en mí es, que es darte de nuevo el alma, en recompensa deste beneficio; y después, el cielo de tan agradescida voluntad te dé la paga.
-No más -dijo a esta sazón Galatea-, no más, señores, que adonde andan las obras tan verdaderas, no han de tener lugar los demasiados comedimientos. Lo que resta es rogar al cielo que traiga a dichoso fin estos principios, y que en larga y saludable paz gocéis vuestros amores. Y en lo que dices, Grisaldo, que Rosaura venga a nuestra aldea, es tanta la merced que en ello nos haces, que nosotras mesmas te lo suplicamos.
-De tan buena gana iré en vuestra compañía -dijo Rosaura-, que no sé con qué la encarezca más que con deciros que no sentiré mucho el ausencia de Grisaldo, estando en vuestra compañía.
-Pues, ¡ea! -dijo Florisa-, que el aldea es lejos y el sol mucho, y nuestra tardanza de volver a ella notada. Vos, señor Grisaldo, podéis ir a hacer lo que os conviniere, que en casa de Galatea hallaréis a Rosaura, y a éstas, una pastora, que no merescen ser llamadas dos las que tanto se parecen.
-Sea como queréis -dijo Grisaldo.
Y, tomando a Rosaura de la mano, se salieron todos del bosque, quedando concertado entre ellos que otro día enviaría Grisaldo un pastor, de los muchos de su padre, a avisar a Rosaura de lo que había de hacer; y que, enviando aquel pastor, sin ser notado, podría hablar a Galatea o a Florisa, y dar la orden que más conviniese. A todas pareció bien este concierto; y, habiendo salido del bosque, vio Grisaldo que le estaba esperando su criado con el caballo; y, abrazando de nuevo a Rosaura y despidiéndose de las pastoras, se fue acompañado de lágrimas y de los ojos de Rosaura, que nunca dél se apartaron hasta que le perdieron de vista. Como las pastoras solas quedaron, luego Teolinda se apartó con Leonarda, con deseo de saber la causa de su venida; y Rosaura asimesmo fue contando a Galatea y Florisa la ocasión que la había movido a tomar el hábito de pastora y a venir a buscar a Grisaldo, diciendo:
-«No os causara admiración, hermosas pastoras, el verme a mí en este traje, si supiérades hasta dó se estiende la poderosa fuerza de amor, la cual no sólo hace mudar el vestido a los que bien quieren, sino la voluntad y el alma de la manera que más es de su gusto; y hubiera yo perdido el mío eternamente si de la invención deste traje no me hubiera aprovechado, porque sabréis, amigas, que, estando yo en el aldea de Leonarda, de quien mi padre es señor, vino a ella Grisaldo con intención de estarse allí algunos días ocupado en el sabroso ejercicio de la caza; y, por ser mi padre muy amigo del suyo, ordenó de hospedarle en casa y de hacerle todos los regalos que pudiese. Hízolo así; y la venida de Grisaldo a mi casa fue para sacarme a mí della, porque, en efecto, aunque sea a costa de mi vergüenza, os habré de decir que la vista, la conversación, el valor de Grisaldo, hicieron tal impresión en mi alma que, sin saber cómo, a pocos días que él allí estuvo, yo no estuve más en mí, ni quise ni pude estar sin hacerle señor de mi libertad; pero no fue tan arrebatadamente que primero no estuviese satisfecha que la voluntad de Grisaldo de la mía un punto no discrepaba, según él me lo dio a entender con muchas y muy verdaderas señales. Enterada, pues, yo en esta verdad, y viendo cuán bien me estaba tener a Grisaldo por esposo, vine a condescender con sus deseos y a poner en efecto los míos. Y así, con la intercesión de una doncella mía, en un apartado corredor nos vimos Grisaldo y yo muchas veces, sin que nuestra estada solos a más se estendiese que a vernos y a darme él la palabra que hoy con más fuerza delante de vosotras me ha tornado a dar.
»Ordenó, pues, mi triste ventura, que en el tiempo que yo de tan dulce estado gozaba, vino asimesmo a visitar a mi padre un valeroso caballero aragonés que Artandro se llama, el cual, vencido, a lo que él mostró, de mi hermosura -si alguna tengo-, con grandísima solicitud procuró que yo con él me casase sin que mi padre lo supiese. Había en este medio procurado Grisaldo traer a efecto su propósito, y, mostrándome yo algo más dura de lo que fuera menester, le iba entretiniendo con palabras, con intención que mi padre saliese al camino de casarme, y que entonces Grisaldo me pidiese por esposa; pero no quería él hacer esto, porque sabía que la voluntad de su padre era casarle con la rica y hermosa Leopersia, que bien debéis conocerla por la fama de su riqueza y hermosura. Vino esto a mi noticia, y tomé ocasión de pedirle celos, aunque fingidos, sólo por hacer prueba de la entereza de su fe, y fui tan descuidada, o por mejor decir, tan simple, que, pensando que granjeaba algo en ello, comencé a hacer algunos favores a Artandro, lo cual visto por Grisaldo, muchas veces me significó la pena que rescibía de lo que yo con Artandro pasaba; y aun me avisó que, si no era mi voluntad de que él me cumpliese la palabra que me había dado, que no podía dejar de obedecer a la de su padre. A todas estas amonestaciones y avisos respondí yo sin ninguno, llena de soberbia y arrogancia, confiada en que los lazos que mi hermosura habían echado al alma de Grisaldo no podían tan fácilmente ser rompidos ni aun tocados de otra cualquier belleza. Mas salíome tan al revés mi confianza como me lo mostró presto Grisaldo, el cual, cansado de mis necios y esquivos desdenes, tuvo por bien de dejarme y venir obediente al mandado de su padre. Pero, apenas se hubo él partido de mi aldea y apartado de mi presencia, cuando yo conocí el error en que había caído, y con tanto ahínco me comenzó a fatigar el ausencia de Grisaldo y los celos de Leopersia, que el ausencia dél me acababa y los celos della me consumían.
»Considerando, pues, que si mi remedio se dilataba, había de dejar por fuerza en las manos del dolor la vida, determiné de aventurar a perder lo menos, que a mi parecer era la fama, por ganar lo más, que es a Grisaldo. Y así, con escusa que di a mi padre de ir a ver una tía mía, señora de otra aldea a la nuestra cercana, salí de mi casa acompañada de muchos criados de mi padre; y, llegada en casa de mi tía, le descubrí todo el secreto de mi pensamiento, y le rogué fuese servida de que yo me pusiese en este hábito y viniese a hablar a Grisaldo, certificándole que si yo mesma no venía, que tendrían mal suceso mis negocios. Ella me lo concedió, con condición que trujese a Leonarda conmigo, como persona de quien ella mucho se fiaba; y, enviando por ella a nuestra aldea, y acomodándome destos vestidos, y advirtiéndonos de algunas cosas que las dos habíamos de hacer, nos despedimos della habrá ocho días; y, habiendo seis que llegamos a la aldea de Grisaldo, jamás hemos podido hallar lugar de hablarle a solas, como yo deseaba, hasta esta mañana que supe que venía a caza, y le aguardé en el mesmo lugar adonde él se despidió. Y he pasado con él todo lo que vosotras, amigas, habéis visto, del cual venturoso suceso quedo tan contenta cuanto es razón lo quede la que tanto lo deseaba.» Esta es, pastoras, la historia de mi vida, y si os he cansado en contárosla, echad la culpa al deseo que teníades de saberla, y al mío, que no pudo hacer menos de satisfaceros.
-Antes quedamos tan obligadas -respondió Florisa- a la merced que nos has hecho que, aunque siempre nos ocupemos en servirla, no saldremos de la deuda.
-Yo soy la que quedo en ella -replicó Rosaura-, y la que procuraré pagarla como mis fuerzas alcanzaren. Pero, dejando esto aparte, volved los ojos, pastoras, y veréis los de Teolinda y Leonarda tan llenos de lágrimas que moverán a los vuestros a no dejar de acompañarlos en ellas.
Volvieron Galatea y Florisa a mirarlas, y vieron ser verdad lo que Rosaura decía; y lo que el llanto de las dos hermanas causaba era que, después de haberle dicho Leonarda a su hermana todo lo que Rosaura había contado a Galatea y a Florisa, le dijo:
-«Sabrás, hermana, que así como tú faltaste de nuestra aldea, se imaginó que te había llevado el pastor Artidoro, que aquel mesmo día faltó él también, sin que de nadie se despidiera. Confirmé yo esta opinión en mis padres, porque les conté lo que con Artidoro había pasado en la floresta. Con este indicio cresció la sospecha, y mi padre procuraba venir en tu busca y de Artidoro, y en efecto lo pusiera por obra si de allí a dos días no viniera a nuestra aldea un pastor que, al momento que fue visto, todos le tuvieron por Artidoro. Llegando estas nuevas a mi padre de que allí estaba el robador tuyo, luego vino con la justicia adonde el pastor estaba, al cual le preguntaron si te conoscía, o adónde te había llevado. El pastor negó con juramento que en toda su vida te había visto, ni sabía qué era lo que le preguntaban. Todos los que estaban presentes se maravillaron de ver que el pastor negaba conocerte, habiendo estado diez días en el pueblo, y hablado y bailado contigo muchas veces, y sin duda alguna creyeron todos que Artidoro era culpado en lo que se le imputaba; y, sin querer admitir disculpa suya ni escucharle palabra, le llevaron a la prisión, donde estuvo algunos días sin que ninguno le hablase, al cabo de los cuales, yéndole a tomar su confisión, tornó a jurar que no te conoscía y que en toda su vida había estado más de aquella vez en nuestra aldea, y que mirasen -y esto otras veces lo había dicho- que aquel Artidoro que ellos pensaban ser él, por ventura no fuese un hermano suyo que le parecía en tanto estremo, como descubriría la verdad cuando les mostrase que se habían engañado tiniendo a él por Artidoro, porque él se llamaba Galercio, hijo de Briseno, natural de la aldea de Grisaldo. Y, en efecto, tantas demonstraciones dio y tantas pruebas hizo, que conocieron claramente todos que él no era Artidoro, de que quedaron más admirados; y decían que tal maravilla como la de parecernos yo a ti, y Galercio a Artidoro, no se había visto en el mundo.
»Esto que de Galercio se publicaba me movió a ir a verle muchas veces a do estaba preso; y fue la vista de suerte que quedé sin ella, a lo menos para mirar cosas que me den gusto en tanto que a Galercio no viere. Pero lo que más mal hay en esto, hermana, es que él se fue de la aldea sin que supiese que llevaba consigo mi libertad, ni yo tuve lugar jamás de decírselo; y así, me quedé con la pena que imaginarse puede, hasta que la tía de Rosaura me envió a pedir a mi padre por algunos días, todo a fin de venir a acompañar a Rosaura, de lo que recebí summo contento, por saber que veníamos a la aldea de Galercio y que allí le podría hacer sabidor de la deuda en que me estaba. Pero he sido tan corta de ventura que ha cuatro días que estamos en su aldea y nunca le he visto, aunque he preguntado por él, y me dicen que está en el campo con su ganado. He preguntado también por Artidoro, y hanme dicho que de unos días a esta parte no parece en el aldea; y, por no apartarme de Rosaura, no he tenido lugar de ir a buscar a Galercio, del cual podría ser saber nuevas de Artidoro.» Esto es lo que a mí me ha sucedido, y lo demás que has visto, con Grisaldo, después que faltas, hermana, del aldea.
Admirada quedó Teolinda de lo que su hermana le contaba; pero, cuando llegó a saber que en el aldea de Artidoro no se sabía dél nueva alguna, no pudo tener las lágrimas, aunque en parte se consoló, creyendo que Galercio sabría nuevas de su hermano. Y así, determinó de ir otro día a buscar a Galercio, doquiera que estuviese. Y, habiéndole contado con la más brevedad que pudo a Leonarda todo lo que le había sucedido después que en busca de Artidoro andaba, abrazándola otra vez, se volvió adonde las pastoras estaban, que, un poco desviadas del camino, iban por entre unos árboles, que del calor del sol un poco las defendían. Y, en llegando a ellas, Teolinda les contó todo lo que su hermana le había dicho, con el suceso de sus amores y la semejanza de Galercio y Artidoro, de que no poco se admiraron, aunque dijo Galatea:
-Quien vee la semejanza tan estraña que hay entre ti, Teolinda, y tu hermana, no tiene de qué maravillarse aunque otras vea, pues ninguna, a lo que yo creo, a la vuestra iguala.
-No hay duda -respondió Leonarda- sino que la que hay entre Artidoro y Galercio es tanta que, si a la nuestra no excede, a lo menos en ninguna cosa se queda atrás.
-Quiera el cielo -dijo Florisa-, que así como los cuatro os semejáis unos a otros, así os acomodéis y parezcáis en la ventura, siendo tan buena la que la fortuna conceda a vuestros deseos, que todo el mundo envidie vuestros contentos, como admira vuestras semejanzas.
Replicara a estas razones Teolinda, si no lo estorbara una voz que oyeron que dentre los árboles salía; y, parándose todas a escucharla, luego conoscieron ser del pastor Lauso, de que Galatea y Florisa grande contento rescibieron, porque en estremo deseaban saber de quién andaba Lauso enamorado, y creyeron que desta duda las sacaría lo que el pastor cantase. Y, por esta ocasión, sin moverse de donde estaban, con grandísimo silencio le escucharon. Estaba el pastor sentado al pie de un verde sauce, acompañado de solos sus pensamientos y de un pequeño rabel, al son del cual desta manera cantaba:
LAUSO
Si yo dijere el bien del pensamiento,
en mal se vuelva cuanto bien poseo;
que no es para decirse el bien que siento.
De mí mesmo se encubra mi deseo,
enmudezca la lengua en esta parte 5
y en el silencio ponga su trofeo.
Pare aquí el artificio, cese el arte
de exagerar el gusto qu’en un alma
con mano liberal amor reparte.
Baste decir que en sosegada calma 10
paso el mar amoroso, confiado
de honesto triunfo y vencedera palma.
Sin saberse la causa, lo causado
se sepa; que es un bien tan sin medida
que sólo para el alma es reservado. 15
Ya tengo nuevo ser, ya tengo vida,
ya puedo cobrar nombre en todo el suelo
de ilustre y clara fama conoscida;
qu’el limpio intento, al amoroso celo
que encierra el pecho enamorado mío, 20
alzarme puede al más subido cielo.
En ti, Silena, espero; en ti confío,
Silena, gloria de mi pensamiento,
norte por quien se rige mi albedrío.
Espero qu’el sin par entendimiento 25
tuyo levantes a entender que valgo
por fe lo que no está en merescimiento.
Confío que tendrás, pastora, en algo,
después de hacerte cierta la experiencia,
la sana voluntad de un pecho hidalgo. 30
¿Qué bienes no asegura tu presencia?
¿Qué males no destierra? ¿Y quién sin ella
sufrirá un punto la terrible ausencia?
¡Oh, más que la belleza misma bella,
más que la propria discreción discreta, 35
sol a mis ojos y a mi mar estrella!
No la que fue de la nombrada Creta
robada por el falso hermoso toro
igualó a tu hermosura tan perfecta;
ni aquella que en sus faldas granos de oro 40
sintió llover, por quien después no pudo
guardar el virginal rico tesoro;
ni aquella que con brazo airado y crudo,
en la sangre castísima del pecho
tiñó el puñal, en su limpieza, agudo; 45
ni aquella que a furor movió y despecho
contra Troya los griegos corazones,
por quien fue el Ilión roto y desecho;
ni la que los latinos escuadrones
hizo mover contra la teucra gente, 50
a quien Juno causó tantas pasiones;
ni menos la que tiene diferente
fama de la entereza y el trofeo
con que su honestidad guardó excelente:
digo de aquella que lloró a Siqueo, 55
del mantuano Títiro notada
de vano antojo y no cabal deseo;
no en cuantas tuvo hermosas la pasada
edad, ni la presente tiene agora,
ni en la de por venir será hallada 60
quien llegase ni llegue a mi pastora
en valor, en saber, en hermosura,
en merecer del mundo ser señora.
¡Dichoso aquél que con firmeza pura
fuere de ti, Silena, bien querido, 65
sin gustar de los celos la amargura!
¡Amor, que a tanta alteza me has subido,
no me derribes con pesada mano
a la bajeza escura del olvido!
¡Sé conmigo señor, y no tirano! 70
No cantó más el enamorado pastor, ni por lo que cantado había pudieron las pastoras venir en conocimiento de lo que deseaban; que, puesto que Lauso nombró a Silena en su canto, por este nombre no fue la pastora conoscida. Y así, imaginaron que, como Lauso había andado por muchas partes de España y aun de toda la Asia y Europa, que alguna pastora forastera sería la que había rendido la libre voluntad suya. Mas, volviendo a considerar que le habían visto pocos días atrás triunfar de la libertad y hacer burla de los enamorados, sin duda alguna creyeron que con disfrazado nombre celebraba alguna conocida pastora a quien había hecho señora de sus pensamientos. Y así, sin satisfacerse en su sospecha, se fueron hacia el aldea, dejando al pastor en el mesmo lugar do se estaba. Mas no hubieron andado mucho, cuando vieron venir de lejos algunos pastores, que luego fueron conoscidos, porque eran Tirsi, Damón, Elicio, Erastro, Arsindo, Francenio, Crisio, Orompo, Daranio, Orfinio y Marsilo, con todos los más principales pastores de la aldea, y entre ellos el desamorado Lenio, con el lastimado Silerio, los cuales salían a tener la siesta a la Fuente de las Pizarras, a la sombra que en aquel lugar hacían las entricadas ramas de los espesos y verdes árboles. Y, antes que los pastores llegasen, tuvieron cuidado Teolinda, Leonarda y Rosaura de rebozarse cada una con un blanco lienzo, porque de Tirsi y Damón no fuesen conocidas. Los pastores llegaron haciendo cortés rescibimiento a las pastoras, convidándolas que en su compañía la siesta pasar quisiesen; mas Galatea se escusó con decir que aquellas forasteras pastoras que con ella venían tenían necesidad de ir a la aldea. Con esto se despidió dellos, llevando tras sí las almas de Elicio y Erastro, y aun las encubiertas pastoras los deseos de conoscerlas de cuantos allí estaban.
Ellas se fueron al aldea y los pastores a la fresca fuente, pero, antes que allá llegasen, Silerio se despidió de todos, pidiendo licencia para volverse a su ermita; y, puesto que Tirsi, Damón, Elicio y Erastro le rogaron que por aquel día con ellos se quedase, jamás lo pudieron acabar con él, antes, abrazándolos a todos, se despidió, encargando y rogando a Erastro que no dejase de verle todas las veces que por su ermita pasase. Erastro se lo prometió; y con esto, torciendo el camino, acompañado de su continua pesadumbre, se volvió a la soledad de su ermita, dejando a los pastores no sin dolor de ver la estrecheza de vida que en tan verdes años había escogido; pero más se sentía entre aquellos que le conoscían y sabían la calidad y valor de su persona.
Llegados los pastores a la fuente, hallaron en ella a tres caballeros y a dos hermosas damas que de camino venían, y, fatigados del cansancio y convidados del ameno y fresco lugar, les pareció ser bien dejar el camino que llevaban y pasar allí las calurosas horas de la siesta. Venían con ellos algunos criados, de manera que, en su apariencia, mostraban ser personas de calidad. Quisieran los pastores, así como los vieron, dejarles el lugar desocupado, pero uno de los caballeros, que el principal parescía, viendo que los pastores de comedidos se querían ir a otra parte, les dijo:
-Si era, por ventura, vuestro contento, gallardos pastores, pasar la siesta en este deleitoso sitio, no os lo estorbe nuestra compañía; antes, nos haced merced de que con la vuestra augmentéis nuestro contento, pues no promete menos vuestra gentil dispusición y manera; y, siendo el lugar, como lo es, tan acomodado para mayor cantidad de gente, haréis agravio a mí y a estas damas si no venís en lo que yo en su nombre y el mío os pido.
-Con hacer, señor, lo que nos mandas -respondió Elicio-, cumpliremos nuestro deseo, que por agora no se estendía a más que venir a este lugar a pasar en él en buena conversación las enfadosas horas de la siesta; y, aunque fuera diferente nuestro intento, lo torciéramos sólo por hacer lo que pides.
-Obligado quedo -respondió el caballero- a muestras de tanta voluntad; y, para más certificarme y obligarme con ella, sentaos, pastores, alrededor desta fresca fuente, donde, con algunas cosas que estas damas traen para regalo del camino, podáis despertar la sed y mitigarla en las frescas aguas que esta clara fuente nos ofrece.
Todos lo hicieron así, obligados de su buen comedimiento. Hasta este punto, habían tenido las damas cubiertos los rostros con dos ricos antifaces; pero, viendo que los pastores se quedaban, se descubrieron, descubriendo una belleza tan estraña que en gran admiración puso a todos los que la vieron, pareciéndoles que, después de la de Galatea, no podía haber en la tierra otra que se igualase. Eran las dos damas igualmente hermosas, aunque la una dellas, que de más edad parescía, a la más pequeña en cierto donaire y brío se aventajaba. Sentados, pues, y acomodados todos, el segundo caballero, que hasta entonces ninguna cosa había hablado, dijo:
-Cuando me paro a considerar, agradables pastores, la ventaja que hace al cortesano y soberbio trato el pastoral y humilde vuestro, no puedo dejar de tener lástima a mí mesmo y a vosotros una honesta envidia.
-¿Por qué dices eso, amigo Darinto? -dijo el otro caballero.
-Dígolo, señor, -replicó estotro-, porque veo con cuánta curiosidad vos y yo, y los que siguen el trato nuestro, procuramos adornar las personas, sustentar los cuerpos y augmentar las haciendas, y cuán poco viene a lucirnos, pues la púrpura, el oro, el brocado que sobre nuestros cuerpos echamos, como los rostros están marchitos de los mal degiridos manjares, comidos a deshoras, y tan costosos como malgastados, ninguna cosa nos adornan, ni pulen, ni son parte para que más bien parezcamos a los ojos de quien nos mira. Todo lo cual puedes ver diferente en los que siguen el rústico ejercicio del campo, haciendo experiencia en los que tienes delante, los cuales podría ser, y aun es así, que se hubiesen sustentado y sustentan de manjares simples y en todo contrarios de la vana compostura de los nuestros; y, con todo eso, mira el moreno de sus rostros, que promete más entera salud que la blancura quebrada de los nuestros; y cuán bien les está a sus robustos y sueltos miembros un pellico de blanca lana, una caperuza parda y unas antiparas de cualquier color que sean; y con esto, a los ojos de sus pastoras, deben de parecer más hermosos que los bizarros cortesanos a los de las retiradas damas. ¿Qué te diría, pues, si quisiese, de la sencillez de su vida, de la llaneza de su condición y de la honestidad de sus amores? No te digo más, sino que conmigo puede tanto lo que de la vida pastoral conozco, que de buena gana trocaría la mía con ella.
-En deuda te estamos los pastores -dijo Elicio- por la buena opinión que de nosotros tienes; pero, con todo eso, te sé decir que hay en la rústica vida nuestra tantos resbaladeros y trabajos como se encierran en la cortesana vuestra.
-No podré yo dejar de venir en lo que dices, amigo -replicó Darinto-, porque ya se sabe bien que es una guerra nuestra vida sobre la tierra. Pero, en fin, en la pastoral hay menos que en la ciudadana, por estar más libre de ocasiones que alteren y desasosieguen el espíritu.
-Cuán bien se conforma con tu opinión, Darinto -dijo Damón-, la de un pastor amigo mío que Lauso se llama, el cual, después de haber gastado algunos años en cortesanos ejercicios y algunos otros en los trabajosos del duro Marte, al fin se ha reducido a la pobreza de nuestra rústica vida; y, antes que a ella viniese, mostró desearlo mucho, como parece por una canción que compuso y envió al famoso Larsileo, que en los negocios de la Corte tiene larga y ejercitada experiencia. Y, por haberme a mí parecido bien, la tomé toda en la memoria, y aun os la dijera si imaginara que a ello diera lugar el tiempo y a vosotros no os cansara el escucharla.
-Ninguna otra cosa nos dará más gusto que escucharte, discreto Damón -respondió Darinto, llamando a Damón por su nombre, que ya le sabía, por haberle oído nombrar a los otros pastores, sus amigos-; y así, yo de mi parte te ruego nos digas la canción de Lauso; que, pues ella es hecha, como dices, a mi propósito y tú la has tomado de memoria, imposible será que deje de ser buena.
Comenzaba Damón a arrepentirse de lo que había dicho y procuraba escusarse de lo prometido; mas, los caballeros y damas se lo rogaron tanto, y todos los pastores, que él no pudo escusar el decirla. Y así, habiéndose sosegado un poco, con gentil donaire y gracia, dijo desta manera:
DAMÓN
El vano imaginar de nuestra mente,
de mil contrarios vientos arrojada
acá y allá con curso presuroso;
la humana condición, flaca, doliente,
en caducos placeres ocupada, 5
do busca, sin hallarle, algún reposo;
el falso, el mentiroso
mundo, prometedor de alegres gustos;
la voz de sus sirenas,
mal escuchada apenas 10
cuando cambia su gusto en mil disgustos;
la Babilonia, el caos que miro y leo
en todo cuanto veo;
el cauteloso trato cortesano,
junto con mi deseo, 15
puesto han la pluma en la cansada mano.
Quisiera yo, señor, que allí llegara
do llega mi deseo, el corto vuelo
de mi grosera mal cortada pluma,
sólo para que luego se ocupara 20
en levantar el más subido vuelo
vuestra rara bondad y virtud summa.
Mas, ¿quién hay que presuma
echar sobre sus hombros tanta carga,
si no es un nuevo Adlante, 25
en fuerzas tan bastante
que poco el cielo le fatiga y carga?
Y aun le será forzoso que se ayude
y el grave peso mude
sobre los brazos de otro Alcides nuevo; 30
y, aunque se encorve y sude,
yo tal fatiga por descanso apruebo.
Ya que a mis fuerzas esto es imposible
y el inútil deseo doy por muestra
de lo que encierra el justo pensamiento, 35
veamos si, quizá, será posible
mover la flaca mal contenta diestra
a mostrar por enigma algún contento;
mas, tan sin fuerzas siento
mi fuerza en esto, que será forzoso 40
que apliquéis los oídos
a los tristes gemidos
de un desdeñado pecho congojoso,
a quien el fuego, el aire, el mar, la tierra
hacen contino guerra, 45
todos en su desdicha conjurados,
que se remata y cierra
con la corta ventura de sus hados.
Si esto no fuera, fácil cosa fuera
tender por la región del gusto el paso, 50
y reducir cien mil a la memoria,
pintando el monte, el río y la ribera
do amor, el hado, la fortuna y caso
rindieron a un pastor toda su gloria.
Mas desta dulce historia 55
el tiempo triunfa, y sólo queda della
una pequeña sombra,
que ahora espanta, asombra
al pensamiento que más piensa en ella:
condición propria de la humana suerte, 60
que el gusto nos convierte
en pocas horas en mortal disgusto,
y nadie habrá que acierte
en muchos años con un firme gusto.
Vuelva y revuelva; en alto suba o baje 65
el vano pensamiento al hondo abismo;
corra en un punto desde Tile a Batro,
qu’él dirá, cuanto más sude y trabaje,
y del término salga de sí mismo,
puesto en la esfera o en el cruel Baratro: 70
¡oh, una, y tres, y cuatro,
cinco, y seis y más veces venturoso
el simple ganadero,
que con un pobre apero
vive con más contento y más reposo 75
qu’el rico Craso o el avariento Mida,
pues con aquella vida
robusta, pastoral, sencilla y sana,
de todo punto olvida
esta mísera, falsa, cortesana! 80
En el rigor del erizado invierno,
al tronco entero de robusta encina,
de Vulcano abrazada, se calienta
y allí en sosiego trata del gobierno
mejor de su ganado, y determina 85
dar de sí al cielo no entricada cuenta.
Y cuando ya se ahuyenta
el encogido, estéril, yerto frío,
y el gran señor de Delo
abrasa el aire, el suelo, 90
en el margen sentado de algún río,
de verdes sauces y álamos cubierto,
con rústico concierto
suelta la voz o toca el caramillo,
y a veces se vee cierto 95
las aguas detenerse por oíllo.
Poco allí le fatiga el rostro grave
del privado, que muestra en apariencia
mandar allí do no es obedecido,
ni el alto exagerar con voz süave 100
del falso adulador, que en poca ausencia
muda opinión, señor, bando y partido;
ni el desdén sacudido
del sotil secretario le fatiga,
ni la altivez honrada 105
de la llave dorada,
ni de los varios príncipes la liga,
ni del manso ganado un punto parte,
porque el furor de Marte
a una y a otra parte suene airado, 110
regido por tal arte
que apenas su secuaz se ve medrado.
Reduce a poco espacio sus pisadas,
del alto monte al apacible llano,
desde la fresca fuente al claro río, 115
sin que, por ver las tierras apartadas,
las movibles campañas de Oceano
are con loco antiguo desvarío.
No le levanta el brío
saber qu’el gran monarca invicto vive 120
bien cerca de su aldea,
y, aunque su bien desea,
poco disgusto en no verle rescibe;
no como el ambicioso entremetido,
que con seso perdido 125
anda tras el favor, tras la privanza,
sin nunca haber teñido
en turca o en mora sangre espada o lanza.
No su semblante o su color se muda
porque mude color, mude semblante, 130
el señor a quien sirve, pues no tiene
señor que fuerce a que con lengua muda
siga, cual Clicie a su dorado amante,
el dulce o amargo gusto que le viene.
No le veréis que pene 135
de temor que un descuido, una nonada,
en el ingrato pecho
del señor el derecho
borre de sus servicios, y sea dada
de breve despedida la sentencia. 140
No muestra en apariencia
otro de lo que encierra el pecho sano;
que la rústica sciencia
no alcanza el falso trato cortesano.
¿Quién tendrá vida tal en menosprecio? 145
¿Quién no dirá que aquélla sola es vida
que al sosiego del alma se encamina?
El no tenerla el cortesano en precio
hace que su bondad sea conoscida
de quien aspira al bien y al mal declina. 150
¡Oh vida, do se afina
en soledad el gusto acompañado!
¡Oh pastoral bajeza,
más alta que la alteza
del cetro más subido y levantado! 155
¡Oh flores olorosas, oh sombríos
bosques, oh claros ríos!
¡Quién gozar os pudiera un breve tiempo,
sin que los males míos
turbasen tan honesto pasatiempo! 160
¡Canción, a parte vas do serán luego
conocidas tus faltas y tus sobras!
Mas di, si aliento cobras,
con rostro humilde enderezado a ruego:
«¡Señor, perdón, porque el que acá me envía, 165
en vos y en su deseo se confía!».
-Ésta es, señores, la canción de Lauso -dijo Damón en acabándola-, la cual fue tan celebrada de Lariseo, cuanto bien admitida de los que en aquel tiempo la vieron.
-Con razón lo puedes decir -respondió Darinto-, pues la verdad y artificio suyo es digno de justas alabanzas.
-Estas canciones son las de mi gusto -dijo a este punto el desamorado Lenio-, y no aquellas que a cada paso llegan a mis oídos, llenas de mil simples conceptos amorosos, tan mal dispuestos e intricados que osaré jurar que hay algunas que, ni las alcanza quien las oye, por discreto que sea, ni las entiende quien las hizo. Pero no menos fatigan otras que se enzarzan en dar alabanzas a Cupido y en exagerar su poder, su valor, sus maravillas y milagros, haciéndole señor del cielo y de la tierra, dándole otros mil atributos de potencia, de mando y señorío. Y lo que más me cansa de los que las hacen es que, cuando hablan de amor, entienden de un no sé quién que ellos llaman Cupido, que la mesma significación del nombre nos declara quién es él, que es un apetito sensual y vano, digno de todo vituperio.
Habló el desamorado Lenio, y en fin hubo de parar en decir mal de amor; pero, como todos los más que allí estaban conoscían su condición, no repararon mucho en sus razones, si no fue Erastro, que le dijo:
-¿Piensas, Lenio, por ventura, que siempre estás hablando con el simple Erastro, que no sabe contradecir tus opiniones ni responder a tus argumentos? Pues quiérote advertir que te será sano el callar por agora, o, a lo menos, tratar de otras cosas que de decir mal de amor, si ya no gustas que la discreción y sciencia de Tirsi y de Damón te alumbren de la ceguedad en que estás, y te muestren a la clara lo que ellos entienden y lo que tú debes entender del amor y de sus cosas.
-¿Qué me podrán ellos decir que yo no sepa? -dijo Lenio-. O ¿qué les podré yo replicar que ellos no ignoren?
-Soberbia es esa, Lenio -respondió Elicio-, y en ella muestras cuán fuera vas del camino de la verdad de amor, y que te riges más por el norte de tu parecer y antojo, que no por el que te debías regir, que es el de la verdad y experiencia.
-Antes por la mucha que yo tengo de sus obras -respondió Lenio-, le soy tan contrario como muestro y mostraré mientras la vida me durare.
-¿En qué fundas tu razón? -dijo Tirsi.
-¿En qué, pastor? -respondió Lenio-. En que, por los efectos que hace, conozco cuán mala es la causa que los produce.
-¿Cuáles son los efectos de amor que tú tienes por tan malos? -replicó Tirsi.
-Yo te los diré, si con atención me escuchas -dijo Lenio-; pero no querría que mi plática enfadase los oídos de los que están presentes, pudiendo pasar el tiempo en otra conversación de más gusto.
-Ninguna cosa habrá que sea más del nuestro -dijo Darinto- que oír tratar desta materia, especialmente entre personas que tan bien sabrán defender su opinión; y así, por mi parte, si la destos pastores no lo estorba, te ruego, Lenio, que sigas adelante la comenzada plática.
-Eso haré yo de buen grado -respondió Lenio-, porque pienso mostrar claramente en ella cuántas razones me fuerzan a seguir la opinión que sigo y a vituperar cualquiera otra que a la mía se opusiere.
-Comienza, pues, ¡oh Lenio! -dijo Damón-, que no estarás más en ella de cuanto mi compañero Tirsi descubra la suya.
A esta sazón, ya que Lenio se preparaba a decir los vituperios de amor, llegaron a la fuente el venerable Aurelio, padre de Galatea, con algunos pastores, y con él asimesmo venían Galatea y Florisa, con las tres rebozadas pastoras, Rosaura, Teolinda y Leonarda, a las cuales, habiéndolas topado a la entrada de la aldea y sabiendo dellas la junta de pastores que en la Fuente de las Pizarras quedaba, a ruego suyo las hizo volver, fiadas las forasteras pastoras en que, por sus rebozos, no serían de alguno conoscidas. Levantáronse todos a rescebir a Aurelio y a las pastoras, las cuales se sentaron con las damas, y Aurelio y los pastores con los demás pastores. Pero, cuando las damas vieron la singular belleza de Galatea, quedaron tan admiradas que no podían apartar los ojos de mirarla. No lo fue menos Galatea de la hermosura dellas, especialmente de la que de mayor edad parescía. Pasó entre ellas algunas palabras de comedimiento; pero todo cesó cuando supieron lo que entre el discreto Tirsi y el desamorado Lenio estaba concertado, de lo que se holgó infinito el venerable Aurelio, porque en estremo deseaba ver aquella junta y oír aquella disputa; y más entonces, donde tendría Lenio quien tan bien le supiese responder. Y así, sin más esperar, sentándose Lenio en un tronco de un desmochado olmo, con voz al principio baja y después sonora, desta manera comenzó a decir:
LENIO
-Ya casi adivino, valerosa y discreta compañía, cómo ya en vuestro entendimiento me vais juzgando por atrevido y temerario, pues con el poco ingenio y menos experiencia que puede prometer la rústica vida en que yo algún tiempo me he criado, quiero tomar contienda, en materia tan ardua como ésta, con el famoso Tirsi, cuya crianza en famosas academias y cuyos bien sabidos estudios no pueden asegurar en mi pretensión sino segura pérdida. Pero confiado que, a las veces, la fuerza del natural ingenio, adornado con algún tanto de experiencia, suele descubrir nuevas sendas con que facilitan las sciencias por largos años sabidas, quiero atreverme hoy a mostrar en público las razones que me han movido a ser tan enemigo de amor, que he merescido por ello alcanzar renombre de desamorado. Y, aunque otra cosa no me moviera a hacer esto sino vuestro mandamiento, no me escusara de hacerla; cuan to más, que no será pequeña la gloria que de aquí he de granjear, aunque pierda la empresa, pues al fin dirá la fama que tuve ánimo para competir con el nombrado Tirsi. Y así, con este presupuesto, sin querer ser favorescido si no es de la razón que tengo, a ella sola invoco y ruego dé tal fuerza a mis palabras y argumentos, que se muestre en ellas y en ellos la que tengo para ser tan enemigo del amor como publico. Es, pues, amor, según he oído decir a mis mayores, un deseo de belleza, y esta difinición le dan, entre otras muchas, los que en esta questión han llegado más al cabo. Pues, si se me concede que el amor es deseo de belleza, forzosamente se me ha conceder que, cual fuere la belleza que se amare, tal será el amor con que se ama. Y, porque la belleza es en dos maneras, corpórea a incorpórea, el amor que la belleza corporal amare como último fin suyo, este tal amor no puede ser bueno, y éste es el amor de quien yo soy enemigo. Pero, como la belleza corpórea se divide asimesmo en dos partes, que son en cuerpos vivos y en cuerpos muertos, también puede haber amor de belleza corporal que sea bueno. Muéstrase la una parte de la belleza corporal en cuerpos vivos de varones y de hembras, y ésta consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que todas juntas hagan un todo perfecto y formen un cuerpo proporcionado de miembros y suavidad de colores. La otra belleza de la parte corporal no viva consiste en pinturas, estatuas, edificios, la cual belleza puede amarse sin que el amor con que se amare se vitupere. La belleza incorpórea se divide también en dos partes, en las virtudes y sciencias del ánima; y el amor que a la virtud se tiene, necesariamente ha de ser bueno, y ni más ni menos el que se tiene a las virtuosas sciencias y agradables estudios. Pues, como sean estas dos suertes de belleza la causa que engendra el amor en nuestros pechos, síguese que en el amar la una a la otra, consista ser el amor bueno o malo. Pero, como la belleza incorpórea se considera con los ojos del entendimiento, limpios y claros, y la belleza corpórea se mire con los ojos corporales, en comparación de los incorpóreos, turbios y ciegos, y, como sean más prestos los ojos del cuerpo a mirar la belleza presente corporal, que agrada, que no los del entendimiento a considerar la ausente incorpórea, que glorifica, síguese que más ordinariamente aman los mortales la caduca y mortal belleza, que los destruye, que no la singular y divina, que los mejora. Pues deste amor o desear la corporal belleza, han nascido, nascen y nascerán en el mundo asolación de ciudades, ruina de estados, destruición de imperios y muertes de amigos; y, cuando esto generalmente no suceda, ¿qué desdichas mayores, qué tormentos más graves, qué incendios, qué celos, qué penas, qué muertes puede imaginar el humano entendimiento que a las que padece el miserabre amante puedan compararse? Y es la causa desto que, como toda la felicidad del amante consista en gozar la belleza que desea, y esta belleza sea imposible poseerse y gozarse enteramente, aquel no poder llegar al fin que se desea, engendra en él los sos piros, las lágrimas, las quejas y desabrimientos. Pues, que sea verdad que la belleza de quien hablo no se puede gozar perfecta y enteramente, está manifiesto y claro, porque no está en mano del hombre gozar cumplidamente cosa que esté fuera dél y no sea toda suya; porque las estrañas, conoscida cosa es que están siempre debajo del arbitrio de la que llamamos fortuna y caso, y no en poder de nuestro albedrío. Y así, se concluye que, donde hay amor, hay dolor, y quien esto negase negaría asimesmo que el sol es claro y que el fuego abrasa. Mas, porque se venga con más facilidad en conocimiento de la amargura que amor encierra, por las pasiones del ánimo discurriendo se verá clara la verdad que sigo. Son, pues, las pasiones del ánimo, como mejor vosotros sabéis, discretos caballeros y pastores, cuatro generales, y no más: desear demasiado, alegrarse mucho, gran temor de las futuras miserias, gran dolor de las presentes calamidades; las cuales pasiones, por ser como vientos contrarios que la tranquilidad del ánima perturban, con más proprio vocablo, perturbaciones son llamadas. Y destas perturbaciones la primera es propria del amor, pues el amor no es otra cosa que deseo; y así, es el deseo principio y origen de do todas nuestras pasiones proceden, como cualquier arroyo de su fuente; y de aquí viene que todas las veces que el deseo de alguna cosa se enciende en nuestros corazones luego nos mueve a seguirla y a buscarla; y, buscándola y siguiéndola, a mil desordenados fines nos conduce. Este deseo es aquél que incita al hermano a procurar de la amada hermana los abominables abrazos, la madrastra del alnado, y lo que peor es, el mesmo padre de la propria hija. Este deseo es el que nuestros pensamientos a dolorosos peligros acarrea: ni aprovecha que le hagamos obstáculo con la razón, que, puesto que nuestro mal claramente conozcamos, no por eso sabemos retirarnos dél. Y no se contenta amor de tenernos a una sola voluntad atentos; antes, como del deseo de las cosas, como ya está dicho, todas las pasiones nascen, así, del primer deseo que nasce en nosotros, otros mil se derivan; y éstos son en los enamorados no menos diversos que infinitos. Y, aunque todas las más de las veces miren a un solo fin, con todo eso, como son diversos los objectos y diversa la fortuna de cada uno de los amadores, sin duda alguna, diversamente se desea. Hay algunos que, por llegar a alcanzar lo que desean, ponen toda su fuerza en una carrera, en la cual ¡oh cuántas y cuán duras cosas se encuentran, cuántas veces se cae, y cuántas agudas espinas atormentan sus pies, y cuántas veces primero se pierde la fuerza y el aliento, que den alcance a lo que procuran! Algunos otros hay que ya de la cosa amada son poseedores, y ninguna otra desean, ni piensan sino en mantenerse en aquel estado; y, tiniendo en esto sólo ocupados sus pensamientos, y en esto sólo todas sus obras y tiempo consumido, en la felicidad son míseros, en la riqueza pobres y en la ventura desventurados. Otros, que ya están fuera de la posesión de sus bienes, procuran tornar a ellos, usando para ello mil ruegos, mil promesas, mil condiciones, infinitas lágrimas, y al cabo, en estas miserias ocupándose, se ponen a términos de perder la vida. Mas no se ven estos tormentos en la entrada de los primeros deseos, porque entonces el engañoso amor nos muestra una senda por do entremos, al parecer ancha y espaciosa, la cual después poco a poco se va cerrando, de manera que para volver ni pasar adelante ningún camino se ofrece. Y así, engañados y atraídos los míseros amantes con una dulce y falsa risa, con un solo volver de ojos, con dos malformadas palabras que en sus pechos una falsa y flaca esperanza engendran, arrójanse luego a caminar tras ella, aguijados del deseo; y después, a poco trecho y a pocos días, hallando la senda de su remedio cerrada y el camino de su gusto impedido, acuden luego a regar su rostro con lágrimas, a turbar el aire con sospiros, a fatigar los oídos con lamentables quejas; y lo peor es que, si acaso con las lágrimas, con los sospiros y con las quejas no puede venir al fin de lo que desea, luego muda estilo y procura alcanzar por malos medios lo que por buenos no puede. De aquí nascen los odios, las iras, las muertes, así de amigos como de enemigos; por esta causa se han visto, y se veen a cada paso, que las tiernas y delicadas mujeres se ponen a hacer cosas tan estrañas y temerarias que aun sólo el imaginarlas pone espanto; por ésta se veen los sanctos y conyugales lechos de roja sangre bañados, ora de la triste mal advertida esposa, ora del incauto y descuidado marido. Por venir al fin deste deseo, es traidor el hermano al hermano, el padre al hijo y el amigo al amigo. Éste rompe enemistades, atropella respectos, traspasa leyes, olvida obligaciones y solicita parientas. Mas, porque claramente se vea cuánta es la miseria de los enamorados, ya se sabe que ningún apetito tiene tanta fuerza en nosotros, ni con tanto ímpetu al objecto propuesto nos lleva, como aquél que de las espuelas de amor es solicitado; y de aquí viene que ninguna alegría o contento pasa tanto del debido término, como aquélla del amante cuando viene a conseguir alguna cosa de las que desea. Y esto se vee porque, ¿qué persona habrá de juicio, si no es el amante, que tenga a summa felicidad un tocar la mano de su amada, una sortijuela suya, un breve amoroso volver de ojos y otras cosas semejantes, de tan poco momento cual las considera un entendimiento desapasionado? Y no por estos gustos tan colmados que, a su parecer, los amantes consiguen, se ha de decir que son felices y bienaventurados, porque no hay ningún contento suyo que no venga acompañado de innumerables disgustos y sinsabores, con que amor se los agua y turba, y nunca llegó gloria amorosa adonde llega y alcanza la pena. Y es tan mala el alegría de los amantes, que los saca fuera de sí mesmos, tornándolos descuidados y locos, porque, como ponen todo su intento y fuerzas en mantenerse en aquel gustoso estado que ellos se imaginan, de toda otra cosa se descuidan, de que no poco daño se les sigue, así de hacienda como de honra y vida, pues, a trueco de lo que he dicho, se hacen ellos mesmos esclavos de mil congojas y enemigos de sí proprios; pues que, cuando sucede que en medio de la carrera de sus gustos les toca el hierro frío de la pesada lanza de los celos, allí se les escurece el cielo, se les turba el aire y todos los elementos se les vuelven contrarios. No tienen entonces de quién esperar contento, pues no se le puede dar el conseguir el fin que desean; allí acude el temor contino, la desesperación ordinaria, las agudas sospechas, los pensamientos varios, la solicitud sin provecho, la falsa risa y el verdadero llanto, con otros mil estraños y terribles accidentes que le consumen y atierran. Todas las ocasiones de la cosa amada les fatigan: si mira, si ríe, si torna, si vuelve, si calla, si habla; y, finalmente, todas las gracias que le movieron a querer bien, son las mesmas que atormentan al amante celoso. ¿Y quién no sabe que si la ventura a manos llenas no favoresce a los amorosos principios, y con presta diligencia a dulce fin los conduce, cuán costosos le son al amante cualesquier otros medios que el desdichado pone para conseguir su intento? ¿Qué de lágrimas derrama, qué de sospiros esparce, cuántas cartas escribe, cuántas noches no duerme, cuántos y cuán contrarios pensamientos le combaten, cuántos recelos le fatigan y cuántos temores le sobresaltan? ¿Hay, por ventura, Tántalo que más fatiga tenga entre las aguas y el manzano puesto, que la que tiene el miserable amante entre el temor y la esperanza colocado? Son los servicios del amante no favorescido los cántaros de las hijas de Dánao, tan sin provecho derramados que jamás llegan a conseguir una mínima parte de su intento. ¿Hay águila que así destruya las entrañas de Ticio, como destruyen y roen los celos las del amante celoso? ¿Hay piedra que tanto cargue las espaldas de Sísifo, como carga el temor contino los pensamientos de los enamorados? ¿Hay rueda de Ixión que más presto se vuelva y atormente, que las prestas y varias imaginaciones de los temerosos amantes? ¿Hay Minos ni Radamanto que así castiguen y apremien las desdichadas condemnadas almas, como castiga y apremia el amor al enamorado pecho que al insufrible mando suyo está subjeto? No hay cruda Megera, ni rabiosa Tesifón, ni vengadora Alecto que así maltraten el ánima do se encierran, como maltrata esta furia, este deseo, a los sin ventura que le reconocen por señor y se le humillan como vasallos; los cuales, por dar alguna disculpa de las locuras que hacen, dicen, o a lo menos dijeron los antiguos gentiles, que aquel instinto que incita y mueve al enamorado para amar más que a su propria vida la ajena, era un dios a quien pusieron por nombre Cupido, y que así, forzados de su deidad, no podían dejar de seguir y caminar tras lo que él quería. Movióles a decir esto y a dar nombre de dios a este deseo, el ver los efectos sobrenaturales que hace en los enamorados. Sin duda, parece que es sobrenatural cosa estar un amante en un instante mesmo temeroso y confiado, arder lejos de su amada y helarse cuando más cerca della, mudo cuando parlero y parlero cuando mudo. Estraña cosa es asimesmo seguir a quien me huye, alabar a quien me vitupera, dar voces a quien no me escucha, servir a una ingrata y esperar en quien jamás promete ni puede dar cosa que buena sea. ¡Oh amarga dulzura, oh venenosa medicina de los amantes no sanos, oh triste alegría, oh flor amorosa que ningún fruto señalas, si no es de tardo arrepentimiento! Éstos son los efectos deste dios imaginado, éstas son sus hazañas y maravillosas obras. Y aun también puede verse en la pintura con que figuraban a este su vano dios cuán vanos ellos andaban: pintábanle niño, desnudo, alado, vendados los ojos, con arco y saetas en las manos, por darnos a entender, entre otras cosas, que, en siendo uno enamorado, se vuelve de la condición de un niño simple y antojadizo, que es ciego en las pretensiones, ligero en los pensamientos, cruel en las obras, desnudo y pobre de las riquezas del entendimiento. Decían asimesmo que entre las saetas suyas tenía dos, la una de plomo y la otra de oro, con las cuales diferentes efectos hacía, porque la de plomo engendraba odio en los pechos que tocaba, y la de oro, crescido amor en los que hería, por sólo avisarnos que el oro rico es aquél que hace amar, y el plomo pobre aborrecer. Y, por esta ocasión, no en balde cantan los poetas Atalante vencida de tres hermosas manzanas de oro, y a la bella Dánae preñada de la dorada lluvia, y al piadoso Eneas descender al infierno con el ramo de oro en la mano. En fin, el oro y la dádiva es una de las más fuertes saetas que el amor tiene y con la que más corazones subjeta; bien al revés de la de plomo, metal bajo y menospreciado, como lo es la pobreza, la cual antes engendra odio y aborrecimiento donde llega, que otra benevolencia alguna. Pero si las razones hasta agora por mí dichas no bastan a persuadir la que yo tengo de estar mal con este pérfido amor de quien trato, oí en algunos ejemplos verdaderos y pasados los efectos suyos, y veréis, como yo veo, que no vee ni tiene ojos de entendimiento el que no alcanza la verdad que sigo. Veamos, pues: ¿quién, sino este amor, es aquel que al justo Loth hizo romper el casto intento y violar a las proprias hijas suyas? Éste es, sin duda, el que hizo que el escogido David fuese adúltero y homicida; y el que forzó al libidinoso Amón a procurar el torpe ayuntamiento de Tamar, su querida hermana; y el que puso la cabeza del fuerte Sansón en las traidoras faldas de Dalida, por do, perdiendo él su fuerza, perdieron los suyos su amparo, y al cabo, él y otros muchos la vida; éste fue el que movió la lengua de Herodes para prometer a la bailadora niña la cabeza del precursor de la vida; éste hace que se dude de la salvación del más sabio y rico rey de los reyes, y aun de todos los hombres; éste redujo los fuertes brazos del famoso Hércules, acostumbrados a regir la pesada maza, a torcer un pequeñuelo huso y a ejercitarse en mujeriles ejercicios; éste hizo que la furiosa y enamorada Medea esparciese por el aire los tiernos miembros de su pequeño hermano; éste cortó la lengua a Progne, arrastró a Hipólito, infamó a Pasífae, destruyó a Troya, mató a Egisto; éste hizo cesar las comenzadas obras de la nueva Cartago, y que su primera reina pasase su casto pecho con la aguda espada; éste puso en las manos de la nombrada y hermosa Sofonisba el vaso del mortífero veneno que le acabó la vida; éste quitó la suya al valiente Turno, y el reino a Tarquino, el mando a Marco Antonio, y la vida y la honra a su amiga; éste, en fin, entregó nuestras Españas a la bárbara furia agarena, llamada a la venganza del desordenado amor del miserable Rodrigo. Mas, porque pienso que primero nos cubriría la noche con su sombra, que yo acabase de traeros a la memoria los ejemplos que se ofrecen a la mía de las hazañas que el amor ha hecho y cada día hace en el mundo, no quiero pasar más adelante en ellos, ni aun en la comenzada plática, por dar lugar a que el famoso Tirsi me responda, rogándoos primero, señores, no os enfade oír una canción que días ha tengo hecha en vituperio deste mi enemigo, la cual, si bien me acuerdo, dice desta manera:
Sin que me pongan miedo el yelo y fuego,
el arco y flechas del amor tirano,
en su deshonra he de mover mi lengua;
que ¿quién ha de temer a un niño ciego,
de vario antojo y de juicio insano, 5
aunque más amenace daño y mengua?
Mi gusto cresce y el dolor desmengua
cuando la voz levanto
al verdadero canto
qu’en vituperio del amor se forma, 10
con tal verdad, con tal manera y forma,
que a todo el mundo su maldad descubre,
y claramente informa
del cierto daño qu’el amor encubre.
Amor es fuego que consume al alma, 15
yelo que yela, flecha que abre el pecho
que de sus mañas vive descuidado;
turbado mar do no se ha visto calma,
ministro de ira, padre del despecho,
enemigo en amigo disfrazado, 20
dador de escaso bien y mal colmado,
afable, lisonjero,
tirano crudo y fiero,
y Circe engañadora que nos muda
en varios mostruos, sin que humana ayuda 25
pueda al pasado ser nuestro volvernos,
aunque ligera acuda
la luz de la razón a socorrernos;
yugo que humilla al más erguido cuello,
blanco a do se encaminan los deseos 30
del ocio blando sin razón nascidos,
red engañosa de sotil cabello
que cubre y prende en torpes actos feos
los que del mundo son en más tenidos,
sabroso mal de todos los sentidos, 35
ponzoña disfrazada
cual píldora dorada,
rayo que adonde toca abrasa y hiende,
airado brazo que a traición ofende,
verdugo del captivo pensamiento 40
y del que se defiende
del dulce halago de su falso intento;
daño que aplace en los principios, cuando
se regala la vista en el subjeto,
que, cual el cielo, bello le parece; 45
mas tanto cuanto más pasa mirando,
tanto más pena en público y secreto
el corazón, que todo lo padece.
Mudo hablador, parlero que enmudece,
cuerdo que desatina, 50
pura total ruïna
de la más concertada alegre vida,
sombra de bien en males convertida,
vuelo que nos levanta hasta la esfera,
para que en la caída 55
quede vivo el pesar y el gusto muera;
invisible ladrón que nos destruye
y roba lo mejor de nuestra hacienda,
llevándonos el alma a cada paso;
ligereza que alcanza al que más huye, 60
enigma que ninguno hay que la entienda,
vida que de contino está en traspaso,
guerra elegida y que nasce acaso,
tregua que poco dura,
amada desventura, 65
preñez que por jamás a sazón llega,
enfermedad que al ánima se pega,
cobarde que se arroja al mal y atreve,
deudor que siempre niega
la deuda averiguada que nos debe, 70
cercado laberinto do se anida
una fiera crüel que se sustenta
de rendidos humanos corazones,
lazo donde se enlaza nuestra vida,
señor que al mayordomo pide cuenta 75
de las obras, palabras e intenciones;
codicia de mil varias pretensiones,
gusano que fabrica
estancia pobre o rica,
do poco espacio habita, y al fin muere; 80
querer que nunca sabe lo que quiere,
nube que los sentidos escurece,
cuchillo que nos hiere.
Éste es el amor. ¡Seguidle, si os parece!
Con esta canción acabó su razonamiento el desamorado Lenio, y con ella y con él dejó admirados a algunos de los que presentes estaban, especialmente a los caballeros, pareciéndoles que lo que Lenio había dicho de más caudal que de pastoril ingenio parecía; y con gran deseo y atención estaban esperando la respuesta de Tirsi, prometiéndose todos en su imaginación que, sin duda alguna, a la de Lenio haría ventaja, por la que Tirsi le hacía en la edad y en la experiencia y en los más acostumbrados estudios; y asimesmo les aseguraba esto porque deseaban que la opinión desamorada de Lenio no prevaleciese. Bien es verdad que la lastimada Teolinda, la enamorada Leonarda, la bella Rosaura y aun la dama que con Darinto y su compañero venía claramente vieron figurados en el discurso de Lenio mil puntos de los sucesos de sus amores, y esto fue cuando llegó a tratar de lágrimas y sospiros y de cuán caros se compraban los contentos amorosos. Solas la hermosa Galatea y la discreta Florisa iban fuera desta cuenta, porque hasta entonces no se la había tomado amor de sus hermosos y rebeldes pechos; y así, estaban atentas, no más de a escuchar la agudeza con que los dos famosos pastores disputaban, sin que de los efectos de amor que oían viesen alguno en sus libres voluntades. Pero, siendo la de Tirsi reducir a mejor término la opinión del desamorado pastor, sin esperar ser rogado, tiniendo de su boca colgados los ánimos de los circunstantes, puniéndose frontero de Lenio, con suave y levantado tono, desta manera comenzó a decir:
TIRSI
-Si la agudeza de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara que con facilidad puede alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se halla, antes que ponerme en trabajo de contradecir tu opinión, te dejara con ella por castigo de tus sinrazones. Mas, porque me advierten las que en vituperio del amor has dicho los buenos principios que tienes para poder reducirte a mejor propósito, no quiero dejar con mi silencio, a los que nos oyen, escandalizados; al amor, desfavorescido, y a ti, pertinaz y vanaglorioso. Y así, ayudado del amor, a quien llamo, pienso en pocas palabras dar a entender cuán otras son sus obras y efectos de los que tú dél has publicado, hablando sólo del amor que tú entiendes, el cual tú definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando asimesmo qué cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que el amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al cabo con varios y desdichados sucesos por el amor causados. Y, aunque la difinición que del amor hiciste sea la más general que se suele dar, todavía no lo es tanto que no se pueda contradecir, porque amor y deseo son dos cosas diferentes: que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama. La razón está clara en todas las cosas que se poseen, que entonces no se podrá decir que se desean, sino que se aman, como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que la ama, y el que tiene hijos no podrá decir que desea hijos, sino que ama los hijos; ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que se aman, como la muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así, que, por esta razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad. Verdad es que amor es padre del deseo, y entre otras difiniciones que del amor se dan, ésta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos hacer en nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí, y nos deleita y aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo, el cual movimiento se llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento del apetito acerca de lo que se ama, y un querer de aquello que se posee, y el objecto suyo es el bien; y, como se hallan diversas especies de deseos, y el amor es una especie de deseo que atiende y mira al bien que se llama bello. Pero para más clara difinición y diversión del amor, se ha de entender que en tres maneras se divide: en amor honesto, en amor útil y en amor deleitable. Y a estas tres suertes de amor se reducen cuantas maneras de amar y desear pueden caber en nuestra voluntad, porque el amor honesto mira a las cosas del cielo, eternas y divinas; el útil, a las de la tierra, alegres y perecederas, como son las riquezas, mandos y señoríos; el deleitable, a las gustosas y placenteras, como son las bellezas corporales vivas, que tú, Lenio, dijiste. Y cualquiera suerte destos amores que he dicho no debe ser de ninguna lengua vituperada, porque el amor honesto siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo, puro y divino, y que sólo en Dios para y sosiega; el amor provechoso, por ser, como es, natural, no debe condemnarse; ni menos el deleitable, por ser más natural que el provechoso. Que sean naturales estas dos suertes de amor en nosotros la experiencia nos lo muestra claro, porque luego que el atrevido primer padre nuestro pasó el divino mandamiento, y de señor quedó hecho siervo, y de libre esclavo, luego conosció la miseria en que había caído y la pobreza en que estaba; y así, tomó en el momento las hojas de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó, rompiendo la tierra para sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y, tras esto, obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró tener hijos y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana; y, así como por su inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus descendientes, así heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones, como heredamos su mesma naturaleza; y, como él procuró remediar su necesidad y pobreza, también nosotros no podemos dejar de procurar y desear remediar la nuestra. Y de aquí nasce el amor que tenemos a las cosas útiles a la vida humana, y tanto cuanto más alcanzamos dellas, tanto más nos parece que remediamos nuestra falta, y por el mesmo consiguiente heredamos el deseo de perpetuarnos en nuestros hijos; y deste deseo se sigue el que tenemos de gozar la belleza viva corporal, como solo y verdadero medio que tales deseos a dichoso fin conduce. Así que, este amor deleitable, solo y sin mezcla de otro accidente, es digno antes de alabanza que de vituperio, y este es el amor que tú, Lenio, tienes por enemigo; y cáusalo que no le entiendes ni conoces, porque nunca le has visto solo y en su mesma figura, sino siempre acompañado de deseos perniciosos, lascivos y mal colocados. Y esto no es culpa de amor, que siempre es bueno, sino de los accidentes que se le llegan, como vemos que acaece en algún caudaloso río, el cual tiene su nascimiento de alguna líquida y clara fuente que siempre claras y frescas aguas le va ministrando, y, a poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas en amargas y turbias son convertidas, por los muchos y no limpios arroyos que de una y otra parte se le juntan. Así que, este primer movimiento -amor o deseo, como llamarlo quisieres- no puede nascer sino de buen principio; y aun dellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conoscida por tal, casi parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza para mover nuestros ánimos, que ella sola fue parte para que los antiguos filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la razón natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas; y conoscieron que había un solo principio sin principio de todas las cosas. Pero lo que más los admiró y levantó la consideración, fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad, que en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su Hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes della se reparte, y de aquí nasce que esta belleza conoscida se ama, y como toda ella más se muestre y resplandezca en el rostro, luego como se ve un hermoso rostro, llama y tira la voluntad a amarle. De do se sigue que, como los rostros de las mujeres hagan tanta ventaja en hermosura al de los varones, ellas son las que son de nosotros más queridas, servidas y solicitadas, como a cosa en quien consiste la belleza que naturalmente más a nuestra vista contenta. Pero, viendo el hacedor y criador nuestro que es propria naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su proprio centro, quiso, porque no se arrojase a rienda suelta a desear las cosas perecederas y vanas, y esto sin quitarle la libertad del libre albedrío, ponerle encima de sus tres potencias una despierta centinela que la avisase de los peligros que la contrastaban y de los enemigos que la perseguían, la cual fue la razón, que corrige y enfrena nuestros desordenados deseos. Y, viendo asimesmo que la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones, ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales les son lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina mano, se viene a templar la demasía que puede haber en el amor natural, que tú, Lenio, vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que si en nosotros faltase, el mundo y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de quien voy hablando están cifradas todas las virtudes, porque el amor es templanza que el amante, conforme la casta voluntad de la cosa amada, la suya tiempla; es fortaleza, porque el enamorado cualquier variedad puede sufrir por amor de quien ama; es justicia, porque con ella a la que bien quiere sirve, forzándole la mesma razón a ello; es prudencia, porque de toda sabiduría está el amor adornado. Mas yo te demando, ¡oh Lenio!, tú que has dicho que el amor es causa de ruina de imperios, destruición de ciudades, de muertes de amigos, de sacrílegos hechos, inventor de traiciones, transgresor de leyes, digo que te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy en el mundo, por buena que sea, que el uso della no pueda en mal ser convertida. Condémnese la filosofía, porque muchas veces nuestros defectos descubre, y muchos filósofos han sido malos; abrásense las obras de los heroicos poetas, porque con sus sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan; vitupérese la medicina, porque los venenos descubre; llámese inútil la elocuencia, porque algunas veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conoscida; no se forjen armas, porque los ladrones y los homicidas las usan; no se fabriquen casas, porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la variedad de los manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure tener hijos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre, y Oreste hirió el pecho de la madre propria; téngase por malo el fuego, porque suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el agua, porque con ella se anegó toda la tierra; condémnense, en fin, los elementos, porque pueden ser de algunos perversos perversamente usados; y desta manera cualquier cosa buena puede ser en mala convertida, y proceder della efectos malos, si en las manos de aquéllos son puestas que, como irracionales sin mediocridad, del apetito gobernar se dejan. Aquella antigua Cartago, émula del imperio romano; la belicosa Numancia, la adornada Corinto, la soberbia Tebas, la docta Atenas y la ciudad de Dios, Hierusalém, que fueron vencidas y asoladas: digamos por eso que el amor fue causa de su destruición y ruina. Así que, debrían los que tienen por costumbre de decir mal del amor, decirlo dellos mesmos, porque los dones de amor, si con templanza se usan, son dignos de perpetua alabanza, pues siempre los medios fueron alabados en todas las cosas, como vituperados los estremos; que si abrazamos la virtud más de aquello que basta, el sabio granjeará nombre de loco y el justo de inicuo. Del antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el vino mezclado con el agua es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que es al revés en el immoderado. La generación de los animales racionales y brutos sería ninguna si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría desierta y vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada para conservación y cura de los hombres. Pero, viniendo a lo que tú, Lenio, dijiste de los tristes y estraños efectos que el amor en los enamorados pechos hace, tiniéndolos siempre en continas lágrimas, profundos sospiros, desesperadas imaginaciones, sin concederles jamás una hora de reposo, veamos, por ventura, ¿qué cosa puede desearse en esta vida que el alcanzarla no cueste fatiga y trabajo? Y tanto cuanto más es de valor la cosa, tanto más se ha de padecer y se padece por ella, porque el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta conseguirlo es forzosa la inquietud del ánimo nuestro, pues si todos los deseos humanos se pueden pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto lo que desean, con que se les dé parte dello, y con todo eso se padece por conseguirla, ¿qué mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer ni contentar al deseo sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema y se espere? El que desea señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve que no puede subir al último grado que quisiera, como llegue a ponerse en algún buen punto, queda en parte satisfecho, porque la esperanza que le falta de no poder subir a más, le hace parar donde puede y como mejor puede, todo lo cual es contrario en el amor, porque el amor no tiene otra paga ni otra satisfación sino el mesmo amor, y él proprio es su propria y verdadera paga. Y por esta razón es imposible que el amante esté contento hasta que a la clara conozca que verdaderamente es amado, certificándole desto las amorosas señales que ellos saben. Y así, estiman en tanto un regalado volver de ojos, una prenda cualquiera que sea de su amada, un no sé qué de risa, de habla, de burlas, que ellos de veras toman, como indicios que le van asegurando la paga que desean, y así, todas las veces que ven señales en contrario déstas, esle fuerza al amante lamentarse y afligirse, sin tener medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus contentos, cuando la favorable fortuna y el blando amor se los concede. Y, como sea hazaña de tanta dificultad reducir una voluntad ajena a que sea una propria con la mía, y juntar dos diferentes almas en tan disoluble ñudo y estrecheza que de las dos sean uno los pensamientos y una todas las obras, no es mucho que, por conseguir tan alta empresa, se padezca más que por otra cosa alguna, pues, después de conseguida, satisface y alegra sobre todas las que en esta vida se desean. Y no todas veces son las lágrimas con razón y causa derramadas, ni esparcidos los sospiros de los enamorados, porque si todas sus lágrimas y sospiros se causaron de ver que no se responde a su voluntad como se debe y con la paga que se requiere, habría de considerar primero adónde levantaron la fantasía, y si la subieron más arriba de lo que su merescimiento alcanza, no es maravilla que, cual nuevos Ícaros, caigan abrasados en el río de las miserias, de las cuales no tendrá la culpa amor, sino su locura. Con todo eso, yo no niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo que se ama por fuerza ha de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que presupone, como ya otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla sea de grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado el reposo y la salud al enfermo. Junto con esto, confieso que si los amantes señalasen, como en el uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o dichosos días, sin duda alguna que serían más las infelices; mas, también conozco que la calidad de sola una blanca piedra haría ventaja a la cantidad de otras infinitas negras. Y, por prueba desta verdad, vemos que los enamorados jamás de serlo se arrepienten; antes, si alguno les prometiese librarles de la enfermedad amorosa, como a enemigo le desecharían, porque aun el sufrirla les es suave. Y por esto, ¡oh amadores!, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros y dedicaros a amar lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni arrepintáis si a la grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que amor iguala lo pequeño a lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo tiempla las diversas condiciones de los amantes, cuando con puro afecto la gracia suya en sus corazones rescibe. No cedáis a los peligros, porque la gloria será tanta que quite el sentimiento de todo dolor. Y, como a los antiguos capitanes y emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas, les eran, según la grandeza de sus victorias, aparejados triunfos, así a los amantes les están guardados muchedumbre de placeres y contentos, y, como a aquéllos el glorioso rescibimiento les hacía olvidar todos los incomodos y disgustos pasados, así al amante de la amada amado. Los espantosos sueños, el dormir no seguro, las veladas noches, los inquietos días, en summa tranquilidad y alegría se convierten. De manera, Lenio, que si por sus efectos tristes les condemnas, por los gustosos y alegres les debes de absolver; y a la interpretación que diste de la figura de Cupido, estoy por decir que vas tan engañado en ella, como casi en las demás cosas que contra el amor has dicho. Porque, píntanle niño, ciego, desnudo, con las alas y saetas; no quiere significar otra cosa, sino que el amante ha de ser niño en no tener condición doblada, sino pura y sencilla; ha de ser ciego a todo cualquier otro objecto que se le ofreciere, sino es a aquel a quien ya supo mirar y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa que no sea de la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar prompto a todo lo que por su parte se le quisiere mandar; píntanle con saetas, porque la llaga del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta, y que apenas se descubra sino a la mesma causa que ha de remedialla. Que el amor hiera con dos saetas, las cuales obran en diferentes maneras, es darnos a entender que en el perfecto amor, no ha de haber medio de querer y no querer en un mesmo punto, sino que el amante ha de amar enteramente, sin mezcla de alguna tibieza. En fin, ¡oh Lenio!, este amor es el que si consumió a los troyanos, engrandeció a los griegos; si hizo cesar las obras de Cartago, hizo crescer los edificios de Roma; si quitó el reino a Tarquino, redujo a libertad la república. Y, aunque pudiera traer aquí muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste de los efectos buenos que el amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues de sí son tan notorios; sólo quiero rogarte te dispongas a creer lo que he mostrado, y que tengas paciencia para oír una canción mía, que parece que en competencia de la tuya se hizo; y si por ella y por lo que te he dicho no quisieres reducirte a ser de la parte de amor, y te pareciere que no quedas satisfecho de las verdades que dél he declarado, si el tiempo de agora lo concede, o en otro cualquiera que tú escogieres y señalares, te prometo de satisfacer a todas las réplicas y argumentos que en contrario de los míos decir quisieres. Y, por agora, estáme atento y escucha:
CANCIÓN DE TIRSI
Salga del limpio enamorado pecho
la voz sonora, y en süave acento
cante de amor las altas maravillas,
de modo que contento y satisfecho
quede el más libre y suelto pensamiento, 5
sin que las sienta con no más de oíllas.
Tú, dulce amor, que puedes referillas
por mi lengua, si quieres,
tal gracia le concede,
que con la palma quede 10
de gusto y gloria por decir quién eres,
que si me ayudas, como yo confío,
veráse en presto vuelo
subir al cielo tu valor y el mío.
Es el amor principio del bien nuestro, 15
medio por do se alcanza y se granjea
el más dichoso fin que se pretende;
de todas sciencias sin igual maestro;
fuego que, aunque de yelo un pecho sea,
en claras llamas de virtud le enciende; 20
poder que al flaco ayuda, al fuerte ofende;
raíz de adonde nasce
la venturosa planta
que al cielo nos levanta,
con tal fruto que al alma satisface 25
de bondad, de valor, de honesto celo,
de gusto sin segundo,
que alegra al mundo y enamora al cielo;
cortesano, galán, sabio, discreto,
callado, liberal, manso, esforzado; 30
de aguda vista, aunque de ciegos ojos;
guardador verdadero del respecto,
capitán que en la guerra do ha triunfado
sola la honra quiere por despojos;
flor que cresce entre espinas y entre abrojos, 35
que a vida y alma adorna;
del temor enemigo,
de la esperanza amigo;
huésped que más alegra cuando torna;
instrumento de honrosos ricos bienes, 40
por quien se mira y medra
la honrosa yedra en las honradas sienes;
instinto natural que nos conmueve
a levantar los pensamientos, tanto
que apenas llega allí la vista humana; 45
escala por do sube, el que se atreve,
a la dulce región del cielo sancto;
sierra en su cumbre deleitosa y llana,
facilidad que lo intricado allana,
norte por quien se guía 50
en este mar insano
el pensamiento sano,
alivio de la triste fantasía,
padrino que no quiere nuestra afrenta;
farol que no se encubre, 55
mas nos descubre el puerto en la tormenta;
pintor que en nuestras ánimas retrata,
con apacibles sombras y colores,
ora mortal, ora inmortal belleza;
sol que todo ñublado desbarata, 60
gusto a quien son sabrosos los dolores;
espejo en quien se ve naturaleza
liberal, que en su punto la franqueza
pone con justo medio;
espíritu de fuego 65
que alumbra al que es más ciego;
del odio y del temor solo remedio;
Argos que nunca puede estar dormido,
por más que a sus orejas
lleguen consejas de algún dios fingido; 70
ejército de armada infantería
que atropella cien mil dificultades,
y siempre queda con victoria y palma;
morada adonde asiste el alegría;
rostro que nunca encubre las verdades, 75
mostrando claro lo que está en el alma;
mar donde la tormenta es dulce calma
con sólo que se espere
tenerla en tiempo alguno;
refrigerio oportuno 80
que cura al desdeñado cuando muere;
en fin, amor es vida, es gloria, es gusto,
almo feliz sosiego.
¡Seguilde luego, qu’el seguirle es justo!
El fin del razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar de nuevo en todos la opinión que de discreto tenía, si no fue en el desamorado Lenio, a quien no pareció tan bien su respuesta que le satisficiese al entendimiento y le mudase de su primer propósito. Viose esto claro, porque ya iba dando muestras de querer responder y replicar a Tirsi, si las alabanzas que a los dos daban Darinto y su compañero, y todos los pastores y pastoras presentes, no lo estorbaran, porque, tomando la mano el amigo de Darinto, dijo:
-En este punto acabo de conoscer cómo la potencia y sabiduría de amor por todas las partes de la tierra se estiende, y que donde más se afina y apura es en los pastorales pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos oído al desamorado Lenio y al discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos más parescen de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de aquéllos que entre pajizas cabañas son crescidos. Pero no me maravillaría yo tanto desto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, prosuponiendo que todas se crían enseñadas; mas, cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía ninguna cosa pintada, no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido imposible que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos, se puedan aprender las sciencias que apenas saben disputarse en las nombradas universidades, si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije, que el amor por todo se estiende y a todos se comunica, al caído levanta, al simple avisa y al avisado perfeciona.
-Si conoscieras, señor -respondió a esta sazón Elicio-, cómo la crianza del nombrado Tirsi no ha sido entre los árboles y florestas, como tú imaginas, sino en las reales cortes y conoscidas escuelas, no te maravillaras de lo que ha dicho, sino de lo que ha dejado de decir. Y, aunque el desamorado Lenio, por su humildad, ha confesado que la rusticidad de su vida pocas prendas de ingenio puede prometer, con todo eso, te aseguro que los más floridos años de su edad gastó, no en el ejercicio de guardar las cabras en los montes, sino en las riberas del claro Tormes, en loables estudios y discretas conversaciones. Así que, si la plática que los dos han tenido de más que de pastores te parece, contémplalos como fueron y no como agora son. Cuanto más, que hallarás pastores en estas nuestras riberas que no te causarán menos admiración, si los oyes, que los que ahora has oído, porque en ellas apascientan sus ganados los famosos y conoscidos Eranio, Siralbo, Filardo, Silvano, Lisardo y los dos Matuntos, padre y hijo, uno en la lira y otro en la poesía sobre todo estremo estremados. Y, para remate de todo, vuelve los ojos y conoce al conoscido Damón, que presente tienes, donde puede parar tu deseo, si desea conoscer el estremo de discreción y sabiduría.
Responder quería el caballero a Elicio, cuando una de aquellas damas que con él venían dijo a la otra:
-Paréceme, señora Nísida, que, pues el sol va ya declinando, que sería bien que nos fuésemos, si habemos de llegar mañana adonde dicen que está nuestro padre.
No hubo bien dicho esto la dama, cuando Darinto y su compañero la miraron, mostrando que les había pesado de que hubiese llamado por su nombre a la otra. Pero, ansí como Elicio oyó el nombre de Nísida, le dio el alma si era aquella Nísida de quien el ermitaño Silerio tantas cosas había contado, y el mismo pensamiento les vino a Tirsi, Damón y a Erastro; y, por certificarse Elicio de lo que sospechaba, dijo:
-Pocos días ha, señor Darinto, que yo y algunos de los que aquí estamos oímos nombrar el nombre de Nísida, como aquella dama agora ha hecho; pero de más lágrimas acompañado y con más sobresaltos referido.
-Por ventura -respondió Darinto-, ¿hay alguna pastora en estas vuestras riberas que se llame Nísida?
-No -respondió Elicio-; pero esta que yo digo en ellas nasció y en las apartadas del famoso Sebeto fue criada.
-¿Qué es lo que dices, pastor? -replicó el otro caballero.
-Lo que oyes -respondió Elicio-, y lo que más oirás si me aseguras una sospecha que tengo.
-Dímela -dijo el caballero-, que podría ser se te satisficiese.
A esto replicó Elicio:
-¿A dicha, señor, tu proprio nombre es Timbrio?
-No te puedo negar esa verdad -respondió el otro-, porque Timbrio me llamo, el cual nombre quisiera encubrir hasta otra sazón más oportuna; mas la voluntad que tengo de saber por qué sospechaste que así me llamaba me fuerza a que no te encubra nada de lo que de mí saber quisieres.
-Según eso, tampoco me negarás -dijo Elicio- que esta dama que contigo traes se llame Nísida, y aun, por lo que yo puedo conjeturar, la otra se llama Blanca, y es su hermana.
-En todo has acertado -respondió Timbrio-; pero, pues yo no te he negado nada de lo que me has preguntado, no me niegues tú la causa que te ha movido a preguntármelo.
-Ella es tan buena y será tan de tu gusto -replicó Elicio- cual lo verás antes de muchas horas.
Todos los que no sabían lo que el ermitaño Silerio a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro había contado, estaban confusos oyendo lo que entre Timbrio y Elicio pasaba; mas a este punto dijo Damón, volviéndose a Elicio:
-No entretengas, ¡oh Elicio!, las buenas nuevas que puedes dar a Timbrio.
-Y aun yo -dijo Erastro- no me detendré un punto de ir a dárselas al lastimado Silerio del hallazgo de Timbrio.
-¡Sanctos cielos! ¿Y qué es lo que oigo -dijo Timbrio-, y qué es lo que dices, pastor? ¿Es por ventura ese Silerio que has nombrado el que es mi verdadero amigo, el que es la mitad de mi alma, el que yo deseo ver más que otra cosa que me pueda pedir el deseo? ¡Sácame desta duda luego, así crezcan y multipliquen tus rebaños de manera que te tengan envidia todos los vecinos ganaderos!
-No te fatigues tanto, Timbrio -dijo Damón-, que el Silerio que Erastro dice es el mesmo que tú dices, y el que desea saber más de tu vida que sostener y augmentar la suya propria; porque, después que te partiste de Nápoles, según él nos ha contado, ha sentido tanto tu ausencia que la pena della, con la que le causaban otras pérdidas que él nos contó, le ha reducido a términos que en una pequeña ermita que poco menos de una legua está de aquí distante, pasa la más estrecha vida que imaginarse puede, con determinación de esperar allí la muerte, pues de saber el suceso de tu vida no podía ser satisfecho. Esto sabemos cierto Tirsi, Elicio, Erastro y yo, porque él mesmo nos ha contado la amistad que contigo tenía, con toda la historia de los casos a entrambos sucedidos hasta que la fortuna por tan estraños accidentes os apartó, para apartarle a él a vivir en tan estraña soledad que te causará admiración cuando le veas.
-Véale yo, y llegue luego el último remate de mis días -dijo Timbrio-; y así, os ruego, famosos pastores, por aquella cortesía que en vuestros pechos mora, que satisfagáis éste mío con decirme adónde está esa ermita adonde Silerio vive.
-Adonde muere, podrás mejor decir -dijo Erastro-; pero de aquí adelante vivirá con las nuevas de tu venida; y, pues tanto su gusto y el tuyo deseas, levántate y vamos, que antes que el sol se ponga, te pondré con Silerio; mas ha de ser con condición que en el camino nos cuentes todo lo que te ha sucedido después que de Nápoles te partiste, que de todo lo demás, hasta aquel punto, satisfechos están algunos de los presentes.
-Poca paga me pides -respondió Timbrio- para tan gran cosa como me ofreces, porque, no digo yo contarte eso, pero todo aquello que de mí saber quisieres.
Y más, volviéndose a las damas que con él venían, les dijo:
-Pues con tan buena ocasión, querida y señora Nísida, se ha rompido el prosupuesto que traíamos de no decir nuestros proprios nombres, con el alegría que requiere la buena nueva que nos han dado, os ruego que no nos detengamos, sino que luego vamos a ver a Silerio, a quien vos y yo debemos las vidas y el contento que poseemos.
-Escusado es, señor Timbrio -respondió Nísida-, que vos me roguéis que haga cosa que tanto deseo y que tan bien me está el hacerla. Vamos en hora buena, que ya cada momento que tardare de verle se me hará un siglo.
Lo mesmo dijo la otra dama, que era su hermana Blanca, la mesma que Silerio había dicho, y la que más muestras dio de contento. Sólo Darinto, con las nuevas de Silerio, se puso tal, que los labios no movía; antes, con un estraño silencio, se levantó, y mandando a un su criado que le trujese el caballo en que allí había venido, sin despedirse de ninguno, subió en él, y, volviendo las riendas, a paso tirado se desvió de todos. Cuando esto vio Timbrio, subió en otro caballo, y con mucha priesa siguió a Darinto hasta que le alcanzó; y, trabando por las riendas del caballo, le hizo estar quedo, y allí estuvo con él hablando un buen rato, al cabo del cual Timbrio se volvió adonde los pastores estaban, y Darinto siguió su camino, enviando a disculparse con Timbrio del haberse partido sin despedirse dellos. En este tiempo Galatea, Rosaura, Teolinda, Leonarda y Florisa a las hermosas Nísida y Blanca se llegaron; y la discreta Nísida, en breves razones, les contó la amistad tan grande que entre Timbrio y Silerio había, con mucha parte de los sucesos por ellos pasados; pero, con la vuelta de Timbrio, todos quisieron ponerse en camino para la ermita de Silerio; sino que a la mesma sazón llegó a la fuente una hermosa pastorcilla de hasta edad de quince años, con su zurrón al hombro y cayado en la mano; la cual, como vio tanta y tan agradable compañía, con lágrimas en los ojos, les dijo:
-Si por ventura hay entre vosotros, señores, quien de los estraños efectos y casos de amor tenga alguna noticia, y las lágrimas y sospiros amorosos le suelen enternecer el pecho, acuda quien esto siente a ver si es posible remediar y detener las más amorosas lágrimas y profundos sospiros que jamás de ojos y pechos enamorados salieron. Acudid, pues, pastores, a lo que os digo: veréis cómo, con la experiencia de lo que os muestro, hago verdaderas mis palabras.
Y, en diciendo esto, volvió las espaldas, y todos cuantos allí estaban la siguieron. Viendo, pues, la pastora que la seguían, con presuroso paso se entró por entre unos árboles que a un lado de la fuente estaban; y no hubo andado mucho cuando, volviéndose a los que tras ella iban, les dijo:
-Veis allí, señores, la causa de mis lágrimas; porque aquel pastor que allí parece es un hermano mío, que por aquella pastora ante quien está hincado de hinojos, sin duda alguna, él dejará la vida en manos de su crueldad.
Volvieron todos los ojos a la parte que la pastora señalaba, y vieron que al pie de un verde sauce estaba arrimada una pastora, vestida como cazadora ninfa, con una rica aljaba que del lado le pendía y un encorvado arco en las manos, con sus hermosos y rubios cabellos cogidos con una verde guirnalda. El pastor estaba ante ella de rodillas, con un cordel echado a la garganta y un cuchillo desenvainado en la derecha mano, y con la izquierda tenía asida a la pastora de un blanco cendal que encima de los vestidos traía. Mostraba la pastora ceño en su rostro, y estar disgustada de que el pastor allí por fuerza la detuviese. Mas, cuando ella vio que la estaban mirando, con grande ahínco procuraba desasirse de la mano del lastimado pastor, que con abundancia de lágrimas, tiernas y amorosas palabras, la estaba rogando que siquiera le diese lugar para poderle significar la pena que por ella padecía. Pero la pastora, desdeñosa y airada, se apartó dél, a tiempo que ya todos los pastores llegaban cerca, tanto, que oyeron al enamorado mozo que en tal manera a la pastora hablaba:
-¡Oh ingrata y desconocida Gelasia, y con cuán justo título has alcanzado el renombre de cruel que tienes! Vuelve, endurescida, los ojos a mirar al que por mirarte está en el estremo de dolor que imaginarse puede. ¿Por qué huyes de quien te sigue? ¿Por qué no admites a quién te sirve? ¿Y por qué aborreces al que te adora? ¡Oh, sin razón enemiga mía, dura cual levantado risco, airada cual ofendida sierpe, sorda cual muda selva, esquiva como rústica, rústica como fiera, fiera como tigre, tigre que en mis entrañas se ceba! ¿Será posible que mis lágrimas no te ablanden, que mis sospiros no te apiaden y que mis servicios no te muevan? Sí que será posible, pues ansí lo quiere mi corta y desdichada suerte, y aun será también posible que tú no quieras apretar este lazo que a la garganta tengo, ni atravesar este cuchillo por medio deste corazón que te adora. Vuelve, pastora, vuelve, y acaba la tragedia de mi miserable vida, pues con tanta facilidad puedes añudar este cordel a mi garganta o ensangrentar este cuchillo en mi pecho.
Estas y otras semejantes razones decía el lastimado pastor, acompañadas de tantos sollozos y lágrimas que movía a compasión a todos cuantos le escuchaban. Pero no por esto la cruel y desamorada pastora dejaba de seguir su camino, sin querer aun volver los ojos a mirar al pastor que por ella en tal estado quedaba, de que no poco se admiraron todos los que su airado desdén conoscieron; y fue de manera que hasta al desamorado Lenio le pareció mal la crueldad de la pastora. Y ansí, él, con el anciano Arsindo, se adelantaron a rogarla tuviese por bien de volver a escuchar las quejas del enamorado mozo, aunque nunca tuviese intención de remediarlas. Mas no fue posible mudarla de su propósito; antes, les rogó que no la tuviesen por descomedida en no hacer lo que le mandaban, porque su intención era de ser enemiga mortal del amor y de todos los enamorados, por muchas razones que a ello la movían, y una dellas era haberse desde su niñez dedicado a seguir el ejercicio de la casta Diana; añadiendo a éstas tantas causas para no hacer el ruego de los pastores, que Arsindo tuvo por bien de dejarla y volverse, lo que no hizo el desamorado Lenio, el cual, como vio que la pastora era tan enemiga del amor como parecía, y que tan de todo en todo con la condición desamorada suya se conformaba, determinó de saber quién era y de seguir su compañía por algunos días. Y así, le declaró cómo él era el mayor enemigo que el amor y los enamorados tenían, rogándole que, pues tanto en las opiniones se conformaban, tuviese por bien de no enfadarse con su compañía, que no sería más de lo que ella quisiese.
La pastora se holgó de saber la intención de Lenio, y le concedió que con ella viniese hasta su aldea, que dos leguas de la de Lenio era. Con esto, se despidió Lenio de Arsindo, rogándole que le disculpase con todos sus amigos y les dijese la causa que le había movido a irse con aquella pastora, y sin esperar más, él y Gelasia alargaron el paso, y en poco rato desaparecieron. Cuando Arsindo volvió a decir lo que con la pastora había pasado, halló que todos aquellos pastores habían llegado a consolar al enamorado pastor, y que las dos de las tres rebozadas pastoras, la una estaba desmayada en las faldas de la hermosa Galatea y la otra abrazada con la bella Rosaura, que asimesmo el rostro cubierto tenía. La que con Galatea estaba era Teolinda, y la otra, su hermana Leonarda; las cuales, así como vieron al desesperado pastor que con Gelasia hallaron, un celoso y enamorado desmayo les cubrió el corazón, porque Leonarda creyó que el pastor era su querido Galercio, y Teolinda tuvo por verdad que era su enamorado Artidoro; y, como las dos le vieron tan rendido y perdido por la cruel Gelasia, llególes tan al alma el sentimiento que, sin sentido alguno, la una en las faldas de Galatea, la otra en los brazos de Rosaura, desmayadas cayeron. Pero de allí a poco rato, volviendo en sí Leonarda, a Rosaura dijo:
-¡Ay, señora mía, y cómo creo que todos los pasos de mi remedio me tiene tomados la Fortuna, pues la voluntad de Galercio está tan ajena de ser mía, como se puede ver por las palabras que aquel pastor ha dicho a la desamorada Gelasia! Porque te hago saber, señora, que aquél es el que ha robado mi libertad y aun el que ha de dar fin a mis días.
Maravillada quedó Rosaura de lo que Leonarda decía, y más lo fue cuando, habiendo también vuelto en sí Teolinda, ella y Galatea la llamaron; y, juntándose todas con Florisa y Leonarda, Teolinda dijo cómo aquel pastor era el su deseado Artidoro. Pero aún no le hubo bien nombrado, cuando su hermana le respondió que se engañaba, que no era sino Galercio, su hermano.
-¡Ay, traidora Leonarda! -respondió Teolinda-. ¿Y no te basta haberme una vez apartado de mi bien, sino agora que le hallo quieres decir que es tuyo? Pues desengáñate que en esto no te pienso ser hermana, sino declarada enemiga.
-Sin duda que te engañas, hermana -respondió Leonarda-, y no me maravillo, que en ese mesmo error cayeron todos los de nuestra aldea, creyendo que este pastor era Artidoro, hasta que claramente vinieron a entender que no era sino su hermano Galercio, que tanto se parece el uno al otro como nosotras la una a la otra, y aun, si puede haber mayor semejanza, mayor semejanza tienen.
-No lo quiero creer -respondió Teolinda-, porque, aunque nosotras nos parecemos tanto, no tan fácilmente se hallan estos milagros en naturaleza; y así, te hago saber que en tanto que la esperiencia no me haga más cierta de la verdad que tus palabras me hacen, yo no pienso dejar de creer que aquel pastor que allí veo es Artidoro; y si alguna cosa me lo pudiera poner en duda, es no pensar que de la condición y firmeza que yo de Artidoro tengo conocida, se puede esperar o temer que tan presto haya hecho mudanza y me olvide.
-Sosegaos, pastoras -dijo entonces Rosaura-, que yo os sacaré presto de la duda en que estáis.
Y, dejándolas a ellas, se fue adonde el pastor estaba dando a aquellos pastores cuenta de la estraña condición de Gelasia y de las infinitas sinrazones que con él usaba. A su lado tenía el pastor la hermosa pastorcilla que decía que era su hermano, a la cual llamó Rosaura, y, apartándose con ella a un cabo, la importunó y rogó le dijese cómo se llamaba su hermano y si tenía otro alguno que le pareciese, a lo cual la pastora respondió que se llamaba Galercio y que tenía otro, llamado Artidoro, que le parecía tanto que apenas se diferenciaban, si no era por alguna señal de los vestidos o por el órgano de la voz, que en algo difería. Preguntóle también qué se había hecho Artidoro. Respondióle la pastora que andaba en unos montes algo de allí apartados, repastando parte del ganado de Grisaldo con otro rebaño de cabras suyas, y que nunca había querido entrar en el aldea ni tener conversación con hombre alguno después que de las riberas de Henares había venido. Y con éstas le dijo otras particularidades, tales que Rosaura quedó satisfecha de que aquel pastor no era Artidoro, sino Galercio, como Leonarda había dicho y aquella pastora decía, de la cual supo el nombre, que se llamaba Maurisa; y, trayéndola consigo adonde Galatea y las otras pastoras estaban, otra vez, en presencia de Teolinda y Leonarda, contó todo lo que de Artidoro y Galercio sabía, con lo que quedó Teolinda sosegada y Leonarda descontenta, viendo cuán descuidadas estaban las mientes de Galercio de pensar en cosas suyas. En las pláticas que las pastoras tenían, acertó que Leonarda llamó por su nombre a la encubierta Rosaura, y oyéndolo Maurisa, dijo:
-Si yo no me engaño, señora, por vuestra causa ha sido aquí mi venida y la de mi hermano.
-¿En qué manera? -dijo Rosaura.
-Yo os lo diré si me dais licencia de que a solas os lo diga -respondió la pastora.
-De buena gana -replicó Rosaura.
Y, apartándose con ella, la pastora le dijo:
-Sin duda alguna, hermosa señora, que a vos y a la pastora Galatea mi hermano y yo con un recaudo de nuestro amo Grisaldo venimos.
-Así debe ser -respondió Rosaura.
Y, llamando a Galatea, entrambas escucharon lo que Maurisa de Grisaldo decía, que fue avisarles cómo de allí a dos días vendría con dos amigos suyos a llevarla en casa de su tía, adonde en secreto celebrarían sus bodas, y juntamente con esto dio de parte de Grisaldo a Galatea unas ricas joyas de oro, como en agradecimiento de la voluntad que de hospedar a Rosaura había mostrado. Rosaura y Galatea agradecieron a Maurisa el buen aviso, y en pago dél, la discreta Galatea quería partir con ella el presente que Grisaldo le había enviado, pero nunca Maurisa quiso rescebirlo. Allí de nuevo se tornó a informar Galatea de la semejanza estraña que entre Galercio y Artidoro había. Todo el tiempo que Galatea y Rosaura gastaban en hablar a Maurisa, le entretenían Teolinda y Leonarda en mirar a Galercio; porque, cebados los ojos de Teolinda en el rostro de Galercio, que tanto al de Artidoro semejaba, no podía apartarlos de mirar, y, como los de la enamorada Leonarda sabían lo que miraban, también le era imposible a otra parte volverlos.
A esta sazón ya los pastores habían consolado a Galercio, aunque, para el mal que él padecía, cualesquier consejos y consuelos tenía por vanos y escusados, todo lo cual redundaba en daño de Leonarda. Rosaura y Galatea, viendo que los pastores hacia ellas se venían, despidieron a Maurisa, diciéndole que dijese a Grisaldo cómo Rosaura estaría en casa de Galatea. Maurisa se despidió dellas, y, llamando a su hermano en secreto, le contó lo que con Rosaura y Galatea pasado había; y así, con buen comedimiento, se despidió de ellas y de los pastores, y con su hermana dio la vuelta a su aldea. Pero las enamoradas hermanas Teolinda y Leonarda, que vieron que en irse Galercio se les iba la luz de sus ojos y la vida de su vida, entrambas a dos se llegaron a Galatea y a Rosaura y les rogaron les diesen licencia para seguir a Galercio, dando por escusa Teolinda que Galercio le diría adónde Artidoro estaba, y Leonarda que podría ser que la voluntad de Galercio se trocase, viendo la obligación en que la estaba. Las pastoras se la concedieron, con la condición que antes Galatea a Teolinda había pedido, que era que de todo su bien o su mal la avisase. Tornóselo a prometer Teolinda de nuevo, y de nuevo despidiéndose, siguió el camino que Galercio y Maurisa llevaban. Lo mesmo hicieron luego, aunque por diferente parte, Timbrio, Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio, que a la ermita de Silerio con las hermosas hermanas Nísida y Blanca se encaminaron, habiendo primero ellos y ellas despedídose del venerable Aurelio, y de Galatea, Rosaura y Florisa, y ansimismo de Elicio y Erastro, que no quisieron dejar de volver con Galatea, ofreciéndose Aurelio que, en llegando a su aldea, iría luego con Elicio y Erastro a buscarlos a la ermita de Silerio, y llevaría algo con que satisfacer la incomodidad que para agasajar tales huéspedes Silerio tendría. Con este prosupuesto, unos por una y otros por otra parte se apartaron, y, echando al despedirse menos al anciano Arsindo, miraron por él y vieron que, sin despedirse de ninguno, iba ya lejos por el mesmo camino que Galercio y Maurisa y las rebozadas pastoras llevaban, de que se maravillaron. Y, viendo que ya el sol apresuraba su carrera para entrarse por las puertas de occidente, no quisieron detenerse allí más, por llegar al aldea antes que las sombras de la noche. Viéndose, pues, Elicio y Erastro ante la señora de sus pensamientos, por mostrar en algo lo que encubrir no podían, y por aligerar el cansancio del camino, y aun por cumplir el mandado de Florisa, que les mandó que, en tanto que a la aldea llegaban, algo cantasen, al son de la zampoña de Florisa, desta manera comenzó a cantar Elicio, y a responderle Erastro:
ELICIO ERASTRO
ELICIO
El que quisiere ver la hermosura
mayor que tuvo, o tiene o terná el suelo;
el fuego y el crisol donde se apura
la blanca castidad, el limpio celo;
todo lo que es valor, ser y cordura, 5
y cifrado en la tierra un nuevo cielo,
juntas en uno alteza y cortesía,
venga a mirar a la pastora mía.
ERASTRO
Venga a mirar a la pastora mía
quien quisiere contar de gente en gente 10
que vio otro sol que daba luz al día,
más claro qu’el que sale del oriente.
Podrá decir cómo su fuego enfría
y abrasa al alma que tocar se siente
del vivo rayo de sus ojos bellos, 15
y que no hay más que ver después de vellos.
ELICIO
Y que no hay más que ver después de vellos
sábenlo bien estos cansados ojos,
ojos que, por mi mal, fueron tan bellos,
ocasión principal de mis enojos. 20
Vilos y vi que se abrasaba en ellos
mi alma, y que entregaba los despojos
de todas sus potencias a su llama,
que me abrasa y me yela, arroja y llama.
ERASTRO
Que me abrasa y me yela, arroja y llama 25
esta dulce enemiga de mi gloria,
de cuyo ilustre ser puede la fama
hacer estraña y verdadera historia.
Sólo sus ojos, do el amor derrama
toda su gracia y fuerza más notoria, 30
darán materia que levante al cielo
la pluma del más bajo humilde vuelo.
ELICIO
La pluma del más bajo humilde vuelo,
si quiere levantarse hasta la esfera,
cante la cortesía y justo celo 35
desta fénix sin par, sola y primera,
gloria de nuestra edad, honra del suelo,
valor del claro Tajo y su ribera,
cordura sin igual, rara belleza
donde más se estremó naturaleza. 40
ERASTRO
Donde más se estremó naturaleza,
donde ha igualado al pensamiento el arte,
donde juntó el valor y gentileza
que en diversos subjetos se reparte,
y adonde la humildad con la grandeza 45
ocupan solas una mesma parte,
y adonde tiene amor su albergue y nido,
la bella ingrata mi enemiga ha sido.
ELICIO
La bella ingrata mi enemiga ha sido
quien quiso, pudo y supo en un momento 50
tenerme de un sotil cabello asido
el libre vagaroso pensamiento.
Y, aunque al estrecho lazo estoy rendido,
tal gusto y gloria en las prisiones siento,
que estiendo el pie y el cuello a las cadenas, 55
llamando dulces tan amargas penas.
ERASTRO
Llamando dulces tan amargas penas
paso la corta fatigada vida,
del alma triste sustentada apenas,
y aun apenas del cuerpo sostenida. 60
Ofrecióle fortuna a manos llenas
a mi breve esperanza fe cumplida:
¿qué gusto, pues, qué gloria o bien se ofrece,
do mengua la esperanza y la fe crece?
ELICIO
Do mengua la esperanza y la fe crece 65
se descubre y parece el alto intento
del firme pensamiento enamorado,
que sólo confiado en amor puro,
vive cierto y seguro de una paga
que al alma satisfaga limpiamente. 70
ERASTRO
El mísero doliente a quien subjeta
la enfermedad y aprieta, se contenta,
cuando más le atormenta el dolor fiero,
con cualquiera ligero breve alivio;
mas, cuando ya más tibio el daño toca, 75
a la salud invoca y busca entera.
Así, desta manera, el tierno pecho
del amador, deshecho en llanto triste,
dice que el bien consiste de su pena
en que la luz serena de los ojos, 80
a quien dio los despojos de su vida,
le mire con fingida o cierta muestra;
mas luego amor le adiestra y le desmanda
y más cosas demanda que primero.
ELICIO
Ya traspone el otero el sol hermoso, 85
Erastro, y a reposo nos convida
la noche denegrida que se acerca.
ERASTRO
Y el aldea está cerca, y yo cansado.
ELICIO
Pongamos, pues, silencio al canto usado.
Bien tomaran por partido los que escuchando a Elicio y a Erastro iban que más el camino se alargara, por gustar más del agradable canto de los enamorados pastores. Pero el cerrar de la noche, y el llegar a la aldea, hizo que dél cesasen, y que Aurelio, Galatea, Rosaura y Florisa en su casa se recogiesen. Elicio y Erastro hicieron lo mesmo en las suyas, con intención de irse luego adonde Tirsi y Damón y los demás pastores estaban, que así quedó concertado entre ellos y el padre de Galatea. Sólo esperaban a que la blanca luna desterrase la escuridad de la noche, y así como ella mostró su hermoso rostro, ellos se fueron a buscar a Aurelio, y todos juntos la vuelta de la ermita se encaminaron, donde les sucedió lo que se verá en el siguiente libro.
FIN DEL CUARTO LIBRO
ERA TANTO el deseo que el enamorado Timbrio y las dos hermosas hermanas Nísida y Blanca llevaban de llegar a la ermita de Silerio, que la ligereza de los pasos, aunque era mucha, no era posible que a la de la voluntad llegase; y, por conoscer esto, no quisieron Tirsi y Damón importunar a Timbrio cumpliese la palabra que había dado de contarles en el camino todo lo por él sucedido después que se apartó de Silerio. Pero todavía, llevados del deseo que tenían de saberlo, se lo iban ya a preguntar, si en aquel punto no hiriera en los oídos de todos una voz de un pastor que, un poco apartado del camino, entre unos verdes árboles, cantando estaba, que luego, en el son no muy concertado de la voz y en lo que cantaba, fue de los más que allí venían conoscido, principalmente de su amigo Damón, porque era el pastor Lauso el que, al son de un pequeño rabel, unos versos decía; y, por ser el pastor tan conoscido y saber ya todos la mudanza que de su libre voluntad había hecho, de común parecer recogieron el paso y se pararon a escuchar lo que Lauso cantaba, que era esto:
LAUSO
¿Quién mi libre pensamiento
me le vino a sujetar?
¿Quién pudo en flaco cimiento
sin ventura fabricar
tan altas torres de viento? 5
¿Quién rindió mi libertad,
estando en seguridad
de mi vida satisfecho?
¿Quién abrió y rompió mi pecho,
y robó mi voluntad? 10
¿Dónde está la fantasía
de mi esquiva condición?
¿Dó el alma que ya fue mía,
y dónde mi corazón,
que no está donde solía? 15
Mas, yo todo, ¿dónde estoy,
dónde vengo, o adónde voy?
A dicha, ¿sé yo de mí?
¿Soy, por ventura, el que fui,
o nunca he sido el que soy? 20
Estrecha cuenta me pido,
sin poder averigualla,
pues a tal punto he venido,
que aquello que en mí se halla,
es sombra de lo que he sido. 25
No me entiendo de entenderme,
ni me valgo por valerme,
y en tan ciega confusión,
cierta está mi perdición,
y no pienso de perderme. 30
La fuerza de mi cuidado
y el amor que lo consiente
me tienen en tal estado,
que adoro el tiempo presente,
y lloro por el pasado. 35
Véome en éste morir,
y en el pasado, vivir;
y en éste adoro mi muerte,
y en el pasado, la suerte,
que ya no puede venir. 40
En tan estraña agonía,
el sentido tengo ciego,
pues viendo que amor porfía
y que estoy dentro del fuego,
aborrezco el agua fría; 45
que si no es la de mis ojos,
qu’el fuego augmenta y despojos,
en esta amorosa fragua,
no quiero ni busco otro agua
ni otro alivio a mis enojos. 50
Todo mi bien comenzara,
todo mi mal feneciera,
si mi ventura ordenara
que de ser mi fe sincera
Silena se asegurara. 55
Sospiros, aseguralda;
ojos míos, enteralda
llorando en esta verdad;
pluma, lengua, voluntad,
en tal razón confirmalda. 60
No pudo ni quiso el presuroso Timbrio aguardar a que más adelante el pastor Lauso con su canto pasase, porque, rogando a los pastores que el camino de la ermita le enseñasen, si ellos quedarse querían, hizo muestras de adelantarse; y así, todos le siguieron, y pasaron tan cerca de donde el enamorado Lauso estaba, que no pudo dejar de sentirlo y de salirles al encuentro, como lo hizo, con cuya compañía todos se holgaron, especialmente Damón, su verdadero amigo, con el cual se acompañó todo el camino que desde allí a la ermita había, razonando en diversos y varios acaecimientos que a los dos habían sucedido después que dejaron de verse, que fue desde el tiempo que el valeroso y nombrado pastor Astraliano había dejado los cisalpinos pastos por ir a reducir aquéllos que del famoso hermano y de la verdadera religión se habían rebelado; y al cabo, vinieron a reducir su razonamiento a tratar de los amores de Lauso, preguntándole ahincadamente Damón que le dijese quién era la pastora que con tanta facilidad la libre voluntad le había rendido. Y, cuando esto no pudo saber de Lauso, le rogó que, a lo menos, le dijese en qué estado se hallaba, si era de temor o de esperanza, si le fatigaba ingratitud o si le atormentaban celos. A todo lo cual le satisfizo bien Lauso, contándole algunas cosas que con su pastora le habían sucedido; y, entre otras, le dijo cómo, hallándose un día celoso y desfavorescido, había llegado a términos de desesperarse o de dar alguna muestra que en daño de su persona y en el del crédito y honra de su pastora redundase; pero que todo se remedió con haberla él hablado, y haberle ella asegurado ser falsa la sospecha que tenía, confirmando todo esto con darle un anillo de su mano, que fue parte para volver a mejor discurso su entendimiento y para solemnizar aquel favor con un soneto, que de algunos que le vieron fue por bueno estimado. Pidió entonces Damón a Lauso que le dijese. Y así, sin poder escusarse, le hubo de decir; que era éste:
LAUSO
¡Rica y dichosa prenda que adornaste
el precioso marfil, la nieve pura!
¡Prenda que de la muerte y sombra escura
a la nueva luz y vida me tornaste!
El claro cielo de tu bien trocaste 5
con el infierno de mi desventura,
porque viviese en dulce paz segura
la esperanza que en mí resuscitaste.
Sabes cuánto me cuestas, dulce prenda,
el alma, y aun no quedo satisfecho, 10
pues menos doy de aquello que rescibo.
Mas, porque el mundo tu valor entienda,
sé tú mi alma, enciérrate en mi pecho,
verán cómo por ti sin alma vivo.
Dijo Lauso el soneto, y Damón le tornó a rogar que, si otra alguna cosa a su pastora había escripto, se la dijese, pues sabía de cuánto gusto le eran a él oír sus versos. A esto respondió Lauso:
-Eso será, Damón, por haberme sido tú maestro en ellos, y el deseo que tienes de ver lo que en mí aprovechaste te hace desear oírlos; pero sea lo que fuere, que ninguna cosa de las que yo pudiere te ha de ser negada. Y ansí, te digo que, en estos mesmos días, cuando andaba celoso y mal seguro, envié estos versos a mi pastora:
LAUSO A SILENA
En tan notoria simpleza,
nascida de intento sano,
el amor rige la mano,
y la intención tu belleza.
El amor y tu hermosura, 5
Silena, en esta ocasión,
juzgarán a discreción
lo que tendrás tú a locura.
Él me fuerza y ella mueve
a que te adore y escriba; 10
y como en los dos estriba
mi fe, la mano se atreve.
Y, aunque en esta grave culpa
me amenaza tu rigor,
mi fe, tu hermosura, amor, 15
darán del yerro disculpa.
Pues con un arrimo tal,
puesto que culpa me den,
bien podré decir el bien
que ha nascido de mi mal; 20
el cual bien, según yo siento,
no es otra cosa, Silena,
sino que tenga en la pena
un estraño sufrimiento.
Y no lo encarezco poco 25
este bien de ser sufrido,
que si no lo hubiera sido,
ya el mal me tuviera loco.
Mas mis sentidos, de acuerdo
todos, han dado en decir 30
que, ya que haya de morir,
que muera sufrido y cuerdo.
Pero, bien considerado,
mal podrá tener paciencia
en la amorosa dolencia 35
un celoso y desamado;
que, en el mal de mis enojos,
todo mi bien desconcierta
tener la esperanza muerta
y el enemigo a los ojos. 40
Goces, pastora, mil años
el bien de tu pensamiento,
que yo no quiero contento
granjeado con tus daños.
Sigue tu gusto, señora, 45
pues te parece tan bueno,
que yo por el bien ajeno
no pienso llorar agora.
Porque fuera liviandad
entregar mi alma al alma 50
que tiene por gloria y palma
el no tener libertad.
Mas, ¡ay!, que fortuna quiere
y el amor que viene en ello,
que no pueda huir el cuello 55
del cuchillo que me hiere.
Conozco claro que voy
tras quien ha de condemnarme,
y cuando pienso apartarme,
más quedo y más firme estoy. 60
¿Qué lazos, qué redes tienen,
Silena, tus ojos bellos,
que cuanto más huigo dellos,
más me enlazan y detienen?
¡Ay, ojos, de quien recelo 65
que si soy de vos mirado,
es por crecerme el cuidado
y por menguarme el consuelo!
Ser vuestras vistas fingidas
conmigo, es pura verdad, 70
pues pagan mi voluntad
con prendas aborrecidas.
¡Qué recelos, qué temores
persiguen mi pensamiento,
y qué de contrarios siento 75
en mis secretos amores!
Déjame, aguda memoria;
olvídate, no te acuerdes
del bien ajeno, pues pierdes
en ello tu propria gloria. 80
Con tantas firmas afirmas
el amor que está en tu pecho,
Silena, que a mi despecho,
siempre mis males confirmas.
¡Oh pérfido amor cruel! 85
¿Cuál ley tuya me condemna
que dé yo el alma a Silena
y que me niegue un papel?
No más, Silena, que toco
en puntos de tal porfía, 90
qu’el menor dellos podría
dejarme sin vida o loco.
No pase de aquí mi pluma,
pues tú la haces sentir
que no puede reducir 95
tanto mal a breve summa.
En lo que se detuvo Lauso en decir estos versos y en alabar la singular hermosura, discreción, donaire, honestidad y valor de su pastora, a él y a Damón se les aligeró la pesadumbre del camino y se les pasó el tiempo sin ser sentido, hasta que llegaron junto de la ermita de Silerio, en la cual no querían entrar Timbrio, Nísida y Blanca, por no sobresaltarle con su no pensada venida. Mas la suerte lo ordenó de otra manera, porque, habiéndose adelantado Tirsi y Damón a ver lo que Silerio hacía, hallaron la ermita abierta y sin ninguna persona dentro; y, estando confusos, sin saber dónde podría estar Silerio a tales horas, llegó a sus oídos el son de su arpa, por do entendieron que él no debía estar lejos; y, saliendo a buscarle, guiados por el sonido de la arpa, con el resplandor claro de la luna vieron que estaba sentado en el tronco de un olivo, solo y sin otra compañía que la de su arpa, la cual tan dulcemente tocaba que, por gozar de tan suave armonía, no quisieron los pastores llegar luego a hablarle, y más cuando oyeron que con estremada voz estos versos comenzó a cantar:
SILERIO
Ligeras horas del ligero tiempo,
para mí perezosas y cansadas:
si no estáis en mi daño conjuradas,
parézcaos ya que es de acabarme tiempo.
Si agora me acabáis, haréislo a tiempo 5
que están mis desventuras más colmadas;
mirad que menguarán si sois pesadas,
qu’el mal se acaba si da tiempo al tiempo.
No os pido que vengáis dulces, sabrosas,
pues no hallaréis camino, senda o paso 10
de reducirme al ser que ya he perdido.
¡Horas a cualquier otro venturosas,
aquélla dulce del mortal traspaso,
aquélla de mi muerte sola os pido!
Después que los pastores escucharon lo que Silerio cantado había, sin que él los viese, se volvieron a encontrar los demás que allí venían, con intención que Timbrio hiciese lo que agora oiréis: que fue que, habiéndole dicho de la manera que habían hallado a Silerio y en el lugar do quedaba, le rogó a Tirsi que, sin que ninguno dellos se le diese a conoscer, se fuesen llegando poco a poco hacia él, ora les viese o no, porque aunque la noche hacía clara, no por eso sería alguno conoscido; y que hiciese ansimesmo que Nísida o él algo cantasen; y todo esto hacía por entretener el gusto que de su venida había de rescibir Silerio. Contentóse Timbrio dello, y, diciéndoselo a Nísida, vino en su mesmo parescer. Y así, cuando a Tirsi le paresció que estaban ya tan cerca que de Silerio podían ser oídos, hizo a la bella Nísida que comenzase, la cual, al son del rabel del celoso Orfino, desta manera comenzó a cantar:
NÍSIDA
Aunque es el bien que poseo
tal que al alma satisface,
le turba en parte y deshace
otro bien que vi y no veo;
que amor y fortuna escasa, 5
enemigos de mi vida,
me dan el bien por medida
y el mal sin término o tasa.
En el amoroso estado,
aunque sobre el merescer, 10
tan solo viene el placer,
cuanto el mal acompañado.
Andan los males unidos,
sin un momento apartarse;
los bienes, por acabarse, 15
en mil partes divididos.
Lo que cuesta, si se alcanza,
del amor algún contento,
declárelo el sufrimiento,
el amor y la esperanza. 20
Mil penas cuesta una gloria;
un contento, mil enojos:
sábenlo bien estos ojos
y mi cansada memoria;
la cual se acuerda contino 25
de quien pudo mejoralla,
y para hallarle no halla
alguna senda o camino.
¡Ay, dulce amigo de aquél
que te tuvo por tan suyo 30
cuanto él se tuvo por tuyo
y cuanto yo lo soy dél!
Mejora con tu presencia
nuestra no pensada dicha,
y no la vuelva en desdicha 35
tu tan larga esquiva ausencia.
A duro mal me provoca
la memoria, que me acuerda
que fuiste loco y yo cuerda,
y eres cuerdo y yo estoy loca. 40
Aquel que, por buena suerte,
tú mesmo quisiste darme
no ganó tanto en ganarme
cuanto ha perdido en perderte.
Mitad de su alma fuiste, 45
y medio por quien la mía
pudo alcanzar la alegría
que tu ausencia tiene triste.
Si la estremada gracia con que la hermosa Nísida cantaba causó admiración a los que con ella iban, ¿qué causaría en el pecho de Silerio, que, sin faltar punto, notó y escuchó todas las circunstancias de su canto? Y, como tenía tan en el alma la voz de Nísida, apenas llegó a sus oídos el acento suyo, cuando él se comenzó a alborotar, y a suspender y enajenar de sí mesmo, elevado en lo que escuchaba. Y, aunque verdaderamente le pareció que era la voz de Nísida aquélla, tenía tan perdida la esperanza de verla, y más en semejante lugar, que en ninguna manera podía asegurar su sospecha. Desta suerte llegaron todos donde él estaba, y, en saludándole, Tirsi le dijo:
-Tan aficionados nos dejaste, amigo Silerio, de la condición y conversación tuya, que, atraídos Damón y yo de la experiencia, y toda esta compañía de la fama della, dejando el camino que llevábamos, te hemos venido a buscar a tu ermita, donde, no hallándote, como no te hallamos, quedara sin cumplirse nuestro deseo, si el son de tu arpa y el de tu estimado canto aquí no nos hubiera encaminado.
-Harto mejor fuera, señores -respondió Silerio-, que no me hallárades, pues en mí no hallaréis sino ocasiones que a tristeza os muevan, pues la que yo padezco en el alma, tiene cuidado el tiempo cada día renovarla, no sólo con la memoria del bien pasado, sino con las sombras del presente, que al fin lo serán, pues de mi ventura no se puede esperar otra cosa que bienes fingidos y temores ciertos.
Lástima pusieron las razones de Silerio en todos los que le conoscían, principalmente en Timbrio, Nísida y Blanca, que tanto le amaban, y luego quisieran dársele a conoscer, si no fuera por no salir de lo que Tirsi les había rogado; el cual hizo que todos sobre la verde yerba se sentasen, y de manera que los rayos de la clara luna hiriesen de espaldas los rostros de Nísida y Blanca, porque Silerio no los conosciese. Estando, pues, desta suerte, y después que Damón a Silerio había dicho algunas palabras de consuelo, porque el tiempo no se pasase todo en tratar en cosas de tristeza, y por dar principio a que la de Silerio feneciese, le rogó que su arpa tocase, al son de la cual el mesmo Damón cantó este soneto:
DAMÓN
Si el áspero furor del mar airado
por largo tiempo en su rigor durase,
mal se podría hallar quien entregase
su flaca nave al piélago alterado.
No permanesce siempre en un estado 5
el bien ni el mal, que el uno y otro vase;
porque si huyese el bien y el mal quedase,
ya sería el mundo a confusión tornado.
La noche al día, y el calor al frío,
la flor al fruto van en seguimiento, 10
formando de contrarios igual tela.
La sujeción se cambia en señorío,
en placer el pesar, la gloria en viento,
che per tal variar natura è bella.
Acabó Damón de cantar, y luego hizo de señas a Timbrio que lo mesmo hiciese; el cual, al proprio son de la arpa de Silerio, dio principio a un soneto que en el tiempo del hervor de sus amores había hecho, el cual de Silerio era tan sabido como del mesmo Timbrio:
TIMBRIO
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal suerte y tal valor alcanza.
No pudo acabar Timbrio el comenzado soneto, porque el oír Silerio su voz y el conocerle todo fue uno; y, sin ser parte a otra cosa, se levantó de do sentado estaba y se fue a abrazar del cuello de Timbrio, con muestras de tan estraño contento y sobresalto que, sin hablar palabra, se transpuso y estuvo un rato sin acuerdo, con tanto dolor de los presentes, temerosos de algún mal suceso, que ya condemnaban por mala el astucia de Tirsi; pero quien más estremos de dolor hacía era la hermosa Blanca, como aquélla que tiernamente le amaba. Acudió luego Nísida y su hermana a remediar el desmayo de Silerio, el cual, a cabo de poco espacio, volvió en sí diciendo:
-¡Oh poderoso cielo! ¿Y es posible que el que tengo presente es mi verdadero amigo Timbrio? ¿Es Timbrio el que oigo? ¿Es Timbrio el que veo? Sí es, si no me burla mi ventura, y mis ojos no me engañan.
-Ni tu ventura te burla, ni tus ojos te engañan, dulce amigo mío -respondió Timbrio-, que yo soy el que sin ti no era, y el que no lo fuera jamás si el cielo no permitiera que te hallara. Cesen ya tus lágrimas, Silerio amigo, si por mí las has derramado, pues ya me tienes presente; que yo atajaré las mías, pues te tengo delante, llamándome el más dichoso de cuantos viven en el mundo, pues mis desventuras y adversidades han traído tal descuento, que goza mi alma de la posesión de Nísida, y mis ojos de tu presencia.
Por estas palabras de Timbrio, entendió Silerio que la que cantado había y la que allí estaba era Nísida; pero certificóse más en ello cuando ella mesma le dijo:
-¿Qué es esto, Silerio mío? ¿Qué soledad y qué hábito es éste, que tantas muestras dan de tu descontento? ¿Qué falsas sospechas o qué engaños te han conducido a tal estremo, para que Timbrio y yo le tuviésemos de dolor toda la vida, ausentes de ti, que nos la diste?
-Engaños fueron, hermosa Nísida -respondió Silerio-; mas, por haber traído tales desengaños, serán celebrados de mi memoria el tiempo que ella me durare.
Lo más deste tiempo tenía Blanca asida una mano de Silerio, mirándole atentamente al rostro, derramando algunas lágrimas que de la alegría y lástima de su corazón daban manifiesto indicio. Largo sería de contar las palabras de amor y contento que entre Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca pasaron, que fueron tan tiernas y tales, que todos los pastores que las escuchaban tenían los ojos bañados en lágrimas de alegría. Contó luego Silerio brevemente la ocasión que le había movido a retirarse en aquella ermita, con pensamiento de acabar en ella la vida, pues de la dellos no había podido saber nueva alguna; y todo lo que dijo fue ocasión de avivar más en el pecho de Timbrio el amor y amistad que a Silerio tenía, y en el de Blanca la lástima de su miseria. Y, así como acabó de contar Silerio lo que después que partió de Nápoles le había sucedido; y así, rogó a Timbrio que lo mesmo hiciese, porque en estremo lo deseaba, y que no se recelase de los pastores que estaban presentes, que todos ellos, o los más, sabían ya su mucha amistad y parte de sus sucesos. Holgóse Timbrio de hacer lo que Silerio pedía, y más se holgaron los pastores, que ansimesmo lo deseaban; que ya, porque Tirsi se lo había contado, todos sabían los amores de Timbrio y Nísida, y todo aquello que el mesmo Tirsi de Silerio había oído. Sentados, pues, todos, como ya he dicho, en la verde yerba, con maravillosa atención estaban esperando lo que Timbrio diría, el cual dijo:
-«Después que la Fortuna me fue tan favorable y tan adversa, que me dejó vencer a mi enemigo y me venció con el sobresalto de la falsa nueva de la muerte de Nísida, con el dolor que pensar se puede, en aquel mesmo instante me partí para Nápoles, y, confirmándose allí el desdichado suceso de Nísida, por no ver las casas de su padre, donde yo la había visto, y porque las calles, ventanas y otras partes donde yo la solía ver no me renovasen continuamente la memoria de mi bien pasado, sin saber qué camino tomase y sin tener algún discurso mi albedrío, salí de la ciudad, y a cabo de dos días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería desplegar las velas al viento para partirse a España. Embarquéme en ella, no más de por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas, apenas los diligentes marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia que rompió el árbol del trinquete, y la vela mezana abrió de arriba abajo. Acudieron luego los prestos marineros al remedio, y, con dificultad grandísima, amainaron todas las velas, porque la borrasca crescía, y la mar comenzaba a alterarse, y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue volver al puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con tan grande violencia que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol mayor y amollar -como dicen- en popa, dejándose llevar donde el viento quisiese. Y así, comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el levantado mar con tanta ligereza que, en dos días que duró el maestral, discurrimos por todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna tomar abrigo, pasando siempre a vista dellas, sin que Estrómbalo nos abrigase, ni Lípar nos acogiese, ni el Cimbalo, Lampadosa ni Pantanalea sirviesen para nuestro remedio; y pasamos tan cerca de Berbería que los recién derribados muros de la Goleta se descubrían y las antiguas ruinas de Cartago se manifestaban. No fue pequeño el miedo de los que en la nave iban, temiendo que, si el viento algo más reforzaba, era forzoso embestir en la enemiga tierra; mas, cuando desto estaban más temerosos, la suerte, que mejor nos la tenía guardada, o el cielo, que escuchó los votos y promesas que allí se hicieron, ordenó que el maestral se cambiase en un mediodía tan reforzado, y que tocaba en la cuarta del jaloque, que en otros dos días nos volvió al mesmo puerto de Gaeta, donde habíamos partido, con tanto consuelo de todos que algunos se partieron a cumplir las romerías y promesas que en el peligro pasado habían hecho.
»Estuvo allí la nave otros cuatro días, reparándose de algunas cosas que le faltaban, al cabo de los cuales tornó a seguir su viaje con más sosegado mar y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes capiteles, que, heridos de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos que apenas dejan mirarse. Todas estas cosas que desde la nave se miraban pudieran causar contento, como le causaban a todos los que en la nave iban, sino a mí, que me era ocasión de más pesadumbre. Sólo el descanso que tenía era entretenerme la mentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir, llorándolas al son de un laúd de uno de aquellos marineros. Y una noche, me acuerdo -y aun es bien que me acuerde, pues en ella comenzó a amanecer mi día- que, estando sosegado el mar, quietos los vientos, las velas pegadas a los árboles, y los marineros, sin cuidado alguno, por diferentes partes del navío tendidos, y el timonero casi dormido por la bonanza que había y por la que el cielo le aseguraba, en medio deste silencio y en medio de mis imaginaciones, como mis dolores no me dejaban entregar los ojos al sueño, sentado en el castillo de popa, tomé el laúd y comencé a cantar unos versos que habré de repetir agora, porque se advierta de qué estremo de tristeza y cuán sin pensarlo me pasó la suerte al mayor de alegría que imaginar supiera. Era, si no me acuerdo mal, lo que cantaba esto:
TIMBRIO
»Agora que calla el viento
y el sesgo mar está en calma,
no se calle mi tormento:
salga con la voz el alma,
para mayor sentimiento. 5
Que, para contar mis males,
mostrando en parte que son,
por fuerza han de dar señales
el alma y el corazón
de vivas ansias mortales. 10
»Llevóme el amor en vuelo
por uno y otro dolor
hasta ponerme en el cielo,
y agora muerte y amor
me han derribado en el suelo. 15
Amor y muerte ordenaron
una muerte y amor tal,
cual en Nísida causaron,
y de mi bien y su mal
eterna fama ganaron. 20
»Con nueva voz y terrible,
de hoy más, y en son espantoso,
hará la fama creíble
qu’el amor es poderoso
y la muerte es invencible. 25
De su poder satisfecho
quedará el mundo, si advierte
qué hazaña los dos han hecho,
qué vida llevó la muerte,
qué tal tiene amor mi pecho. 30
»Mas creo, pues no he venido
a morir o estar más loco
con el daño que he sufrido,
o que muerte puede poco
o que no tengo sentido. 35
Que si sentido tuviera,
según mis penas crescidas
me persiguen dondequiera,
aunque tuviera mil vidas,
cien mil veces muerto fuera. 40
»Mi victoria tan subida,
fue con muerte celebrada
de la más ilustre vida
que en la presente o pasada
edad fue ni es conoscida. 45
Della llevé por despojos
dolor en el corazón,
mil lágrimas en los ojos,
en el alma confusión
y en el firme pecho enojos. 50
»¡Oh fiera mano enemiga!
¡Cómo, si allí me acabaras,
te tuviera por amiga,
pues, con matarme, estorbaras
las ansias de mi fatiga! 55
¡Oh!, ¡cuán amargo descuento
trujo la victoria mía,
pues pagaré, según siento,
el gusto solo de un día
con mil siglos de tormento! 60
»¡Tú, mar, que escuchas mi llanto;
tú, cielo, que le ordenaste;
amor, por quien lloro tanto;
muerte, que mi bien llevaste;
acabad ya mi quebranto! 65
¡Tú, mar, mi cuerpo rescibe;
tú, cielo, acoge mi alma;
tú, amor, con la fama escribe
que muerte llevó la palma
desta vida que no vive! 70
»¡No os descuidéis de ayudarme,
mar, cielo, amor y la muerte!
¡Acabad ya de acabarme,
que será la mejor suerte
que yo espero y podréis darme! 75
Pues si no me anega el mar,
y no me recoge el cielo,
y el amor ha de durar,
y de no morir recelo,
no sé en qué habré de parar. 80
»Acuérdome que llegaba a estos últimos versos que he dicho, cuando, sin poder pasar adelante, interrompido de infinitos sospiros y sollozos que de mi lastimado pecho despedía, aquejado de la memoria de mis desventuras, del puro sentimiento dellas, vine a perder el sentido, con un parasismo tal que me tuvo un buen rato fuera de todo acuerdo; pero ya, después que el amargo accidente hubo pasado, abrí mis cansados ojos y halléme puesta la cabeza en las faldas de una mujer vestida en hábito de peregrina, y a mi lado estaba otra con el mesmo traje adornada, la cual, estando de mis manos asida, la una y la otra tiernamente lloraban. Cuando yo me vi de aquella manera, quedé admirado y confuso, y estaba dudando si era sueño aquello que veía, porque nunca tales mujeres había visto jamás en la nave después que en ella andaba; pero desta confusión me sacó presto la hermosa Nísida, que aquí está, que era la peregrina que allá estaba, diciéndome: “¡Ay Timbrio, verdadero señor y amigo mío! ¿Qué falsas imaginaciones o qué desdichados accidentes han sido parte para poneros donde agora estáis, y para que yo y mi hermana tuviésemos tan poca cuenta con lo que a nuestras honras debíamos, y que, sin mirar en inconviniente alguno, hayamos querido dejar nuestros amados padres y nuestros usados trajes, con intención de buscaros y desengañaros de tan incierta muerte mía que pudiera causar la verdadera vuestra?” Cuando yo tales razones oí, de todo punto acabé de creer que soñaba, y que era alguna visión aquella que delante los ojos tenía, y que la continua imaginación, que de Nísida no se apartaba, era la causa que allí a los ojos viva la representase. Mil preguntas les hice, y a todas ellas enteramente me satisficieron, primero que pudiese sosegar el entendimiento y enterarme que ellas eran Nísida y Blanca. Mas, cuando yo fui conosciendo la verdad, el gozo que sentí fue de manera que también me puso en condición de perder la vida, como el dolor pasado había hecho. Allí supe de Nísida cómo el engaño y descuido que tuviste, ¡oh Silerio!, en hacer la señal de la toca fue la causa para que, creyendo algún mal suceso mío, le sucediese el parasismo y desmayo, tal que todos creyeron que era muerta, como yo lo pensé, y tú, Silerio, lo creíste. Díjome también cómo, después de vuelta en sí, supo la verdad de la victoria mía, junto con mi súbita y arrebatada partida, y la ausencia tuya, cuyas nuevas la pusieron en estremo de hacer verdaderas las de su muerte. Pero ya que al último término no la llegaron, hicieron con ella y con su hermana, por industria de una ama suya que con ellas venía, que vistiéndose en hábitos de peregrinas, desconocidamente se saliesen de con sus padres una noche que llegaban junto a Gaeta, a la vuelta que a Nápoles se volvían; y fue a tiempo que la nave donde yo estaba embarcado, después de reparada de la pasada tormenta, estaba ya para partirse. Y, diciendo al capitán que querían pasar en España para ir a Sanctiago de Galicia, se concertaron con él y se embarcaron, con prosupuesto de venir a buscarme a Jerez, do pensaban hallarme o saber de mí nueva alguna, y en todo el tiempo que en la nave estuvieron, que sería cuatro días, no habían salido de un aposento que el capitán en la popa les había dado, hasta que, oyéndome cantar los versos que os he dicho, y conosciéndome en la voz y en lo que en ellos decía, salieron al tiempo que os he contado, donde, solemnizando con alegres lágrimas el contento de habernos hallado, estábamos mirando los unos a los otros, sin saber con qué palabras engrandecer nuestra nueva y no pensada alegría, la cual se acrescentara más y llegara al término y punto que agora llega, si de ti, amigo Silerio, allí supiéramos nueva alguna; pero, como no hay placer que venga tan entero que de todo en todo al corazón satisfaga, en el que entonces teníamos, no sólo nos faltó tu presencia, pero aun las nuevas della. La claridad de la noche, el fresco y agradable viento, que en aquel instante comenzó a herir las velas próspera y blandamente, el mar tranquilo y desembarazado cielo, parece que todos juntos, y cada uno por sí, ayudaban a solemnizar la alegría de nuestros corazones.
»Mas la fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor desventura que imaginar se pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no la hubieran reducido a mejor término. Sucedió, pues, que a la sazón que el viento comenzaba a refrescar, los solícitos marineros izaron más todas las velas, y con general alegría de todos, seguro y próspero viaje se aseguraban. Uno dellos, que a una parte de la proa iba sentado, descubrió, con la claridad de los bajos rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con gran celeridad y priesa, hacia la nave se encaminaban, y al momento conosció ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: “¡Arma, arma, que bajeles turquescos se descubren!” Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto en todos los de la nave que, sin saber darse maña en el cercano peligro, unos a otros se miraban; mas el capitán della, que en semejantes ocasiones algunas veces se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconoscer qué tamaño de bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y conosció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de rescibir; pero, disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y cargar las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios bajeles, por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas bandas la artillería. Acudieron luego todos a las armas, y repartidos por sus postas como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban.
»¡Quién podrá significaros, señores, la pena que yo a esta sazón tenía, viendo con tanta celeridad turbado mi contento y tan cerca de poder perderle, y más cuando vi que Nísida y Blanca se miraban, sin hablarse palabra, confusas del estruendo y vocería que en la nave andaba y viéndome a mí rogarles que en su aposento se encerrasen y rogasen a Dios que de las enemigas manos nos librase! Paso y punto fue éste que desmaya la imaginación cuando dél se acuerda la memoria. Sus descubiertas lágrimas, y la fuerza que yo me hacía por no mostrar las mías, me tenían de tal manera, que casi me olvidaba de lo que debía hacer, o quién era, y a lo que el peligro obligaba. Mas, en fin, las hice retraer a su estancia casi desmayadas, y, cerrándolas por defuera, acudí a ver lo que el capitán ordenaba, el cual, con prudente solicitud, todas las cosas al caso necesarias estaba proveyendo; y, dando cargo a Darinto -que es aquel caballero que hoy se partió de nosotros- de la guarda del castillo de proa y encomendándome a mí el de popa, él con algunos marineros y pasajeros, por todo el cuerpo de la nave, a una y a otra parte discurría. No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los enemigos llegar a bordo, porque, viendo que el viento calmaba, les pareció mejor aguardar el día para embestirnos. Hiciéronlo así, y, el día venido, aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran quince bajeles gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios harían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una barquilla al agua, y con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles; y más, que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnaut Mamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de colgar de una entena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas. El renegado le persuadió que se rindiese; mas, no quiriéndolo hacer el capitán, respondió al renegado que se alargase de la nave, si no, que le echaría a fondo con la artillería. Oyó Arnaute esta respuesta, y luego, cebando el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con tanta priesa, furia y estruendo que era maravilla. Nuestra nave comenzó a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la popa la combatían echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la cinta, de modo que, sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos embistieron cuatro veces, y otras tantas se retiraron, con mucho daño suyo y no con poco nuestro.
»Mas, por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas en este combate, sólo diré que, después de habernos combatido diez y seis horas, y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último dellos entraron furiosamente en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el dolor que a mi alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías, que ahora tengo delante, habían de ser entonces entregadas y venidas a poder de aquellos crueles carniceros. Y así, llevado de la ira que este temor y consideración me causaba, con pecho desarmado me arrojé por medio de las bárbaras espadas, deseoso de morir al rigor de sus filos, antes que ver a mis ojos lo que esperaba. Pero sucedióme al revés mi pensamiento, porque, abrazándose conmigo tres membrudos turcos, y yo forcejando con ellos, de tropel venimos a dar todos en la puerta de la cámara donde Nísida y Blanca estaban; y con el ímpetu del golpe se rompió y abrió la puerta, que hizo manifiesto el tesoro que allí estaba encerrado, del cual codiciosos los enemigos, el uno dellos asió a Nísida y el otro a Blanca; y yo, que de los dos me vi libre, al otro que me tenía hice dejar la vida a mis pies, y de los dos pensaba hacer lo mesmo, si ellos, advertidos del peligro, no dejaran la presa de las damas y con dos grandes heridas no me derribaran en el suelo; lo cual visto por Nísida, arrojándose sobre mi herido cuerpo, con lamentables voces pedía a los dos turcos que la acabasen.
»En este instante, atraído de las voces y lamentos de Blanca y Nísida, acudió a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles, e, informándose de los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera, y, a ruegos de Nísida, mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba aún muerto. Desta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia, porque Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran rescate, con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí podrían haber, con algo más recato mirasen por la salud mía. Sucedió, pues, que estando curándome las heridas, con el dolor dellas volví en mi acuerdo, y, volviendo los ojos a una parte y a otra, conoscí que estaba en poder de mis enemigos y en el bajel contrario; pero ninguna cosa me llegó tan al alma como fue ver en la popa de la galera a Nísida y Blanca, sentadas a los pies del perro general, derramando por sus ojos infinitas lágrimas, indicios del interno dolor que padecían. No el temor de la afrentosa muerte que esperaba cuando tú della, buen amigo Silerio, en Cataluña me libraste; no la falsa nueva de la muerte de Nísida, de mí por verdadera creída; no el dolor de mis mortales heridas ni otra cualquiera aflición que imaginar pudiera me causó ni causará más sentimiento que el que me vino de ver a Nísida y Blanca en poder de aquel bárbaro descreído, donde a tan cercano y claro peligro estaban puestas sus honras. El dolor deste sentimiento hizo tal operación en mi alma, que torné de nuevo a perder los sentidos y a quitar la esperanza de mi salud y vida al cirujano que me curaba, de tal modo que, creyendo que era muerto, paró en medio de la cura, certificando a todos que ya yo desta vida había pasado. Oídas estas nuevas por las dos desdichadas hermanas, digan ellas lo que sintieron, si se atreven; que yo sólo sé decir que después supe que, levantándose las dos de do estaban, tirando de sus rubios cabellos y arañando sus hermosos rostros, sin que nadie pudiese detenerlas, vinieron adonde yo desmayado estaba, y allí comenzaron a hacer tan lastimero llanto que a los mesmos pechos de los crueles bárbaros enternecieron. Con las lágrimas de Nísida que en el rostro me caían, o por las ya frías y enconadas heridas, que gran dolor me causaban, torné a volver de nuevo en mi acuerdo, para acordarme de mi nueva desventura. Pasaré en silencio agora las lastimeras y amorosas palabras que en aquel desdichado punto entre mí y Nísida pasaron, por no entristecer tanto el alegre en que ahora nos hallamos, ni quiero decir por extenso los trances que ella me contó que con el capitán había pasado, el cual, vencido de su hermosura, mil promesas, mil regalos, mil amenazas le hizo porque viniese a condecender con la desordenada voluntad suya; pero, mostrándose ella con él tan esquiva como honrada, y tan honrada como esquiva, pudo todo aquel día y otra noche siguiente defenderse de las pesadas importunaciones del cosario. Mas, como la continua presencia de Nísida iba cresciendo en él por puntos el libidinoso deseo, sin duda alguna se pudiera temer, como yo temía, que, dejando los ruegos y usando la fuerza, Nísida perdiera su honra, o la vida, que era lo más cierto que de su bondad se podía esperar.
»Pero, cansada ya la fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que de la instabilidad suya se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al cielo que en aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que captivos fuimos, y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería, movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar con tanta furia la cosaria armada que, sin poder los cansados remeros aprovecharse de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la vela del trinquete al árbol, y a dejarse llevar por donde el viento y mar quisiese; y de tal manera cresció la tormenta que en menos de media hora esparció y apartó a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese tener cuenta con seguir su capitán; antes, en poco rato divididos todos, como he dicho, vino nuestro bajel a quedar solo y a ser el que más el peligro amenazaba, porque comenzó a hacer tanta agua por las costuras que, por mucho que por todas las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban, siempre en la centina llegaba el agua a la rodilla; y añadióse a toda esta desgracia sobrevenir la noche, que en semejantes casos, más que en otros algunos, el medroso temor acrescienta; y vino con tanta escuridad y nueva borrasca que, de todo en todo, todos desesperamos de remedio. No queráis más saber, señores, sino que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que iban al remo captivos que invocasen y llamasen a sus sanctos y a su Cristo para que de tal desventura los librase; y no fueron tan en vano las plegarias de los míseros cristianos que allí iban, que, movido el alto cielo dellas, dejase sosegar el viento; antes, le cresció con tanto ímpetu y furia que al amanescer del día, que sólo pudo conoscerse por las horas del reloj de arena por quien se rigen, se halló el mal gobernado bajel en la costa de Cataluña, tan cerca de tierra y tan sin poder apartarse della, que fue forzoso alzar un poco más la vela para que con más furia embistiese en una ancha playa que delante se nos ofrecía: que el amor de la vida les hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud que esperaban.
»Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes y ser de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste. ¡Quién pudiera exagerar agora el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo captiverio veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y ruegos que los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos esclavos, rogándoles fuesen parte para que de los indignados cristianos maltratados no fuesen, los cuales ya en la playa los esperaban, con deseo de vengarse de la ofensa que estos mesmos turcos les habían hecho, saqueándoles su lugar, como tú, Silerio, sabes! Y no les salió vano el temor que tenían, porque, en entrando los del pueblo en la galera, que encallada en la arena estaba, hicieron tan cruel matanza en los cosarios, que muy pocos quedaron con la vida; y si no fuera que les cegó la codicia de robar la galera, todos los turcos en aquel primero ímpetu fueran muertos. Finalmente, los turcos que quedaron y cristianos captivos que allí veníamos, todos fuimos saqueados, y si los vestidos que yo traía no estuvieran sangrentados, creo que aun no me los dejaran. Darinto, que también allí venía, acudió luego a mirar por Nísida y Blanca y a procurar que me sacasen a tierra donde fuese curado.
»Cuando yo salí y reconocí el lugar donde estaba, y consideré el peligro en que en él me había visto, no dejó de darme alguna pesadumbre, causada de temor no fuese conoscido y castigado por lo que no debía; y así, rogué a Darinto que, sin poner dilación alguna, procurase que a Barcelona nos fuésemos, diciéndole la causa que me movía a ello; pero no fue posible, porque mis heridas me fatigaban de manera que me forzaron a que allí algunos días estuviese, como estuve, sin ser de más de un cirujano visitado. En este entretanto fue Darinto a Barcelona, donde proveyéndose de lo que menester habíamos, dio la vuelta; y, hallándome mejor y con más fuerza, luego nos pusimos en camino para la ciudad de Toledo, por saber de los parientes de Nísida que sí sabían de sus padres, a quien ya hemos escripto todo el suceso de nuestras vidas, pidiéndole perdón de nuestros pasados yerros. Y todo el contento y dolor destos buenos y malos sucesos, lo ha acrescentado o diminuido la ausencia tuya, Silerio. Mas, pues el cielo agora con tantas ventajas ha dado remedio a nuestras calamidades, no resta otra cosa sino que, dándole las debidas gracias por ello, tú, Silerio amigo, deseches la tristeza pasada con la ocasión de la alegría presente, y procures darla a quien ha muchos días que por tu causa vive sin ella, como lo sabrás cuando más a solas y contigo las comunique. Otras algunas cosas me quedan por decir que me han sucedido en el discurso desta mi peregrinación; pero dejarlas he por agora, por no dar con la prolijidad dellas disgusto a estos pastores, que han sido el instrumento de todo mi placer y gusto.» Éste es, pues, Silerio amigo y amigos pastores, el suceso de mi vida: ved si, por la que he pasado y por la que agora paso, me puedo llamar el más lastimado y venturoso hombre de los que hoy viven.
Con estas últimas palabras dio fin a su cuento el alegre Timbrio, y todos los que presentes estaban se alegraron del felice suceso que sus trabajos habían tenido, pasando el contento de Silerio a todo lo que decir se puede; el cual, tornando de nuevo a abrazar a Timbrio, forzado del deseo de saber quién era la persona que por su causa sin contento vivía, pidiendo licencia a los pastores, se apartó con Timbrio a una parte, donde supo dél que la hermosa Blanca, hermana de Nísida, era la que más que a sí le amaba desde el mesmo día y punto que ella supo quién él era y el valor de su persona; y que jamás, por no ir contra aquello que a su honestidad estaba obligada, había querido descubrir este pensamiento sino a su hermana, por cuyo medio esperaba tenerle honrado en el cumplimiento de sus deseos. Díjole asimismo Timbrio cómo aquel caballero Darinto, que con él venía, y de quien él había hecho mención en la plática pasada, conosciendo quién era Blanca y llevado de su hermosura, se había enamorado della con tantas veras que la pidió por esposa a su hermana Nísida, la cual le desengañó que Blanca no lo haría en manera alguna, y que, agraviado desto Darinto, creyendo que por el poco valor suyo le desechaban, y por sacarle desta sospecha, le hubo de decir Nísida cómo Blanca tenía ocupados los pensamientos en Silerio; mas, que no por esto Darinto había desmayado ni dejado la empresa, «porque, como supo que de ti, Silerio, no se sabía nueva alguna, imaginó que los servicios que él pensaba hacer a Blanca, y el tiempo, la apartarían de su intención primera; y con este presupuesto jamás nos quiso dejar, hasta que ayer, oyendo a los pastores las ciertas nuevas de tu vida y conosciendo el contento que con ellas Blanca había rescibido, y considerando ser imposible que, paresciendo Silerio, pudiese Darinto alcanzar lo que deseaba, sin despedirse de ninguno, se había, con muestras de grandísimo dolor, apartado de todos.» Junto con esto, aconsejó Timbrio a su amigo fuese contento de que Blanca le tuviese, escogiéndola y aceptándola por esposa, pues ya la conoscía y no ignoraba su valor y honestidad, encareciéndole el gusto y placer que los dos tendrían viéndose con tales dos hermanas casados. Silerio le respondió que le diese espacio para pensar en aquel hecho, aunque él sabía que al cabo era imposible dejar de hacer lo que él le mandase.
A esta sazón, comenzaba ya la blanca aurora a dar señales de su nueva venida, y las estrellas poco a poco iban escondiendo la claridad suya; y a este mesmo punto llegó a los oídos de todos la voz del enamorado Lauso, el cual, como su amigo Damón había sabido que aquella noche la habían de pasar en la ermita de Silerio, quiso venir a hallarse con él y con los demás pastores; y, como todo su gusto y pasatiempo era cantar al son de su rabel los sucesos prósperos o adversos de sus amores, llevado de la condición suya, y convidado de la soledad del camino y de la sabrosa armonía de las aves, que ya comenzaban con su dulce y concertado canto a saludar el venidero día, con baja voz, semejantes versos venía cantando:
LAUSO
Alzo la vista a la más noble parte
que puede imaginar el pensamiento,
donde miro el valor, admiro el arte
que suspende el más alto entendimiento.
Mas, si queréis saber quién fue la parte 5
que puso fiero yugo al cuello esento,
quién me entregó, quién lleva mis despojos,
mis ojos son, Silena, y son tus ojos.
Tus ojos son, de cuya luz serena
me viene la que al cielo me encamina: 10
luz de cualquiera escuridad ajena,
segura muestra de la luz divina.
Por ella el fuego, el yugo y la cadena
que me consume, carga y desatina,
es refrigerio, alivio, es gloria, es palma 15
al alma, y vida que te ha dado el alma.
¡Divinos ojos, bien del alma mía,
término y fin de todo mi deseo;
ojos que serenáis el turbio día,
ojos por quien yo veo si algo veo! 20
En vuestra luz mi pena y mi alegría
ha puesto amor; en vos contemplo y leo
la dulce, amarga, verdadera historia
del cierto infierno, de mi incierta gloria.
En ciega escuridad andaba cuando 25
vuestra luz me faltaba, ¡oh bellos ojos!;
acá y allá, sin ver el cielo, errando
entre agudas espinas y entre abrojos;
mas luego, en el momento que tocando
fueron al alma mía los manojos 30
de vuestros rayos claros, vi a la clara
la senda de mi bien abierta y clara.
Vi que sois y seréis, ojos serenos,
quien me levanta y puede levantarme
a que entre el corto número de buenos 35
venga como mejor a señalarme.
Esto podréis hacer no siendo ajenos
y con pequeño acuerdo de mirarme,
que el gusto del más bien enamorado
consiste en el mirar y ser mirado. 40
Si esto es verdad, Silena, ¿quién ha sido,
es ni será que, con firmeza pura,
cual yo te quiera ni te habrá querido,
por más que amor le ayude y la ventura?
La gloria de tu vista he merescido 45
por mi inviolable fe; mas es locura
pensar que pueda merecerse aquello
que apenas puede contemplarse en ello.
El canto y el camino acabó en un mesmo punto el enamorado Lauso, el cual de todos los que con Silerio estaban fue amorosamente recibido, acrescentando con su presencia el alegría que todos tenían por el buen suceso que los trabajos de Silerio habían tenido. Y, estándoselos Damón contando, vieron asomar por junto a la ermita al venerable Aurelio, que, con algunos de sus pastores, traía algunos regalos con que regalar y satisfacer a los que allí estaban, como lo había prometido el día antes que dellos se partió. Maravillados quedaron Tirsi y Damón de verle venir sin Elicio y Erastro; y más lo fueron cuando vinieron a entender la causa del haberse quedado. Llegó Aurelio, y su llegada augmentara más el contento de todos, si no dijera, encaminando su razón a Timbrio:
-Si te precias, como es razón que te precies, valeroso Timbrio, de ser verdadero amigo del que lo es tuyo, agora es tiempo de mostrarlo, acudiendo a remediar a Darinto, que no lejos de aquí queda tan triste y apasionado, y tan fuera de admitir consuelo alguno en el dolor que padece, que algunos que yo le di no fueron parte para que él los tuviese por tales. Hallámosle Elicio, Erastro y yo, habrá dos horas, en medio de aquel monte que a esta mano derecha se descubre, el caballo arrendado a un pino, y él en el suelo boca abajo tendido, dando tiernos y dolorosos sospiros, y de cuando en cuando decía algunas palabras que a maldecir su ventura se encaminaban; al son lastimero de las cuales, llegamos a él, y con el rayo de la luna, aunque con dificultad, fue de nosotros conoscido; e importunado que la causa de su mal nos dijese, díjonosla, y por ella entendimos el poco remedio que tenía. Con todo eso, se han quedado con él Elicio y Erastro, y yo he venido a darte las nuevas del término en que le tienen sus pensamientos; y, pues a ti te son tan manifiestos, procura remediarlos con obras, o acude a consolarlos con palabras.
-Palabras serán todas, buen Aurelio -respondió Timbrio-, las que yo en esto gastaré, si ya él no quiere aprovecharse de la ocasión del desengaño y disponer sus deseos a que el tiempo y la ausencia hagan en él sus acostumbrados efectos. Mas, porque no se piense que no correspondo a lo que a su amistad estoy obligado, enséñame, Aurelio, a qué parte le dejaste, que yo quiero ir luego a verle.
-Yo iré contigo -respondió Aurelio.
Y luego, al momento, se levantaron todos los pastores para acompañar a Timbrio y saber la causa del mal de Darinto, dejando a Silerio con Nísida y Blanca, con tanto contento de los tres que no se acertaban a hablar palabra. En el camino que había desde allí adonde Aurelio a Darinto había dejado, contó Timbrio a los que con él iban la ocasión de la pena de Darinto y el poco remedio que della se podría esperar, pues la hermosa Blanca, por quien él penaba, tenía ocupados sus deseos en su buen amigo Silerio; diciéndoles, asimesmo, que había de procurar con toda su industria y fuerzas que Silerio viniese en lo que Blanca deseaba, suplicándoles que todos fuesen en ayudar a favorescer su intención, porque, en dejando a Darinto, quería que todos a Silerio rogasen diese el sí de rescibir a Blanca por su ligítima esposa. Los pastores se ofrecieron de hacer lo que se les mandaba, y en estas pláticas llegaron adonde creyó Aurelio que Elicio, Darinto y Erastro estarían; pero no hallaron alguno, aunque rodearon y anduvieron gran parte de un pequeño bosque que allí estaba, de que no poco pesar rescibieron todos. Pero, estando en esto, oyeron un tan doloroso sospiro que les puso en confusión y deseo de saber quién le había dado; mas sacóles presto desta duda otro que oyeron no menos triste que el pasado, y, acudiendo todos a aquella parte adonde el sospiro venía, vieron estar no lejos dellos, al pie de un crescido nogal, dos pastores: el uno sentado sobre la yerba verde, y el otro tendido en el suelo y la cabeza puesta sobre las rodillas del otro. Estaba el sentado con la cabeza inclinada, derramando lágrimas y mirando atentamente al que en las rodillas tenía; y, así por esto como por estar el otro con color perdida y rostro desmayado, no pudieron luego conoscer quién era; mas, cuando más cerca llegaron, luego conoscieron que los pastores eran Elicio y Erastro: Elicio, el desmayado, y Erastro, el lloroso. Grande admiración y tristeza causó en todos los que allí venían la triste semblanza de los dos lastimados pastores, por ser tan amigos suyos y por ignorar la causa que de tal modo los tenía; pero el que más se maravilló fue Aurelio, por ver que tan poco antes los había dejado en compañía de Darinto con muestras de todo placer y contento, como si él no hubiera sido la causa de toda su desdicha. Viendo, pues, Erastro, que los pastores a él se llegaban, estremeció a Elicio, diciéndole:
-Vuelve en ti, lastimado pastor; levántate y busca lugar donde puedas a solas llorar tu desventura, que yo pienso hacer lo mesmo hasta acabar la vida.
Y, diciendo esto, cogió con las dos manos la cabeza de Elicio, y, quitándola de sus rodillas, la puso en el suelo, sin que el pastor pudiese volver en su acuerdo; y, levantándose Erastro, volvía las espaldas para irse, si Tirsi y Damón y los demás pastores no se lo impidieran. Llegó Damón adonde Elicio estaba, y, tomándole entre los brazos, le hizo volver en sí. Abrió Elicio los ojos, y, porque conosció a todos los que allí estaban, tuvo cuenta con que su lengua, movida y forzada del dolor, no dijese algo que la causa dél manifestase; y, aunque ésta le fue preguntada por todos los pastores, jamás respondió sino que no sabía otra cosa de sí mismo sino que, estando hablando con Erastro, le había tomado un recio desmayo. Lo proprio decía Erastro, y a esta causa los pastores dejaron de preguntarle más la causa de su pasión; antes, le rogaron que con ellos a la ermita de Silerio se volviese, y que desde allí le llevarían a la aldea o a su cabaña; mas no fue posible que con él esto se acabase, sino que le dejasen volver a la aldea. Viendo, pues, que ésta era su voluntad, no quisieron contradecírsela; antes, se ofrecieron de ir con él; pero de ninguno quiso compañía, ni la llevara si la porfía de su amigo Damón no le venciera; y así, se hubo de partir con él, dejando concertado Damón con Tirsi que se viesen aquella noche en el aldea o cabaña de Elicio, para dar orden de volverse a la suya. Aurelio y Timbrio preguntaron a Erastro por Darinto, el cual les respondió que, ansí como Aurelio se había apartado dellos, le tomó el desmayo a Elicio, y que entretanto que él le socorría, Darinto se había partido con toda priesa, y que nunca más le habían visto. Viendo, pues, Timbrio y los que con él venían que a Darinto no hallaban, determinaron de volver a la ermita a rogar a Silerio aceptase a la hermosa Blanca por su esposa, y con esta intención se volvieron todos, excepto Erastro, que quiso seguir a su amigo Elicio. Y así, despidiéndose dellos, acompañado de solo su rabel, se apartó por el mesmo camino que Elicio había ido, el cual, habiéndose un rato apartado con su amigo Damón de la demás compañía, con lágrimas en los ojos y con muestras de grandísima tristeza, así le comenzó a decir:
-Bien sé, discreto Damón, que tienes de los efectos de amor tanta experiencia que no te maravillarás de los que agora pienso contarte, que son tales que, a la cuenta de mi opinión, los estimo y tengo por de los más desastrados que en el amor se hallan.
Damón, que no deseaba otra cosa que saber la causa del desmayo y tristeza suya, le aseguró que ninguna cosa le sería a él nueva, como tocase a los males que el amor suele hacer. Y así, Elicio, con este seguro, y con el mayor que de su amistad tenía, prosiguió diciendo:
-Ya sabes, amigo Damón, cómo la buena suerte mía -que este nombre de buena le daré siempre, aunque me cueste la vida el haberla tenido-; digo, pues, que la buena suerte mía quiso, como todo el cielo y todas estas riberas saben, que yo amase, ¿qué digo amase?, que adorase a la sin par Galatea, con tan limpio y verdadero amor cual a su merescimiento se debe; juntamente te confieso, amigo, que, en todo el tiempo que ha que ella tiene noticia de mi cabal deseo, no ha correspondido a él con otras muestras que las generales que suele y debe dar un casto y agradescido pecho; y así, ha algunos años que, sustentada mi esperanza con una honesta correspondencia amorosa, he vivido tan alegre y satisfecho de mis pensamientos, que me juzgaba por el más dichoso pastor que jamás apascentó ganado, contentándome sólo de mirar a Galatea y de ver que, si no me quería, no me aborrecía, y que otro ningún pastor no se podría alabar que aun della fuese mirado; que no era poca satisfación de mi deseo tener puestos mis pensamientos en tan segura parte que de otros algunos no me recelaba, confirmándome en esta verdad la opinión que conmigo tiene el valor de Galatea, que es tal, que no da lugar a que se le atreva el mesmo atrevimiento. Contra este bien que tan a poca costa el amor me daba, contra esta gloria tan sin ofensa de Galatea gozada, contra este gusto tan justamente de mi deseo merescido, se ha dado hoy irrevocable sentencia: que el bien se acabe, que la gloria fenezca, que el gusto se cambie y que, finalmente, se concluya la tragedia de mi dolorosa vida. Porque sabrás, Damón, que esta mañana, viniendo con Aurelio, padre de Galatea, a buscaros a la ermita de Silerio, en el camino me dijo cómo tenía concertado de casar a Galatea con un pastor lusitano que en las riberas del blando Lima gran número de ganado apascienta. Pidióme que le dijese qué me parescía, porque, de la amistad que me tenía y de mi entendimiento, esperaba ser bien aconsejado. Lo que yo le respondí fue que me parescía cosa recia poder acabar con su voluntad privarse de la vista de tan hermosa hija, desterrándola a tan apartadas tierras, y que si lo hacía llevado y cebado de las riquezas del estranjero pastor, que considerase que no carecía él tanto dellas que no tuviese para vivir en su lugar mejor que cuantos en él de ricos presumían, y que ninguno de los mejores de cuantos habitan las riberas de Tajo dejaría de tenerse por venturoso cuando alcanzase a Galatea por esposa. No fueron mal admitidas mis razones del venerable Aurelio; pero, en fin, se resolvió diciendo que el rabadán mayor de todos los aperos se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y que era imposible deshacerse. Preguntéle con qué semblante Galatea había rescibido las nuevas de su destierro. Díjome que se había conformado con su voluntad, y que disponía la suya a hacer todo lo que él quisiese, como obediente hija. Esto supe de Aurelio, y ésta es, Damón, la causa de mi desmayo, y la que será de mi muerte, pues de ver a Galatea en poder ajeno y ajena de mi vista, no se puede esperar otra cosa que el fin de mis días.
Acabó su razón el enamorado Elicio y comenzaron sus lágrimas, derramadas en tanta abundancia que, enternecido el pecho de su amigo Damón, no pudo dejar de acompañarle en ellas; más, a cabo de poco espacio, comenzó, con las mejores razones que supo, a consolar a Elicio; pero todas sus palabras en ser palabras paraban, sin que ningún otro efecto hiciesen. Todavía quedaron de acuerdo que Elicio a Galatea hablase y supiese della si de su voluntad consintía en el casamiento que su padre le trataba; y que, cuando no fuese con el gusto suyo, se le ofreciese de librarla de aquella fuerza, pues para ello no le faltaría ayuda. Parecióle bien a Elicio lo que Damón decía, y determinó de ir a buscar a Galatea, para declararle su voluntad y saber la que ella en su pecho encerraba. Y así, trocando el camino que de su cabaña llevaban, hacia el aldea se encaminaron; y, llegando a una encrucijada que junto a ella cuatro caminos dividía, por uno dellos vieron venir hasta ocho dispuestos pastores, todos con azagayas en las manos, excepto uno dellos, que a caballo venía sobre una hermosa yegua, vestido con un gabán morado, y los demás a pie, y todos rebozados los rostros con unos pañizuelos. Damón y Elicio se pararon hasta que los pastores pasasen, los cuales, pasando junto a ellos, bajando las cabezas, cortésmente les saludaron, sin que alguno alguna palabra hablase. Maravillados quedaron los dos de ver la estrañeza de los ocho, y estuvieron quedos por ver qué camino seguían; pero luego vieron que el de la aldea tomaban, aunque por otro diferente que por el que ellos iban. Dijo Damón a Elicio que los siguiesen, mas no quiso, diciendo que por aquel camino que él quería seguir, junto a una fuente que no lejos dél estaba, solía estar muchas veces Galatea con algunas pastoras del lugar, y que sería bien ver si la dicha se la ofrescía tan buena que allí la hallasen. Contentóse Damón de lo que Elicio quería; y así, le dijo que guiase por do quisiese. Y sucedióle la suerte como él mesmo se había imaginado, porque no anduvieron mucho cuando llegó a sus oídos la zampoña de Florisa, acompañada de la voz de la hermosa Galatea, que, como de los pastores fue oída, quedaron enajenados de sí mesmos. Entonces acabó de conoscer Damón cuánta verdad decían todos los que las gracias de Galatea alababan, la cual estaba en compañía de Rosaura y Florisa, y de la hermosa y recién casada Silveria, con otras dos pastoras de la mesma aldea. Y, puesto que Galatea vio venir a los pastores, no por eso quiso dejar su comenzado canto; antes, pareció dar muestras de que recibía contento en que los pastores la escuchasen, los cuales ansí lo hicieron con toda la atención posible; y lo que alcanzaron a oír de lo que la pastora cantaba fue lo siguiente:
GALATEA
¿A quién volveré los ojos
en el mal que se apareja,
si, cuanto mi bien se aleja,
se acercan más mis enojos?
A duro mal me condemna 5
el dolor que me destierra,
que si me acaba en mi tierra,
¿qué bien me hará en el ajena?
¡Oh justa amarga obediencia,
que por cumplirte he de dar 10
el sí que ha de confirmar
de mi muerte la sentencia!
Puesta estoy en tanta mengua,
que por gran bien estimara
que la vida me faltara, 15
o, por lo menos, la lengua.
Breves horas y cansadas
fueron las de mi contento;
eternas las del tormento,
mas confusas y pesadas. 20
Gocé de mi libertad
en mi temprana sazón;
pero ya la subjeción
anda tras mi voluntad.
Ved si es el combate fiero 25
que dan a mi fantasía,
si al cabo de su porfía
he de querer y no quiero.
¡Oh fastidioso gobierno,
que a los respectos humanos 30
tengo de cruzar las manos
y abajar el cuello tierno!
¿Que tengo de despedirme
de ver el Tajo dorado?
¿Que ha de quedar mi ganado, 35
y yo, triste, he de partirme?
¿Que estos árboles sombríos
y estos anchos verdes prados
no serán ya más mirados
de los tristes ojos míos? 40
Severo padre, ¿qué haces?
Mira que es cosa sabida
que a mí me quitas la vida
con lo que a ti satisfaces.
Si mis sospiros no valen 45
a descubrirte mi mengua,
lo que no puede mi lengua
mis ojos te lo señalen.
Ya triste se me figura
el punto de mi partida, 50
la dulce gloria perdida
y la amarga sepultura.
El rostro que no se alegra
del no conoscido esposo,
el camino trabajoso, 55
la antigua enfadosa suegra,
y otros mil inconvinientes,
todos para mí contrarios;
los gustos extraordinarios
del esposo y sus parientes. 60
Mas todos estos temores
que me figura mi suerte
se acabarán con la muerte,
que es el fin de los dolores.
No cantó más Galatea, porque las lágrimas que derramaba le impidieron la voz, y aun el contento a todos los que escuchado la habían, porque luego supieron claramente lo que en confuso imaginaban del casamiento de Galatea con el lusitano pastor, y cuán contra su voluntad se hacía; pero a quien más sus lágrimas y sospiros lastimaron fue a Elicio, que diera él por remediarlas su vida, si en ella consistiera el remedio dellas; pero, aprovechándose de su discreción y disimulando el rostro el dolor que el alma sentía, él y Damón se llegaron adonde las pastoras estaban, a las cuales cortésmente saludaron, y con no menos cortesía fueron dellas rescibidos. Preguntó luego Galatea a Damón por su padre, y respondióle que en la ermita de Silerio quedaba, en compañía de Timbrio y Nísida y de todos los otros pastores que a Timbrio acompañaron; y asimesmo le dio cuenta del conoscimiento de Silerio y Timbrio y de los amores de Darinto y Blanca, la hermana de Nísida, con todas las particularidades que Timbrio había contado de lo que en el discurso de sus amores le había sucedido, a lo cual Galatea dijo:
-Dichoso Timbrio y dichosa Nísida, pues en tanta felicidad han parado los desasosiegos hasta aquí padecidos, con la cual pondréis en olvido los pasados desastres; antes servirán ellos de acrescentar vuestra gloria, pues se suele decir que la memoria de las pasadas calamidades augmenta el contento en las alegrías presentes. Mas, ¡ay del alma desdichada que se vee puesta en términos de acordarse del bien perdido, y con temor del mal que está por venir, sin que vea ni halle remedio ni medio alguno para estorbar la desventura que le está amenazando, pues tanto más fatigan los dolores cuanto más se temen!
-Verdad dices, hermosa Galatea -dijo Damón-, que no hay duda sino que el repentino y no esperado dolor que viene no fatiga tanto, aunque sobresalta, como el que con largo discurso de tiempo amenaza y quita todos los caminos de remediarse. Pero, con todo eso, digo, Galatea, que no da el cielo tan apurados los males que quite de todo en todo el remedio dellos, principalmente cuando nos los deja ver primero, porque parece que entonces quiere dar lugar al discurso de nuestra razón para que se ejercite y ocupe en templar o desviar las venideras desdichas, y muchas veces se contenta de fatigarnos con sólo tener ocupados nuestros ánimos con algún espacioso temor, sin que se venga a la ejecución del mal que se teme; y, cuando a ella se viniese, como no acabe la vida, ninguno, por ningún mal que padezca, debe desesperar del remedio.
-No dudo yo deso -replicó Galatea-, si fuesen tan ligeros los males que se temen o se padecen, que dejasen libre y desembarazado el discurso de nuestro entendimiento; pero bien sabes, Damón, que, cuando el mal es tal que se le puede dar este nombre, lo primero que hace es añublar nuestro sentido y aniquilar las fuerzas de nuestro albedrío, descaeciendo nuestra virtud de manera que apenas puede levantarse aunque más la solicite la esperanza.
-No sé yo, Galatea -respondió Damón-, cómo en tus verdes años puede caber tanta experiencia de los males, si no es que quieres que entendamos que tu mucha discreción se estiende a hablar por sciencia de las cosas; que, por otra manera, ninguna noticia dellas tienes.
-Pluguiera al cielo, discreto Damón -replicó Galatea-, que no pudiera contradecirte lo que dices, pues en ello granjeara dos cosas: quedar en la buena opinión que de mí tienes, y no sentir la pena que me hace hablar con tanta experiencia en ella.
Hasta este punto estuvo callando Elicio; pero, no pudiendo sufrir más ver a Galatea dar muestras del amargo dolor que padecía, le dijo:
-Si imaginas, por ventura, sin par Galatea, que la desdicha que te amenaza puede por alguna ser remediada, por lo que debes a la voluntad que para servirte de mí tienes conoscida, te ruego me la declares; y si esto no quisieres, por cumplir con lo que a la paternal obediencia debes, dame, a lo menos, licencia para que yo me oponga contra quien quisiere llevarnos destas riberas el tesoro de tu hermosura, que en ellas se ha criado. Y no entiendas, pastora, que presumo yo tanto de mí mesmo, que solo me atreva a cumplir con las obras lo que agora por palabras te ofrezco; que, puesto que el amor que te tengo para mayor empresa me da aliento, desconfío de mi ventura; y así, la habré de poner en las manos de la razón y en las de todos los pastores que por estas riberas de Tajo apascientan sus ganados, los cuales no querrán consentir que se les arrebate y quite delante de sus ojos el sol que los alumbra, y la discreción que los admira, y la belleza que los incita y anima a mil honrosas competencias. Ansí que, hermosa Galatea, en fe de la razón que he dicho y de la que tengo de adorarte, te hago este ofrescimiento, el cual te ha de obligar a que tu voluntad me descubras, para que yo no caiga en error de ir contra ella en cosa alguna; pero, considerando que la bondad y honestidad incomparable tuya te ha de mover a que correspondas antes al querer de tu padre que al tuyo, no quiero, pastora, que me le declares, sino tomar a mi cargo hacer lo que me pareciere, con presupuesto de mirar por tu honra con el cuidado que tú mesma has mirado siempre por ella.
Iba Galatea a responder a Elicio y a agradecerle su buen deseo, mas estorbólo la repentina llegada de los ocho rebozados pastores que Damón y Elicio habían visto pasar poco antes hacia el aldea. Llegaron todos donde las pastoras estaban, y, sin hablar palabra, los seis dellos, con increíble celeridad, arremetieron a abrazarse con Damón y con Elicio, teniéndolos tan fuertemente apretados que en ninguna manera pudieron desasirse. En este entretanto, los otros dos, que era el uno el que a caballo venía, se fueron adonde Rosaura estaba dando gritos por la fuerza que a Damón y a Elicio se les hacía; pero, sin aprovecharle defensa alguna, uno de los pastores la tomó en brazos y púsola sobre la yegua y en los del que en ella venía, el cual, quitándose el rebozo, se volvió a los pastores y pastoras, diciendo:
-No os maravilléis, buenos amigos, de la sinrazón que al parecer aquí se os ha hecho, porque la fuerza de amor y la ingratitud de esta dama han sido causa della; ruégoos me perdonéis, pues no está más en mi mano; y si por estas partes llegare, como creo que presto llegará, el conoscido Grisaldo, diréisle cómo Artandro se lleva a Rosaura, porque no pudo sufrir ser burlado della; y que si el amor y esta injuria le movieren a querer vengarse, que ya sabe que Aragón es mi patria y el lugar donde vivo.
Estaba Rosaura desmayada sobre el arzón de la silla, y los demás pastores no querían dejar a Elicio ni a Damón, hasta que Artandro mandó que los dejasen, los cuales, viéndose libres, con valeroso ánimo sacaron sus cuchillos y arremetieron contra los siete pastores, los cuales todos juntos les pusieron las azagayas que traían a los pechos, diciéndoles que se tuviesen, pues veían cuán poco podían ganar en la empresa que tomaban.
-Harto menos podrá ganar Artandro -les respondió Elicio- en haber cometido tal traición.
-No la llames traición -respondió uno de los otros-, porque esta señora ha dado la palabra de ser esposa de Artandro, y agora, por cumplir con la condición mudable de mujer, la ha negado y entregádose a Grisaldo, que es agravio tan manifiesto, y tal, que no pudo ser disimulado de nuestro amo Artandro. Por eso, sosegaos, pastores, y tenednos en mejor opinión que hasta aquí, pues el servir a nuestro amo en tan justa ocasión nos disculpa.
Y, sin decir más, volvieron las espaldas, recelándose todavía de los malos semblantes con que Elicio y Damón quedaron, los cuales estaban con tanto enojo por no poder deshacer aquella fuerza, y por hallarse inhabilitados de vengarse de lo que a ellos se les hacía, que ni sabían qué decirse ni qué hacerse. Pero los estremos que Galatea y Florisa hacían, por ver llevar de aquella manera a Rosaura, eran tales, que movieron a Elicio a poner su vida en manifiesto peligro de perderla, porque, sacando su honda, y haciendo Damón lo mesmo, a todo correr fue siguiendo a Artandro, y desde lejos, con mucho ánimo y destreza, comenzaron a tirarles tantas piedras que les hicieron detener y tornarse a poner en defensa. Pero, con todo esto, no dejara de sucederles mal a los dos atrevidos pastores, si Artandro no mandara a los suyos que se adelantaran y los dejaran, como lo hicieron, hasta entrarse por un espeso montezuelo que a un lado del camino estaba, y con la defensa de los árboles hacían poco efecto las hondas y piedras de los enojados pastores. Y, con todo esto, los siguieran, si no vieran que Galatea y Florisa y las otras dos pastoras a más andar hacia donde ellos estaban se venían, y por esto se detuvieron, haciendo fuerza al enojo que los incitaba y a la deseada venganza que pretendían; y, adelantándose a rescebir a Galatea, ella les dijo:
-Templad vuestra ira, gallardos pastores, pues a la ventaja de nuestros enemigos no puede igualar vuestra diligencia, aunque ha sido tal, cual nos la ha mostrado el valor de vuestros ánimos.
-El ver el tuyo descontento, Galatea -dijo Elicio-, creí yo que diera tales fuerzas al mío, que no se alabaran aquellos descomedidos pastores de la que nos han hecho; pero en mi ventura cabe no tenerla en cuanto deseo.
-El amoroso que Artandro tiene -dijo Galatea- fue el que le movió a tal descomedimiento; y así, conmigo en parte queda desculpado.
Y luego, punto por punto, les contó la historia de Rosaura, y cómo estaba esperando a Grisaldo para rescebirle por esposo, lo cual podría haber llegado a noticia de Artandro, y que la celosa rabia le hubiese movido a hacer lo que habían visto.
-Si así pasa como dices, discreta Galatea -dijo Damón-, del descuido de Grisaldo, y atrevimiento de Artandro, y mudable condición de Rosaura, temo que han de nascer algunas pesadumbres y diferencias.
-Eso fuera -respondió Galatea- cuando Artandro residiera en Castilla, pero si él se encierra en Aragón, que es su patria, quedarse ha Grisaldo con sólo el deseo de vengarse.
-¿No hay quien le pueda avisar deste agravio? -dijo Elicio.
-Sí -respondió Florisa-; que yo seguro que, antes que la noche llegue, él tenga dél noticia.
-Si eso así fuese -respondió Damón-, podría ser cobrar su prenda antes que a Aragón llegasen; porque un pecho enamorado no suele ser perezoso.
-No creo yo que lo será el de Grisaldo -dijo Florisa-; y, porque no le falte tiempo y ocasión para mostrarlo, suplícote, Galatea, que al aldea nos volvamos, porque yo quiero enviar a avisar a Grisaldo de su desdicha.
-Hágase como lo mandas, amiga -respondió Galatea-, que yo te daré un pastor que lleve la nueva.
Y con esto se querían despedir de Damón y de Elicio, si ellos no porfiaran a querer ir con ellas; y ya que se encaminaban al aldea, a su mano derecha sintieron la zampoña de Erastro, que luego de todos fue conoscida, el cual venía en siguimiento de su amigo Elicio. Paráronse a escucharlo, y oyeron que, con muestras de tierno dolor, esto venía cantando:
ERASTRO
Por ásperos caminos voy siguiendo
el fin dudoso de mi fantasía,
siempre en cerrada noche escura y fría
las fuerzas de la vida consumiendo.
Y, aunque morir me veo, no pretendo 5
salir un paso de la estrecha vía;
que en fe de la alta fe sin igual mía,
mayores miedos contrastar entiendo.
Mi fe es la luz que me señala el puerto
seguro a mi tormenta, y sola es ella 10
quien promete buen fin a mi viaje,
por más que el medio se me muestre incierto,
por más que el claro rayo de mi estrella
me encubra amor, y el cielo más me ultraje.
Con un profundo sospiro acabó el enamorado canto el lastimado pastor, y, creyendo que ninguno le oía, soltó la voz a semejantes razones:
-¡Amor, cuya poderosa fuerza, sin hacer ninguna a mi alma, fue parte para que yo la tuviese de tener tan bien ocupados mis pensamientos! Ya que tanto bien me heciste, no quieras mostrarte agora, haciéndome el mal en que me amenazas, que es más mudable tu condición que la de la variable Fortuna. Mira, señor, cuán obediente he estado a tus leyes, cuán prompto a seguir tus mandamientos, y cuán subjeta he tenido mi voluntad a la tuya. Págame esta obediencia con hacer lo que a ti tanto importa que hagas: no permitas que estas riberas nuestras que den desamparadas de aquella hermosura que la ponía y la daba a sus frescas y menudas yerbas, a sus humildes plantas y levantados árboles; no consientas, señor, que al claro Tajo se le quite la prenda que le enriquece y por quien él tiene más fama que no por las arenas de oro que en su seno cría; no quites a los pastores destos prados la luz de sus ojos, la gloria de sus pensamientos y el honroso estímulo que a mil honrosas y virtuosas empresas les incitaba. Considera bien que, si desta a la ajena tierra consientes que Galatea sea llevada, que te despojas del dominio que en estas riberas tienes, pues por Galatea sola le usas, y si ella falta, ten por averiguado que no serás en todos estos prados conoscido, que todos cuantos en ellos habitan te negarán la obediencia y no te acudirán con el usado tributo. Advierte que lo que te suplico es tan conforme y llegado a razón, que irías de todo en todo fuera della si no me lo concedieses. Porque, ¿qué ley ordena, o qué razón consiente que la hermosura que nosotros criamos, la discreción que en estas selvas y aldeas nuestras tuvo principio, el donaire por particular don del cielo a nuestra patria concedido, agora que esperábamos coger el honesto fruto de tantos bienes y riquezas, se haya de llevar a estraños reinos, a ser poseído y tratado de ajenas y no conoscidas manos? No, no quiera el cielo piadoso hacernos tan notable daño. ¡Oh verdes prados, que con su vista os alegrábades! ¡Oh flores olorosas, que de sus pies tocadas, de mayor fragancia érades llenas! ¡Oh plantas, oh árboles desta deleitosa selva!, haced todos, en la mejor forma que pudiéredes, aunque a vuestra naturaleza no se conceda, algún género de sentimiento que mueva al cielo a concederme lo que le suplico!
Decía esto derramando tantas lágrimas el enamorado pastor, que no pudo Galatea disimular las suyas, ni menos ninguno de los que con ella iban, haciendo todos un tan notable sentimiento, como si lloraran en las obsequias de su muerte. Llegó a este punto a ellos Erastro, a quien rescibieron con agradable comedimiento, el cual, como vio a Galatea con señales de haberle acompañado en las lágrimas, sin apartar los ojos della, la estuvo atento mirando por un rato, al cabo del cual dijo:
-Agora acabo de conoscer, Galatea, que ninguno de los humanos se escapa de los golpes de la variable Fortuna, pues tú, de quien yo entendía que, por particular privilegio, habías de estar esenta dellos, veo que con mayor ímpetu te acometen y fatigan, de donde averiguo que ha querido el cielo con un solo golpe lastimar a todos los que te conoscen y a todos los que del valor tuyo tienen alguna noticia; pero, con todo eso, tengo esperanza que no se ha de estender tanto su rigor que lleve adelante la comenzada desgracia, viniendo tan en perjuicio de tu contento.
-Antes, por esa mesma razón -respondió Galatea- estoy yo menos segura de mi desdicha, pues jamás la tuve en lo que desease; mas, porque no está bien a la honestidad de que me precio que tan a la clara descubra cuán por los cabellos me lleva tras sí la obediencia que a mis padres debo, ruégote, Erastro, que no me des ocasión de renovar mi sentimiento, ni de ti ni de otro alguno se trate cosa que antes de tiempo despierte en mí la memoria del disgusto que temo. Y con esto asimesmo os ruego, pastores, me dejéis adelantar a la aldea, porque, siendo avisado Grisaldo, le quede tiempo para satisfacerse del agravio que Artandro le ha hecho.
Ignorante estaba Erastro del suceso de Artandro, pero la pastora Florisa, en breves razones, se lo contó todo; de que se maravilló Erastro, estimando que no debía de ser poco el valor de Artandro, pues a tan dificultosa empresa se había puesto. Querían ya los pastores hacer lo que Galatea les mandaba, si en aquella sazón no descubrieran toda la compañía de caballeros, pastores y damas que la noche antes en la ermita de Silerio se quedaron, los cuales, en señal de grandísimo contento, a la aldea se venían, trayendo consigo a Silerio con diferente traje y gusto que hasta allí había tenido, porque ya había dejado el de ermitaño, mudándole en el de alegre desposado, como ya lo era de la hermosa Blanca, con igual contento y satisfación de entrambos y de sus buenos amigos Timbrio y Nísida, que se lo persuadieron, dando con aquel casamiento fin a todas sus miserias, y quietud y reposo a los pensamientos que por Nísida le fatigaban. Y así, con el regocijo que tal suceso les causaba, venían todos dando muestras dél con agradable música y discretas y amorosas canciones, de las cuales cesaron cuando vieron a Galatea y a los demás que con ella estaban, rescibiéndose unos a otros con mucho placer y comedimiento, dándole Galatea a Silerio el parabién de su suceso, y a la hermosa Blanca el de su desposorio; y lo mesmo hicieron los pastores Damón, Elicio y Erastro, que en estremo a Silerio estaban aficionados. Luego que cesaron entre ellos los parabienes y cortesías, acordaron de proseguir su camino al aldea; y para entretenerle, rogó Tirsi a Timbrio que acabase el soneto que había comenzado a decir cuando de Silerio fue conoscido; y, no escusándose Timbrio de hacerlo, al son de la flauta del celoso Orfinio, con estremada y suave voz, le cantó y acabó; que era éste:
TIMBRIO
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal fuerza y tal valor alcanza.
Tan lejos voy de consentir mudanza 5
en mi firme amoroso pensamiento,
cuan cerca de acabar en mi tormento
antes la vida que la confianza.
Que si al contraste del amor vacila
el pecho enamorado, no meresce 10
del mesmo amor la dulce paz tranquila.
Por esto el mío, que su fe engrandece,
rabie Caribdis o amenace Cila,
al mar se arroja y al amor se ofresce.
Pareció bien el soneto de Timbrio a los pastores, y no menos la gracia con que cantado le había, y fue de manera que le rogaron que otra alguna cosa dijese; mas escusóse con decir a su amigo Silerio respondiese por él en aquella causa, como lo había hecho siempre en otras más peligrosas. No pudo Silerio dejar de hacer lo que su amigo le mandaba; y así, con el gusto de verse en tan felice estado, al son de la mesma flauta de Orfinio, cantó lo que se sigue:
SILERIO
Gracias al cielo doy, pues he escapado
de los peligros deste mar incierto,
y al recogido favorable puerto,
tan sin saber por dónde, he ya llegado.
Recójanse las velas del cuidado, 5
repárese el navío pobre abierto,
cumpla los votos quien con rostro muerto
hizo promesas en el mar airado.
Beso la tierra, reverencio al cielo,
mi suerte abrazo mejorada y buena, 10
llamo dichoso a mi fatal destino,
y a la nueva sin par blanda cadena,
con nuevo intento y amoroso celo,
el lastimado cuello alegre inclino.
Acabó Silerio y rogó a Nísida fuese servida de alegrar aquellos campos con su canto, la cual, mirando a su querido Timbrio, con los ojos le pidió licencia para cumplir lo que Silerio le pedía; y, dándosela él ansimesmo con la vista, ella, sin más esperar, con mucho donaire y gracia, cesando el son de la flauta de Orfinio, al de la zampoña de Orompo, cantó este soneto:
NÍSIDA
Voy contra la opinión de aquel que jura
que jamás del amor llegó el contento
a do llega el rigor de su tormento,
por más que al bien ayude la ventura.
Yo sé qué es bien, yo sé qué es desventura, 5
y sé de sus efectos claro, y siento
que cuanto más destruye el pensamiento
el mal de amor, el bien más lo asegura.
No el verme en brazos de la amarga muerte,
por la mal referida triste nueva, 10
ni a los cosarios bárbaros rendida,
fue dura pena, fue dolor tan fuerte,
que agora no conozca y haga prueba
que es más el gusto de mi alegre vida.
Admiradas quedaron Galatea y Florisa de la estremada voz de la hermosa Nísida, la cual, por parecerle que por entonces en cantar Timbrio y los de su parte habían tomado la mano, no quiso que su hermana quedase sin hacerlo; y así, sin importunarle mucho, con no menos gracia que Nísida, haciendo señal a Orfinio que su flauta tocase, al son della, cantó desta manera:
BLANCA
Cual si estuviera en la arenosa Libia,
o en la apartada Citia siempre helada,
tal vez del frío temor me vi asaltada,
y tal del fuego que jamás se entibia.
Mas la esperanza, que el dolor alivia, 5
en uno y otro estremo, disfrazada
tuvo la vida en su poder guardada,
cuándo con fuerzas, cuándo flaca y tibia.
Pasó la furia del invierno helado,
y, aunque el fuego de amor quedó en su punto, 10
llegó la deseada primavera,
donde, en un solo venturoso punto,
gozo del dulce fruto deseado,
con largas pruebas de una fe sincera.
No menos contentó a los pastores la voz y lo que cantó Blanca, que todas las demás que habían oído. Y, ya que ellos querían dar muestras de que no toda la habilidad se encerraba en los cortesanos caballeros, y para esto, casi de un mesmo pensamiento movidos, Orompo, Crisio, Orfinio y Marsilo comenzaban a templar sus instrumentos, les forzó a volver las cabezas un ruido que a sus espaldas sintieron, el cual causaba un pastor que con furia iba atravesando por las matas del verde bosque, el cual fue de todos conoscido, que era el enamorado Lauso, de que se maravilló Tirsi, porque la noche antes se había despedido dél, diciendo que iba a un negocio que importaba el acabarle acabar su pesar y comenzar su gusto, y que, sin decirle más, con otro pastor su amigo se había partido, y que no sabía qué podía haberle sucedido agora, que con tanta priesa caminaba. Lo que Tirsi dijo movió a Damón a querer llamar a Lauso, y así, le dio voces que viniese; mas, viendo que no las oía y que ya a más andar iba traspuniendo un recuesto, con toda ligereza se adelantó, y desde encima de otro collado le tornó a llamar con mayores voces, las cuales oídas por Lauso, y conosciendo quién le llamaba, no pudo dejar de volver, y, en llegando a Damón, le abrazó con señales de estraño contento, y tanto, que admiraron a Damón las muestras que de estar alegre daba; y así, le dijo:
-¿Qué es esto, amigo Lauso? ¿Has, por ventura, alcanzado el fin de tus deseos, o hante desde ayer acá correspondido a ellos de manera que halles con facilidad lo que pretendes?
-Mucho mayor es el bien que traigo, Damón, verdadero amigo -respondió Lauso-, pues la causa que a otros suele ser desesperación y muerte, a mí me ha servido de esperanza y vida; y ésta ha sido de un desdén y desengaño, acompañado de un melindroso donaire que en mi pastora he visto, que me ha restituido a mi ser primero. Ya, ya, pastor, no siente mi trabajado cuello el pesado yugo amoroso, ya se han deshecho en mi sentido las encumbradas máquinas de pensamientos que desvanecido me traían, ya tornaré a la perdida conversación de mis amigos, ya me parescerán lo que son las verdes yerbas y olorosas flores destos apacibles campos, ya tendrán treguas mis sospiros, vado mis lágrimas y quietud mis desasosiegos; porque consideres, Damón, si es causa ésta bastante para mostrarme alegre y regocijado.
-Sí es, Lauso -respondió Damón-, pero temo que alegría tan repentinamente nascida no ha de ser duradera, y tengo ya experiencia que todas las libertades que de desdenes son engendradas se deshacen como el humo, y torna luego la enamorada intención con mayor priesa a seguir sus intentos. Así que, amigo Lauso, plega al cielo que sea más firme tu contento de lo que yo imagino, y goces largos tiempos la libertad que pregonas; que no sólo me holgaría por lo que debo a nuestra amistad, sino por ver un no acostumbrado milagro en los deseos amorosos.
-Comoquiera que sea, Damón -respondió Lauso-, yo me siento agora libre y señor de mi voluntad; y, porque se satisfaga la tuya de ser verdad lo que digo, mira qué quieres que haga en prueba dello. ¿Quieres que me ausente? ¿Quieres que no visite más las cabañas donde imaginas que puede estar la causa de mis pasadas penas y presentes alegrías? Cualquiera cosa haré por satisfacerte.
-La importancia está en que tú, Lauso, estés satisfecho -respondió Damón-; y veré yo que lo estás cuando de aquí a seis días te vea en ese mesmo propósito. Y por agora no quiero otra cosa de ti sino que dejes el camino que llevabas y te vengas conmigo adonde todos aquellos pastores y damas nos esperan, y que la alegría que traes la solemnices con entretenernos con tu canto mientras que al aldea llegamos.
Fue contento Lauso de hacer lo que Damón le mandaba, y así, volvió con él a tiempo que Tirsi estaba haciendo señas a Damón que se volviese; y, en llegando que él y Lauso llegaron, sin gastar palabras de comedimiento, Lauso dijo:
-No vengo, señores, para menos que para fiestas y contentos; por eso, si le rescibiréis de escucharme, suene Marsilo su zampoña, y aparejaos a oír lo que jamás pensé que mi lengua tuviera ocasión de decirlo, ni aun mi pensamiento para imaginarlo.
Todos los pastores respondieron a una que les sería de gran gusto el oírle. Y luego Marsilo, con el deseo que tenía de escucharle, tocó su zampoña, al son de la cual Lauso comenzó a cantar desta manera:
LAUSO
¡Con las rodillas en el suelo hincadas,
las manos en humilde modo puestas
y el corazón de un justo celo lleno,
te adoro, desdén sancto, en quien cifradas
están las causas de las dulces fiestas 5
que gozo en tiempo sosegado y bueno!
¡Tú del rigor del áspero veneno
que el mal de amor encierra
fuiste la cierta y presta medicina;
tú mi total ruïna 10
volviste en bien, en sana paz mi guerra,
y así como a mi rico almo tesoro,
no una vez sola, mas cien mil te adoro!
Por ti la luz de mis cansados ojos,
tanto tiempo turbada, y aun perdida, 15
al ser primero ha vuelto que tenía;
por ti torno a gozar de los despojos
que de mi voluntad y de mi vida
llevó de amor la antigua tiranía;
por ti la noche de mi error en día 20
de sereno discurso
se ha vuelto, y la razón, que antes estaba
en posesión de esclava,
con sosegado y advertido curso,
siendo agora señora, me conduce 25
do el bien eterno más se muestra y luce.
Mostrásteme, desdén, cuán engañosas,
cuán falsas y fingidas habían sido
las señales de amor que me mostraban,
y que aquellas palabras amorosas, 30
que tanto regalaban el oído
y al alma de sí mesma enajenaban,
en falsedad y en burla se forjaban,
y el regalado y tierno
mirar de aquellos ojos sólo era 35
porque mi primavera
se convirtiese en desabrido invierno,
cuando llegase el claro desengaño;
mas tú, dulce desdén, curaste el daño.
¡Desdén, que sueles ser espuela aguda 40
que hace caminar al pensamiento
tras la amorosa deseada empresa!
En mí tu efecto y condición se muda,
que yo por ti me aparto del intento
tras quien corría con no vista priesa, 45
y, aunque contino el fiero amor no cesa,
mal de mí satisfecho,
tender de nuevo el lazo por cogerme,
y por más ofenderme,
encarar mil saetas a mi pecho, 50
tú, desdén, solo, sólo tú bien puedes
romper sus flechas y rasgar sus redes.
No era mi amor tan flaco, aunque sencillo,
que pudiera un desdén echarle a tierra;
cien mil han sido menester primero: 55
que fue, cual suele, sin poder sufrillo,
venir al suelo el pino que le atierra,
en virtud de otros golpes, el postrero.
Grave desdén, de parecer severo,
en desamor fundado 60
y en poca estimación de ajena suerte:
dulce me ha sido el verte,
el oírte y tocarte, y que gustado
haya sido del alma en coyuntura
que derribas y acabas mi locura. 65
Derribas mi locura y das la mano
al ingenio, desdén, que se levante
y sacuda de sí el pesado sueño,
para que con mejor intento sano,
nuevas grandezas, nuevos loores cante 70
de otro, si le halla, agradescido dueño.
Tú has quitado las fuerzas al beleño
con que el amor ingrato
adormecía a mi virtud doliente,
y con la tuya ardiente, 75
soy reducido a nueva vida y trato:
que ahora entiendo que yo soy quien puedo
temer con tasa, y esperar sin miedo.
No cantó más Lauso, aunque bastó lo que cantado había para poner admiración en los presentes; que, como todos sabían que el día antes estaba tan enamorado y tan contento de estarlo, maravillábales verle en tan pequeño espacio de tiempo tan mudado y tan otro del que solía. Y, considerando bien esto, su amigo Tirsi le dijo:
-No sé si te dé el parabién, amigo Lauso, del bien en tan breves horas alcanzado, porque temo que no debe de ser tan firme y seguro como tú imaginas; pero todavía me huelgo de que goces, aunque sea pequeño espacio, del gusto que acarrea al alma la libertad alcanzada, pues podría ser que, conosciendo agora en lo que se debe estimar, aunque tornases de nuevo a las rotas cadenas y lazos, hicieses más fuerza para romperlos, atraído de la dulzura y regalo que goza un libre entendimiento y una voluntad desapasionada.
-No tengas temor alguno, discreto Tirsi -respondió Lauso-, que ninguna otra nueva asechanza sea bastante a que yo torne a poner los pies en el cepo amoroso, ni me tengas por tan liviano y antojadizo que no me haya costado ponerme en el estado en que estoy infinitas consideraciones, mil averiguadas sospechas y mil cumplidas promesas hechas al cielo porque a la perdida luz me tornase; y, pues en ella veo agora cuán poco antes veía, yo procuraré conservarla en el mejor modo que pudiere.
-Ninguno otro será tan bueno -dijo Tirsi- como no volver a mirar lo que atrás dejas, porque perderás, si vuelves, la libertad que tanto te ha costado, y quedarás cual quedó aquel incauto amante, con nuevas ocasiones de perpetuo llanto. Y ten por cierto, Lauso amigo, que no hay tan enamorado pecho en el mundo, a quien los desdenes y arrogancias escusadas no entibien y aun le hagan retirar de sus mal colocados pensamientos; y háceme creer más esta verdad saber yo quién es Silena, aunque tú jamás no me lo has dicho, y saber ansimesmo la mudable condición suya, sus acelerados ímpetus y la llaneza, por no darle otro nombre, de sus deseos; cosas que, a no templarlas y disfrazarlas con la sin igual hermosura de que el cielo la ha dotado, fuera por ellas de todo el mundo aborrescida.
-Verdad dices, Tirsi -respondió Lauso-, porque, sin duda alguna, la singular belleza suya y las aparencias de la incomparable honestidad de que se arrea, son partes para que no sólo sea querida, sino adorada de todos cuantos la miraren; y así, no debe maravillarse alguno que la libre voluntad mía se haya rendido a tan fuertes y poderosos contrarios: sólo es justo que se maraville de cómo me he podido escapar dellos, que, puesto que salgo de sus manos tan maltratado, estragada la voluntad, turbado el entendimiento, descaecida la memoria, todavía me parece que puedo triunfar de la batalla.
No pasaron más adelante en su plática los dos pastores, porque a este punto vieron que, por el mesmo camino que ellos iban, venía una hermosa pastora, y poco desviado della un pastor, que luego fue conoscido que era el anciano Arsindo, y la pastora era la hermana de Galercio, Maurisa; la cual, como fue conoscida de Galatea y de Florisa, entendieron que con algún recaudo de Grisaldo para Rosaura venía; y, adelantándose las dos a rescebirla, Maurisa llegó a abrazar a Galatea, y el anciano Arsindo saludó a todos los pastores y abrazó a su amigo Lauso, el cual estaba con grande deseo de saber lo que Arsindo había hecho después que le dijeron que en seguimiento de Maurisa se había partido; y, viéndole agora volver con ella, luego comenzó a perder con él y con todos el crédito que sus blancas canas le habían adquirido; y aun le acabara de perder, si los que allí venían no supieran tan de experiencia adónde y a cuánto la fuerza del amor se estendía; y así, en los mesmos que le culpaban halló la disculpa de su yerro. Y paresce que, adivinando Arsindo lo que los pastores dél adivinaban, como en satisfación y disculpa de su cuidado, les dijo:
-Oíd, pastores, uno de los más estraños sucesos amorosos que por largos años en estas nuestra riberas ni en las ajenas se habrá visto. Bien creo que conoscéis y conoscemos todos al nombrado pastor Lenio, aquel cuya desamorada condición le adquirió renombre de desamorado; aquel que no ha muchos días que, por sólo decir mal de amor, osó tomar competencia con el famoso Tirsi, que está presente; aquel, digo, que jamás supo mover la lengua que para decir mal de amor no fuese; aquel que con tantas veras reprehendía a los que de la amorosa dolencia veía lastimados. Éste, pues, tan declarado enemigo del amor, ha venido a término que tengo por cierto que no tiene el amor quien con más veras le siga, ni aun él tiene vasallo a quien más persiga, porque le ha hecho enamorar de la desamorada Gelasia, aquella cruel pastora que al hermano désta -señalando a Maurisa-, que tanto en la condición se le parece, tuvo el otro día, como vistes, con el cordel a la garganta, para fenecer a manos de su crueldad sus cortos y mal logrados días. Digo, en fin, pastores, que Lenio el desamorado muere por la endurescida Gelasia, y por ella llena el aire de sospiros y la tierra de lágrimas; y lo que hay más malo en esto es que me parece que el amor ha querido vengarse del rebelde corazón de Lenio, rindiéndole a la más dura y esquiva pastora que se ha visto, y conosciéndolo él, procura agora en cuanto dice y hace reconciliarse con el amor, y por los mesmos términos que antes le vituperaba, ahora le ensalza y honra; y, con todo esto, ni el amor se mueve a favorescerle, ni Gelasia se inclina a remediarle, como lo he visto por los ojos, pues no ha muchas horas que, viniendo yo en compañía desta pastora, le hallamos en la fuente de las Pizarras, tendido en el suelo, cubierto el rostro de un sudor frío y anhelando el pecho con una estraña priesa. Lleguéme a él y conocíle, y con el agua de la fuente le rocié el rostro, con que cobró los perdidos espíritus; y, sentándome junto a él, le pregunté la causa de su dolor, la cual él me dijo sin faltar punto, contándomela con tan tierno sentimiento que le puso en esta pastora, en quien creo que jamás cupo señal de compasión alguna. Encarecióme la crueldad de Gelasia y el amor que la tenía, y la sospecha que en él reinaba de que el amor le había traído a tal estado por vengarse en un solo punto de las muchas ofensas que le había hecho. Consoléle yo lo mejor que supe, y, dejándole libre del pasado parasismo, vengo acompañando a esta pastora, y a buscarte a ti, Lauso, para que si fueres servido, volvamos a nuestras cabañas, pues ha ya diez días que dellas nos partimos, y podrá ser que nuestros ganados sientan el ausencia nuestra más que nosotros la suya.
-No sé si te responda, Arsindo -respondió Lauso-, que creo que más por cumplimiento que por otra cosa me convidas a que a nuestras cabañas nos volvamos, teniendo tanto que hacer en las ajenas, cuanto la ausencia que de mí has hecho estos días lo ha mostrado. Pero, dejando lo más que en esto te pudiera decir para mejor sazón y coyuntura, tórname a decir si es verdad lo que de Lenio dices, porque, si así es, podré yo afirmar que ha hecho amor en estos días de los mayores milagros que en todos los de su vida ha hecho, como son rendir y avasallar el duro corazón de Lenio y poner en libertad el tan subjeto mío.
-Mira lo que dices -dijo entonces Orompo-, amigo Lauso, que si el amor te tenía subjeto, como hasta aquí has significado, ¿cómo el mesmo amor ahora te ha puesto en la libertad que publicas?
-Si me quieres entender, Orompo -replicó Lauso-, verás que en nada me contradigo, porque digo, o quiero decir, que el amor que reinaba y reina en el pecho de aquella a quien yo tan en estremo quería, como se encamina a diferente intento que el mío, puesto que todo es amor, el efecto que en mí ha hecho es ponerme en libertad, y a Lenio en servidumbre; y no me hagas, Orompo, que cuente con éstos otros milagros.
Y, diciendo esto, volvió los ojos a mirar al anciano Arsindo, y con ellos dijo lo que con la lengua callaba, porque todos entendieron que el tercero milagro que pudiera contar fuera ver enamoradas las canas de Arsindo de los pocos y verdes años de Maurisa, la cual todo este tiempo estuvo hablando aparte con Galatea y Florisa, diciéndoles cómo otro día sería Grisaldo en el aldea en hábito de pastor, y que allí pensaba desposarse con Rosaura en secreto, porque en público no podía, a causa que los parientes de Leopersia, con quien su padre tenía concertado de casarle, habían sabido que Grisaldo quería faltar en la prometida palabra, y en ninguna manera querían que tal agravio se les hiciese; pero que, con todo esto, estaba Grisaldo determinado de corresponder antes a lo que a Rosaura debía, que no a la obligación en que a su padre estaba.
-Todo esto que os he dicho, pastoras -prosiguió Maurisa-, mi hermano Galercio me dijo que os lo dijese, el cual a vosotras con este recaudo venía; pero la cruel Gelasia, cuya hermosura lleva siempre tras sí el alma de mi desdichado hermano, fue la causa que él no pudiese venir a deciros lo que he dicho, pues, por seguir a ella, dejó de seguir el camino que traía, fiándose de mí como de hermana. Ya habéis entendido, pastoras, a lo que vengo; decidme dó está Rosaura, para decírselo, o decídselo vosotras, porque la angustia en que mi hermano queda puesto no consiente que un punto más aquí me detenga.
En tanto que la pastora esto decía, estaba Galatea considerando la amarga respuesta que pensaba darle, y las tristes nuevas que habían de llegar a los oídos del desdichado Grisaldo; pero, viendo que no escusaba de darlas y que era peor detenerla, luego le contó todo lo que a Rosaura había sucedido, y cómo Artandro la llevaba, de que quedó maravillada Maurisa; y al instante quisiera dar la vuelta a avisar a Grisaldo, si Galatea no la detuviera, preguntándole qué se habían hecho las dos pastoras que con ella y con Galercio se habían ido, a lo que respondió Maurisa:
-Cosas te pudiera contar dellas, Galatea, que te pusieran en mayor admiración que no en la en que a mí me ha puesto el suceso de Rosaura, pero el tiempo no me da lugar a ello; sólo te digo que la que se llamaba Leonarda se ha desposado con mi hermano Artidoro por el más sotil engaño que jamás se ha visto, y Teolinda, la otra, está en término de acabar la vida o de perder el juicio, y sólo la entretiene la vista de Galercio, que, como se parece tanto a la de mi hermano Artidoro, no se aparta un punto de su compañía, cosa que es a Galercio tan pesada y enojosa, cuanto le es dulce y agradable la compañía de la cruel Gelasia. El modo como esto pasó te contaré más despacio, cuando otra vez nos veamos, porque no será razón que por mi tardanza se impida el remedio que Grisaldo puede tener en su desgracia, usando en remediarla la diligencia posible, porque si no ha más que esta mañana que Artandro robó a Rosaura, no se podrá haber alejado tanto destas riberas que quite la esperanza a Grisaldo de cobrarla, y más si yo aguijo los pies, como pienso.
Parecióle bien a Galatea lo que Maurisa decía; y así, no quiso más detenerla; sólo le rogó que fuese servida de tornarla a ver lo más presto que pudiese, para contarle el suceso de Teolinda y lo que haría en el hecho de Rosaura. La pastora se lo prometió, y, sin más detenerse, despidiéndose de los que allí estaban, se volvió a su aldea, dejando a todos satisfechos de su donaire y hermosura; pero quien más sintió su partida fue el anciano Arsindo, el cual, por no dar claras muestras de su deseo, se hubo de quedar tan solo sin Maurisa, cuanto acompañado de sus pensamientos. Quedaron también las pastoras suspensas de lo que de Teolinda habían oído, y en estremo deseaban saber su suceso. Y, estando en esto, oyeron el claro son de una bocina que a su diestra mano sonaba, y, volviendo los ojos a aquella parte, vieron encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores, que en medio tenían un antiguo sacerdote, que luego conoscieron ser el anciano Telesio; y, habiendo uno de los pastores tocado otra vez la bocina, todos tres se bajaron del recuesto y se encaminaron hacia otro que allí junto estaba, donde subidos, de nuevo tornaron a tocarla, a cuyo son de diferentes partes se comenzaron a mover muchos pastores, para venir a ver lo que Telesio quería, porque con aquella señal solía él convocar todos los pastores de aquella ribera cuando quería hacerles algún provechoso razonamiento, o decirles la muerte de algún conoscido pastor de aquellos contornos, o para traerles a la memoria el día de alguna solemne fiesta o el de algunas tristes obsequias. Tiniendo, pues, Aurelio, y casi los más pastores que allí venían, conoscida la costumbre y condición de Telesio, todos se fueron acercando adonde él estaba, y cuando llegaron, ya se habían juntado. Pero, como Telesio vio venir tantas gentes y conosció cuán principales todos eran, bajando de la cuesta, los fue a rescebir con mucho amor y cortesía, y con la mesma fue de todos rescibido, y, llegándose Aurelio a Telesio, le dijo:
-Cuéntanos, si fueres servido, honrado y venerable Telesio, qué nueva causa te mueve a querer juntar los pastores destos prados. ¿Es, por ventura, de alegres fiestas o de tristes y fúnebres sucesos? ¿O quiéresnos mostrar alguna cosa pertenesciente al mejoramiento de nuestras vidas? Dinos, Telesio, lo que tu voluntad ordena, pues sabes que no saldrán las nuestras de todo aquello que la tuya quisiere.
-Págueos el cielo, pastores -respondió Telesio-, la sinceridad de vuestras intenciones, pues tanto se conforman con la de aquel que sólo vuestro bien y provecho pretende. Mas, por satisfacer el deseo que tenéis de saber lo que quiero, quiéroos traer a la memoria la que debéis tener perpetuamente del valor y fama del famoso y aventajado pastor Meliso, cuyas dolorosas obsequias se renuevan y se irán renovando de año en año tal día como mañana, en tanto que en nuestras riberas hubiere pastores y en nuestras almas no faltare el conoscimiento de lo que se debe a la bondad y valor de Meliso. A lo menos, de mí os sé decir que, en tanto que la vida me durare, no dejaré de acordaros a su tiempo la obligación en que os tiene puestos la habilidad, cortesía y virtud del sin par Meliso; y así, agora os la acuerdo, y os advierto que mañana es el día en que se ha de renovar el desdichado, donde tanto bien perdimos, como fue perder la agradable presencia del prudente pastor Meliso. Por lo que a la bondad suya debéis, y por lo que a la intención que tengo de serviros estáis obligados, os ruego, pastores, que mañana, al romper del día, os halléis todos en el Valle de los Cipreses, donde está el sepulcro de las honradas cenizas de Meliso, para que allí, con tristes cantos y piadosos sacrificios, procuremos alegerar la pena, si alguna padece, a aquella venturosa alma, que en tanta soledad nos ha dejado.
Y, diciendo esto, con el tierno sentimiento que la memoria de la muerte de Meliso le causaba, sus venerables ojos se llenaron de lágrimas, acompañándole en ellas casi los más de los circunstantes; los cuales, todos de una mesma conformidad, se ofrecieron de acudir otro día adonde Telesio les mandaba, y lo mesmo hicieron Timbrio y Silerio, Nísida y Blanca, por parecerles que no sería bien dejar de hallarse en ocasión tan piadosa y en junta de tan célebres pastores como allí imaginaron que se juntarían. Con esto se despidieron de Telesio y tornaron a seguir el comenzado camino de la aldea; mas no se habían apartado mucho de aquel lugar, cuando vieron venir hacia ellos al desamorado Lenio, con semblante tan triste y pensativo que puso admiración en todos; y tan transportado en sus imaginaciones venía, que pasó lado con lado de los pastores, sin que los viese; antes, torciendo el camino a la izquierda mano, no hubo andado muchos pasos, cuando se arrojó al pie de un verde sauce, y, dando un recio y profundo sospiro, levantó la mano, y, puniéndola por el collar del pellico, tiró tan recio que le hizo pedazos hasta abajo, y luego se quitó el zurrón del lado, y, sacando dél un pulido rabel, con grande atención y sosiego se le puso a templar, y, a cabo de poco espacio, con lastimada y concertada voz, comenzó a cantar, de manera que forzó a todos los que le habían visto a que se parasen a escucharle hasta el fin de su canto, que fue éste:
LENIO
¡Dulce amor, ya me arrepiento
de mis pasadas porfías;
ya de hoy más confieso y siento
que fue sobre burlerías
levantado su cimiento; 5
ya el rebelde cuello erguido
humilde pongo y rendido
al yugo de tu obediencia;
ya conozco la potencia
de tu valor estendido! 10
Sé que puedes cuanto quieres,
y que quieres lo imposible;
sé que muestras bien quién eres
en tu condición terrible,
en tus penas y placeres; 15
y sé, en fin, que yo soy quien
tuvo siempre a mal tu bien,
tu engaño por desengaño,
tus certezas por engaño,
por caricias tu desdén. 20
Estas cosas, bien sabidas,
han agora descubierto
en mis entrañas rendidas
que tú solo eres el puerto
do descansan nuestras vidas; 25
tú la implacable tormenta
que al alma más atormenta
vuelves en serena calma;
tú eres gusto y luz del alma,
y manjar que la sustenta. 30
Pues esto juzgo y confieso,
aunque tarde vengo en ello,
tiempla tu rigor y exceso,
amor, y del flaco cuello
aligera un poco el peso. 35
Al ya rendido enemigo,
no se ha de dar el castigo
como a aquél que se defiende;
cuanto más, que aquí se ofende
quien ya quiere ser tu amigo. 40
Salgo de la pertinacia
do me tuvo mi malicia
y el estar en tu desgracia,
y apelo de tu justicia
ante el rostro de tu gracia; 45
que si a mi poco valor
no le quilata en favor
de tu gracia conoscida,
presto dejaré la vida
en las manos del dolor. 50
Las de Gelasia me han puesto
en tan estraña agonía,
que si más porfía en esto,
mi dolor y su porfía
sé que acabarán bien presto. 55
¡Oh dura Gelasia, esquiva,
zahareña, dura, altiva!,
¿por qué gustas, di, pastora,
que el corazón que te adora
en tantos tormentos viva? 60
Poco fue lo que cantó Lenio, pero lo que lloró fue tanto que allí quedara deshecho en lágrimas, si los pastores no acudieran a consolarle. Mas, como él los vio venir, y conosció entre ellos a Tirsi, sin más detenerse, se levantó y fue a arrojar a sus pies, abrazándole estrechamente las rodillas; y, sin dejar las lágrimas, le dijo:
-Ahora puedes, famoso pastor, tomar justa venganza del atrevimiento que tuve de competir contigo, defendiendo la injusta causa que mi ignorancia me proponía. Ahora digo que puedes levantar el brazo y con algún agudo cuchillo traspasar este corazón, donde cupo tan notoria simpleza como era no tener al amor por universal señor del mundo. Pero de una cosa te quiero advertir: que si quieres tomar al justo la venganza de mi yerro, que me dejes con la vida que sostengo, que es tal, que no hay muerte que se le compare.
Había ya Tirsi levantado del suelo al lastimado Lenio, y, teniéndole abrazado, con discretas y amorosas palabras procuraba consolarle, diciéndole:
-La mayor culpa que hay en las culpas, Lenio amigo, es el estar pertinaces en ellas, porque es de condición de demonios el nunca arrepentirse de los yerros cometidos, y, asimesmo, una de las principales causas que mueve y fuerza a perdonar las ofensas es ver el ofendido arrepentimiento en el que ofende; y más cuando está el perdonar en manos de quien no hace nada en hacerlo, pues su noble condición le tira y compele a que lo haga, quedando más rico y satisfecho con el perdón que con la venganza, como se ve esto a cada paso en los grandes señores y reyes, que más gloria granjean en perdonar las injurias que en vengarlas. Y, pues tú, Lenio, confiesas el error en que has estado, y conosces agora las poderosas fuerzas del amor, y entiendes dél que es señor universal de nuestros corazones, por este nuevo conoscimiento, y por el arrepentimiento que tienes, puedes estar confiado y vivir seguro que el generoso y blando amor te reducirá presto a sosegada y amorosa vida; que si ahora te castiga con darte la penosa que tienes, hácelo porque le conozcas y porque después tengas y estimes en más la alegre que sin duda piensa darte.
A estas razones añadieron otras muchas Elicio y los demás pastores que allí estaban, con las cuales pareció que quedó Lenio algo más consolado. Y luego les contó cómo moría por la cruel pastora Gelasia, exagerándoles la esquiva y desamorada condición suya, y cuán libre y esenta estaba de pensar en ningún efecto amoroso, encareciéndoles también el insufrible tormento que por ella el gentil pastor Galercio padecía; de quien ella hacía tan poco caso, que mil veces le había puesto en términos de desesperarse. Mas, después que por un rato en estas cosas hubieron razonado, tornaron a seguir su camino, llevando consigo a Lenio; y, sin sucederles otra cosa, llegaron al aldea, llevándose consigo Elicio a Tirsi, Damón, Erastro, Lauso y Arsindo. Con Daranio se fueron Crisio, Orfinio, Marsilo y Orompo. Florisa y las otras pastoras se fueron con Galatea y con su padre, Aurelio, quedando primero concertado que otro día, al salir del alba, se juntasen para ir al valle de los Cipreses, como Telesio les había mandado, para celebrar las obsequias de Meliso, en las cuales, como ya está dicho, quisieron hallarse Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, que con el venerable Aurelio aquella noche se fueron.
FIN DEL LIBRO QUINTO
APENAS habían los rayos del dorado Febo comenzado a dispuntar por la más baja línea de nuestro horizonte, cuando el anciano y venerable Telesio hizo llegar a los oídos de todos los que en el aldea estaban el lastimero son de su bocina, señal que movió a los que le escucharon a dejar el reposo de los pastorales lechos y acudir a lo que Telesio pedía. Pero los primeros que en esto tomaron la mano fueron Elicio, Aurelio, Daranio y todos los pastores y pastoras que con ellos estaban, no faltando las hermosas Nísida y Blanca y los venturosos Timbrio y Silerio, con otra cantidad de gallardos pastores y bellas pastoras que a ellos se juntaron y al número de treinta llegarían, entre los cuales iban la sin par Galatea, nuevo milagro de hermosura, y la recién desposada Silveria, la cual llevaba consigo a la hermosa y zahareña Belisa, por quien el pastor Marsilo tan amorosas y mortales angustias padecía. Había venido Belisa a visitar a Silveria y darle el parabién del nuevo rescibido estado, y quiso ansimesmo hallarse en tan célebres obsequias como esperaba serían las que tantos y tan famosos pastores celebraban.
Salieron, pues, todos juntos de la aldea, fuera de la cual hallaron a Telesio con otros muchos pastores que le acompañaban, todos vestidos y adornados de manera que bien mostraban que para triste y lamentable negocio habían sido juntados. Ordenó luego Telesio, porque con intenciones más puras y pensamientos más reposados se hiciesen aquel día los solemnes sacrificios, que todos los pastores fuesen juntos por su parte y desviados de las pastoras, y que ellas lo mesmo hiciesen, de que los menos quedaron contentos y los más no muy satisfechos, especialmente el apasionado Marsilo, que ya había visto a la desamorada Belisa, con cuya vista quedó tan fuera de sí y tan suspenso, cual lo conoscieron bien sus amigos Orompo, Crisio y Orfinio, los cuales, viéndole tal, se llegaron a él, y Orompo le dijo:
-Esfuerza, amigo Marsilo, esfuerza y no des ocasión con tu desmayo a que se descubra el poco valor de tu pecho. ¿Qué sabes si el cielo, movido a compasión de tu pena, ha traído a tal tiempo a estas riberas a la pastora Belisa para que las remedie?
-Antes para más acabarme, a lo que yo creo -respondió Marsilo-, habrá ella venido a este lugar, que de mi ventura esto y más se debe temer; pero yo haré, Orompo, lo que mandas, si acaso puede conmigo en este duro trance más la razón que mi sentimiento.
Y con esto volvió algo más en sí Marsilo, y luego los pastores por una parte y las pastoras por otra, como de Telesio estaba ordenado, se comenzaron a encaminar al Valle de los Cipreses, llevando todos un maravilloso silencio, hasta que, admirado Timbrio de ver la frescura y belleza del claro Tajo, por do caminaba, vuelto a Elicio, que al lado le venía, le dijo:
-No poca maravilla me causa, Elicio, la incomparable belleza destas frescas riberas; y no sin razón, porque quien ha visto, como yo, las espaciosas del nombrado Betis y las que visten y adornan al famoso Ebro y al conoscido Pisuerga, y en las apartadas tierras ha paseado las del sancto Tíber y las amenas del Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin dejar de haber rodeado las frescuras del apascible Sebeto, grande ocasión había de ser la que a maravilla me moviese de ver otras algunas.
-No vas tan fuera de camino en lo que dices, según yo creo, discreto Timbrio -respondió Elicio-, que con los ojos no veas la razón que de decirlo tienes; porque, sin duda, puedes creer que la amenidad y frescura de las riberas deste río hace notoria y conoscida ventaja a todas las que has nombrado, aunque entrase en ellas las del apartado Janto, y del conoscido Anfriso y el enamorado Alfeo; porque tiene y ha hecho cierto la experiencia que, casi por derecha línea, encima de la mayor parte destas riberas se muestra un cielo luciente y claro, que con un largo movimiento y con vivo resplandor, parece que convida a regocijo y gusto al corazón que dél está más ajeno. Y si ello es verdad que las estrellas y el sol se mantienen, como algunos dicen, de las aguas de acá bajo, creo firmemente que las deste río sean en gran parte ocasión de causar la belleza del cielo que le cubre, o creeré que Dios, por la mesma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte haga lo más de su habitación. La tierra que lo abraza, vestida de mil verdes ornamentos, parece que hace fiesta y se alegra de poseer en sí un don tan raro y agradable, y el dorado río, como en cambio, en los abrazos della dulcemente entretejiéndose, forma como de industria mil entradas y salidas, que a cualquiera que las mira llenan el alma de placer maravilloso, de donde nasce que, aunque los ojos tornen de nuevo muchas veces a mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que les causen nuevo placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos, valeroso Timbrio, y mira cuánto adornan sus riberas las muchas aldeas y ricas caserías que por ellas se ven fundadas. Aquí se vee en cualquiera sazón del año andar la risueña primavera con la hermosa Venus en hábito subcinto y amoroso, y Céfiro que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que la naturaleza, encorporada con el arte, es hecha artífice y connatural del arte, y de entrambasados se ha hecho una tercia naturaleza, a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos Hespérides y de Alcino pueden callar; de los espesos bosques, de los pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos; de sus abundosos pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en alguna parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es, sin duda, en ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas ruedas, con cuyo continuo movimiento sacan las aguas del profundo río y humedecen abundosamente las eras que por largo espacio están apartadas? Añádese a todo esto criarse en estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez del suelo pueden hallarse, para cuyo testimonio, dejando aparte el que la experiencia nos muestra y lo que tú, Timbrio, ha que estás en ellas y que has visto, bastará traer por ejemplo a aquella pastora que allí ves, ¡oh Timbrio!
Y, diciendo esto, señaló con el cayado a Galatea; y, sin decir más, dejó admirado a Timbrio de ver la discreción y palabras con que había alabado las riberas de Tajo y la hermosura de Galatea. Y, respondiéndole que no se le podía contradecir ninguna cosa de las dichas, en aquellas y en otras entretenían la pesadumbre del camino, hasta que, llegados a vista del Valle de los Cipreses, vieron que dél salían casi otros tantos pastores y pastoras como los que con ellos iban. Juntáronse todos, y con sosegados pasos comenzaron a entrar por el sagrado valle, cuyo sitio era tan estraño y maravilloso que, aun a los mesmos que muchas veces le habían visto, causaba nueva admiración y gusto. Levántanse en una parte de la ribera del famoso Tajo, en cuatro diferentes y contrapuestas partes, cuatro verdes y apacibles collados, como por muros y defensores de un hermoso valle que en medio contienen, cuya entrada en él por otros cuatro lugares es concedida, los cuales mesmos collados estrechan de modo que vienen a formar cuatro largas y apacibles calles, a quien hacen pared de todos lados altos e infinitos cipreses, puestos por tal orden y concierto que hasta las mesmas ramas de los unos y de los otros paresce que igualmente van cresciendo, y que ninguna se atreve a pasar ni salir un punto más de la otra. Cierran y ocupan el espacio que entre ciprés y ciprés se hace, mil olorosos rosales y suaves jazmines, tan juntos y entretejidos como suelen estar en los vallados de las guardadas viñas las espinosas zarzas y puntosas cambroneras. De trecho en trecho destas apacibles entradas, se ven correr por entre la verde y menuda yerba claros y frescos arroyos de limpias y sabrosas aguas, que en las faldas de los mesmos collados tienen su nascimiento. Es el remate y fin destas calles una ancha y redonda plaza, que los recuestos y los cipreses forman, en medio de la cual está puesta una artificiosa fuente de blanco y precioso mármol fabricada, con tanta industria y artificio hecha, que las vistosas del conoscido Tíbuli y las soberbias de la antigua Tinacria no le pueden ser comparadas. Con el agua desta maravillosa fuente se humedecen y sustentan las frescas yerbas de la deleitosa plaza; y lo que más hace a este agradable sitio digno de estimación y reverencia es ser previlegiado de las golosas bocas de los simples corderuelos y mansas ovejas, y de otra cualquier suerte de ganado: que sólo sirve de guardador y tesorero de los honrados huesos de algunos famosos pastores que, por general decreto de todos los que quedan vivos en el contorno de aquellas riberas, se determina y ordena ser digno y merescedor de tener sepultura en este famoso valle. Por esto se veían, entre los muchos y diversos árboles que por las espaldas de los cipreses estaban, en el lugar y distancia que había dellos hasta las faldas de los collados, algunas sepulturas, cuál de jaspe y cuál de mármol fabricada, en cuyas blancas piedras se leían los nombres de los que en ellas estaban sepultados. Pero la que más sobre todas resplandecía, y la que más a los ojos de todos se mostraba, era la del famoso pastor Meliso, la cual, apartada de las otras, a un lado de la ancha plaza, de lisas y negras pizarras y de blanco y bien labrado alabastro hecha parecía. Y, en el mesmo punto que los ojos de Telesio la miraron, volviendo el rostro a toda aquella agradable compañía, con sosegada voz y lamentables acentos, les dijo:
-Veis allí, gallardos pastores, discretas y hermosas pastoras; veis allí, digo, la triste sepultura donde reposan los honrados huesos del nombrado Meliso, honor y gloria de nuestras riberas. Comenzad, pues, a levantar al cielo los humildes corazones, y con puros afectos, abundantes lágrimas y profundos sospiros, entonad los sanctos himnos y devotas oraciones, y rogalde tenga por bien de acoger en su estrellado asiento la bendita alma del cuerpo que allí yace.
Y, en diciendo esto, se llegó a un ciprés de aquéllos, y, cortando algunas ramas, hizo dellas una funesta guirnalda con que coronó sus blancas y veneradas sienes, haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen; de cuyo ejemplo movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas, y, guiados de Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio hizo fue inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro. Hicieron todos lo mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso, dejaban regado con lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó Telesio encender el sacro fuego, y en un momento, alrededor de la sepultura, se hicieron muchas, aunque pequeñas, hogueras, en las cuales solas ramas de ciprés se quemaban; y el venerable Telesio, con graves y sosegados pasos, comenzó a rodear la pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna cantidad de sacro y oloroso incienso, diciendo cada vez que lo esparcía alguna breve y devota oración, a rogar por el alma de Meliso encaminada, al fin de la cual levantaba la tremante voz, y todos los circunstantes, con triste y piadoso acento, respondían: «Amén, amén», tres veces; a cuyo lamentable sonido resonaban los cercanos collados y apartados valles, y las ramas de los altos cipreses y de los otros muchos árboles de que el valle estaba lleno, heridas de un manso céfiro que soplaba, hacían y formaban un sordo y tristísimo susurro, casi como en señal de que por su parte ayudaban a la tristeza del funesto sacrificio.
Tres veces rodeó Telesio la sepultura, y tres veces dijo las piadosas plegarias, y otras nueve se escucharon los llorosos acentos del «amén», que los pastores repitían. Acabada esta ceremonia, el anciano Telesio se arrimó a un subido ciprés que a la cabecera de la sepultura de Meliso se levantaba, y con volver el rostro a una y otra parte, hizo que todos los circunstantes estuviesen atentos a lo que decir quería; y luego, levantando la voz todo lo que pudo conceder la antigüedad de sus años, con maravillosa elocuencia comenzó a alabar las virtudes de Meliso, la integridad de su inculpable vida, la alteza de su ingenio, la entereza de su ánimo, la graciosa gravedad de su plática y la excelencia de su poesía; y, sobre todo, la solicitud de su pecho en guardar y cumplir la sancta religión que profesado había, juntando a estas otras tantas y tales virtudes de Meliso, que, aunque el pastor no fuera tan conoscido de todos los que a Telesio escuchaban, sólo por lo que él decía, quedaran aficionados a amarle si fuera vivo, y a reverenciarle después de muerto. Concluyó, pues, el viejo su plática diciendo:
-Si a do llegaron, famosos pastores, las bondades de Meliso, y adonde llega el deseo que tengo de alabarlas, llegara la bajeza de mi corto entendimiento, y las flacas y pocas fuerzas adquiridas de mis tantos y tan cansados años no me acortaran la voz y el aliento, primero este sol que nos alumbra le viérades bañar una y otra vez en el grande océano, que yo cesara de la comenzada plática; mas, pues esto en mi marchita edad no se permite, suplid vosotros mi falta, y mostraos agradecidos a las frías cenizas de Meliso, celebrándolas en la muerte como os obliga el amor que él os tuvo en la vida. Y, puesto que a todos en general nos toca y cabe parte desta obligación, a quien en particular más obliga es a los famosos Tirsi y Damón, como a tan conoscidos amigos y familiares suyos; y así, les ruego, cuan encarecidamente puedo, correspondan a esta deuda supliendo y cantando ellos con más reposada y sonora voz lo que yo he faltado llorando con la trabajosa mía.
No dijo más Telesio, ni aun fuera menester decirlo para que los pastores se moviesen a hacer lo que se les rogaba; porque luego, sin replicar cosa alguna, Tirsi sacó su rabel y hizo señal a Damón que lo mesmo hiciese, a quien acompañaron luego Elicio y Lauso y todos los pastores que allí instrumentos tenían, y a poco espacio formaron una tan triste y agradable música que, aunque regalaba los oídos, movía los corazones a dar señales de tristeza con lágrimas que los ojos derramaban. Juntábase a esto la dulce armonía de los pintados y muchos pajarillos que por los aires cruzaban, y algunos sollozos que las pastoras, ya tiernas y movidas con el razonamiento de Telesio y con lo que los pastores hacían, de cuando en cuando, de sus hermosos pechos arrancaban; y era de suerte que, concordándose el son de la triste música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un tan estraño y lastimoso concento que no hay lengua que encarecerlo pueda. De allí a poco espacio, cesando los demás instrumentos, solos los cuatro de Tirsi, Damón, Elicio y de Lauso se escucharon, los cuales, llegándose al sepulcro de Meliso, a los cuatro lados del sepulcro, señal por donde todos los presentes entendieron que alguna cosa cantar querían; y así, les prestaron un maravilloso y sosegado silencio; y luego el famoso Tirsi, con levantada, triste y sonora voz, ayudándole Elicio, Damón y Lauso, desta manera comenzó a cantar:
TIRSI
Tal cual es la ocasión de nuestro llanto,
no sólo nuestro, más de todo el suelo,
pastores, entonad el triste canto.
DAMÓN
El aire rompan, lleguen hasta el cielo
los sospiros dolientes, fabricados 5
entre justa piedad y justo duelo.
ELICIO
Serán de tierno humor siempre bañados
mis ojos, mientras viva la memoria,
Meliso, de tus hechos celebrados.
LAUSO
Meliso, digno de inmortal historia, 10
digno que goces en el cielo sancto
de alegre vida y de perpetua gloria.
TIRSI
Mientras que a las grandezas me levanto
de cantar sus hazañas, como pienso,
pastores, entonad el triste canto. 15
DAMÓN
Como puedo, Meliso, recompenso
a tu amistad: con lágrimas vertidas,
con ruegos píos y sagrado incienso.
ELICIO
Tu muerte tiene en llanto convertidas
nuestras dulces pasadas alegrías, 20
y a tierno sentimiento reducidas.
LAUSO
Aquellos claros, venturosos días,
donde el mundo gozó de tu presencia,
se han vuelto en noches miserables frías.
TIRSI
¡Oh muerte, que con presta violencia 25
tal vida en poca tierra reduciste!
¿A quién no alcanzará tu diligencia?
DAMÓN
Después, ¡oh muerte!, que aquel golpe diste
que echó por tierra nuestro fuerte arrimo,
de yerba el prado ni de flor se viste. 30
ELICIO
Con la memoria deste mal reprimo
el bien, si alguno llega a mi sentido,
y con nueva aspereza me lastimo.
LAUSO
¿Cuándo suele cobrarse el bien perdido?
¿Cuándo el mal sin buscarle no se halla? 35
¿Cuándo hay quietud en el mortal ruïdo?
TIRSI
¿Cuándo de la mortal fiera batalla
triunfó la vida, y cuándo contra el tiempo
se opuso o fuerte arnés o dura malla?
DAMÓN
Es nuestra vida un sueño, un pasatiempo, 40
un vano encanto que desaparece
cuando más firme pareció en su tiempo.
ELICIO
Día que al medio curso se escuresce,
y le sucede noche tenebrosa,
envuelta en sombras qu’el temor ofrece. 45
LAUSO
Mas tú, pastor famoso, en venturosa
hora pasaste deste mar insano
a la dulce región maravillosa.
TIRSI
Después que en el aprisco veneciano
las causas y demandas decidiste 50
del gran pastor del ancho suelo hispano.
DAMÓN
Después también que con valor sufriste
el trance de fortuna acelerado
que a Italia hizo, y aun a España, triste.
ELICIO
Y después que, en sosiego reposado, 55
con las nueve doncellas solamente
tanto tiempo estuviste retirado.
LAUSO
Sin que las fieras armas del oriente
ni la francesa furia inquietase
tu levantada y sosegada mente. 60
TIRSI
Entonces quiso el cielo que llegase
la fría mano de la muerte airada,
y en tu vida el bien nuestro arrebatase.
DAMÓN
Quedó tu suerte entonces mejorada,
quedó la nuestra a un triste amargo lloro 65
perpetua, eternamente condemnada.
ELICIO
Viose el sacro virgíneo hermoso coro
de aquellas moradoras del Parnaso
romper llorando sus cabellos de oro.
LAUSO
A lágrimas movió el doliente caso 70
al gran competidor del niño ciego,
que entonces de dar luz se mostró escaso.
TIRSI
No entre las armas y el ardiente fuego
los tristes teucros tanto se afligieron
con el engaño del astuto griego, 75
como lloraron, como repitieron
el nombre de Meliso los pastores
cuando informados de su muerte fueron.
DAMÓN
No de olorosas varïadas flores
adornaron sus frentes, ni cantaron 80
con voz suave algún cantar de amores.
De funesto ciprés se coronaron,
y en triste repetido amargo llanto
lamentables canciones entonaron.
ELICIO
Y así, pues hoy el áspero quebranto 85
y la memoria amarga se renueva,
pastores, entonad el triste canto,
qu’el duro caso que a doler nos lleva
es tal, que será pecho de diamante
el que a llorar en él no se conmueva. 90
LAUSO
El firme pecho, el ánimo constante,
qu’en las adversidades siempre tuvo
este pastor por mil lenguas se cante,
como al desdén que de contino hubo
en el pecho de Filis indignado 95
cual firme roca contra el mar estuvo.
TIRSI
Repítanse los versos que ha cantado,
queden en la memoria de las gentes
por muestras de su ingenio levantado.
DAMÓN
Por tierras de las nuestras diferentes, 100
lleve su nombre la parlera fama
con pasos prestos y alas diligentes.
ELICIO
Y de su casta y amorosa llama
ejemplo tome el más lascivo pecho
y el que en ardor menos cabal se inflama. 105
LAUSO
¡Venturoso Meliso, que a despecho
de mil contrastes fieros de fortuna,
vives ahora alegre y satisfecho!
TIRSI
Poco te cansa, poco te importuna
esta mortal bajeza que dejaste, 110
llena de más mudanzas que la luna.
DAMÓN
Por firme alteza la humildad trocaste,
por bien el mal, la muerte por la vida
tan seguro temiste y esperaste.
ELICIO
Desta mortal, al parecer, caída, 115
quien vive bien, al cabo se levanta,
cual tú, Meliso, a la región florida,
donde por más de una inmortal garganta
se despide la voz, que gloria suena,
gloria repite, dulce gloria canta; 120
donde la hermosa clara faz serena
se ve, en cuya visión se goza y mira
la summa gloria más perfecta y buena.
Mi flaca voz a tu alabanza aspira,
y tanto cuanto más cresce el deseo, 125
tanto, Meliso, el miedo le retira.
Que aquello que contemplo agora, y veo
con el entendimiento levantado,
del sacro tuyo sobrehumano arreo,
tiene mi entendimiento acobardado, 130
y sólo paro en levantar las cejas
y en recoger los labios de admirado.
LAUSO
Con tu partida, en triste llanto dejas
cuantos con tu presencia se alegraban,
y el mal se acerca porque tú te alejas. 135
TIRSI
En tu sabiduría se enseñaban
los rústicos pastores, y en un punto,
con nuevo ingenio y discreción quedaban.
Pero llegóse aquel forzoso punto
donde tú te partiste y do quedamos 140
con poco ingenio y corazón difunto.
Esta amarga memoria celebramos
los que en la vida te quisimos tanto,
cuanto ahora en la muerte te lloramos.
Por esto, al son de tan confuso llanto, 145
cobrando de contino nuevo aliento,
pastores, entonad el triste canto.
Lleguen do llega el duro sentimiento
las lágrimas vertidas y sospiros,
con quien se augmenta el presuroso viento. 150
Poco os encargo, poco sé pediros;
más habéis de sentir que cuanto ahora
puede mi atada lengua referiros.
Mas, pues Febo se ausenta, y descolora
la tierra, que se cubre en negro manto, 155
hasta que venga la esperada aurora,
pastores, cesad ya del triste canto.
Tirsi, que comenzado había la triste y dolorosa elegía, fue el que la puso fin, sin que le pusiesen por un buen espacio a las lágrimas todos los que el lamentable canto escuchado habían. Mas, a esta sazón, el venerable Telesio les dijo:
-Pues habemos cumplido en parte, gallardos y comedidos pastores, con la obligación que al venturoso Meliso tenemos, poned por agora silencio a vuestras tiernas lágrimas, y dad algún vado a vuestros dolientes sospiros, pues ni por ellas ni ellos podemos cobrar la pérdida que lloramos; y, puesto que el humano sentimiento no pueda dejar de mostrarle en los adversos acaecimientos, todavía es menester templar la demasía de sus accidentes con la razón que al discreto acompaña; y, aunque las lágrimas y sospiros sean señales del amor que se tiene al que se llora, más provecho consiguen las almas por quien se derraman con los píos sacrificios y devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo el mar océano por los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se destilase. Y, por esta razón, y por la que tenemos de dar algún alivio a nuestros cansados cuerpos, será bien que, dejando lo que nos resta de hacer para el venidero día, por agora visitéis vuestros zurrones y cumpláis con lo que naturaleza os obliga.
Y, en diciendo esto, dio orden como todas las pastoras estuviesen a una parte del valle, junto a la sepultura de Meliso, dejando con ellas seis de los más ancianos pastores que allí había, y los demás, poco desviados dellas, en otra parte se estuvieron. Y luego, con lo que en los zurrones traían, y con el agua de la clara fuente, satisficieron a la común necesidad de la hambre, acabando a tiempo que ya la noche vestía de una mesma color todas las cosas debajo de nuestro horizonte contenidas, y la luciente luna mostraba su rostro hermoso y claro en toda la entereza que tiene cuando más el rubio hermano sus rayos le comunica. Pero, de allí a poco rato, levantándose un alterado viento, se comenzaron a ver algunas negras nubes, que algún tanto la luz de la casta diosa encubrían, haciendo sombras en la tierra, señales por donde algunos pastores que allí estaban, en la rústica astrología maestros, algún venidero turbión y borrasca esperaban. Mas todo paró en no más de quedar la noche parda y serena, y en acomodarse ellos a descansar sobre la fresca yerba, entregando los ojos al dulce y reposado sueño, como lo hicieron todos, si no algunos que repartieron como en centinelas la guarda de las pastoras, y la de algunas antorchas que alrededor de la sepultura de Meliso ardiendo quedaban. Pero, ya que el sosegado silencio se estendió por todo aquel sagrado valle, y ya que el perezoso Morfeo había con el bañado ramo tocado las sienes y párpados de todos los presentes, a tiempo que a la redonda de nuestro polo buena parte las errantes estrellas andado habían, señalando los puntuales cursos de la noche, en aquel instante, de la mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y maravilloso fuego, tan luciente y claro que en un momento todo el escuro valle quedó con tanta claridad como si el mesmo sol le alumbrara; por la cual improvisa maravilla, los pastores que despiertos junto a la sepultura estaban, cayeron atónitos en el suelo, deslumbrados y ciegos con la luz del transparente fuego, el cual hizo contrario efecto en los demás que durmiendo estaban, porque, heridos de sus rayos, huyó dellos el pesado sueño, y, aunque con dificultad alguna, abrieron los dormidos ojos, y, viendo la estrañeza de la luz que se les mostraba, confusos y admirados quedaron. Y así, cuál en pie, cuál recostado, y cuál sobre las rodillas puesto, cada uno, con admiración y espanto, el claro fuego miraba. Todo lo cual visto por Telesio, adornándose en un punto de las sacras vestiduras, acompañado de Elicio, Tirsi, Damón, Lauso y otros animosos pastores, poco a poco se comenzó a llegar al fuego, con intención de, con algunos lícitos y acomodados exorcismos, procurar deshacer o entender de dó procedía la estraña visión que se les mostraba. Pero, ya que llegaban cerca de las encendidas llamas, vieron que, dividiéndose en dos partes, en medio dellas parecía una tan hermosa y agraciada ninfa, que en mayor admiración les puso que la vista del ardiente fuego. Mostraba estar vestida de una rica y sotil tela de plata, recogida y retirada a la cintura, de modo que la mitad de las piernas se descubrían, adornadas con unos coturnos, o calzado justo, dorados, llenos de infinitos lazos de listones de diferentes colores; sobre la tela de plata traía otra vestidura de verde y delicado cendal, que, llevado a una y a otra parte por un ventecillo que mansamente soplaba, estremadamente parecía; por las espaldas traía esparcidos los más luengos y rubios cabellos que jamás ojos humanos vieron, y sobre ellos una guirnalda sólo de verde laurel compuesta; la mano derecha ocupaba con un alto ramo de amarilla y vencedora palma, y la izquierda con otro de verde y pacífica oliva, con los cuales ornamentos tan hermosa y admirable se mostraba, que a todos los que la miraban tenía colgados de su vista; de tal manera que, desechando de sí el temor primero, con seguros pasos alrededor del fuego se llegaron, persuadiéndose que, de tan hermosa visión, ningún daño podía sucederles. Y estando, como se ha dicho, todos transportados en mirarla, la bella ninfa abrió los brazos a una y a otra parte, y hizo que las apartadas llamas más se apartasen y dividiesen, para dar lugar a que mejor pudiese ser mirada; y luego, levantando el sereno rostro, con gracia y gravedad estraña, a semejantes razones dio principio:
-Por los efectos que mi improvisa vista ha causado en vuestros corazones, discreta y agradable compañía, podéis considerar que no en virtud de malignos espíritus ha sido formada esta figura mía que aquí se os representa; porque una de las razones por do se conosce ser una visión buena o mala es por los efectos que hace en el ánimo de quien la mira; porque la buena, aunque cause en él admiración y sobresalto, el tal sobresalto y admiración viene mezclado con un gustoso alboroto, que a poco rato le sosiega y satisface; al revés de lo que causa la visión perversa, la cual sobresalta, descontenta, atemoriza y jamás asegura. Esta verdad os aclarará la experiencia cuando me conozcáis y yo os diga quién soy y la ocasión que me ha movido a venir de mis remotas moradas a visitaros. Y, porque no quiero teneros colgados del deseo que tenéis de saber quién yo sea, sabed, discretos pastores y bellas pastoras, que yo soy una de las nueve doncellas que en las altas y sagradas cumbres de Parnaso tienen su propria y conoscida morada. Mi nombre es Calíope; mi oficio y condición es favorescer y ayudar a los divinos espíritus, cuyo loable ejercicio es ocuparse en la maravillosa y jamás como debe alabada sciencia de la poesía. Yo soy la que hice cobrar eterna fama al antiguo ciego natural de Esmirna, por él solamente famosa; la que hará vivir el mantuano Títiro por todos los siglos venideros, hasta que el tiempo se acabe; y la que hace que se tengan en cuenta, desde la pasada hasta la edad presente, los escriptos tan ásperos como discretos del antiquísimo Enio. En fin, soy quien favoresció a Catulo, la que nombró a Horacio, eternizó a Propercio, y soy la que con inmortal fama tiene conservada la memoria del conoscido Petrarca, y la que hizo bajar a los escuros infiernos y subir a los claros cielos al famoso Dante. Soy la que ayudó a tejer al divino Ariosto la variada y hermosa tela que compuso; la que en esta patria vuestra tuvo familiar amistad con el agudo Boscán y con el famoso Garcilaso, con el docto y sabio Castillejo y el artificioso Torres Naharro, con cuyos ingenios, y con los frutos dellos, quedó vuestra patria enriquescida y yo satisfecha. Yo soy la que moví la pluma del celebrado Aldana, y la que no dejó jamás el lado de don Fernando de Acuña, y la que me precio de la estrecha amistad y conversación que siempre tuve con la bendita alma del cuerpo que en esta sepultura yace, cuyas obsequias, por vosotros celebradas, no sólo han alegrado su espíritu, que ya por la región eterna se pasea, sino que a mí me han satisfecho de suerte que, forzada, he venido a agradeceros tan loable y piadosa costumbre como es la que entre vosotros se usa; y así, os prometo, con las veras que de mi virtud pueden esperarse, que en pago del beneficio que a las cenizas de mi querido y amado Meliso habéis hecho, de hacer siempre que en vuestras riberas jamás falten pastores que en la alegre sciencia de la poesía a todos los de las otras riberas se aventajen; favoresceré ansimesmo siempre vuestros consejos, y guiaré vuestros entendimientos, de manera que nunca deis torcido voto cuando decretéis quién es merescedor de enterrarse en este sagrado valle; porque no será bien que, de honra tan particular y señalada, y que sólo es merescida de los blancos y canoros cisnes, la vengan a gozar los negros y roncos cuervos. Y así, me parece que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias a ella subjetas; los cuales, si todos o alguno dellos su buena ventura le trujere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda alguna le podéis conceder sepultura en este famoso sitio. Junto con esto, os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso guardar orden alguna: que, puesto que yo alcanzo la diferencia que el uno al otro y los otros a los otros hacen, quiero dejar esta declaración en duda, porque vuestros ingenios en entender la diferencia de los suyos tengan en qué ejercitarse, de los cuales darán testimonio sus obras. Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria, sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en haberme acordado dél primero que de otro; porque, como digo, a vosotros, discretos pastores, dejo que después les deis el lugar que os paresciere que de justicia se les debe. Y, para que con menos pesadumbre y trabajo a mi larga relación estéis atentos, haréla de suerte que sólo sintáis disgusto por la brevedad della.
Calló diciendo esto la bella ninfa, y luego tomó una arpa que junto a sí tenía, que hasta entonces de ninguno había sido vista; y, en comenzándola a tocar, parece que comenzó a esclarecerse el cielo, y que la luna, con nuevo y no usado resplandor, alumbraba la tierra; los árboles, a despecho de un blando céfiro que soplaba, tuvieron quedas las ramas; y los ojos de todos los que allí estaban no se atrevían a abajar los párpados, porque aquel breve punto que se tardaban en alzarlos, no se privasen de la gloria que en mirar la hermosura de la ninfa gozaban; y aun quisieran todos que todos sus cinco sentidos se convirtieran en el del oír solamente: con tal estrañeza, con tal dulzura, con tanta suavidad tocaba la arpa la bella musa; la cual, después de haber tañido un poco, con la más sonora voz que imaginarse puede, en semejantes versos dio principio:
CANTO DE CALÍOPE
Al dulce son de mi templada lira,
prestad, pastores, el oído atento:
oiréis cómo en mi voz y en él respira
de mis hermanas el sagrado aliento.
Veréis cómo os suspende, y os admira, 5
y colma vuestras almas de contento,
cuando os dé relación, aquí en el suelo,
de los ingenios que ya son del cielo.
Pienso cantar de aquellos solamente
a quien la Parca el hilo aún no ha cortado, 10
de aquéllos que son dignos justamente
d’en tal lugar tenerle señalado,
donde, a pesar del tiempo diligente,
por el laudable oficio acostumbrado
vuestro, vivan mil siglos sus renombres, 15
sus claras obras, sus famosos nombres.
Y el que con justo título meresce
gozar de alta y honrosa preeminencia,
un don ALONSO es, en quien floresce
del sacro Apolo la divina sciencia; 20
y en quien con alta lumbre resplandece
de Marte el brío y sin igual potencia,
DE LEIVA tiene el sobrenombre ilustre,
que a Italia ha dado, y aun a España, lustre.
Otro del mesmo nombre, que de Arauco 25
cantó las guerras y el valor de España,
el cual los reinos donde habita Glauco
pasó y sintió la embravescida saña.
No fue su voz, no fue su acento rauco,
que uno y otro fue de gracia estraña, 30
y tal, que ERCILLA, en este hermoso asiento
meresce eterno y sacro monumento.
Del famoso don JUAN DE SILVA os digo
que toda gloria y todo honor meresce,
así por serle Febo tan amigo, 35
como por el valor que en él floresce.
Serán desto sus obras buen testigo,
en las cuales su ingenio resplandece
con claridad que al ignorante alumbra
y al sabio agudo a veces le deslumbra. 40
Crezca el número rico desta cuenta
aquel con quien la tiene tal el cielo,
que con febeo aliento le sustenta,
y con valor de Marte acá en el suelo.
A Homero iguala si a escrebir intenta, 45
y a tanto llega de su pluma el vuelo,
cuanto es verdad que a todos es notorio
el alto ingenio de don DIEGO OSORIO.
Por cuantas vías la parlera fama
puede loar un caballero ilustre, 50
por tantas su valor claro derrama,
dando sus hechos a su nombre lustre.
Su vivo ingenio, su virtud, inflama
más de una lengua, a que de lustre en lustre,
sin que cursos de tiempos las espanten, 55
de don FRANCISCO DE MENDOZA canten.
¡Feliz don DIEGO DE SARMIENTO, ilustre,
y Carvajal, famoso, producido
de nuestro coro y de Hipocrene lustre,
mozo en la edad, anciano en el sentido, 60
de siglo en siglo irá, de lustre en lustre,
a pesar de las aguas del olvido,
tu nombre, con tus obras excelentes,
de lengua en lengua y de gente en gentes!
Quiéroos mostrar por cosa soberana, 65
en tierna edad, maduro entendimiento,
destreza y gallardía sobrehumana,
cortesía, valor, comedimiento,
y quien puede mostrar en la toscana
como en su propria lengua aquel talento 70
que mostró el que cantó la casa d’Este:
un don GUTIERRE CARVAJAL es éste.
Tú, don LUIS DE VARGAS, en quien veo
maduro ingenio en verdes pocos días,
procura de alcanzar aquel trofeo 75
que te prometen las hermanas mías;
mas tan cerca estás dél, que, a lo que creo,
ya triunfas, pues procuras por mil vías
virtuosas y sabias que tu fama
resplandezca con viva y clara llama. 80
Del claro Tajo la ribera hermosa
adornan mil espíritus divinos,
que hacen nuestra edad más venturosa
que aquélla de los griegos y latinos.
Dellos pienso decir sola una cosa: 85
que son de vuestro valle y honra dignos
tanto cuanto sus obras nos lo muestran,
que al camino del cielo nos adiestran.
Dos famosos doctores, presidentes
en las sciencias de Apolo, se me ofrescen, 90
que no más que en la edad son diferentes,
y en el trato e ingenio se parecen.
Admíranlos ausentes y presentes,
y entre unos y otros tanto resplandecen
con su saber altísimo y profundo, 95
que presto han de admirar a todo el mundo.
Y el nombre que me viene más a mano,
destos dos que a loar aquí me atrevo,
es del doctor famoso CAMPUZANO,
a quien podéis llamar segundo Febo. 100
El alto ingenio suyo, el sobrehumano
discurso nos descubre un mundo nuevo,
de tan mejores Indias y excelencias,
cuanto mejor qu’el oro son las sciencias.
Es el doctor SUÁREZ, que DE SOSA 105
el sobrenombre tiene, el que se sigue,
que de una y otra lengua artificiosa
lo más cendrado y lo mejor consigue.
Cualquiera que en la fuente milagrosa,
cual él la mitigó, la sed mitigue, 110
no tendrá que envidiar al docto griego,
ni a aquél que nos cantó el troyano fuego.
Del doctor VACA, si decir pudiera
lo que yo siento dél, sin duda creo
que cuantos aquí estáis os suspendiera: 115
tal es su sciencia, su virtud y arreo.
Yo he sido en ensalzarle la primera
del sacro coro, y soy la que deseo
eternizar su nombre en cuanto al suelo
diere su luz el gran señor de Delo. 120
Si la fama os trujere a los oídos
de algún famoso ingenio maravillas,
conceptos bien dispuestos y subidos,
y sciencias que os asombren en oíllas,
cosas que paran sólo en los sentidos 125
y la lengua no puede referillas,
el dar salida a todo dubio y traza,
sabed que es el licenciado DAZA.
Del maestro GARAY las dulces obras
me incitan sobre todos a alabarle; 130
tú, Fama, que al ligero tiempo sobras,
ten por heroica empresa el celebrarle.
Verás cómo en él más fama cobras,
Fama, que está la tuya en ensalzarle,
que hablando desta fama, en verdadera 135
has de trocar la fama de parlera.
Aquel ingenio que al mayor humano
se deja atrás, y aspira al que es divino,
y, dejando a una parte el castellano,
sigue el heroico verso del latino; 140
el nuevo Homero, el nuevo mantuano,
es el maestro CÓRDOBA, que es digno
de celebrarse en la dichosa España,
y en cuanto el sol alumbra y el mar baña.
De ti, el doctor FRANCISCO DÍAZ, puedo 145
asegurar a estos mis pastores
que con seguro corazón y ledo,
pueden aventajarse en tus loores.
Y si en ellos yo agora corta quedo,
debiéndose a tu ingenio los mayores, 150
es porque el tiempo es breve y no me atrevo
a poderte pagar lo que te debo.
LUJÁN, que con la toga merescida
honras el proprio y el ajeno suelo,
y con tu dulce musa conoscida 155
subes tu fama hasta el más alto cielo,
yo te daré después de muerto vida,
haciendo que, en ligero y presto vuelo,
la fama de tu ingenio único, solo,
vaya del nuestro hasta el contrario polo. 160
El alto ingenio y su valor declara
un licenciado tan amigo vuestro
cuanto ya sabéis que es JUAN DE VERGARA,
honra del siglo venturoso nuestro.
Por la senda qu’él sigue, abierta y clara, 165
yo mesma el paso y el ingenio adiestro,
y adonde él llega, de llegar me pago,
y en su ingenio y virtud me satisfago.
Otros quiero nombrar, porque se estime
y tenga en precio mi atrevido canto, 170
el cual hará que ahora más le anime
y llegue allí donde el deseo levanto.
Y es este que me fuerza y que me oprime
a decir sólo dél, y cantar cuanto
canto de los ingenios más cabales, 175
el licenciado ALONSO DE MORALES.
Por la difícil cumbre va subiendo
al templo de la Fama, y se adelanta,
un generoso mozo, el cual, rompiendo
por la dificultad que más espanta, 180
tan presto ha de llegar allá, que entiendo
que en profecía ya la fama canta
del lauro que le tiene aparejado
al licenciado HERNANDO MALDONADO.
La sabia frente del laurel honroso 185
adornada veréis de aquél que ha sido
en todas sciencias y artes tan famoso
que es ya por todo el orbe conoscido.
Edad dorada, siglo venturoso,
que gozar de tal hombre has merescido: 190
¿cuál siglo, cuál edad ahora te llega,
si en ti está MARCO ANTONIO DE LA VEGA?
Un DIEGO se me viene a la memoria,
que DE MENDOZA es cierto que se llama,
digno que sólo dél se hiciera historia 195
tal que llegara allí donde su fama.
Su sciencia y su virtud, que es tan notoria,
que ya por todo el orbe se derrama,
admira a los ausentes y presentes
de las remotas y cercanas gentes. 200
Un conoscido el alto Febo tiene;
¿qué digo un conoscido?, un verdadero
amigo, con quien sólo se entretiene,
que es de toda sciencia tesorero.
Y es éste que de industria se detiene 205
a no comunicar su bien entero,
DIEGO DURÁN, en quien contino dura
y durará el valor, ser y cordura.
¿Quién pensáis que es aquél que en voz sonora
sus ansias canta regaladamente, 210
aquél en cuyo pecho Febo mora,
el docto Orfeo y Arïón prudente?
Aquel que de los reinos del aurora
hasta los apartados de occidente
es conoscido, amado y estimado 215
por el famoso LÓPEZ MALDONADO.
¿Quién pudiera loaros, mis pastores,
un pastor vuestro amado y conoscido,
pastor mejor de cuantos son mejores,
que de Fílida tiene el apellido? 220
La habilidad, la sciencia, los primores,
el raro ingenio y el valor subido
de LUIS DE MONTALVO, le aseguran
gloria y honor mientras los cielos duran.
El sacro Ibero, de dorado acanto, 225
de siempre verde yedra y blanca oliva
su frente adorne, y en alegre canto
su gloria y fama para siempre viva,
pues su antiguo valor ensalza tanto
que al fértil Nilo de su nombre priva 230
de PEDRO DE LIÑÁN la sotil pluma,
de todo el bien de Apolo cifra y suma.
De ALONSO DE VALDÉS me está incitando
el raro y alto ingenio a que dél cante,
y que os vaya, pastores, declarando 235
que a los más raros pasa, y va adelante.
Halo mostrado ya, y lo va mostrando
en el fácil estilo y elegante
con que descubre el lastimado pecho
y alaba el mal qu’el fiero amor l’ha hecho. 240
Admíreos un ingenio en quien se encierra
todo cuanto pedir puede el deseo,
ingenio que, aunque vive acá en la tierra,
del alto cielo es su caudal y arreo.
Ora trate de paz, ora de guerra, 245
todo cuanto yo miro, escucho y leo
del celebrado PEDRO DE PADILLA,
me causa nuevo gusto y maravilla.
Tú, famoso GASPAR ALFONSO, ordenas,
según aspiras a inmortal subida, 250
que yo no pueda celebrarte apenas,
si te he de dar loor a tu medida.
Las plantas fertilísimas amenas
que nuestro celebrado monte anida,
todas ofrescen ricas laureolas 255
para ceñir y honrar tus sienes solas.
De CRISTÓBAL DE MESA os digo cierto
que puede honrar vuestro sagrado valle;
no sólo en vida, más después de muerto
podéis con justo título alaballe. 260
De sus heroicos versos el concierto,
su grave y alto estilo, pueden dalle
alto y honroso nombre, aunque callara
la fama dél, y yo no me acordara.
Pues sabéis cuánto adorna y enriquece 265
vuestras riberas PEDRO DE RIBERA,
dalde el honor, pastores, que meresce,
que yo seré en honrarle la primera.
Su dulce musa, su virtud, ofresce
un subjeto cabal donde pudiera 270
la fama y cien mil famas ocuparse,
y en solos sus loores estremarse.
Tú, que de Luso el sin igual tesoro
trujiste en nueva forma a la ribera
del fértil río, a quien el lecho de oro 275
tan famoso le hace adonde quiera,
con el debido aplauso y el decoro
debido a ti, BENITO DE CALDERA,
y a tu ingenio sin par, prometo honrarte
y de lauro y de yedra coronarte. 280
De aquel que la cristiana poesía
tan en su punto ha puesto en tanta gloria,
haga la fama y la memoria mía
famosa para siempre su memoria.
De donde nasce adonde muere el día, 285
la sciencia sea y la bondad notoria
del gran FRANCISCO DE GUZMÁN, qu’el arte
de Febo sabe, ansí como el de Marte.
Del capitán SALCEDO está bien claro
que llega su divino entendimiento 290
al punto más subido, agudo y raro
que puede imaginar el pensamiento.
Si le comparo, a él mesmo le comparo,
que no hay comparación que llegue a cuento
de tamaño valor, que la medida 295
ha de mostrar ser falta o ser torcida.
Por la curiosidad y entendimiento
de TOMÁS DE GRACIÁN, dadme licencia
que yo le escoja en este valle asiento
igual a su virtud, valor y sciencia, 300
el cual, si llega a su merescimiento,
será de tanto grado y preeminencia,
que, a lo que creo, pocos se le igualen:
tanto su ingenio y sus virtudes valen.
Agora, hermanas bellas, de improviso, 305
BAPTISTA DE VIVAR quiere alabaros
con tanta discreción, gala y aviso,
que podáis, siendo musas, admiraros.
No cantará desdenes de Narciso,
que a Eco solitaria cuestan caros, 310
sino cuidados suyos que han nascido
entre alegre esperanza y triste olvido.
Un nuevo espanto, un nuevo asombro y miedo
me acude y sobresalta en este punto,
sólo por ver que quiero y que no puedo 315
subir de honor al más subido punto
al grave BALTASAR, que DE TOLEDO
el sobrenombre tiene, aunque barrunto
que de su docta pluma el alto vuelo
le ha de subir hasta el impíreo cielo. 320
Muestra en un ingenio la experiencia
que en años verdes y en edad temprana
hace su habitación ansí la sciencia,
como en la edad madura, antigua y cana.
No entraré con alguno en competencia 325
que contradiga una verdad tan llana,
y más si acaso a sus oídos llega
que lo digo por vos, LOPE DE VEGA.
De pacífica oliva coronado,
ante mi entendimiento se presenta 330
agora el sacro Betis, indignado,
y de mi inadvertencia se lamenta.
Pide que en el discurso comenzado,
de los raros ingenios os dé cuenta
que en sus riberas moran, y yo ahora 335
harélo con la voz muy más sonora.
Mas, ¿qué haré, que en los primeros pasos
que doy descubro mil estrañas cosas,
otros mil nuevos Pindos y Parnasos,
otros coros de hermanas más hermosas, 340
con que mis altos bríos quedan lasos,
y más cuando, por causas milagrosas,
oigo cualquier sonido servir de eco,
cuando se nombra el nombre de PACHECO?
Pacheco es éste, con quien tiene Febo 345
y las hermanas tan discretas mías
nueva amistad, discreto trato y nuevo
desde sus tiernos y pequeños días.
Yo desde entonces hasta agora llevo
por tan estrañas desusadas vías 350
su ingenio y sus escriptos, que han llegado
al título de honor más encumbrado.
En punto estoy donde, por más que diga
en alabanza del divino HERRERA,
será de poco fruto mi fatiga, 355
aunque le suba hasta la cuarta esfera.
Mas, si soy sospechosa por amiga,
sus obras y su fama verdadera
dirán que en sciencias es HERNANDO solo
del Gange al Nilo, y de uno al otro polo. 360
De otro FERNANDO quiero daros cuenta,
que DE CANGAS se nombra, en quien se admira
el suelo, y por quien vive y se sustenta
la sciencia en quien al sacro lauro aspira.
Si al alto cielo algún ingenio intenta 365
de levantar y de poner la mira,
póngala en éste sólo, y dará al punto
en el más ingenioso y alto punto.
De don CRISTÓBAL, cuyo sobrenombre
es de VILLARROEL, tened creído 370
que bien meresce que jamás su nombre
toque las aguas negras del olvido.
Su ingenio admire, su valor asombre,
y el ingenio y valor sea conoscido
por el mayor estremo que descubre 375
en cuanto mira el sol o el suelo encubre.
Los ríos de elocuencia que del pecho
del grave antiguo Cicerón manaron;
los que al pueblo de Atenas satisfecho
tuvieron y a Demóstenes honraron; 380
los ingenios qu’el tiempo ha ya deshecho,
que tanto en los pasados se estimaron,
humíllense a la sciencia alta y divina
del maestro FRANCISCO DE MEDINA.
Puedes, famoso Betis, dignamente 385
al Mincio, al Arno, al Tibre aventajarte,
y alzar contento la sagrada frente
y en nuevos anchos senos dilatarte,
pues quiso el cielo, que en tu bien consiste,
tal gloria, tal honor, tal fama darte, 390
cual te la adquiere a tus riberas bellas
BALTASAR DEL ALCÁZAR, que está en ellas.
Otro veréis en quien veréis cifrada
del sacro Apolo la más rara sciencia,
que en otros mil subjectos derramada, 395
hace en todos de sí grave aparencia.
Mas, en este subjeto mejorada,
asiste en tantos grados de excelencia,
que bien puede MOSQUERA, el licenciado,
ser como el mesmo Apolo celebrado. 400
No se desdeña aquel varón prudente,
que de sciencias adorna y enriquesce
su limpio pecho, de mirar la fuente
que en nuestro monte en sabias aguas cresce;
antes, en la sin par clara corriente 405
tanto la sed mitiga, que floresce
por ello el claro nombre acá en la tierra
del gran doctor DOMINGO DE BECERRA.
Del famoso ESPINEL cosas diría
que exceden al humano entendimiento, 410
de aquellas sciencias que en su pecho cría
el divino de Febo sacro aliento;
mas, pues no puede de la lengua mía
decir lo menos de lo más que siento,
no diga más sino que al cielo aspira, 415
ora tome la pluma, ora la lira.
Si queréis ver en una igual balanza
al rubio Febo y colorado Marte,
procurad de mirar al gran CARRANZA,
de quien el uno y otro no se parte. 420
En él veréis, amigas, pluma y lanza
con tanta discreción, destreza y arte,
que la destreza, en partes dividida,
la tiene a sciencia y arte reducida.
De LÁZARO LUIS IRANZO, lira 425
templada había de ser más que la mía,
a cuyo son cantase el bien que inspira
en él el cielo, y el valor que cría.
Por las sendas de Marte y Febo aspira
a subir do la humana fantasía 430
apenas llega; y él, sin duda alguna,
llegará contra el hado y la fortuna.
BALTASAR DE ESCOBAR, que agora adorna
del Tíber las riberas tan famosas,
y con su larga ausencia desadorna 435
las del sagrado Betis espaciosas;
fértil ingenio, si por dicha torna
al patrio amado suelo, a sus honrosas
y juveniles sienes les ofrezco
el lauro y el honor que yo merezco. 440
¿Qué título, qué honor, qué palma o lauro
se le debe a JUAN SANZ, que DE ZUMETA
se nombra, si del Indo al Rojo Mauro
cual su musa no hay otra tan perfecta?
Su fama aquí de nuevo le restauro 445
con deciros, pastores, cuán acepta
será de Apolo cualquier honra y lustre
que a Zumeta hagáis que más le lustre.
Dad a JUAN DE LAS CUEVAS el debido
lugar, cuando se ofrezca en este asiento, 450
pastores, pues lo tiene merescido
su dulce musa y raro entendimiento.
Sé que sus obras del eterno olvido,
a despecho y pesar del violento
curso del tiempo, librarán su nombre, 455
quedando con un claro alto renombre.
Pastores, si le viéredes, honraldo
al famoso varón que os diré ahora
y en graves dulces versos celebraldo,
como a quien tanto en ellos se mejora. 460
El sobrenombre tiene DE VIVALDO;
de ADAM el nombre, el cual ilustra y dora
con su florido ingenio y excelente
la venturosa nuestra edad presente.
Cual suele estar de variadas flores 465
adorno y rico el más florido mayo,
tal de mil varias sciencias y primores
está el ingenio de don JUAN AGUAYO.
Y, aunque más me detenga en sus loores,
sólo sabré deciros que me ensayo 470
ahora, y que otra vez os diré cosas
tales que las tengáis por milagrosas.
De JUAN GUTIÉRREZ RUFO el claro nombre
quiero que viva en la inmortal memoria,
y que al sabio y al simple admire, asombre 475
la heroica que compuso ilustre historia.
Déle el sagrado Betis el renombre
que su estilo meresce; denle gloria
los que pueden y saben; déle el cielo
igual la fama a su encumbrado vuelo. 480
En don LUIS DE GÓNGORA os ofrezco
un vivo raro ingenio sin segundo;
con sus obras me alegro y enriquezco
no sólo yo, mas todo el ancho mundo.
Y si, por lo que os quiero, algo merezco, 485
haced que su saber alto y profundo
en vuestras alabanzas siempre viva
contra el ligero tiempo y muerte esquiva.
Ciña el verde laurel, la verde yedra,
y aun la robusta encina, aquella frente 490
de GONZALO CERVANTES SAAVEDRA,
pues la deben ceñir tan justamente.
Por él la sciencia más de Apolo medra;
en él Marte nos muestra el brío ardiente
de su furor, con tal razón medido 495
que por él es amado y es temido.
Tú, que de Celidón, con dulce plectro
heciste resonar el nombre y fama,
cuyo admirable y bien limado metro
a lauro y triunfo te convida y llama, 500
rescibe el mando, la corona y cetro,
GONZALO GÓMEZ, désta que te ama,
en señal que meresce tu persona
el justo señorío de Helicona.
Tú, Dauro, de oro conoscido río, 505
cual bien agora puedes señalarte,
y con nueva corriente y nuevo brío
al apartado Idaspe aventajarte,
pues GONZALO MATEO DE BERRÍO
tanto procura con su ingenio honrarte, 510
que ya tu nombre la parlera fama,
por él, por todo el mundo le derrama.
Tejed de verde lauro una corona,
pastores, para honrar la digna frente
del licenciado SOTO BARAHONA, 515
varón insigne, sabio y elocuente.
En él el licor sancto de Helicona,
si se perdiera en la sagrada fuente,
se pudiera hallar, ¡oh estraño caso!,
como en las altas cumbres del Parnaso. 520
De la región antártica podría
eternizar ingenios soberanos,
que si riquezas hoy sustenta y cría,
también entendimientos sobrehumanos.
Mostrarlo puedo en muchos este día, 525
y en dos os quiero dar llenas las manos:
uno, de Nueva España y nuevo Apolo;
del Perú, el otro, un sol único y solo.
FRANCISCO, el uno, DE TERRAZAS, tiene
el nombre acá y allá tan conoscido, 530
cuya vena caudal nueva Hipocrene
ha dado al patrio venturoso nido.
La mesma gloria al otro igual le viene,
pues su divino ingenio ha producido
en Arequipa eterna primavera, 535
que éste es DIEGO MARTÍNEZ DE RIBERA.
Aquí, debajo de felice estrella,
un resplandor salió tan señalado,
que de su lumbre la menor centella
nombre de oriente al occidente ha dado. 540
Cuando esta luz nasció, nasció con ella
todo el valor, nasció ALONSO PICADO;
nasció mi hermano y el de Palas junto,
que ambas vimos en él vivo transumpto.
Pues si he de dar la gloria a ti debida, 545
gran ALONSO DE ESTRADA, hoy eres digno
que no se cante así tan de corrida
tu ser y entendimiento peregrino.
Contigo está la tierra enriquescida
que al Betis mil tesoros da contino, 550
y aun no da el cambio igual: que no hay tal paga
que a tan dichosa deuda satisfaga.
Por prenda rara desta tierra ilustre,
claro don JUAN, te nos ha dado el cielo,
DE ÁVALOS gloria, Y DE RIBERA lustre, 555
honra del proprio y del ajeno suelo.
Dichosa España, do por más de un lustre
muestra serán tus obras y modelo
de cuanto puede dar naturaleza
de ingenio claro y singular nobleza. 560
El que en la dulce patria está contento,
las puras aguas de Limar gozando,
la famosa ribera, el fresco viento
con sus divinos versos alegrando,
venga, y veréis por summa deste cuento, 565
su heroico brío y discreción mirando,
que es SANCHO DE RIBERA, en toda parte
Febo primero, y sin segundo Marte.
Este mesmo famoso insigne valle
un tiempo al Betis usurpar solía 570
un nuevo Homero, a quien podemos dalle
la corona de ingenio y gallardía.
Las Gracias le cortaron a su talle,
y el cielo en todas lo mejor le envía;
éste, ya en vuestro Tajo conoscido, 575
PEDRO DE MONTESDOCA es su apellido.
En todo cuanto pedirá el deseo,
un DIEGO ilustre DE AGUILAR admira,
un águila real que en vuelo veo
alzarse a do llegar ninguno aspira. 580
Su pluma entre cien mil gana trofeo,
que, ante ella, la más alta se retira;
su estilo y su valor tan celebrado
Guánuco lo dirá, pues lo ha gozado.
Un GONZALO FERNÁNDEZ se me ofresce, 585
gran capitán del escuadrón de Apolo,
que hoy DE SOTOMAYOR ensoberbece
el nombre, con su nombre heroico y solo.
En verso admira, y en saber floresce
en cuanto mira el uno y otro polo; 590
y si en la pluma en tanto grado agrada,
no menos es famoso por la espada.
De un ENRIQUE GARCÉS, que al piruano
reino enriquece, pues con dulce rima,
con subtil, ingeniosa y fácil mano, 595
a la más ardua empresa en él dio cima,
pues en dulce español al gran toscano
nuevo lenguaje ha dado y nueva estima,
¿quién será tal que la mayor le quite,
aunque el mesmo Petrarca resucite? 600
Un RODRIGO FERNÁNDEZ DE PINEDA,
cuya vena inmortal, cuya excelente
y rara habilidad gran parte hereda
del licor sacro de la equina fuente,
pues cuanto quiere dél no se le veda, 605
pues de tal gloria goza en occidente,
tenga también aquí tan larga parte,
cual la merescen hoy su ingenio y parte.
Y tú, que al patrio Betis has tenido
lleno de envidia, y con razón quejoso 610
de que otro cielo y otra tierra han sido
testigos de tu canto numeroso,
alégrate, que el nombre esclarescido
tuyo, JUAN DE MESTANZA, generoso,
sin segundo será por todo el suelo 615
mientras diere su luz el cuarto cielo.
Toda la suavidad que en dulce vena
se puede ver, veréis en uno solo,
que al son sabroso de su musa enfrena
la furia al mar, el curso al dios Eolo. 620
El nombre déste es BALTASAR DE ORENA,
cuya fama del uno al otro polo
corre ligera, y del oriente a ocaso,
por honra verdadera de Parnaso.
Pues de una fértil y preciosa planta, 625
de allá traspuesta en el mayor collado
que en toda la Tesalia se levanta,
planta que ya dichoso fruto ha dado,
callaré yo lo que la fama canta
del ilustre don PEDRO DE ALVARADO, 630
ilustre, pero ya no menos claro,
por su divino ingenio, al mundo raro.
Tú, que con nueva musa extraordinaria,
CAIRASCO, cantas del amor el ánimo
y aquella condición del vulgo varia 635
donde se opone al fuerte el pusilánimo;
si a este sitio de la Gran Canaria
vinieres, con ardor vivo y magnánimo
mis pastores ofrecen a tus méritos
mil lauros, mil loores beneméritos. 640
¿Quién es, ¡oh anciano Tormes!, el que niega
que no puedes al Nilo aventajarte,
si puede sólo el licenciado VEGA
más que Títiro al Mincio celebrarte?
Bien sé, DAMIÁN, que vuestro ingenio llega 645
do alcanza deste honor la mayor parte,
pues sé, por muchos años de experiencia,
vuestra tan sin igual virtud y sciencia.
Aunque el ingenio y la elegancia vuestra,
FRANCISCO SÁNCHEZ, se me concediera, 650
por torpe me juzgara y poco diestra,
si a querer alabaros me pusiera.
Lengua del cielo única y maestra
tiene de ser la que por la carrera
de vuestras alabanzas se dilate, 655
que hacerlo humana lengua es disparate.
Las raras cosas y en estilo nuevas
que un espíritu muestran levantado,
en cien mil ingeniosas, arduas pruebas,
por sabio conoscido y estimado, 660
hacen que don FRANCISCO DE LAS CUEVAS
por mí sea dignamente celebrado,
en tanto que la fama pregonera
no detuviere su veloz carrera.
Quisiera rematar mi dulce canto 665
en tal sazón, pastores, con loaros
un ingenio que al mundo pone espanto
y que pudiera en éstasis robaros.
En él cifro y recojo todo cuanto
he mostrado hasta aquí y he de mostraros: 670
FRAY LUIS DE LEÓN es el que digo,
a quien yo reverencio, adoro y sigo.
¿Qué modos, qué caminos o qué vías
de alabar buscaré para qu’el nombre
viva mil siglos de aquel gran MATÍAS 675
que DE ZÚÑIGA tiene el sobrenombre?
A él se den las alabanzas mías,
que, aunque yo soy divina y él es hombre,
por ser su ingenio, como lo es, divino,
de mayor honra y alabanza es digno. 680
Volved el presuroso pensamiento
a las riberas de Pisuerga bellas:
veréis que augmentan este rico cuento
claros ingenios con quien se honran ellas.
Ellas no sólo, sino el firmamento, 685
do lucen las claríficas estrellas,
honrarse puede bien cuando consigo
tenga allá los varones que aquí digo.
Vos, DAMASIO DE FRÍAS, podéis solo
loaros a vos mismo, pues no puede 690
hacer, aunque os alabe el mesmo Apolo,
que en tan justo loor corto no quede.
Vos sois el cierto y el seguro polo
por quien se guía aquel que le sucede
en el mar de las sciencias buen pasaje, 695
propicio viento y puerto en su viaje.
ANDRÉS SANZ DE PORTILLO, tú me envía
aquel aliento con que Febo mueve
tu sabia pluma y alta fantasía,
porque te dé el loor que se te debe. 700
Que no podrá la ruda lengua mía,
por más caminos que aquí tiente y pruebe,
hallar alguno así cual le deseo
para loar lo que en ti siento y veo.
Felicísimo ingenio, que te encumbras 705
sobre el que más Apolo ha levantado,
y con tus claros rayos nos alumbras
y sacas del camino más errado;
y, aunque ahora con ella me deslumbras
y tienes a mi ingenio alborotado, 710
yo te doy sobre muchos palma y gloria,
pues a mí me la has dado, doctor SORIA.
Si vuestras obras son tan estimadas,
famoso CANTORAL, en toda parte,
serán mis alabanzas escusadas, 715
si en nuevo modo no os alabo, y arte.
Con las palabras más calificadas,
con cuanto ingenio el cielo en mí reparte,
os admiro y alabo aquí callando,
y llego do llegar no puedo hablando. 720
Tú, HIERÓNIMO VACA Y DE QUIÑONES,
si tanto me he tardado en celebrarte,
mi pasado descuido es bien perdones,
con la enmienda que ofrezco de mi parte.
De hoy más en claras voces y pregones, 725
en la cubierta y descubierta parte
del ancho mundo, haré con clara llama
lucir tu nombre y estender tu fama.
Tu verde y rico margen, no d’enebro,
ni de ciprés funesto enriquescido, 730
claro, abundoso y conoscido Ebro,
sino de lauro y mirto florescido,
ahora como puedo le celebro,
celebrando aquel bien qu’han concedido
el cielo a tus riberas, pues en ellas 735
moran ingenios claros más que estrellas.
Serán testigo desto dos hermanos,
dos luceros, dos soles de poesía,
a quien el cielo con abiertas manos
dio cuanto ingenio y arte dar podía. 740
Edad temprana, pensamientos canos,
maduro trato, humilde fantasía,
labran eterna y digna laureola
a LUPERCIO LEONARDO DE ARGENSOLA.
Con sancta envidia y competencia sancta 745
parece qu’el menor hermano aspira
a igualar al mayor, pues se adelanta
y sube do no llega humana mira.
Por esto escribe y mil sucesos canta
con tan suave y acordada lira, 750
que este BARTOLOMÉ menor meresce
lo que al mayor, Lupercio, se le ofresce.
Si el buen principio y medio da esperanza
que el fin ha de ser raro y excelente,
en cualquier caso ya mi ingenio alcanza 755
qu’el tuyo has de encumbrar, COSME PARIENTE.
Y así, puedes, con cierta confianza,
prometer a tu sabia honrosa frente
la corona que tiene merescida
tu claro ingenio, tu inculpable vida. 760
En soledad, del cielo acompañado,
vives, ¡oh gran MORILLO!, y allí muestras
que nunca dejan tu cristiano lado
otras musas más sanctas y más diestras.
De mis hermanas fuiste alimentado, 765
y ahora, en pago dello, nos adiestras
y enseñas a cantar divinas cosas,
gratas al cielo, al suelo provechosas.
Turia, tú que otra vez con voz sonora
cantaste de tus hijos la excelencia, 770
si gustas de escuchar la mía ahora,
formada no en envidia o competencia,
oirás cuánto tu fama se mejora
con los que yo diré, cuya presencia,
valor, virtud, ingenio, te enriquecen 775
y sobre el Indo y Gange te engrandecen.
¡Oh tú, don JUAN COLOMA, en cuyo seno
tanta gracia del cielo se ha encerrado,
que a la envidia pusiste en duro freno
y en la fama mil lenguas has criado, 780
con que del gentil Tajo al fértil Reno
tu nombre y tu valor va levantado!
Tú, conde de Elda, en todo tan dichoso,
haces el Turia más qu’el Po famoso.
Aquel en cuyo pecho abunda y llueve 785
siempre una fuente que es por él divina,
y a quien el coro de sus lumbres nueve
como a señor con gran razón se inclina,
a quien único nombre se le debe
de la etíope hasta la gente austrina, 790
don LUIS GARCERÁN es sin segundo,
maestre de Montesa y bien del mundo.
Meresce bien en este insigne valle
lugar ilustre, asiento conoscido,
aquel a quien la fama quiere dalle 795
el nombre que su ingenio ha merescido.
Tenga cuidado el cielo de loalle,
pues es del cielo su valor crescido:
el cielo alabe lo que yo no puedo
del sabio don ALONSO REBOLLEDO. 800
Alzas, doctor FALCÓN, tan alto el vuelo,
que al águila caudal atrás te dejas,
pues te remontas con tu ingenio al cielo
y deste valle mísero te alejas.
Por esto temo y con razón recelo 805
que, aunque te alabe, formarás mil quejas
de mí, porque en tu loa noche y día
no se ocupa la voz y lengua mía.
Si tuviera, cual tiene la Fortuna,
la dulce poesía varia rueda, 810
ligera y más movible que la luna,
que ni estuvo, ni está, ni estará queda,
en ella, sin hacer mudanza alguna,
pusiera sólo a MICER ARTIEDA,
y el más alto lugar siempre ocupara, 815
por sciencias, por ingenio y virtud rara.
Todas cuantas bien dadas alabanzas
diste a raros ingenios, ¡oh GIL POLO!,
tú las mereces solo y las alcanzas,
tú las alcanzas y mereces solo. 820
Ten ciertas y seguras esperanzas
que en este valle un nuevo mauseolo
te harán estos pastores, do guardadas
tus cenizas serán y celebradas.
CRISTÓBAL DE VIRUÉS, pues se adelanta 825
tu sciencia y tu valor tan a tus años,
tú mesmo aquel ingenio y virtud canta
con que huyes del mundo los engaños.
Tierna, dichosa y bien nascida planta,
yo haré que en proprios reinos y en estraños 830
el fruto de tu ingenio levantado
se conozca, se admire y sea estimado.
Si conforme al ingenio que nos muestra
SILVESTRE DE ESPINOSA, así se hubiera
de loar, otra voz más viva y diestra, 835
más tiempo y más caudal menester fuera.
Mas, pues la mía a su intención adiestra,
yo le daré por paga verdadera,
con el bien que del dios de Delo tiene,
el mayor de las aguas de Hipocrene. 840
Entre éstos, como Apolo, venir veo,
hermoseando al mundo con su vista,
al discreto galán GARCÍA ROMEO,
dignísimo de estar en esta lista.
Si la hija del húmido Peneo, 845
de quien ha sido Ovidio coronista,
en campos de Tesalia le hallara,
en él y no en laurel se transformara.
Rompe el silencio y sancto encerramiento,
traspasa el aire, al cielo se levanta 850
de fray PEDRO DE HUETE aquel acento
de su divina musa, heroica y sancta.
Del alto suyo raro entendimiento
cantó la fama, ha de cantar y canta,
llevando, para dar al mundo espanto, 855
sus obras por testigos de su canto.
Tiempo es ya de llegar al fin postrero,
dando principio a la mayor hazaña
que jamás emprendí, la cual espero
que ha de mover al blando Apolo a saña, 860
pues, con ingenio rústico y grosero,
a dos soles que alumbran vuestra España
-no sólo a España, mas al mundo todo-
pienso loar, aunque me falte el modo.
De Febo la sagrada honrosa sciencia, 865
la cortesana discreción madura,
los bien gastados años, la experiencia,
que mil sanos consejos asegura;
la agudeza de ingenio, el advertencia
en apuntar y en descubrir la escura 870
dificultad y duda que se ofrece,
en estos soles dos sólo floresce.
En ellos un epílogo, pastores,
del largo canto mío ahora hago,
y a ellos enderezo los loores 875
cuantos habéis oído, y no los pago:
que todos los ingenios son deudores
a estos de quien yo me satisfago;
satisfácese dellos todo el suelo,
y aun los admira, porque son del cielo. 880
Estos quiero que den fin a mi canto,
y a nueva admiración comienzo;
y si pensáis que en esto me adelanto,
cuando os diga quién son, veréis que os venzo.
Por ellos hasta el cielo me levanto, 885
y sin ellos me corro y me avergüenzo:
tal es LAÍNEZ, tal es FIGUEROA,
dignos de eterna y de incesable loa.
No había aún bien acabado la hermosa ninfa los últimos acentos de su sabroso canto, cuando, tornándose a juntar las llamas, que divididas estaban, la cerraron en medio, y luego, poco a poco consumiéndose, en breve espacio desapareció el ardiente fuego y la discreta musa delante de los ojos de todos, a tiempo que ya la clara aurora comenzaba a descubrir sus frescas y rosadas mejillas por el espacioso cielo, dando alegres muestras del venidero día. Y luego el venerable Telesio, puniéndose encima de la sepultura de Meliso, y rodeado de toda la agradable compañía que allí estaba, prestándole todos una agradable atención y estraño silencio, desta manera comenzó a decirles:
-Lo que esta pasada noche en este mesmo lugar y por vuestros mesmos ojos habéis visto, discretos y gallardos pastores y hermosas pastoras, os habrá dado a entender cuán acepta es al cielo la loable costumbre que tenemos de hacer estos anales sacrificios y honrosas obsequias por las felices almas de los cuerpos que por decreto vuestro en este famoso valle tener sepultura merescieron. Dígoos esto, amigos míos, porque de aquí adelante con más fervor y diligencia acudáis a poner en efecto tan sancta y famosa obra, pues ya veis de cuán raros y altos espíritus nos ha dado noticia la bella Calíope, que todos son dignos, no sólo de las vuestras, pero de todas las posibles alabanzas. Y no penséis que es pequeño el gusto que he rescibido en saber por tan verdadera relación cuán grande es el número de los divinos ingenios que en nuestra España hoy viven, porque siempre ha estado y está en opinión de todas las naciones estranjeras que no son muchos, sino pocos, los espíritus que en la sciencia de la poesía en ella muestran que le tienen levantado, siendo tan al revés como se parece, pues cada uno de los que la ninfa ha nombrado al más agudo estranjero se aventaja, y darían claras muestras dello, si en esta nuestra España se estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima. Y así, por esta causa, los insignes y claros ingenios que en ella se aventajan, con la poca estimación que dellos los príncipes y el vulgo hacen, con solos sus entendimientos comunican sus altos y estraños conceptos, sin osar publicarlos al mundo; y tengo para mí que el cielo debe de ordenarlo desta manera, porque no meresce el mundo ni el mal considerado siglo nuestro gozar de manjares al alma tan gustosos. Mas, porque me parece, pastores, que el poco sueño desta pasada noche y las largas ceremonias nuestras os tendrán algún tanto fatigados y deseosos de reposo, será bien que, haciendo lo poco que nos falta para cumplir nuestro intento, cada uno se vuelva a su cabaña o al aldea, llevando en la memoria lo que la musa nos deja encomendado.
Y, en diciendo esto, se abajó de la sepultura; y, tornándose a coronar de nuevas y funestas ramas, tornó a rodear la pira tres veces, siguiéndole todos y acompañándole en algunas devotas oraciones que decía. Esto acabado, teniéndole todos en medio, volvió el grave rostro a una y otra parte, y, bajando la cabeza y mostrando agradescido semblante y amorosos ojos, se despidió de toda la compañía, la cual, yéndose quién por una y quién por otra parte de las cuatro salidas que aquel sitio tenía, en poco espacio se deshizo y dividió toda, quedando solos los del aldea de Aurelio, y con ellos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, con los famosos pastores Elicio, Tirsi, Damón, Lauso, Erastro, Daranio, Arsindo y los cuatro lastimados Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con las pastoras Galatea, Florisa, Silveria y su amiga Belisa, por quien Marsilo moría. Juntos, pues, todos estos, el venerable Aurelio les dijo que sería bien partirse luego de aquel lugar, para llegar a tiempo de pasar la siesta en el Arro yo de las Palmas, pues tan acomodado sitio era para ello. A todos pareció bien lo que Aurelio decía; y luego, con reposados pasos, hacia donde él dijo se encaminaron. Mas, como la hermosa vista de la pastora Belisa no dejase reposar los espíritus de Marsilo, quisiera él, si pudiera y le fuera lícito, llegarse a ella y decirle la sinrazón que con él usaba; mas, por no perder el decoro que a la honestidad de Belisa se debía, estábase el triste más mudo de lo que había menester su deseo. Los mesmos efectos y accidentes hacía amor en las almas de los enamorados Elicio y Erastro, que cada cual por sí quisiera decir a Galatea lo que ya ella bien sabía. A esta sazón, dijo Aurelio:
-No me parece bien, pastores, que os mostréis tan avaros que no queráis corresponder y pagar lo que debéis a las calandrias y ruiseñoles y a los otros pintados pajarillos que por entre estos árboles con su no aprendida y maravillosa armonía os van entretiniendo y regocijando. Tocad vuestros instrumentos y levantad vuestras sonoras voces, y mostraldes que el arte y destreza vuestra en la música a la natural suya se aventaja; y con tal entretenimiento sentiremos menos la pesadumbre del camino y los rayos del sol, que ya parece que van amenazando el rigor con que esta siesta han de herir la tierra.
Poco fue menester para ser Aurelio obedecido, porque luego Erastro tocó su zampoña y Arsindo su rabel, al son de los cuales instrumentos, dando todos la mano a Elicio, él comenzó a cantar desta manera:
ELICIO
Por lo imposible peleo,
y si quiero retirarme,
ni paso ni senda veo;
que hasta vencer o acabarme,
tras sí me lleva el deseo. 5
Y, aunque sé que aquí es forzoso
antes morir que vencer,
cuando estoy más peligroso,
entonces vengo a tener
mayor fe en lo más dudoso. 10
El cielo que me condemna
a no esperar buena andanza,
me da siempre a mano llena,
sin las sombras de esperanza,
mil certidumbres de pena. 15
Mas mi pecho valeroso,
que se abrasa y se resuelve
en vivo fuego amoroso,
en contracambio, le vuelve
mayor fe en lo más dudoso. 20
Inconstancia, firme duda,
falsa fe, cierto temor,
voluntad de amor desnuda,
nunca turban el amor
que de firme no se muda. 25
Vuele el tiempo presuroso,
suceda ausencia o desdén,
crezca el mal, mengüe el reposo,
que yo tendré por mi bien
mayor fe en lo más dudoso. 30
¿No es conoscida locura
y notable desvarío
querer yo lo que ventura
me niega, y el hado mío
y la suerte no asegura? 35
De todo estoy temeroso;
no hay gusto que me entretenga,
y en trance tan peligroso,
me hace el amor que tenga
mayor fe en lo más dudoso. 40
Alcanzo de mi dolor
que está en tal término puesto,
que llega donde el amor;
y el imaginar en esto,
tiempla en parte su rigor. 45
De pobre y menesteroso,
doy a la imaginación
alivio tan congojoso,
porque tenga el corazón
mayor fe en lo más dudoso. 50
Y más agora, que vienen
de golpe todos los males;
y para que más me penen,
aunque todos son mortales,
en la vida me entretienen. 55
Mas, en fin, si un fin hermoso
nuestra vida en honra sube,
el mío me hará famoso,
porque en muerte y vida tuve
mayor fe en lo más dudoso. 60
Parecióle a Marsilo que lo que Elicio había cantado tan a su propósito hacía, que quiso seguirle en el mesmo concepto; y así, sin esperar que otro le tomase la mano, al son de los mesmos instrumentos, desta manera comenzó a cantar:
MARSILO
¡Cuán fácil cosa es llevarse
el viento las esperanzas
que pudieron fabricarse
de las vanas confianzas
que suelen imaginarse! 5
Todo concluye y fenece:
las esperanzas de amor,
los medios qu’el tiempo ofresce;
mas en el buen amador
sola la fe permanece. 10
Ella en mí tal fuerza alcanza,
que, a pesar de aquel desdén,
lleno de desconfianza,
siempre me asegura un bien
que sustenta la esperanza. 15
Y, aunqu’el amor desfallece
en el blanco, airado pecho
que tanto mis males cresce,
en el mío, a su despecho,
sola la fe permanece. 20
Sabes, amor, tú, que cobras
tributo de mi fe cierta,
y tanto en cobrarle sobras,
que mi fe nunca fue muerta,
pues se aviva con mis obras. 25
Y sabes bien que descrece
toda mi gloria y contento
cuanto más tu furia cresce,
y que en mi alma de asiento
sola la fe permanece. 30
Pero si es cosa notoria,
y no hay poner duda en ella,
que la fe no entra en la gloria,
yo, que no estaré sin ella,
¿qué triunfo espero o victoria? 35
Mi sentido desvanece
con el mal que se figura;
todo el bien desaparece;
y entre tanta desventura,
sola la fe permanece. 40
Con un profundo sospiro dio fin a su canto el lastimado Marsilo; y luego Erastro, dando su zampoña, sin más detenerse, desta manera comenzó a cantar:
ERASTRO
En el mal que me lastima
y en el bien de mi dolor,
es mi fe de tanta estima
que ni huye del temor,
ni a la esperanza se arrima. 5
No la turba o desconcierta
ver que está mi pena cierta
en su difícil subida,
ni que consumen la vida
fe viva, esperanza muerta. 10
Milagro es éste en mi mal;
mas eslo porque mi bien,
si viene, venga a ser tal,
que, entre mil bienes, le den
la palma por principal. 15
La fama, con lengua experta,
dé al mundo noticia cierta
qu’el firme amor se mantiene
en mi pecho, adonde tiene
fe viva, esperanza muerta. 20
Vuestro desdén riguroso
y mi humilde merescer,
me tienen tan temeroso
que, ya que os supe querer,
ni puedo hablaros, ni oso. 25
Veo de contino abierta
a mi desdicha la puerta,
y que acabo poco a poco,
porque con vos valen poco
fe viva, esperanza muerta. 30
No llega a mi fantasía
un tan loco desvaneo,
como es pensar que podría
el menor bien que deseo
alcanzar por la fe mía. 35
Podéis, pastora, estar cierta
qu’el alma rendida acierta
a amaros cual merecéis,
pues siempre en ella hallaréis
fe viva, esperanza muerta. 40
Calló Erastro; y luego, el ausente Crisio, al son de los mesmos instrumentos, desta suerte comenzó a cantar:
CRISIO
Si a las veces desespera
del bien la firme afición,
quien desmaya en la carrera
de la amorosa pasión,
¿qué fruto o qué premio espera? 5
Yo no sé quien se asegura
gloria, gustos y ventura
por un ímpetu amoroso,
si en él y en el más dichoso
no es fe la fe que no dura. 10
En mil trances ya sabidos
se han visto, y en los de amores,
los soberbios y atrevidos,
al principio vencedores,
y a la fin quedar vencidos. 15
Sabe el que tiene cordura
que en la firmeza se apura
el triunfo de la batalla,
y sabe que, aunque se halla,
no es fe la fe que no dura. 20
En el que quisiere amar
no más de por su contento,
es imposible durar
en su vano pensamiento
la fe que se ha de guardar. 25
Si en la mayor desventura
mi fe tan firme y segura
como en el bien no estuviera,
yo mismo della dijera:
no es fe la fe que no dura. 30
El ímpetu y ligereza
de un nuevo amador insano,
los llantos y la tristeza,
son nubes que en el verano
se deshacen con presteza. 35
No es amor el que le apura,
sino apetito y locura,
pues cuando quiere, no quiere:
no es amante el que no muere,
no es fe la fe que no dura. 40
A todos pareció bien la orden que los pastores en sus canciones guardaban, y con deseo atendían a que Tirsi o Damón comenzasen; mas presto se le cumplió Damón, pues, en acabando Crisio, al son de su mesmo rabel, cantó desta manera:
DAMÓN
Amarili, ingrata y bella,
¿quién os podrá enternecer,
si os vienen a endurescer
las ansias de mi querella
y la fe de mi querer? 5
¡Bien sabéis, pastora, vos
que en el amor que mantengo
a tan alto estremo vengo
que, después de la de Dios,
sola es fe la fe que os tengo! 10
Y, puesto que subo tanto
en amar cosa mortal,
tal bien encierra mi mal,
que al alma por él levanto
a su patria natural. 15
Por esto conozco y sé
que tal es mi amor, tan luengo
como muero y me entretengo,
y que, si en amor hay fe,
sola es fe la fe que os tengo. 20
Los muchos años gastados
en amorosos servicios,
del alma los sacrificios,
de mi fe y de mis cuidados
dan manifiestos indicios. 25
Por esto no os pediré
remedio al mal que sostengo;
y si a pedírosle vengo,
es, Amarili, porque
sola es fe la fe que os tengo. 30
En el mar de mi tormenta
jamás he visto bonanza,
y aquella alegre esperanza
con quien la fe se sustenta,
de la mía no se alcanza. 35
Del amor y de fortuna
me quejo; mas no me vengo,
pues por ellas a tal vengo
que, sin esperanza alguna,
sola es fe la fe que os tengo. 40
El canto de Damón acabó de confirmar en Timbrio y en Silerio la buena opinión que del raro ingenio de los pastores que allí estaban habían concebido; y más cuando, a persuasión de Tirsi y de Elicio, el ya libre y desdeñoso Lauso, al son de la flauta de Arsindo, soltó la voz en semejantes versos:
LAUSO
Rompió el desdén tus cadenas,
falso amor, y a mi memoria
el mesmo ha vuelto la gloria
de la ausencia de tus penas.
Llame mi fe quien quisiere 5
antojadiza, y no firme,
y en su opinión me confirme
como más le pareciere.
Diga que presto olvidé,
y que de un sotil cabello, 10
que un soplo pudo rompello,
colgada estaba mi fe.
Digan que fueron fingidos
mis llantos y mis sospiros,
y que del Amor los tiros 15
no pasaron mis vestidos.
Que no el ser llamado vano
y mudable me atormenta,
a trueco de ver esenta
mi cerviz del yugo insano. 20
Sé yo bien quién es Silena
y su condición estraña,
y que asegura y engaña
su apacible faz serena.
A su estraña gravedad 25
y a sus bajos bellos ojos,
no es mucho dar los despojos
de cualquiera voluntad.
Esto en la vista primera;
mas, después de conoscida, 30
por no verla, dar la vida,
y más, si más se pudiera.
Silena del cielo y mía,
muchas veces la llamaba
porque tan hermosa estaba 35
que del cielo parecía;
Mas ahora, sin recelo,
mejor la podré llamar
serena falsa del mar,
que no Silena del cielo. 40
Con los ojos, con la pluma,
con las veras y los juegos,
de amantes vanos y ciegos
prende innumerable suma.
Siempre es primero el postrero; 45
mas el más enamorado
al cabo es tan maltratado
cuanto querido primero.
¡Oh cuánto más se estimara
de Silena la hermosura, 50
si el proceder y cordura
a su belleza igualara!
No le falta discreción;
mas empléala tan mal,
que le sirve de dogal 55
que ahoga su presumpción.
Y no hablo de corrido,
pues sería apasionado,
pero hablo de engañado
y sin razón ofendido. 60
Ni me ciega la pasión,
ni el deseo de su mengua:
que siempre siguió mi lengua
los términos de razón.
Sus muchos antojos varios, 65
su mudable pensamiento,
le vuelven cada momento
los amigos en contrarios.
Y pues hay por tantos modos
enemigos de Silena, 70
o ella no es toda buena,
o son ellos malos todos.
Acabó Lauso su canto; y, aunque él creyó que ninguno le entendía, por ignorar el disfrazado nombre de Silena, más de tres de los que allí iban la conoscieron, y aun se maravillaron que la modestia de Lauso a ofender alguno se estendiese: principalmente a la disfrazada pastora, de quien tan enamorado le habían visto. Pero en la opinión de Damón, su amigo, quedó bien disculpado, porque conoscía el término de Silena y sabía el que con Lauso había usado, y de lo que no dijo se maravillaba. Acabó, como se ha dicho, Lauso; y, como Galatea estaba informada del estremo de la voz de Nísida, quiso, por obligarla, cantar ella primero; y por esto, antes que otro pastor comenzase, haciendo señal a Arsindo que en tañer su flauta procediese, al son della, con su estremada voz, cantó desta manera:
GALATEA
Tanto cuanto el amor convida y llama
al alma con sus gustos de aparencia,
tanto más huye su mortal dolencia
quien sabe el nombre que le da la fama.
Y el pecho opuesto a su amorosa llama, 5
armado de una honesta resistencia,
poco puede empecerle su inclemencia,
poco su fuego y su rigor le inflama.
Segura está, quien nunca fue querida
ni supo querer bien, de aquella lengua 10
que en su deshonra se adelgaza y lima;
mas si el querer y el no querer da mengua,
¿en qué ejercicios pasará la vida
la que más que al vivir la honra estima?
Bien se echó de ver en el canto de Galatea que respondía al malicioso de Lauso, y que no estaba mal con las voluntades libres, sino con las lenguas maliciosas y los ánimos dañados, que, en no alcanzando lo que quieren, con vierten el amor que un tiempo mostraron en un odio malicioso y detestable, como ella en Lauso imaginaba; pero quizá saliera deste engaño, si la buena condición de Lauso conosciera y la mala de Silena no ignorara. Luego que Galatea acabó de cantar, con corteses palabras rogó a Nísida que lo mesmo hiciese; la cual, como era tan comedida como hermosa, sin hacerse de rogar, al son de la zampoña de Florisa, cantó desta suerte:
NÍSIDA
Bien puse yo valor a la defensa
del duro encuentro y amoroso asalto;
bien levanté mi presumpción en alto
contra el rigor de la notoria ofensa.
Mas fue tan reforzada y tan intensa 5
la batería, y mi poder tan falto,
que sin cogerme amor de sobresalto,
me dio a entender su potestad inmensa.
Valor, honestidad, recogimiento,
recato, ocupación, esquivo pecho, 10
amor con poco premio lo conquista.
Ansí que, para huir el vencimiento,
consejos jamás fueron de provecho:
desta verdad testigo soy de vista.
Cuando Nísida acabó de cantar y acabó de admirar a Galatea y a los que escuchado la habían, estaban ya bien cerca del lugar adonde tenían determinado de pasar la siesta; pero en aquel poco espacio le tuvo Belisa para cumplirlo que Silveria le rogó, que fue que algo cantase; la cual, acompañándola el son de la flauta de Arsindo, cantó lo que se sigue:
BELISA
Libre voluntad esenta,
atended a la razón
que nuestro crédito augmenta;
dejad la vana afición,
engendradora de afrenta; 5
que cuando el alma se encarga
de alguna amorosa carga,
a su gusto es cualquier cosa
compusición venenosa
con jugo de adelfa amarga. 10
Por la mayor cantidad
de la riqueza subida
en valor y en calidad,
no es bien dada ni vendida
la preciosa libertad. 15
¿Pues, quién se pondrá a perdella
por una simple querella
de un amador porfiado,
si cuanto bien hay crïado
no se compara con ella? 20
Si es insufrible dolor
tener en prisión esquiva
el cuerpo libre de amor,
tener el alma captiva
¿no será pena mayor? 25
Sí será, y aun de tal suerte,
que remedio a mal tan fuerte
no se halla en la paciencia,
en años, valor o sciencia,
porque sólo está en la muerte. 30
Vaya, pues, mi sano intento
lejos deste desvarío;
huiga tan falso contento;
rija mi libre albedrío
a su modo el pensamiento; 35
mi tierna cerviz esenta
no permita ni consienta
sobre sí el yugo amoroso,
por quien se turba el reposo
y la libertad se ausenta. 40
Al alma del lastimado Marsilo llegaron los libres versos de la pastora, por la poca esperanza que sus palabras prometían de ser mejoradas sus obras; pero, como era tan firme la fe con que la amaba, no pudieron las notorias muestras de libertad que había oído hacer que él no quedase tan sin ella como hasta entonces estaba. Acabóse en esto el camino de llegar al Arroyo de las Palmas, y, aunque no llevaran intención de pasar allí la siesta, en llegando a él y en viendo la comodidad del hermoso sitio, él mismo a no pasar adelante les forzara. Llegados, pues, a él, luego el venerable Aurelio ordenó que todos se sentasen junto al claro y espejado arroyo, que por entre la menuda yerba corría, cuyo nascimiento era al pie de una altísima y antigua palma, que por no haber en todas las riberas de Tajo sino aquélla y otra que junto a ella estaba, aquel lugar y arroyo el de las Palmas era llamado. Y, después de sentados, con más voluntad y llaneza que de costosos manjares, de los pastores de Aurelio fueron servidos, satisfaciendo la sed con las claras y frescas aguas que el limpio arroyo les ofrescía; y, en acabando la breve y sabrosa comida, algunos de los pastores se dividieron y apartaron a buscar algún apartado y sombrío lugar donde restaurar pudiesen las no dormidas horas de la pasada noche; y sólo se quedaron solos los de la compañía y aldea de Aurelio, con Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, Tirsi y Damón, a quien les pareció ser mejor gustar de la buena conversación que allí se esperaba, que de cualquier otro gusto que el sueño ofrecerles podía. Adivinada, pues, y casi conoscida esta su intención de Aurelio, les dijo:
-Bien será, señores, que los que aquí estamos, ya que entregarnos al dulce sueño no habemos querido, que este tiempo que le hurtamos no dejemos de aprovecharle en cosa que más de nuestro gusto sea; y la que a mí me parece que no podrá dejar de dárnosle, es que cada cual, como mejor supiere, muestre aquí la agudeza de su ingenio, proponiendo alguna pregunta o enigma, a quien esté obligado a responder el compañero que a su lado estuviere; pues con este ejercicio se granjearán dos cosas: la una, pasar con menos enfado las horas que aquí estuviéremos; la otra, no cansar tanto nuestros oídos con oír siempre lamentaciones de amor y endechas enamoradas.
Conformáronse todos luego con la voluntad de Aurelio; y, sin mudarse del lugar do estaban, el primero que comenzó a preguntar fue el mesmo Aurelio, diciendo desta manera:
AURELIO
¿Cuál es aquel poderoso
que desde oriente a occidente
es conoscido y famoso?
A veces, fuerte y valiente:
otras, flaco y temeroso; 5
quita y pone la salud,
muestra y cubre la virtud
en muchos más de una vez,
es más fuerte en la vejez
que en la alegre joventud. 10
Múdase en quien no se muda
por estraña preeminencia,
hace temblar al que suda,
y a la más rara elocuencia
suele tornar torpe y muda; 15
con diferentes medidas,
anchas, cortas y estendidas,
mide su ser y su nombre,
y suele tomar renombre
de mil tierras conoscidas. 20
Sin armas vence al armado,
y es forzoso que le venza,
y aquél que más le ha tratado,
mostrando tener vergüenza,
es el más desvergonzado. 25
Y es cosa de maravilla
que en el campo y en la villa,
a capitán de tal prueba
cualquier hombre se le atreva,
aunque pierda en la rencilla. 30
Tocó la respuesta desta pregunta al anciano Arsindo, que junto a Aurelio estaba; y, habiendo un poco considerado lo que significar podía, al fin le dijo:
-Paréceme, Aurelio, que la edad nuestra nos fuerza a andar más enamorados de lo que significa tu pregunta que no de la más gallarda pastora que se nos pueda ofrecer, porque si no me engaño, el poderoso y conoscido que dices es el vino, y en él cuadran todos los atributos que le has dado.
-Verdad dices, Arsindo -respondió Aurelio-, y estoy para decir que me pesa de haber propuesto pregunta que con tanta facilidad haya sido declarada; mas di tú la tuya, que al lado tienes quien te la sabrá desatar, por más añudada que venga.
-Que me place -dijo Arsindo.
Luego propuso la siguiente:
ARSINDO
¿Quién es quien pierde el color
donde se suele avivar,
y luego torna a cobrar
otro más vivo y mejor?
Es pardo en su nascimiento, 5
y después negro atezado,
y al cabo tan colorado,
que su vista da contento.
No guarda fueros ni leyes,
tiene amistad con las llamas, 10
visita a tiempos las camas
de señores y de reyes.
Muerto, se llama varón,
y vivo, hembra se nombra;
tiene el aspecto de sombra; 15
de fuego, la condición.
Era Damón el que al lado de Arsindo estaba, el cual, apenas había acabado Arsindo su pregunta, cuando le dijo:
-Paréceme, Arsindo, que no es tan escura tu demanda como lo que significa, porque si mal no estoy en ella, el carbón es por quien dices que muerto se llama varón y encendido y vivo brasa, que es nombre de hembra, y todas las demás partes le convienen en todo como ésta; y si quedas con la mesma pena que Aurelio, por la facilidad con que tu pregunta ha sido entendida, yo os quiero tener compañía en ella, pues Tirsi, a quien toca responderme, nos hará iguales.
Y luego dijo la suya:
DAMÓN
¿Cuál es la dama polida,
aseada y bien compuesta,
temerosa y atrevida,
vergonzosa y deshonesta,
y gustosa y desabrida? 5
Si son muchas -porque asombre-,
mudan de mujer el nombre
en varón; y es cierta ley
que va con ellas el rey
y las lleva cualquier hombre. 10
-Bien es, amigo Damón -dijo luego Tirsi-, que salga verdadera tu porfía, y que quedes con la pena de Aurelio y Arsindo, si alguna tienen, porque te hago saber que sé que lo que encubre tu pregunta es la carta y el pliego de cartas.
Concedió Damón lo que Tirsi dijo, y luego Tirsi propuso desta manera:
TIRSI
¿Quién es la que es toda ojos
de la cabeza a los pies,
y a veces, sin su interés,
causa amorosos enojos?
También suele aplacar riñas, 5
y no le va ni le viene,
y, aunque tantos ojos tiene,
se descubren pocas niñas.
Tiene nombre de un dolor
que se tiene por mortal, 10
hace bien y hace mal,
enciende y tiempla el amor.
En confusión puso a Elicio la pregunta de Tirsi, porque a él tocaba responder a ella, y casi estuvo por darse, como dicen, por vencido; pero, a cabo de poco, vino a decir que era la celosía; y, concediéndolo Tirsi, luego Elicio preguntó lo siguiente:
ELICIO
Es muy escura y es clara;
tiene mil contrariedades:
encúbrenos las verdades,
y al cabo nos las declara.
Nasce, a veces, de donaire, 5
otras, de altas fantasías,
y suele engendrar porfías
aunque trate cosas de aire.
Sabe su nombre cualquiera,
hasta los niños pequeños; 10
son muchas y tiene dueños
de diferente manera.
No hay vieja que no se abrace
con una destas señoras;
son de gusto algunas horas: 15
cuál cansa, cuál satisface.
Sabios hay que se desvelan
por sacarles los sentidos,
y algunos quedan corridos
cuanto más sobre ello velan. 20
Cuál es nescia, cuál curiosa,
cuál fácil, cuál intricada,
pero sea o no sea nada,
decidme qué es cosa y cosa.
No podía Timbrio atinar con lo que significaba la pregunta de Elicio, y casi comenzó a correrse de ver que más que otro alguno se tardaba en la respuesta, mas ni aun por eso venía en el sentido della; y tanto se detuvo, que Galatea, que estaba después de Nísida, dijo:
-Si vale a romper la orden que está dada, y puede responder el que primero supiere, yo por mí digo que sé lo que significa la propuesta enigma, y estoy por declararla, si el señor Timbrio me da licencia.
-Por cierto, hermosa Galatea -respondió Timbrio-, que conozco yo que, así como a mí me falta, os sobra a vos ingenio para aclarar mayores dificultades; pero, con todo eso, quiero que tengáis paciencia hasta que Elicio la torne a decir, y si desta vez no la acertare, confirmarse ha con más veras la opinión que de mi ingenio y del vuestro tengo.
Tornó Elicio a decir su pregunta, y luego Timbrio declaró lo que era, diciendo:
-Con lo mesmo que yo pensé que tu demanda, Elicio, se escurescía, con eso mesmo me parece que se declara, pues el último verso dice que te digan qué es cosa y cosa, y así yo te respondo a lo que me dices, y digo que tu pregunta es el «qué es cosa y cosa»; y no te maravilles haberme tardado en la respuesta, porque más me maravillara yo de mi ingenio si más presto respondiera, el cual mostrará quién es en el poco artificio de mi pregunta, que es ésta:
TIMBRIO
¿Quién es el que, a su pesar,
mete sus pies por los ojos,
y sin causarles enojos,
les hace luego cantar?
El sacarlos es de gusto, 5
aunque, a veces, quien los saca,
no sólo su mal no aplaca,
mas cobra mayor disgusto.
A Nísida tocaba responder a la pregunta de Timbrio, mas no fue posible que la adevinasen ella ni Galatea, que se le seguían. Y, viendo Orompo que las pastoras se fatigaban en pensar lo que significaba, les dijo:
-No os canséis, señoras, ni fatiguéis vuestros entendimientos en la declaración desta enigma, porque podría ser que ninguna de vosotras en toda su vida hubiese visto la figura que la pregunta encubre; y así, no es mucho que no deis en ella; que si de otra suerte fuera, bien seguros estábamos de vuestros entendimientos, que en menos espacio, otras más dificultosas hubiérades declarado. Y por esto, con vuestra licencia, quiero yo responder a Timbrio y decirle que su demanda significa un hombre con grillos, pues cuando saca los pies de aquellos ojos que él dice, o es para ser libre, o para llevarle al suplicio. Porque veáis, pastoras, si tenía yo razón de imaginar que quizá ninguna de vosotras había visto en toda su vida cárceles ni prisiones.
-Yo por mí sé decir -dijo Galatea- que jamás he visto aprisionado alguno.
Lo mesmo dijeron Nísida y Blanca; y luego Nísida propuso su pregunta en esta forma:
NÍSIDA
Muerde el fuego, y el bocado
es daño y bien del mordido;
no pierde sangre el herido,
aunque se ve acuchillado;
mas, si es profunda la herida, 5
y de mano que no acierte,
causa al herido la muerte,
y en tal muerte está su vida.
Poco se tardó Galatea en responder a Nísida, porque luego le dijo:
-Bien sé que no me engaño, hermosa Nísida, si digo que a ninguna cosa se puede mejor atribuir tu enigma que a las tijeras de despabilar y a la vela o cirio que despabilan. Y si esto es verdad, como lo es, y quedas satisfecha de mi respuesta, escucha ahora la mía, que no con menos facilidad espero que será declarada de tu hermana, que yo he hecho la tuya.
Y luego la dijo; que fue ésta:
GALATEA
Tres hijos que de una madre
nascieron con ser perfecto,
y de un hermano era nieto
el uno, y el otro padre;
y estos tres tan sin clemencia 5
a su madre maltrataban
que mil puñadas la daban,
mostrando en ello su sciencia.
Considerando estaba Blanca lo que podía significar la enigma de Galatea, cuando vieron atravesar corriendo, por junto al lugar donde estaban, dos gallardos pastores, mostrando en la furia con que corrían que alguna cosa de importancia les forzaba a mover los pasos con tanta ligereza; y luego, en el mismo instante, oyeron unas dolorosas voces, como de personas que socorro pedían. Y con este sobresalto se levantaron todos, y siguieron el tino donde las voces sonaban; y, a pocos pasos, salieron de aquel deleitoso sitio y dieron sobre la ribera del fresco Tajo, que por allí cerca mansamente corría; y, apenas vieron el río, cuando se les ofreció a la vista la más estraña cosa que imaginar pudieran, porque vieron dos pastoras, al parecer de gentil donaire, que tenían a un pastor asido de las faldas del pellico con toda la fuerza a ellas posible porque el triste no se ahogase, porque tenía ya el medio cuerpo en el río y la cabeza debajo del agua, forcejando con los pies por desasirse de las pastoras, que su desesperado intento estorbaban, las cuales ya casi querían soltarle, no pudiendo vencer al tesón de su porfía con las débiles fuerzas suyas. Mas, en esto, llegaron los dos pastores que corriendo habían venido, y, asiendo al desesperado, le sacaron del agua a tiempo que ya todos los demás llegaban, espantándose del estraño espectáculo, y más lo fueron cuando conoscieron que el pastor que quería ahogarse era Galercio, el hermano de Artidoro, y las pastoras eran Maurisa, su hermana, y la hermosa Teolinda; las cuales, como vieron a Galatea y a Florisa, con lágrimas en los ojos corrió Teolinda a abrazar a Galatea, diciendo:
-¡Ay, Galatea, dulce amiga y señora mía, cómo ha cumplido esta desdichada la palabra que te dio de volver a verte y a decirte las nuevas de su contento!
-De que le tengas, Teolinda -respondió Galatea-, holgaré yo tanto cuanto te lo asegura la voluntad que de mí para servirte tienes conoscida; mas parésceme que no acreditan tus ojos tus palabras, ni aun ellas me satisfacen de modo que imagine buen suceso de tus deseos.
En tanto que Galatea con Teolinda esto pasaba, Elicio y Arsindo, con los otros pastores, habían desnudado a Galercio; y, al desceñirle el pellico, que con todo el vestido mojado estaba, se le cayó un papel del seno, el cual alzó Tirsi, y abriéndole, vio que eran versos, y por no poderlos leer, por estar mojados, encima de una alta rama le puso al rayo del sol para que se enjugase. Pusieron a Galercio un gabán de Arsindo, y el desdichado mozo estaba como atónito y embelesado, sin hablar palabra alguna, aunque Elicio le preguntaba qué era la causa que a tan estraño término le había conducido; mas por él respondió su hermana Maurisa, diciendo:
-Alzad los ojos, pastores, y veréis quién es la ocasión que al desgraciado de mi hermano en tan estraños y desesperados puntos ha puesto.
Por lo que Maurisa dijo, alzaron los pastores los ojos, y vieron encima de una pendiente roca que sobre el río caía una gallarda y dispuesta pastora, sentada sobre la mesma peña, mirando con risueño semblante todo lo que los pastores hacían, la cual fue luego de todos conoscida por la cruel Gelasia.
-Aquella desamorada, aquella desconoscida -siguió Maurisa-, es, señores, la enemiga mortal deste desventurado hermano mío, el cual, como ya todas estas riberas saben y vosotras no ignoráis, la ama, la quiere y la adora; y, en cambio de los continuos servicios que siempre le ha hecho y de las lágrimas que por ella ha derramado, esta mañana, con el más esquivo y desamorado desdén que jamás en la crueldad pudiera hallarse, le mandó que de su presencia se partiese y que ahora ni nunca jamás a ella tornase. Y quiso tan de veras mi hermano obedecerla, que procuraba quitarse la vida, por escusar la ocasión de nunca traspasar su mandamiento; y si, por dicha, estos pastores tan presto no llegaran, llegado fuera ya el fin de mi alegría y el de los días de mi lastimado hermano.
En admiración puso lo que Maurisa dijo a todos los que la escucharon, y más admirados quedaron cuando vieron que la cruel Gelasia, sin moverse del lugar donde estaba, y sin hacer cuenta de toda aquella compañía, que los ojos en ella tenía puestos, con un estraño donaire y desdeñoso brío, sacó un pequeño rabel de su zurrón, y, parándosele a templar muy despacio, a cabo de poco rato, con voz en estremo buena, comenzó a cantar desta manera:
GELASIA
¿Quién dejará del verde prado umbroso
las frescas yerbas y las frescas fuentes?
¿Quién de seguir con pasos diligentes
la suelta liebre o jabalí cerdoso?
¿Quién, con el son amigo y sonoroso, 5
no detendrá las aves inocentes?
¿Quién, en las horas de la siesta ardientes,
no buscará en las selvas el reposo,
por seguir los incendios, los temores,
los celos, iras, rabias, muertes, penas 10
del falso amor, que tanto aflige al mundo?
Del campo son y han sido mis amores;
rosas son y jazmines mis cadenas;
libre nascí, y en libertad me fundo.
Cantando estaba Gelasia, y en el movimiento y ademán de su rostro, la desamorada condición suya descubría. Mas, apenas hubo llegado al último verso de su canto, cuando se levantó con una estraña ligereza, y, como si de alguna cosa espantable huyera, así comenzó a correr por la peña abajo, dejando a los pastores admirados de su condición y confusos de su corrida. Mas luego vieron qué era la causa della con ver al enamorado Lenio, que con tirante paso, por la mesma peña subía, con intención de llegar adonde Gelasia estaba; pero no quiso ella aguardarle, por no faltar de corresponder en un solo punto a la crueldad de su propósito. Llegó el cansado Lenio a lo alto de la peña cuando ya Gelasia estaba al pie della, y, viendo que no detenía el paso, sino que con más presteza por la espaciosa campaña le tendía, con fatigado aliento y laso espíritu, se sentó en el mesmo lugar donde Gelasia había estado, y allí comenzó con desesperadas razones a maldecir su ventura y la hora en que alzó la vista a mirar a la cruel pastora Gelasia; y en aquel mesmo instante, como arrepentido de lo que decía, tornaba a bendecir sus ojos y a tener por dichosa y buena la ocasión que en tales términos le tenía. Y luego, incitado y movido de un furioso accidente, arrojó lejos de sí el cayado, y, desnudándose el pellico, le entregó a las aguas del claro Tajo, que junto al pie de la peña corría, lo cual visto por los pastores que mirándole estaban, sin duda creyeron que la fuerza de la enamorada pasión le sacaba de juicio; y así, Elicio y Erastro comenzaron a subir la peña para estorbarle que no hiciese algún otro desatino que le costase más caro. Y, puesto que Lenio los vio subir, no hizo otro movimiento alguno si no fue sacar de su zurrón su rabel, y con un nuevo y estraño reposo se tornó asentar; y, vuelto el rostro hacia donde su pastora huía, con voz suave y de lágrimas acompañada, comenzó a cantar desta suerte:
LENIO
¿Quién te impele, crüel? ¿Quién te desvía?
¿Quién te retira del amado intento?
¿Quién en tus pies veloces alas cría,
con que corres ligera más qu’el viento?
¿Por qué tienes en poco la fe mía, 5
y desprecias el alto pensamiento?
¿Por qué huyes de mí? ¿Por qué me dejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
¿Soy, por ventura, de tan bajo estado
que no merezca ver tus ojos bellos? 10
¿Soy pobre? ¿Soy avaro? ¿Hasme hallado
en falsedad desde que supe vellos?
La condición primera no he mudado.
¿No pende del menor de tus cabellos
mi alma? Pues ¿por qué de mí te alejas? 15
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
Tome escarmiento tu altivez sobrada
de ver mi libre voluntad rendida,
mira mi antigua presumpción trocada
y en amoroso intento convertida. 20
Mira que contra amor no puede nada
la más esenta descuidada vida.
Detén el paso ya: ¿por qué le aquejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
Vime cual tú te ves, y ahora veo 25
que como fui jamás espero verme:
tal me tiene la fuerza del deseo;
tal quiero, que se estrema en no quererme.
Tú has ganado la palma, tú el trofeo
de que amor pueda en su prisión tenerme; 30
tú me rendiste: ¿y tú de mí te quejas?
¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!
En tanto que el lastimado pastor sus dolorosas quejas entonaba, estaban los demás pastores reprehendiendo a Galercio su mal propósito, afeándole el dañado intento que había mostrado. Mas el desesperado mozo a ninguna cosa respondía, de que no poco Maurisa se fatigaba, creyendo que, en dejándole solo, había de poner en ejecución su mal pensamiento. En este medio, Galatea y Florisa, apartándose con Teolinda, le preguntaron qué era la causa de su tornada y si por ventura había sabido ya de su Artidoro; a lo cual ella respondió llorando:
-«No sé qué os diga, amigas y señoras mías, sino que el cielo quiso que yo hallase a Artidoro para que enteramente le perdiese; porque habréis de saber que aquella mal considerada y traidora hermana mía, que fue el principio de mi desventura, aquella mesma ha sido la ocasión del fin y remate de mi contento; porque, sabiendo ella, así como llegamos con Galercio y Maurisa a su aldea, que Artidoro estaba en una montaña no lejos de allí con su ganado, sin decirme nada, se partió a buscarle. Hallóle, y, fingiendo ser yo -que para sólo este daño ordenó el cielo que nos pareciésemos-, con poca dificultad le dio a entender que la pastora que en nuestra aldea le había desdeñado era una su hermana que en estremo le parecía. En fin, le contó por suyos todos los pasos que yo por él he dado, y los estremos de dolor que he padecido; y, como las entrañas del pastor estaban tan tiernas y enamoradas, con harto menos que la traidora le dijera fuera dél creída, como la creyó, tan en mi perjuicio que, sin aguardar que la Fortuna mezclase en su gusto algún nuevo impedimento, luego en el mesmo instante dio la mano a Leonarda de ser un legítimo esposo, creyendo que se la daba a Teolinda. Veis aquí, pastoras, en qué ha parado el fruto de mis lágrimas y sospiros; veis aquí ya arrancada de raíz toda mi esperanza; y lo que más siento es que haya sido por la mano que a sustentarla estaba más obligada. Leonarda goza de Artidoro por el medio del falso engaño que os he contado, y, puesto que ya él lo sabe, aunque debe de haber sentido la burla, hala disimulado, como discreto.
»Llegaron luego al aldea las nuevas de su casamiento, y con ellas las del fin de mi alegría. Súpose también el artificio de mi hermana, la cual dio por disculpa ver que Galercio, a quien tanto ella amaba, por la pastora Gelasia se perdía, y que así le pareció más fácil reducir a su voluntad la enamorada de Artidoro que no la desesperada de Galercio; y que, pues los dos eran uno solo en cuanto a la apariencia y gentileza, que ella se tenía por dichosa y bien afortunada con la compañía de Artidoro. Con esto se disculpa, como he dicho, la enemiga de mi gloria. Y así, yo, por no verla gozar de la que de derecho se me debía, dejé el aldea y la presencia de Artidoro, y, acompañada de las más tristes imaginaciones que imaginar se pueden, venía a daros las nuevas de mi desdicha en compañía de Maurisa, que ansimesmo viene con intención de contaros lo que Grisaldo ha hecho después que supo el hurto de Rosaura. Y esta mañana, al salir del sol, topamos con Galercio, el cual, con tiernas y enamoradas razones, estaba persuadiendo a Gelasia que bien le quisiese; mas ella, con el más estraño desdén y esquiveza que decir se puede, le mandó que se le quitase delante y que no fuese osado de jamás hallarla, y el desdichado pastor, apretado de tan recio mandamiento y de tan estraña crueldad, quiso cumplirle, haciendo lo que habéis visto. Todo esto es lo que por mí ha pasado, amigas mías, después que de vuestra presencia me partí.» Ved ahora si tengo más que llorar que antes, y si se ha augmentado la ocasión para que vosotras os ocupéis en consolarme, si acaso mi mal recibiese consuelo.
No dijo más Teolinda, porque la infinidad de lágrimas que le vinieron a los ojos, y los sospiros que del alma arrancaba, impidieron el oficio a la lengua; y, aunque las de Galatea y Florisa quisieron mostrarse expertas y elocuentes en consolarla, fue de poco efecto su trabajo. Y en el tiempo que entre las pastoras estas razones pasaban, se acabó de enjugar el papel que Tirsi a Galercio del seno sacado había, y deseoso de leerle, le tomó, y vio que desta manera decía:
GALERCIO A GELASIA
¡Ángel de humana figura,
furia con rostro de dama,
fría y encendida llama
donde mi alma se apura!
Escucha las sinrazones, 5
de tu desamor causadas,
de mi alma trasladadas
en estos tristes renglones.
No escribo por ablandarte,
pues con tu dureza estraña 10
no valen ruegos ni maña,
ni servicios tienen parte.
Escríbote porque veas
la sinrazón que me haces,
y cuán mal que satisfaces 15
al valor de que te arreas.
Que alabes la libertad
es muy justo, y razón tienes;
mas mira que la mantienes
sólo con la crueldad; 20
y no es justo lo que ordenas:
querer, sin ser ofendida,
sustentar tu libre vida
con tantas muertes ajenas.
No imagines que es deshonra 25
que te quieran todos bien,
ni que está en usar desdén
depositada tu honra.
Antes, templando el rigor
de los agravios que haces, 30
con poco amor satisfaces
y cobras nombre mejor.
Tu crueldad me da a entender
que las sierras te engendraron,
o que los montes formaron 35
tu duro, indomable ser;
que en ellos es tu recreo,
y en los páramos y valles,
do no es posible que halles
quien te enamore el deseo. 40
En una fresca espesura
una vez te vi sentada,
y dije: «Estatua es formada
aquélla de piedra dura».
Y, aunque el moverte después 45
contradijo a mi opinión,
«en fin, en la condición
-dije-, más que estatua es».
¡Y ojalá que estatua fueras
de piedra, que yo esperara 50
qu’el cielo por mí cambiara
tu ser, y en mujer volvieras!
Que Pigmaleón no fue
tanto a la suya rendido,
como yo te soy y he sido, 55
pastora, y siempre seré.
Con razón, y de derecho,
del mal y bien me das pago:
pena por el mal que hago,
gloria por el bien que he hecho. 60
En el modo que me tratas
tal verdad es conoscida:
con la vista me das vida,
con la condición me matas.
Dese pecho que se atreve 65
a esquivar de Amor los tiros,
el fuego de mis sospiros
deshaga un poco la nieve.
Concédase al llanto mío,
y al nunca admitir descanso, 70
que vuelva agradable y manso
un solo punto tu brío.
Bien sé que habrás de decir
que me alargo, y yo lo creo;
pero acorta tú el deseo, 75
y acortaré yo el pedir.
Mas, según lo que me das
en cuantas demandas toco,
a ti te importa muy poco
que pida menos o más. 80
Si de tu estraña dureza
pudiera reprehenderte,
y aquella señal ponerte
que muestra nuestra flaqueza,
dijera, viendo tu ser, 85
y no así como se enseña:
«Acuérdate que eres peña,
y en peña te has de volver».
Mas seas peña o acero,
duro mármol o diamante, 90
de un acero soy amante,
a una peña adoro y quiero.
Si eres ángel disfrazado,
o furia, que todo es cierto,
por tal ángel vivo muerto, 95
y por tal furia penado.
Mejor le parecieron a Tirsi los versos de Galercio que la condición de Gelasia; y, quiriéndoselos mostrar a Elicio, viole tan mudado de color y de semblante que una imagen de muerto parescía. Llegóse a él, y cuando le quiso preguntar si algún dolor le fatigaba, no fue menester esperar su respuesta para entender la causa de su pena, porque luego oyó publicar entre todos los que allí estaban cómo los dos pastores que a Galercio socorrieron eran amigos del pastor lusitano con quien el venerable Aurelio tenía concertado de casar a Galatea, los cuales venían a decirle cómo de allí a tres días el venturoso pastor vendría a su aldea a concluir el felicísimo desposorio, y luego vio Tirsi que estas nuevas más nuevos y estraños accidentes de los causados habían de causar en el alma de Elicio. Pero, con todo esto, se llegó a él y le dijo:
-Ahora es menester, buen amigo, que te sepas valer de la discreción que tienes, pues en el peligro mayor se muestran los corazones valerosos; y asegúrote que no sé quién a mí me asegura que ha de tener mejor fin este negocio de lo que tú piensas. Disimula y calla, que si la voluntad de Galatea no gusta de corresponder de todo en todo a la de su padre, tú satisfarás la tuya, aprovechándote de las nuestras, y aun de todo el favor que te puedan ofrescer cuantos pastores hay en las riberas deste río y en las del manso Henares, el cual favor yo te ofrezco, que bien imagino que el deseo que todos han conocido que yo tengo de servirles, les obligará a hacer que no salga en vano lo que aquí te prometo.
Suspenso quedó Elicio viendo el gallardo y verdadero ofrescimiento de Tirsi, y no supo ni pudo responderle más que abrazarle estrechamente y decirle:
-El cielo te pague, discreto Tirsi, el consuelo que me has dado, con el cual, y con la voluntad de Galatea, que, a lo que creo, no discrepará de la nuestra, sin duda entiendo que tan notorio agravio como el que se hace a todas estas riberas en desterrar dellas la rara hermosura de Galatea, no pase adelante.
Y, tornándole a abrazar, tornó a su rostro la color perdida. Pero no tornó al de Galatea, a quien fue oír la embajada de los pastores como si oyera la sentencia de su muerte. Todo lo notaba Elicio y no lo podía disimular Erastro, ni menos la discreta Florisa, ni aun fue gustosa la nueva a ninguno de cuantos allí estaban. A esta sazón, ya el sol declinaba a su acostumbrada carrera, y, así por esto como por ver que el enamorado Lenio había seguido a Gelasia, y que allí no quedaba otra cosa que hacer, trayendo a Galercio y a Maurisa consigo, toda aquella compañía movió los pasos hacia el aldea, y, al llegar junto a ella, Elicio y Erastro se quedaron en sus cabañas, y con ellos Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo, Arsindo y Orfinio se quedaron, con otros algunos pastores; y de todos ellos, con corteses palabras y ofrescimientos, se despidieron los venturosos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, diciéndoles que otro día se pensaban partir a la ciudad de Toledo, donde había de ser el fin de su viaje; y, abrazando a todos los que con Elicio quedaban, se fueron con Aurelio, con el cual iban Florisa, Teolinda y Maurisa, y la triste Galatea, tan congojada y pensativa que, con toda su discreción, no podía dejar de dar muestras de estraño descontento. Con Daranio se fueron su esposa Silveria y la hermosa Belisa. Cerró en esto la noche y parecióle a Elicio que con ella se le cerraban todos los caminos de su gusto; y si no fuera por agasajar con buen semblante a los huéspedes que tenía aquella noche en su cabaña, él la pasara tan mala que desesperara de ver el día. La mesma pena pasaba el mísero Erastro, aunque con más alivio, porque sin tener respecto a nadie, con altas voces y lastimeras palabras maldecía su ventura y la acelerada determinación de Aurelio.
Estando en esto, ya que los pastores habían satisfecho a la hambre con algunos rústicos manjares, y algunos dellos entregádose en los brazos del reposado sueño, llegó a la cabaña de Elicio la hermosa Maurisa; y, hallando a Elicio a la puerta de su cabaña, le apartó y le dio un papel, diciéndole que era de Galatea, y que le leyese luego, que, pues ella a tal hora le traía, entendiese que era de importancia lo que en él debía de venir. Admirado el pastor de la venida de Maurisa, y más de ver en sus manos papel de su pastora, no pudo sosegar un punto hasta leerle. Y, entrándose en su cabaña, a la luz de una raja de teoso pino, le leyó, y vio que ansí decía:
GALATEA A ELICIO
En la apresurada determinación de mi padre está la que yo he tomado de escrebirte, y en la fuerza que me hace la que a mí mesma me he hecho hasta llegar a este punto. Bien sabes en el que estoy, y sé yo bien que quisiera verme en otro mejor, para pagarte algo de lo mucho que conozco que te debo; mas, si el cielo quiere que yo quede con esta deuda, quéjate dél, y no de la voluntad mía. La de mi padre quisiera mudar, si fuera posible, pero veo que no lo es; y así, no lo intento. Si algún remedio por allá imaginas, como en él no intervengan ruegos, ponle en efecto, con el miramiento que a tu crédito debes y a mi honra estás obligado. El que me dan por esposo, y el que me ha de dar sepultura, viene pasado mañana: poco tiempo te queda para aconsejarte, aunque a mí me quedará harto para arrepentirme. No digo más, sino que Maurisa es fiel y yo desdichada.
En estraña confusión pusieron a Elicio las razones de la carta de Galatea, pareciéndole cosa nueva, ansí el escribirle, pues hasta entonces jamás lo había hecho, como el mandarle buscar remedio a la sinrazón que se le hacía; mas, pasando por todas estas cosas, sólo paró en imaginar cómo cumpliría lo que le era mandado, aunque en ello aventurase mil vidas si tantas tuviera. Y, no ofreciéndosele otro algún remedio sino el que de sus amigos esperaba, confiado en ellos, se atrevió a responder a Galatea con una carta que dio a Maurisa, la cual desta manera decía:
ELICIO A GALATEA
Si las fuerzas de mi poder llegaran al deseo que tengo de serviros, hermosa Galatea, ni la que vuestro padre os hace, ni las mayores del mundo, fueran parte para ofenderos; pero, comoquiera que ello sea, vos veréis ahora, si la sinrazón pasa adelante, cómo yo no me quedo atrás en hacer vuestro mandamiento por la vía mejor que el caso pidiere. Asegúreos esto la fe que de mí tenéis conoscida, y haced buen rostro a la fortuna presente, confiada en la bonanza venidera; que el cielo, que os ha movido a acordaros de mí y a escribirme, me dará valor para mostrar que en algo merezco la merced que me habéis hecho; que, como sea obedeceros, ni recelo ni temor serán parte para que yo no ponga en efecto lo que a vuestro gusto conviene y al mío tanto importa. No más, pues lo más que en esto ha de haber sabréis de Maurisa, a quien yo he dado cuenta dello; y si vuestro parecer con el mío no se conforma, sea yo avisado, porque el tiempo no se pase, y con él la sazón de nuestra ventura, la cual os dé el cielo como puede y como vuestro valor meresce.
Dada esta carta a Maurisa, como está dicho, le dijo asimesmo cómo él pensaba juntar todos los más pastores que pudiese, y que todos juntos irían a hablar al padre de Galatea, pidiéndole por merced señalada fuese servido de no desterrar de aquellos prados la sin par hermosura suya; y, cuando esto no bastase, pensaba poner tales inconvinientes y miedos al lusitano pastor, que él mesmo dijese no ser contento de lo concertado; y, cuando los ruegos y astucias no fuesen de provecho alguno, determinaba usar la fuerza y con ella ponerla en su libertad; y esto con el miramiento de su crédito que se podía esperar de quien tanto la amaba. Con esta resolución se fue Maurisa, y esta mesma tomaron luego todos los pastores que con Elicio estaban, a quien él dio cuenta de sus pensamientos y pidió favor y consejo en tan árduo caso. Luego Tirsi y Damón se ofrescieron de ser aquéllos que al padre de Galatea hablarían. Lauso, Arsindo y Erastro, con los cuatro amigos, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, prometieron de buscar y juntar para el día siguiente sus amigos, y poner en obra con ellos cualquiera cosa que por Elicio les fuese mandada.
En tratar lo que más al caso convenía y en tomar este apuntamiento, se pasó lo más de aquella noche, y, la mañana venida, todos los pastores se partieron a cumplir lo que prometido habían, si no fueron Tirsi y Damón, que con Elicio se quedaron. Y aquél mesmo día tornó a venir Maurisa a decir a Elicio cómo Galatea estaba determinada de seguir en todo su parecer. Despidióla Elicio con nuevas promesas y confianzas, y con alegre semblante y estraño alborozo estaba esperando el siguiente día, por ver la buena o mala salida que la fortuna daba a su hecho. Llegó en esto la noche, y, recogiéndose con Damón y Tirsi a su cabaña, casi todo el tiempo della pasaron en tantear y advertir las dificultades que en aquel negocio podían suceder, si acaso no movían a Aurelio las razones que Tirsi pensaba decirle. Mas Elicio, por dar lugar a los pastores que reposasen, se salió de su cabaña y se subió en una verde cuesta que frontero de ella se levantaba; y allí, con el aparejo de la soledad, revolvía en su memoria todo lo que por Galatea había padecido y lo que temía padecer si el cielo a sus intentos no favorescía. Y, sin salir desta imaginación, al son de un blando céfiro que mansamente soplaba, con voz suave y baja, comenzó a cantar desta manera:
ELICIO
Si deste herviente mar y golfo insano,
donde tanto amenaza la tormenta,
libro la vida de tan dura afrenta
y toco el suelo venturoso y sano,
al aire alzadas una y otra mano, 5
con alma humilde y voluntad contenta,
haré que amor conozca, el cielo sienta,
qu’el bien les agradezco soberano.
Llamaré venturosos mis sospiros,
mis lágrimas tendré por agradables, 10
por refrigerio el fuego en que me quemo.
Diré que son de Amor los recios tiros
dulces al alma, al cuerpo saludables,
y que en su bien no hay medio, sino estremo.
Cuando Elicio acabó su canto, comenzaba a descubrirse por las orientales puertas la fresca aurora con sus hermosas y variadas mejillas, alegrando el suelo, aljofarando las yerbas y pintando los prados, cuya deseada venida comenzaron luego a saludar las parleras aves con mil suertes de concertadas cantilenas. Levantóse en esto Elicio, y tendió los ojos por la espaciosa campaña; descubrió no lejos dos escuadras de pastores, los cuales, según le paresció, hacia su cabaña se encaminaban, como era la verdad, porque luego conosció que eran sus amigos Arsindo y Lauso, con otros que consigo traían, y los otros, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con todos los más amigos que juntar pudieron. Conoscidos, pues, de Elicio, bajó de la cuesta para ir a recebirlos; y, cuando ellos llegaron junto de la cabaña, ya estaban fuera della Tirsi y Damón, que a buscar a Elicio iban. Llegaron en esto todos los pastores, y con alegre semblante unos a otros se rescibieron. Y luego Lauso, volviéndose a Elicio, le dijo:
-En la compañía que traemos puedes ver, amigo Elicio, si comenzamos a dar muestras de querer cumplir la palabra que te dimos. Todos los que aquí vees vienen con deseo de servirte, aunque en ello aventuren las vidas; lo que falta es que tú no la hagas en lo que más conviniere.
Elicio, con las mejores razones que supo, agradeció a Lauso y a los demás la merced que le hacían, y luego les contó todo lo que con Tirsi y Damón estaba concertado de hacerse para salir bien con aquella empresa. Parecióles bien a los pastores lo que Elicio decía; y así, sin más detenerse, hacia el aldea se encaminaron, yendo delante Tirsi y Damón, siguiéndoles todos los demás, que hasta veinte pastores serían, los más gallardos y bien dispuestos que en todas las riberas de Tajo hallarse pudieran, y todos llevaban intención de que, si las razones de Tirsi no movían a que Aurelio la hiciese en lo que le pedían, de usar en su lugar la fuerza y no consentir que Galatea al forastero pastor se entregase, de que iba tan contento Erastro, como si el buen suceso de aquella demanda en sólo su contento de redundar hubiera; porque, a trueco de no ver a Galatea ausente y descontenta, tenía por bien empleado que Elicio la alcanzase, como lo imaginaba, pues tanto Galatea le había de quedar obligada.
El fin deste amoroso cuento y historia, con los sucesos de Galercio, Lenio y Gelasia, Arsindo y Maurisa, Grisaldo, Artandro y Rosaura, Marsilo y Belisa, con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí nombrados, en la segunda parte desta historia se prometen, la cual, si con apacibles voluntades esta primera viere rescibida, tendrá atrevimiento de salir con brevedad a ser vista y juzgada de los ojos y entendimiento de las gentes.
FIN
Prólogo
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Tasa
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella. Y para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro años.
Juan Gallo de Andrada.
Testimonio de las erratas
Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto, di esta FEE. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
El rey
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.
YO, EL REY.
Por mandado del rey nuestro señor:
Juan de Amezqueta.
Al duque de Béjar,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle; como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: “El gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe”. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: “El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de oro, etc.”. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud y a mí no olvide.
Vale
Al libro de don Quijote de la Mancha, Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue- 5
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-. 10
Y, pues la espiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre- 15
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-. 20
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-, 25
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-. 30
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-, 35
no dirá, mofante, algu-:
«¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Aníbal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!» 40
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-, 45
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
«¿Para qué conmigo flo-?» 50
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-,
que suelen en caperu- 55
darles a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-. 60
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-, 65
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-. 70
Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida 5
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera, 10
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
Don Belianís de Grecia a don Quijote de la Mancha
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice; 5
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura 10
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
La señora Oriana a Dulcinea del Toboso
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea 5
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste 10
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna 5
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio, 10
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
Del Donoso, poeta entreverado, a Sancho Panza y Rocinante
Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie- 5
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-. 10
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-,
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-; 15
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego, le di la pa-. 20
Orlando furioso a don Quijote de la Mancha
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido 5
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama, 10
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
El Caballero del Febo a don Quijote de la Mancha
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía 5
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno 10
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
De Solisdán a don Quijote de la Mancha
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces, 5
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete, 10
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
Diálogo entre Babieca y Rocinante
Soneto
B.
¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R.
Porque nunca se come y se trabaja.
B.
Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
R.
No me deja mi amo ni un bocado.
B.
Andá, señor, que estáis muy mal criado, 5
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R.
Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B.
¿Es necedad amar?
R.
No es gran prudencia.
B.
Metafísico estáis.
R.
Es que no como. 10
B.
Quejaos del escudero.
R.
No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
EN UN LUGAR de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: ... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante?».
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
HECHAS, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo:
-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje; y así, le respondió:
-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que dalle a comer.
-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero
Y ASÍ, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento -a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.
De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
LA DEL ALBA sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:
-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún menesteroso o menesterosa que ha menester mi favor y ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba; y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo. Porque decía:
-La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:
-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:
-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
-¿«Miente», delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho -y aún no había jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.
-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.
-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas ¡mal año! No, señor, ni por pienso; porque, en viéndose solo, me desuelle como a un San Bartolomé.
-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.
-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.
-Importa poco eso -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.
-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.
-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dadselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y díjole:
-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.
-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!
-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que le dejó por muerto.
-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz:
-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían y, por imitarlos, estuvo un rato quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír, levantó don Quijote la voz y con ademán arrogante dijo:
-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:
-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.
-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y, entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:
-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la lanza y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.
Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero
VIENDO, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:
-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua, su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:
-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.
-Yo sé quien soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:
-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se llamaba el cura-, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:
-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego, porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a voces:
-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos y, como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:
-Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.
-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora, que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han parado a vuestra merced!
Lleváronle luego a la cama y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que yo los queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote.
Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
EL CUAL aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
-Adelante -dijo el cura.
-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.
-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.
-Y aun yo -añadió la sobrina.
-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por la ventana abajo.
-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.
-Éste es -respondió el barbero- Don Olivante de Laura.
-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.
-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero.
-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-. Pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él y con esotro, señora ama.
-Que me place, señor mío -respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.
-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.
-Antiguo libro es ése -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca venia. Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El Caballero de la Cruz.
-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: «tras la cruz está el diablo»; vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
-Éste es Espejo de caballerías.
-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza.
-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo.
-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -respondió el cura-, y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:
-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
-No, señor compadre -replicó el barbero-; que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís.
-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.
-Que me place -respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela, por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros que quedan?
-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
-Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.
-Pues la del Salmantino -respondió el cura-, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.
-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.
-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:
-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.
-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.
-Este que viene es El Pastor de Fílida.
-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.
-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias poesías.
-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.
-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de López Maldonado.
-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?
-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.
-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de Ovidio.
De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha
ESTANDO en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:
-¡Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo!
Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes.
-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.
-Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si, en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus encantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; y así, se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase -quizá quitando la causa, cesaría el efeto-, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza.
De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.
-Frestón diría -dijo don Quijote.
-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su nombre.
-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y le tengo de vencer, sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y mándole yo que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.
-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven tresquilados?
-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me tresquilen, tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó graciosísimos cuentos con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.
En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador della. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad. Acomodóse asimesmo de una rodela, que pidió prestada a un su amigo, y, pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo:
-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes, pienso aventajarme en ella: porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos; y, ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o, por lo mucho, de marqués, de algún valle o provincia de poco más a menos; pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.
-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
-Pues ¿quién lo duda? -respondió don Quijote.
-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que más le convenga, pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.
-No lo haré, señor mío -respondió Sancho-; y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
EN ESTO, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
-Pues, aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y, dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
-¡Válame Dios! -dijo Sancho-. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba. Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza; y, diciéndoselo a su escudero, le dijo:
-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus decendientes se llamaron, desde aquel día en adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno como aquél, que me imagino y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a vellas y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.
-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella.
-Si eso es así, no tengo yo qué replicar -respondió Sancho-, pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quijote un ramo seco que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó ansí Sancho Panza, que, como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda; y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres del día le descubrieron.
-Aquí -dijo, en viéndole, don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. Mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero.
-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien obedicido en esto; y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que, en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.
-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero, en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus.
-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese preceto tan bien como el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mesmo camino; mas, apenas los divisó don Quijote, cuando dijo a su escudero:
-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla -dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole:
-La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:
-Anda, caballero que mal andes; por el Dios que crióme, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:
-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
-¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes que mira si otra dices cosa.
-¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes! -respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mesmo que don Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron
DEJAMOS en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escrebir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada; y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber, real y verdaderamente, toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que, si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que, por estos y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo Quijote de continuas y memorables alabanzas; y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese; y él, sin dejar la risa, dijo:
-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha».
Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio y, haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que, si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada muy al natural, la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la mesma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpetia, que, sin duda, debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia; que ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y ansí me parece a mí, pues, cuando pudiera y debiera estender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio: cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que, aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos y, apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y luego soltó los brazos; y la mula, espantada del terrible golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don Quijote y, como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él y, poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió, con mucho entono y gravedad:
-Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga dél lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometió que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.
-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.
De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con una turba de yangüeses
YA EN ESTE tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:
-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que, según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto.
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?
-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. Pues ¿a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito.
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante.
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío -replicó Sancho-; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida.
-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella.
-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego.
-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.
De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros
FUE RECOGIDO de los cabreros con buen ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y, aunque él quisiera en aquel mesmo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
-Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía desta buena gente te sientes, y que seas una mesma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo mesmo que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
-¡Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que, como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Ansí que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.
-Con todo eso, te has de sentar; porque a quien se humilla, Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba, en esto, ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan a menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria), que con facilidad vació un zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
-Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando. Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas, y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que, porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:
-Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajamos con prompta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro que no tardará mucho en estar aquí; el cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es músico de un rabel, que no hay más que desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte y dos años, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y, respondiendo que sí, el que había hecho los ofrecimientos le dijo:
-De esa manera, Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos quien; también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores que te compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
-Que me place -respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y, templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia, comenzó a cantar, diciendo desta manera:
ANTONIO
-Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida, 5
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio 10
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra 15
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido. 20
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte 25
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto 30
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos 35
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo. 40
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal, 45
yo alabándote, me dijo:
«Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos, 50
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo».
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes 55
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio. 60
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro, 65
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones. Y ansí, dijo a su amo:
-Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando.
-Ya te entiendo, Sancho -le respondió don Quijote-; que bien se me trasluce que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño que de música.
-A todos nos sabe bien, bendito sea Dios -respondió Sancho.
-No lo niego -replicó don Quijote-, pero acomódate tú donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester.
Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y, tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó muy bien, asegurándole que no había menester otra medicina; y así fue la verdad.
De lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote
ESTANDO en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno dellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
-Todos haremos lo mesmo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el escurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
-«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: “Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota”.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía y aún más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan estraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.
-Decid Sarra -replicó don Quijote, no pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
-Harto vive la sarna -respondió Pedro-; y si es, señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no acabaremos en un año.
-Perdonad, amigo -dijo don Quijote-; que por haber tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien, porque vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada.
-«Digo, pues, señor mío de mi alma -dijo el cabrero-, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos estos contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de ahora gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha hermosura se estendió de manera que, así por ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas él, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen sacerdote.» Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien dél, especialmente en las aldeas.
-Así es la verdad -dijo don Quijote-, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy buena gracia.
-La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. «Y en lo demás sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en público y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando por esos campos. Uno de los cuales, como ya está dicho, fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por ella entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida, con otros títulos a éste semejantes, que bien la calidad de su condición manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.» Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo es la que nuestro zagal dijo que se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está de este lugar a aquél donde manda enterrarse media legua.
-En cuidado me lo tengo -dijo don Quijote-, y agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
-¡Oh! -replicó el cabrero-, aún no sé yo la mitad de los casos sucedidos a los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido a coces.
Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos
MAS, APENAS comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y, preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas, ansí del muerto pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-; y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían encontrado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y, por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar Vivaldo que qué quería decir «caballeros andantes».
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamento, se convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería; en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo padezco, que, sin duda, es más trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y piojoso; porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre y de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
-Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende; y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
-Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.
-Luego, si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado -dijo el caminante-, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama; que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
-El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber -replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
-No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
NADIE LAS MUEVA
QUE ESTAR NO PUEDA CON ROLDÁN A PRUEBA.
-Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo -respondió el caminante-, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha, puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a mis oídos.
-¡Como eso no habrá llegado! -replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo:
-Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad, al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
-Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento.
-Éste es -respondió Ambrosio-; que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:
-Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
-De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos -dijo Vivaldo- que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:
-Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:
-Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.
-Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos
CANCIÓN DE GRISÓSTOMO
YA QUE quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente, 5
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento, 10
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío, 15
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero 20
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto 25
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos, 30
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas: 35
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano, 40
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos, 45
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha; 50
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte; 55
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza 60
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante 65
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas? 70
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira? 75
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga. 80
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida 85
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace, 90
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma, 95
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras 100
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas; 105
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto, 110
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto; 115
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja 120
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros, 125
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes; 130
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir “Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir desta manera:
YACE AQUÍ DE UN AMADOR
EL MÍSERO CUERPO HELADO,
QUE FUE PASTOR DE GANADO,
PERDIDO POR DESAMOR.
MURIÓ A MANOS DEL RIGOR 5
DE UNA ESQUIVA HERMOSA INGRATA,
CON QUIEN SU IMPERIO DILATA
LA TIRANÍA DE AMOR.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.
Tercera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses
CUENTA el sabio Cide Hamete Benengeli que, así como don Quijote se despidió de sus huéspedes y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo, él y su escudero se entraron por el mesmo bosque donde vieron que se había entrado la pastora Marcela; y, habiendo andado más de dos horas por él, buscándola por todas partes sin poder hallarla, vinieron a parar a un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco; tanto, que convidó y forzó a pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya a entrar.
Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas, y, sin cerimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante, seguro de que le conocía por tan manso y tan poco rijoso que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros gallegos, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua; y aquel donde acertó a hallarse don Quijote era muy a propósito de los gallegos.
Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras facas; y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que, a lo que pareció, debían de tener más gana de pacer que de ál, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera que, a poco espacio, se le rompieron las cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo que él debió más de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le derribaron malparado en el suelo.
Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
-A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
-¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-, si éstos son más de veinte y nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros sino uno y medio?
-Yo valgo por ciento -replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los gallegos, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
Los gallegos, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas, y, cogiendo a los dos en medio, comenzaron a menudear sobre ellos con grande ahínco y vehemencia. Verdad es que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo; y quiso su ventura que viniese a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado; donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado que habían hecho, con la mayor presteza que pudieron, cargaron su recua y siguieron su camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho Panza; y, hallándose junto a su señor, con voz enferma y lastimada, dijo:
-¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don Quijote!
-¿Qué quieres, Sancho hermano? -respondió don Quijote con el mesmo tono afeminado y doliente que Sancho.
-Querría, si fuese posible -respondió Sancho Panza-, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí a mano. Quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos como lo es para las feridas.
-Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió don Quijote-. Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han de andar las manos.
-Pues ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies? -replicó Sancho Panza.
-De mí sé decir -dijo el molido caballero don Quijote- que no sabré poner término a esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y así, creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo. Por lo cual, Sancho Panza, conviene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho a la salud de entrambos; y es que, cuando veas que semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes a que yo ponga mano al espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tú mano a tu espada y castígalos muy a tu sabor; que si en su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo te sabré defender y ofendellos con todo mi poder; que ya habrás visto por mil señales y experiencias hasta adónde se estiende el valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso de su amo que dejase de responder, diciendo:
-Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer y hijos que sustentar y criar. Así que, séale a vuestra merced también aviso, pues no puede ser mandato, que en ninguna manera pondré mano a la espada, ni contra villano ni contra caballero; y que, desde aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho y han de hacer: ora me los haya hecho, o haga o haya de hacer, persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado ni condición alguna.
Lo cual oído por su amo, le respondió:
-Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte a entender, Panza, en el error en que estás. Ven acá, pecador; si el viento de la fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro favor se vuelve, llevándonos las velas del deseo para que seguramente y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de ti si, ganándola yo, te hiciese señor della? Pues ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor que no se tengan temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura; y así, es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar, y valor para ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento.
-En este que ahora nos ha acontecido -respondió Sancho-, quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor que vuestra merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre hombre, que más estoy para bizmas que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque no lo merece, porque él fue la causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a aquel desdichado caballero andante, había de venir, por la posta y en seguimiento suyo, esta tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nuestras espaldas?
-Aun las tuyas, Sancho -replicó don Quijote-, deben de estar hechas a semejantes nublados; pero las mías, criadas entre sinabafas y holandas, claro está que sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagino..., ¿qué digo imagino?, sé muy cierto, que todas estas incomodidades son muy anejas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo.
A esto replicó el escudero:
-Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced si suceden muy a menudo, o si tienen sus tiempos limitados en que acaecen; porque me parece a mí que a dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios, por su infinita misericordia, no nos socorre.
-Sábete, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y, ni más ni menos, está en potencia propincua de ser los caballeros andantes reyes y emperadores, como lo ha mostrado la experiencia en muchos y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noticia. Y pudiérate contar agora, si el dolor me diera lugar, de algunos que, sólo por el valor de su brazo, han subido a los altos grados que he contado; y estos mesmos se vieron antes y después en diversas calamidades y miserias. Porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una coluna de un patio. Y aun hay un autor secreto, y de no poco crédito, que dice que, habiendo cogido al Caballero del Febo con una cierta trampa que se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer, se halló en una honda sima debajo de tierra, atado de pies y manos, y allí le echaron una destas que llaman melecinas, de agua de nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo; y si no fuera socorrido en aquella gran cuita de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. Ansí que, bien puedo yo pasar entre tanta buena gente; que mayores afrentas son las que éstos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos. Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella. Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados; porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.
-No me dieron a mí lugar -respondió Sancho- a que mirase en tanto; porque, apenas puse mano a mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo adonde ahora yago, y adonde no me da pena alguna el pensar si fue afrenta o no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas.
-Con todo eso, te hago saber, hermano Panza -replicó don Quijote-, que no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.
-Pues ¿qué mayor desdicha puede ser -replicó Panza- de aquella que aguarda al tiempo que la consuma y a la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no tan malo; pero voy viendo que no han de bastar todos los emplastos de un hospital para ponerlas en buen término siquiera.
-Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza, Sancho -respondió don Quijote-, que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que, a lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia.
-No hay de qué maravillarse deso -respondió Sancho-, siendo él tan buen caballero andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
-Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas -dijo don Quijote-. Dígolo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a mí desde aquí a algún castillo donde sea curado de mis feridas. Y más, que no tendré a deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo del alegre dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy hermoso asno.
-Verdad será que él debía de ir caballero, como vuestra merced dice -respondió Sancho-, pero hay grande diferencia del ir caballero al ir atravesado como costal de basura.
A lo cual respondió don Quijote:
-Las feridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan. Así que, Panza amigo, no me repliques más, sino, como ya te he dicho, levántate lo mejor que pudieres y ponme de la manera que más te agradare encima de tu jumento, y vamos de aquí antes que la noche venga y nos saltee en este despoblado.
-Pues yo he oído decir a vuestra merced -dijo Panza- que es muy de caballeros andantes el dormir en los páramos y desiertos lo más del año, y que lo tienen a mucha ventura.
-Eso es -dijo don Quijote- cuando no pueden más, o cuando están enamorados; y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra, y a las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno déstos fue Amadís, cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho años o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo allí haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra desgracia al jumento, como a Rocinante.
-Aun ahí sería el diablo -dijo Sancho.
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros, y ciento y veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que Sancho ni su amo no le fueran en zaga.
En resolución, Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que podía estar el camino real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella, en la cual Sancho se entró, sin más averiguación, con toda su recua.
De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo
EL VENTERO, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos; y así, acudió luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya, doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que, en otros tiempos, daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años. En la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y, como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo:
-Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester; que también me duelen a mí un poco los lomos.
-Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.
-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que del sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que me parece que me han dado mil palos.
-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-; que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.
-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote.
-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.
-Don Quijote de la Mancha -respondió Sancho Panza-, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo.
-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.
-¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? -respondió Sancho Panza-. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero.
-Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor -dijo la ventera-, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?
-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que, si mi señor don Quijote sana desta herida o caída y yo no quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.
Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y, sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:
-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; que los desta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno; porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas; y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas; y con qué puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio del portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las estrañas locuras que buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo -que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba-, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de harpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y, finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:
-Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que, aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenella, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseó todas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta sospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
-¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse: «el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo», daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que, a doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo ansimesmo el estraño estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró ascuras en el aposento, diciendo:
-¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y, echándole a tiento mano a las barbas, no cesaba de decir:
-¡Favor a la justicia!
Pero, viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dio a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores; y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo:
-¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de don Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero, de industria, había muerto la lámpara cuando se retiró a su estancia, y fuele forzoso acudir a la chimenea, donde, con mucho trabajo y tiempo, encendió el cuadrillero otro candil.
Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo
HABÍA ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quijote, y, con el mesmo tono de voz con que el día antes había llamado a su escudero, cuando estaba tendido en el val de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
-Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
-¡Qué tengo de dormir, pesia a mí -respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de despecho-; que no parece sino que todos los diablos han andado comigo esta noche!
-Puédeslo creer ansí, sin duda -respondió don Quijote-, porque, o yo sé poco, o este castillo es encantado. Porque has de saber... Mas, esto que ahora quiero decirte hasme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte.
-Sí juro -respondió Sancho.
-Dígolo -replicó don Quijote-, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie.
-Digo que sí juro -tornó a decir Sancho- que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda descubrir mañana.
-¿Tan malas obras te hago, Sancho -respondió don Quijote-, que me querrías ver muerto con tanta brevedad?
-No es por eso -respondió Sancho-, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.
-Sea por lo que fuere -dijo don Quijote-; que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así, has de saber que esta noche me ha sucedido una de las más estrañas aventuras que yo sabré encarecer; y, por contártela en breve, sabrás que poco ha que a mí vino la hija del señor deste castillo, que es la más apuesta y fermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. ¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas y en silencio? Sólo te quiero decir que, envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, o quizá, y esto es lo más cierto, que, como tengo dicho, es encantado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en sangre; y después me molió de tal suerte que estoy peor que ayer cuando los gallegos, que, por demasías de Rocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí.
-Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable fermosura que ha dicho, pero yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado de mí y de la madre que me parió, que ni soy caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte!
-Luego, ¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.
-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.
-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el tintero?
-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis espaldas.
-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es bastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole:
-Pues ¿cómo va, buen hombre?
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado; y, como todo quedó ascuras, salióse luego; y Sancho Panza dijo:
-Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
-Así es -respondió don Quijote-, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo procuremos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado.
Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fue ascuras donde estaba el ventero; y, encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo:
-Señor, quienquiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama, malferido por las manos del encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso; y, porque ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así don Quijote, le dijo:
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.
-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales, con tanta priesa, que la estera de enea, sobre quien se había vuelto a echar, ni la manta de anjeo con que se cubría, fueron más de provecho. Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado, que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y amparo; y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a subir en el asno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un rincón de la venta, asió de un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de veinte personas; mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos della, y de cuando en cuando arrojaba un sospiro que parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas; a lo menos, pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar.
Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:
-Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún soberbio que os haya fecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que poco pueden, y vengar a los que reciben tuertos, y castigar alevosías. Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa deste jaez que encomendarme, no hay sino decilla; que yo os prometo, por la orden de caballero que recebí, de faceros satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el mesmo sosiego:
-Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas.
-Luego, ¿venta es ésta? -replicó don Quijote.
-Y muy honrada -respondió el ventero.
-Engañado he vivido hasta aquí -respondió don Quijote-, que en verdad que pensé que era castillo, y no malo; pero, pues es ansí que no es castillo sino venta, lo que se podrá hacer por agora es que perdonéis por la paga, que yo no puedo contravenir a la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario, que jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todos los incómodos de la tierra.
-Poco tengo yo que ver en eso -respondió el ventero-; págueseme lo que se me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.
-Vos sois un sandio y mal hostalero -respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría; porque, siendo él escudero de caballero andante, como era, la mesma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había recebido, no pagaría un solo cornado, aunque le costase la vida; porque no había de perder por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de quejar dél los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que, entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona, los cuales, casi como instigados y movidos de un mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y, apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarle en alto y a holgarse con él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo; el cual, determinándose a escuchar atentamente, creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un penado galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde entrar; pero no hubo llegado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero. Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las bardas, pero estaba tan molido y quebrantado, que aun apearse no pudo; y así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron. Trujéronle allí su asno, y, subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por ser más frío. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las voces que su amo le daba, diciendo:
-¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo -y enseñábale la alcuza del brebaje-, que con dos gotas que dél bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras mayores:
-¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a beber todo fue uno; mas, como al primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó a Maritornes que se le trujese de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mesmo dinero; porque, en efecto, se dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; mas Sancho no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que eran gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos ardites.
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor Don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas
LLEGÓ Sancho a su amo marchito y desmayado; tanto, que no podía arrear a su jumento. Cuando así le vio don Quijote, le dijo:
-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que es encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propria vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad.
-También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero, pero no pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne y de hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en ál estuvo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo, nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca en colodra, como dicen.
-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don Quijote-, de achaque de caballería! Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
-Así debe de ser -respondió Sancho-, puesto que yo no lo sé; sólo sé que, después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es (que yo no hay para qué me cuente en tan honroso número), jamás hemos vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra merced con media oreja y media celada menos; que, después acá, todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento y haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.
-Ésa es la pena que yo tengo y la que tú debes tener, Sancho -respondió don Quijote-; pero, de aquí adelante, yo procuraré haber a las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún género de encantamentos; y aun podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente Espada, que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.
-Yo soy tan venturoso -dijo Sancho- que, cuando eso fuese y vuestra merced viniese a hallar espada semejante, sólo vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros, como el bálsamo; y a los escuderos, que se los papen duelos.
-No temas eso, Sancho -dijo don Quijote-, que mejor lo hará el cielo contigo.
En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y, en viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
-Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; éste es el día, digo, en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la Fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando.
-A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-, porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era la verdad; y, alegrándose sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura; porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado a cosas semejantes. Y la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mesmo camino, de dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer y a decirle:
-Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
-¿Qué? -dijo don Quijote-: favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que viene por nuestra frente le conduce y guía el grande emperador Alifanfarón, señor de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su enemigo, el rey de los garamantas, Pentapolén del Arremangado Brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
-Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? -preguntó Sancho.
-Quierénse mal -respondió don Quijote- porque este Alefanfarón es un foribundo pagano y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy fermosa y además agraciada señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de su falso profeta Mahoma y se vuelve a la suya.
-¡Para mis barbas -dijo Sancho-, si no hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho -dijo don Quijote-, porque, para entrar en batallas semejantes, no se requiere ser armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió Sancho-, pero ¿dónde pondremos a este asno que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega? Porque el entrar en ella en semejante caballería no creo que está en uso hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no, porque serán tantos los caballos que tendremos, después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero estáme atento y mira, que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y, para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se vieran bien las dos manadas que a don Quijote se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado, rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro de los miembros giganteos, que está a su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta que, según es fama, es una de las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás delante y en la frente destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte.
Y desta manera fue nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón, que él se imaginaba, y a todos les dio sus armas, colores, empresas y motes de improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura; y, sin parar, prosiguió diciendo:
-A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo; los númidas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los árabes, de mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etiopes, de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que se alegran en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las estendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y, de cuando en cuando, volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba; y, como no descubría a ninguno, le dijo:
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo; quizá todo debe ser encantamento, como las fantasmas de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y, diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho, diciéndole:
-¡Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace? ¡Pecador soy yo a Dios!
Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en altas voces, iba diciendo:
-¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o malferido, y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago; mas, antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y creyeron que le habían muerto; y así, con mucha priesa, recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero... Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero.
-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es esto que me ha sucedido? Sin duda, este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca.
Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fue tanto el asco que tomó que, revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo; y, como no las halló, estuvo a punto de perder el juicio. Maldíjose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo -tal era de leal y bien acondicionado-, y fuese adonde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además. Y, viéndole don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo:
-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así que, no debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte dellas.
-¿Cómo no? -respondió Sancho-. Por ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro que el hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?
-¿Que te faltan las alforjas, Sancho? -dijo don Quijote.
-Sí que me faltan -respondió Sancho.
-Dese modo, no tenemos qué comer hoy -replicó don Quijote.
-Eso fuera -respondió Sancho- cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan malaventurados andantes caballeros como vuestra merced es.
-Con todo eso -respondió don Quijote-, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.
-Más bueno era vuestra merced -dijo Sancho- para predicador que para caballero andante.
-De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho -dijo don Quijote-, porque caballero andante hubo en los pasados siglos que así se paraba a hacer un sermón o plática, en mitad de un campo real, como si fuera graduado por la Universidad de París; de donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza.
-Ahora bien, sea así como vuestra merced dice -respondió Sancho-, vamos ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados; que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.
-Pídeselo tú a Dios, hijo -dijo don Quijote-, y guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar a tu eleción el alojarnos. Pero dame acá la mano y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta, que allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole tentando, le dijo:
-¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
-Cuatro -respondió don Quijote-, fuera de la cordal, todas enteras y muy sanas.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor -respondió Sancho.
-Digo cuatro, si no eran cinco -respondió don Quijote-, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído ni comido de neguijón ni de reuma alguna.
-Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho- no tiene vuestra merced más de dos muelas y media, y en la de arriba, ni media ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.
-¡Sin ventura yo! -dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba-, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido.
Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille diciéndole alguna cosa; y, entre otras que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.
De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos
-PARÉCEME, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a manteles ni con la reina folgar, con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro, que no me acuerdo bien.
-Tienes mucha razón, Sancho -dijo don Quijote-; mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria; y también puedes tener por cierto que por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de la caballería para todo.
-Pues ¿juré yo algo, por dicha? -respondió Sancho.
-No importa que no hayas jurado -dijo don Quijote-: basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro, y, por sí o por no, no será malo proveernos de remedio.
-Pues si ello es así -dijo Sancho-, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto, como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la despensa y matalotaje. Y, para acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que la noche cerró con alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas, de buena razón, hallaría en él alguna venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían; a cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote; el cual, animándose un poco, dijo:
-Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.
-¡Desdichado de mí! -respondió Sancho-; si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá costillas que la sufran?
-Por más fantasmas que sean -dijo don Quijote-, no consentiré yo que te toque en el pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron contigo, fue porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgremir mi espada.
-Y si le encantan y entomecen, como la otra vez lo hicieron -dijo Sancho-, ¿qué aprovechará estar en campo abierto o no?
-Con todo eso -replicó don Quijote-, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que la experiencia te dará a entender el que yo tengo.
-Sí tendré, si a Dios place -respondió Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del camino, tornaron a mirar atentamente lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban podía ser; y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo punto remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana; y creció más el batir y dentellear cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos; detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas; que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta estraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino a su amo, al cual en aquel punto se le representó en su imaginación al vivo que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde debía de ir algún malferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada; y, sin hacer otro discurso, enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habían de pasar, y cuando los vio cerca alzó la voz y dijo:
-Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis; que, según las muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han fecho, algún desaguisado, y conviene y es menester que yo lo sepa, o bien para castigaros del mal que fecistes, o bien para vengaros del tuerto que vos ficieron.
-Vamos de priesa -respondió uno de los encamisados- y está la venta lejos, y no nos podemos detener a dar tanta cuenta como pedís.
Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse desta respuesta grandemente don Quijote, y, trabando del freno, dijo:
-Deteneos y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del freno se espantó de manera que, alzándose en los pies, dio con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer al encamisado, comenzó a denostar a don Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar más, enristrando su lanzón, arremetió a uno de los enlutados, y, malferido, dio con él en tierra; y, revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba; que no parecía sino que en aquel instante le habían nacido alas a Rocinante, según andaba de ligero y orgulloso.
Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas, y así, con facilidad, en un momento dejaron la refriega y comenzaron a correr por aquel campo con las hachas encendidas, que no parecían sino a los de las máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podían mover; así que, muy a su salvo, don Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos pensaron que aquél no era hombre, sino diablo del infierno que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y decía entre sí:
-Sin duda este mi amo es tan valiente y esforzado como él dice.
Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribó la mula, a cuya luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a él, le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; si no, que le mataría. A lo cual respondió el caído:
-Harto rendido estoy, pues no me puedo mover, que tengo una pierna quebrada; suplico a vuestra merced, si es caballero cristiano, que no me mate; que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes.
-Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí -dijo don Quijote-, siendo hombre de Iglesia?
-¿Quién, señor? -replicó el caído-: mi desventura.
-Pues otra mayor os amenaza -dijo don Quijote-, si no me satisfacéis a todo cuanto primero os pregunté.
-Con facilidad será vuestra merced satisfecho -respondió el licenciado-; y así, sabrá vuestra merced que, aunque denantes dije que yo era licenciado, no soy sino bachiller, y llámome Alonso López; soy natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas; vamos a la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto, que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado; y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura, que está en Segovia, de donde es natural.
-¿Y quién le mató? -preguntó don Quijote.
-Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron -respondió el bachiller.
-Desa suerte -dijo don Quijote-, quitado me ha Nuestro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte si otro alguno le hubiera muerto; pero, habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios.
-No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos -dijo el bachiller-, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras.
-No todas las cosas -respondió don Quijote- suceden de un mismo modo. El daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir, como veníades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo; y así, yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los memos satanases del infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre.
-Ya que así lo ha querido mi suerte -dijo el bachiller-, suplico a vuestra merced, señor caballero andante (que tan mala andanza me ha dado), me ayude a salir de debajo desta mula, que me tiene tomada una pierna entre el estribo y la silla.
-¡Hablara yo para mañana! -dijo don Quijote-. Y ¿hasta cuándo aguardábades a decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que viniese; pero él no se curó de venir, porque andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores, bien bastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán, y, recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y luego acudió a las voces de su amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la opresión de la mula; y, poniéndole encima della, le dio la hacha, y don Quijote le dijo que siguiese la derrota de sus compañeros, a quien de su parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberle hecho. Díjole también Sancho:
-Si acaso quisieren saber esos señores quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.
Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle el Caballero de la Triste Figura, más entonces que nunca.
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y débelo de haber causado, o ya el cansancio deste combate, o ya la falta de las muelas y dientes.
-No es eso -respondió don Quijote-, sino que el sabio, a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Espada; cuál, el del Unicornio; aquel, de las Doncellas; aquéste, el del Ave Fénix; el otro, el Caballero del Grifo; estotro, el de la Muerte; y por estos nombres e insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra. Y así, digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy en adelante; y, para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar, en mi escudo una muy triste figura.
-No hay para qué gastar tiempo y dineros en hacer esa figura -dijo Sancho-, sino lo que se ha de hacer es que vuestra merced descubra la suya y dé rostro a los que le miraren; que, sin más ni más, y sin otra imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste Figura; y créame que le digo verdad, porque le prometo a vuestra merced, señor, y esto sea dicho en burlas, que le hace tan mala cara la hambre y la falta de las muelas, que, como ya tengo dicho, se podrá muy bien escusar la triste pintura.
Rióse don Quijote del donaire de Sancho, pero, con todo, propuso de llamarse de aquel nombre en pudiendo pintar su escudo, o rodela, como había imaginado.
En esto, volvió el bachiller y le dijo a don Quijote:
-Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente diabolo, etc.
-No entiendo ese latín -respondió don Quijote-, mas yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y, cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo que le pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la silla del embajador de aquel rey delante de Su Santidad del Papa, por lo cual lo descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar como muy honrado y valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la litera eran huesos o no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole:
-Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más a su salvo de todas las que yo he visto; esta gente, aunque vencida y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta de que los venció sola una persona, y, corridos y avergonzados desto, volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos diesen en qué entender. El jumento está como conviene, la montaña cerca, la hambre carga, no hay qué hacer sino retirarnos con gentil compás de pies, y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.
Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que le siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle a replicar, le siguió. Y, a poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se hallaron en un espacioso y escondido valle, donde se apearon; y Sancho alivió el jumento, y, tendidos sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre, almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto -que pocas veces se dejan mal pasar- en la acémila de su repuesto traían.
Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha
NO ES POSIBLE, señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que estas yerbas humedece; y así, será bien que vamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que, sin duda, causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote, y, tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho del cabestro a su asno, después de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comenzaron a caminar por el prado arriba a tiento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas, no hubieron andado docientos pasos, cuando llegó a sus oídos un grande ruido de agua, como que de algunos grandes y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y, parándose a escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron a deshora otro estruendo que les aguó el contento del agua, especialmente a Sancho, que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo:
-Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y legal, las tinieblas desta noche, su estraño silencio, el sordo y confuso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, que parece que se despeña y derrumba desde los altos montes de la luna, y aquel incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí, son bastantes a infundir miedo, temor y espanto en el pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto son incentivos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que, aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales, si no volviere, puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo y a decille:
-Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días; y, pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes; cuanto más, que yo he oído predicar al cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien conoce, que quien busca el peligro perece en él; así que, no es bien tentar a Dios acometiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro; y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre y salvo de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y, cuando todo esto no mueva ni ablande ese duro corazón, muévale el pensar y creer que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo valer más y no menos; pero, como la cudicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano. Por un solo Dios, señor mío, que non se me faga tal desaguisado; y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este fecho, dilátelo, a lo menos, hasta la mañana; que, a lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor, no debe de haber desde aquí al alba tres horas, porque la boca de la Bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo.
-¿Cómo puedes tú, Sancho -dijo don Quijote-, ver dónde hace esa línea, ni dónde está esa boca o ese colodrillo que dices, si hace la noche tan escura que no parece en todo el cielo estrella alguna?
-Así es -dijo Sancho-, pero tiene el miedo muchos ojos y vee las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto que, por buen discurso, bien se puede entender que hay poco de aquí al día.
-Falte lo que faltare -respondió don Quijote-; que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho, que calles; que Dios, que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer es apretar bien las cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo:
-Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se menease, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho; y así, le dijo:
-Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar a que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir.
-No hay que llorar -respondió Sancho-, que yo entretendré a vuestra merced contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde yerba, a uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día y punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera.
-¿A qué llamas apear o a qué dormir? -dijo don Quijote-. ¿Soy yo, por ventura, de aquellos caballeros que toman reposo en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío -respondió Sancho-, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes, que todavía alternativamente sonaban. Díjole don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara el temor de lo que oía.
-Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acierto a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. «Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus consejas no fue así comoquiera, que fue una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: «Y el mal, para quien le fuere a buscar», que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo y no vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos éste, donde tantos miedos nos sobresaltan.
-Sigue tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, y del camino que hemos de seguir déjame a mí el cuidado.
-«Digo, pues -prosiguió Sancho-, que en un lugar de Estremadura había un pastor cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras), el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico...»
-Si desa manera cuentas tu cuento, Sancho -dijo don Quijote-, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como hombre de entendimiento, y si no, no digas nada.
-De la misma manera que yo lo cuento -respondió Sancho-, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos.
-Di como quisieres -respondió don Quijote-; que, pues la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte, prosigue.
-«Así que, señor mío de mi ánima -prosiguió Sancho-, que, como ya tengo dicho, este pastor andaba enamorado de Torralba, la pastora, que era una moza rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo.»
-Luego, ¿conocístela tú? -dijo don Quijote.
-No la conocí yo -respondió Sancho-, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. «Así que, yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en omecillo y mala voluntad; y la causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas que nunca le había querido.»
-Ésa es natural condición de mujeres -dijo don Quijote-: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho.
-«Sucedió -dijo Sancho- que el pastor puso por obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
-Haz cuenta que las pasó todas -dijo don Quijote-: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
-¿Cuántas han pasado hasta agora? -dijo Sancho.
-¡Yo qué diablos sé! -respondió don Quijote-.
-He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
-¿Cómo puede ser eso? -respondió don Quijote-. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?
-No señor, en ninguna manera -respondió Sancho-; porque, así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
-¿De modo -dijo don Quijote- que ya la historia es acabada?
-Tan acabada es como mi madre -dijo Sancho.
-Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
-Acabe norabuena donde quisiere -dijo don Quijote-, y veamos si se puede mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural -que es lo que más se debe creer-, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto -que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia-, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor -respondió él-. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo -respondió Sancho-; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar -respondió don Quijote.
-Bien podrá ser -dijo Sancho-, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos.
-Retírate tres o cuatro allá, amigo -dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)-, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
-Apostaré -replicó Sancho- que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
-Peor es meneallo, amigo Sancho -respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas -con perdón suyo- no las sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y, por lo menos, cristiano viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro a su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y, habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las peñas, estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y, sosegándole don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas, encomendándose de todo corazón a su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta, pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran -si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo- seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote a Sancho, y viole que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melanconía tanto con él que, a la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu que primero; de lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir, como por modo de fisga:
-«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más razones que don Quijote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo:
-Sosiéguese vuestra merced; que, por Dios, que me burlo.
-Pues, porque os burláis, no me burlo yo -respondió don Quijote-. Venid acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos fueron mazos de batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado, a dicha, siendo, como soy, caballero, a conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de batán o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
-No haya más, señor mío -replicó Sancho-, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz (así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedieren tan sano y salvo como le ha sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
-No niego yo -respondió don Quijote- que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.
-A lo menos -respondió Sancho-, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza, y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la colada; que yo he oído decir: «Ése te quiere bien, que te hace llorar»; y más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen a un criado, darle luego unas calzas; aunque no sé lo que le suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas o reinos en tierra firme.
-Tal podría correr el dado -dijo don Quijote- que todo lo que dices viniese a ser verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre, y está advertido de aquí adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar demasiado conmigo; que en cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo. Y en verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y se lee dél que siempre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo more turquesco. Pues, ¿qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado que, para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande como verdadera historia? De todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer diferencia de amo a mozo, de señor a criado y de caballero a escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque, de cualquiera manera que yo me enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro. Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de perder, como ya os he dicho.
-Está bien cuanto vuestra merced dice -dijo Sancho-, pero querría yo saber, por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días, como peones de albañir.
-No creo yo -respondió don Quijote- que jamás los tales escuderos estuvieron a salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros.
-Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced. Mas, bien puede estar seguro que, de aquí adelante, no despliegue mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no fuere para honrarle, como a mi amo y señor natural.
-Desa manera -replicó don Quijote-, vivirás sobre la haz de la tierra; porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen.
Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero
EN ESTO, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote, por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas le hubo visto, cuando se volvió a Sancho y le dijo:
-Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice: «Donde una puerta se cierra, otra se abre». Dígolo porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor y más cierta aventura; que si yo no acertare a entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar a la poca noticia de batanes ni a la escuridad de la noche. Digo esto porque, si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sabes.
-Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace -dijo Sancho-, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
-¡Válate el diablo por hombre! -replicó don Quijote-. ¿Qué va de yelmo a batanes?
-No sé nada -respondió Sancho-; mas, a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
-Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
-Pues ése es el yelmo de Mambrino -dijo don Quijote-. Apártate a una parte y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
-Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-, mas quiera Dios, torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
-Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes -dijo don Quijote-; que voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado, redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a llover, y, porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
-¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se taraza y arpa con los dientes aquello por lo que él, por distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las manos, dijo:
-Por Dios, que la bacía es buena y que vale un real de a ocho como un maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo:
-Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della.
-¿De qué te ríes, Sancho? -dijo don Quijote.
-Ríome -respondió él- de considerar la gran cabeza que tenía el pagano dueño deste almete, que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
-¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún estraño acidente, debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su trasmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas; y, en este entretanto, la traeré como pudiere, que más vale algo que no nada; cuanto más, que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.
-Eso será -dijo Sancho- si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me hizo vomitar las asaduras.
-No me da mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú, Sancho -dijo don Quijote-, que yo tengo la receta en la memoria.
-También la tengo yo -respondió Sancho-, pero si yo le hiciere ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más, que no pienso ponerme en ocasión de haberle menester, porque pienso guardarme con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni de ferir a nadie. De lo del ser otra vez manteado, no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no hay que hacer otra cosa sino encoger los hombros, detener el aliento, cerrar los ojos y dejarse ir por donde la suerte y la manta nos llevare.
-Mal cristiano eres, Sancho -dijo, oyendo esto, don Quijote-, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho; pues sábete que es de pechos nobles y generosos no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? Que, bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo; que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza más daño que el que hicieron los griegos por la robada Elena. La cual, si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho:
-Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio!
-Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. Así que, Sancho, deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres que sea, que, como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él.
-Dios sabe si quisiera llevarle -replicó Sancho-, o, por lo menos, trocalle con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
-En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-; y, en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad estrema.
-Tan estrema es -respondió Sancho- que si fueran para mi misma persona, no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenían por el miedo en que les habían puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la malenconía, subieron a caballo, y, sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor y compañía. Con todo esto, volvieron al camino real y siguieron por él a la ventura, sin otro disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a su amo:
-Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
-Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.
-Digo, pues, señor -respondió Sancho-, que, de algunos días a esta parte, he considerado cuán poco se gana y granjea de andar buscando estas aventuras que vuestra merced busca por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde, ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea ni sepa; y así, se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra merced y de lo que ellas merecen. Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que, si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglones.
-No dices mal, Sancho -respondió don Quijote-; mas, antes que se llegue a ese término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que, acabando algunas, se cobre nombre y fama tal que, cuando se fuere a la corte de algún gran monarca, ya sea el caballero conocido por sus obras; y que, apenas le hayan visto entrar los muchachos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan y rodeen, dando voces, diciendo: «Éste es el Caballero del Sol», o de la Sierpe, o de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. «Éste es -dirán- el que venció en singular batalla al gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el que desencantó al Gran Mameluco de Persia del largo encantamento en que había estado casi novecientos años». Así que, de mano en mano, irán pregonando tus hechos, y luego, al alboroto de los muchachos y de la demás gente, se parará a las fenestras de su real palacio el rey de aquel reino, y así como vea al caballero, conociéndole por las armas o por la empresa del escudo, forzosamente ha de decir: «¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros, cuantos en mi corte están, a recebir a la flor de la caballería, que allí viene!» A cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz besándole en el rostro; y luego le llevará por la mano al aposento de la señora reina, adonde el caballero la hallará con la infanta, su hija, que ha de ser una de las más fermosas y acabadas doncellas que, en gran parte de lo descubierto de la tierra, a duras penas se pueda hallar. Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero y él en los della, y cada uno parezca a otro cosa más divina que humana; y, sin saber cómo ni cómo no, han de quedar presos y enlazados en la intricable red amorosa, y con gran cuita en sus corazones por no saber cómo se han de fablar para descubrir sus ansias y sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda, a algún cuarto del palacio, ricamente aderezado, donde, habiéndole quitado las armas, le traerán un rico manto de escarlata con que se cubra; y si bien pareció armado, tan bien y mejor ha de parecer en farseto. Venida la noche, cenará con el rey, reina e infanta, donde nunca quitará los ojos della, mirándola a furto de los circustantes, y ella hará lo mesmo con la mesma sagacidad, porque, como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que, entre dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero del mundo. Mandará luego el rey que todos los que están presentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida guerra con otro tan poderoso como él, y el caballero huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su corte) licencia para ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela el rey de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos por la merced que le face. Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba. Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua la doncella, acuitaráse mucho porque viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora. Finalmente, la infanta volverá en sí y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil y mil veces y se las bañará en lágrimas. Quedará concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida. Vase desde allí a su aposento, échase sobre su lecho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, vase a despedir del rey y de la reina y de la infanta; dícenle, habiéndose despedido de los dos, que la señora infanta está mal dispuesta y que no puede recebir visita; piensa el caballero que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena. Está la doncella medianera delante, halo de notar todo, váselo a decir a su señora, la cual la recibe con lágrimas y le dice que una de las mayores penas que tiene es no saber quién sea su caballero, y si es de linaje de reyes o no; asegúrala la doncella que no puede caber tanta cortesía, gentileza y valentía como la de su caballero sino en subjeto real y grave; consuélase con esto la cuitada; procura consolarse, por no dar mal indicio de sí a sus padres, y, a cabo de dos días, sale en público. Ya se es ido el caballero: pelea en la guerra, vence al enemigo del rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el rey, porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada o de otra cualquier suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa y su padre lo viene a tener a gran ventura, porque se vino a averiguar que el tal caballero es hijo de un valeroso rey de no sé qué reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la infanta, queda rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer mercedes a su escudero y a todos aquellos que le ayudaron a subir a tan alto estado: casa a su escudero con una doncella de la infanta, que será, sin duda, la que fue tercera en sus amores, que es hija de un duque muy principal.
-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-; a eso me atengo, porque todo, al pie de la letra, ha de suceder por vuestra merced, llamándose el Caballero de la Triste Figura.
-No lo dudes, Sancho -replicó don Quijote-, porque del mesmo y por los mesmos pasos que esto he contado suben y han subido los caballeros andantes a ser reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar qué rey de los cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero tiempo habrá para pensar esto, pues, como te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama por otras partes que se acuda a la corte. También me falta otra cosa; que, puesto caso que se halle rey con guerra y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de reyes, o, por lo menos, primo segundo de emperador; porque no me querrá el rey dar a su hija por mujer si no está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos. Así que, por esta falta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago saber, Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen y derriban su decendencia de príncipes y monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pirámide puesta al revés; otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar a ser grandes señores. De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
-Ahí entra bien también -dijo Sancho- lo que algunos desalmados dicen: «No pidas de grado lo que puedes tomar por fuerza»; aunque mejor cuadra decir: «Más vale salto de mata que ruego de hombres buenos». Dígolo porque si el señor rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar a entregalle a mi señora la infanta, no hay sino, como vuestra merced dice, roballa y trasponella. Pero está el daño que, en tanto que se hagan las paces y se goce pacíficamente del reino, el pobre escudero se podrá estar a diente en esto de las mercedes. Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por ligítima esposa.
-Eso no hay quien la quite -dijo don Quijote.
-Pues, como eso sea -respondió Sancho-, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare.
-Hágalo Dios -respondió don Quijote- como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y ruin sea quien por ruin se tiene.
-Sea par Dios -dijo Sancho-, que yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me basta.
-Y aun te sobra -dijo don Quijote-; y cuando no lo fueras, no hacía nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar nobleza, sin que la compres ni me sirvas con nada. Porque, en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese.
-Y ¡montas, que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho.
-Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo.
-Sea ansí -respondió Sancho Panza-. Digo que le sabría bien acomodar, porque, por vida mía, que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser prioste de la mesma cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí tengo que me han de venir a ver de cien leguas.
-Bien parecerás -dijo don Quijote-, pero será menester que te rapes las barbas a menudo; que, según las tienes de espesas, aborrascadas y mal puestas, si no te las rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
-¿Qué hay más -dijo Sancho-, sino tomar un barbero y tenelle asalariado en casa? Y aun, si fuere menester, le haré que ande tras mí, como caballerizo de grande.
-Pues, ¿cómo sabes tú -preguntó don Quijote- que los grandes llevan detrás de sí a sus caballerizos?
-Yo se lo diré -respondió Sancho-: los años pasados estuve un mes en la corte, y allí vi que, paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía a caballo a todas las vueltas que daba, que no parecía sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se juntaba con el otro, sino que siempre andaba tras dél. Respondiéronme que era su caballerizo y que era uso de grandes llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado.
-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser tú el primero conde que lleve tras sí su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.
-Quédese eso del barbero a mi cargo -dijo Sancho-, y al de vuestra merced se quede el procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
-Así será -respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el siguiente capítulo.
De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir
CUENTA Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia que, después que entre el famoso don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su escudero, pasaron aquellas razones que en el fin del capítulo veinte y uno quedan referidas, que don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados, como cuentas, en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:
-Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
-No digo eso -respondió Sancho-, sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
-En resolución -replicó don Quijote-, comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
-Así es -dijo Sancho.
-Pues desa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
-Advierta vuestra merced -dijo Sancho- que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.
-Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que le dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo:
-Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera.
-¿Por eso no más? -replicó don Quijote-. Pues, si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
-No son los amores como los que vuestra merced piensa -dijo el galeote-; que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la obra.
-¿Qué son gurapas? -preguntó don Quijote.
-Gurapas son galeras -respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él el primero, y dijo:
-Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
-Pues, ¿cómo -repitió don Quijote-, por músicos y cantores van también a galeras?
-Sí, señor -respondió el galeote-, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
-Antes, he yo oído decir -dijo don Quijote- que quien canta sus males espanta.
-Acá es al revés -dijo el galeote-, que quien canta una vez llora toda la vida.
-No lo entiendo -dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
-Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.
-Y yo lo entiendo así -respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
-Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados.
-Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don Quijote- por libraros desa pesadumbre.
-Eso me parece -respondió el galeote- como quien tiene dineros en mitad del golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:
-Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
-Eso es -dijo Sancho Panza-, a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza.
-Así es -replicó el galeote-; y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero.
-A no haberle añadido esas puntas y collar -dijo don Quijote-, por solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es así comoquiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se escusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es menester dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad.
-Así es -dijo el buen viejo-, y, en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de a cuatro del seno y se le dio de limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
-Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela, tan intricadamente que no hay diablo que la declare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, víame a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guardaamigo o piedeamigo, de la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir.
-¿Qué delitos puede tener -dijo don Quijote-, si no han merecido más pena que echalle a las galeras?
-Va por diez años -replicó la guarda-, que es como muerte cevil. No se quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte, que por otro nombre llaman Ginesillo de Parapilla.
-Señor comisario -dijo entonces el galeote-, váyase poco a poco, y no andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres. Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco.
-Hable con menos tono -replicó el comisario-, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
-Bien parece -respondió el galeote- que va el hombre como Dios es servido, pero algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo de Parapilla o no.
-Pues, ¿no te llaman ansí, embustero? -dijo la guarda.
-Sí llaman -respondió Ginés-, mas yo haré que no me lo llamen, o me las pelaría donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares.
-Dice verdad -dijo el comisario-: que él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel en docientos reales.
-Y le pienso quitar -dijo Ginés-, si quedara en docientos ducados.
-¿Tan bueno es? -dijo don Quijote.
-Es tan bueno -respondió Ginés- que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan donosas que no pueden haber mentiras que se le igualen.
-¿Y cómo se intitula el libro? -preguntó don Quijote.
-La vida de Ginés de Pasamonte -respondió el mismo.
-¿Y está acabado? -preguntó don Quijote.
-¿Cómo puede estar acabado -respondió él-, si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras.
-Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas? -dijo don Quijote.
-Para servir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho -respondió Ginés-; y no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir, y en las galeras de España hay mas sosiego de aquel que sería menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo de escribir, porque me lo sé de coro.
-Hábil pareces -dijo don Quijote.
-Y desdichado -respondió Ginés-; porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
-Persiguen a los bellacos -dijo el comisario.
-Ya le he dicho, señor comisario -respondió Pasamonte-, que se vaya poco a poco, que aquellos señores no le dieron esa vara para que maltratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y llevase adonde Su Majestad manda. Si no, ¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que saliesen algún día en la colada las manchas que se hicieron en la venta; y todo el mundo calle, y viva bien, y hable mejor y caminemos, que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a Pasamonte en respuesta de sus amenazas, mas don Quijote se puso en medio y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho que quien llevaba tan atadas las manos tuviese algún tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me representa a mí ahora en la memoria de manera que me está diciendo, persuadiendo y aun forzando que muestre con vosotros el efeto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas -añadió don Quijote-, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y, cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
-¡Donosa majadería! -respondió el comisario-. ¡Bueno está el donaire con que ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase vuestra merced, señor, norabuena, su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
-¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto que, sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, malherido de una lanzada; y avínole bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atónitas y suspensas del no esperado acontecimiento; pero, volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los aguardaba; y, sin duda, lo pasara mal si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fue la revuelta de manera que las guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a don Quijote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y, arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno y señalando al otro, sin disparalla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso a la Santa Hermandad, la cual, a campana herida, saldría a buscar los delincuentes, y así se lo dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca.
-Bien está eso -dijo don Quijote-, pero yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y, llamando a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos a la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
-De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud. Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recebido; en pago del cual querría, y es mi voluntad, que, cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis, punto por punto, todos los que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada libertad; y, hecho esto, os podréis ir donde quisiéredes a la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
-Lo que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la Santa Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir en nuestra busca. Lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced; y ésta es cosa que se podrá cumplir de noche y de día, huyendo o reposando, en paz o en guerra; pero pensar que hemos de volver ahora a las ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena y a ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pedir a nosotros eso como pedir peras al olmo.
-Pues ¡voto a tal! -dijo don Quijote, ya puesto en cólera-, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había acometido como el de querer darles libertad, viéndose tratar de aquella manera, hizo del ojo a los compañeros, y, apartándose aparte, comenzaron a llover tantas piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quijote que no le acertasen no sé cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y diole con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho.
De lo que le aconteció al famoso don Quijote en Sierra Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan
VIÉNDOSE tan malparado don Quijote, dijo a su escudero:
-Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado esta pesadumbre; pero ya está hecho: paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.
-Así escarmentará vuestra merced -respondió Sancho- como yo soy turco; pero, pues dice que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño, créame ahora y escusará otro mayor; porque le hago saber que con la Santa Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da a ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís; y sepa que ya me parece que sus saetas me zumban por los oídos.
-Naturalmente eres cobarde, Sancho -dijo don Quijote-, pero, porque no digas que soy contumaz y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres. Y no me repliques más, que en sólo pensar que me aparto y retiro de algún peligro, especialmente déste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy ya para quedarme, y para aguardar aquí solo, no solamente a la Santa Hermandad que dices y temes, sino a los hermanos de los doce tribus de Israel, y a los siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a todos los hermanos y hermandades que hay en el mundo.
-Señor -respondió Sancho-, que el retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana y no aventurarse todo en un día. Y sepa que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno; así que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
Subió don Quijote, sin replicarle más palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase. Animóle a esto haber visto que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron y buscaron los galeotes. 1
Así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado -después que le pareció que caminaba por parte segura- sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
-¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don Quijote, dijo:
-Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.
-No puede ser eso -respondió Sancho-, porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.
-Verdad dices -dijo don Quijote-, y así, no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas, espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos.
Abrióle, y lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho también lo oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento 5
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe, 10
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
-Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.
-¿Qué hilo está aquí? -dijo don Quijote.
-Paréceme -dijo Sancho- que vuestra merced nombró ahí hilo.
-No dije sino Fili -respondió don Quijote-, y éste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco del arte.
-Luego, ¿también -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas?
-Y más de lo que tú piensas -respondió don Quijote-, y veráslo cuando lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.
-Lea más vuestra merced -dijo Sancho-, que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
-Esto es prosa, y parece carta.
-¿Carta misiva, señor? -preguntó Sancho.
-En el principio no parece sino de amores -respondió don Quijote.
-Pues lea vuestra merced alto -dijo Sancho-, que gusto mucho destas cosas de amores.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
-Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento. Y, aunque no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber conducido a algún desesperado término. Pero, como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y, aunque pasó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró y notó el Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo procuró, no pudo seguille, porque no era dado a la debilidad de Rocinante andar por aquellas asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto y flemático. Luego imaginó don Quijote que aquél era el dueño del cojín y de la maleta, y propuso en sí de buscalle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallarle; y así, mandó a Sancho que se apease del asno y atajase por la una parte de la montaña, que él iría por la otra y podría ser que topasen, con esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado de delante.
-No podré hacer eso -respondió Sancho-, porque, en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia.
-Así será -dijo el de la Triste Figura-, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo. Y vente ahora tras mí poco a poco, o como pudieres, y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta serrezuela: quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual, sin duda alguna, no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
-Harto mejor sería no buscalle, porque si le hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir; y así, fuera mejor, sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta que, por otra vía menos curiosa y diligente, pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el rey me hacía franco.
-Engáñaste en eso, Sancho -respondió don Quijote-; que, ya que hemos caído en sospecha de quién es el dueño, cuasi delante, estamos obligados a buscarle y volvérselos; y, cuando no le buscásemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que, Sancho amigo, no te dé pena el buscalle, por la que a mí se me quitará si le hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como de pastor que guardaba ganado, y a deshora, a su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de la montaña, pareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don Quijote estaba, dijo:
-Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada. Pues a buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar. Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
-No hemos topado a nadie -respondió don Quijote-, sino a un cojín y a una maletilla que no lejos deste lugar hallamos.
-También la hallé yo -respondió el cabrero-, mas nunca la quise alzar ni llegar a ella, temeroso de algún desmán y de que no me la pidiesen por de hurto; que es el diablo sotil, y debajo de los pies se levanta allombre cosa donde tropiece y caya, sin saber cómo ni cómo no.
-Eso mesmo es lo que yo digo -respondió Sancho-: que también la hallé yo, y no quise llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé y allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro.
-Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas?
-Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero- es que «habrá al pie de seis meses, poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. Preguntónos que cuál parte desta sierra era la más áspera y escondida; dijímosle que era esta donde ahora estamos; y es ansí la verdad, porque si entráis media legua más adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino ni senda que a este lugar encamine. Digo, pues, que, en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas y encaminó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos a todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda y de la priesa con que le víamos caminar y volverse hacia la sierra; y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí a algunos días salió al camino a uno de nuestros pastores, y, sin decille nada, se llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y luego se fue a la borrica del hato y le quitó cuanto pan y queso en ella traía; y, con estraña ligereza, hecho esto, se volvió a emboscar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi dos días por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque. Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos. Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció de pedillo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna a nadie. En cuanto lo que tocaba a la estancia de su habitación, dijo que no tenía otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche; y acabó su plática con un tan tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le habíamos, si en él no le acompañáramos, considerándole cómo le habíamos visto la vez primera, y cuál le veíamos entonces. Porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona; que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad. Y, estando en lo mejor de su plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos quedos y suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo; porque, por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos, apretando los labios y enarcando las cejas, fácilmente conocimos que algún accidente de locura le había sobrevenido. Mas él nos dio a entender presto ser verdad lo que pensábamos, porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junto a sí, con tal denuedo y rabia que, si no se le quitáramos, le matara a puñadas y a bocados; y todo esto hacía diciendo: “¡Ah, fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me heciste: estas manos te sacarán el corazón, donde albergan y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente la fraude y el engaño!” Y a éstas añadía otras razones, que todas se encaminaban a decir mal de aquel Fernando y a tacharle de traidor y fementido. Quitámossele, pues, con no poca pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se apartó de nosotros y se emboscó corriendo por entre estos jarales y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguille. Por esto conjeturamos que la locura le venía a tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando le debía de haber hecho alguna mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el término a que le había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá con las veces, que han sido muchas, que él ha salido al camino, unas a pedir a los pastores le den de lo que llevan para comer y otras a quitárselo por fuerza; porque cuando está con el accidente de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma a puñadas; y cuando está en su seso, lo pide por amor de Dios, cortés y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores -prosiguió el cabrero-, que ayer determinamos yo y cuatro zagales, los dos criados y los dos amigos míos, de buscarle hasta tanto que le hallemos, y, después de hallado, ya por fuerza ya por grado, le hemos de llevar a la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, o sabremos quién es cuando esté en sus seso, y si tiene parientes a quien dar noticia de su desgracia». Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le había dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareció, por entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, sólo que, llegando cerca, vio don Quijote que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía era de ámbar; por donde acabó de entender que persona que tales hábitos traía no debía de ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó con una voz desentonada y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quijote le volvió las saludes con no menos comedimiento, y, apeándose de Rocinante, con gentil continente y donaire, le fue a abrazar y le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, a quien podemos llamar el Roto de la Mala Figura -como a don Quijote el de la Triste-, después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y, puestas sus manos en los hombros de don Quijote, le estuvo mirando, como que quería ver si le conocía; no menos admirado quizá de ver la figura, talle y armas de don Quijote, que don Quijote lo estaba de verle a él. En resolución, el primero que habló después del abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.
Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
DICE la historia que era grandísima la atención con que don Quijote escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática, dijo:
-Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado; y quisiera yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis hecho, mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras que me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
-Los que yo tengo -respondió don Quijote- son de serviros; tanto, que tenía determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el dolor que en la estrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y, cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas. Y, si es que mi buen intento merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién sois y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo muestra vuestro traje y persona. Y juro -añadió don Quijote-, por la orden de caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión de caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste Figura, no hacía sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de arriba abajo; y, después que le hubo bien mirado, le dijo:
-Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den; que, después de haber comido, yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que le miraban hablaban palabra. Como acabó de comer, les hizo de señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo que a la vuelta de una peña poco desviada de allí estaba. En llegando a él, se tendió en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo; y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su asiento, dijo:
-Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere contando.
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían pasado el río y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al Roto, prosiguió diciendo:
-Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgracias; que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que añadir otras de nuevo, y, mientras menos me preguntáredes, más presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna que sea de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de los demás, y él, con este seguro, comenzó desta manera:
-«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta Andalucía; mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza; que para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían que, cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas. Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda le pareció que por buenos respetos estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres de aquella Tisbe tan decantada de los poetas. Y fue esta negación añadir llama a llama y deseo a deseo, porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no le pudieron poner a las plumas, las cuales, con más libertad que las lenguas, suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma está encerrado; que muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos billetes le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas tuve! ¡Cuántas canciones compuse y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía sus memorias y recreaba su voluntad!
»En efeto, viéndome apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio; y fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice; a lo que él me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle, y de querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda; porque, si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a hurto.
»Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese; y con este intento, luego en aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y, al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio y me dijo: “Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced”.» Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida que a mí mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: “De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé que mereces”. Añadió a éstas otras razones de padre consejero.
»Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería. Él me lo prometió y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque, llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual, en poco tiempo, quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y, aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo con que don Fernando me quería y trataba.
»Es, pues, el caso que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejada de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una labradora, vasalla de su padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta que nadie que la conocía se determinaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su amistad, con las mejores razones que supe y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito. Pero, viendo que no aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo, su padre. Mas don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por algunos meses; y que quería que el ausencia fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que darían al duque que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo.
»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo, aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su oficio, a pesar de los más firmes pensamientos. Ya cuando él me vino a decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su padre haría cuando supiese su disparate.
»Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos, por la mayor parte, no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el cual término no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir que, así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía quererse ausentar, por remediarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución. Diole el duque licencia, y mandóme que le acompañase. Venimos a mi ciudad, recibióle mi padre como quien era; vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tantas buenas partes adornada. Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura. Y, para encenderle más el deseo, que a mí me celaba y al cielo a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas.
»Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática, aunque la trujese por los cabellos; cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que, habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula...»
No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
-Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento; que, con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo. Y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida y Geraya, y de las discreciones del pastor Darinel y de aquellos admirables versos de sus bucólicas, cantadas y representadas por él con todo donaire, discreción y desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en que se enmiende esa falta, y no dura más en hacerse la enmienda de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo a mi aldea, que allí le podré dar más de trecientos libros, que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de malos y envidiosos encantadores. Y perdóneme vuestra merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna. Así que, perdón y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había caído a Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando muestras de estar profundamente pensativo. Y, puesto que dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni respondía palabra; pero, al cabo de un buen espacio, la levantó y dijo:
-No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien me dé a entender otra cosa (y sería un majadero el que lo contrario entendiese o creyese), sino que aquel bellaconazo del maestro Elisabat estaba amancebado con la reina Madésima.
-Eso no, ¡voto a tal! -respondió con mucha cólera don Quijote (y arrojóle, como tenía de costumbre)-; y ésa es una muy gran malicia, o bellaquería, por mejor decir: la reina Madásima fue muy principal señora, y no se ha de presumir que tan alta princesa se había de amancebar con un sacapotras; y quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellaco. Y yo se lo daré a entender, a pie o a caballo, armado o desarmado, de noche o de día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el accidente de su locura y no estaba para proseguir su historia; ni tampoco don Quijote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le había oído. ¡Estraño caso; que así volvió por ella como si verdaderamente fuera su verdadera y natural señora: tal le tenían sus descomulgados libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado; y el Roto le recibió de tal suerte que con una puñada dio con él a sus pies, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El cabrero, que le quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y, después que los tuvo a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego, a emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar. Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse tales puñadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
-Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que en éste, que es villano como yo y no está armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como hombre honrado.
-Así es -dijo don Quijote-, pero yo sé que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió a preguntar al cabrero si sería posible hallar a Cardenio, porque quedaba con grandísimo deseo de saber el fin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero le había dicho, que era no saber de cierto su manida; pero que, si anduviese mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros
DESPIDIÓSE del cabrero don Quijote, y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia; que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer y a mis hijos, con los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempos de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-: tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.
-Sea ansí -dijo Sancho-: hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y, comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O, ¿qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aun más de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que si tú supieras, como yo lo sé, cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y, porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
-Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced y encaminara el guijarro a la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda. Pues ¡montas, que no se librara Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-: allá se lo hayan; con su pan se lo coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas. Mas, ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles; y de aquí adelante, entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
-Señor -respondió Sancho-, y ¿es buena regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-; porque te hago saber que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
-Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? -preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste Figura-, puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y, porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento; como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfeción de la caballería. Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. Ansí que, me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos. Y, pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
-Paréceme a mí -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias, pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano?
-Ahí está el punto -respondió don Quijote- y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso; que, como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio: quien está ausente todos los males tiene y teme. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada. Ansí que, de cualquiera manera que responda, saldré del conflito y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos; pero no pudo, donde se puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar, sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llévola para aderezarla en mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún día me vea con mi mujer y hijos.
-Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro -dijo don Quijote- que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y les vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguirá por quitármele; pero, como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale, amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar todas estas armas y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres y algunas plantas y flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio:
-Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano, amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o, a lo menos, no os canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero mío, agradable compañero en más prósperos y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recetes a la causa total de todo ello!
Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla; y, dándole una palmada en las ancas, le dijo:
-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan estremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
-Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio; que a fe que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
-Digo, Sancho -respondió don Quijote-, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas.
-Pues, ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho- que lo que he visto?
-¡Bien estás en el cuento! -respondió don Quijote-. Ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez que te han de admirar.
-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia; y sería yo de parecer que, ya que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como algodón; y déjeme a mí el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más dura que la de un diamante.
-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-, mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico. Y será necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos.
-Más fue perder el asno -respondió Sancho-, pues se perdieron en él las hilas y todo. Y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel maldito brebaje; que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el estómago. Y más le ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y escriba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo.
-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras de llamarle infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
-Quien ha infierno -respondió Sancho-, nula es retencio, según he oído decir.
-No entiendo qué quiere decir retencio -dijo don Quijote.
-Retencio es -respondió Sancho- que quien está en el infierno nunca sale dél, ni puede. Lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies, si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires, como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
-Así es la verdad -dijo el de la Triste Figura-; pero, ¿qué haremos para escribir la carta?
-Y la libranza pollinesca también -añadió Sancho.
-Todo irá inserto -dijo don Quijote-; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablitas de cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien, y aun más que bien, escribilla: que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio; y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás.
-Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma? -dijo Sancho.
-Nunca las cartas de Amadís se firman -respondió don Quijote.
-Está bien -respondió Sancho-, pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa, si se traslada, dirán que la firma es falsa y quedaréme sin pollinos.
-La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que, en viéndola, mi sobrina no pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma: «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura». Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
-Ésa es -dijo don Quijote-, y es la que merece ser señora de todo el universo.
-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse; que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, sólo por vella; que ha muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia; que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado: así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las vitorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero, bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque podría ser que, al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente.
-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-, que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. «Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: “Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir: ‘Éste quiero, aquéste no quiero’”. Mas ella le respondió, con mucho donaire y desenvoltura: “Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues, para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles”.» Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen, por dar subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
-Digo que en todo tiene vuestra merced razón -respondió Sancho-, y que yo soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta; y, en acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual respondió Sancho:
-Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de oílla, que debe de ir como de molde.
-Escucha, que así dice -dijo don Quijote:
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
-Por vida de mi padre -dijo Sancho en oyendo la carta-, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no haya cosa que no sepa.
-Todo es menester -respondió don Quijote- para el oficio que trayo.
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos y fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en viéndola.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y, habiéndola escrito, se la leyó; que decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste presente año.
-Buena está -dijo Sancho-; fírmela vuestra merced.
-No es menester firmarla -dijo don Quijote-, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
-Yo me confío de vuestra merced -respondió Sancho-. Déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición, que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas que no quiera más.
-Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque, habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
-Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a fe que si me conociese, que me ayunase!
-A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo.
-No estoy tan loco -respondió Sancho-, mas estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los pastores?
-No te dé pena ese cuidado -respondió don Quijote-, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras asperezas equivalentes.
-A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
-Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.
-Así lo haré -respondió Sancho Panza.
Y, cortando algunos, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así, se fue, aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.
-¿No te lo decía yo? -dijo don Quijote-. Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y, desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas, la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve.
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierra Morena
VOLVIENDO a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las tumbas o vueltas, de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era que cuál sería mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y, hablando entre sí mesmo, decía:
-Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretas contra Bernardo del Carpio, que se las entendió y le ahogó entre los brazos en Roncesvalles. Pero, dejando en él lo de la valentía a una parte, vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las señales que halló en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante; y si él entendió que esto era verdad y que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje, y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso. Por otra parte, veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que más; porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le tengo?
En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. Y así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas. 5
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea 10
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal 15
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote 20
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras, 25
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en tocándole el cogote, 30
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también del Toboso, no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después confesó. Otros muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara tres semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no le conociera la madre que lo parió.
Y será bien dejalle, envuelto entre sus suspiros y versos, por contar lo que le avino a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que, en saliendo al camino real, se puso en busca del Toboso, y otro día llegó a la venta donde le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y llevar en deseo de gustar algo caliente; que había grandes días que todo era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta, todavía dudoso si entraría o no. Y, estando en esto, salieron de la venta dos personas que luego le conocieron; y dijo el uno al otro:
-Dígame, señor licenciado, aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor por escudero?
-Sí es -dijo el licenciado-; y aquél es el caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien como aquellos que eran el cura y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de los libros. Los cuales, así como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él; y el cura le llamó por su nombre, diciéndole:
-Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
-No, no -dijo el barbero-, Sancho Panza; si vos no nos decís dónde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues venís encima de su caballo. En verdad que nos habéis de dar el dueño del rocín, o sobre eso, morena.
-No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba, las aventuras que le habían sucedido y cómo llevaba la carta a la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta los hígados.
Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en un libro de memoria y que era orden de su señor que la hiciese trasladar en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le halló, ni le podía hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado don Quijote con él y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué le había sucedido, que tan mal se paraba.
-¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-, sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un castillo?
-¿Cómo es eso? -replicó el barbero.
-He perdido el libro de memoria -respondió Sancho-, donde venía carta para Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
-Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo, otras al cielo; y, al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo rato:
-Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda; aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».
-No diría -dijo el barbero- sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
-Así es -dijo Sancho-. Luego, si mal no me acuerdo, proseguía..., si mal no me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo. Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimesmo las cosas de su amo, pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo también como su señor, en trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso, se había de poner en camino a procurar cómo ser emperador, o, por lo menos, monarca; que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo; y que, en siéndolo, le había de casar a él, porque ya sería viudo, que no podía ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su señor, que cosa contingente y muy agible era venir, con el discurso del tiempo, a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, o otra dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
-Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
-Suélenles dar -respondió el cura- algún beneficio, simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto.
-Para eso será menester -replicó Sancho- que el escudero no sea casado y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué será de mí si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?
-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el barbero-, que aquí rogaremos a vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a causa de que él es más valiente que estudiante.
-Así me ha parecido a mí -respondió Sancho-, aunque sé decir que para todo tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro Señor que le eche a aquellas partes donde él más se sirva y adonde a mí más mercedes me haga.
-Vos lo decís como discreto -dijo el cura- y lo haréis como buen cristiano. Mas lo que ahora se ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro amo de aquella inútil penitencia que decís que queda haciendo; y, para pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, será bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera y que después les diría la causa por que no entraba ni le convenía entrar en ella; mas que les rogaba que le sacasen allí algo de comer que fuese cosa caliente, y, ansimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y, de allí a poco, el barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que ellos querían. Y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pediría un don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por este término; y que desta manera le sacarían de allí y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía algún remedio su estraña locura.
De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
NO LE PARECIÓ mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro; encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento: que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello; y, diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era más justo que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y, trocando la invención, el cura le fue informando el modo que había de tener y las palabras que había de decir a don Quijote para moverle y forzarle a que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido para su vana penitencia. El barbero respondió que, sin que se le diese lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y así, dobló sus vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en lo de ser arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y darle la respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque, aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia? 5
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia. 10
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repugna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo? 15
El cielo
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño,
amor, fortuna y el cielo. 20
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura? 25
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura. 30
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero, viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
SONETO
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas 5
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea, 10
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con atención, volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste, tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había conocido), se llegó a él, y con breves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así, viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían hablado en su negocio como en cosa sabida -porque las razones que el cura le dijo así lo dieron a entender-; y así, respondió desta manera:
-Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato común de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojos con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago, han procurado sacarme désta a mejor parte; pero, como no saben que sé yo que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de ningún juicio. Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oírla quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no se maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con la mesma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis desventuras; porque quizá, después de entendido, ahorraréis del trabajo que tomaréis en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él quisiese, en su remedio o consuelo; y con esto, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, por ocasión del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así, llegando al paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía desta manera:
«LUSCINDA A CARDENIO
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.
»-Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernando por una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y este billete fue el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío se efetuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes bastantes para enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo entendía dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi padre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido traidor, oh Julián vengativo, oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice? ¿Qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me quejo?, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto abajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de industria, y sólo para este efeto de que me ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento), el mesmo día que se ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que, en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas que me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora: exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella el recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se estendía mi desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la ausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué al lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla, quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que con mucha priesa le dijo: “Hermano: si sois cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y, para que no os falte comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo”. “Y, diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado. Y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana; aunque primero vio cómo yo tomé la carta y el pañuelo, y, por señas, le dije que haría lo que me mandaba. Y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla y conociendo por el sobrescrito que érades vos a quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en diez y seis horas que ha que se me dio, he hecho el camino, que sabéis que es de diez y ocho leguas”.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas de manera que apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:
La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que hablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere, con tantas veras que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo: “Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo”. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: “Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria”. No creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte alguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa. Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver. Así que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que hice?, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que se digan. Basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos; tales que, en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida?» No os canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento.
-«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la sala, entró el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: “¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?”, yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera a salir entonces, diciendo a voces!: “¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mía y que no puedes ser de otro! Advierte que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha de ser todo a un punto. ¡Ah traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido”. ¡Ah, loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello como le tengo para quejarme! En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: “Sí quiero”; y lo mesmo dijo don Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudo ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído, burladas mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda: imposibilitado de cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera que todo ardía de rabia y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese visto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío, fuera fácil tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde había dejado la mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél subí en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la escuridad de la noche me encubría y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado los ojos de la voluntad, para quitármela a mí y entregarla a aquél con quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado; y, en mitad de la fuga destas maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con su gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre que, a no querer recebirle, se podía pensar, o que no tenía juicio, o que en otra parte tenía la voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena opinión y fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando no pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de su hija; y que bien pudiera ella, antes de ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le había dado la mía; que yo viniera y concediera con todo cuanto ella acertara a fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos deseos. Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí pregunté a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas sierras. Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros, que, sin duda, debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he sentido en mí, después acá, que no todas veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando; y cuando en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme. Mi más común habitación es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle». Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia: decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que recebir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustó de ser ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de la desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por venir de que a mí solo faltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en mí es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como amorosa historia. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta parte desta narración, que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.
Cuarta parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra
FELICÍSIMOS y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía desta manera:
-¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo? Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron, sentado al pie de un fresno, a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces. Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía; el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y, al querer quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:
-Ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos; que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual, en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban.
Por esto determinaron de mostrarse, y, al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y, apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y, sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
-Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros. No hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
A todo esto, ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:
-Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al estremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehúya de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o lo que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza como embelesada, mirándolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna: bien así como rústico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y dél jamás vistas. Mas, volviendo el cura a decirle otras razones al mesmo efeto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
-Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido, puesto que temo que la relación que os hiciere de mis desdichas os ha de causar, al par de la compasión, la pesadumbre, porque no habéis de hallar remedio para remediarlas ni consuelo para entretenerlas. Pero, con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas, y cada una por sí, que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su hermosura. Y, tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y, puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara, comenzó la historia de su vida desta manera:
-«En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en España. Éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su estado, y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos; pero tan ricos que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a mí por hija; y, así por no tener otra ni otro que los heredase como por ser padres, y aficionados, yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas. Finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo. Los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.
»Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual, si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo. Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que al de un monesterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada, que apenas vían mis ojos más tierra de aquella donde ponía los pies; y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los de lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que éste es el nombre del hijo menor del duque que os he contado.»
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande alteración que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era; la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia diciendo:
-«Y no me hubieron bien visto cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas, por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad. Sobornó toda la gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes. Los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las músicas. Los billetes que, sin saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos. Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme a su voluntad hacía, las hiciera para el efeto contrario; no porque a mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus solicitudes; porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas: que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece a mí que siempre nos da gusto el oír que nos llaman hermosas.
»Pero a todo esto se opone mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya a él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese. Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría de ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra cosa, mas se encaminaban a su gusto que a mi provecho; y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían luego con quien yo más gustase: así de los más principales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo.
»Todos estos recatos míos, que él debía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba; la cual, si ella fuera como debía, no la supiérades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decírosla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por quitalle a él la esperanza de poseerme, o, a lo menos, porque yo tuviese más guardas para guardarme; y esta nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando yo en mi aposento con sola la compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que, por descuido, mi honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio destos recatos y prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallé delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me enmudeció la lengua; y así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó a mí, y, tomándome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la mentira que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé, no sé en qué modo, a tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasión menos que buena sus lágrimas y suspiros.
»Y así, pasándoseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: “Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo verás si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo, villana y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme. Si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera; de modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho porque no es pensar que de mí alcance cosa alguna el que no fuere mi ligítimo esposo”. “Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea -(que éste es el nombre desta desdichada), dijo el desleal caballero-, ves: aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y esta imagen de Nuestra Señora que aquí tienes”.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus sobresaltos y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso interromper el cuento, por ver en qué venía a parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo:
-¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mesmo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su estraño y desastrado traje, y rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego; porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que, a su parecer, ninguno podía llegar que el que tenía acrecentase un punto.
-No le perdiera yo, señora -respondió Cardenio-, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el saberlo.
-Sea lo que fuere -respondió Dorotea-, «lo que en mi cuento pasa fue que, tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas y juramentos estraordinarios, me dio la palabra de ser mi marido, puesto que, antes que acabase de decirlas, le dije que mirase bien lo que hacía y que considerase el enojo que su padre había de recebir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si algún bien me quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo que mi calidad podía, porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.
»Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me acuerdo, pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien ansí como el que no piensa pagar, que, al concertar de la barata, no repara en inconvenientes. Yo, a esta sazón, hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí mesma: “Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero con desdenes despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de la fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. Porque, ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío?”
»Todas estas demandas y respuestas revolví yo en un instante en la imaginación; y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición: los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y, finalmente, su dispusición y gentileza, que, acompañada con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado corazón como el mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los testigos del cielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos; añadió a los primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones, si no cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado; y con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido.
»El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía aun no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque, después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde le alcanzaron. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirse de mí, y, por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y, al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe y de ser firmes y verdaderos sus juramentos; y, para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún no me determinaba si era bien o mal el que me había sucedido. Díjele, al partir, a don Fernando que por el mesmo camino de aquélla podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que, cuando él quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes; que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado.
»Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguadas, y bien sé que comencé a dudar en ellos, y aun a descreer de la fe de don Fernando; y sé también que mi doncella oyó entonces las palabras que en reprehensión de su atrevimiento antes no había oído; y sé que me fue forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasión a que mis padres me preguntasen que de qué andaba descontenta y me obligasen a buscar mentiras que decilles. Pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respectos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque, de allí a pocos días, se dijo en el lugar como en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron dignas de admiración.»
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allí a poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo:
-«Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar de helárseme el corazón en oílla, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho. Mas templóse esta furia por entonces con pensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse: que fue ponerme en este hábito, que me dio uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mi enemigo estaba. Él, después que hubo reprehendido mi atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció a tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego, al momento, encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dineros, por lo que podía suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a lo menos a decir a don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho.
»Llegué en dos días y medio donde quería, y, en entrando por la ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hice la pregunta me respondió más de lo que yo quisiera oír. Díjome la casa y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en la ciudad, que se hace en corrillos para contarla por toda ella. Díjome que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que, llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio, que, a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la mesma ciudad; y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la obediencia de sus padres. En resolución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando, pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en poco, arremetió a ella, antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que le hallaron la quiso dar de puñaladas; y lo hiciera si sus padres y los que se hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron más: que luego se ausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta otro día, que contó a sus padres cómo ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe más: que el Cardenio, según decían, se halló presente en los desposorios, y que, en viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejándole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba adonde gentes no le viesen.
»Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello; y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el juicio sus padres y no sabían qué medio se tomar para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don Fernando, que no hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio, por atraerle a conocer lo que al primero debía, y a caer en la cuenta de que era cristiano y que estaba más obligado a su alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para entretener la vida, que ya aborrezco.
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje que traía; y oí decir que se decía que me había sacado de casa de mis padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y tan indigno de mis buenos pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe que de fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero, como suele decirse que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su mesma bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que, a su parecer, estos yermos le ofrecían; y, con poca vergüenza y menos temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores; y, viendo que yo con feas y justas palabras respondía a las desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o ningunas veces deja de mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego, con más ligereza que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas, sin llevar otro pensamiento ni otro disignio que esconderme en ellas y huir de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando.
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que ahora, tan sin pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi solicitud fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que yo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado; y, como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallé para el criado; y así, tuve por menor inconveniente dejalle y asconderme de nuevo entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas. Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi desventura y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras.»
Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo
ESTA es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo de ser hallada de los que me buscan; que, aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que me ocupa sólo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y, aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo:
-En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido; y así, le dijo:
-Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado.
-Soy -respondió Cardenio- aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha traído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Teodora, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues, siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y, pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro, por la fe de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta veros en poder de don Fernando, y que, cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle, en razón de la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo buscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la estrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don Quijote había tenido y contóla a los demás, mas no supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto, oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso, que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.
-Pues no es menester más -dijo el cura- sino que luego se ponga por obra; que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle -como era así verdad- que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
-Esta hermosa señora -respondió el cura-, Sancho hermano, es, como quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y, a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
-Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice; que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre otras, señor licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado de recebir órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a su imperio y yo al fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, sería nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo por su nombre.
-Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona, porque, llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
-No hay duda en eso -respondió Sancho-, que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea: tomar las reinas los nombres de sus reinos.
-Así debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser emperador.
Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría, sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en llegando junto a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
-De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
-No os responderé palabra, fermosa señora -respondió don Quijote-, ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
-No me levantaré, señor -respondió la afligida doncella-, si primero, por la vuestra cortesía, no me es otorgado el don que pido.
-Yo vos le otorgo y concedo -respondió don Quijote-, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave.
-No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor -replicó la dolorosa doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito le dijo:
-Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
-Sea quien fuere -respondió don Quijote-, que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
-La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.
-Pues el que pido es -dijo la doncella- que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino.
-Digo que así lo otorgo -respondió don Quijote-, y así podéis, señora, desde hoy más, desechar la malenconía que os fatiga y hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza; que, con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren. Y manos a labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro.
La menesterosa doncella pugnó, con mucha porfía, por besarle las manos, mas don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes, la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado, dijo:
-Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir su buena intención; y, viendo que ya el don estaba concedido y con la diligencia que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la otra mano a su señora, y entre los dos la subieron en la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy a pique de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo:
-¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que me mamo el dedo!
Con esto, andaba tan solícito y tan contento que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban; y fue que con unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía y diole un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se pusieron en el llano, a la salida de la sierra, y, así como salió della don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando señales de que le iba reconociendo; y, al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces:
-Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriote don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quintaesencia de los caballeros andantes.
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote; el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquel hombre, se le puso a mirar con atención, y, al fin, le conoció y quedó como espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual don Quijote decía:
-Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
-Eso no consentiré yo en ningún modo -dijo el cura-: estése la vuestra grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en nuestra edad se han visto; que a mí, aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo. Y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto.
-Aún no caía yo en tanto, mi señor licenciado -respondió don Quijote-; y yo sé que mi señora la princesa será servida, por mi amor, de mandar a su escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.
-Sí sufre, a lo que yo creo -respondió la princesa-; y también sé que no será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan cortesano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie, pudiendo ir a caballo.
-Así es -respondió el barbero.
Y, apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quijote. Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
-¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas y fuese con ellas adonde yacía maese Nicolás, dando aún voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían; y, cuando se las tuvo puestas, se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía que su virtud a más que pegar barbas se debía de estender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
-Así es -dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los tres mudando, hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas de allí. Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote dijo a la doncella:
-Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere.
Y, antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
-¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es, por ventura, hacia el de Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí; y así, dijo:
-Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
-Si así es -dijo el cura-, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra grandeza.
-Vuestra merced está engañado, señor mío -dijo ella-, porque no ha dos años que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso, he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo.
-No más: cesen mis alabanzas -dijo a esta sazón don Quijote-, porque soy enemigo de todo género de adulación; y, aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora mía, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y así, dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traído por estas partes, tan solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que me pone espanto.
-A eso yo responderé con brevedad -respondió el cura-, porque sabrá vuestra merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha muchos años que pasó a Indias me había enviado, y no tan pocos que no pasan de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y, pasando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas; y aun a este mancebo que aquí va -señalando a Cardenio- le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes que dicen que libertó, casi en este mesmo sitio, un hombre tan valiente que, a pesar del comisario y de las guardas, los soltó a todos; y, sin duda alguna, él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual se le mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena gente.
-Éstos, pues -dijo el cura-, fueron los que nos robaron; que Dios, por su misericordia, se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.
Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto
NO HUBO bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
-Pues, mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
-¡Majadero! -dijo a esta sazón don Quijote-, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión; porque la bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el menguado humor de don Quijote y que todos hacían burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
-Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene prometido, y que, conforme a él, no puede entremeterse en otra aventura, por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redundara.
-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera quitado un bigote.
-Yo callaré, señora mía -dijo don Quijote-, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera venganza.
-Eso haré yo de gana -respondió Dorotea-, si es que no os enfadan oír lástimas y desgracias.
-No enfadará, señora mía -respondió don Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
-Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella, después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer otros ademanes, con mucho donaire, comenzó a decir desta manera:
-«Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí me llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y dijo:
-No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere.
-Así es la verdad -respondió la doncella-, y desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia. «La cual es que el rey mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta vida y yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía él que no le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confusión saber, por cosa muy cierta, que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula, que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por poner miedo y espanto a los que mira); digo que supo que este gigante, en sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino y me lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese; pero que podía escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar con él; mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante, pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también mi padre que, después que él fuese muerto y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos y leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un caballero andante, cuya fama en este tiempo se estendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote.»
-Don Quijote diría, señora -dijo a esta sazón Sancho Panza-, o, por otro nombre, el Caballero de la Triste Figura.
-Así es la verdad -dijo Dorotea-. «Dijo más: que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.»
En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero:
-Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
-Pues, ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? -dijo Dorotea.
-Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo -respondió don Quijote.
-No hay para qué desnudarse -dijo Sancho-, que yo sé que tiene vuestra merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser hombre fuerte.
-Eso basta -dijo Dorotea-, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco; basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma carne; y, sin duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor don Quijote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene, no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mesmo que venía a buscar.
-Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía -preguntó don Quijote-, si no es puerto de mar?
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo:
-Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna.
-Eso quise decir -dijo Dorotea.
-Y esto lleva camino -dijo el cura-, y prosiga vuestra majestad adelante.
-No hay que proseguir -respondió Dorotea-, sino que, finalmente, mi suerte ha sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo por reina y señora de todo mi reino, pues él, por su cortesía y magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le llevare, que no será a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razón me tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual también dejó dicho y escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no las sé leer, que si este caballero de la profecía, después de haber degollado al gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi persona.
-¿Qué te parece, Sancho amigo? -dijo a este punto don Quijote-. ¿No oyes lo que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina con quien casar.
-¡Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto que no se casare en abriendo el gaznatico al señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala la reina! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la cama!
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y, haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora. ¿Quién no había de reír de los circustantes, viendo la locura del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras que renovó la risa en todos.
-Ésta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi historia: sólo resta por deciros que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no me ha quedado sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el discurso de mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y extraordinarios quitan la memoria al que los padece.
-Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa señora! -dijo don Quijote-, cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean; y así, de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos desta... no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo:
-Y después de habérsela tajado y puéstoos en pacífica posesión de vuestro estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en talante os viniere; porque, mientras que yo tuviere ocupada la memoria y cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aquella..., y no digo más, no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca de no querer casarse, que, con grande enojo, alzando la voz, dijo:
-Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra merced, señor don Quijote, cabal juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la fortuna, tras cada cantillo, semejante ventura como la que ahora se le ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi señora Dulcinea? No, por cierto, ni aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de la que está delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego, encomiéndole yo a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de vobis, vobis, y, en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego, siquiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos que dio con él en tierra; y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida.
-¿Pensáis -le dijo a cabo de rato-, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, y, levantándose con un poco de presteza, se fue a poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo a su amo:
-Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princesa, claro está que no será el reino suyo; y, no siéndolo, ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
-¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? -dijo don Quijote-. Pues, ¿no acabas de traerme ahora un recado de su parte?
-Digo que no la he visto tan despacio -dijo Sancho- que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así, a bulto, me parece bien.
-Ahora te disculpo -dijo don Quijote-, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres.
-Ya yo lo veo -respondió Sancho-; y así, en mí la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me viene a la lengua.
-Con todo eso -dijo don Quijote-, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuenteâ¦, y no te digo más.
-Ahora bien -respondió Sancho-, Dios está en el cielo, que ve las trampas, y será juez de quién hace más mal: yo en no hablar bien, o vuestra merced en obrallo.
-No haya más -dijo Dorotea-: corred, Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vuestras alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, a quien yo no conozco si no es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viváis como un príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con reposado continente; y, después que se la hubo besado, le echó la bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote:
-Después que veniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas.
-Pregunte vuestra merced lo que quisiere -respondió Sancho-, que a todo daré tan buena salida como tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo.
-¿Por qué lo dices, Sancho? -dijo don Quijote.
-Dígolo -respondió- porque estos palos de agora más fueron por la pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en ella no lo haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.
-No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida -dijo don Quijote-, que me dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse: a pecado nuevo, penitencia nueva. 2
En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea que había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías. Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dónde eran las provincias ni puertos de mar, y que así, había dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna.
-Yo lo entendí así -dijo el cura-, y por eso acudí luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña ver con cuánta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros?
-Sí es -dijo Cardenio-, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en ella.
-Pues otra cosa hay en ello -dijo el cura-: que fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras cosas, discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo. De manera que, como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quijote con la suya y dijo a Sancho:
-Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quitármele.
-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
-Así es como tú dices -dijo don Quijote-, porque el librillo de memoria donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida, lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías tú de hacer cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras desde el lugar donde la echaras menos.
-Así fuera -respondió Sancho-, si no la hubiera yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacristán, que me la trasladó del entendimiento, tan punto por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión, no había visto ni leído tan linda carta como aquélla.
-Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? -dijo don Quijote.
-No, señor -respondió Sancho-, porque después que la di, como vi que no había de ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo se me acuerda, es aquello del sobajada, digo, del soberana señora, y lo último: Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en medio destas dos cosas, le puse más de trecientas almas, y vidas, y ojos míos.
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos
-TODO eso no me descontenta; prosigue adelante -dijo don Quijote-. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
-No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta -dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
-No era sino rubión -respondió Sancho.
-Pues yo te aseguro -dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está».
-¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una mínima.
-Ella no me preguntó nada -dijo Sancho-, mas yo le dije de la manera que vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
-En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal -dijo don Quijote-, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
-Tan alta es -respondió Sancho-, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto.
-Pues, ¿cómo, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Haste medido tú con ella?
-Medíme en esta manera -respondió Sancho-: que, llegándole a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.
-Pues ¡es verdad -replicó don Quijote- que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?
-Lo que sé decir -dijo Sancho- es que sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa.
-No sería eso -respondió don Quijote-, sino que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
-Y bien -prosiguió don Quijote-, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
-La carta -dijo Sancho- no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente, saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
-Todo va bien hasta agora -dijo don Quijote-. Pero dime: ¿qué joya fue la que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado.
-Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno.
-Es liberal en estremo -dijo don Quijote-, y si no te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero buenas son mangas después de Pascua: yo la veré, y se satisfará todo. ¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante); digo que este tal te debió de ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses; que hay sabio déstos que coge a un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y si no fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso. Que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por acullá, encima de una nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del Toboso, pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en volandillas, sin que tú lo sintieses.
-Así sería -dijo Sancho-; porque a buena fe que andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azogue en los oídos.
-Y ¡cómo si llevaba azogue! -dijo don Quijote-, y aun una legión de demonios, que es gente que camina y hace caminar, sin cansarse, todo aquello que se les antoja. Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti que debo yo de hacer ahora cerca de lo que mi señora me manda que la vaya a ver?; que, aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su mandamiento, véome también imposibilitado del don que he prometido a la princesa que con nosotros viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes que mi gusto. Por una parte, me acosa y fatiga el deseo de ver a mi señora; por otra, me incita y llama la prometida fe y la gloria que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y llegar presto donde está este gigante, y, en llegando, le cortaré la cabeza, y pondré a la princesa pacíficamente en su estado, y al punto daré la vuelta a ver a la luz que mis sentidos alumbra, a la cual daré tales disculpas que ella venga a tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da y de ser yo suyo.
-¡Ay -dijo Sancho-, y cómo está vuestra merced lastimado de esos cascos! Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya cura; y si no, ahí está nuestro licenciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga.
-Mira, Sancho -respondió don Quijote-: si el consejo que me das de que me case es porque sea luego rey, en matando al gigante, y tenga cómodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo sacaré de adahala, antes de entrar en la batalla, que, saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del reino, para que la pueda dar a quien yo quisiere; y, en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti?
-Eso está claro -respondió Sancho-, pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque, si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este negocio; que por Dios que se me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho provecho.
-Dígote, Sancho -dijo don Quijote-, que estás en lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a Dulcinea. Y avísote que no digas nada a nadie, ni a los que con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido y tratado; que, pues Dulcinea es tan recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo, ni otro por mí, los descubra.
-Pues si eso es así -dijo Sancho-, ¿cómo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nombre que la quiere bien y que es su enamorado? Y, siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos?
-¡Oh, qué necio y qué simple que eres! -dijo don Quijote-. ¿Tú no ves, Sancho, que eso todo redunda en su mayor ensalzamiento? Porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se estiendan más sus pensamientos que a servilla, por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros.
-Con esa manera de amor -dijo Sancho- he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.
-¡Válate el diablo por villano -dijo don Quijote-, y qué de discreciones dices a las veces! No parece sino que has estudiado.
-Pues a fe mía que no sé leer -respondió Sancho.
En esto, les dio voces maese Nicolás que esperasen un poco, que querían detenerse a beber en una fontecilla que allí estaba. Detúvose don Quijote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto y temía no le cogiese su amo a palabras; porque, puesto que él sabía que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había visto en toda su vida.
Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea traía cuando la hallaron, que, aunque no eran muy buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traían.
Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho que iba de camino, el cual, poniéndose a mirar con mucha atención a los que en la fuente estaban, de allí a poco arremetió a don Quijote, y, abrazándole por las piernas, comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:
-¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo Andrés que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado.
Reconocióle don Quijote, y, asiéndole por la mano, se volvió a los que allí estaban y dijo:
-Porque vean vuestras mercedes cuán de importancia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que en él se hacen por los insolentes y malos hombres que en él viven, sepan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque, oí unos gritos y unas voces muy lastimosas, como de persona afligida y menesterosa; acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pareció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este muchacho que ahora está delante (de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada); digo que estaba atado a la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo; y, así como yo le vi, le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: «Señor, no me azota sino porque le pido mi salario». El amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse, y notifiqué y quise? Responde; no te turbes ni dudes en nada: di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos.
-Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad -respondió el muchacho-, pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina.
-¿Cómo al revés? -replicó don Quijote-; luego, ¿no te pagó el villano?
-No sólo no me pagó -respondió el muchacho-, pero, así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la mesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes que quedé hecho un San Bartolomé desollado; y, a cada azote que me daba, me decía un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía. En efeto: él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía. Mas, como vuestra merced le deshonró tan sin propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y, como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.
-El daño estuvo -dijo don Quijote- en irme yo de allí; que no me había de ir hasta dejarte pagado, porque bien debía yo de saber, por luengas experiencias, que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él vee que no le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena.
-Así es la verdad -dijo Andrés-, pero no aprovechó nada.
-Ahora verás si aprovecha -dijo don Quijote.
Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.
Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería. Él le respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo que ella respondió que advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya; y que, pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino.
-Así es verdad -respondió don Quijote-, y es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos, señora, decís; que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado.
-No me creo desos juramentos -dijo Andrés-; más quisiera tener agora con qué llegar a Sevilla que todas las venganzas del mundo: déme, si tiene ahí, algo que coma y lleve, y quédese con Dios su merced y todos los caballeros andantes; que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso, y, dándoselo al mozo, le dijo:
-Tomá, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia.
-Pues, ¿qué parte os alcanza a vos? -preguntó Andrés.
-Esta parte de queso y pan que os doy -respondió Sancho-, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no; porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura, y aun a otras cosas que se sienten mejor que se dicen.
Andrés asió de su pan y queso, y, viendo que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó el camino en las manos, como suele decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a don Quijote:
-Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo.
Íbase a levantar don Quijote para castigalle, mas él se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no reírse, por no acaballe de correr del todo.
Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote
ACABÓSE la buena comida, ensillaron luego, y, sin que les sucediese cosa digna de contar, llegaron otro día a la venta, espanto y asombro de Sancho Panza; y, aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ventera, ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote y a Sancho, les salieron a recebir con muestras de mucha alegría, y él las recibió con grave continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le respondió la huéspeda que como la pagase mejor que la otra vez, que ella se la daría de príncipes. Don Quijote dijo que sí haría, y así, le aderezaron uno razonable en el mismo caramanchón de marras, y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado y falto de juicio.
No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al barbero, y, asiéndole de la barba, dijo:
-Para mi santiguada, que no se ha aún de aprovechar más de mi rabo para su barba, y que me ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido por esos suelos, que es vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar de mi buena cola.
No se la quería dar el barbero, aunque ella más tiraba, hasta que el licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester más usar de aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma forma, y dijese a don Quijote que cuando le despojaron los ladrones galeotes se habían venido a aquella venta huyendo; y que si preguntase por el escudero de la princesa, le dirían que ella le había enviado adelante a dar aviso a los de su reino como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don Quijote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor paga, con diligencia les aderezó una razonable comida; y a todo esto dormía don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque más provecho le haría por entonces el dormir que el comer.
Trataron sobre comida, estando delante el ventero, su mujer, su hija, Maritornes, todos los pasajeros, de la estraña locura de don Quijote y del modo que le habían hallado. La huéspeda les contó lo que con él y con el arriero les había acontecido, y, mirando si acaso estaba allí Sancho, como no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron. Y, como el cura dijese que los libros de caballerías que don Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:
-No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros muchos. Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.
-Y yo ni más ni menos -dijo la ventera-, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estáis escuchando leer: que estáis tan embobado, que no os acordáis de reñir por entonces.
-Así es la verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas; y más, cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles.
-Y a vos ¿qué os parece, señora doncella? -dijo el cura, hablando con la hija del ventero.
-No sé, señor, en mi ánima -respondió ella-; también yo lo escucho, y en verdad que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras: que en verdad que algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo.
-Luego, ¿bien las remediárades vos, señora doncella -dijo Dorotea-, si por vos lloraran?
-No sé lo que me hiciera -respondió la moza-; sólo sé que hay algunas señoras de aquéllas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente es aquélla tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado, le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa.
-Calla, niña -dijo la ventera-, que parece que sabes mucho destas cosas, y no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
-Como me lo pregunta este señor -respondió ella-, no pude dejar de respondelle.
-Ahora bien -dijo el cura-, traedme, señor huésped, aquesos libros, que los quiero ver.
-Que me place -respondió él.
Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una cadenilla, y, abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero y dijo:
-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina.
-No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.
-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más libros? -dijo el ventero.
-No más -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de Felixmarte.
-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar?
-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flemáticos.
-Así es -replicó el ventero-; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran Capitán y dese Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros.
-Hermano mío -dijo el cura-, estos dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos; y este del Gran Capitán es historia verdadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual, por sus muchas y grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo Gran Capitán, renombre famoso y claro, y dél sólo merecido. Y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes.
-¡Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-. ¡Mirad de qué se espanta: de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced de leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos, como si fueran manadas de ovejas. Pues, ¿qué me dirán del bueno de don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el libro, donde cuenta que, navegando por un río, le salió de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y la apretó con ambas manos la garganta, con tanta fuerza que, viendo la serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del río, llevándose tras sí al caballero, que nunca la quiso soltar? Y, cuando llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas de cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese esto, se volvería loco de placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:
-Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quijote.
-Así me parece a mí -respondió Cardenio-, porque, según da indicio, él tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
-Mirad, hermano -tornó a decir el cura-, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decís de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores; porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron en él.
-¡A otro perro con ese hueso! -respondió el ventero-. ¡Como si yo no supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos que quitan el juicio!
-Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y, así como se consiente en las repúblicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante, que tenga por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera lícito agora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo, y en este entretanto creed, señor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá os avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quijote.
-Eso no -respondió el ventero-, que no seré yo tan loco que me haga caballero andante: que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y pensativo de lo que había oído decir que ahora no se usaban caballeros andantes, y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras, y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo:
-Esperad, que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están escritos.
Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela del curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y dijo:
-Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda.
A lo que respondió el ventero:
-Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela a quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles; que bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé que me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver: que, aunque ventero, todavía soy cristiano.
-Vos tenéis mucha razón, amigo -dijo el cura-, mas, con todo eso, si la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar.
-De muy buena gana -respondió el ventero.
Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen.
-Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir que en leer.
-Harto reposo será para mí -dijo Dorotea- entretener el tiempo oyendo algún cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir cuando fuera razón.
-Pues, desa manera -dijo el cura-, quiero leerla, por curiosidad siquiera; quizá tendrá alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho también; lo cual visto del cura, y entendiendo que a todos daría gusto y él le recibiría, dijo:
-Pues así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera:
Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente
«EN FLORENCIA, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo; y, desta manera, andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese.
»Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido.
»Los primeros días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello que a él le fue posible; pero, acabadas las bodas y sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle a él -como es razón que parezca a todos los que fueren discretos- que no se han de visitar ni continuar las casas de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque, aunque la buena y verdadera amistad no puede ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto, es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.
»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si, por la buena correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que así, le suplicaba, si era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y salir en ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y que, por haber sabido ella con cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.
»A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille volviese como solía a su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con él; y, aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía a la honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en más que el suyo proprio. Decía él, y decía bien, que el casado a quien el cielo había concedido mujer hermosa, tanto cuidado había de tener qué amigos llevaba a su casa como en mirar con qué amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones -cosas que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres-, se concierta y facilita en casa de la amiga o la parienta de quien más satisfación se tiene.
»También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer tiene, o no le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le sería de honra o de vituperio; de lo cual, siendo del amigo advertido, fácilmente pondría remedio en todo. Pero, ¿dónde se hallará amigo tan discreto y tan leal y verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto; sólo Lotario era éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar y acortar los días del concierto del ir a su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagabundos y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien nacido, y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila; que, puesto que su bondad y valor podía poner freno a toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas, que él daba a entender ser inexcusables. Así que, en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes del día.
»Sucedió, pues, que uno que los dos se andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Anselmo dijo a Lotario las semejantes razones:
»-Pensabas, amigo Lotario, que a las mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres como fueron los míos y al darme, no con mano escasa, los bienes, así los que llaman de naturaleza como los de fortuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento que llegue al bien recebido, y sobre al que me hizo en darme a ti por amigo y a Camila por mujer propria: dos prendas que las estimo, si no en el grado que debo, en el que puedo. Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre de todo el universo mundo; porque no sé qué días a esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan estraño, y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis proprios pensamientos; y así me ha sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo a todo el mundo. Y, pues que, en efeto, él ha de salir a plaza, quiero que sea en la del archivo de tu secreto, confiado que, con él y con la diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero, en remediarme, yo me veré presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura.
»Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar tan larga prevención o preámbulo; y, aunque iba revolviendo en su imaginación qué deseo podría ser aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la verdad; y, por salir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión, le dijo que hacía notorio agravio a su mucha amistad en andar buscando rodeos para decirle sus más encubiertos pensamientos, pues tenía cierto que se podía prometer dél, o ya consejos para entretenellos, o ya remedio para cumplillos.
»-Así es la verdad -respondió Anselmo-, y con esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfeta como yo pienso; y no puedo enterarme en esta verdad, si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer más buena de cuanto es o no es solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y a las continuas importunidades de los solícitos amantes. Porque, ¿qué hay que agradecer -decía él- que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe que tiene marido que, en cogiéndola en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? Ansí que, la que es buena por temor, o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré a la solicitada y perseguida que salió con la corona del vencimiento. De modo que, por estas razones y por otras muchas que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opinión que tengo, deseo que Camila, mi esposa, pase por estas dificultades y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos; y si ella sale, como creo que saldrá, con la palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura; podré yo decir que está colmo el vacío de mis deseos; diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que ¿quién la hallará? Y, cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia. Y, prosupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de algún provecho para dejar de ponerle por la obra, quiero, ¡oh amigo Lotario!, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta obra de mi gusto; que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada, recogida y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo a tener por hecho lo que se ha de hacer, por buen respeto; y así, no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte. Así que, si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo pide, y con la confianza que nuestra amistad me asegura.
»Éstas fueron las razones que Anselmo dijo a Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento, que si no fueron las que quedan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado; y, viendo que no decía más, después que le estuvo mirando un buen espacio, como si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara admiración y espanto, le dijo:
»-No me puedo persuadir, ¡oh amigo Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que me has dicho; que, a pensar que de veras las decías, no consintiera que tan adelante pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga arenga. Sin duda imagino, o que no me conoces, o que yo no te conozco. Pero no; que bien sé que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario; el daño está en que yo pienso que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía ser, porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han de pedir a aquel Lotario que tú conoces; porque los buenos amigos han de probar a sus amigos y valerse dellos, como dijo un poeta, usque ad aras; que quiso decir que no se habían de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues, si esto sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuando el amigo tirase tanto la barra que pusiese aparte los respetos del cielo por acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable como me pides? Ninguna, por cierto; antes, me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente. Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto; y, siendo yo el instrumento, como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a quedar deshonrado, y, por el mesmo consiguiente, sin vida? Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu deseo; que tiempo quedará para que tú me repliques y yo te escuche.
»-Que me place -dijo Anselmo-: di lo que quisieres.
»Y Lotario prosiguió diciendo:
»-Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la Santa Escritura, ni con razones que consistan en especulación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, intelegibles, demonstrativos, indubitables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como cuando dicen: “Si de dos partes iguales quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales”; y, cuando esto no entiendan de palabra, como, en efeto, no lo entienden, háseles de mostrar con las manos y ponérselo delante de los ojos, y, aun con todo esto, no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de mi sacra religión. Y este mesmo término y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo gastado el que ocupare en darte a entender tu simplicidad, que por ahora no le quiero dar otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal deseo; mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte. Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú no me has dicho que tengo de solicitar a una retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una desinteresada, servir a una prudente? Sí que me lo has dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después que los que ahora tiene, o qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, ¿para qué quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la mesma verdad, pues, después de hecha, se ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que, es razón concluyente que el intentar las cosas de las cuales antes nos puede suceder daño que provecho es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo, o por entrambos a dos: las que se acometen por Dios son las que acometieron los santos, acometiendo a vivir vida de ángeles en cuerpos humanos; las que se acometen por respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diversidad de climas, tanta estrañeza de gentes, por adquirir estos que llaman bienes de fortuna. Y las que se intentan por Dios y por el mundo juntamente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas veen en el contrario muro abierto tanto espacio cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillería, cuando, puesto aparte todo temor, sin hacer discurso ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria y provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes y peligros. Pero la que tú dices que quieres intentar y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres; porque, puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda, porque no te ha de aprovechar pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedido, porque bastará para afligirte y deshacerte que la sepas tú mesmo. Y, para confirmación desta verdad, te quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de Las lágrimas de San Pedro, que dice así:
Crece el dolor y crece la vergüenza
en Pedro, cuando el día se ha mostrado;
y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
de sí mesmo, por ver que había pecado:
que a un magnánimo pecho a haber vergüenza
no sólo ha de moverle el ser mirado;
que de sí se avergüenza cuando yerra,
si bien otro no vee que cielo y tierra.
»Así que, no escusarás con el secreto tu dolor; antes, tendrás que llorar contino, si no lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba del vaso, que, con mejor discurso, se escusó de hacerla el prudente Reinaldos; que, puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados. Cuanto más que, con lo que ahora pienso decirte, acabarás de venir en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime, Anselmo, si el cielo, o la suerte buena, te hubiera hecho señor y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y que todos a una voz y de común parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podía estender la naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo creyeses así, sin saber otra cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante, y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y más, si lo pusieses por obra; que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más fama; y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdería todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en estimación de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es finísimo diamante, así en tu estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre, pues, aunque se quede con su entereza, no puede subir a más valor del que ahora tiene; y si faltase y no resistiese, considera desde ahora cuál quedarías sin ella, y con cuánta razón te podrías quejar de ti mesmo, por haber sido causa de su perdición y la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene; y, pues la de tu esposa es tal que llega al estremo de bondad que sabes, ¿para qué quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción que le falta, que consiste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando quieren cazarle, los cazadores usan deste artificio: que, sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las atajan con lodo, y después, ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y así como el arminio llega al lodo, se está quedo y se deja prender y cautivar, a trueco de no pasar por el cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la vida. La honesta y casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia la virtud de la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el arminio se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sí mesma atropellar y pasar por aquellos embarazos, y es necesario quitárselos y ponerle delante la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimesmo la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro; pero está sujeto a empañarse y escurecerse con cualquiera aliento que le toque. Hase de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas, cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee; basta que desde lejos, y por entre las verjas de hierro, gocen de su fragrancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos versos que se me han venido a la memoria, que los oí en una comedia moderna, que me parece que hacen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese, guardase y encerrase, y entre otras razones, le dijo éstas:
Es de vidrio la mujer;
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
y no es cordura ponerse
a peligro de romperse
lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
todos, y en razón la fundo:
que si hay Dánaes en el mundo,
hay pluvias de oro también.
»Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca; y ahora es bien que se oiga algo de lo que a mí me conviene; y si fuere largo, perdóname, que todo lo requiere el laberinto donde te has entrado y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo y quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no sólo pretendes esto, sino que procuras que yo te la quite a ti. Que me la quieres quitar a mí está claro, pues, cuando Camila vea que yo la solicito, como me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y mal mirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello que el ser quien soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite a ti no hay duda, porque, viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo; y, teniéndose por deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya, su mesma deshonra. Y de aquí nace lo que comúnmente se platica: que el marido de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni haya dado ocasión para que su mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano, ni en su descuido y poco recato estorbar su desgracia, con todo, le llaman y le nombran con nombre de vituperio y bajo; y en cierta manera le miran, los que la maldad de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera, está en aquella desventura. Pero quiérote decir la causa por que con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión, para que ella lo sea. Y no te canses de oírme, que todo ha de redundar en tu provecho. Cuando Dios crió a nuestro primero padre en el Paraíso terrenal, dice la Divina Escritura que infundió Dios sueño en Adán, y que, estando durmiendo, le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva; y, así como Adán despertó y la miró, dijo: “Ésta es carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Y Dios dijo: “Por ésta dejará el hombre a su padre y madre, y serán dos en una carne misma”. Y entonces fue instituido el divino sacramento del matrimonio, con tales lazos, que sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma carne; y aún hace más en los buenos casados, que, aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de aquí viene que, como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los defectos que se procura, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño. Porque, así como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo, sin que ella se le haya causado, así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa con ella. Y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la mujer mala sean deste género, es forzoso que al marido le quepa parte dellas, y sea tenido por deshonrado sin que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al peligro que te pones en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa vive. Mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres revolver los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa. Advierte que lo que aventuras a ganar es poco, y que lo que perderás será tanto que lo dejaré en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal propósito, bien puedes buscar otro instrumento de tu deshonra y desventura, que yo no pienso serlo, aunque por ello pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo.
»Calló, en diciendo esto, el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo quedó tan confuso y pensativo que por un buen espacio no le pudo responder palabra; pero, en fin, le dijo:
»-Con la atención que has visto he escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones, ejemplos y comparaciones he visto la mucha discreción que tienes y el estremo de la verdadera amistad que alcanzas; y ansimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto, has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad que suelen tener algunas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse; así que, es menester usar de algún artificio para que yo sane, y esto se podía hacer con facilidad, sólo con que comiences, aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a los primeros encuentros dé con su honestidad por tierra; y con solo este principio quedaré contento y tú habrás cumplido con lo que debes a nuestra amistad, no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome de no verme sin honra. Y estás obligado a hacer esto por una razón sola; y es que, estando yo, como estoy, determinado de poner en plática esta prueba, no has tú de consentir que yo dé cuenta de mi desatino a otra persona, con que pondría en aventura el honor que tú procuras que no pierda; y, cuando el tuyo no esté en el punto que debe en la intención de Camila en tanto que la solicitares, importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero. Y, pues tan poco aventuras y tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque más inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya he dicho, con sólo que comiences daré por concluida la causa.
»Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no sabiendo qué más ejemplos traerle ni qué más razones mostrarle para que no la siguiese, y viendo que le amenazaba que daría a otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor mal, determinó de contentarle y hacer lo que le pedía, con propósito e intención de guiar aquel negocio de modo que, sin alterar los pensamientos de Camila, quedase Anselmo satisfecho; y así, le respondió que no comunicase su pensamiento con otro alguno, que él tomaba a su cargo aquella empresa, la cual comenzaría cuando a él le diese más gusto. Abrazóle Anselmo tierna y amorosamente, y agradecióle su ofrecimiento, como si alguna grande merced le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo entre los dos que desde otro día siguiente se comenzase la obra; que él le daría lugar y tiempo como a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría dineros y joyas que darla y que ofrecerla. Aconsejóle que le diese músicas, que escribiese versos en su alabanza, y que, cuando él no quisiese tomar trabajo de hacerlos, él mesmo los haría. A todo se ofreció Lotario, bien con diferente intención que Anselmo pensaba.
»Y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y cuidado, esperando a su esposo, porque aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado.
»Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en la suya, tan contento como Lotario fue pensativo, no sabiendo qué traza dar para salir bien de aquel impertinente negocio. Pero aquella noche pensó el modo que tendría para engañar a Anselmo, sin ofender a Camila; y otro día vino a comer con su amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual le recebía y regalaba con mucha voluntad, por entender la buena que su esposo le tenía.
»Acabaron de comer, levantaron los manteles y Anselmo dijo a Lotario que se quedase allí con Camila, en tanto que él iba a un negocio forzoso, que dentro de hora y media volvería. Rogóle Camila que no se fuese y Lotario se ofreció a hacerle compañía, más nada aprovechó con Anselmo; antes, importunó a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia. Dijo también a Camila que no dejase solo a Lotario en tanto que él volviese. En efeto, él supo tan bien fingir la necesidad, o necedad, de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la mesa Camila y Lotario, porque la demás gente de casa toda se había ido a comer. Viose Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón que le temiera Lotario.
»Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla, y, pidiendo perdón a Camila del mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo volvía. Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado que en la silla, y así, le rogó se entrase a dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta que volvió Anselmo, el cual, como halló a Camila en su aposento y a Lotario durmiendo, creyó que, como se había tardado tanto, ya habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase, para volverse con él fuera y preguntarle de su ventura.
»Todo le sucedió como él quiso: Lotario despertó, y luego salieron los dos de casa, y así, le preguntó lo que deseaba, y le respondió Lotario que no le había parecido ser bien que la primera vez se descubriese del todo; y así, no había hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, diciéndole que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su hermosura y discreción, y que éste le había parecido buen principio para entrar ganando la voluntad, y disponiéndola a que otra vez le escuchase con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engañar a alguno que está puesto en atalaya de mirar por sí: que se transforma en ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y, poniéndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quién es y sale con su intención, si a los principios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho a Anselmo, y dijo que cada día daría el mesmo lugar, aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparía en cosas que Camila no pudiese venir en conocimiento de su artificio.
»Sucedió, pues, que se pasaron muchos días que, sin decir Lotario palabra a Camila, respondía a Anselmo que la hablaba y jamás podía sacar della una pequeña muestra de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una señal de sombra de esperanza; antes, decía que le amenazaba que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo había de decir a su esposo.
»-Bien está -dijo Anselmo-. Hasta aquí ha resistido Camila a las palabras; es menester ver cómo resiste a las obras: yo os daré mañana dos mil escudos de oro para que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros tantos para que compréis joyas con que cebarla; que las mujeres suelen ser aficionadas, y más si son hermosas, por más castas que sean, a esto de traerse bien y andar galanas; y si ella resiste a esta tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré más pesadumbre.
»Lotario respondió que ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, puesto que entendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero, en efeto, determinó de decirle que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las palabras, y que no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.
»Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó que, habiendo dejado Anselmo solos a Lotario y a Camila, como otras veces solía, él se encerró en un aposento y por los agujeros de la cerradura estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora Lotario no habló palabra a Camila, ni se la hablara si allí estuviera un siglo, y cayó en la cuenta de que cuanto su amigo le había dicho de las respuestas de Camila todo era ficción y mentira. Y, para ver si esto era ansí, salió del aposento, y, llamando a Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y de qué temple estaba Camila. Lotario le respondió que no pensaba más darle puntada en aquel negocio, porque respondía tan áspera y desabridamente, que no tendría ánimo para volver a decirle cosa alguna.
»-¡Ah! -dijo Anselmo-, Lotario, Lotario, y cuán mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes por decir; y si esto es así, como sin duda lo es, ¿para qué me engañas, o por qué quieres quitarme con tu industria los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo?
»No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho para dejar corrido y confuso a Lotario; el cual, casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo espiaba; cuanto más, que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle comodidad más segura y menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa por ocho días, yéndose a la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó que le enviase a llamar con muchas veras, para tener ocasión con Camila de su partida.
»¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas? ¿Qué es lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa Camila, quieta y sosegadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos no salen de las paredes de su casa, tú eres su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos y la medida por donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la tuya y con la del cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te da sin ningún trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para qué quieres ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro, poniéndote a peligro que toda venga abajo, pues, en fin, se sustenta sobre los débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo:
Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido
que, pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.
»Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando dicho a Camila que el tiempo que él estuviese ausente vendría Lotario a mirar por su casa y a comer con ella; que tuviese cuidado de tratalle como a su mesma persona. Afligióse Camila, como mujer discreta y honrada, de la orden que su marido le dejaba, y díjole que advirtiese que no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase la silla de su mesa, y que si lo hacía por no tener confianza que ella sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por experiencia como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó que aquél era su gusto, y que no tenía más que hacer que bajar la cabeza y obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría, aunque contra su voluntad.
»Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa Lotario, donde fue rescebido de Camila con amoroso y honesto acogimiento; la cual jamás se puso en parte donde Lotario la viese a solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados y criadas, especialmente de una doncella suya, llamada Leonela, a quien ella mucho quería, por haberse criado desde niñas las dos juntas en casa de los padres de Camila, y cuando se casó con Anselmo la trujo consigo.
»En los tres días primeros nunca Lotario le dijo nada, aunque pudiera, cuando se levantaban los manteles y la gente se iba a comer con mucha priesa, porque así se lo tenía mandado Camila. Y aun tenía orden Leonela que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás se quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento y había menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas veces el mandamiento de su señora; antes, los dejaba solos, como si aquello le hubieran mandado. Mas la honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que ponía freno a la lengua de Lotario.
»Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lotario, redundó más en daño de los dos, porque si la lengua callaba, el pensamiento discurría y tenía lugar de contemplar, parte por parte, todos los estremos de bondad y de hermosura que Camila tenía, bastantes a enamorar una estatua de mármol, no que un corazón de carne.
»Mirábala Lotario en el lugar y espacio que había de hablarla, y consideraba cuán digna era de ser amada; y esta consideración comenzó poco a poco a dar asaltos a los respectos que a Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de la ciudad y irse donde jamás Anselmo le viese a él, ni él viese a Camila; mas ya le hacía impedimento y detenía el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila. Culpábase a solas de su desatino, llamábase mal amigo y aun mal cristiano; hacía discursos y comparaciones entre él y Anselmo, y todos paraban en decir que más había sido la locura y confianza de Anselmo que su poca fidelidad, y que si así tuviera disculpa para con Dios como para con los hombres de lo que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa.
»En efecto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le había puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra. Y, sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo, en los cuales estuvo en continua batalla por resistir a sus deseos, comenzó a requebrar a Camila, con tanta turbación y con tan amorosas razones que Camila quedó suspensa, y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba y entrarse a su aposento, sin respondelle palabra alguna. Mas no por esta sequedad se desmayó en Lotario la esperanza, que siempre nace juntamente con el amor; antes, tuvo en más a Camila. La cual, habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse. Y, pareciéndole no ser cosa segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a que otra vez la hablase, determinó de enviar aquella mesma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo, donde le escribió estas razones:
Donde se prosigue la novela del Curioso impertinente
»ASÍ como suele decirse que parece mal el ejército sin su general y el castillo sin su castellano, digo yo que parece muy peor la mujer casada y moza sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada de no poder sufrir esta ausencia, que si presto no venís, me habré de ir a entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra; porque la que me dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo que a vos os toca; y, pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es bien que más os diga.
»Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella que Lotario había ya comenzado la empresa, y que Camila debía de haber respondido como él deseaba; y, alegre sobremanera de tales nuevas, respondió a Camila, de palabra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía a estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres; porque en la quedada corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su esposo.
»En fin, se resolvió en lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con determinación de no huir la presencia de Lotario, por no dar que decir a sus criados; y ya le pesaba de haber escrito lo que escribió a su esposo, temerosa de que no pensase que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura que le hubiese movido a no guardalle el decoro que debía. Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y en su buen pensamiento, con que pensaba resistir callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta a su marido, por no ponerle en alguna pendencia y trabajo. Y aun andaba buscando manera como disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasión que le había movido a escribirle aquel papel. Con estos pensamientos, más honrados que acertados ni provechosos, estuvo otro día escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de manera que comenzó a titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer en acudir a los ojos, para que no diesen muestra de alguna amorosa compasión que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho habían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía.
»Finalmente, a él le pareció que era menester, en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza. Y así, acometió a su presunción con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas que la mesma vanidad, puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él, con toda diligencia, minó la roca de su entereza, con tales pertrechos que, aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió, y fingió Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila y vino a triunfar de lo que menos se pensaba y más deseaba.
»Rindióse Camila, Camila se rindió; pero ¿qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejemplo claro que nos muestra que sólo se vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha de poner a brazos con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza de su señora, porque no se la pudieron encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario decir a Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor y pensase que así, acaso y sin pensar, y no de propósito, la había solicitado.
»Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en menos tenía y más estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y hallóle en su casa; abrazáronse los dos, y el uno preguntó por las nuevas de su vida o de su muerte.
»-Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo Anselmo! -dijo Lotario-, son de que tienes una mujer que dignamente puede ser ejemplo y corona de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho se las ha llevado el aire, los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han admitido, de algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable. En resolución, así como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar tus dineros, amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar a ellos; que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas como son dádivas ni promesas. Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de las hechas; y, pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navío que el cielo te dio en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y aférrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te vengan a pedir la deuda que no hay hidalguía humana que de pagarla se escuse.
»Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lotario, y así se las creyó como si fueran dichas por algún oráculo. Pero, con todo eso, le rogó que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosidad y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahincadas diligencias como hasta entonces; y que sólo quería que le escribiese algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría a entender a Camila que andaba enamorado de una dama, a quien le había puesto aquel nombre por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se le debía; y que, cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que él los haría.
»-No será menester eso -dijo Lotario-, pues no me son tan enemigas las musas que algunos ratos del año no me visiten. Dile tú a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los haré; si no tan buenos como el subjeto merece, serán, por lo menos, los mejores que yo pudiere.
»Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa, preguntó a Camila lo que ella ya se maravillaba que no se lo hubiese preguntado: que fue que le dijese la ocasión por que le había escrito el papel que le envió. Camila le respondió que le había parecido que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente que cuando él estaba en casa; pero que ya estaba desengañada y creía que había sido imaginación suya, porque ya Lotario huía de vella y de estar con ella a solas. Díjole Anselmo que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos. Y, a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda, cayera en la desesperada red de los celos; mas, por estar ya advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.
»Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que había compuesto a su amada Clori; que, pues Camila no la conocía, seguramente podía decir lo que quisiese.
»-Aunque la conociera -respondió Lotario-, no encubriera yo nada, porque cuando algún amante loa a su dama de hermosa y la nota de cruel, ningún oprobrio hace a su buen crédito. Pero, sea lo que fuere, lo que sé decir, que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice ansí:
SONETO
En el silencio de la noche, cuando
ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando 5
por las rosadas puertas orientales,
con suspiros y acentos desiguales,
voy la antigua querella renovando.
Y cuando el sol, de su estrellado asiento,
derechos rayos a la tierra envía, 10
el llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo, sordo; a Clori, sin oídos.
»Bien le pareció el soneto a Camila, pero mejor a Anselmo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no correspondía. A lo que dijo Camila:
»-Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?
»-En cuanto poetas, no la dicen -respondió Lotario-; mas, en cuanto enamorados, siempre quedan tan cortos como verdaderos.
»-No hay duda deso -replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario.
»Y así, con el gusto que de sus cosas tenía, y más, teniendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori, le rogó que si otro soneto o otros versos sabía, los dijese:
»-Sí sé -respondió Lotario-, pero no creo que es tan bueno como el primero, o, por mejor decir, menos malo. Y podréislo bien juzgar, pues es éste:
SONETO
Yo sé que muero; y si no soy creído,
es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!, muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
Podré yo verme en la región de olvido, 5
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
cómo tu hermoso rostro está esculpido.
Que esta reliquia guardo para el duro
trance que me amenaza mi porfía, 10
que en tu mismo rigor se fortalece.
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece!
»También alabó este segundo soneto Anselmo, como había hecho el primero, y desta manera iba añadiendo eslabón a eslabón a la cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y, con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama.
»Sucedió en esto que, hallándose una vez, entre otras, sola Camila con su doncella, le dijo:
»-Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el tiempo comprara Lotario la entera posesión que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de estimar mi presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo para no poder resistirle.
»-No te dé pena eso, señora mía -respondió Leonela-, que no está la monta, ni es causa para menguar la estimación, darse lo que se da presto, si, en efecto, lo que se da es bueno, y ello por sí digno de estimarse. Y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces.
»-También se suele decir -dijo Camila- que lo que cuesta poco se estima en menos.
»-No corre por ti esa razón -respondió Leonela-, porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela y otras anda, con éste corre y con aquél va despacio, a unos entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a otros mata, en un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mesmo punto la acaba y concluye, por la mañana suele poner el cerco a una fortaleza y a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista. Y, siendo así, ¿de qué te espantas, o de qué temes, si lo mismo debe de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de rendirnos la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía determinado, sin dar tiempo al tiempo para que Anselmo le tuviese de volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra. Porque el amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios. Todo esto sé yo muy bien, más de experiencia que de oídas, y algún día te lo diré, señora, que yo también soy de carne y de sangre moza. Cuanto más, señora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de Lotario toda su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino asegúrate que Lotario te estima como tú le estimas a él, y vive con contento y satisfación de que, ya que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor y de estima. Y que no sólo tiene las cuatro eses que dicen que han de tener los buenos enamorados, sino todo un ABC entero: si no, escúchame y verás como te le digo de coro. Él es, según yo veo y a mí me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, onesto, principal, quantioso, rico, y las eses que dicen; y luego, tácito, verdadero. La X no le cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está dicha; la Z, zelador de tu honra.
»Rióse Camila del ABC de su doncella, y túvola por más plática en las cosas de amor que ella decía; y así lo confesó ella, descubriendo a Camila como trataba amores con un mancebo bien nacido, de la mesma ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquél camino por donde su honra podía correr riesgo. Apuróla si pasaban sus pláticas a más que serlo. Ella, con poca vergüenza y mucha desenvoltura, le respondió que sí pasaban; porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no se les da nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
»No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar a Leonela no dijese nada de su hecho al que decía ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió que así lo haría, mas cumpliólo de manera que hizo cierto el temor de Camila de que por ella había de perder su crédito. Porque la deshonesta y atrevida Leonela, después que vio que el proceder de su ama no era el que solía, atrevióse a entrar y poner dentro de casa a su amante, confiada que, aunque su señora le viese, no había de osar descubrille; que este daño acarrean, entre otros, los pecados de las señoras: que se hacen esclavas de sus mesmas criadas y se obligan a encubrirles sus deshonestidades y vilezas, como aconteció con Camila; que, aunque vio una y muchas veces que su Leonela estaba con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la osaba reñir, mas dábale lugar a que lo encerrase, y quitábale todos los estorbos, para que no fuese visto de su marido.
»Pero no los pudo quitar que Lotario no le viese una vez salir, al romper del alba; el cual, sin conocer quién era, pensó primero que debía de ser alguna fantasma; mas, cuando le vio caminar, embozarse y encubrirse con cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento y dio en otro, que fuera la perdición de todos si Camila no lo remediara. Pensó Lotario que aquel hombre que había visto salir tan a deshora de casa de Anselmo no había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo; sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil y ligera con él, lo era para otro; que estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala: que pierde el crédito de su honra con el mesmo a quien se entregó rogada y persuadida, y cree que con mayor facilidad se entrega a otros, y da infalible crédito a cualquiera sospecha que desto le venga. Y no parece sino que le faltó a Lotario en este punto todo su buen entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos, pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin más ni más, antes que Anselmo se levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de Camila, que en ninguna cosa le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo:
»-Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mesmo, haciéndome fuerza a no decirte lo que ya no es posible ni justo que más te encubra. Sábete que la fortaleza de Camila está ya rendida y sujeta a todo aquello que yo quisiere hacer della; y si he tardado en descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía por probarme y ver si eran con propósito firme tratados los amores que, con tu licencia, con ella he comenzado. Creí, ansimismo, que ella, si fuera la que debía y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de mi solicitud, pero, habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas las promesas que me ha dado de que, cuando otra vez hagas ausencia de tu casa, me hablará en la recámara, donde está el repuesto de tus alhajas -y era la verdad, que allí le solía hablar Camila-; y no quiero que precipitosamente corras a hacer alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado sino con pensamiento, y podría ser que, desde éste hasta el tiempo de ponerle por obra, se mudase el de Camila y naciese en su lugar el arrepentimiento. Y así, ya que, en todo o en parte, has seguido siempre mis consejos, sigue y guarda uno que ahora te diré, para que sin engaño y con medroso advertimento te satisfagas de aquello que más vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos o tres días, como otras veces sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los tapices que allí hay y otras cosas con que te puedas encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces verás por tus mismos ojos, y yo por los míos, lo que Camila quiere; y si fuere la maldad que se puede temer antes que esperar, con silencio, sagacidad y discreción podrás ser el verdugo de tu agravio.
»Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y comenzaba a gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio, mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo:
»-Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad; en todo he de seguir tu consejo: haz lo que quisieres y guarda aquel secreto que ves que conviene en caso tan no pensado.
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose dél, se arrepintió totalmente de cuanto le había dicho, viendo cuán neciamente había andado, pues pudiera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse para deshacer lo hecho, o para dalle alguna razonable salida. Al fin, acordó de dar cuenta de todo a Camila; y, como no faltaba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella, así como vio que le podía hablar, le dijo.
»-Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón que me le aprieta de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace, pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto, que cada noche encierra a un galán suyo en esta casa y se está con él hasta el día, tan a costa de mi crédito cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa. Y lo que me fatiga es que no la puedo castigar ni reñir: que el ser ella secretario de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún mal suceso.
»Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que era artificio para desmentille que el hombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo; pero, viéndola llorar y afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la verdad, y, en creyéndola, acabó de estar confuso y arrepentido del todo. Pero, con todo esto, respondió a Camila que no tuviese pena, que él ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia de los celos, había dicho a Anselmo, y cómo estaba concertado de esconderse en la recámara, para ver desde allí a la clara la poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura, y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como su mal discurso le había puesto.
»Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y mala determinación que había tenido. Pero, como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer inremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y, sin declararle del todo su pensamiento, le advirtió que tuviese cuidado que, en estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella le dijese le respondiese como respondiera aunque no supiera que Anselmo le escuchaba. Porfió Lotario que le acabase de declarar su intención, porque con más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario.
»-Digo -dijo Camila- que no hay más que guardar, si no fuere responderme como yo os preguntare (no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no podrían ser tan buenos).
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro día, con la escusa de ir aquella aldea de su amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela.
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de su honra, íbase a pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba escondido, entraron en la recámara; y apenas hubo puesto los pies en ella Camilia, cuando, dando un grande suspiro, dijo:
»-¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor que, antes que llegase a poner en ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo, que te he pedido, y pasases con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo que vieron en mí los atrevidos y deshonestos ojos de Lotario que fuese causa de darle atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha descubierto, en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a esa ventana y llámale, que, sin duda alguna, él debe de estar en la calle, esperando poner en efeto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel cuanto honrada mía.
»-¡Ay, señora mía! -respondió la sagaz y advertida Leonela-, y ¿qué es lo que quieres hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura quitarte la vida o quitársela a Lotario? Que cualquiera destas cosas que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu agravio, y no des lugar a que este mal hombre entre ahora en esta casa y nos halle solas. Mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre y determinado; y, como viene con aquel mal propósito, ciego y apasionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo que te estaría más mal que quitarte la vida. ¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal ha querido dar a este desuellacaras en su casa! Y ya, señora, que le mates, como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer dél después de muerto?
»-¿Qué, amiga? -respondió Camila-: dejarémosle para que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio parece que ofendo a la lealtad que a mi esposo debo.
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada palabra que Camila decía, se le mudaban los pensamientos; mas, cuando entendió que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese; pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase.
»Tomóle en esto a Camila un fuerte desmayo, y, arrojándose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir:
»-¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad...!
»Con otras cosas a éstas semejantes, que ninguno la escuchara que no la tuviera por la más lastimada y leal doncella del mundo, y a su señora por otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo Camila; y, al volver en sí, dijo:
»-¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más leal amigo de amigo que vio el sol o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se esfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y maldiciones la justa venganza que espero.
»-Ya voy a llamarle, señora mía -dijo Leonela-, mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas cosa, en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a todos los que bien te quieren.
»-Ve segura, Leonela amiga, que no haré -respondió Camila-; porque, ya que sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia de quien dicen que se mató sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero a quien tuvo la causa de su desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario, pero, en fin, salió; y, entre tanto que volvía, quedó Camilia diciendo, como que hablaba consigo misma:
»-¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala, siquiera este tiempo que he de tardar en desengañarle? Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el mundo, si acaso llegare a saberlo, de que Camila no sólo guardó la lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle. Mas, con todo, creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo, pero ya se la apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir él al remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que, de puro bueno y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese; ni aun yo lo creí después, por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no llegara a tanto, que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas, ¿para qué hago yo ahora estos discursos? ¿Tiene, por ventura, una resulución gallarda necesidad de consejo alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues, traidores; aquí, venganzas! ¡Entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél; y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo.
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y oído era bastante satisfación para mayores sospechas; y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso. Y, estando ya para manifestarse y salir, para abrazar y desengañar a su esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y, así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo:
»-Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo. Y, antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí. Respóndeme a esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de responder, pues no son dificultades las que te pregunto.
»No era tan ignorante Lotario que, desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo, no hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer; y así, correspondió con su intención tan discretamente, y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta verdad; y así, respondió a Camila desta manera:
»-No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí vengo. Si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poseello; pero, porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años; y no quiero decir lo que tú tan bien sabes de nuestra amistad, por no me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompidas y violadas.
»-Si eso confiesas -respondió Camila-, enemigo mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mirar, para que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay, desdichada de mí!, en la cuenta de quién te ha hecho tener tan poca con lo que a ti mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres que piensan que no tienen de quién recatarse suelen hacer inadvertidamente. Si no, dime: ¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos con alguna palabra o señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus infames deseos? ¿Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y reprehendidas de las mías con rigor y con aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y mayores dádivas fueron de mí creídas, ni admitidas? Pero, por parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo tiempo, si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la culpa de tu impertinencia, pues, sin duda, algún descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado; y así, quiero castigarme y darme la pena que tu culpa merece. Y, porque vieses que, siendo conmigo tan inhumana, no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di, para favorecer y canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos es la que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos, porque, castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero, antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá, dondequiera que fuere, la pena que da la justicia desinteresada y que no se dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.
»Y, diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía aquel estraño embuste y fealdad que, por dalle color de verdad, la quiso matizar con su misma sangre; porque, viendo que no podía haber a Lotario, o fingiendo que no podía, dijo:
»-Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo menos, no será tan poderosa que, en parte, me quite que no le satisfaga.
»Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como desmayada.
»Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo a Camila tendida en tierra y bañada en su sangre. Acudió Lotario con mucha presteza, despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y, en ver la pequeña herida, salió del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y mucha discreción de la hermosa Camila; y, por acudir con lo que a él le tocaba, comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo de Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no sólo a él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término. Y, como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la juzgara.
»Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo y parecer de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora, si acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese; sólo le dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes no le viesen. Y, con muestras de mucho dolor y sentimiento, se salió de casa; y, cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse cruces, maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan proprios de Leonela. Consideraba cuán enterado había de quedar Anselmo de que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera imaginarse.
»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad.
»Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo a su doncella si daría, o no, todo aquel suceso a su querido esposo; la cual le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle todas aquellas que le fuese posible.
»Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer y que ella le seguiría; pero que en todo caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver; a lo que Leonela respondía que ella, ni aun burlando, no sabía mentir.
»-Pues yo, hermana -replicó Camila-, ¿qué tengo de saber, que no me atreveré a forjar ni sustentar una mentira, si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta.
»-No tengas pena, señora: de aquí a mañana -respondió Leonela- yo pensaré qué le digamos, y quizá que, por ser la herida donde es, la podrás encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer a nuestros tan justos y tan honrados pensamientos. Sosiégate, señora mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada, y lo demás déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.
»Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tan estraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir a verse con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita preciosa que había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna alegría, porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su amigo y cuán injustamente él le agraviaba. Y, aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba, creía ser la causa por haber dejado a Camila herida y haber él sido la causa; y así, entre otras razones, le dijo que no tuviese pena del suceso de Camila, porque, sin duda, la herida era ligera, pues quedaban de concierto de encubrírsela a él; y que, según esto, no había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase y alegrase con él, pues por su industria y medio él se veía levantado a la más alta felicidad que acertara desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación y dijo que él, por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre edificio.
»Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo: él mismo llevó por la mano a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama. Recebíale Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño algunos días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió Fortuna su rueda y salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.»
Donde se da fin a la novela del Curioso impertinente
POCO más quedaba por leer de la novela, cuando del caramanchón donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
-Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza, cercen a cercen, como si fuera un nabo!
-¿Qué dices, hermano? -dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba-. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís, estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a voces:
-¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho:
-No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino.
-Que me maten -dijo a esta sazón el ventero- si don Quijote, o don diablo, no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre.
Y, con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron a don Quijote en el más estraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el porqué; y en la derecha, desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo que arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara la guerra del gigante; y, con todo aquello, no despertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo y se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote; mas no con tanto acuerdo que echase de ver de la manera que estaba.
Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y, como no la hallaba, dijo:
-Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez, en este mesmo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mismísimos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una fuente.
-¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos? -dijo el ventero-. ¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros que aquí están horadados y el vino tinto que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó?
-No sé nada -respondió Sancho-; sólo sé que vendré a ser tan desdichado que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar; y que ahora no le habían de valer los previlegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del cura, diciendo:
-Bien puede la vuestra grandeza, alta y famosa señora, vivir, de hoy más, segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también, de hoy más, soy quito de la palabra que os di, pues, con el ayuda del alto Dios y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien la he cumplido.
-¿No lo dije yo? -dijo oyendo esto Sancho-. Sí que no estaba yo borracho: ¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante! ¡Ciertos son los toros: mi condado está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos reían sino el ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura que, con no poco trabajo, dieron con don Quijote en la cama, el cual se quedó dormido, con muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la venta a consolar a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en grito:
-En mal punto y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada se fue con el costo de una noche, de cena, cama, paja y cebada, para él y para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero aventurero (que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en el mundo) y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así estaba escrito en los aranceles de la caballería andantesca. Y ahora, por su respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre. ¡Pues no se piense; que, por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El cura lo sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida lo mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y principalmente del menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a Sancho Panza diciéndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese. Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto que él había visto la cabeza del gigante, y que, por más señas, tenía una barba que le llegaba a la cintura; y que si no parecía, era porque todo cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había probado otra vez que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía, y que no tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería a pedir de boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase. Él, que a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió el cuento, que así decía:
«Sucedió, pues, que, por la satisfación que Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y Camila, de industria, hacía mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revés de la voluntad que le tenía; y, para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario para no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su vista Camila recebía; mas el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera tal hiciese. Y, desta manera, por mil maneras era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto.
»En esto, el que tenía Leonela de verse cualificada, no de con sus amores, llegó a tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él a suelta rienda, fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él, diciéndole:
»-Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela, diciéndole que le dijese la verdad, si no, que la mataría. Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo:
»-No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que puedes imaginar.
»-Dilas luego -dijo Anselmo-; si no, muerta eres.
»-Por ahora será imposible -dijo Leonela-, según estoy de turbada; déjame hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo desta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo.
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso aguardar el término que se le pedía, porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y seguro; y así, se salió del aposento y dejó encerrada en él a Leonela, diciéndole que de allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía que decirle.
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para qué decirlo, porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente -y era de creer- que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y aquella mesma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, juntó las mejores joyas que tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie sentida, salió de casa y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal, que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que haría.
»En fin, acordó de llevar a Camila a un monesterio, en quien era priora una su hermana. Consintió Camila en ello, y, con la presteza que el caso pedía, la llevó Lotario y la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se ausentó luego de la ciudad, sin dar parte a nadie de su ausencia.
»Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y fue adonde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no halló en él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en toda la casa, quedó asombrado. Preguntó a los criados de casa por ella, pero nadie le supo dar razón de lo que pedía.
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y, ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio. Y, para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados; desamparado, a su parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición.
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y, apenas hubo andado la mitad, cuando, acosado de sus pensamientos, le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un árbol, a cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi que anochecía; y aquella hora vio que venía un hombre a caballo de la ciudad, y, después de haberle saludado, le preguntó qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió:
»-Las más estrañas que muchos días ha se han oído en ella; porque se dice públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efeto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio; sólo sé que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta, que los llamaban los dos amigos.
»-¿Sábese, por ventura -dijo Anselmo-, el camino que llevan Lotario y Camila?
»-Ni por pienso -dijo el ciudadano-, puesto que el gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos.
»-A Dios vais, señor -dijo Anselmo.
»-Con Él quedéis -respondió el ciudadano, y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi casi llegó a términos Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo y llegó a casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia; mas, como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun que le cerrasen la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció que se le iba acabando la vida; y así, ordenó de dejar noticia de la causa de su estraña muerte; y, comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le faltó el aliento y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su curiosidad impertinente.
»Viendo el señor de casa que era ya tarde y que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba adelante su indisposición, y hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole llamado primero; y, trabándole por la mano, viendo que no le respondía y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente, leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para qué...
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que, aunque se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni, menos, hacer profesión de monja, hasta que, no de allí a muchos días, le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo; lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.»
-Bien -dijo el cura- me parece esta novela, pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar, pero entre marido y mujer, algo tiene del imposible; y, en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta.
Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta le sucedieron
ESTANDO en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo:
-Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos.
-¿Qué gente es? -dijo Cardenio.
-Cuatro hombres -respondió el ventero- vienen a caballo, a la jineta, con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros; y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos de a pie.
-¿Vienen muy cerca? -preguntó el cura.
-Tan cerca -respondió el ventero-, que ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el aposento de don Quijote; y casi no habían tenido lugar para esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho; y, apeándose los cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a apear a la mujer que en el sillón venía; y, tomándola uno dellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba a la entrada del aposento donde Cardenio se había escondido. En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué gente era aquella que con tal traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos, y a uno dellos le preguntó lo que ya deseaba; el cual le respondió:
-Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea ésta; sólo sé que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tomar en sus brazos a aquella señora que habéis visto; y esto dígolo porque todos los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él ordena y manda.
-Y la señora, ¿quién es? -preguntó el cura.
-Tampoco sabré decir eso -respondió el mozo-, porque en todo el camino no la he visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no es de maravillar que no sepamos más de lo que habemos dicho, porque mi compañero y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
-¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos? -preguntó el cura.
-No, por cierto -respondió el mozo-, porque todos caminan con tanto silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima; y sin duda tenemos creído que ella va forzada dondequiera que va, y, según se puede colegir por su hábito, ella es monja, o va a serlo, que es lo más cierto, y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío, va triste, como parece.
-Todo podría ser -dijo el cura.
Y, dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual, como había oído suspirar a la embozada, movida de natural compasión, se llegó a ella y le dijo:
-¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y, aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a Dorotea:
-No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda, si no queréis oír alguna mentira de su boca.
-Jamás la dije -dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando-; antes, por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas, me veo ahora en tanta desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decía que sola la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y, así como las oyó, dando una gran voz dijo:
-¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo? ¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora, toda sobresaltada, y, no viendo quién las daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento; lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella, con la turbación y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco, que parecía persona fuera de juicio; cuyas señales, sin saber por qué las hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas, y, por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo, que se le caía, como, en efeto, se le cayó del todo; y, alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vio que el que abrazada ansimesmo la tenía era su esposo don Fernando; y, apenas le hubo conocido, cuando, arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y tristísimo «¡ay!», se dejó caer de espaldas desmayada; y, a no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo.
Acudió luego el cura a quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase, con todo esto, de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos; la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando se cayó desmayada, y, creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera:
-Dejadme, señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas. Notad cómo el cielo, por desusados y a nosotros encubiertos caminos, me ha puesto a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria. Sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis, ya que no podáis hacer otra cosa, el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida; que, como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le mantuve hasta el último trance de la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quién ella era; que, viendo que don Fernando aún no la dejaba de los brazos, ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies; y, derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
-Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos eclipsado tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura, hasta que tú quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien tú, por tu bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya. Soy la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió vida contenta hasta que, a las voces de tus importunidades, y, al parecer, justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera que te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad: no te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me heciste en los principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y admíteme por tu esclava; que, como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No permitas, con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonra; no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres decendencias; cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin, señor, lo que últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello por que me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y, cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principio a tantos sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento que admirada de su mucha discreción y hermosura; y, aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apretada la tenían. El cual, lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos y, dejando libre a Luscinda, dijo:
-Venciste, hermosa Dorotea, venciste; porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando, iba a caer en el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto, que a las espaldas de don Fernando se había puesto porque no le conociese, prosupuesto todo temor y aventurando a todo riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola entre sus brazos, le dijo:
-Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal, firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron, cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio los ojos, y, habiendo comenzado a conocerle, primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó los brazos al cuello, y, juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo:
-Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra captiva, aunque más lo impida la contraria suerte, y aunque más amenazas le hagan a esta vida que en la vuestra se sustenta.
Estraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle a Dorotea que don Fernando había perdido la color del rostro y que hacía ademán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la espada; y, así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado, que no le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía:
-¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazos de su marido. Mira si te estará bien o te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a igualar a ti mismo a la que, pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos, bañados de licor amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es te ruego, y por quien tú eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan, sin impedimiento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele; y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que, si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le costase la vida. Pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas. Que considerase que, no acaso, como parecía, sino con particular providencia del cielo, se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y que advirtiese -dijo el cura- que sola la muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio; y, aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos tendrían por felicísima su muerte; y que en los lazos inremediables era suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les había concedido; que pusiese los ojos ansimesmo en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se le podían igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el estremo del amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese que si se preciaba de caballero y de cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplille la palabra dada, y que, cumpliéndosela, cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque esté en sujeto humilde, como se acompañe con la honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos otras, tales y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando (en fin, como alimentado con ilustre sangre) se ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se le había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea, diciéndole:
-Levantaos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que, viendo yo en vos la fe con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis. Lo que os ruego es que no me reprehendáis mi mal término y mi mucho descuido, pues la misma ocasión y fuerza que me movió para acetaros por mía, esa misma me impelió para procurar no ser vuestro. Y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros; y, pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su Cardenio, que yo rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea.
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a juntar su rostro con el suyo, con tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señas de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así, los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan lejos del suyo. Ella, con breves y discretas razones, contó todo lo que antes había contado a Cardenio, de lo cual gustó tanto don Fernando y los que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así como hubo acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido; y que así, se salió de su casa, despechado y corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día supo como Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había ido, y que, en resolución, al cabo de algunos meses vino a saber como estaba en un monesterio, con voluntad de quedarse en él toda la vida, si no la pudiese pasar con Cardenio; y que, así como lo supo, escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que, en sabiendo que él estaba allí, había de haber más guarda en el monesterio; y así, aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la guarda de la puerta, y él, con otro, habían entrado en el monesterio buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella. Todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el monesterio en el campo, buen trecho fuera del pueblo. Dijo que, así como Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos; y que, después de vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin hablar palabra alguna; y que así, acompañados de silencio y de lágrimas, habían llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras
TODO esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánima, viendo que se le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado, y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía. Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recebida y haberle sacado de aquel intricado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el crédito y el alma; y, finalmente, cuantos en la venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían tenido tan trabados y desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así, con malencónico semblante, entró a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo:
-Bien puede vuestra merced, señor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere, sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa su reino: que ya todo está hecho y concluido.
-Eso creo yo bien -respondió don Quijote-, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida; y de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua.
-Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor -respondió Sancho-, porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre, seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre; y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás.
-Y ¿qué es lo que dices, loco? -replicó don Quijote-. ¿Estás en tu seso?
-Levántese vuestra merced -dijo Sancho-, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a la reina convertida en una dama particular, llamada Dorotea, con otros sucesos que, si cae en ellos, le han de admirar.
-No me maravillaría de nada deso -replicó don Quijote-, porque, si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo mesmo.
-Todo lo creyera yo -respondió Sancho-, si también mi manteamiento fuera cosa dese jaez, mas no lo fue, sino real y verdaderamente; y vi yo que el ventero que aquí está hoy día tenía del un cabo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza; y donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura.
-Ahora bien, Dios lo remediará -dijo don Quijote-. Dame de vestir y déjame salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto que se vestía, contó el cura a don Fernando y a los demás las locuras de don Quijote, y del artificio que habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles lo que a todos parecía: ser el más estraño género de locura que podía caber en pensamiento desparatado. Dijo más el cura: que, pues ya el buen suceso de la señora Dorotea impidía pasar con su disignio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la persona de Dorotea.
-No -dijo don Fernando-, no ha de ser así: que yo quiero que Dorotea prosiga su invención; que, como no sea muy lejos de aquí el lugar deste buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio.
-No está más de dos jornadas de aquí.
-Pues, aunque estuviera más, gustara yo de caminallas, a trueco de hacer tan buena obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la estraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual, con mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
-Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese la necesaria y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho matar a un gigantillo, por arrogante que sea; porque no ha muchas horas que yo me vi con él, y... quiero callar, porque no me digan que miento; pero el tiempo, descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos.
-Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante -dijo a esta sazón el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo:
-Digo, en fin, alta y desheredada señora, que si por la causa que he dicho vuestro padre ha hecho este metamorfóseos en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual, poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese, la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho donaire y gravedad, le respondió:
-Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy. Verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera desearme, pero no por eso he dejado de ser la que antes y de tener los mesmos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invenerable brazo que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia; que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo; y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los más destos señores que están presentes. Lo que resta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al valor de vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo don Quijote, se volvió a Sancho, y, con muestras de mucho enojo, le dijo:
-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España. Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? ¡Voto... -y miró al cielo y apretó los dientes- que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes, de aquí adelante, en el mundo!
-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como a cada hijo de vecino.
-Ahora yo te digo, Sancho -dijo don Quijote-, que eres un mentecato; y perdóname, y basta.
-Basta -dijo don Fernando-, y no se hable más en esto; y, pues la señora princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día, donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el discurso desta grande empresa que a su cargo lleva.
-Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros -respondió don Quijote-, y agradezco mucho la merced que se me hace y la buena opinión que de mí se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aun más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello; los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos borceguíes datilados y un alfanje morisco, puesto en un tahelí que le atravesaba el pecho. Entró luego tras él, encima de un jumento, una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa, que desde los hombros a los pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien puesta. En resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
Pidió, en entrando, un aposento, y, como le dijeron que en la venta no le había, mostró recebir pesadumbre; y, llegándose a la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora, y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta del aposento, le dijo:
-No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta, pues es proprio de ventas no hallarse en ellas; pero, con todo esto, si gustáredes de pasar con nosotras -señalando a Luscinda-, quizá en el discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había, y, puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía hablar cristiano. Llegó, en esto, el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces había estado, y, viendo que todas tenían cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo:
-Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde, a lo que se le ha preguntado.
-No se le pregunta otra cosa ninguna -respondió Luscinda- sino ofrecelle por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodáremos, donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere, con la voluntad que obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer a quien se sirve.
-Por ella y por mí -respondió el captivo- os beso, señora mía, las manos, y estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida; que en tal ocasión, y de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande.
-Decidme, señor -dijo Dorotea-: ¿esta señora es cristiana o mora? Porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
-Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
-Luego, ¿no es baptizada? -replicó Luscinda.
-No ha habido lugar para ello -respondió el captivo- después que salió de Argel, su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que obligase a baptizalla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra Madre la Santa Iglesia manda; pero Dios será servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de saber quién fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano y la llevó a sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más hermosa que a Dorotea, y todos los circustantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las dos, era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al captivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que lela Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió lo que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire:
-¡No, no Zoraida: María, María! -dando a entender que se llamaba María y no Zoraida.
Estas palabras, el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole:
-Sí, sí: María, María.
A lo cual respondió la mora:
-¡Sí, sí: María; Zoraida macange! -que quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de los que venían con don Fernando, había el ventero puesto diligencia y cuidado en aderezarles de cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los demás caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y el barbero. Y así, cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que, dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:
-Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y a lo que ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento; o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército, o la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las armas requieren espíritu, como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más. Y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras..., y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le puede igualar; hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad»; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos, fue decirles que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: «Paz sea en esta casa»; y otras muchas veces les dijo: «Mi paz os doy, mi paz os dejo: paz sea con vosotros», bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera, y por tan buenos términos, iba prosiguiendo en su plática don Quijote que obligó a que, por entonces, ninguno de los que escuchándole estaban le tuviese por loco; antes, como todos los más eran caballeros, a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana; y él prosiguió diciendo:
-Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente pobreza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el estremo que pueda ser); y, en haber dicho que padece pobreza, me parece que no había que decir más de su mala ventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero, con todo eso, no es tanta que no coma, aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante éste que entre ellos llaman andar a la sopa; y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que, si no callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin, la noche duermen debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean; el cual alcanzado, a muchos hemos visto que, habiendo pasado por estas Sirtes y por estas Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera en reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud. Pero, contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras
PROSIGUIENDO don Quijote, dijo:
-Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene o tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida y de su conciencia. Y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa, con sólo el aliento de su boca, que, como sale de lugar vacío, tengo por averiguado que debe de salir frío, contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades, en la cama que le aguarda, la cual, si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha; que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su ejercicio; lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna. Y, cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la mesma pobreza que antes estaba, y que sea menester que suceda uno y otro rencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda, habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados; porque, de faldas, que no quiero decir de mangas, todos tienen en qué entretenerse. Así que, aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder que es más fácil premiar a dos mil letrados que a treinta mil soldados, porque a aquéllos se premian con darles oficios, que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a éstos no se pueden premiar sino con la mesma hacienda del señor a quien sirven; y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras, materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de su parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de cosarios; y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus previlegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas a éstas adherentes, que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que a el estudiante, en tanto mayor grado que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. Y ¿qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que, hallándose cercado en alguna fuerza, y estando de posta, o guarda, en algún revellín o caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo, temiendo y esperando cuándo improvisamente ha de subir a las nubes sin alas y bajar al profundo sin su voluntad. Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno; y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar; y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque, aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieron los caballeros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote, en tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca, puesto que algunas veces le había dicho Sancho Panza que cenase, que después habría lugar para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima de ver que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra y pizmienta caballería. El cura le dijo que tenía mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él, aunque letrado y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y, en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el camaranchón de don Quijote de la Mancha, donde habían determinado que aquella noche las mujeres solas en él se recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les contase el discurso de su vida, porque no podría ser sino que fuese peregrino y gustoso, según las muestras que había comenzado a dar, viniendo en compañía de Zoraida. A lo cual respondió el cautivo que de muy buena gana haría lo que se le mandaba, y que sólo temía que el cuento no había de ser tal, que les diese el gusto que él deseaba; pero que, con todo eso, por no faltar en obedecelle, le contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.
-Y así, estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse.
Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen y le prestasen un grande silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada, comenzó a decir desta manera:
Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos
-«EN un lugar de las Montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque, en la estrecheza de aquellos pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastalla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los años de su joventud, que es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco, pródigo; y si algunos soldados se hallan miserables, son como monstruos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad, y rayaba en los de ser pródigo: cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano contra su condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho.
»Y así, llamándonos un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes a las que ahora diré: “Hijos, para deciros que os quiero bien, basta saber y decir que sois mis hijos; y, para entender que os quiero mal, basta saber que no me voy a la mano en lo que toca a conservar vuestra hacienda. Pues, para que entendáis desde aquí adelante que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros que ha muchos días que la tengo pensada y con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, o, a lo menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando mayores, os honre y aproveche. Y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero querría que, después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia; y el que yo digo dice: ‘Iglesia, o mar, o casa real’, como si más claramente dijera: ‘Quien quisiere valer y ser rico siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas’; porque dicen: ‘Más vale migaja de rey que merced de señor’. Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa; que, ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días, os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto”. Y, mandándome a mí, por ser el mayor, que respondiese, después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca. Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y, con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido; y, dando a cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada tres mil ducados, en dineros (porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa), en un mesmo día nos despedimos todos tres de nuestro buen padre; y, en aquel mesmo, pareciéndome a mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque a mí me bastaba el resto para acomodarme de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados: de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil en dineros, y más tres mil, que, a lo que parece, valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos o adversos. Prometímosselo, y, abrazándonos y echándonos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla y yo el de Alicante, adonde tuve nuevas que había una nave ginovesa que cargaba allí lana para Génova.
»Éste hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dél ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo diré brevemente. Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y, estando ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servíle en las jornadas que hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina; y, a cabo de algún tiempo que llegué a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la Santidad del Papa Pío Quinto, de felice recordación, había hecho con Venecia y con España, contra el enemigo común, que es el Turco; el cual, en aquel mesmo tiempo, había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio del veneciano: y pérdida lamentable y desdichada. Súpose cierto que venía por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe. Divulgóse el grandísimo aparato de guerra que se hacía. Todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y, aunque tenía barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a Italia. Y quiso mi buena suerte que el señor don Juan de Austria acababa de llegar a Génova, que pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mecina.
»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más que mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar: en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron), yo solo fui el desdichado, pues, en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famoso día con cadenas a los pies y esposas a las manos.
»Y fue desta suerte: que, habiendo el Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la capitana de Juan Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi compañía; y, haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la cual, desviándose de la que la había embestido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y así, me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude resistir, por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de heridas. Y, como ya habréis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos libres; porque fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada.
»Lleváronme a Costantinopla, donde el Gran Turco Selim hizo general de la mar a mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halléme el segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda el armada turquesca, porque todos los leventes y jenízaros que en ella venían tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros regía, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen.
»En efeto, el Uchalí se recogió a Modón, que es una isla que está junto a Navarino, y, echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto, y estúvose quedo hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera que se llamaba La Presa, de quien era capitán un hijo de aquel famoso cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de La Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que, así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron bocados, que a poco más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba y el odio que ellos le tenían.
»Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los turcos y puesto en posesión dél a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos, que mucho más que él la deseaban; y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia a mi padre.
»Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos, pagados, setenta y cinco mil, y de moros, y alárabes de toda la África, más de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra, y con tantos gastadores, que con las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable; y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheas en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan altas que sobrepujaban las murallas de la fuerza; y, tirándoles a caballero, ninguno podía parar, ni asistir a la defensa. Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaña al desembarcadero; y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas, contra tanto como era el de los enemigos?; y ¿cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su mesma tierra? Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos Quinto; como si fuera menester para hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran.
»Perdióse también el fuerte; pero fuéronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trecientos que quedaron vivos, señal cierta y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindióse a partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño, a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue posible por defender su fuerza; y sintió tanto el haberla perdido que de pesar murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron ansimesmo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pagán de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la summa liberalidad que usó con su hermano, el famoso Juan de Andrea de Oria; y lo que más hizo lastimosa su muerte fue haber muerto a manos de unos alárabes de quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle en hábito de moro a Tabarca, que es un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la pesquería del coral; los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano: “Que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece”; y así, se dice que mandó el general ahorcar a los que le trujeron el presente, porque no se le habían traído vivo.
»Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sé de qué lugar del Andalucía, el cual había sido alférez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento: especialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi mesmo patrón; y, antes que nos partiésemos de aquel puerto, hizo este caballero dos sonetos, a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los sé de memoria y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.»
En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas, y todos tres se sonrieron; y, cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el uno:
-Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho.
-Lo que sé es -respondió el cautivo- que, al cabo de dos años que estuvo en Constantinopla, se huyó en traje de arnaúte con un griego espía, y no sé si vino en libertad, puesto que creo que sí, porque de allí a un año vi yo al griego en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje.
-Pues lo fue -respondió el caballero-, porque ese don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.
-Gracias sean dadas a Dios -dijo el cautivo- por tantas mercedes como le hizo; porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida.
-Y más -replicó el caballero-, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo.
-Dígalos, pues, vuestra merced -dijo el cautivo-, que los sabrá decir mejor que yo.
-Que me place -respondió el caballero-; y el de la Goleta decía así:
Donde se prosigue la historia del cautivo
SONETO
Almas dichosas que del mortal velo
libres y esentas, por el bien que obrastes,
desde la baja tierra os levantastes
a lo más alto y lo mejor del cielo,
y, ardiendo en ira y en honroso celo, 5
de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
que en propia y sangre ajena colorastes
el mar vecino y arenoso suelo;
primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos, que, muriendo, 10
con ser vencidos, llevan la vitoria.
Y esta vuestra mortal, triste caída
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
-Desa mesma manera le sé yo -dijo el cautivo.
-Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo -dijo el caballero-, dice así:
SONETO
De entre esta tierra estéril, derribada,
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada,
siendo primero, en vano, ejercitada 5
la fuerza de sus brazos esforzados,
hasta que, al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Y éste es el suelo que continuo ha sido
de mil memorias lamentables lleno 10
en los pasados siglos y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
habrán al claro cielo almas subido,
ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de su camarada le dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo:
-«Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la Goleta, porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué poner por tierra, y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo, la minaron por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas; y todo aquello que había quedado en pie de la fortificación nueva que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino a tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla, triunfante y vencedora: y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, el renegado tiñoso, porque lo era; y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan, o de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo y ya de las virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro de sus edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe; y fue tanto su valor que, sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después, a ser general de la mar, que es el tercero cargo que hay en aquel señorío. Era calabrés de nación, y moralmente fue hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil, los cuales, después de su muerte, se repartieron, como él lo dejó en su testamento, entre el Gran Señor (que también es hijo heredero de cuantos mueren, y entra a la parte con los más hijos que deja el difunto) y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy rico, y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla, algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad; y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía el suceso a la intención, luego, sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca.
»Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares; y los que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad, que, como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo.
»Yo, pues, era uno de los de rescate; que, como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella; y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso, las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a éste, desorejaba aquél; y esto, por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Sólo libró bien con él un soldado español, llamado tal de Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y, por la menor cosa de muchas que hizo, temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia.
»Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun éstas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día, estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y moviéndose, casi como si hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse debajo de la caña, por ver si la soltaban, o lo que hacían; pero, así como llegó, alzaron la caña y la movieron a los dos lados, como si dijeran no con la cabeza. Volvióse el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mesmos movimientos que primero. Fue otro de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y, así como llegué a ponerme debajo de la caña, la dejaron caer, y dio a mis pies dentro del baño. Acudí luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez cianíis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de dónde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de no haber querido soltar la caña sino a mí claro decían que a mí se hacía la merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y vi que por ella salía una muy blanca mano, que la abrían y cerraban muy apriesa. Con esto entendimos, o imaginamos, que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio; y, en señal de que lo agradecíamos, hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí a poco sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las de su nación.
»En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso; y así, todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte a la ventana donde nos había aparecido la estrella de la caña; pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna. Y, aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide que había sido de La Pata, que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas, cuando más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianíis, vimos a deshora parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido; y esto fue a tiempo que estaba el baño, como la vez pasada, solo y sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña sino a mí, porque, en llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y, como ninguno de nosotros no entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese.
»En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos, que le obligaban a guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien, y que siempre ha hecho bien a cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intención, otros se sirven dellas acaso y de industria: que, viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían en corso con los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño; y, cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles, y los procuran, con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos.
»Pues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo; pero, antes que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel, que acaso me había hallado en un agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre los dientes. Preguntéle si lo entendía; díjome que muy bien, y, que si quería que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo: “Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco; y hase de advertir que adonde dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María”.
»Leímos el papel, y decía así:
Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya: muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo: mira tú si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido, si quisieres, y si no quisieres, no se me dará nada, que Lela Marién me dará con quien me case. Yo escribí esto; mira a quién lo das a leer: no te fíes de ningún moro, porque son todos marfuces. Desto tengo mucha pena: que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo, y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí la respuesta; y si no tienes quien te escriba arábigo, dímelo por señas, que Lela Marién hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y esa cruz que yo beso muchas veces; que así me lo mandó la cautiva.
»Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admirasen y alegrasen. Y así, lo uno y lo otro fue de manera que el renegado entendió que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de nosotros se había escrito; y así, nos rogó que si era verdad lo que sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía, y casi adevinaba que, por medio de aquella que aquel papel había escrito, había él y todos nosotros de tener libertad, y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia, su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado por su ignorancia y pecado.
»Con tantas lágrimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un mesmo parecer consentimos, y venimos en declararle la verdad del caso; y así, le dimos cuenta de todo, sin encubrirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial y gran cuidado de informarse quién en ella vivía. Acordamos, ansimesmo, que sería bien responder al billete de la mora; y, como teníamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando, que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida.
»En efeto, lo que a la mora se le respondió fue esto:
El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marién, que es la verdadera madre de Dios y es la que te ha puesto en corazón que te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva de darte a entender cómo podrás poner por obra lo que te manda, que ella es tan buena que sí hará. De mi parte y de la de todos estos cristianos que están conmigo, te ofrezco de hacer por ti todo lo que pudiéremos, hasta morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderé siempre; que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo verás por este papel. Así que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos, que has de ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano; y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros. Alá y Marién, su madre, sean en tu guarda, señora mía.
»Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que estuviese el baño solo, como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo, por ver si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando a entender que pusiesen el hilo, pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer nuestra estrella, con la blanca bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y alcé yo, y hallé en el paño, en toda suerte de moneda de plata y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales cincuenta veces más doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de tener libertad.
»Aquella misma noche volvió nuestro renegado, y nos dijo que había sabido que en aquella casa vivía el mesmo moro que a nosotros nos habían dicho que se llamaba Agi Morato, riquísimo por todo estremo, el cual tenía una sola hija, heredera de toda su hacienda, y que era común opinión en toda la ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbería; y que muchos de los virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella nunca se había querido casar; y que también supo que tuvo una cristiana cautiva, que ya se había muerto; todo lo cual concertaba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el renegado, en qué orden se tendría para sacar a la mora y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en fin, se acordó por entonces que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse María; porque bien vimos que ella, y no otra alguna era la que había de dar medio a todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena, que él perdería la vida o nos pondría en libertad.
»Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue ocasión que cuatro días tardase en parecer la caña; al cabo de los cuales, en la acostumbrada soledad del baño, pareció con el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto prometía. Inclinóse a mí la caña y el lienzo, hallé en él otro papel y cien escudos de oro, sin otra moneda alguna. Estaba allí el renegado, dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía:
Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que se podrá hacer es que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro: rescataos vos con ellos y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos, y compre allá una barca y vuelva por los demás; y a mí me hallarán en el jardín de mi padre, que está a la puerta de Babazón, junto a la marina, donde tengo de estar todo este verano con mi padre y con mis criados. De allí, de noche, me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi marido, porque si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátate tú y ve, que yo sé que volverás mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín, y cuando te pasees por ahí sabré que está solo el baño, y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío.
»Esto decía y contenía el segundo papel. Lo cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer ser el rescatado, y prometió de ir y volver con toda puntualidad, y también yo me ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el renegado, diciendo que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras que daban en el cautiverio; porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos principales cautivos, rescatando a uno que fuese a Valencia, o Mallorca, con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto; porque la libertad alcanzada y el temor de no volver a perderla les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo. Y, en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó brevemente un caso que casi en aquella mesma sazón había acaecido a unos caballeros cristianos, el más estraño que jamás sucedió en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración.
»En efecto, él vino a decir que lo que se podía y debía hacer era que el dinero que se había de dar para rescatar al cristiano, que se le diese a él para comprar allí en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader y tratante en Tetuán y en aquella costa; y que, siendo él señor de la barca, fácilmente se daría traza para sacarlos del baño y embarcarlos a todos. Cuanto más, que si la mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos a todos, que, estando libres, era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del día; y que la dificultad que se ofrecía mayor era que los moros no consienten que renegado alguno compre ni tenga barca, si no es bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que compra barca, principalmente si es español, no la quiere sino para irse a tierra de cristianos; pero que él facilitaría este inconveniente con hacer que un moro tagarino fuese a la parte con él en la compañía de la barca y en la ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría a ser señor de la barca, con que daba por acabado todo lo demás.
»Y, puesto que a mí y a mis camaradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca a Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que, si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y poner a peligro de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras. Y así, determinamos de ponernos en las manos de Dios y en las del renegado, y en aquel mismo punto se le respondió a Zoraida, diciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo había advertido tan bien como si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello luego por obra. Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y, con esto, otro día que acaeció a estar solo el baño, en diversas veces, con la caña y el paño, nos dio dos mil escudos de oro, y un papel donde decía que el primer jumá, que es el viernes, se iba al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría más dinero, y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le pidiésemos: que su padre tenía tantos, que no lo echaría menos, cuanto más, que ella tenía la llaves de todo.
»Dimos luego quinientos escudos al renegado para comprar la barca; con ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a un mercader valenciano que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del rey, tomándome sobre su palabra, dándola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate; porque si luego diera el dinero, fuera dar sospechas al rey que había muchos días que mi rescate estaba en Argel, y que el mercader, por sus granjerías, lo había callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso que en ninguna manera me atreví a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otros mil escudos y nos avisó de su partida, rogándome que, si me rescatase, supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá y verla. Respondíle en breves palabras que así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela Marién, con todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado.
»Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del baño, y porque, viéndome a mí rescatado, y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que, puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar deste temor, con todo eso, no quise poner el negocio en aventura, y así, los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader, para que, con certeza y seguridad, pudiese hacer la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto, por el peligro que había.
Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
»NO SE PASARON quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y, para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra.
»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino, su compañero, no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían llevado toda la gente de remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía en astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que, aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar.
»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así, determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quién encontré fue con su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la Berbería, y aun en Costantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era. Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto; y, como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y mandó que llegase.
»Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora ésta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen.
»Digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en todo estremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho, me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió: “En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos, porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros”. “Bien podría ser eso, señora -le respondí-, mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo”. “Y ¿cuándo te vas?”, dijo Zoraida. “Mañana, creo yo -dije-, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él”. “¿No es mejor -replicó Zoraida-, esperar a que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?” “No -respondí yo-, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España, es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana; porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea”. “Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra -dijo Zoraida-, y por eso deseas ir a verte con tu mujer”. “No soy -respondí yo- casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá”. “Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste?”, dijo Zoraida. “Tan hermosa es -respondí yo- que para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho”. Desto se riyó muy de veras su padre, y dijo: “Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad”. Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que, aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras.
»Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo, a grandes voces, que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: “Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra”. Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero, apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: “Ámexi, cristiano, ámexi”; que quiere decir: “¿Vaste, cristiano, vaste?” Yo la respondí: “Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos”.
»Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: “Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado”. Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: “Ámexi, cristiano, ámexi”: “Vete, cristiano, vete”. A lo que su padre respondió: “No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron”. “Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho -dije yo a su padre-; mas, pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volveré, si fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él”. “Todas las que quisieres podrás volver -respondió Agi Morato-, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas”.
»Con esto, me despedí al punto de entrambos; y ella, arrancándosele el alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros; y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía.
»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta consideración y largo discurso, muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados, aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban.
»Sucedió, pues, que, así como yo me mostré y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los más de ellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y, saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje, y dijo en morisco: “Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida”. Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.
»Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y, así como sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y mostróse a todos tan hermosa y ricamente vestida que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía. “Pues será menester despertalle -replicó el renegado-, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín”. “No -dijo ella-, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos; y esperaros un poco y lo veréis”. Y, diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y, asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: “¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!”; por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión. Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza, subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos. Mas, entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro.
»Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornóle a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo; y yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía, a causa que, si allí los dejaban apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca.
»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y, asimismo, temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y por todos juntos, presumíamos de que, si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.
»Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha presteza; y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.
»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles como no iban cautivos, que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: “Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!, mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese, si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma”. En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: “¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo”.
»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: “No te canses, señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas; y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria”. “¿Es verdad lo que éste dice, hija?”, dijo el moro. “Así es”, respondió Zoraida. “¿Que, en efeto -replicó el viejo-, tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?” A lo cual respondió Zoraida: “La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se estendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien”. “Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?” “Eso -respondió ella- pregúntaselo tú a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que no yo”.
»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza, se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de La Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar.
»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje.
»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: “¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra”. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: “¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!” Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: “¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!” Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: “Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala”. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España.
»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean; quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos.
»Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos, y adónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: “Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa”. Por este advertimiento, ninguno respondió palabra; y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar; y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y, viendo cuán pocos éramos y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber usado de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se vee harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serían castigados, siendo descubierto su hurto. Mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día, ya a vista de tierra de España, con la cual vista, todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.
»Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar que al poner del sol estábamos tan cerca que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.
»Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y, con lágrimas de muy alegrísimo contento, dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía. Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero, aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo: “¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!”
»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero, considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero, como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma. “Sí”, dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mí decir más palabra: “¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío”. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole: “Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad”. “Así es -respondió el mozo-, y tiempo nos quedará para contároslo todo”.
»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le había sacado al rostro tales colores que, si no es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida; y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su información de canto le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mía me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circustancias me ha quitado de la lengua.
Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse
CALLÓ, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo:
-Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.
-Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habían entrado-, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
-Sea en buen hora -dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a todos puso en admiración su vista; de suerte que, a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:
-Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y, alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano, por verle pobre, se afrentaba o le recebía con buenas entrañas.
-Déjeseme a mí el hacer esa experiencia -dijo el cura-; cuanto más, que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.
-Con todo eso -dijo el capitán- yo querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.
-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura:
-Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso tenía de desdichado.
-Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? -preguntó el oidor.
-Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:
-¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que, tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:
-Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.
Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas que de allí a un mes partía flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que no poco gusto recibió.
Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:
-Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta.
-Ya lo oímos, señor -respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:
Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos
-Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole:
-Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo:
-¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.
-¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.
-No es sino señor de lugares -respondió Clara-, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:
-Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.
-Sea en buen hora -respondió Clara.
Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:
-Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas:
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:
-Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nunca pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado; que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
-No digáis más, señora doña Clara -dijo a esta sazón Dorotea, y esto, besándola mil veces-; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
-¡Ay señora! -dijo doña Clara-, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:
-Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa:
-¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.
A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:
-Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:
-Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.
-No ha menester nada deso mi señora, señor caballero -dijo a este punto Maritornes.
-Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? -respondió don Quijote.
-Sola una de vuestras hermosas manos -dijo Maritornes-, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja.
-¡Ya quisiera yo ver eso! -respondió don Quijote-; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al darle la mano, dijo:
-Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.
-Ahora lo veremos -dijo Maritornes.
Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:
-Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:
-Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.
-¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste -dijo uno-, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.
-¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? -respondió don Quijote.
-No sé de qué tenéis talle -respondió el otro-, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.
-Castillo es -replicó don Quijote-, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.
-Mejor fuera al revés -dijo el caminante-: el cetro en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.
-Sabéis poco del mundo -replicó don Quijote-, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que creyó o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.
Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
EN EFETO, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y, levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:
-Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a singular batalla.
Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote, pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo:
-Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales.
-Así se hará -respondió uno dellos.
Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por esto como por el ruido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:
-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y el criado prosiguió diciendo:
-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia.
-Pues, ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venía este camino y en este traje?
-Un estudiante -respondió el criado- a quien distes cuenta de vuestros pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó menos; y así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.
-Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare -respondió don Luis.
-¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros?; porque no ha de ser posible otra cosa.
Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada; y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí que, si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.
-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no es llevándome muerto; aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad aquel muchacho.
-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas: yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
-Harásela a vuestra merced la razón -respondió el hombre-; y, cuando ella no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados.
-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:
-¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y, abrazándole, dijo:
-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien; y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué venida había sido aquélla.
Y, en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:
-Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.
A lo cual respondió don Quijote, muy de espacio y con mucha flema:
-Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por serviros es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.
-¡Pecadora de mí! -dijo a esto Maritornes, que estaba delante-: primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.
-Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo -respondió don Quijote-; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero, así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a su señor y marido.
-Deténgome -dijo don Quijote- porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho, que a él toca y atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor, que le dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:
-Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su único heredero: si os parece que éstas son partes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades.
Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues, por persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo:
-¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda; antes, alzó la voz de tal manera que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia, y decía:
-¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre cobrar mi hacienda, me quiere matar este ladrón salteador de caminos!
-Mentís -respondió Sancho-, que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos.
Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armalle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir:
-Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la conozco como si la hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedaré por infame. Y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva, que no se había estrenado, que era señora de un escudo.
Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder: y, poniéndose entre los dos y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo:
-¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual se le quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con ligítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y, de haberse convertido de jaez en albarda, no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía.
-¡Pardiez, señor -dijo Sancho-, si no tenemos otra prueba de nuestra intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez deste buen hombre albarda!
-Haz lo que te mando -replicó don Quijote-, que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamento.
Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y, así como don Quijote la vio, la tomó en las manos y dijo:
-Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna.
-En eso no hay duda -dijo a esta sazón Sancho-, porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.
Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad
-¿QUÉ LES PARECE a vuestras mercedes, señores -dijo el barbero-, de lo que afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía, sino yelmo?
-Y quien lo contrario dijere -dijo don Quijote-, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.
Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla para que todos riesen, y dijo, hablando con el otro barbero:
-Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.
-No, por cierto -dijo don Quijote-, porque le falta la mitad, que es la babera.
-Así es -dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el barbero.
Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires.
-¡Válame Dios! -dijo a esta sazón el barbero burlado-; ¿que es posible que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una universidad, por discreta que sea. Basta: si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho.
-A mí albarda me parece -dijo don Quijote-, pero ya he dicho que en eso no me entremeto.
-De que sea albarda o jaez -dijo el cura- no está en más de decirlo el señor don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores y yo le damos la ventaja.
-Por Dios, señores míos -dijo don Quijote-, que son tantas y tan estrañas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que, ponerme yo agora en cosa de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio temerario. En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero, en lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia difinitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.
-No hay duda -respondió a esto don Fernando-, sino que el señor don Quijote ha dicho muy bien hoy que a nosotros toca la difinición deste caso; y, porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote, era todo esto materia de grandísima risa; pero, para los que le ignoraban, les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía, allí delante de sus ojos, se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se había peleado. Y, después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocían, dijo en alta voz:
-El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte.
-No la tenga yo en el cielo -dijo el sobrebarbero- si todos vuestras mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios como ella me parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes..., etcétera; y no digo más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado, si de pecar no.
No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo:
-Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.
Uno de los cuatro dijo:
-Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas, como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia; porque, ¡voto a tal! -y arrojóle redondo-, que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero y ésta albarda de asno.
-Bien podría ser de borrica -dijo el cura.
-Tanto monta -dijo el criado-, que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen.
Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:
-Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva.
-Mentís como bellaco villano -respondió don Quijote.
Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad.
El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros. Don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doña Clara desmayada. El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía, don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y, en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante; y así dijo, con voz que atronaba la venta:
-¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida!
A cuya gran voz, todos se pararon, y él prosiguió diciendo:
-¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual, quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pónganos en paz; porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas.
Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote, y se veían malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció como buen criado; los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuán poco les iba en no estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se habían de castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le alborotaba la venta. Finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta por castillo en la imaginación de don Quijote.
Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos a persuasión del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y, en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer en aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era y cómo era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía; porque desta manera se sabía de la intención de don Luis que no volvería por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.
Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias, por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos.
Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron, por haber entreoído la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles que, de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que, entre algunos mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender, por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razón, había temido.
Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de don Quijote traía venían bien, y, sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba; y, poniéndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y halló que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda tomó el mandamiento, y con la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía:
-¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos.
Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo convenía con las señas con don Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él, asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:
-¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!
Don Fernando despartió al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Quijote; y, con mucho sosiego, dijo:
-Venid acá, gente soez y malnacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah, gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada; sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias, ni esenciones, como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote
EN TANTO que don Quijote esto decía, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como don Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus obras y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio adelante, pues, aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a él no tocaba juzgar de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas.
-Con todo eso -dijo el cura-, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo que yo entiendo.
En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote; y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su pendencia. Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás, amén.
Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que eran las más principales y de más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar; y, como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de cuanto don Luis quería; de que recibió tanto contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma.
Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía y alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma. El ventero, a quien no se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don Fernando.
Viéndose, pues, don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, así de su escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje y dar fin a aquella grande aventura para que había sido llamado y escogido; y así, con resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase; y él, por obedecella, se puso en pie y le dijo:
-Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra más esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño que lo echásemos de ver algún día; porque, ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille?; y, dándole lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo. Así que, señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego a la buena ventura; que no está más de tenerla vuestra grandeza como desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario.
Calló y no dijo más don Quijote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de la fermosa infanta; la cual, con ademán señoril y acomodado al estilo de don Quijote, le respondió desta manera:
-Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer los huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que yo no tengo más voluntad que la vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante; que la que una vez os entregó la defensa de su persona y puso en vuestras manos la restauración de sus señoríos no ha de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare.
-A la mano de Dios -dijo don Quijote-; pues así es que una señora se me humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantalla y ponella en su heredado trono. La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro. Y, pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto.
Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra:
-¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela que se suena, con perdón sea dicho de las tocadas honradas!
-¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío, villano?
-Si vuestra merced se enoja -respondió Sancho-, yo callaré, y dejaré de decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir a su señor.
-Di lo que quisieres -replicó don Quijote-, como tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que si tú le tienes, haces como quien eres, y si yo no le tengo, hago como quien soy.
-No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! -respondió Sancho-, sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no lo es más que mi madre; porque, a ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.
Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos (lo cual había visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura más era de dama cortesana que de reina de tan gran reino), y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fue diciendo:
-Esto digo, señor, porque, si al cabo de haber andado caminos y carreras, y pasado malas noches y peores días, ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en esta venta, no hay para qué darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos.
¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote, oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo:
-¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación? ¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete; no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!
Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quijote, dijo, para templarle la ira:
-No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad.
-Por el omnipotente Dios juro -dijo a esta sazón don Quijote-, que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a nadie.
-Ansí es y ansí será -dijo don Fernando-; por lo cual debe vuestra merced, señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio.
Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo; y él se la dio, y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo:
-Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía de encantamento.
-Así lo creo yo -dijo Sancho-, excepto aquello de la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria.
-No lo creas -respondió don Quijote-; que si así fuera, yo te vengara entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar venganza de tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó, punto por punto: la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba.
Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que no se pudieran romper a dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía:
-¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después, con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían.
Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran suspiro, dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque, cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.
Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos
CUANDO don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo:
-Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?
-No sé yo lo que me parece -respondió Sancho-, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas.
-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don Quijote-. ¿Cómo han de ser católicas si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste más de en la apariencia.
-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya yo los he tocado; y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo que Sancho decía.
-No te maravilles deso, Sancho amigo -respondió don Quijote-, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos, dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:
-No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así, tornaron a proseguir su camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
-Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
-¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y perictos en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:
-En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulas de Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.
-A la mano de Dios -replicó don Quijote-. Pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas.
-Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha -dijo a esta sazón el cura-; que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había acontecido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían. En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para adobarlo todo, dijo:
-Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:
-¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad. ¡Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda de la Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o visorrey de alguna ínsula o reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.
-¡Adóbame esos candiles! -dijo a este punto el barbero-. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.
-Yo no estoy preñado de nadie -respondió Sancho-, ni soy hombre que me dejaría empreñar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante: que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus criados y con él: estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida, locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
-Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías; y, aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y que, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo? Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías, había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos.
-Y, siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfeción y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.
Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio
-ASÍ ES COMO vuestra merced dice, señor canónigo -dijo el cura-, y por esta causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto semejantes libros sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.
-Yo, a lo menos -replicó el canónigo-, he tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes; y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo». Y, aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan el arte que no con las disparatadas, y están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?» «Sin duda -respondió el autor que digo-, que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra». «Por ésas digo -le repliqué yo-; y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado». Y otras cosas añadí a éstas, con que, a mi parecer, le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento.
-En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo -dijo a esta sazón el cura-, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías; porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. Pues, ¿qué si venimos a las comedias divinas?: ¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobrio de los ingenios españoles; porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues éste se consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea; y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben estremadamente lo que deben hacer; pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y, desta manera, los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temorosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados; pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación.
A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando, adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:
-Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.
-Así me lo parece a mí -respondió el cura.
Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecía. Y, así por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de don Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más que cebada.
-Pues así es -dijo el canónigo-, llévense allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su amo, y le dijo:
-Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado, sino trastornado el juicio.
-Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho -respondió don Quijote-, que yo te satisfaré y responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú me dices que me acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leído en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados? Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a mañana.
-¡Válame Nuestra Señora! -respondió Sancho, dando una gran voz-. Y ¿es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no, dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora Dulcinea cuando menos se piense...
-Acaba de conjurarme -dijo don Quijote-, y pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.
-Eso pido -replicó Sancho-; y lo que quiero saber es que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes...
-Digo que no mentiré en cosa alguna -respondió don Quijote-. Acaba ya de preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho.
-Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse.
-No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente.
-¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.
-¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que no anda todo limpio!
Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor don Quijote
-¡AH -DIJO Sancho-; cogido le tengo! Esto es lo que yo deseaba saber, como al alma y como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría negar lo que comúnmente suele decirse por ahí cuando una persona está de mala voluntad: «No sé qué tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a lo que le preguntan, que no parece sino que está encantado»? De donde se viene a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.
-Verdad dices, Sancho -respondió don Quijote-, pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encantamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De manera que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula, perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad.
-Pues, con todo eso -replicó Sancho-, digo que, para mayor abundancia y satisfación, sería bien que vuestra merced probase a salir desta cárcel, que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle della, y probase de nuevo a subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, según va de malencólico y triste; y, hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más aventuras; y si no nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero, de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte a salir con lo que digo.
-Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano -replicó don Quijote-; y cuando tú veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en todo y por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas en el conocimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el cura, el canónigo y el barbero. Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo. Entendióle el cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le pedía si no temiera que, en viéndose su señor en libertad, había de hacer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.
-Yo le fío de la fuga -respondió Sancho.
-Y yo y todo -dijo el canónigo-; y más si él me da la palabra, como caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.
-Sí doy -respondió don Quijote, que todo lo estaba escuchando-; cuanto más, que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que quisiere, porque el que le encantó le puede hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará volver en volandas. -Y que, pues esto era así, bien podían soltalle, y más, siendo tan en provecho de todos; y del no soltalle les protestaba que no podía dejar de fatigalles el olfato, si de allí no se desviaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y, debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito y en grande manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole dos palmadas en las ancas, dijo:
-Aún espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.
Y, diciendo esto, don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase.
Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la estrañeza de su grande locura, y de que, en cuanto hablaba y respondía, mostraba tener bonísimo entendimiento: solamente venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión, después de haberse sentado todos en la verde yerba, para esperar el repuesto del canónigo, le dijo:
-¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa letura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la mesma mentira de la verdad? Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen? De mí sé decir que, cuando los leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y liviandad, me dan algún contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con él en el fuego si cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da ocasión que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traído a términos que sea forzoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre, de lugar en lugar, para ganar con él dejando que le vean. ¡Ea, señor don Quijote, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra letura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra! Y si todavía, llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García de Paredes, Estremadura; un Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya leción de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí será letura digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha; do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen.
Atentísimamente estuvo don Quijote escuchando las razones del canónigo; y, cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo:
-Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república; y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas.
-Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando -dijo a está sazón el canónigo.
A lo cual respondió don Quijote:
-Añadió también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo otros más verdaderos y que mejor deleitan y enseñan.
-Así es -dijo el canónigo.
-Pues yo -replicó don Quijote- hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan. Porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos. Y también se atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: «Aquélla, nieto, se parece a la dueña Quintañona»; de donde arguyo yo que la debió de conocer ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar no ser verdadera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se vee en la armería de los reyes la clavija con que volvía al caballo de madera, sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán, tamaño como una grande viga: de donde se infiere que hubo Doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes,
déstos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme, asimesmo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos estranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso.
Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que don Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería; y así, le respondió:
-No puedo yo negar, señor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y, asimesmo, quiero conceder que hubo Doce Pares de Francia, pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo Turpín dellos escribe; porque la verdad dello es que fueron caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser todos iguales en valor, en calidad y en valentía; a lo menos, si no lo eran, era razón que lo fuesen y era como una religión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan han de ser, o deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y, como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en aquel tiempo caballero de los Doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en la armería de los reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho.
-Pues allí está, sin duda alguna -replicó don Quijote-; y, por más señas, dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho.
-Todo puede ser -respondió el canónigo-; pero, por las órdenes que recebí, que no me acuerdo haberla visto. Mas, puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan; ni es razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas y tan estrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros de caballerías.
De las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos
-¡BUENO está eso! -respondió don Quijote-. Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira?; y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), si no léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos: aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: «Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen?» ¿Y que, apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y, cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente, él es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:
-Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tan prometido de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que no me falte a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa; y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
-Eso, hermano Sancho -dijo el canónigo-, entiéndese en cuanto al gozar la renta; empero, al administrar justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto.
-No sé esas filosofías -respondió Sancho Panza-; mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y, haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi gusto, estaría contento; y, en estando uno contento, no tiene más que desear; y, no teniendo más que desear, acabóse; y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego a otro.
-No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados.
A lo cual replicó don Quijote:
-Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote había dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero del Lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido.
Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que se detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo:
-¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved, volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo:
-Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto, descansará la cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y luego dijo:
-No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.
-Eso creo yo muy bien -dijo el cura-, que ya yo sé de esperiencia que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
-A lo menos, señor -replicó el cabrero-, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.
A esto respondió don Quijote:
-Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.
-Saco la mía -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seis días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.
-Tú estás en lo cierto, Sancho -dijo don Quijote-: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.
-Así las daremos todos a las nuestras -dijo el canónigo.
Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:
-Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver a nuestro apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera:
Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a don Quijote
-«TRES leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a estender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se estendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y, entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja entender que será desastrado.
»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua y media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados, llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en él naciese presunción de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y, primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba.
»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, al cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, se le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también como el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.
»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra, crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor
GENERAL gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don Quijote, que le dijo:
-Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en camino porque vos la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna, debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los desvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
-Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?
-¿Quién ha de ser -respondió el barbero- sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?
-Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.
-Sois un grandísimo bellaco -dijo a esta sazón don Quijote-; y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:
-Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:
-Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.
Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:
-¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y, con turbada y ronca voz, dijo:
-Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:
-Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.
-En una lo diré -replicó don Quijote-, y es ésta: que luego al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre don Quijote vino al suelo muy malparado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto, con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijote adonde él estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía:
-¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra que dijo fue:
-El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos.
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, y volvamos a mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.
-Bien dices, Sancho -respondió don Quijote-, y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que tanto bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?, ¿qué saboyana me traéis a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
-No traigo nada deso -dijo Sancho-, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento y consideración.
-Deso recibo yo mucho gusto -respondió la mujer-; mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia.
-En casa os las mostraré, mujer -dijo Panza-, y por agora estad contenta, que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.
-Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?
-No es la miel para la boca del asno -respondió Sancho-; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus vasallos.
-¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? -respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.
-No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en la caja de plomo eran éstas:
Los académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha, en vida y muerte del valeroso don Quijote de la Mancha, hoc scripserunt:
El Monicongo, académico de la Argamasilla, a la sepultura de don Quijote
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha, 5
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo, 10
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.
Del Paniaguado, académico de la Argamasilla, In laudem Dulcineae del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado 5
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito 10
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
Del Caprichoso, discretísimo académico de la Argamasilla, en loor de Rocinante, caballo de don Quijote de la Mancha
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino 5
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia 10
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha, 15
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
Del Burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza
Soneto
Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,
pero grande en valor, ¡milagro estraño!
Escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico, 5
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo -con perdón se miente-
este manso escudero, tras el manso 10
caballo Rocinante y tras su dueño.
¡Oh vanas esperanzas de la gente;
cómo pasáis con prometer descanso,
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!
Del Cachidiablo, académico de la Argamasilla, en la sepultura de don Quijote
Epitafio
Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero 5
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.
Del Tiquitoc, académico de la Argamasilla, en la sepultura de Dulcinea del Toboso
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea, 5
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio.
FINIS
Prólogo al lector
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Capítulo XLV
Capítulo XLVI
Capítulo XLVII
Capítulo XLVIII
Capítulo XLIX
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII
Capítulo LIV
Capítulo LV
Capítulo LVI
Capítulo LVII
Capítulo LVIII
Capítulo LIX
Capítulo LX
Capítulo LXI
Capítulo LXII
Capítulo LXIII
Capítulo LXIV
Capítulo LXV
Capítulo LXVI
Capítulo LXVII
Capítulo LXVIII
Capítulo LXIX
Capítulo LXX
Capítulo LXXI
Capítulo LXXII
Capítulo LXXIII
Capítulo LXXIV
Tasa
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Don Quijote de la Mancha, Segunda parte, que con licencia de Su Majestad fue impreso, le tasaron a cuatro maravedís cada pliego en papel, el cual tiene setenta y tres pliegos, que al dicho respeto suma y monta docientos y noventa y dos maravedís, y mandaron que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y llevar, sin que se exceda en ello en manera alguna, como consta y parece por el auto y decreto original sobre ello dado, y que queda en mi poder, a que me refiero; y de mandamiento de los dichos señores del Consejo y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fee en Madrid, a veinte y uno días del mes de otubre del mil y seiscientos y quince años.
Hernando de Vallejo.
Fee de erratas
Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de otubre, mil y seiscientos y quince.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
Aprobación
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro contenido en este memorial: no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres, antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de mucha filosofía moral; puédesele dar licencia para imprimirle. En Madrid, a cinco de noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
Aprobación
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he visto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra nuestra santa fe católica, ni buenas costumbres, antes, muchas de honesta recreación y apacible divertimiento, que los antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos marchitos y espíritus melancólicos, de que se acordó Tulio en el primero De legibus, y el poeta diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión, y cumpliendo con el acertado asunto en que pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena diligencia mañosamente alimpiando de su contagiosa dolencia a estos reinos, es obra muy digna de su grande ingenio, honra y lustre de nuestra nación, admiración y invidia de las estrañas. Éste es mi parecer, salvo etc. En Madrid, a 17 de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
Aprobación
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general desta villa de Madrid, corte de Su Majestad, he visto este libro de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa indigna de un cristiano celo, ni que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales; antes, mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías, cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura del lenguaje castellano, no adulterado con enfadosa y estudiada afectación, vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos; y en la correción de vicios que generalmente toca, ocasionado de sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de reprehensión cristiana, que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas gustosamente habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin empacho ni asco alguno, lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará, que es lo más difícil de conseguirse, gustoso y reprehendido. Ha habido muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues no pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida, por no decir licenciosa y desalumbradamente, le pretenden imitar en lo cínico, entregándose a maldicientes, inventando casos que no pasaron, para hacer capaz al vicio que tocan de su áspera reprehensión, y por ventura descubren caminos para seguirle, hasta entonces ignorados, con que vienen a quedar, si no reprehensores, a lo menos maestros dél. Hácense odiosos a los bien entendidos, con el pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron, para admitir sus escritos y los vicios que arrojada e imprudentemente quisieren corregir en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios; antes, algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas, con cuya aplicación, el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas, término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del hierro. Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes, así nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veinte y cinco de febrero deste año de seiscientos y quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses, de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio andaban más validos; y, tocando acaso en éste que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria la primera parte désta, y las Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: «Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?» Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: «Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo». Bien creo que está, para censura, un poco larga; alguno dirá que toca los límites de lisonjero elogio; mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mí el cuidado; además que el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador, que, aunque afectuosa y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras. En Madrid, a veinte y siete de febrero de mil y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
Privilegio
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que habíades compuesto la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, de la cual hacíades presentación, y, por ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio, nos suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de diez años, cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el día de la fecha de esta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que para ello vuestro poder hobiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro que desuso se hace mención; y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes para que durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo, nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fe en pública forma cómo, por corretor por nos nombrado, se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original, y más al dicho impresor que ansí imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo, y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual imediatamente ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis vender ni vendáis vos ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen; y más, que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte par el que lo denunciare; y más a los del nuestro Consejo, presidentes, oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y a otras cualesquiera justicias de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a cada uno en su juridición, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que ansí vos hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Dada en Madrid, a treinta días del mes de marzo de mil y seiscientos y quince años.
Yo, el rey.
Por mandado del rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote; digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he dar este contento; que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
He sentido también que me llame invidioso, y que, como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada; y, siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo: que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. Pero, en efecto, le agradezco a este señor autor el decir que mis novelas son más satíricas que ejemplares, pero que son buenas; y no lo pudieran ser si no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflición al afligido, y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria, como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad. Si, por ventura, llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado: que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama; y, para confirmación desto, quiero que en tu buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: “¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro?”»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle, lector amigo, éste, que también es de loco y de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por costumbre de traer encima de la cabeza un pedazo de losa de mármol, o un canto no muy liviano, y, en topando algún perro descuidado, se le ponía junto, y a plomo dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los perros que descargó la carga, fue uno un perro de un bonetero, a quien quería mucho su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza, alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo su amo, asió de una vara de medir, y salió al loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que le daba decía: “Perro ladrón, ¿a mi podenco? ¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?” Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas veces, envió al loco hecho una alheña. Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un mes no salió a la plaza; al cabo del cual tiempo, volvió con su invención y con más carga. Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: “Este es podenco: ¡guarda!” En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a este historiador: que no se atreverá a soltar más la presa de su ingenio en libros que, en siendo malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia con su libro, no se me da un ardite, que, acomodándome al entremés famoso de La Perendenga, le respondo que me viva el Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos. Viva el gran conde de Lemos, cuya cristiandad y liberalidad, bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie, y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, y siquiera no haya emprentas en el mundo, y siquiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso; la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no escurecerla del todo; pero, como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida.
Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.
Dedicatoria al conde de Lemos
Enviando a Vuestra Excelencia los días pasados mis comedias, antes impresas que representadas, si bien me acuerdo, dije que don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a Vuestra Excelencia; y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega, me parece que habré hecho algún servicio a Vuestra Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe para quitar el hámago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que, con nombre de Segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe; y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome, o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote. Juntamente con esto, me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le había dado para mí alguna ayuda de costa. Respondióme que ni por pensamiento. «Pues, hermano -le respondí yo-, vos os podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachado, porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje; además que, sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear».
Con esto le despedí, y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible.
Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado; que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad
CUENTA Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta. A esto respondió don Quijote:
-Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
-¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
-El mío, señor rapador -dijo don Quijote-, no será impertinente, sino perteneciente.
-No lo digo por tanto -replicó el barbero-, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
-Pues el mío -respondió don Quijote- ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.
-Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote -dijo el cura.
-No querría -dijo don Quijote- que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.
-Por mí -dijo el barbero-, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega.
-No sé historias -dijo don Quijote-, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
-Cuando no lo fuera -dijo el cura-, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
-Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? -dijo don Quijote.
-Mi profesión -respondió el cura-, que es de guardar secreto.
-¡Cuerpo de tal! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¿Hay más, sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia! Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
-¡Ay! -dijo a este punto la sobrina-; ¡que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
-Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
-Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:
-«En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna, pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que, puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole. Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor, viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo: “Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte”.
»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: “Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho”. “Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo -replicó el loco-; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta”. “Yo sé que estoy bueno -replicó el licenciado-, y no habrá para qué tornar a andar estaciones”. “¿Vos bueno? -dijo el loco-: agora bien, ello dirá; andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? Así pienso llover como pensar ahorcarme”.
»A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos, pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo: “No tenga vuestra merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester”. A lo que respondió el capellán: “Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter: vuestra merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad y más espacio, volveremos por vuestra merced”. Rióse el retor y los presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedóse en casa y acabóse el cuento.»
-Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero -dijo don Quijote-, que, por venir aquí como de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela de cedazo! Y ¿es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de Inglaterra?; ¿quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más bravo que Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más atrevido que Reinaldos?; ¿quién más invencible que Roldán?; y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si su Júpiter, como ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo.
-En verdad, señor don Quijote -dijo el barbero-, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuestra merced sentirse.
-Si puedo sentirme o no -respondió don Quijote-, yo me lo sé.
A esto dijo el cura:
-Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.
-Para otras cosas más -respondió don Quijote- tiene licencia el señor cura; y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.
-Pues con ese beneplácito -respondió el cura-, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.
-Ése es otro error -respondió don Quijote- en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas.
-¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote -preguntó el barbero-, debía de ser el gigante Morgante?
-En esto de gigantes -respondió don Quijote- hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza.
-Así es -dijo el cura.
El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás Doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros andantes.
-De Reinaldos -respondió don Quijote- me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.
-Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho -replicó el cura-, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.
-Esa Angélica -respondió don Quijote-, señor cura, fue una doncella destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:
Y como del Catay recibió el cetro,
quizá otro cantará con mejor plectro.
Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.
-Dígame, señor don Quijote -dijo a esta sazón el barbero-, ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado?
-Bien creo yo -respondió don Quijote- que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas fingidas -o fingidas, en efeto, de aquéllos a quien ellos escogieron por señoras de sus pensamientos-, vengarse con sátiras y libelos (venganza, por cierto, indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el mundo.
-¡Milagro! -dijo el cura.
Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.
Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de don Quijote, con otros sujetos graciosos
CUENTA la historia que las voces que oyeron don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y ama, que las daban diciendo a Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver a don Quijote, y ellas le defendían la puerta:
-¿Qué quiere este mostrenco en esta casa? Idos a la vuestra, hermano, que vos sois, y no otro, el que destrae y sonsaca a mi señor, y le lleva por esos andurriales.
A lo que Sancho respondió:
-Ama de Satanás, el sonsacado, y el destraído, y el llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo; él me llevó por esos mundos, y vosotras os engañáis en la mitad del justo precio: él me sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula, que hasta agora la espero.
-Malas ínsulas te ahoguen -respondió la sobrina-, Sancho maldito. Y ¿qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo, comilón, que tú eres?
-No es de comer -replicó Sancho-, sino de gobernar y regir mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte.
-Con todo eso -dijo el ama-, no entraréis acá, saco de maldades y costal de malicias. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestros pegujares, y dejaos de pretender ínsulas ni ínsulos.
Grande gusto recebían el cura y el barbero de oír el coloquio de los tres; pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase algún montón de maliciosas necedades, y tocase en puntos que no le estarían bien a su crédito, le llamó, y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cuán puesto estaba en sus desvariados pensamientos, y cuán embebido en la simplicidad de sus malandantes caballerías; y así, dijo el cura al barbero:
-Vos veréis, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez a volar la ribera.
-No pongo yo duda en eso -respondió el barbero-, pero no me maravillo tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero, que tan creído tiene aquello de la ínsula, que creo que no se lo sacarán del casco cuantos desengaños pueden imaginarse.
-Dios los remedie -dijo el cura-, y estemos a la mira: veremos en lo que para esta máquina de disparates de tal caballero y de tal escudero, que parece que los forjaron a los dos en una mesma turquesa, y que las locuras del señor, sin las necedades del criado, no valían un ardite.
-Así es -dijo el barbero-, y holgara mucho saber qué tratarán ahora los dos.
-Yo seguro -respondió el cura- que la sobrina o el ama nos lo cuenta después, que no son de condición que dejarán de escucharlo.
En tanto, don Quijote se encerró con Sancho en su aposento; y, estando solos, le dijo:
-Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que yo fui el que te saqué de tus casillas, sabiendo que yo no me quedé en mis casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna y una misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.
-Eso estaba puesto en razón -respondió Sancho-, porque, según vuestra merced dice, más anejas son a los caballeros andantes las desgracias que a sus escuderos.
-Engáñaste, Sancho -dijo don Quijote-; según aquello, quando caput dolet, etcétera.
-No entiendo otra lengua que la mía -respondió Sancho.
-Quiero decir -dijo don Quijote- que, cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y, por esta razón, el mal que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.
-Así había de ser -dijo Sancho-, pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse dellos.
-¿Querrás tú decir agora, Sancho -respondió don Quijote-, que no me dolía yo cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses; pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me digas lo que acerca desto ha llegado a tus oídos; y esto me has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que, de las que ahora se usan, es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho, para que discreta y bienintencionadamente pongas en mis oídos la verdad de las cosas que supieres de lo que te he preguntado.
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, con condición que vuestra merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin vestirlo de otras ropas de aquellas con que llegaron a mi noticia.
-En ninguna manera me enojaré -respondió don Quijote-. Bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeo alguno.
-Pues lo primero que digo -dijo-, es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde.
-Eso -dijo don Quijote- no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien vestido, y jamás remendado; roto, bien podría ser; y el roto, más de las armas que del tiempo.
-En lo que toca -prosiguió Sancho- a la valentía, cortesía, hazañas y asumpto de vuestra merced, hay diferentes opiniones; unos dicen: «loco, pero gracioso»; otros, «valiente, pero desgraciado»; otros, «cortés, pero impertinente»; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a vuestra merced ni a mí nos dejan hueso sano.
-Mira, Sancho -dijo don Quijote-: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos, bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho.
-¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre! -replicó Sancho.
-Pues, ¿hay más? -preguntó don Quijote.
-Aún la cola falta por desollar -dijo Sancho-. Lo de hasta aquí son tortas y pan pintado; mas si vuestra merced quiere saber todo lo que hay acerca de las caloñas que le ponen, yo le traeré aquí luego al momento quien se las diga todas, sin que les falte una meaja; que anoche llegó el hijo de Bartolomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller, y, yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.
-Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote-, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir.
-Y ¡cómo -dijo Sancho- si era sabio y encantador, pues (según dice el bachiller Sansón Carrasco, que así se llama el que dicho tengo) que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena!
-Ese nombre es de moro -respondió don Quijote.
-Así será -respondió Sancho-, porque por la mayor parte he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.
-Tú debes, Sancho -dijo don Quijote-, errarte en el sobrenombre de ese Cide, que en arábigo quiere decir señor.
-Bien podría ser -replicó Sancho-, mas, si vuestra merced gusta que yo le haga venir aquí, iré por él en volandas.
-Harásme mucho placer, amigo -dijo don Quijote-, que me tiene suspenso lo que me has dicho, y no comeré bocado que bien me sepa hasta ser informado de todo.
-Pues yo voy por él -respondió Sancho.
Y, dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió de allí a poco espacio, y entre los tres pasaron un graciosísimo coloquio.
Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco
PENSATIVO además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como había dicho Sancho; y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías. Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o enemigo, por arte de encantamento las habrá dado a la estampa: si amigo, para engrandecerlas y levantarlas sobre las más señaladas de caballero andante; si enemigo, para aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles que de algún vil escudero se hubiesen escrito, puesto -decía entre sí- que nunca hazañas de escuderos se escribieron; y cuando fuese verdad que la tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza había de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera.
Con esto se consoló algún tanto, pero desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide; y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas. Temíase no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia, que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos; y así, envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque muy gran socarrón, de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendría hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose delante dél de rodillas, diciéndole:
-Déme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha; que, por el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes que las cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas, y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes.
Hízole levantar don Quijote y dijo:
-Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía, y que fue moro y sabio el que la compuso?
-Es tan verdad, señor -dijo Sansón-, que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga.
-Una de las cosas -dijo a esta sazón don Quijote- que más debe de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Dije con buen nombre porque, siendo al contrario, ninguna muerte se le igualará.
-Si por buena fama y si por buen nombre va -dijo el bachiller-, solo vuestra merced lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque el moro en su lengua y el cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo la gallardía de vuestra merced, el ánimo grande en acometer los peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento, así en las desgracias como en las heridas, la honestidad y continencia en los amores tan platónicos de vuestra merced y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.
-Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he oído llamar con don a mi señora Dulcinea, sino solamente la señora Dulcinea del Toboso, y ya en esto anda errada la historia.
-No es objeción de importancia ésa -respondió Carrasco.
-No, por cierto -respondió don Quijote-; pero dígame vuestra merced, señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se ponderan en esa historia?
-En eso -respondió el bachiller-, hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; éste, a la descripción de los dos ejércitos, que después parecieron ser dos manadas de carneros; aquél encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los dos gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.
-Dígame, señor bachiller -dijo a esta sazón Sancho-: ¿entra ahí la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir cotufas en el golfo?
-No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero: todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo en la manta.
-En la manta no hice yo cabriolas -respondió Sancho-; en el aire sí, y aun más de las que yo quisiera.
-A lo que yo imagino -dijo don Quijote-, no hay historia humana en el mundo que no tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías, las cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.
-Con todo eso -respondió el bachiller-, dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.
-Ahí entra la verdad de la historia -dijo Sancho.
-También pudieran callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero.
-Así es -replicó Sansón-, pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar, o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.
-Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro -dijo Sancho-, a buen seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos; porque nunca a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el mismo señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.
-Socarrón sois, Sancho -respondió don Quijote-. A fee que no os falta memoria cuando vos queréis tenerla.
-Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado -dijo Sancho-, no lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las costillas.
-Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no interrumpáis al señor bachiller, a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida historia.
-Y de mí -dijo Sancho-, que también dicen que soy yo uno de los principales presonajes della.
-Personajes que no presonajes, Sancho amigo -dijo Sansón.
-¿Otro reprochador de voquibles tenemos? -dijo Sancho-. Pues ándense a eso, y no acabaremos en toda la vida.
-Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el bachiller-, si no sois vos la segunda persona de la historia; y que hay tal, que precia más oíros hablar a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay quien diga que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el señor don Quijote, que está presente.
-Aún hay sol en las bardas -dijo don Quijote-, y, mientras más fuere entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará más idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.
-Por Dios, señor -dijo Sancho-, la isla que yo no gobernase con los años que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el caletre para gobernarla.
-Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que todo se hará bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios.
-Así es verdad -dijo Sansón-, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que gobernar, cuanto más una.
-Gobernador he visto por ahí -dijo Sancho- que, a mi parecer, no llegan a la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con plata.
-Ésos no son gobernadores de ínsulas -replicó Sansón-, sino de otros gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de saber gramática.
-Con la grama bien me avendría yo -dijo Sancho-, pero con la tica, ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en las manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo, señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas que de mí se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír los sordos.
-Eso fuera hacer milagros -respondió Sansón.
-Milagros o no milagros -dijo Sancho-, cada uno mire cómo habla o cómo escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene al magín.
-Una de las tachas que ponen a la tal historia -dijo el bachiller- es que su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote.
-Yo apostaré -replicó Sancho- que ha mezclado el hideperro berzas con capachos.
-Ahora digo -dijo don Quijote- que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: «Lo que saliere». Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: «Éste es gallo». Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.
-Eso no -respondió Sansón-, porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante». Y los que más se han dado a su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico.
-A escribir de otra suerte -dijo don Quijote-, no fuera escribir verdades, sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le movió al autor a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los míos: sin duda se debió de atener al refrán: «De paja y de heno...», etcétera. Pues en verdad que en sólo manifestar mis pensamientos, mis sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
-No hay libro tan malo -dijo el bachiller- que no tenga algo bueno.
-No hay duda en eso -replicó don Quijote-; pero muchas veces acontece que los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus escritos, en dándolos a la estampa, la perdieron del todo, o la menoscabaron en algo.
-La causa deso es -dijo Sansón- que, como las obras impresas se miran despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo.
-Eso no es de maravillar -dijo don Quijote-, porque muchos teólogos hay que no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o sobras de los que predican.
-Todo eso es así, señor don Quijote -dijo Carrasco-, pero quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren.
-El que de mí trata -dijo don Quijote-, a pocos habrá contentado.
-Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra.
Sancho respondió:
-Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida del jumento como del gasto de los cien escudos.
Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase a hacer penitencia con él. Tuvo el bachiller el envite: quedóse, añadióse al ordinario un par de pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor Carrasco, acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho y renovóse la plática pasada.
Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse
VOLVIÓ Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento, dijo:
-A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién, o cómo, o cuándo se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, después de la aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese.
-Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió a Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado Brunelo.
-Amaneció -prosiguió Sancho-, y, apenas me hube estremecido, cuando, faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por el jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre él en hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.
-No está en eso el yerro -replicó Sansón-, sino en que, antes de haber parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo rucio.
-A eso -dijo Sancho-, no sé qué responder, sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor.
-Así es, sin duda -dijo Sansón-; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?; ¿deshiciéronse?
Respondió Sancho:
-Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y carreras que he andado sirviendo a mi señor don Quijote; que si, al cabo de tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura me esperaba; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al mesmo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas veces.
-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
-¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? -preguntó don Quijote.
-Sí debe de haber -respondió él-, pero ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas.
-Y por ventura -dijo don Quijote-, ¿promete el autor segunda parte?
-Sí promete -respondió Sansón-, pero dice que no ha hallado ni sabe quién la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque algunos dicen: «Nunca segundas partes fueron buenas», y otros: «De las cosas de don Quijote bastan las escritas», se duda que no ha de haber segunda parte; aunque algunos que son más joviales que saturninos dicen: «Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos».
-Y ¿a qué se atiene el autor?
-A que -respondió Sansón-, en hallando que halle la historia, que él va buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa, llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza alguna.
A lo que dijo Sancho:
-¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren. Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues ténganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros.
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus oídos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomó don Quijote por felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era su parecer que fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allí a pocos días, se habían de hacer unas solenísimas justas por la fiesta de San Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese en sus desventuras.
-Deso es lo que yo reniego, señor Sansón -dijo a este punto Sancho-, que así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí, que tiempos hay de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo «¡Santiago, y cierra, España!» Y más, que yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo, si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía; y si esto es así, no quiero que huya sin tener para qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero, sobre todo, aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condición que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado que siendo gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las muelas? Sancho nací, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la desechase; que también se dice: «Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla»; y «Cuando viene el bien, mételo en tu casa».
-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habéis hablado como un catedrático; pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una ínsula.
-Tanto es lo de más como lo de menos -respondió Sancho-; aunque sé decir al señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto, que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
-Mirad, Sancho -dijo Sansón-, que los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
-Eso allá se ha de entender -respondió Sancho- con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
-Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello dirá cuando el gobierno venga; que ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso.
El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea del Toboso.
-Ha de ser así en todo caso -dijo don Quijote-; que si allí no va el nombre patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron los metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto se despidió, encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le avisase, habiendo comodidad; y así, se despidieron, y Sancho fue a poner en orden lo necesario para su jornada.
De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación
(LLEGANDO a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió diciendo:)
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:
-¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?
A lo que él respondió:
-Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro.
-No os entiendo, marido -replicó ella-, y no sé qué queréis decir en eso de que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
-Mirad, Teresa -respondió Sancho-: yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de no estar contento.
-Mirad, Sancho -replicó Teresa-: después que os hicistes miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.
-Basta que me entienda Dios, mujer -respondió Sancho-, que Él es el entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana, que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros encantados.
-Bien creo yo, marido -replicó Teresa-, que los escuderos andantes no comen el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de tanta mala ventura.
-Yo os digo, mujer -respondió Sancho-, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.
-Eso no, marido mío -dijo Teresa-: viva la gallina, aunque sea con su pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos; que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada.
-A buena fe -respondió Sancho- que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no la alcancen sino con llamarla señora.
-Eso no, Sancho -respondió Teresa-: casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
-Calla, boba -dijo Sancho-, que todo será usarlo dos o tres años; que después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
-Medíos, Sancho, con vuestro estado -respondió Teresa-; no os queráis alzar a mayores, y advertid al refrán que dice: «Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa». ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
-Ven acá, bestia y mujer de Barrabás -replicó Sancho-: ¿por qué quieres tú ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que nos sopla.
(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo).
-¿No te parece, animalia -prosiguió Sancho-, que será bien dar con mi cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me digas.
-¿Veis cuanto decís, marido? -respondió Teresa-. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos». Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.
-Ahora digo -replicó Sancho- que tienes algún familiar en ese cuerpo. ¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante (que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo quiero?
-¿Sabéis por qué, marido? -respondió Teresa-; por el refrán que dice: «¡Quien te cubre, te descubre!» Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allí es el murmurar y el maldecir, y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas.
-Mira, Teresa -respondió Sancho-, y escucha lo que agora quiero decirte; quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida, y yo agora no hablo de mío; que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador que la Cuaresma pasada predicó en este pueblo, el cual, si mal no me acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos están mirando se presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más vehemencia que las cosas pasadas.
(Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el tradutor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la capacidad de Sancho. El cual prosiguió diciendo:)
-De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y sólo es lo que vemos presente. Y si éste a quien la fortuna sacó del borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la alteza de su prosperidad, fuere bien criado, liberal y cortés con todos, y no se pusiere en cuentos con aquellos que por antigüedad son nobles, ten por cierto, Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que fue, sino que reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna próspera fortuna está segura.
-Yo no os entiendo, marido -replicó Teresa-: haced lo que quisiéredes, y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo que decís...
-Resuelto has de decir, mujer -dijo Sancho-, y no revuelto.
-No os pongáis a disputar, marido, conmigo -respondió Teresa-. Yo hablo como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.
-En teniendo gobierno -dijo Sancho-, enviaré por él por la posta, y te enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.
-Enviad vos dinero -dijo Teresa-, que yo os lo vistiré como un palmito.
-En efecto, quedamos de acuerdo -dijo Sancho- de que ha de ser condesa nuestra hija.
-El día que yo la viere condesa -respondió Teresa-, ése haré cuenta que la entierro, pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.
Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que, ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su partida.
De lo que le pasó a don Quijote con su sobrina y con su ama, y es uno de los importantes capítulos de toda la historia
EN TANTO que Sancho Panza y su mujer Teresa Cascajo pasaron la impertinente referida plática, no estaban ociosas la sobrina y el ama de don Quijote, que por mil señales iban coligiendo que su tío y señor quería desgarrarse la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante caballería: procuraban por todas las vías posibles apartarle de tan mal pensamiento, pero todo era predicar en desierto y majar en hierro frío. Con todo esto, entre otras muchas razones que con él pasaron, le dijo el ama:
-En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está quedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles como ánima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y al rey, que pongan remedio en ello.
A lo que respondió don Quijote:
-Ama, lo que Dios responderá a tus quejas yo no lo sé, ni lo que ha de responder Su Majestad tampoco, y sólo sé que si yo fuera rey, me escusara de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada día le dan; que uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos; y así, no querría yo que cosas mías le diesen pesadumbre.
A lo que dijo el ama:
-Díganos, señor: en la corte de Su Majestad, ¿no hay caballeros?
-Sí -respondió don Quijote-, y muchos; y es razón que los haya, para adorno de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la majestad real.
-Pues, ¿no sería vuesa merced -replicó ella- uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y señor, estándose en la corte?
-Mira, amiga -respondió don Quijote-: no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta la lanza, o la espada; si trae sobre sí reliquias, o algún engaño encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona a persona, que tú no sabes y yo sí. Y has de saber más: que el buen caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos navíos, y cada ojo como una gran rueda de molino y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante, aunque viniesen armados de unas conchas de un cierto pescado que dicen que son más duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de acero, como yo las he visto más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía, porque veas la diferencia que hay de unos caballeros a otros; y sería razón que no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, o, por mejor decir, primera especie de caballeros andantes, que, según leemos en sus historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud no sólo de un reino, sino de muchos.
-¡Ah, señor mío! -dijo a esta sazón la sobrina-; advierta vuestra merced que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y mentira, y sus historias, ya que no las quemasen, merecían que a cada una se le echase un sambenito, o alguna señal en que fuese conocida por infame y por gastadora de las buenas costumbres.
-Por el Dios que me sustenta -dijo don Quijote-, que si no fueras mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el mundo. ¿Cómo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadís si lo tal oyera? Pero a buen seguro que él te perdonara, porque fue el más humilde y cortés caballero de su tiempo, y, demás, grande amparador de las doncellas; mas, tal te pudiera haber oído que no te fuera bien dello, que no todos son corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos. Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo: que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por parecer hombres bajos; aquéllos se llevantan o con la ambición o con la virtud, éstos se abajan o con la flojedad o con el vicio; y es menester aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las acciones.
-¡Válame Dios! -dijo la sobrina-. ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres!
-Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices -respondió don Quijote-, y cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a cuatro suertes de linajes, y estadme atentas, se pueden reducir todos los que hay en el mundo, que son éstas: unos, que tuvieron principios humildes, y se fueron estendiendo y dilatando hasta llegar a una suma grandeza; otros, que tuvieron principios grandes, y los fueron conservando y los conservan y mantienen en el ser que comenzaron; otros, que, aunque tuvieron principios grandes, acabaron en punta, como pirámide, habiendo diminuido y aniquilado su principio hasta parar en nonada, como lo es la punta de la pirámide, que respeto de su basa o asiento no es nada; otros hay, y éstos son los más, que ni tuvieron principio bueno ni razonable medio, y así tendrán el fin, sin nombre, como el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los primeros, que tuvieron principio humilde y subieron a la grandeza que agora conservan, te sirva de ejemplo la Casa Otomana, que, de un humilde y bajo pastor que le dio principio, está en la cumbre que le vemos. Del segundo linaje, que tuvo principio en grandeza y la conserva sin aumentarla, serán ejemplo muchos príncipes que por herencia lo son, y se conservan en ella, sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose en los límites de sus estados pacíficamente. De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los Césares de Roma, con toda la caterva, si es que se le puede dar este nombre, de infinitos príncipes, monarcas, señores, medos, asirios, persas, griegos y bárbaros, todos estos linajes y señoríos han acabado en punta y en nonada, así ellos como los que les dieron principio, pues no será posible hallar agora ninguno de sus decendientes, y si le hallásemos, sería en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo qué decir, sino que sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infiráis, bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que solos aquéllos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud, y en la riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y liberalidades, porque el grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas comoquiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés y comedido, y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que con dos maravedís que con ánimo alegre dé al pobre se mostrará tan liberal como el que a campana herida da limosna, y no habrá quien le vea adornado de las referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle por de buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fue premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así que, casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos al andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que
Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento,
do nunca arriba quien de allí declina.
-¡Ay, desdichada de mí -dijo la sobrina-, que también mi señor es poeta! Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostaré que si quisiera ser albañil, que supiera fabricar una casa como una jaula.
-Yo te prometo, sobrina -respondió don Quijote-, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes.
A este tiempo, llamaron a la puerta, y, preguntando quién llamaba, respondió Sancho Panza que él era; y, apenas le hubo conocido el ama, cuando corrió a esconderse por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la sobrina, salió a recebirle con los brazos abiertos su señor don Quijote, y encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro coloquio que no le hace ventaja el pasado.
De lo que pasó don Quijote con su escudero, con otros sucesos famosísimos
APENAS vio el ama que Sancho Panza se encerraba con su señor, cuando dio en la cuenta de sus tratos; y, imaginando que de aquella consulta había de salir la resolución de su tercera salida y tomando su manto, toda llena de congoja y pesadumbre, se fue a buscar al bachiller Sansón Carrasco, pareciéndole que, por ser bien hablado y amigo fresco de su señor, le podría persuadir a que dejase tan desvariado propósito.
Hallóle paseándose por el patio de su casa, y, viéndole, se dejó caer ante sus pies, trasudando y congojosa. Cuando la vio Carrasco con muestras tan doloridas y sobresaltadas, le dijo:
-¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha acontecido, que parece que se le quiere arrancar el alma?
-No es nada, señor Sansón mío, sino que mi amo se sale; ¡sálese sin duda!
-Y ¿por dónde se sale, señora? -preguntó Sansón-. ¿Hásele roto alguna parte de su cuerpo?
-No se sale -respondió ella-, sino por la puerta de su locura. Quiero decir, señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con ésta será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no puedo entender cómo les da este nombre. La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del celebro, que, para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir.
-Eso creo yo muy bien -respondió el bachiller-; que ellas son tan buenas, tan gordas y tan bien criadas, que no dirán una cosa por otra, si reventasen. En efecto, señora ama: ¿no hay otra cosa, ni ha sucedido otro desmán alguno, sino el que se teme que quiere hacer el señor don Quijote?
-No, señor -respondió ella.
-Pues no tenga pena -respondió el bachiller-, sino váyase en hora buena a su casa, y téngame aderezado de almorzar alguna cosa caliente, y, de camino, vaya rezando la oración de Santa Apolonia si es que la sabe, que yo iré luego allá, y verá maravillas.
-¡Cuitada de mí! -replicó el ama-; ¿la oración de Santa Apolonia dice vuestra merced que rece?: eso fuera si mi amo lo hubiera de las muelas, pero no lo ha sino de los cascos.
-Yo sé lo que digo, señora ama: váyase y no se ponga a disputar conmigo, pues sabe que soy bachiller por Salamanca, que no hay más que bachillear -respondió Carrasco.
Y con esto, se fue el ama, y el bachiller fue luego a buscar al cura, a comunicar con él lo que se dirá a su tiempo.
En el que estuvieron encerrados don Quijote y Sancho, pasaron las razones que con mucha puntualidad y verdadera relación cuenta la historia.
Dijo Sancho a su amo:
-Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a que me deje ir con vuestra merced adonde quisiere llevarme.
-Reducida has de decir, Sancho -dijo don Quijote-, que no relucida.
-Una o dos veces -respondió Sancho-, si mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que, cuando no los entienda, diga: «Sancho, o diablo, no te entiendo»; y si yo no me declarare, entonces podrá emendarme; que yo soy tan fócil...
-No te entiendo, Sancho -dijo luego don Quijote-, pues no sé qué quiere decir soy tan fócil.
-Tan fócil quiere decir -respondió Sancho- soy tan así.
-Menos te entiendo agora -replicó don Quijote.
-Pues si no me puede entender -respondió Sancho-, no sé cómo lo diga: no sé más, y Dios sea conmigo.
-Ya, ya caigo -respondió don Quijote- en ello: tú quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero que tomarás lo que yo te dijere, y pasarás por lo que te enseñare.
-Apostaré yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme por oírme decir otras docientas patochadas.
-Podrá ser -replicó don Quijote-. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?
-Teresa dice -dijo Sancho- que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco.
-Y yo lo digo también -respondió don Quijote-. Decid, Sancho amigo; pasá adelante, que habláis hoy de perlas.
-Es el caso -replicó Sancho- que, como vuestra merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle, porque la muerte es sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va depriesa y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos púlpitos.
-Todo eso es verdad -dijo don Quijote-, pero no sé dónde vas a parar.
-Voy a parar -dijo Sancho- en que vuesa merced me señale salario conocido de lo que me ha de dar cada mes el tiempo que le sirviere, y que el tal salario se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo que gano, poco o mucho que sea, que sobre un huevo pone la gallina, y muchos pocos hacen un mucho, y mientras se gana algo no se pierde nada. Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero, que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario gata por cantidad.
-Sancho amigo -respondió don Quijote-, a las veces, tan buena suele ser una gata como una rata.
-Ya entiendo -dijo Sancho-: yo apostaré que había de decir rata, y no gata; pero no importa nada, pues vuesa merced me ha entendido.
-Y tan entendido -respondió don Quijote- que he penetrado lo último de tus pensamientos, y sé al blanco que tiras con las inumerables saetas de tus refranes. Mira, Sancho: yo bien te señalaría salario, si hubiera hallado en alguna de las historias de los caballeros andantes ejemplo que me descubriese y mostrase, por algún pequeño resquicio, qué es lo que solían ganar cada mes, o cada año; pero yo he leído todas o las más de sus historias, y no me acuerdo haber leído que ningún caballero andante haya señalado conocido salario a su escudero. Sólo sé que todos servían a merced, y que, cuando menos se lo pensaban, si a sus señores les había corrido bien la suerte, se hallaban premiados con una ínsula, o con otra cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con título y señoría. Si con estas esperanzas y aditamentos vos, Sancho, gustáis de volver a servirme, sea en buena hora: que pensar que yo he de sacar de sus términos y quicios la antigua usanza de la caballería andante es pensar en lo escusado. Así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi intención; y si ella gustare y vos gustáredes de estar a merced conmigo, bene quidem; y si no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le falta cebo, no le faltarán palomas. Y advertid, hijo, que vale más buena esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga. Hablo de esta manera, Sancho, por daros a entender que también como vos sé yo arrojar refranes como llovidos. Y, finalmente, quiero decir, y os digo, que si no queréis venir a merced conmigo y correr la suerte que yo corriere, que Dios quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más obedientes, más solícitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos.
Cuando Sancho oyó la firme resolución de su amo se le anubló el cielo y se le cayeron las alas del corazón, porque tenía creído que su señor no se iría sin él por todos los haberes del mundo; y así, estando suspenso y pensativo, entró Sansón Carrasco y la sobrina, deseosos de oír con qué razones persuadía a su señor que no tornarse a buscar las aventuras. Llegó Sansón, socarrón famoso, y, abrazándole como la vez primera y con voz levantada, le dijo:
-¡Oh flor de la andante caballería; oh luz resplandeciente de las armas; oh honor y espejo de la nación española! Plega a Dios todopoderoso, donde más largamente se contiene, que la persona o personas que pusieren impedimento y estorbaren tu tercera salida, que no la hallen en el laberinto de sus deseos, ni jamás se les cumpla lo que mal desearen.
Y, volviéndose al ama, le dijo:
-Bien puede la señora ama no rezar más la oración de Santa Apolonia, que yo sé que es determinación precisa de las esferas que el señor don Quijote vuelva a ejecutar sus altos y nuevos pensamientos, y yo encargaría mucho mi conciencia si no intimase y persuadiese a este caballero que no tenga más tiempo encogida y detenida la fuerza de su valeroso brazo y la bondad de su ánimo valentísimo, porque defrauda con su tardanza el derecho de los tuertos, el amparo de los huérfanos, la honra de las doncellas, el favor de las viudas y el arrimo de las casadas, y otras cosas deste jaez, que tocan, atañen, dependen y son anejas a la orden de la caballería andante. ¡Ea, señor don Quijote mío, hermoso y bravo, antes hoy que mañana se ponga vuestra merced y su grandeza en camino; y si alguna cosa faltare para ponerle en ejecución, aquí estoy yo para suplirla con mi persona y hacienda; y si fuere necesidad servir a tu magnificencia de escudero, lo tendré a felicísima ventura!
A esta sazón, dijo don Quijote, volviéndose a Sancho:
-¿No te dije yo, Sancho, que me habían de sobrar escuderos? Mira quién se ofrece a serlo, sino el inaudito bachiller Sansón Carrasco, perpetuo trastulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses, sano de su persona, ágil de sus miembros, callado, sufridor así del calor como del frío, así de la hambre como de la sed, con todas aquellas partes que se requieren para ser escudero de un caballero andante. Pero no permita el cielo que, por seguir mi gusto, desjarrete y quiebre la coluna de las letras y el vaso de las ciencias, y tronque la palma eminente de las buenas y liberales artes. Quédese el nuevo Sansón en su patria, y, honrándola, honre juntamente las canas de sus ancianos padres; que yo con cualquier escudero estaré contento, ya que Sancho no se digna de venir conmigo.
-Sí digno -respondió Sancho, enternecido y llenos de lágrimas los ojos; y prosiguió-: No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y la compañía deshecha; sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien yo deciendo, y más, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y por más buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme merced; y si me he puesto en cuentas de tanto más cuanto acerca de mi salario, ha sido por complacer a mi mujer; la cual, cuando toma la mano a persuadir una cosa, no hay mazo que tanto apriete los aros de una cuba como ella aprieta a que se haga lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha de ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo soy hombre dondequiera, que no lo puedo negar, también lo quiero ser en mi casa, pese a quien pesare; y así, no hay más que hacer, sino que vuestra merced ordene su testamento con su codicilo, en modo que no se pueda revolcar, y pongámonos luego en camino, porque no padezca el alma del señor Sansón, que dice que su conciencia le lita que persuada a vuestra merced a salir vez tercera por ese mundo; y yo de nuevo me ofrezco a servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan bien y mejor que cuantos escuderos han servido a caballeros andantes en los pasados y presentes tiempos.
Admirado quedó el bachiller de oír el término y modo de hablar de Sancho Panza; que, puesto que había leído la primera historia de su señor, nunca creyó que era tan gracioso como allí le pintan; pero, oyéndole decir ahora testamento y codicilo que no se pueda revolcar, en lugar de testamento y codicilo que no se pueda revocar, creyó todo lo que dél había leído, y confirmólo por uno de los más solenes mentecatos de nuestros siglos; y dijo entre sí que tales dos locos como amo y mozo no se habrían visto en el mundo.
Finalmente, don Quijote y Sancho se abrazaron y quedaron amigos, y con parecer y beneplácito del gran Carrasco, que por entonces era su oráculo, se ordenó que de allí a tres días fuese su partida; en los cuales habría lugar de aderezar lo necesario para el viaje, y de buscar una celada de encaje, que en todas maneras dijo don Quijote que la había de llevar. Ofreciósela Sansón, porque sabía no se la negaría un amigo suyo que la tenía, puesto que estaba más escura por el orín y el moho que clara y limpia por el terso acero.
Las maldiciones que las dos, ama y sobrina, echaron al bachiller no tuvieron cuento: mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y, al modo de las endechaderas que se usaban, lamentaban la partida como si fuera la muerte de su señor. El designo que tuvo Sansón, para persuadirle a que otra vez saliese, fue hacer lo que adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y del barbero, con quien él antes lo había comunicado.
En resolución, en aquellos tres días don Quijote y Sancho se acomodaron de lo que les pareció convenirles; y, habiendo aplacado Sancho a su mujer, y don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie lo viese, sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar, se pusieron en camino del Toboso: don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, proveídas las alforjas de cosas tocantes a la bucólica, y la bolsa de dineros que le dio don Quijote para lo que se ofreciese. Abrazóle Sansón, y suplicóle le avisase de su buena o mala suerte, para alegrarse con ésta o entristecerse con aquélla, como las leyes de su amistad pedían. Prometióselo don Quijote, dio Sansón la vuelta a su lugar, y los dos tomaron la de la gran ciudad del Toboso.
Donde se cuenta lo que le sucedió a don Quijote yendo a ver su señora Dulcinea del Toboso
«¡BENDITO sea el poderoso Alá! -dice Hamete Benengeli al comienzo deste octavo capítulo-. ¡Bendito sea Alá!», repite tres veces; y dice que da estas bendiciones por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde agora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como él promete; y así prosigue diciendo:
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y, apenas se hubo apartado Sansón, cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor, fundándose no sé si en astrología judiciaria que él se sabía, puesto que la historia no lo declara; sólo le oyeron decir que, cuando tropezaba o caía, se holgara no haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba otra cosa sino el zapato roto o las costillas quebradas; y, aunque tonto, no andaba en esto muy fuera de camino. Díjole don Quijote:
-Sancho amigo, la noche se nos va entrando a más andar, y con más escuridad de la que habíamos menester para alcanzar a ver con el día al Toboso, adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí tomaré la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea, con la cual licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.
-Yo así lo creo -respondió Sancho-; pero tengo por dificultoso que vuestra merced pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a lo menos, que pueda recebir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral, por donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta donde iban las nuevas de las sandeces y locuras que vuestra merced quedaba haciendo en el corazón de Sierra Morena.
-¿Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho -dijo don Quijote-, adonde o por donde viste aquella jamás bastantemente alabada gentileza y hermosura? No debían de ser sino galerías o corredores, o lonjas, o como las llaman, de ricos y reales palacios.
-Todo pudo ser -respondió Sancho-, pero a mí bardas me parecieron, si no es que soy falto de memoria.
-Con todo eso, vamos allá, Sancho -replicó don Quijote-, que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede único y sin igual en la discreción y en la valentía.
-Pues en verdad, señor -respondió Sancho-, que cuando yo vi ese sol de la señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese echar de sí rayos algunos, y debió de ser que, como su merced estaba ahechando aquel trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso como nube ante el rostro y se le escureció.
-¡Que todavía das, Sancho -dijo don Quijote-, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas principales que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...! Mal se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde nos pinta las labores que hacían allá en sus moradas de cristal aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas, y se sentaron a labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí el ingenioso poeta nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Y desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste; sino que la envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y así, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.
-Eso es lo que yo digo también -respondió Sancho-, y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había visto debe de andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues, a fe de bueno, que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa. Y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque, por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren.
-Eso me parece, Sancho -dijo don Quijote-, a lo que sucedió a un famoso poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una maliciosa sátira contra todas las damas cortesanas, no puso ni nombró en ella a una dama que se podía dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la lista de las demás, se quejó al poeta, diciéndole que qué había visto en ella para no ponerla en el número de las otras, y que alargase la sátira, y la pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que había nacido. Hízolo así el poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella quedó satisfecha, por verse con fama, aunque infame. También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y, aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato. También alude a esto lo que sucedió al grande emperador Carlo Quinto con un caballero en Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus fundadores: él es de hechura de una media naranja, grandísimo en estremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable arquitetura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: «Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo». «Yo os agradezco -respondió el emperador- el no haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere». Y, tras estas palabras, le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del Tibre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma? ¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.
-Todo lo que vuestra merced hasta aquí me ha dicho -dijo Sancho- lo he entendido muy bien, pero, con todo eso, querría que vuestra merced me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la memoria.
-Asolviese quieres decir, Sancho -dijo don Quijote-. Di en buen hora, que yo responderé lo que supiere.
-Dígame, señor -prosiguió Sancho-: esos Julios o Agostos, y todos esos caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónde están agora?
-Los gentiles -respondió don Quijote- sin duda están en el infierno; los cristianos, si fueron buenos cristianos, o están en el purgatorio o en el cielo.
-Está bien -dijo Sancho-, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde están los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de sí lámparas de plata, o están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qué están adornadas?
A lo que respondió don Quijote:
-Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerpo de Julio César se pusieron sobre una pirámide de piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San Pedro; al emperador Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el castillo de Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó a su marido Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y señales que mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.
-A eso voy -replicó Sancho-. Y dígame agora: ¿cuál es más: resucitar a un muerto, o matar a un gigante?
-La respuesta está en la mano -respondió don Quijote-: más es resucitar a un muerto.
-Cogido le tengo -dijo Sancho-: luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.
-También confieso esa verdad -respondió don Quijote.
-Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto -respondió Sancho-, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus más preciados altares...
-¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? -dijo don Quijote.
-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer, que, según ha poco se puede decir desta manera, canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; mas alcanzan con Dios dos docenas de diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endrigos.
-Todo eso es así -respondió don Quijote-, pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.
-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes.
-Eso es -respondió don Quijote- porque es mayor el número de los religiosos que el de los caballeros.
-Muchos son los andantes -dijo Sancho.
-Muchos -respondió don Quijote-, pero pocos los que merecen nombre de caballeros.
En estas y otras semejantes pláticas se les pasó aquella noche y el día siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le pesó a don Quijote. En fin, otro día, al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su señor; de modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuando su dueño le enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.
Donde se cuenta lo que en él se verá
MEDIA noche era por filo, poco más a menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando, rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de diferentes sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal agüero; pero, con todo esto, dijo a Sancho:
-Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea: quizá podrá ser que la hallemos despierta.
-¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del sol -respondió Sancho-, que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?
-Debía de estar retirada, entonces -respondió don Quijote-, en algún pequeño apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas, como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.
-Señor -dijo Sancho-, ya que vuestra merced quiere, a pesar mío, que sea alcázar la casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora ésta por ventura de hallar la puerta abierta? Y ¿será bien que demos aldabazos para que nos oyan y nos abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea?
-Hallemos primero una por una el alcázar -replicó don Quijote-, que entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos. Y advierte, Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.
-Pues guíe vuestra merced -respondió Sancho-: quizá será así; aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer que es ahora de día.
Guió don Quijote, y, habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
-Con la iglesia hemos dado, Sancho.
-Ya lo veo -respondió Sancho-; y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y más, habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo, que la casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.
-¡Maldito seas de Dios, mentecato! -dijo don Quijote-. ¿Adónde has tú hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas sin salida?
-Señor -respondió Sancho-, en cada tierra su uso: quizá se usa aquí en el Toboso edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y así, suplico a vuestra merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que se me ofrecen: podría ser que en algún rincón topase con ese alcázar, que le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y asendereados.
-Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora -dijo don Quijote-, y tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la soga tras el caldero.
-Yo me reportaré -respondió Sancho-; pero, ¿con qué paciencia podré llevar que quiera vuestra merced que de sola una vez que vi la casa de nuestra ama, la haya de saber siempre y hallarla a media noche, no hallándola vuestra merced, que la debe de haber visto millares de veces?
-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que, pues vuestra merced no la ha visto, ni yo tampoco...
-Eso no puede ser -replicó don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho tú que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la carta que le envié contigo.
-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-, porque le hago saber que también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje; porque, así sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo.
-Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, tiempos hay de burlar, y tiempos donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he visto ni hablado a la señora de mi alma has tú de decir también que ni la has hablado ni visto, siendo tan al revés como sabes.
Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía a pasar por donde estaban uno con dos mulas, que, por el ruido que hacía el arado, que arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador, que habría madrugado antes del día a ir a su labranza; y así fue la verdad. Venía el labrador cantando aquel romance que dicen:
Mala la hubistes, franceses,
en esa de Roncesvalles.
-Que me maten, Sancho -dijo, en oyéndole, don Quijote-, si nos ha de suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando ese villano?
-Sí oigo -respondió Sancho-; pero, ¿qué hace a nuestro propósito la caza de Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.
Llegó, en esto, el labrador, a quien don Quijote preguntó:
-¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena ventura os dé Dios, dónde son por aquí los palacios de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso?
-Señor -respondió el mozo-, yo soy forastero y ha pocos días que estoy en este pueblo, sirviendo a un labrador rico en la labranza del campo; en esa casa frontera viven el cura y el sacristán del lugar; entrambos, o cualquier dellos, sabrá dar a vuestra merced razón desa señora princesa, porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque para mí tengo que en todo él no vive princesa alguna; muchas señoras, sí, principales, que cada una en su casa puede ser princesa.
-Pues entre ésas -dijo don Quijote- debe de estar, amigo, ésta por quien te pregunto.
-Podría ser -respondió el mozo-; y adiós, que ya viene el alba.
Y, dando a sus mulas, no atendió a más preguntas. Sancho, que vio suspenso a su señor y asaz mal contento, le dijo:
-Señor, ya se viene a más andar el día, y no será acertado dejar que nos halle el sol en la calle; mejor será que nos salgamos fuera de la ciudad, y que vuestra merced se embosque en alguna floresta aquí cercana, y yo volveré de día, y no dejaré ostugo en todo este lugar donde no busque la casa, alcázar o palacio de mi señora, y asaz sería de desdichado si no le hallase; y, hallándole, hablaré con su merced, y le diré dónde y cómo queda vuestra merced esperando que le dé orden y traza para verla, sin menoscabo de su honra y fama.
-Has dicho, Sancho -dijo don Quijote-, mil sentencias encerradas en el círculo de breves palabras: el consejo que ahora me has dado le apetezco y recibo de bonísima gana. Ven, hijo, y vamos a buscar donde me embosque, que tú volverás, como dices, a buscar, a ver y hablar a mi señora, de cuya discreción y cortesía espero más que milagrosos favores.
Rabiaba Sancho por sacar a su amo del pueblo, porque no averiguase la mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le había llevado a Sierra Morena; y así, dio priesa a la salida, que fue luego, y a dos millas del lugar hallaron una floresta o bosque, donde don Quijote se emboscó en tanto que Sancho volvía a la ciudad a hablar a Dulcinea; en cuya embajada le sucedieron cosas que piden nueva atención y nuevo crédito.
Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos
LLEGANDO el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las objeciones que podían ponerle de mentiroso. Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.
Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así como don Quijote se emboscó en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo caballero, y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traerle tan buena respuesta como le trujo la vez primera.
-Anda, hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.
-Yo iré y volveré presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced, señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice: donde no piensa, salta la liebre. Dígolo porque si esta noche no hallamos los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los pienso hallar, cuando menos los piense, y hallados, déjenme a mí con ella.
-Por cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote se quedó a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos, yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su señor que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando, volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del jumento, y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y a decirse:
-Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún jumento que se le haya perdido? «No, por cierto». Pues, ¿qué va a buscar? «Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo junto». Y ¿adónde pensáis hallar eso que decís, Sancho? «¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso». Y bien: ¿y de parte de quién la vais a buscar? «De parte del famoso caballero don Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed, y de beber al que ha hambre». Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa, Sancho? «Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares». Y ¿habéisla visto algún día por ventura? «Ni yo ni mi amo la habemos visto jamás». Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? «En verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non». No os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala ventura. «¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!»
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a decirse:
-Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: «Dime con quién andas, decirte he quién eres», y el otro de «No con quien naces, sino con quien paces». Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura por hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver del Toboso; y sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
-¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con negra?
-Mejor será -respondió Sancho- que vuesa merced la señale con almagre, como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
-De ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.
-Tan buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.
-¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió Sancho-, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
-Hacaneas querrás decir, Sancho.
-Poca diferencia hay -respondió Sancho- de cananeas a hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los sentidos.
-Vamos, Sancho hijo -respondió don Quijote-; y, en albricias destas no esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
-A las crías me atengo -respondió Sancho-, porque de ser buenos los despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
-¿Cómo fuera de la ciudad? -respondió-. ¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
-Yo no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
-¡Agora me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. Y ¿es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
-Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
-Calle, señor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
-Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, y, como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
-Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
-¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
-Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y serles ha sano.
-Levántate, Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.
-¡Tomá que mi agüelo! -respondió la aldeana-. ¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo Sancho:
-¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
-Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma.
-¡Oh canalla! -gritó a esta sazón Sancho- ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.
-A ese lunar -dijo don Quijote-, según la correspondencia que tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
-Pues yo sé decir a vuestra merced -respondió Sancho- que le parecían allí como nacidos.
-Yo lo creo, amigo -replicó don Quijote-, porque ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
-No era -respondió Sancho- sino silla a la jineta, con una cubierta de campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
-¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! -dijo don Quijote-. Ahora torno a decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas, como se verá adelante.
De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con el carro, o carreta, de Las Cortes de la Muerte
PENSATIVO además iba don Quijote por su camino adelante, considerando la mala burla que le habían hecho los encantadores volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana, y no imaginaba qué remedio tendría para volverla a su ser primero; y estos pensamientos le llevaban tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la libertad que se le daba, a cada paso se detenía a pacer la verde yerba de que aquellos campos abundaban. De su embelesamiento le volvió Sancho Panza, diciéndole:
-Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias: vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento es éste? ¿Estamos aquí, o en Francia? Mas que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas hay en el mundo, pues vale más la salud de un solo caballero andante que todos los encantos y transformaciones de la tierra.
-Calla, Sancho -respondió don Quijote con voz no muy desmayada-; calla, digo, y no digas blasfemias contra aquella encantada señora, que de su desgracia y desventura yo solo tengo la culpa: de la invidia que me tienen los malos ha nacido su mala andanza.
-Así lo digo yo -respondió Sancho-: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es el corazón que no llora?
-Eso puedes tú decir bien, Sancho -replicó don Quijote-, pues la viste en la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se endereza la fuerza de su veneno. Mas, con todo esto, he caído, Sancho, en una cosa, y es que me pintaste mal su hermosura, porque, si mal no me acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos que parecen de perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo creo, los de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos celestiales arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y pásalas a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos por los dientes.
-Todo puede ser -respondió Sancho-, porque también me turbó a mí su hermosura como a vuesa merced su fealdad. Pero encomendémoslo todo a Dios, que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería. De una cosa me pesa, señor mío, más que de otras; que es pensar qué medio se ha de tener cuando vuesa merced venza a algún gigante o otro caballero, y le mande que se vaya a presentar ante la hermosura de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de hallar este pobre gigante, o este pobre y mísero caballero vencido? Paréceme que los veo andar por el Toboso hechos unos bausanes, buscando a mi señora Dulcinea, y, aunque la encuentren en mitad de la calle, no la conocerán más que a mi padre.
-Quizá, Sancho -respondió don Quijote-, no se estenderá el encantamento a quitar el conocimiento de Dulcinea a los vencidos y presentados gigantes y caballeros; y, en uno o dos de los primeros que yo venza y le envíe, haremos la experiencia si la ven o no, mandándoles que vuelvan a darme relación de lo que acerca desto les hubiere sucedido.
-Digo, señor -replicó Sancho-, que me ha parecido bien lo que vuesa merced ha dicho, y que con ese artificio vendremos en conocimiento de lo que deseamos; y si es que ella a solo vuesa merced se encubre, la desgracia más será de vuesa merced que suya; pero, como la señora Dulcinea tenga salud y contento, nosotros por acá nos avendremos y lo pasaremos lo mejor que pudiéremos, buscando nuestras aventuras y dejando al tiempo que haga de las suyas, que él es el mejor médico destas y de otras mayores enfermedades.
Responder quería don Quijote a Sancho Panza, pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas y servía de carretero era un feo demonio. Venía la carreta descubierta al cielo abierto, sin toldo ni zarzo. La primera figura que se ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la misma Muerte, con rostro humano; junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas; al un lado estaba un emperador con una corona, al parecer de oro, en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba el dios que llaman Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Venía también un caballero armado de punta en blanco, excepto que no traía morrión, ni celada, sino un sombrero lleno de plumas de diversas colores; con éstas venían otras personas de diferentes trajes y rostros. Todo lo cual visto de improviso, en alguna manera alborotó a don Quijote y puso miedo en el corazón de Sancho; mas luego se alegró don Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna nueva y peligrosa aventura, y con este pensamiento, y con ánimo dispuesto de acometer cualquier peligro, se puso delante de la carreta, y, con voz alta y amenazadora, dijo:
-Carretero, cochero, o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién eres, a dó vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se usan.
A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:
-Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo; hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y, por estar tan cerca y escusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos vestidos con los mesmos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina; el otro, de Soldado; aquél, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros papeles. Si otra cosa vuestra merced desea saber de nosotros, pregúntemelo, que yo le sabré responder con toda puntualidad; que, como soy demonio, todo se me alcanza.
-Por la fe de caballero andante -respondió don Quijote-, que, así como vi este carro, imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía; y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño. Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula.
Estando en estas pláticas, quiso la suerte que llegase uno de la compañía, que venía vestido de bojiganga, con muchos cascabeles, y en la punta de un palo traía tres vejigas de vaca hinchadas; el cual moharracho, llegándose a don Quijote, comenzó a esgrimir el palo y a sacudir el suelo con las vejigas, y a dar grandes saltos, sonando los cascabeles, cuya mala visión así alborotó a Rocinante, que, sin ser poderoso a detenerle don Quijote, tomando el freno entre los dientes, dio a correr por el campo con más ligereza que jamás prometieron los huesos de su notomía. Sancho, que consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio, y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y, sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta. Miraba Sancho la carrera de su rucio y la caída de su amo, y no sabía a cuál de las dos necesidades acudiría primero; pero, en efecto, como buen escudero y como buen criado, pudo más con él el amor de su señor que el cariño de su jumento, puesto que cada vez que veía levantar las vejigas en el aire y caer sobre las ancas de su rucio eran para él tártagos y sustos de muerte, y antes quisiera que aquellos golpes se los dieran a él en las niñas de los ojos que en el más mínimo pelo de la cola de su asno. Con esta perpleja tribulación llegó donde estaba don Quijote, harto más maltrecho de lo que él quisiera, y, ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
-Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.
-¿Qué diablo? -preguntó don Quijote.
-El de las vejigas -respondió Sancho.
-Pues yo le cobraré -replicó don Quijote-, si bien se encerrase con él en los más hondos y escuros calabozos del infierno. Sígueme, Sancho, que la carreta va despacio, y con las mulas della satisfaré la pérdida del rucio.
-No hay para qué hacer esa diligencia, señor -respondió Sancho-: vuestra merced temple su cólera, que, según me parece, ya el Diablo ha dejado el rucio, y vuelve a la querencia.
Y así era la verdad; porque, habiendo caído el Diablo con el rucio, por imitar a don Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie al pueblo, y el jumento se volvió a su amo.
-Con todo eso -dijo don Quijote-, será bien castigar el descomedimiento de aquel demonio en alguno de los de la carreta, aunque sea el mesmo emperador.
-Quítesele a vuestra merced eso de la imaginación -replicó Sancho-, y tome mi consejo, que es que nunca se tome con farsantes, que es gente favorecida. Recitante he visto yo estar preso por dos muertes y salir libre y sin costas. Sepa vuesa merced que, como son gentes alegres y de placer, todos los favorecen, todos los amparan, ayudan y estiman, y más siendo de aquellos de las compañías reales y de título, que todos, o los más, en sus trajes y compostura parecen unos príncipes.
-Pues con todo -respondió don Quijote-, no se me ha de ir el demonio farsante alabando, aunque le favorezca todo el género humano.
Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya estaba bien cerca del pueblo. Iba dando voces, diciendo:
-Deteneos, esperad, turba alegre y regocijada, que os quiero dar a entender cómo se han de tratar los jumentos y alimañas que sirven de caballería a los escuderos de los caballeros andantes.
Tan altos eran los gritos de don Quijote, que los oyeron y entendieron los de la carreta; y, juzgando por las palabras la intención del que las decía, en un instante saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin quedarse la Reina ni el dios Cupido; y todos se cargaron de piedras y se pusieron en ala, esperando recebir a don Quijote en las puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los vio puestos en tan gallardo escuadrón, los brazos levantados con ademán de despedir poderosamente las piedras, detuvo las riendas a Rocinante y púsose a pensar de qué modo los acometería con menos peligro de su persona. En esto que se detuvo, llegó Sancho, y, viéndole en talle de acometer al bien formado escuadrón, le dijo:
-Asaz de locura sería intentar tal empresa: considere vuesa merced, señor mío, que para sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma defensiva en el mundo, si no es embutirse y encerrarse en una campana de bronce; y también se ha de considerar que es más temeridad que valentía acometer un hombre solo a un ejército donde está la Muerte, y pelean en persona emperadores, y a quien ayudan los buenos y los malos ángeles; y si esta consideración no le mueve a estarse quedo, muévale saber de cierto que, entre todos los que allí están, aunque parecen reyes, príncipes y emperadores, no hay ningún caballero andante.
-Ahora sí -dijo don Quijote- has dado, Sancho, en el punto que puede y debe mudarme de mi ya determinado intento. Yo no puedo ni debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y advertimientos saludables.
-No hay para qué, señor -respondió Sancho-, tomar venganza de nadie, pues no es de buenos cristianos tomarla de los agravios; cuanto más, que yo acabaré con mi asno que ponga su ofensa en las manos de mi voluntad, la cual es de vivir pacíficamente los días que los cielos me dieren de vida.
-Pues ésa es tu determinación -replicó don Quijote-, Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y volvamos a buscar mejores y más calificadas aventuras; que yo veo esta tierra de talle, que no han de faltar en ella muchas y muy milagrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fue a tomar su rucio, la Muerte con todo su escuadrón volante volvieron a su carreta y prosiguieron su viaje, y este felice fin tuvo la temerosa aventura de la carreta de la Muerte, gracias sean dadas al saludable consejo que Sancho Panza dio a su amo; al cual, el día siguiente, le sucedió otra con un enamorado y andante caballero, de no menos suspensión que la pasada.
De la estraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos
LA NOCHE que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron don Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo, a persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto del rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
-Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias los despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las crías de las tres yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro en mano que buitre volando.
-Todavía -respondió don Quijote-, si tú, Sancho, me dejaras acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara al redropelo y te las pusiera en las manos.
-Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes -respondió Sancho Panza- fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
-Así es verdad -replicó don Quijote-, porque no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar alguna comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales.
-Sí he visto -respondió Sancho.
-Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero, en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura.
-¡Brava comparación! -dijo Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
-Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más discreto.
-Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced -respondió Sancho-; que las tierras que de suyo son estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas, vienen a dar buenos frutos: quiero decir que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de bendición, tales, que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de manera que le admiraba; puesto que todas o las más veces que Sancho quería hablar de oposición y a lo cortesano, acababa su razón con despeñarse del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no viniesen a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y a Sancho le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él decía cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento de su señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña, o no durmiesen debajo de techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón de la silla; pero, ¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della; mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto, y escribe que, así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más de media vara), y, mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días; a lo menos, todo el tiempo que les dejaban, o no les compelía la hambre a buscar sustento.
Digo que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y si esto es así, se podía echar de ver, para universal admiración, cuán firme debió ser la amistad destos dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo la chinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber comparado la amistad destos animales a la de los hombres, que de las bestias han recebido muchos advertimientos los hombres y aprendido muchas cosas de importancia, como son: de las cigüeñas, el cristel; de los perros, el vómito y el agradecimiento; de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia; de los elefantes, la honestidad, y la lealtad, del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote dormitando al de una robusta encina; pero, poco espacio de tiempo había pasado, cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y, levantándose con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido procedía, y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose derribar de la silla, dijo al otro:
-Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que, a mi parecer, este sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amorosos pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo; y, al arrojarse, hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal por donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y, llegándose a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz baja le dijo:
-Hermano Sancho, aventura tenemos.
-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-; y ¿adónde está, señor mío, su merced de esa señora aventura?
-¿Adónde, Sancho? -replicó don Quijote-; vuelve los ojos y mira, y verás allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí se me trasluce, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del caballo y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron las armas.
-Pues ¿en qué halla vuesa merced -dijo Sancho- que ésta sea aventura?
-No quiero yo decir -respondió don Quijote- que ésta sea aventura del todo, sino principio della; que por aquí se comienzan las aventuras. Pero escucha, que, a lo que parece, templando está un laúd o vigüela, y, según escupe y se desembaraza el pecho, debe de prepararse para cantar algo.
-A buena fe que es así -respondió Sancho-, y que debe de ser caballero enamorado.
-No hay ninguno de los andantes que no lo sea -dijo don Quijote-. Y escuchémosle, que por el hilo sacaremos el ovillo de sus pensamientos, si es que canta; que de la abundancia del corazón habla la lengua.
Replicar quería Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que no era muy mala ni muy buena, lo estorbó; y, estando los dos atónitos, oyeron que lo que cantó fue este soneto:
-Dadme, señora, un término que siga,
conforme a vuestra voluntad cortado;
que será de la mía así estimado,
que por jamás un punto dél desdiga.
Si gustáis que callando mi fatiga 5
muera, contadme ya por acabado:
si queréis que os la cuente en desusado
modo, haré que el mesmo amor la diga.
A prueba de contrarios estoy hecho,
de blanda cera y de diamante duro, 10
y a las leyes de amor el alma ajusto.
Blando cual es, o fuerte, ofrezco el pecho:
entallad o imprimid lo que os dé gusto,
que de guardarlo eternamente juro.
Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo íntimo de su corazón, dio fin a su canto el Caballero del Bosque; y, de allí a un poco, con voz doliente y lastimada, dijo:
-¡Oh la más hermosa y la más ingrata mujer del orbe! ¿Cómo que será posible, serenísima Casildea de Vandalia, que has de consentir que se consuma y acabe en continuas peregrinaciones y en ásperos y duros trabajos este tu cautivo caballero? ¿No basta ya que he hecho que te confiesen por la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses, todos los tartesios, todos los castellanos y, finalmente, todos los caballeros de la Mancha?
-Eso no -dijo a esta sazón don Quijote-, que yo soy de la Mancha y nunca tal he confesado, ni podía ni debía confesar una cosa tan perjudicial a la belleza de mi señora; y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que desvaría. Pero, escuchemos: quizá se declarará más.
-Sí hará -replicó Sancho-, que término lleva de quejarse un mes arreo.
Pero no fue así, porque, habiendo entreoído el Caballero del Bosque que hablaban cerca dél, sin pasar adelante en su lamentación, se puso en pie, y dijo con voz sonora y comedida:
-¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por ventura de la del número de los contentos, o la del de los afligidos?
-De los afligidos -respondió don Quijote.
-Pues lléguese a mí -respondió el del Bosque-, y hará cuenta que se llega a la mesma tristeza y a la aflición mesma.
Don Quijote, que se vio responder tan tierna y comedidamente, se llegó a él, y Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote del brazo, diciendo:
-Sentaos aquí, señor caballero, que para entender que lo sois, y de los que profesan la andante caballería, bástame el haberos hallado en este lugar, donde la soledad y el sereno os hacen compañía, naturales lechos y propias estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
-Caballero soy, y de la profesión que decís; y, aunque en mi alma tienen su propio asiento las tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasión que tengo de las ajenas desdichas. De lo que contaste poco ha, colegí que las vuestras son enamoradas, quiero decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en buena paz y compañía, como si al romper del día no se hubieran de romper las cabezas.
-Por ventura, señor caballero -preguntó el del Bosque a don Quijote-, ¿sois enamorado?
-Por desventura lo soy -respondió don Quijote-; aunque los daños que nacen de los bien colocados pensamientos, antes se deben tener por gracias que por desdichas.
-Así es la verdad -replicó el del Bosque-, si no nos turbasen la razón y el entendimiento los desdenes, que, siendo muchos, parecen venganzas.
-Nunca fui desdeñado de mi señora -respondió don Quijote.
-No, por cierto -dijo Sancho, que allí junto estaba-, porque es mi señora como una borrega mansa: es más blanda que una manteca.
-¿Es vuestro escudero éste? -preguntó el del Bosque.
-Sí es -respondió don Quijote.
-Nunca he visto yo escudero -replicó el del Bosque- que se atreva a hablar donde habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío, que es tan grande como su padre, y no se probará que haya desplegado el labio donde yo hablo.
-Pues a fe -dijo Sancho-, que he hablado yo, y puedo hablar delante de otro tan..., y aun quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a Sancho, diciéndole:
-Vámonos los dos donde podamos hablar escuderilmente todo cuanto quisiéremos, y dejemos a estos señores amos nuestros que se den de las astas, contándose las historias de sus amores; que a buen seguro que les ha de coger el día en ellas y no las han de haber acabado.
-Sea en buena hora -dijo Sancho-; y yo le diré a vuestra merced quién soy, para que vea si puedo entrar en docena con los más hablantes escuderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.
Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos
DIVIDIDOS estaban caballeros y escuderos: éstos contándose sus vidas, y aquéllos sus amores; pero la historia cuenta primero el razonamiento de los mozos y luego prosigue el de los amos; y así, dice que, apartándose un poco dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
-Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor de nuestros rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros primeros padres.
-También se puede decir -añadió Sancho- que lo comemos en el yelo de nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y más frío que los miserables escuderos de la andante caballería? Y aun menos mal si comiéramos, pues los duelos, con pan son menos; pero tal vez hay que se nos pasa un día y dos sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.
-Todo eso se puede llevar y conllevar -dijo el del Bosque-, con la esperanza que tenemos del premio; porque si demasiadamente no es desgraciado el caballero andante a quien un escudero sirve, por lo menos, a pocos lances se verá premiado con un hermoso gobierno de cualque ínsula, o con un condado de buen parecer.
-Yo -replicó Sancho- ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de alguna ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido muchas y diversas veces.
-Yo -dijo el del Bosque-, con un canonicato quedaré satisfecho de mis servicios, y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
-Debe de ser -dijo Sancho- su amo de vuesa merced caballero a lo eclesiástico, y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos; pero el mío es meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar personas discretas, aunque, a mi parecer mal intencionadas, que procurase ser arzobispo; pero él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces temblando si le venía en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme suficiente de tener beneficios por ella; porque le hago saber a vuesa merced que, aunque parezco hombre, soy una bestia para ser de la Iglesia.
-Pues en verdad que lo yerra vuesa merced -dijo el del Bosque-, a causa que los gobiernos insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos, algunos pobres, algunos malencónicos, y finalmente, el más erguido y bien dispuesto trae consigo una pesada carga de pensamientos y de incomodidades, que pone sobre sus hombros el desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor sería que los que profesamos esta maldita servidumbre nos retirásemos a nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en ejercicios más suaves, como si dijésemos, cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay tan pobre en el mundo, a quien le falte un rocín, y un par de galgos, y una caña de pescar, con que entretenerse en su aldea?
-A mí no me falta nada deso -respondió Sancho-: verdad es que no tengo rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo. Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara por él, aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa merced el valor de mi rucio, que rucio es el color de mi jumento. Pues galgos no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más, que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.
-Real y verdaderamente -respondió el del Bosque-, señor escudero, que tengo propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres orientales perlas.
-Dos tengo yo -dijo Sancho-, que se pueden presentar al Papa en persona, especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere servido, aunque a pesar de su madre.
-Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? -preguntó el del Bosque.
-Quince años, dos más a menos -respondió Sancho-, pero es tan grande como una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un ganapán.
-Partes son ésas -respondió el del Bosque- no sólo para ser condesa, sino para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
-Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
-¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced -replicó el del Bosque- de achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: «¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!?» Y aquello que parece vituperio, en aquel término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
-Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa misma razón podía echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero.
-Por eso -respondió el del Bosque- dicen que la codicia rompe el saco; y si va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de aquellos que dicen: «Cuidados ajenos matan al asno»; pues, porque cobre otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
-Y ¿es enamorado, por dicha?
-Sí -dijo el del Bosque-: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y ello dirá antes de muchas horas.
-No hay camino tan llano -replicó Sancho- que no tenga algún tropezón o barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
-Tonto, pero valiente -respondió el del Bosque-, y más bellaco que tonto y que valiente.
-Eso no es el mío -respondió Sancho-: digo, que no tiene nada de bellaco; antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.
-Con todo eso, hermano y señor -dijo el del Bosque-, si el ciego guía al ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero, dijo:
-Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas; pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
-Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
-Pues ¿qué se pensaba? -respondió el otro-. ¿Soy yo por ventura algún escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta. Y dijo:
-Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo.
-Por mi fe, hermano -replicó el del Bosque-, que yo no tengo hecho el estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro, dijo:
-¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
-¿Veis ahí -dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho-, cómo habéis alabado este vino llamándole hideputa?
-Digo -respondió Sancho-, que confieso que conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
-¡Bravo mojón! -respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra parte, y que tiene algunos años de ancianidad.
-¡A mí con eso! -dijo Sancho-. No toméis menos, sino que se me fuera a mí por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor, y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció la Mancha; para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré: «Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua, el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia, y que el tal vino no tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán.» Porque vea vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en semejantes causas.
-Por eso digo -dijo el del Bosque- que nos dejemos de andar buscando aventuras; y, pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.
-Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; que después todos nos entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos, donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque pasó con el de la Triste Figura.
Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque
ENTRE muchas razones que pasaron don Quijote y el Caballero de la Selva, dice la historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
-Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o, por mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia. Llámola sin par porque no le tiene, así en la grandeza del cuerpo como en el estremo del estado y de la hermosura. Esta tal Casildea, pues, que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros, prometiéndome al fin de cada uno que en el fin del otro llegaría el de mi esperanza; pero así se han ido eslabonando mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo sé cuál ha de ser el último que dé principio al cumplimiento de mis buenos deseos. Una vez me mandó que fuese a desafiar a aquella famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda, que es tan valiente y fuerte como hecha de bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más movible y voltaria mujer del mundo. Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros. Otra vez me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra, peligro inaudito y temeroso, y que le trujese particular relación de lo que en aquella escura profundidad se encierra. Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los Toros de Guisando, despeñéme en la sima y saqué a luz lo escondido de su abismo: y mis esperanzas, muertas que muertas, y sus mandamientos y desdenes, vivos que vivos. En resolución, últimamente me ha mandado que discurra por todas las provincias de España y haga confesar a todos los andantes caballeros que por ellas vagaren que ella sola es la más aventajada en hermosura de cuantas hoy viven, y que yo soy el más valiente y el más bien enamorado caballero del orbe; en cuya demanda he andado ya la mayor parte de España, y en ella he vencido muchos caballeros que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que yo más me precio y ufano es de haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y en solo este vencimiento hago cuenta que he vencido todos los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a todos; y, habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona;
y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado;
así que, ya corren por mi cuenta y son mías las inumerables hazañas del ya referido don Quijote.
Admirado quedó don Quijote de oír al Caballero del Bosque, y estuvo mil veces por decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el pico de la lengua; pero reportóse lo mejor que pudo, por hacerle confesar por su propia boca su mentira; y así, sosegadamente le dijo:
-De que vuesa merced, señor caballero, haya vencido a los más caballeros andantes de España, y aun de todo el mundo, no digo nada; pero de que haya vencido a don Quijote de la Mancha, póngolo en duda. Podría ser que fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan.
-¿Cómo no? -replicó el del Bosque-. Por el cielo que nos cubre, que peleé con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que, por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas señas no bastan para acreditar mi verdad, aquí está mi espada, que la hará dar crédito a la mesma incredulidad.
-Sosegaos, señor caballero -dijo don Quijote-, y escuchad lo que deciros quiero. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que en este mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi misma persona, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido. Por otra parte, veo con los ojos y toco con las manos no ser posible ser el mesmo, si ya no fuese que como él tiene muchos enemigos encantadores, especialmente uno que de ordinario le persigue, no haya alguno dellos tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen granjeada y adquirida por todo lo descubierto de la tierra. Y, para confirmación desto, quiero también que sepáis que los tales encantadores sus contrarios no ha más de dos días que transformaron la figura y persona de la hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana soez y baja, y desta manera habrán transformado a don Quijote; y si todo esto no basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o de cualquiera suerte que os agradare.
Y, diciendo esto, se levantó en pie y se empuñó en la espada, esperando qué resolución tomaría el Caballero del Bosque; el cual, con voz asimismo sosegada, respondió y dijo:
-Al buen pagador no le duelen prendas: el que una vez, señor don Quijote, pudo venceros transformado, bien podrá tener esperanza de rendiros en vuestro propio ser. Mas, porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas ascuras, como los salteadores y rufianes, esperemos el día, para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra batalla que el vencido ha de quedar a la voluntad del vencedor, para que haga dél todo lo que quisiere, con tal que sea decente a caballero lo que se le ordenare.
-Soy más que contento desa condición y convenencia -respondió don Quijote.
Y, en diciendo esto, se fueron donde estaban sus escuderos, y los hallaron roncando y en la misma forma que estaban cuando les salteó el sueño. Despertáronlos y mandáronles que tuviesen a punto los caballos, porque, en saliendo el sol, habían de hacer los dos una sangrienta, singular y desigual batalla; a cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso de la salud de su amo, por las valentías que había oído decir del suyo al escudero del Bosque; pero, sin hablar palabra, se fueron los dos escuderos a buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido, y estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
-Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano en tanto que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté advertido que mientras nuestros dueños riñeren, nosotros también hemos de pelear y hacernos astillas.
-Esa costumbre, señor escudero -respondió Sancho-, allá puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso. A lo menos, yo no he oído decir a mi amo semejante costumbre, y sabe de memoria todas las ordenanzas de la andante caballería. Cuanto más, que yo quiero que sea verdad y ordenanza expresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero yo no quiero cumplirla, sino pagar la pena que estuviere puesta a los tales pacíficos escuderos, que yo aseguro que no pase de dos libras de cera, y más quiero pagar las tales libras, que sé que me costarán menos que las hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por partida y dividida en dos partes. Hay más: que me imposibilita el reñir el no tener espada, pues en mi vida me la puse.
-Para eso sé yo un buen remedio -dijo el del Bosque-: yo traigo aquí dos talegas de lienzo, de un mesmo tamaño: tomaréis vos la una, y yo la otra, y riñiremos a talegazos, con armas iguales.
-Desa manera, sea en buena hora -respondió Sancho-, porque antes servirá la tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
-No ha de ser así -replicó el otro-, porque se han de echar dentro de las talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y pelados, que pesen tanto los unos como los otros, y desta manera nos podremos atalegar sin hacernos mal ni daño.
-¡Mirad, cuerpo de mi padre -respondió Sancho-, qué martas cebollinas, o qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos los cascos y hechos alheña los huesos! Pero, aunque se llenaran de capullos de seda, sepa, señor mío, que no he de pelear: peleen nuestros amos, y allá se lo hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de quitarnos las vidas, sin que andemos buscando apetites para que se acaben antes de llegar su sazón y término y que se cayan de maduras.
-Con todo -replicó el del Bosque-, hemos de pelear siquiera media hora.
-Eso no -respondió Sancho-: no seré yo tan descortés ni tan desagradecido, que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por mínima que sea; cuanto más que, estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se ha de amañar a reñir a secas?
-Para eso -dijo el del Bosque- yo daré un suficiente remedio: y es que, antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente a vuestra merced y le daré tres o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies, con las cuales le haré despertar la cólera, aunque esté con más sueño que un lirón.
-Contra ese corte sé yo otro -respondió Sancho-, que no le va en zaga: cogeré yo un garrote, y, antes que vuestra merced llegue a despertarme la cólera, haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte si no fuere en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que me dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote, aunque lo más acertado sería dejar dormir su cólera a cada uno, que no sabe nadie el alma de nadie, y tal suele venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si un gato acosado, encerrado y apretado se vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré volverme; y así, desde ahora intimo a vuestra merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el mal y daño que de nuestra pendencia resultare.
-Está bien -replicó el del Bosque-. Amanecerá Dios y medraremos.
En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados con su venida. Mas, apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto, que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que, en viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor, y hallóle ya puesta y calada la celada, de modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo, y no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevista o casaca de una tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima manera galán y vistoso; volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas; la lanza, que tenía arrimada a un árbol, era grandísima y gruesa, y de un hierro acerado de más de un palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso temió, como Sancho Panza; antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero de los Espejos:
-Si la mucha gana de pelear, señor caballero, no os gasta la cortesía, por ella os pido que alcéis la visera un poco, porque yo vea si la gallardía de vuestro rostro responde a la de vuestra disposición.
-O vencido o vencedor que salgáis desta empresa, señor caballero -respondió el de los Espejos-, os quedará tiempo y espacio demasiado para verme; y si ahora no satisfago a vuestro deseo, es por parecerme que hago notable agravio a la hermosa Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que tardare en alzarme la visera, sin haceros confesar lo que ya sabéis que pretendo.
-Pues, en tanto que subimos a caballo -dijo don Quijote-, bien podéis decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido.
-A eso vos respondemos -dijo el de los Espejos- que parecéis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, según vos decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el contenido o no.
-Eso me basta a mí -respondió don Quijote- para que crea vuestro engaño; empero, para sacaros dél de todo punto, vengan nuestros caballos; que, en menos tiempo que el que tardárades en alzaros la visera, si Dios, si mi señora y mi brazo me valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis que no soy yo el vencido don Quijote que pensáis.
Con esto, acortando razones, subieron a caballo, y don Quijote volvió las riendas a Rocinante para tomar lo que convenía del campo, para volver a encontrar a su contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos. Pero, no se había apartado don Quijote veinte pasos, cuando se oyó llamar del de los Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de los Espejos le dijo:
-Advertid, señor caballero, que la condición de nuestra batalla es que el vencido, como otra vez he dicho, ha de quedar a discreción del vencedor.
-Ya la sé -respondió don Quijote-; con tal que lo que se le impusiere y mandare al vencido han de ser cosas que no salgan de los límites de la caballería.
-Así se entiende -respondió el de los Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don Quijote las estrañas narices del escudero, y no se admiró menos de verlas que Sancho; tanto, que le juzgó por algún monstro, o por hombre nuevo y de aquellos que no se usan en el mundo. Sancho, que vio partir a su amo para tomar carrera, no quiso quedar solo con el narigudo, temiendo que con solo un pasagonzalo con aquellas narices en las suyas sería acabada la pendencia suya, quedando del golpe, o del miedo, tendido en el suelo, y fuese tras su amo, asido a una acción de Rocinante; y, cuando le pareció que ya era tiempo que volviese, le dijo:
-Suplico a vuesa merced, señor mío, que antes que vuelva a encontrarse me ayude a subir sobre aquel alcornoque, de donde podré ver más a mi sabor, mejor que desde el suelo, el gallardo encuentro que vuesa merced ha de hacer con este caballero.
-Antes creo, Sancho -dijo don Quijote-, que te quieres encaramar y subir en andamio por ver sin peligro los toros.
-La verdad que diga -respondió Sancho-, las desaforadas narices de aquel escudero me tienen atónito y lleno de espanto, y no me atrevo a estar junto a él.
-Ellas son tales -dijo don Quijote-, que, a no ser yo quien soy, también me asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir donde dices.
En lo que se detuvo don Quijote en que Sancho subiese en el alcornoque, tomó el de los Espejos del campo lo que le pareció necesario; y, creyendo que lo mismo habría hecho don Quijote, sin esperar son de trompeta ni otra señal que los avisase, volvió las riendas a su caballo -que no era más ligero ni de mejor parecer que Rocinante-, y, a todo su correr, que era un mediano trote, iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole ocupado en la subida de Sancho, detuvo las riendas y paróse en la mitad de la carrera, de lo que el caballo quedó agradecidísimo, a causa que ya no podía moverse. Don Quijote, que le pareció que ya su enemigo venía volando, arrimó reciamente las espuelas a las trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo aguijar de manera, que cuenta la historia que esta sola vez se conoció haber corrido algo, porque todas las demás siempre fueron trotes declarados; y con esta no vista furia llegó donde el de los Espejos estaba hincando a su caballo las espuelas hasta los botones, sin que le pudiese mover un solo dedo del lugar donde había hecho estanco de su carrera.
En esta buena sazón y coyuntura halló don Quijote a su contrario embarazado con su caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o no acertó, o no tuvo lugar de ponerla en ristre. Don Quijote, que no miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio señales de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio... ¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la historia, el rostro mesmo, la misma figura, el mesmo aspecto, la misma fisonomía, la mesma efigie, la pespetiva mesma del bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio, en altas voces dijo:
-¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has creer! ¡Aguija, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores!
Llegó Sancho, y, como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil cruces y a santiguarse otras tantas. En todo esto, no daba muestras de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a don Quijote:
-Soy de parecer, señor mío, que, por sí o por no, vuesa merced hinque y meta la espada por la boca a este que parece el bachiller Sansón Carrasco; quizá matará en él a alguno de sus enemigos los encantadores.
-No dices mal -dijo don Quijote-, porque de los enemigos, los menos.
Y, sacando la espada para poner en efecto el aviso y consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos, ya sin las narices que tan feo le habían hecho, y a grandes voces dijo:
-Mire vuesa merced lo que hace, señor don Quijote, que ese que tiene a los pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
Y, viéndole Sancho sin aquella fealdad primera, le dijo:
-¿Y las narices?
A lo que él respondió:
-Aquí las tengo, en la faldriquera.
Y, echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz, de máscara, de la manifatura que quedan delineadas. Y, mirándole más y más Sancho, con voz admirativa y grande, dijo:
-¡Santa María, y valme! ¿Éste no es Tomé Cecial, mi vecino y mi compadre?
-Y ¡cómo si lo soy! -respondió el ya desnarigado escudero-: Tomé Cecial soy, compadre y amigo Sancho Panza, y luego os diré los arcaduces, embustes y enredos por donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y suplicad al señor vuestro amo que no toque, maltrate, hiera ni mate al caballero de los Espejos, que a sus pies tiene, porque sin duda alguna es el atrevido y mal aconsejado del bachiller Sansón Carrasco, nuestro compatrioto.
En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo cual visto por don Quijote, le puso la punta desnuda de su espada encima del rostro, y le dijo:
-Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja en belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y demás de esto habéis de prometer, si de esta contienda y caída quedárades con vida, de ir a la ciudad del Toboso y presentaros en su presencia de mi parte, para que haga de vos lo que más en voluntad le viniere; y si os dejare en la vuestra, asimismo habéis de volver a buscarme, que el rastro de mis hazañas os servirá de guía que os traiga donde yo estuviere, y a decirme lo que con ella hubiéredes pasado; condiciones que, conforme a las que pusimos antes de nuestra batalla, no salen de los términos de la andante caballería.
-Confieso -dijo el caído caballero- que vale más el zapato descosido y sucio de la señora Dulcinea del Toboso que las barbas mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y prometo de ir y volver de su presencia a la vuestra, y daros entera y particular cuenta de lo que me pedís.
-También habéis de confesar y creer -añadió don Quijote- que aquel caballero que vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que vos, aunque parecéis el bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino otro que le parece, y que en su figura aquí me le han puesto mis enemigos, para que detenga y temple el ímpetu de mi cólera, y para que use blandamente de la gloria del vencimiento.
-Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis y sentís -respondió el derrengado caballero-. Dejadme levantar, os ruego, si es que lo permite el golpe de mi caída, que asaz maltrecho me tiene.
Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé Cecial, su escudero, del cual no apartaba los ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban manifiestas señales de que verdaderamente era el Tomé Cecial que decía; mas la aprehensión que en Sancho había hecho lo que su amo dijo, de que los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad que con los ojos estaba mirando. Finalmente, se quedaron con este engaño amo y mozo, y el de los Espejos y su escudero, mohínos y malandantes, se apartaron de don Quijote y Sancho, con intención de buscar algún lugar donde bizmarle y entablarle las costillas. Don Quijote y Sancho volvieron a proseguir su camino de Zaragoza, donde los deja la historia, por dar cuenta de quién era el Caballero de los Espejos y su narigante escudero.
Donde se cuenta y da noticia de quién era el Caballero de los Espejos y su escudero
EN ESTREMO contento, ufano y vanaglorioso iba don Quijote por haber alcanzado vitoria de tan valiente caballero como él se imaginaba que era el de los Espejos, de cuya caballeresca palabra esperaba saber si el encantamento de su señora pasaba adelante, pues era forzoso que el tal vencido caballero volviese, so pena de no serlo, a darle razón de lo que con ella le hubiese sucedido. Pero uno pensaba don Quijote y otro el de los Espejos, puesto que por entonces no era otro su pensamiento sino buscar donde bizmarse, como se ha dicho.
Dice, pues, la historia que cuando el bachiller Sansón Carrasco aconsejó a don Quijote que volviese a proseguir sus dejadas caballerías, fue por haber entrado primero en bureo con el cura y el barbero sobre qué medio se podría tomar para reducir a don Quijote a que se estuviese en su casa quieto y sosegado, sin que le alborotasen sus mal buscadas aventuras; de cuyo consejo salió, por voto común de todos y parecer particular de Carrasco, que dejasen salir a don Quijote, pues el detenerle parecía imposible, y que Sansón le saliese al camino como caballero andante, y trabase batalla con él, pues no faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo por cosa fácil, y que fuese pacto y concierto que el vencido quedase a merced del vencedor; y así vencido don Quijote, le había de mandar el bachiller caballero se volviese a su pueblo y casa, y no saliese della en dos años, o hasta tanto que por él le fuese mandado otra cosa; lo cual era claro que don Quijote vencido cumpliría indubitablemente, por no contravenir y faltar a las leyes de la caballería, y podría ser que en el tiempo de su reclusión se le olvidasen sus vanidades, o se diese lugar de buscar a su locura algún conveniente remedio.
Aceptólo Carrasco, y ofreciósele por escudero Tomé Cecial, compadre y vecino de Sancho Panza, hombre alegre y de lucios cascos. Armóse Sansón como queda referido y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales narices las falsas y de máscara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre cuando se viesen; y así, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote, y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte. Y, finalmente, dieron con ellos en el bosque, donde les sucedió todo lo que el prudente ha leído; y si no fuera por los pensamientos extraordinarios de don Quijote, que se dio a entender que el bachiller no era el bachiller, el señor bachiller quedara imposibilitado para siempre de graduarse de licenciado, por no haber hallado nidos donde pensó hallar pájaros.
Tomé Cecial, que vio cuán mal había logrado sus deseos y el mal paradero que había tenido su camino, dijo al bachiller:
-Por cierto, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: con facilidad se piensa y se acomete una empresa, pero con dificultad las más veces se sale della. Don Quijote loco, nosotros cuerdos: él se va sano y riendo, vuesa merced queda molido y triste. Sepamos, pues, ahora, cuál es más loco: ¿el que lo es por no poder menos, o el que lo es por su voluntad?
A lo que respondió Sansón:
-La diferencia que hay entre esos dos locos es que el que lo es por fuerza lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de ser cuando quisiere.
-Pues así es -dijo Tomé Cecial-, yo fui por mi voluntad loco cuando quise hacerme escudero de vuestra merced, y por la misma quiero dejar de serlo y volverme a mi casa.
-Eso os cumple -respondió Sansón-, porque pensar que yo he de volver a la mía, hasta haber molido a palos a don Quijote, es pensar en lo escusado; y no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de la venganza; que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más piadosos discursos.
En esto fueron razonando los dos, hasta que llegaron a un pueblo donde fue ventura hallar un algebrista, con quien se curó el Sansón desgraciado. Tomé Cecial se volvió y le dejó, y él quedó imaginando su venganza; y la historia vuelve a hablar dél a su tiempo, por no dejar de regocijarse ahora con don Quijote.
De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha
CON LA ALEGRÍA, contento y ufanidad que se ha dicho, seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses. Finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor ventura que alcanzó o pudo alcanzar el más venturoso caballero andante de los pasados siglos. En estas imaginaciones iba todo ocupado, cuando Sancho le dijo:
-¿No es bueno, señor, que aun todavía traigo entre los ojos las desaforadas narices, y mayores de marca, de mi compadre Tomé Cecial?
-Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco; y su escudero, Tomé Cecial, tu compadre?
-No sé qué me diga a eso -respondió Sancho-; sólo sé que las señas que me dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa; y el tono de la habla era todo uno.
-Estemos a razón, Sancho -replicó don Quijote-. Ven acá: ¿en qué consideración puede caber que el bachiller Sansón Carrasco viniese como caballero andante, armado de armas ofensivas y defensivas, a pelear conmigo? ¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión para tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él profesión de las armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?
-Pues, ¿qué diremos, señor -respondió Sancho-, a esto de parecerse tanto aquel caballero, sea el que se fuere, al bachiller Carrasco, y su escudero a Tomé Cecial, mi compadre? Y si ello es encantamento, como vuestra merced ha dicho, ¿no había en el mundo otros dos a quien se parecieran?
-Todo es artificio y traza -respondió don Quijote- de los malignos magos que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca; y más, que el perverso encantador que se atrevió a hacer una transformación tan mala no es mucho que haya hecho la de Sansón Carrasco y la de tu compadre, por quitarme la gloria del vencimiento de las manos. Pero, con todo esto, me consuelo; porque, en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi enemigo.
-Dios sabe la verdad de todo -respondió Sancho.
Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo; pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.
En estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde. Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los saludó cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo; pero don Quijote le dijo:
-Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
-En verdad -respondió el de la yegua- que no me pasara tan de largo, si no fuera por temor que con la compañía de mi yegua no se alborotara ese caballo.
-Bien puede, señor -respondió a esta sazón Sancho-, bien puede tener las riendas a su yegua, porque nuestro caballo es el más honesto y bien mirado del mundo: jamás en semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna, y una vez que se desmandó a hacerla la lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo otra vez que puede vuestra merced detenerse, si quisiere; que, aunque se la den entre dos platos, a buen seguro que el caballo no la arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don Quijote, el cual iba sin celada, que la llevaba Sancho como maleta en el arzón delantero de la albarda del rucio; y si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole hombre de chapa. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.
Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás: admiróle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote la atención con que el caminante le miraba, y leyóle en la suspensión su deseo; y, como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos, antes que le preguntase nada, le salió al camino, diciéndole:
-Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado; pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo, y entreguéme en los brazos de la Fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que, tropezando aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura; y, puesto que las propias alabanzas envilecen, esme forzoso decir yo tal vez las mías, y esto se entiende cuando no se halla presente quien las diga; así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza, ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí adelante, habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el de lo verde, según se tardaba en responderle, parecía que no acertaba a hacerlo; pero de allí a buen espacio le dijo:
-Acertastes, señor caballero, a conocer por mi suspensión mi deseo; pero no habéis acertado a quitarme la maravilla que en mí causa el haberos visto; que, puesto que, como vos, señor, decís, que el saber ya quién sois me lo podría quitar, no ha sido así; antes, agora que lo sé, quedo más suspenso y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay hoy caballeros andantes en el mundo, y que hay historias impresas de verdaderas caballerías? No me puedo persuadir que haya hoy en la tierra quien favorezca viudas, ampare doncellas, ni honre casadas, ni socorra huérfanos, y no lo creyera si en vuesa merced no lo hubiera visto con mis ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que con esa historia, que vuesa merced dice que está impresa, de sus altas y verdaderas caballerías, se habrán puesto en olvido las innumerables de los fingidos caballeros andantes, de que estaba lleno el mundo, tan en daño de las buenas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de las buenas historias.
-Hay mucho que decir -respondió don Quijote- en razón de si son fingidas, o no, las historias de los andantes caballeros.
-Pues, ¿hay quien dude -respondió el Verde- que no son falsas las tales historias?
-Yo lo dudo -respondió don Quijote-, y quédese esto aquí; que si nuestra jornada dura, espero en Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen por cierto que no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser algún mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su condición y de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
-Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo; y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
-¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?
-Déjenme besar -respondió Sancho-, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida.
-No soy santo -respondió el hidalgo-, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la profunda malencolía de su amo y causado nueva admiración a don Diego. Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
-Yo, señor don Quijote -respondió el hidalgo-, tengo un hijo, que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy; y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Será de edad de diez y ocho años: los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y griega; y, cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, halléle tan embebido en la de la poesía, si es que se puede llamar ciencia, que no es posible hacerle arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su linaje, pues vivimos en siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras; porque letras sin virtud son perlas en el muladar. Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y, con todo el mal cariño que muestra tener a la poesía de romance, le tiene agora desvanecidos los pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de Salamanca, y pienso que son de justa literaria.
A todo lo cual respondió don Quijote:
-Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida; a los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso; y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen, sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y, aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee. La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios. Ella es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio; hala de tener, el que la tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o en comedias alegres y artificiosas; no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. Y así, el que con los requisitos que he dicho tratare y tuviere a la poesía, será famoso y estimado su nombre en todas las naciones políticas del mundo. Y a lo que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y, siendo esto así, razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero vuestro hijo, a lo que yo, señor, imagino, no debe de estar mal con la poesía de romance, sino con los poetas que son meros romancistas, sin saber otras lenguas ni otras ciencias que adornen y despierten y ayuden a su natural impulso; y aun en esto puede haber yerro; porque, según es opinión verdadera, el poeta nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale poeta; y, con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: est Deus in nobis..., etcétera. También digo que el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama; que, siendo él tan buen estudiante como debe de ser, y habiendo ya subido felicemente el primer escalón de las esencias, que es el de las lenguas, con ellas por sí mesmo subirá a la cumbre de las letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada, y así le adornan, honran y engrandecen, como las mitras a los obispos, o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo si hiciere sátiras que perjudiquen las honras ajenas, y castíguele, y rómpaselas, pero si hiciere sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general, como tan elegantemente él lo hizo, alábele: porque lícito es al poeta escribir contra la invidia, y decir en sus versos mal de los invidiosos, y así de los otros vicios, con que no señale persona alguna; pero hay poetas que, a trueco de decir una malicia, se pondrán a peligro que los destierren a las islas de Ponto. Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será también en sus versos; la pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos; y cuando los reyes y príncipes veen la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos prudentes, virtuosos y graves, los honran, los estiman y los enriquecen, y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo, como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas veen honrados y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecato. Pero, a la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que viniese a darle la celada. El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó donde su amo estaba, a quien sucedió una espantosa y desatinada aventura.
De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote, con la felicemente acabada aventura de los leones
CUENTA la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le trujese el yelmo, estaba él comprando unos requesones que los pastores le vendían; y, acosado de la mucha priesa de su amo, no supo qué hacer dellos, ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó de echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver lo que le quería; el cual, en llegando, le dijo:
-Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que allí descubro es alguna que me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no descubrió otra cosa que un carro que hacia ellos venía, con dos o tres banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal carro debía de traer moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio crédito, siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de ser aventuras y más aventuras, y así, respondió al hidalgo:
-Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me aperciba, que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de acometer.
Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don Quijote, y, sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se la encajó en la cabeza; y, como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que dijo a Sancho:
-¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el caso. Limpióse don Quijote y quitóse la celada por ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada, las llegó a las narices, y en oliéndolas dijo:
-Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí me has puesto, traidor, bergante y mal mirado escudero.
A lo que, con gran flema y disimulación, respondió Sancho:
-Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado le habéis el atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia y hacer que me muela, como suele, las costillas. Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la celada.
-Todo puede ser -dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando, después de haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajó; y, afirmándose bien en los estribos, requiriendo la espada y asiendo la lanza, dijo:
-Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mesmo Satanás en persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
-¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué banderas son aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
-El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa suya.
-Y ¿son grandes los leones? -preguntó don Quijote.
-Tan grandes -respondió el hombre que iba a la puerta del carro-, que no han pasado mayores, ni tan grandes, de África a España jamás; y yo soy el leonero, y he pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son hembra y macho; el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y ahora van hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es menester llegar presto donde les demos de comer.
A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:
-¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han de ver esos señores que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a conocer quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mí los envían.
-¡Ta, ta! -dijo a esta sazón entre sí el hidalgo-, dado ha señal de quién es nuestro buen caballero: los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los sesos.
Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
-Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se tome con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos.
-Pues, ¿tan loco es vuestro amo -respondió el hidalgo-, que teméis, y creéis que se ha de tomar con tan fieros animales?
-No es loco -respondió Sancho-, sino atrevido.
-Yo haré que no lo sea -replicó el hidalgo.
Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le dijo:
-Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la juridición de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.
-Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones.
Y, volviéndose al leonero, le dijo:
-¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro!
El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
-Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las mulas y ponerme en salvo con ellas antes que se desenvainen los leones, porque si me las matan, quedaré rematado para toda mi vida; que no tengo otra hacienda sino este carro y estas mulas.
-¡Oh hombre de poca fe! -respondió don Quijote-, apéate y desunce, y haz lo que quisieres, que presto verás que trabajaste en vano y que pudieras ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes voces:
-Séanme testigos cuantos aquí están cómo contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y suelto los leones, y de que protesto a este señor que todo el mal y daño que estas bestias hicieren corra y vaya por su cuenta, con más mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.
Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que él entendía que se engañaba.
-Ahora, señor -replicó don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente desta que a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
-Mire, señor -decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga; que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal uña, es mayor que una montaña.
-El miedo, a lo menos -respondió don Quijote-, te le hará parecer mayor que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán oponérsele, pero viose desigual en las armas, y no le pareció cordura tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote; el cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio ocasión al hidalgo a que picase la yegua, y Sancho al rucio, y el carretero a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más que pudiesen, antes que los leones se desembanastasen.
Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro. Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera, estuvo considerando don Quijote si sería bien hacer la batalla antes a pie que a caballo; y, en fin, se determinó de hacerla a pie, temiendo que Rocinante se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo, arrojó la lanza y embrazó el escudo, y, desenvainando la espada, paso ante paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente, se fue a poner delante del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a su señora Dulcinea.
Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia exclama y dice: «¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y cuadren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de muy luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo aquí en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos».
Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el hilo de la historia, diciendo que, visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podía dejar de soltar al león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y tender la garra, y desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y, con casi dos palmos de lengua que sacó fuera, se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos.
Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo lo cual don Quijote, mandó al leonero que le diese de palos y le irritase para echarle fuera.
-Eso no haré yo -respondió el leonero-, porque si yo le instigo, el primero a quien hará pedazos será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en todo el día. La grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la corona del vencimiento.
-Así es verdad -respondió don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame por testimonio, en la mejor forma que pudieres, lo que aquí me has visto hacer; conviene a saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé, él no salió; volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse acostar. No debo más, y encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la verdadera caballería; y cierra, como he dicho, en tanto que hago señas a los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se había limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero, alcanzando Sancho a ver la señal del blanco paño, dijo:
-Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama.
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don Quijote; y, perdiendo alguna parte del miedo, poco a poco se vinieron acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don Quijote, que los llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, en llegando, dijo don Quijote al carretero:
-Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú, Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa de lo que por mí se han detenido.
-Ésos daré yo de muy buena gana -respondió Sancho-; pero, ¿qué se han hecho los leones? ¿Son muertos, o vivos?
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la contienda, exagerando, como él mejor pudo y supo, el valor de don Quijote, de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula, puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y que, por haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al león para que por fuerza saliese, como él quería que se irritase, mal de su grado y contra toda su voluntad, había permitido que la puerta se cerrase.
-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
-Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el Caballero de los Leones, que de aquí adelante quiero que en éste se trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del Caballero de la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído, cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
-¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
-¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante, socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero, requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intricados laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde; que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía; y, en esto de acometer aventuras, créame vuesa merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen «el tal caballero es temerario y atrevido» que no «el tal caballero es tímido y cobarde».
-Digo, señor don Quijote -respondió don Diego-, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo.
-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego- respondió don Quijote.
Y, picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán.
De lo que sucedió a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes
HALLÓ don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de quién estaba, dijo:
-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
»¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!
Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de don Diego, que con su madre había salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la estraña figura de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con mucha cortesía a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:
-Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote de la Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más valiente y el más discreto que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante, que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.
Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía de un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo de los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo, con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos atavíos, y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala, donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que las mesas se ponían; que, por la venida de tan noble huésped, quería la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar a los que a su casa llegasen.
En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que así se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:
-¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traído a casa? Que el nombre, la figura, y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.
-No sé lo que te diga, hijo -respondió don Diego-; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere; aunque, para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo.
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho, y, entre otras pláticas que los dos pasaron, dijo don Quijote a don Lorenzo:
-El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre todo, que es vuesa merced un gran poeta.
-Poeta, bien podrá ser -respondió don Lorenzo-, pero grande, ni por pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía y a leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de grande que mi padre dice.
-No me parece mal esa humildad -respondió don Quijote-, porque no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.
-No hay regla sin excepción -respondió don Lorenzo-, y alguno habrá que lo sea y no lo piense.
-Pocos -respondió don Quijote-; pero dígame vuesa merced: ¿qué versos son los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre que le traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa literaria, procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.
-Hasta ahora -dijo entre sí don Lorenzo-, no os podré yo juzgar por loco; vamos adelante.
Y díjole:
-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
-La de la caballería andante -respondió don Quijote-, que es tan buena como la de la poesía, y aun dos deditos más.
-No sé qué ciencia sea ésa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora no ha llegado a mi noticia.
-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y, dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se enseñan.
-Si eso es así -replicó don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia a todas.
-¿Cómo si es así? -respondió don Quijote.
-Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni que los hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
-Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondió don Quijote-: que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha habido en él caballeros andantes; y, por parecerme a mí que si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha mostrado la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del error que con los muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo.
-Escapado se nos ha nuestro huésped -dijo a esta sazón entre sí don Lorenzo-, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese.
Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo que él respondió:
-No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados, pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don Quijote pidió ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria; a lo que él respondió que, por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan,
-...yo diré mi glosa, de la cual no espero premio alguno, que sólo por ejercitar el ingenio la he hecho.
-Un amigo y discreto -respondió don Quijote- era de parecer que no se había de cansar nadie en glosar versos; y la razón, decía él, era que jamás la glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa fuera de la intención y propósito de lo que pedía lo que se glosaba; y más, que las leyes de la glosa eran demasiadamente estrechas: que no sufrían interrogantes, ni dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni mudar el sentido, con otras ataduras y estrechezas con que van atados los que glosan, como vuestra merced debe de saber.
-Verdaderamente, señor don Quijote -dijo don Lorenzo-, que deseo coger a vuestra merced en un mal latín continuado, y no puedo, porque se me desliza de entre las manos como anguila.
-No entiendo -respondió don Quijote- lo que vuestra merced dice ni quiere decir en eso del deslizarme.
-Yo me daré a entender -respondió don Lorenzo-; y por ahora esté vuesa merced atento a los versos glosados y a la glosa, que dicen desta manera:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después...!
Glosa
Al fin, como todo pasa,
se pasó el bien que me dio
Fortuna, un tiempo no escasa,
y nunca me le volvió,
ni abundante, ni por tasa. 5
Siglos ha ya que me vees,
Fortuna, puesto a tus pies;
vuélveme a ser venturoso,
que será mi ser dichoso
si mi fue tornase a es. 10
No quiero otro gusto o gloria,
otra palma o vencimiento,
otro triunfo, otra vitoria,
sino volver al contento
que es pesar en mi memoria. 15
Si tú me vuelves allá,
Fortuna, templado está
todo el rigor de mi fuego,
y más si este bien es luego,
sin esperar más será. 20
Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido. 25
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese,
o volviese el tiempo ya. 30
Vivo en perpleja vida,
ya esperando, ya temiendo:
es muerte muy conocida,
y es mucho mejor muriendo
buscar al dolor salida. 35
A mí me fuera interés
acabar, mas no lo es,
pues, con discurso mejor,
me da la vida el temor
de lo que será después. 40
En acabando de decir su glosa don Lorenzo, se levantó en pie don Quijote, y, en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de don Lorenzo, dijo:
-¡Viven los cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las academias de Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy viven de París, Bolonia y Salamanca! Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero, Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
¿No es bueno que dicen que se holgó don Lorenzo de verse alabar de don Quijote, aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la adulación, a cuánto te estiendes, y cuán dilatados límites son los de tu juridición agradable! Esta verdad acreditó don Lorenzo, pues concedió con la demanda y deseo de don Quijote, diciéndole este soneto a la fábula o historia de Píramo y Tisbe:
Soneto
El muro rompe la doncella hermosa
que de Píramo abrió el gallardo pecho:
parte el Amor de Chipre, y va derecho
a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa 5
la voz entrar por tan estrecho estrecho;
las almas sí, que amor suele de hecho
facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
de la imprudente virgen solicita 10
por su gusto su muerte; ved qué historia:
que a entrambos en un punto, ¡oh estraño caso!,
los mata, los encubre y resucita
una espada, un sepulcro, una memoria.
-¡Bendito sea Dios! -dijo don Quijote habiendo oído el soneto a don Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un consumado poeta, como lo es vuesa merced, señor mío; que así me lo da a entender el artificio deste soneto.
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido; pero que, por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas a ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio, buscando las aventuras, de quien tenía noticia que aquella tierra abundaba, donde esperaba entretener el tiempo hasta que llegase el día de las justas de Zaragoza, que era el de su derecha derrota; y que primero había de entrar en la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el nacimiento y verdaderos manantiales de las siete lagunas llamadas comúnmente de Ruidera.
Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su persona y la honrosa profesión suya.
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas alforjas. Con todo esto, las llenó y colmó de lo más necesario que le pareció; y al despedirse dijo don Quijote a don Lorenzo:
-No sé si he dicho a vuesa merced otra vez, y si lo he dicho lo vuelvo a decir, que cuando vuesa merced quisiere ahorrar caminos y trabajos para llegar a la inacesible cumbre del templo de la Fama, no tiene que hacer otra cosa sino dejar a una parte la senda de la poesía, algo estrecha, y tomar la estrechísima de la andante caballería, bastante para hacerle emperador en daca las pajas.
Con estas razones acabó don Quijote de cerrar el proceso de su locura, y más con las que añadió, diciendo:
-Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se han de perdonar los sujetos, y supeditar y acocear los soberbios, virtudes anejas a la profesión que yo profeso; pero, pues no lo pide su poca edad, ni lo querrán consentir sus loables ejercicios, sólo me contento con advertirle a vuesa merced que, siendo poeta, podrá ser famoso si se guía más por el parecer ajeno que por el propio, porque no hay padre ni madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del entendimiento corre más este engaño.
De nuevo se admiraron padre y hijo de las entremetidas razones de don Quijote, ya discretas y ya disparatadas, y del tema y tesón que llevaba de acudir de todo en todo a la busca de sus desventuradas aventuras, que las tenía por fin y blanco de sus deseos. Reiteráronse los ofrecimientos y comedimientos, y, con la buena licencia de la señora del castillo, don Quijote y Sancho, sobre Rocinante y el rucio, se partieron.
Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado, con otros en verdad graciosos sucesos
POCO trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores que sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con sus zapatillas. Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros hombres.
Saludóles don Quijote, y, después de saber el camino que llevaban, que era el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía, y les pidió detuviesen el paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo; y, para obligarlos, en breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y por el apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto para los labradores era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote; pero, con todo eso, le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de hoy se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así las ponderaba.
-No son -respondió el estudiante- sino de un labrador y una labradora: él, el más rico de toda esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo, porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia, a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el desposado se llama Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y dos; ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son poderosas de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte que el sol se ha de ver en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas verdes de que está cubierto el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, así de espadas como de cascabel menudo, que hay en su pueblo quien los repique y sacuda por estremo; de zapateadores no digo nada, que es un juicio los que tiene muñidos; pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que he dejado de referir ha de hacer más memorables estas bodas, sino las que imagino que hará en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su casa pared y medio de la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de renovar al mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe, porque Basilio se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y ella fue correspondiendo a su deseo con mil honestos favores, tanto, que se contaban por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños Basilio y Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de estorbar a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y, por quitarse de andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza; pues si va a decir las verdades sin invidia, él es el más ágil mancebo que conocemos: gran tirador de barra, luchador estremado y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra y birla a los bolos como por encantamento; canta como una calandria, y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega una espada como el más pintado.
-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote-, merecía ese mancebo no sólo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo quisieran.
-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido callando y escuchando-, la cual no quiere sino que cada uno case con su igual, ateniéndose al refrán que dicen «cada oveja con su pareja». Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se casara con esa señora Quiteria; que buen siglo hayan y buen poso, iba a decir al revés, los que estorban que se casen los que bien se quieren.
-Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-, quitaríase la eleción y juridición a los padres de casar sus hijos con quien y cuando deben; y si a la voluntad de las hijas quedase escoger los maridos, tal habría que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado espadachín; que el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo, y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y apacible con quien acompañarse; pues, ¿por qué no hará lo mesmo el que ha de caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más si la compañía le ha de acompañar en la cama, en la mesa y en todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaña de la muerte, no hay desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber si le queda más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.
A lo que respondió el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamó don Quijote, que:
-De todo no me queda más que decir sino que desde el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han visto reír ni hablar razón concertada, y siempre anda pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de que se le ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece sino estatua vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de tener apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que el dar el sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.
-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-; que Dios, que da la llaga, da la medicina; nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que tiene echado un clavo a la rodaja de la Fortuna? No, por cierto; y entre el sí y el no de la mujer no me atrevería yo a poner una punta de alfiler, porque no cabría. Denme a mí que Quiteria quiera de buen corazón y de buena voluntad a Basilio, que yo le daré a él un saco de buena ventura: que el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.
-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-; que cuando comienzas a ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el mesmo Judas, que te lleve. Dime, animal, ¿qué sabes tú de clavos, ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna?
-¡Oh! Pues si no me entienden -respondió Sancho-, no es maravilla que mis sentencias sean tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y sé que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho; sino que vuesa merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos.
-Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.
-No se apunte vuestra merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no me he criado en la Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que, ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.
-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes.
-Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la lengua -dijo el otro estudiante-, vos llevárades el primero en licencias, como llevastes cola.
-Mirad, bachiller -respondió el licenciado-: vos estáis en la más errada opinión del mundo acerca de la destreza de la espada, teniéndola por vana.
-Para mí no es opinión, sino verdad asentada -replicó Corchuelo-; y si queréis que os lo muestre con la experiencia, espadas traéis, comodidad hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que acompañadas de mi ánimo, que no es poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos, y usad de vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; que yo espero de haceros ver estrellas a mediodía con mi destreza moderna y zafia, en quien espero, después de Dios, que está por nacer hombre que me haga volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo no le haga perder tierra.
-En eso de volver, o no, las espaldas no me meto -replicó el diestro-; aunque podría ser que en la parte donde la vez primera clavásedes el pie, allí os abriesen la sepultura: quiero decir que allí quedásedes muerto por la despreciada destreza.
-Ahora se verá -respondió Corchuelo.
Y, apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las espadas que llevaba el licenciado en el suyo.
-No ha de ser así -dijo a este instante don Quijote-, que yo quiero ser el maestro desta esgrima, y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.
Y, apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del camino, a tiempo que ya el licenciado, con gentil donaire de cuerpo y compás de pies, se iba contra Corchuelo, que contra él se vino, lanzando, como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos labradores del acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más menudas que granizo. Arremetía como un león irritado, pero salíale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.
Finalmente, el licenciado le contó a estocadas todos los botones de una media sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como colas de pulpo; derribóle el sombrero dos veces, y cansóle de manera que de despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y arrojóla por el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era escribano, que fue por ella, dio después por testimonio que la alongó de sí casi tres cuartos de legua; el cual testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad cómo la fuerza es vencida del arte.
Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a él Sancho, le dijo:
-Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.
-Yo me contento -respondió Corchuelo- de haber caído de mi burra, y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.
Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes, y no queriendo esperar al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron enterados de la bondad de la ciencia y Corchuelo reducido de su pertinacia.
Era anochecido, pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo lleno de inumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada, que a mano habían puesto a la entrada del pueblo, estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que por todo aquel prado andaba corriendo la alegría y saltando el contento.
Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad pudiesen ver otro día las representaciones y danzas que se habían de hacer en aquel lugar dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las exequias de Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por disculpa, bastantísima a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese debajo de dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra la voluntad de Sancho, viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había tenido en el castillo o casa de don Diego.
Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico, con el suceso de Basilio el pobre
APENAS la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo, con el ardor de sus calientes rayos, las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo:
-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores, ni sobresaltan encantamentos! Duerme, digo otra vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en contina vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento; que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y abundancia.
A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan presto si don Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere volver en sí. Despertó, en fin, soñoliento y perezoso, y, volviendo el rostro a todas partes, dijo:
-De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.
-Acaba, glotón -dijo don Quijote-; ven, iremos a ver estos desposorios, por ver lo que hace el desdeñado Basilio.
-Mas que haga lo que quisiere -respondió Sancho-: no fuera él pobre y casárase con Quiteria. ¿No hay más sino no tener un cuarto y querer alzarse por las nubes? A la fe, señor, yo soy de parecer que el pobre debe de contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el golfo. Yo apostaré un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así, como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero, cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el dinero.
-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que concluyas con tu arenga; que tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada paso comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni para dormir, que todo le gastarías en hablar.
-Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicó Sancho-, debiérase acordar de los capítulos de nuestro concierto antes que esta última vez saliésemos de casa: uno dellos fue que me había de dejar hablar todo aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo ni contra la autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido contra el tal capítulo.
-Yo no me acuerdo, Sancho -respondió don Quijote-, del tal capítulo; y, puesto que sea así, quiero que calles y vengas, que ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin duda los desposorios se celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde.
Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada.
Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase.
Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.
Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante que podía sustentar a un ejército.
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba: primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quién él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y, últimamente, las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió:
-Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
-No veo ninguno -respondió Sancho.
-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
Y, diciendo esto, asió de un caldero, y, encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:
-Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.
-No tengo en qué echarla -respondió Sancho.
-Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.
En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando cómo, por una parte de la enramada, entraban hasta doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiestas; los cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:
-¡Vivan Camacho y Quiteria: él tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!
Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:
-Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas desta su Quiteria.
De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los danzantes.
-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.
Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza que, aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquélla.
También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.
Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas, en pargamino blanco y letras grandes, escritos sus nombres: POESÍA era el título de la primera, el de la segunda DISCRECIÓN, el de la tercera BUEN LINAJE, el de la cuarta VALENTÍA; del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía LIBERALIDAD el título de la primera, DÁDIVA el de la segunda, TESORO el de la tercera y el de la cuarta POSESIÓN PACÍFICA. Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros traía escrito: CASTILLO DEL BUEN RECATO. Hacíanles el son cuatro diestros tañedores de tamboril y flauta.
Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del castillo, a la cual desta suerte dijo:
-Yo soy el dios poderoso
en el aire y en la tierra
y en el ancho mar undoso,
y en cuanto el abismo encierra
en su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
y en todo lo que es posible
mando, quito, pongo y vedo.
Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió luego el Interés, y hizo otras dos mudanzas; callaron los tamborinos, y él dijo:
-Soy quien puede más que Amor,
y es Amor el que me guía;
soy de la estirpe mejor
que el cielo en la tierra cría,
más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
y cual soy te me consagro,
por siempre jamás, amén.
Retiróse el Interés, y hízose adelante la Poesía; la cual, después de haber hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del castillo, dijo:
-En dulcísimos conceptos,
la dulcísima Poesía,
altos, graves y discretos,
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
mi porfía, tu fortuna,
de otras muchas invidiada,
será por mí levantada
sobre el cerco de la luna.
Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad, y, después de hechas sus mudanzas, dijo:
-Llaman Liberalidad
al dar que el estremo huye
de la prodigalidad,
y del contrario, que arguye
tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
de hoy más, pródiga he de ser;
que, aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver.
Deste modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria don Quijote -que la tenía grande- los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el Interés quebraba en él alcancías doradas.
Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un bolsón, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar lleno de dineros, y, arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa alguna. Llegó el Interés con las figuras de su valía, y, echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza con gran contento de los que la miraban.
Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y ordenado. Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil caletre para semejantes invenciones.
-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho!
Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:
-El rey es mi gallo: a Camacho me atengo.
-En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquéllos que dicen: «¡Viva quien vence!»
-No sé de los que soy -respondió Sancho-, pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho.
Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, asiendo de una, comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:
-¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.
-¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.
-Habréla acabado -respondió Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra había cortada para tres días.
-Plega a Dios, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes que me muera.
-Al paso que llevamos -respondió Sancho-, antes que vuestra merced se muera estaré yo mascando barro, y entonces podrá ser que esté tan mudo que no hable palabra hasta la fin del mundo, o, por lo menos, hasta el día del Juicio.
-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho! -respondió don Quijote-, nunca llegará tu silencio a do ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y más, que está muy puesto en razón natural que primero llegue el día de mi muerte que el de la tuya; y así, jamás pienso verte mudo, ni aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer.
-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que no hay que fiar en la descarnada, digo, en la muerte, la cual también come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de poder que de melindre: no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y, aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría.
-No más, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote, Sancho que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas...
-Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé otras tologías.
-Ni las has menester -dijo don Quijote-; pero yo no acabo de entender ni alcanzar cómo, siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú, que temes más a un lagarto que a Él, sabes tanto.
-Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías -respondió Sancho-, y no se meta en juzgar de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y déjeme vuestra merced despabilar esta espuma, que lo demás todas son palabras ociosas, de que nos han de pedir cuenta en la otra vida.
Y, diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.
Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos sucesos
CUANDO estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capítulo antecedente, se oyeron grandes voces y gran ruido, y dábanlas y causábanle los de las yeguas, que con larga carrera y grita iban a recebir a los novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de invenciones, venían acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la gente más lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vio a la novia, dijo:
-A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega. ¡Pardiez, que según diviso, que las patenas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo, blanca!, ¡voto a mí que es de raso!; pues, ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache!: no medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con pelras blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh hideputa, y qué cabellos; que, si no son postizos, no los he visto mas luengos ni más rubios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de Flandes.
Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza; parecióle que, fuera de su señora Dulcinea del Toboso, no había visto mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el día venidero de sus bodas. Íbanse acercando a un teatro que a un lado del prado estaba, adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y de donde habían de mirar las danzas y las invenciones; y, a la sazón que llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y una que decía:
-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa.
A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba un hombre vestido, al parecer, de un sayo negro, jironado de carmesí a llamas. Venía coronado -como se vio luego- con una corona de funesto ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca, fue conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos, esperando en qué habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo algún mal suceso de su venida en sazón semejante.
Llegó, en fin, cansado y sin aliento; y, puesto delante de los desposados, hincando el bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca, estas razones dijo:
-Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no ignoras que, por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a tu honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las obligaciones que debes a mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a otro, cuyas riquezas le sirven no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura. Y para que la tenga colmada, y no como yo pienso que la merece, sino como se la quieren dar los cielos, yo, por mis manos, desharé el imposible o el inconveniente que puede estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha y le puso en la sepultura!
Y, diciendo esto, asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y, quedándose la mitad dél en la tierra, mostró que servía de vaina a un mediano estoque que en él se ocultaba; y, puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta a las espaldas, con la mitad del acerada cuchilla, quedando el triste bañado en su sangre y tendido en el suelo, de sus mismas armas traspasado.
Acudieron luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y lastimosa desgracia; y, dejando don Quijote a Rocinante, acudió a favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún no había espirado. Quisiéronle sacar el estoque, pero el cura, que estaba presente, fue de parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el sacársele y el espirar sería todo a un tiempo. Pero, volviendo un poco en sí Basilio, con voz doliente y desmayada dijo:
-Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este último y forzoso trance la mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad tendría desculpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo.
El cura, oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación. A lo cual replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano de ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad y le daría aliento para confesarse.
En oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y además, muy hacedera, y que el señor Camacho quedaría tan honrado recibiendo a la señora Quiteria viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre:
-Aquí no ha de haber más de un sí, que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el tálamo de estas bodas ha de ser la sepultura.
Todo lo oía Camacho, y todo le tenía suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni qué decir; pero las voces de los amigos de Basilio fueron tantas, pidiéndole que consintiese que Quiteria le diese la mano de esposa, porque su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida, que le movieron, y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería dársela, que él se contentaba, pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento de sus deseos.
Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con eficaces razones, la persuadían que diese la mano al pobre Basilio; y ella, más dura que un mármol y más sesga que una estatua, mostraba que ni sabía ni podía, ni quería responder palabra; ni la respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que había de hacer, porque tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar a esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. Llegó, en fin, Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidió la mano por señas, y no por palabras. Desencajó los ojos Basilio, y, mirándola atentamente, le dijo:
-¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano que me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legítimo esposo; pues no es razón que en un trance como éste me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha tratado contigo.
Entre estas razones, se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban que cada desmayo se había de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la de Basilio, le dijo:
-Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más libre que tengo te doy la mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.
-Sí doy -respondió Basilio-, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo quiso darme; y así, me doy y me entrego por tu esposo.
-Y yo por tu esposa -respondió Quiteria-, ahora vivas largos años, ahora te lleven de mis brazos a la sepultura.
-Para estar tan herido este mancebo -dijo a este punto Sancho Panza-, mucho habla; háganle que se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.
Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la bendición y pidió al cielo diese buen poso al alma del nuevo desposado; el cual, así como recibió la bendición, con presta ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó el estoque, a quien servía de vaina su cuerpo.
Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, más simples que curiosos, en altas voces, comenzaron a decir:
-¡Milagro, milagro!
Pero Basilio replicó:
-¡No «milagro, milagro», sino industria, industria!
El cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos a tentar la herida, y halló que la cuchilla había pasado, no por la carne y costillas de Basilio, sino por un cañón hueco de hierro que, lleno de sangre, en aquel lugar bien acomodado tenía; preparada la sangre, según después se supo, de modo que no se helase.
Finalmente, el cura y Camacho, con todos los más circunstantes, se tuvieron por burlados y escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle de la burla; antes, oyendo decir que aquel casamiento, por haber sido engañoso, no había de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo; de lo cual coligieron todos que de consentimiento y sabiduría de los dos se había trazado aquel caso, de lo que quedó Camacho y sus valedores tan corridos que remitieron su venganza a las manos, y, desenvainando muchas espadas, arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi otras tantas. Y, tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos. Sancho, a quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fechurías, se acogió a las tinajas, donde había sacado su agradable espuma, pareciéndole aquel lugar como sagrado, que había de ser tenido en respeto. Don Quijote, a grandes voces, decía:
-Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los cielos. Camacho es rico, y podrá comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que Dios junta no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta desta lanza.
Y, en esto, la blandió tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en todos los que no le conocían, y tan intensamente se fijó en la imaginación de Camacho el desdén de Quiteria, que se la borró de la memoria en un instante; y así tuvieron lugar con él las persuasiones del cura, que era varón prudente y bien intencionado, con las cuales quedó Camacho y los de su parcialidad pacíficos y sosegados; en señal de lo cual volvieron las espadas a sus lugares, culpando más a la facilidad de Quiteria que a la industria de Basilio; haciendo discurso Camacho que si Quiteria quería bien a Basilio doncella, también le quisiera casada, y que debía de dar gracias al cielo, más por habérsela quitado que por habérsela dado.
Consolado, pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de Basilio se sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar que no sentía la burla, ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas pasasen adelante como si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a ellas Basilio ni su esposa ni secuaces; y así, se fueron a la aldea de Basilio, que también los pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare, como los ricos tienen quien los lisonjee y acompañe.
Lleváronse consigo a don Quijote, estimándole por hombre de valor y de pelo en pecho. A sólo Sancho se le escureció el alma, por verse imposibilitado de aguardar la espléndida comida y fiestas de Camacho, que duraron hasta la noche; y así, asenderado y triste, siguió a su señor, que con la cuadrilla de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de Egipto, aunque las llevaba en el alma, cuya ya casi consumida y acabada espuma, que en el caldero llevaba, le representaba la gloria y la abundancia del bien que perdía; y así, congojado y pensativo, aunque sin hambre, sin apearse del rucio, siguió las huellas de Rocinante.
Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha
GRANDES fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a don Quijote, obligados de las muestras que había dado defendiendo su causa, y al par de la valentía le graduaron la discreción, teniéndole por un Cid en las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen Sancho se refociló tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se había visto; bien es verdad que confesó que había dado parte de su pensamiento a algunos de sus amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen su engaño.
-No se pueden ni deben llamar engaños -dijo don Quijote- los que ponen la mira en virtuosos fines.
Y que el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia, advirtiendo que el mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la continua necesidad, porque el amor es todo alegría, regocijo y contento, y más cuando el amante está en posesión de la cosa amada, contra quien son enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto decía con intención de que se dejase el señor Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que, aunque le daban fama, no le daban dineros, y que atendiese a granjear hacienda por medios lícitos e industriosos, que nunca faltan a los prudentes y aplicados.
-El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre, tiene prenda en tener mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo marido es pobre, merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por sí sola, atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a señuelo gustoso se le abaten las águilas reales y los pájaros altaneros; pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y la estrecheza, también la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiña; y la que está a tantos encuentros firme bien merece llamarse corona de su marido. Mirad, discreto Basilio -añadió don Quijote-: opinión fue de no sé qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y así viviría contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me ha venido en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atrevería a dar consejo al que me lo pidiese del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiese casar. Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la hacienda, porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla: que no es muy hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no digo que sea imposible, pero téngolo por dificultoso.
Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:
-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sólo puede tomar púlpito en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres boca? ¡Válate el diablo por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías, pero no hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada.
Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su señor, y preguntóle:
-¿Qué murmuras, Sancho?
-No digo nada, ni murmuro de nada -respondió Sancho-; sólo estaba diciendo entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes que me casara, que quizá dijera yo agora: «El buey suelto bien se lame».
-¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote.
-No es muy mala -respondió Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera.
-Mal haces, Sancho -dijo don Quijote-, en decir mal de tu mujer, que, en efecto, es madre de tus hijos.
-No nos debemos nada -respondió Sancho-, que también ella dice mal de mí cuando se le antoja, especialmente cuando está celosa, que entonces súfrala el mesmo Satanás.
Finalmente, tres días estuvieron con los novios, donde fueron regalados y servidos como cuerpos de rey. Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva, y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole que llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabía hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el primo vino con una pollina preñada, cuya albarda cubría un gayado tapete o arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas, y, encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.
En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus ejercicios, su profesión y estudios; a lo que él respondió que su profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento para la república; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones.
-Porque doy al celoso, al desdeñado, al olvidado y al ausente las que les convienen, que les vendrán más justas que pecadoras. Otro libro tengo también, a quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.
Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:
-Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el primero que se rascó en la cabeza, que yo para mí tengo que debió de ser nuestro padre Adán?
-Sí sería -respondió el primo-, porque Adán no hay duda sino que tuvo cabeza y cabellos; y, siendo esto así, y siendo el primer hombre del mundo, alguna vez se rascaría.
-Así lo creo yo -respondió Sancho-; pero dígame ahora: ¿quién fue el primer volteador del mundo?
-En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré, en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser ésta la postrera.
-Pues mire, señor -replicó Sancho-, no tome trabajo en esto, que ahora he caído en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos.
-Tienes razón, amigo -dijo el primo.
Y dijo don Quijote:
-Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has oído decir.
-Calle, señor -replicó Sancho-, que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de vecinos.
-Más has dicho, Sancho, de lo que sabes -dijo don Quijote-; que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria.
En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester proverse de sogas, para atarse y descolgarse en su profundidad.
Don Quijote dijo que, aunque llegase al abismo, había de ver dónde paraba; y así, compraron casi cien brazas de soga, y otro día, a las dos de la tarde, llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas, que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente con las sogas; y, en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:
-Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en algún pozo. Sí, que a vuestra merced no le toca ni atañe ser el escudriñador desta que debe de ser peor que mazmorra.
-Ata y calla -respondió don Quijote-, que tal empresa como aquésta, Sancho amigo, para mí estaba guardada.
Y entonces dijo la guía:
-Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones.
-En manos está el pandero que le sabrá bien tañer -respondió Sancho Panza.
Dicho esto y acabada la ligadura de don Quijote -que no fue sobre el arnés, sino sobre el jubón de armar-, dijo don Quijote:
-Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de algún esquilón pequeño, que fuera atado junto a mí en esta mesma soga, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero, pues ya no es posible, a la mano de Dios, que me guíe.
Y luego se hincó de rodillas y hizo una oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella, al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego:
-¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el abismo que aquí se me representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me favoreces, no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe.
Y, en diciendo esto, se acercó a la sima; vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y escusara de encerrarse en lugar semejante.
Finalmente se levantó, y, viendo que no salían más cuervos ni otras aves noturnas, como fueron murciélagos, que asimismo entre los cuervos salieron, dándole soga el primo y Sancho, se dejó calar al fondo de la caverna espantosa; y, al entrar, echándole Sancho su bendición y haciendo sobre él mil cruces, dijo:
-¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida que dejas por enterrarte en esta escuridad que buscas!
Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.
Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y, creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho, diciéndole:
-Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se quedaba allá para casta.
Pero no respondía palabra don Quijote; y, sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara; y, mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:
-Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!
Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto.
-¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-; pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis.
Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron la arpillera del primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus alforjas, y, sentados todos tres en buen amor y compaña, merendaron y cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don Quijote de la Mancha:
-No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos.
De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa
LAS CUATRO de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que, sin calor y pesadumbre, contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto. Y comenzó en el modo siguiente:
-A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté sobre él, pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo quién me sustentase; y, estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y, cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto; con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: «Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo stupendo. Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre». Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.
-Debía de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano.
-No sé -prosiguió don Quijote-, pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.
-Así es -respondió el primo-; prosiga vuestra merced, señor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo.
-No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón, y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo: «Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si estuviese vivo?» Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo:
«¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto,
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga».
Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: «Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé, saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado, a la presencia de la señora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y, aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondéis, imagino que no me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas». «Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar». Y, volviéndose de lado, tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. «Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo». «¡Cepos quedos! -dije yo entonces-, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí». A lo que él me respondió: «Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo». Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.
-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.
-No, Sancho amigo -respondió don Quijote-, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados; yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.
A esta sazón dijo el primo:
-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.
-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.
-Poco más de una hora -respondió Sancho.
-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.
-Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-, que, como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
-Así será -respondió don Quijote.
-Y ¿ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? -preguntó el primo.
-No me he desayunado de bocado -respondió don Quijote-, ni aun he tenido hambre, ni por pensamiento.
-Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.
-No comen -respondió don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.
-¿Y duermen, por ventura, los encantados, señor? -preguntó Sancho.
-No, por cierto -respondió don Quijote-; a lo menos, en estos tres días que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.
-Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho- de dime con quién andas, decirte he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.
-¿Cómo no? -dijo el primo-, pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?
-Yo no creo que mi señor miente -respondió Sancho.
-Si no, ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.
-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín, o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.
-Todo eso pudiera ser, Sancho -replicó don Quijote-, pero no es así, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote,
cuando de Bretaña vino.
Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa; que, como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto; y así, le dijo:
-En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced, caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse.
-Como te conozco, Sancho -respondió don Quijote-, no hago caso de tus palabras.
-Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicó Sancho-, siquiera me hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si la habló, ¿qué dijo, y qué le respondió?
-Conocíla -respondió don Quijote- en que trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que, andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena me dio, de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: «Mi señora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cómo está; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad». Suspendióme y admiróme el tal recado, y, volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: «¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?» A lo que él me respondió: «Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la señora Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, según parece, no hay sino dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta en algún grande aprieto». «Prenda, no la tomaré yo -le respondí-, ni menos le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales»; los cuales le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos), y le dije: «Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que, cuando menos se lo piense, oirá decir como yo he hecho un juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua, de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla». «Todo eso, y más, debe vuestra merced a mi señora», me respondió la doncella. Y, tomando los cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire.
-¡Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. ¿Es posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es, que vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!
-Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y, como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite réplica ni disputa.
Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia
DICE el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas, de mano del mesmo Hamete, estas mismas razones:
«No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias».
Y luego prosigue, diciendo:
Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición blanda que entonces mostraba; porque, si así no fuera, palabras y razones le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:
-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, según puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: «Paciencia y barajar»; y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlomagno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.
-Vuestra merced tiene razón -dijo don Quijote-, pero querría yo saber, ya que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.
-Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse -dijo el primo.
-No muchos -respondió don Quijote-; y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas, quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar a donde recogernos esta noche.
-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde hace su habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho.
-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora; pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador.
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo. Don Quijote le dijo:
-Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese macho ha menester.
-No me puedo detener, señor -respondió el hombre-, porque las armas que veis que aquí llevo han de servir mañana; y así, me es forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré maravillas. Y a Dios otra vez.
Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y, como él era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.
Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana.
-Si yo la tuviera de agua -respondió Sancho-, pozos hay en el camino, donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!
Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa; y así, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debían de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas, para entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él, acababa de cantar una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:
-Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno? Sepamos, si es que gusta decirlo.
A lo que el mozo respondió:
-El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy es a la guerra.
-¿Cómo la pobreza? -preguntó don Quijote-; que por el calor bien puede ser.
-Señor -replicó el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de terciopelo, compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y, así por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.
-Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntó el primo.
-Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal personaje -respondió el mozo-, a buen seguro que yo la llevara, que eso tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna siquiera razonable ventura.
-Y dígame, por su vida, amigo -preguntó don Quijote-: ¿es posible que en los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
-Dos me han dado -respondió el paje-; pero, así como el que se sale de alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que por sola ostentación habían dado.
-Notable espilorchería, como dice el italiano -dijo don Quijote-; pero, con todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.
El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en la venta; y, a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:
-¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello dirá.
Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la caballeriza.
Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino
NO SE LE COCÍA el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar donde el ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le había preguntado en el camino. El hombre le respondió:
-Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas: déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que yo le diré cosas que le admiren.
-No quede por eso -respondió don Quijote-, que yo os ayudaré a todo.
Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y, sentándose en un poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir desta manera:
-«Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y, aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama, que el asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: “Dadme albricias, compadre, que vuestro jumento ha parecido”. “Yo os las mando y buenas, compadre -respondió el otro-, pero sepamos dónde ha parecido”. “En el monte -respondió el hallador-, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle, pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegué a él, se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego vuelvo”. “Mucho placer me haréis -dijo el del jumento-, e yo procuraré pagároslo en la mesma moneda”. Con estas circunstancias todas, y de la mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el regidor que le había visto al otro: “Mirad, compadre: una traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte; y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad el hecho por concluido”. “¿Algún tanto decís, compadre? -dijo el otro-; por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos”. “Ahora lo veremos -respondió el regidor segundo-, porque tengo determinado que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que está en el monte”. A lo que respondió el dueño del jumento: “Digo, compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio”. Y, dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse, pensando que ya el jumento había parecido; y, en viéndose, dijo el perdidoso: “¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó?” “No fue, sino yo”, respondió el otro. “Ahora digo -dijo el dueño-, que de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia”. “Esas alabanzas y encarecimiento -respondió el de la traza-, mejor os atañen y tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad”. “Ahora digo -respondió el dueño-, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que decís”. “También diré yo ahora -respondió el segundo- que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas”. “Las nuestras -respondió el dueño-, si no es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho”. Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que, para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: “Ya me maravillaba yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en buscarle, aunque le he hallado muerto”. “En buena mano está, compadre -respondió el otro-, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el monacillo”. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos. Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen; y, por salir bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto.» Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no os lo han parecido, no sé otras.
Y con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y jubón, y con voz levantada dijo:
-Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra.
-¡Cuerpo de tal -dijo el ventero-, que aquí está el señor mase Pedro! Buena noche se nos apareja.
Olvidábaseme de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:
-Sea bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y el retablo, que no los veo?
-Ya llegan cerca -respondió el todo camuza-, sino que yo me he adelantado, a saber si hay posada.
-Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro -respondió el ventero-; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta que pagará el verle y las habilidades del mono.
-Sea en buen hora -respondió el del parche-, que yo moderaré el precio, y con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine la carreta donde viene el mono y el retablo.
Y luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:
-Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.
En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono, grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y, apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:
-Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de nosotros? Y vea aquí mis dos reales.
Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el mono, y dijo:
-Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
-¡Voto a Rus -dijo Sancho-, no dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.
No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
-No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios.
Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y, abrazándole las piernas, dijo:
-Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!
Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
-Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo.
-Eso creo yo muy bien -respondió Sancho-, porque es ella una bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus herederos.
-Ahora digo -dijo a esta sazón don Quijote-, que el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno.
-Si yo tuviera dineros -dijo el paje-, preguntara al señor mono qué me ha de suceder en la peregrinación que llevo.
A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de don Quijote:
-Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.
Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.
Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser oídos de nadie, le dijo:
-Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.
-Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios?
-No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina; porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario, después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría, y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que sucedió fue que de allí a dos días se murió la perra de ahíta, y el señor levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como lo quedan todos o los más levantadores.
-Con todo eso, querría -dijo Sancho- que vuestra merced dijese a maese Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
-Todo podría ser -respondió don Quijote-, pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:
-Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
-El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá hasta el viernes, como dicho tiene.
-¿No lo decía yo -dijo Sancho-, que no se me podía asentar que todo lo que vuesa merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni aun la mitad?
-Los sucesos lo dirán, Sancho -respondió don Quijote-; que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra. Y, por ahora, baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad.
-¿Cómo alguna? -respondió maese Pedro-: sesenta mil encierra en sí este mi retablo; dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis; y manos a labor, que se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y que mostrar.
Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél, que era el que había de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían.
Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le oyere o viere el capítulo siguiente.
Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas en verdad harto buenas
CALLARON todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y dijo:
-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles. Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:
Jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.
Y aquel personaje que allí asoma, con corona en la cabeza y ceptro en las manos, es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien dados; y, después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo:
«Harto os he dicho: miradlo».
Miren vuestras mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán, su primo, pide prestada su espada Durindana, y cómo don Roldán no se la quiere prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar; antes, dice que él solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra a armar, para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y, puesta la imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,
con chilladores delante
y envaramiento detrás;
y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba y estése», como entre nosotros.
-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que, para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles.
-Yo lo haré así -respondió el muchacho; y prosiguió, diciendo-: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo, creyendo que es algún pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:
Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad;
las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más ahora que veemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del faldellín de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores necesidades, pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y salen de la ciudad, y alegres y regocijados toman de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días, que los de Néstor sean, que os quedan de la vida!
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
-Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete; antes, prosiguió, diciendo:
-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan.
-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-: en esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:
-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que, como yo llene mi talego, si quiere represente más impropiedades que tiene átomos el sol.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en siguimiento de los dos católicos amantes, cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo espetáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían; y, levantándose en pie, en voz alta, dijo:
-No consentiré yo en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!
Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y, con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta. ¡Mire, pecador de mí, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda!
Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegóse un poco don Quijote y dijo:
-Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos que no creen, ni quieren creer, de cuánto provecho sean en el mundo los caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra!
-¡Vivan en hora buena -dijo a esta sazón con voz enfermiza maese Pedro-, y muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey don Rodrigo:
Ayer fui señor de España...
y hoy no tengo una almena
que pueda decir que es mía.
No ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y, sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han de sudar los dientes; y todo por la furia mal considerada deste señor caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace otras obras caritativas; y en mí solo ha venido a faltar su intención generosa, que sean benditos y alabados los cielos, allá donde tienen más levantados sus asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había de desfigurar las mías.
Enternecióse Sancho Panza con las razones de maese Pedro, y díjole:
-No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón; porque te hago saber que es mi señor don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.
-Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha deshecho, quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia, porque no se puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo restituye.
-Así es -dijo don Quijote-, pero hasta ahora yo no sé que tenga nada vuestro, maese Pedro.
-¿Cómo no? -respondió maese Pedro-; y estas reliquias que están por este duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló, sino la fuerza invencible dese poderoso brazo?, y ¿cúyos eran sus cuerpos sino míos?, y ¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?
-Ahora acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró la cólera, y, por cumplir con mi profesión de caballero andante, quise dar ayuda y favor a los que huían, y con este buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas: vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana.
Inclinósele maese Pedro, diciéndole:
-No esperaba yo menos de la inaudita cristiandad del valeroso don Quijote de la Mancha, verdadero socorredor y amparo de todos los necesitados y menesterosos vagamundos; y aquí el señor ventero y el gran Sancho serán medianeros y apreciadores, entre vuesa merced y mí, de lo que valen o podían valer las ya deshechas figuras.
El ventero y Sancho dijeron que así lo harían, y luego maese Pedro alzó del suelo, con la cabeza menos, al rey Marsilio de Zaragoza, y dijo:
-Ya se vee cuán imposible es volver a este rey a su ser primero; y así, me parece, salvo mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin y acabamiento cuatro reales y medio.
-¡Adelante! -dijo don Quijote.
-Pues por esta abertura de arriba abajo -prosiguió maese Pedro, tomando en las manos al partido emperador Carlomagno-, no sería mucho que pidiese yo cinco reales y un cuartillo.
-No es poco -dijo Sancho.
-Ni mucho -replicó el ventero-; médiese la partida y señálensele cinco reales.
-Dénsele todos cinco y cuartillo -dijo don Quijote-, que no está en un cuartillo más a menos la monta desta notable desgracia; y acabe presto maese Pedro, que se hace hora de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de hambre.
-Por esta figura -dijo maese Pedro- que está sin narices y un ojo menos, que es de la hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en lo justo, dos reales y doce maravedís.
-Aun ahí sería el diablo -dijo don Quijote-, si ya no estuviese Melisendra con su esposo, por lo menos, en la raya de Francia; porque el caballo en que iban, a mí me pareció que antes volaba que corría; y así, no hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo suyo a cada uno, señor maese Pedro, y caminemos todos con pie llano y con intención sana. Y prosiga.
Maese Pedro, que vio que don Quijote izquierdeaba y que volvía a su primer tema, no quiso que se le escapase; y así, le dijo:
-Ésta no debe de ser Melisendra, sino alguna de las doncellas que la servían; y así, con sesenta maravedís que me den por ella quedaré contento y bien pagado.
Desta manera fue poniendo precio a otras muchas destrozadas figuras, que después los moderaron los dos jueces árbitros, con satisfación de las partes, que llegaron a cuarenta reales y tres cuartillos; y, además desto, que luego lo desembolsó Sancho, pidió maese Pedro dos reales por el trabajo de tomar el mono.
-Dáselos, Sancho -dijo don Quijote-, no para tomar el mono, sino la mona; y docientos diera yo ahora en albricias a quien me dijera con certidumbre que la señora doña Melisendra y el señor don Gaiferos estaban ya en Francia y entre los suyos.
Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi mono -dijo maese Pedro-, pero no habrá diablo que ahora le tome; aunque imagino que el cariño y la hambre le han de forzar a que me busque esta noche, y amanecerá Dios y verémonos.
En resolución, la borrasca del retablo se acabó y todos cenaron en paz y en buena compañía, a costa de don Quijote, que era liberal en todo estremo.
Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de reales. Maese Pedro no quiso volver a entrar en más dimes ni diretes con don Quijote, a quien él conocía muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y, cogiendo las reliquias de su retablo y a su mono, se fue también a buscar sus aventuras. El ventero, que no conocía a don Quijote, tan admirado le tenían sus locuras como su liberalidad. Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden de su señor, y, despidiéndose dél, casi a las ocho del día dejaron la venta y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa historia.
Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado
ENTRA Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: «Juro como católico cristiano...»; a lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico cristiano cuando jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas.
Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó, estando sobre él durmiendo Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y después le cobró Sancho, como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por estremo.
Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería compró aquel mono, a quien enseñó que, en haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y, llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero todas alegres y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra, proponía las habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con las preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros.
Así como entró en la venta, conoció a don Quijote y a Sancho, por cuyo conocimiento le fue fácil poner en admiración a don Quijote y a Sancho Panza, y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar caro si don Quijote bajara un poco más la mano cuando cortó la cabeza al rey Marsilio y destruyó toda su caballería, como queda dicho en el antecedente capítulo.
Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono.
Y, volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, después de haber salido de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta intención siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle cosa digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una loma, oyó un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al principio pensó que algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y por verlos picó a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie della, a su parecer, más de docientos hombres armados de diferentes suertes de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces, y muchas rodelas. Bajó del recuesto y acercóse al escuadrón, tanto, que distintamente vio las banderas, juzgó de las colores y notó las empresas que en ellas traían, especialmente una que en un estandarte o jirón de raso blanco venía, en el cual estaba pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza levantada, la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si estuviera rebuznando; alrededor dél estaban escritos de letras grandes estos dos versos:
No rebuznaron en balde
el uno y el otro alcalde.
Por esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del pueblo del rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que en el estandarte venía escrito. Díjole también que el que les había dado noticia de aquel caso se había errado en decir que dos regidores habían sido los que rebuznaron; pero que, según los versos del estandarte, no habían sido sino alcaldes. A lo que respondió Sancho Panza:
-Señor, en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden llamar con entrambos títulos; cuanto más, que no hace al caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan rebuznado; porque tan a pique está de rebuznar un alcalde como un regidor.
Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad.
Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le recogieron en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente, llegó hasta el estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más principales del ejército, por verle, admirados con la admiración acostumbrada en que caían todos aquellos que la vez primera le miraban. Don Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse de aquel silencio, y, rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo:
-Buenos señores, cuan encarecidamente puedo, os suplico que no interrumpáis un razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada; que si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis pondré un sello en mi boca y echaré una mordaza a mi lengua.
-Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le escucharían. Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:
-Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y, habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por afrentados, porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole de traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que solo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey; y así, retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allí se declaran; pero, ¡vaya!, pues cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no hay para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque, ¡bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto, que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese! No, no, ni Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más, que el tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse.
-El diablo me lleve -dijo a esta sazón Sancho entre sí- si este mi amo no es tólogo; y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro.
Tomó un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavía le prestaban silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara si no se pusiere en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó la mano por él, diciendo:
-Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña; y así, no hay más que hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí si lo erraren; cuanto más, que ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y propiedad que, en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y, aunque por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites. Y, porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen, que esta ciencia es como la del nadar: que, una vez aprendida, nunca se olvida.
Y luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente, que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto a él, creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano tenía, y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que vio tan malparado a Sancho, arremetió al que le había dado, con la lanza sobre mano, pero fueron tantos los que se pusieron en medio, que no fue posible vengarle; antes, viendo que llovía sobre él un nublado de piedras, y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no menos cantidad de arcabuces, volvió las riendas a Rocinante, y a todo lo que su galope pudo, se salió de entre ellos, encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase, temiendo a cada paso no le entrase alguna bala por las espaldas y le saliese al pecho; y a cada punto recogía el aliento, por ver si le faltaba.
Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues, don Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y atendióle, viendo que ninguno le seguía.
Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y, por no haber salido a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y alegres; y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo.
De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención
CUANDO el valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y, sin acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció que bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su jumento, como queda referido. Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al llegar, se dejó caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo molido y todo apaleado. Apeóse don Quijote para catarle las feridas; pero, como le hallase sano de los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo:
-¡Tan en hora mala supistes vos rebuznar, Sancho! Y ¿dónde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos, ¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje.
-No estoy para responder -respondió Sancho-, porque me parece que hablo por las espaldas. Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio en mis rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen, y dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña, o como cibera, en poder de sus enemigos.
-No huye el que se retira -respondió don Quijote-, porque has de saber, Sancho, que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo. Y así, yo confieso que me he retirado, pero no huido; y en esto he imitado a muchos valientes, que se han guardado para tiempos mejores, y desto están las historias llenas, las cuales, por no serte a ti de provecho ni a mí de gusto, no te las refiero ahora.
En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto de legua de allí se parecía. De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos gemidos dolorosos; y, preguntándole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondió que, desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro, le dolía de manera que le sacaba de sentido.
-La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que, como era el palo con que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te doliera.
-¡Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la causa de mi dolor que ha sido menester decirme que me duele todo todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos, aún pudiera ser que se anduviera adivinando el porqué me dolían, pero dolerme lo que me molieron no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal ajeno de pelo cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo esperar de la compañía que con vuestra merced tengo; porque si esta vez me ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de marras y a otras muchacherías, que si ahora me han salido a las espaldas, después me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy un bárbaro, y no haré nada que bueno sea en toda mi vida; harto mejor haría yo, vuelvo a decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por caminos sin camino y por sendas y carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo peor. Pues, ¡tomadme el dormir! Contad, hermano escudero, siete pies de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros tantos, que en vuestra mano está escudillar, y tendeos a todo vuestro buen talante; que quemado vea yo y hecho polvos al primero que dio puntada en la andante caballería, o, a lo menos, al primero que quiso ser escudero de tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes pasados. De los presentes no digo nada, que, por ser vuestra merced uno dellos, los tengo respeto, y porque sé que sabe vuesa merced un punto más que el diablo en cuanto habla y en cuanto piensa.
-Haría yo una buena apuesta con vos, Sancho -dijo don Quijote-: que ahora que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en todo vuestro cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os viniere al pensamiento y a la boca; que, a trueco de que a vos no os duela nada, tendré yo por gusto el enfado que me dan vuestras impertinencias. Y si tanto deseáis volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita Dios que yo os lo impida; dineros tenéis míos: mirad cuánto ha que esta tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes, y pagaos de vuestra mano.
-Cuando yo servía -respondió Sancho- a Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados ganaba cada mes, amén de la comida; con vuestra merced no sé lo que puedo ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero andante que el que sirve a un labrador; que, en resolución, los que servimos a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido después que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos.
-Confieso -dijo don Quijote- que todo lo que dices, Sancho, sea verdad. ¿Cuánto parece que os debo dar más de lo que os daba Tomé Carrasco?
-A mi parecer -dijo Sancho-, con dos reales más que vuestra merced añadiese cada mes me tendría por bien pagado. Esto es cuanto al salario de mi trabajo; pero, en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra merced me tiene hecha de darme el gobierno de una ínsula, sería justo que se me añadiesen otros seis reales, que por todos serían treinta.
-Está muy bien -replicó don Quijote-; y, conforme al salario que vos os habéis señalado, 25 días ha que salimos de nuestro pueblo: contad, Sancho, rata por cantidad, y mirad lo que os debo, y pagaos, como os tengo dicho, de vuestra mano.
-¡Oh, cuerpo de mí! -dijo Sancho-, que va vuestra merced muy errado en esta cuenta, porque en lo de la promesa de la ínsula se ha de contar desde el día que vuestra merced me la prometió hasta la presente hora en que estamos.
-Pues, ¿qué tanto ha, Sancho, que os la prometí? -dijo don Quijote.
-Si yo mal no me acuerdo -respondió Sancho-, debe de haber más de veinte años, tres días más a menos.
Diose don Quijote una gran palmada en la frente, y comenzó a reír muy de gana, y dijo:
-Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas, sino dos meses apenas, y ¿dices, Sancho, que ha veinte años que te prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuman en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto es así, y tú gustas dello, desde aquí te lo doy, y buen provecho te haga; que, a trueco de verme sin tan mal escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú, o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en tanto más cuánto me habéis de dar cada mes porque os sirva? Éntrate, éntrate, malandrín, follón y vestiglo, que todo lo pareces; éntrate, digo, por el mare magnum de sus historias, y si hallares que algún escudero haya dicho, ni pensado, lo que aquí has dicho, quiero que me le claves en la frente, y, por añadidura, me hagas cuatro mamonas selladas en mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro, al rucio, y vuélvete a tu casa, porque un solo paso desde aquí no has de pasar más adelante conmigo. ¡Oh pan mal conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh hombre que tiene más de bestia que de persona! ¿Ahora, cuando yo pensaba ponerte en estado, y tal, que a pesar de tu mujer te llamaran señoría, te despides? ¿Ahora te vas, cuando yo venía con intención firme y valedera de hacerte señor de la mejor ínsula del mundo? En fin, como tú has dicho otras veces, no es la miel etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida; que para mí tengo que antes llegará ella a su último término que tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia.
Miraba Sancho a don Quijote de en hito en hito, en tanto que los tales vituperios le decía, y compungióse de manera que le vinieron las lágrimas a los ojos, y con voz dolorida y enferma le dijo:
-Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más de la cola; si vuestra merced quiere ponérmela, yo la daré por bien puesta, y le serviré como jumento todos los días que me quedan de mi vida. Vuestra merced me perdone y se duela de mi mocedad, y advierta que sé poco, y que si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas, quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda.
-Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio. Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes, y con que no te muestres de aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el corazón, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas, que, aunque se tarda, no se imposibilita.
Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza.
Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno. Don Quijote la pasó en sus continuas memorias; pero, con todo eso, dieron los ojos al sueño, y al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas del famoso Ebro, donde les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero.
De la famosa aventura del barco encantado
POR SUS pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda, llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la cueva de Montesinos; que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la mesma mentira.
Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no vio persona alguna; y luego, sin más ni más, se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio, y que a entrambas bestias las atase muy bien, juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí estaba. Preguntóle Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento. Respondió don Quijote:
-Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que entre en él, y vaya en él a dar socorro a algún caballero, o a otra necesitada y principal persona, que debe de estar puesta en alguna grande cuita, porque éste es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está puesto en algún trabajo, que no puede ser librado dél sino por la mano de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o por la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda; así que, ¡oh Sancho!, este barco está puesto aquí para el mesmo efecto; y esto es tan verdad como es ahora de día; y antes que éste se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios, que nos guíe, que no dejaré de embarcarme si me lo pidiesen frailes descalzos.
-Pues así es -respondió Sancho-, y vuestra merced quiere dar a cada paso en estos que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar la cabeza, atendiendo al refrán «haz lo que tu amo te manda, y siéntate con él a la mesa»; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo de mi conciencia, quiero advertir a vuestra merced que a mí me parece que este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste río, porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo.
Esto decía, mientras ataba las bestias, Sancho, dejándolas a la proteción y amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima. Don Quijote le dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los llevaría a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendría cuenta de sustentarlos.
-No entiendo eso de logicuos -dijo Sancho-, ni he oído tal vocablo en todos los días de mi vida.
-Longincuos -respondió don Quijote- quiere decir apartados; y no es maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber latín, como algunos que presumen que lo saben, y lo ignoran.
-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hacer ahora?
-¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro; quiero decir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.
Y, dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel, y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra de dos varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición; pero ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver que Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:
-El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. ¡Oh carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!
Y, en esto, comenzó a llorar tan amargamente que don Quijote, mohíno y colérico, le dijo:
-¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos de haber salido, y caminado, por lo menos, setecientas o ochocientas leguas; y si yo tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera las que hemos caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos pasado, o pasaremos presto, por la línea equinocial, que divide y corta los dos contrapuestos polos en igual distancia.
-Y cuando lleguemos a esa leña que vuestra merced dice -preguntó Sancho-, ¿cuánto habremos caminado?
-Mucho -replicó don Quijote-, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo, del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho.
-Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo.
Rióse don Quijote de la interpretación que Sancho había dado al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole:
-Sabrás, Sancho, que los españoles y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, si le pesan a oro; y así, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda; y si no, pasado habemos.
-Yo no creo nada deso -respondió Sancho-, pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos ni andamos al paso de una hormiga.
-Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodíacos, clíticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas, de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras, o parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto y qué de imágines hemos dejado atrás y vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco.
Tentóse Sancho, y, llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:
-O la experiencia es falsa, o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas leguas.
-Pues ¿qué? -preguntó don Quijote-, ¿has topado algo?
-¡Y aun algos! -respondió Sancho.
Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave.
En esto, descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban; y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho:
-¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.
-¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor? -dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquéllas son aceñas que están en el río, donde se muele el trigo?
-Calla, Sancho -dijo don Quijote-; que, aunque parecen aceñas, no lo son; y ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos. No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.
En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a caminar no tan lentamente como hasta allí. Los molineros de las aceñas, que vieron venir aquel barco por el río, y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas, salieron con presteza muchos dellos con varas largas a detenerle, y, como salían enharinados, y cubiertos los rostros y los vestidos del polvo de la harina, representaban una mala vista. Daban voces grandes, diciendo:
-¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Venís desesperados? ¿Qué queréis, ahogaros y haceros pedazos en estas ruedas?
-¿No te dije yo, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que habíamos llegado donde he de mostrar a dó llega el valor de mi brazo? Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro, mira cuántos vestiglos se me oponen, mira cuántas feas cataduras nos hacen cocos... Pues ¡ahora lo veréis, bellacos!
Y, puesto en pie en el barco, con grandes voces comenzó a amenazar a los molineros, diciéndoles:
-Canalla malvada y peor aconsejada, dejad en su libertad y libre albedrío a la persona que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o calidad que sea, que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones por otro nombre, a quien está reservada por orden de los altos cielos el dar fin felice a esta aventura.
Y, diciendo esto, echó mano a su espada y comenzó a esgrimirla en el aire contra los molineros; los cuales, oyendo y no entendiendo aquellas sandeces, se pusieron con sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las ruedas.
Púsose Sancho de rodillas, pidiendo devotamente al cielo le librase de tan manifiesto peligro, como lo hizo, por la industria y presteza de los molineros, que, oponiéndose con sus palos al barco, le detuvieron, pero no de manera que dejasen de trastornar el barco y dar con don Quijote y con Sancho al través en el agua; pero vínole bien a don Quijote, que sabía nadar como un ganso, aunque el peso de las armas le llevó al fondo dos veces; y si no fuera por los molineros, que se arrojaron al agua y los sacaron como en peso a entrambos, allí había sido Troya para los dos.
Puestos, pues, en tierra, más mojados que muertos de sed, Sancho, puesto de rodillas, las manos juntas y los ojos clavados al cielo, pidió a Dios con una larga y devota plegaria le librase de allí adelante de los atrevidos deseos y acometimientos de su señor.
Llegaron en esto los pescadores dueños del barco, a quien habían hecho pedazos las ruedas de las aceñas; y, viéndole roto, acometieron a desnudar a Sancho, y a pedir a don Quijote se lo pagase; el cual, con gran sosiego, como si no hubiera pasado nada por él, dijo a los molineros y pescadores que él pagaría el barco de bonísima gana, con condición que le diesen libre y sin cautela a la persona o personas que en aquel su castillo estaban oprimidas.
-¿Qué personas o qué castillo dice -respondió uno de los molineros-, hombre sin juicio? ¿Quiéreste llevar por ventura las que vienen a moler trigo a estas aceñas?
-¡Basta! -dijo entre sí don Quijote-. Aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro dio conmigo al través. Dios lo remedie, que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.
Y, alzando la voz, prosiguió diciendo, y mirando a las aceñas:
-Amigos, cualesquiera que seáis, que en esa prisión quedáis encerrados, perdonadme; que, por mi desgracia y por la vuestra, yo no os puedo sacar de vuestra cuita. Para otro caballero debe de estar guardada y reservada esta aventura.
En diciendo esto, se concertó con los pescadores, y pagó por el barco cincuenta reales, que los dio Sancho de muy mala gana, diciendo:
-A dos barcadas como éstas, daremos con todo el caudal al fondo.
Los pescadores y molineros estaban admirados, mirando aquellas dos figuras tan fuera del uso, al parecer, de los otros hombres, y no acababan de entender a dó se encaminaban las razones y preguntas que don Quijote les decía; y, teniéndolos por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias, y a ser bestias, don Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado barco.
De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
ASAZ melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más, eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa. Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva, tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería. Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda traía un azor, señal que dio a entender a don Quijote ser aquélla alguna gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la verdad; y así, dijo a Sancho:
-Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo, el Caballero de los Leones, besa las manos a su gran fermosura, y que si su grandeza me da licencia, se las iré a besar, y a servirla en cuanto mis fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
-¡Hallado os le habéis el encajador! -respondió Sancho-. ¡A mí con eso! ¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y crecidas señoras en esta vida!
-Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea -replicó don Quijote-, yo no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.
-Así es verdad -respondió Sancho-, pero al buen pagador no le duelen prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no hay que decirme ni advertirme de nada, que para todo tengo y de todo se me alcanza un poco.
-Yo lo creo, Sancho -dijo don Quijote-; ve en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la bella cazadora estaba, y, apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:
-Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que, con su propósito y beneplácito y consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura; que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él recibirá señaladísima merced y contento.
-Por cierto, buen escudero -respondió la señora-, vos habéis dado la embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas piden. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho en hora buena a servirse de mí y del duque mi marido, en una casa de placer que aquí tenemos.
Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan nuevamente. Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se sabe:
-Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda impresa una historia que se llama del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?
-El mesmo es, señora -respondió Sancho-; y aquel escudero suyo que anda, o debe de andar, en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la estampa.
-De todo eso me huelgo yo mucho -dijo la duquesa-. Id, hermano Panza, y decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo fue a besar las manos a la duquesa; la cual, haciendo llamar al duque, su marido, le contó, en tanto que don Quijote llegaba, toda la embajada suya; y los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados.
En esto, llegó don Quijote, alzada la visera; y, dando muestras de apearse, acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado que, al apearse del rucio, se le asió un pie en una soga del albarda, de tal modo que no fue posible desenredarle, antes quedó colgado dél, con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele, descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante, que debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin vergüenza suya y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado de Sancho, que aún todavía tenía el pie en la corma.
El duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero, los cuales levantaron a don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el duque no lo consintió en ninguna manera, antes, apeándose de su caballo, fue a abrazar a don Quijote, diciéndole:
-A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.
-El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe -respondió don Quijote-, es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto. Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias que ata y cincha una silla para que esté firme; pero, comoquiera que yo me halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio vuestro y al de mi señora la duquesa, digna consorte vuestra, y digna señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.
-¡Pasito, mi señor don Quijote de la Mancha! -dijo el duque-, que adonde está mi señora doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y, hallándose allí cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
-No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama la señora Dulcinea del Toboso.
Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:
-Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso del que yo tengo, y él me sacará verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
A lo que respondió la duquesa:
-De que Sancho el bueno sea gracioso lo estimo yo en mucho, porque es señal que es discreto; que las gracias y los donaires, señor don Quijote, como vuesa merced bien sabe, no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el buen Sancho es gracioso y donairoso, desde aquí le confirmo por discreto.
-Y hablador -añadió don Quijote.
-Tanto que mejor -dijo el duque-, porque muchas gracias no se pueden decir con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya el tiempo en ellas, venga el gran Caballero de la Triste Figura...
-De los Leones ha de decir vuestra alteza -dijo Sancho-, que ya no hay Triste Figura, ni figuro.
-Sea el de los Leones -prosiguió el duque-. Digo que venga el señor Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le hará el acogimiento que a tan alta persona se debe justamente, y el que yo y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que a él llegan.
Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y, subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la conversación, con gran gusto de la duquesa y del duque, que tuvieron a gran ventura acoger en su castillo tal caballero andante y tal escudero andado.
Que trata de muchas y grandes cosas
SUMA era la alegría que llevaba consigo Sancho, viéndose, a su parecer, en privanza con la duquesa, porque se le figuraba que había de hallar en su castillo lo que en la casa de don Diego y en la de Basilio, siempre aficionado a la buena vida; y así, tomaba la ocasión por la melena en esto del regalarse cada y cuando que se le ofrecía.
Cuenta, pues, la historia, que antes que a la casa de placer o castillo llegasen, se adelantó el duque y dio orden a todos sus criados del modo que habían de tratar a don Quijote; el cual, como llegó con la duquesa a las puertas del castillo, al instante salieron dél dos lacayos o palafreneros, vestidos hasta en pies de unas ropas que llaman de levantar, de finísimo raso carmesí, y, cogiendo a don Quijote en brazos, sin ser oído ni visto, le dijeron:
-Vaya la vuestra grandeza a apear a mi señora la duquesa.
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga. En fin, salió el duque a apearla; y al entrar en un gran patio, llegaron dos hermosas doncellas y echaron sobre los hombros a don Quijote un gran mantón de finísima escarlata, y en un instante se coronaron todos los corredores del patio de criados y criadas de aquellos señores, diciendo a grandes voces:
-¡Bien sea venido la flor y la nata de los caballeros andantes!
Y todos, o los más, derramaban pomos de aguas olorosas sobre don Quijote y sobre los duques, de todo lo cual se admiraba don Quijote; y aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos.
Sancho, desamparando al rucio, se cosió con la duquesa y se entró en el castillo; y, remordiéndole la conciencia de que dejaba al jumento solo, se llegó a una reverenda dueña, que con otras a recebir a la duquesa había salido, y con voz baja le dijo:
-Señora González, o como es su gracia de vuesa merced...
-Doña Rodríguez de Grijalba me llamo -respondió la dueña-. ¿Qué es lo que mandáis, hermano?
A lo que respondió Sancho:
-Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del castillo, donde hallará un asno rucio mío; vuesa merced sea servida de mandarle poner, o ponerle, en la caballeriza, porque el pobrecito es un poco medroso, y no se hallará a estar solo en ninguna de las maneras.
-Si tan discreto es el amo como el mozo -respondió la dueña-, ¡medradas estamos! Andad, hermano, mucho de enhoramala para vos y para quien acá os trujo, y tened cuenta con vuestro jumento, que las dueñas desta casa no estamos acostumbradas a semejantes haciendas.
-Pues en verdad -respondió Sancho- que he oído yo decir a mi señor, que es zahorí de las historias, contando aquella de Lanzarote,
cuando de Bretaña vino,
que damas curaban dél,
y dueñas del su rocino;
y que en el particular de mi asno, que no le trocara yo con el rocín del señor Lanzarote.
-Hermano, si sois juglar -replicó la dueña-, guardad vuestras gracias para donde lo parezcan y se os paguen, que de mi no podréis llevar sino una higa.
-¡Aun bien -respondió Sancho- que será bien madura, pues no perderá vuesa merced la quínola de sus años por punto menos!
-Hijo de puta -dijo la dueña, toda ya encendida en cólera-, si soy vieja o no, a Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco, harto de ajos.
Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la duquesa; y, volviendo y viendo a la dueña tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le preguntó con quién las había.
-Aquí las he -respondió la dueña- con este buen hombre, que me ha pedido encarecidamente que vaya a poner en la caballeriza a un asno suyo que está a la puerta del castillo, trayéndome por ejemplo que así lo hicieron no sé dónde, que unas damas curaron a un tal Lanzarote, y unas dueñas a su rocino; y, sobre todo, por buen término me ha llamado vieja.
-Eso tuviera yo por afrenta -respondió la duquesa-, más que cuantas pudieran decirme.
Y, hablando con Sancho, le dijo:
-Advertid, Sancho amigo, que doña Rodríguez es muy moza, y que aquellas tocas más las trae por autoridad y por la usanza que por los años.
-Malos sean los que me quedan por vivir -respondió Sancho-, si lo dije por tanto; sólo lo dije porque es tan grande el cariño que tengo a mi jumento, que me pareció que no podía encomendarle a persona más caritativa que a la señora doña Rodríguez.
Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:
-¿Pláticas son éstas, Sancho, para este lugar?
-Señor -respondió Sancho-, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera que estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí hablé dél; y si en la caballeriza se me acordara, allí hablara.
A lo que dijo el duque:
-Sancho está muy en lo cierto, y no hay que culparle en nada; al rucio se le dará recado a pedir de boca, y descuide Sancho, que se le tratará como a su mesma persona.
Con estos razonamientos, gustosos a todos sino a don Quijote, llegaron a lo alto y entraron a don Quijote en una sala adornada de telas riquísimas de oro y de brocado; seis doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes, todas industriadas y advertidas del duque y de la duquesa de lo que habían de hacer, y de cómo habían de tratar a don Quijote, para que imaginase y viese que le trataban como caballero andante. Quedó don Quijote, después de desarmado, en sus estrechos greguescos y en su jubón de camuza, seco, alto, tendido, con las quijadas, que por de dentro se besaba la una con la otra; figura que, a no tener cuenta las doncellas que le servían con disimular la risa -que fue una de las precisas órdenes que sus señores les habían dado-, reventaran riendo.
Pidiéronle que se dejase desnudar para una camisa, pero nunca lo consintió, diciendo que la honestidad parecía tan bien en los caballeros andantes como la valentía. Con todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y, encerrándose con él en una cuadra donde estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:
-Dime, truhán moderno y majadero antiguo: ¿parécete bien deshonrar y afrentar a una dueña tan veneranda y tan digna de respeto como aquélla? ¿Tiempos eran aquéllos para acordarte del rucio, o señores son éstos para dejar mal pasar a las bestias, tratando tan elegantemente a sus dueños? Por quien Dios es, Sancho, que te reportes, y que no descubras la hilaza de manera que caigan en la cuenta de que eres de villana y grosera tela tejido. Mira, pecador de ti, que en tanto más es tenido el señor cuanto tiene más honrados y bien nacidos criados, y que una de las ventajas mayores que llevan los príncipes a los demás hombres es que se sirven de criados tan buenos como ellos. ¿No adviertes, angustiado de ti, y malaventurado de mí, que si veen que tú eres un grosero villano, o un mentecato gracioso, pensarán que yo soy algún echacuervos, o algún caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo, huye, huye destos inconvinientes, que quien tropieza en hablador y en gracioso, al primer puntapié cae y da en truhán desgraciado. Enfrena la lengua, considera y rumia las palabras antes que te salgan de la boca, y advierte que hemos llegado a parte donde, con el favor de Dios y valor de mi brazo, hemos de salir mejorados en tercio y quinto en fama y en hacienda.
Sancho le prometió con muchas veras de coserse la boca, o morderse la lengua, antes de hablar palabra que no fuese muy a propósito y bien considerada, como él se lo mandaba, y que descuidase acerca de lo tal, que nunca por él se descubriría quién ellos eran.
Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con su espada, echóse el mantón de escarlata a cuestas, púsose una montera de raso verde que las doncellas le dieron, y con este adorno salió a la gran sala, adonde halló a las doncellas puestas en ala, tantas a una parte como a otra, y todas con aderezo de darle aguamanos, la cual le dieron con muchas reverencias y ceremonias.
Luego llegaron doce pajes con el maestresala, para llevarle a comer, que ya los señores le aguardaban. Cogiéronle en medio, y, lleno de pompa y majestad, le llevaron a otra sala, donde estaba puesta una rica mesa con solos cuatro servicios. La duquesa y el duque salieron a la puerta de la sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico, destos que gobiernan las casas de los príncipes; destos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables; destos tales, digo que debía de ser el grave religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote. Hiciéronse mil corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se fueron a sentar a la mesa.
Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar. El eclesiástico se sentó frontero, y el duque y la duquesa a los dos lados.
A todo estaba presente Sancho, embobado y atónito de ver la honra que a su señor aquellos príncipes le hacían; y, viendo las muchas ceremonias y ruegos que pasaron entre el duque y don Quijote para hacerle sentar a la cabecera de la mesa, dijo:
-Si sus mercedes me dan licencia, les contaré un cuento que pasó en mi pueblo acerca desto de los asientos.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando don Quijote tembló, creyendo sin duda alguna que había de decir alguna necedad. Miróle Sancho y entendióle, y dijo:
-No tema vuesa merced, señor mío, que yo me desmande, ni que diga cosa que no venga muy a pelo, que no se me han olvidado los consejos que poco ha vuesa merced me dio sobre el hablar mucho o poco, o bien o mal.
-Yo no me acuerdo de nada, Sancho -respondió don Quijote-; di lo que quisieres, como lo digas presto.
-Pues lo que quiero decir -dijo Sancho- es tan verdad, que mi señor don Quijote, que está presente, no me dejará mentir.
-Por mí -replicó don Quijote-, miente tú, Sancho, cuanto quisieres, que yo no te iré a la mano, pero mira lo que vas a decir.
-Tan mirado y remirado lo tengo, que a buen salvo está el que repica, como se verá por la obra.
-Bien será -dijo don Quijote- que vuestras grandezas manden echar de aquí a este tonto, que dirá mil patochadas.
-Por vida del duque -dijo la duquesa-, que no se ha de apartar de mí Sancho un punto: quiérole yo mucho, porque sé que es muy discreto.
-Discretos días -dijo Sancho- viva vuestra santidad por el buen crédito que de mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el cuento que quiero decir es éste: «Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque venía de los Álamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Quiñones, que fue hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de Santiago, que se ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en ella, de donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor nuestro amo? Dígalo, por su vida, porque estos señores no me tengan por algún hablador mentiroso.
-Hasta ahora -dijo el eclesiástico-, más os tengo por hablador que por mentiroso, pero de aquí adelante no sé por lo que os tendré.
-Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas señas, que no puedo dejar de decir que debes de decir verdad. Pasa adelante y acorta el cuento, porque llevas camino de no acabar en dos días.
-No ha de acortar tal -dijo la duquesa-, por hacerme a mí placer; antes, le ha de contar de la manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que si tantos fuesen, serían para mí los mejores que hubiese llevado en mi vida.
-«Digo, pues, señores míos -prosiguió Sancho-, que este tal hidalgo, que yo conozco como a mis manos, porque no hay de mi casa a la suya un tiro de ballesta, convidó un labrador pobre, pero honrado.»
-Adelante, hermano -dijo a esta sazón el religioso-, que camino lleváis de no parar con vuestro cuento hasta el otro mundo.
-A menos de la mitad pararé, si Dios fuere servido -respondió Sancho-. «Y así, digo que, llegando el tal labrador a casa del dicho hidalgo convidador, que buen poso haya su ánima, que ya es muerto, y por más señas dicen que hizo una muerte de un ángel, que yo no me hallé presente, que había ido por aquel tiempo a segar a Tembleque...»
-Por vida vuestra, hijo, que volváis presto de Tembleque, y que, sin enterrar al hidalgo, si no queréis hacer más exequias, acabéis vuestro cuento.
-«Es, pues, el caso -replicó Sancho- que, estando los dos para asentarse a la mesa, que parece que ahora los veo más que nunca...»
Gran gusto recebían los duques del disgusto que mostraba tomar el buen religioso de la dilación y pausas con que Sancho contaba su cuento, y don Quijote se estaba consumiendo en cólera y en rabia.
-«Digo, así -dijo Sancho-, que, estando, como he dicho, los dos para sentarse a la mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo porfiaba también que el labrador la tomase, porque en su casa se había de hacer lo que él mandase; pero el labrador, que presumía de cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza, diciéndole: “Sentaos, majagranzas, que adondequiera que yo me siente será vuestra cabecera”.» Y éste es el cuento, y en verdad que creo que no ha sido aquí traído fuera de propósito.
Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le parecían; los señores disimularon la risa, porque don Quijote no acabase de correrse, habiendo entendido la malicia de Sancho; y, por mudar de plática y hacer que Sancho no prosiguiese con otros disparates, preguntó la duquesa a don Quijote que qué nuevas tenía de la señora Dulcinea, y que si le había enviado aquellos días algunos presentes de gigantes o malandrines, pues no podía dejar de haber vencido muchos. A lo que don Quijote respondió:
-Señora mía, mis desgracias, aunque tuvieron principio, nunca tendrán fin. Gigantes he vencido, y follones y malandrines le he enviado, pero ¿adónde la habían de hallar, si está encantada y vuelta en la más fea labradora que imaginar se puede?
-No sé -dijo Sancho Panza-, a mí me parece la más hermosa criatura del mundo; a lo menos, en la ligereza y en el brincar bien sé yo que no dará ella la ventaja a un volteador; a buena fe, señora duquesa, así salta desde el suelo sobre una borrica como si fuera un gato.
-¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? -preguntó el duque.
-Y ¡cómo si la he visto! -respondió Sancho-. Pues, ¿quién diablos sino yo fue el primero que cayó en el achaque del encantorio? ¡Tan encantada está como mi padre!
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó en la cuenta de que aquél debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y, enterándose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera, hablando con el duque, le dijo:
-Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades.
Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:
-Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad en hora buena, y en tal se os diga: volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen. ¿En dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan?
Atento estuvo don Quijote a las razones de aquel venerable varón, y, viendo que ya callaba, sin guardar respeto a los duques, con semblante airado y alborotado rostro, se puso en pie y dijo...
Pero esta respuesta capítulo por sí merece.
De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos
LEVANTADO, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua, dijo:
-El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa tienen y atan las manos de mi justo enojo; y, así por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames vituperios. Las reprehensiones santas y bien intencionadas otras circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que sobre la aspereza, y no es bien que, sin tener conocimiento del pecado que se reprehende, llamar al pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no, dígame vuesa merced: ¿por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me condena y vitupera, y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo? ¿No hay más sino a troche moche entrarse por las casas ajenas a gobernar sus dueños, y, habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún pupilaje, sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy y caballero he de morir si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos, por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno; si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.
-¡Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga más vuestra merced, señor y amo mío, en su abono, porque no hay más que decir, ni más que pensar, ni más que perseverar en el mundo. Y más, que, negando este señor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay, caballeros andantes, ¿qué mucho que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho?
-¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?
-Sí soy -respondió Sancho-; y soy quien la merece tan bien como otro cualquiera; soy quien «júntate a los buenos y serás uno dellos», y soy yo de aquellos «no con quien naces, sino con quien paces», y de los «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Yo me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo: que ni a él le faltarán imperios que mandar ni a mí ínsulas que gobernar.
-No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazón el duque-, que yo, en nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de nones, de no pequeña calidad.
-Híncate de rodillas, Sancho -dijo don Quijote-, y besa los pies a Su Excelencia por la merced que te ha hecho.
Hízolo así Sancho; lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de la mesa, mohíno además, diciendo:
-Por el hábito que tengo, que estoy por decir que es tan sandio Vuestra Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras! Quédese Vuestra Excelencia con ellos; que, en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré de reprehender lo que no puedo remediar.
Y, sin decir más ni comer más, se fue, sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques; aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado. Acabó de reír y dijo a don Quijote:
-Vuesa merced, señor Caballero de los Leones, ha respondido por sí tan altamente que no le queda cosa por satisfacer deste que, aunque parece agravio, no lo es en ninguna manera; porque, así como no agravian las mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe.
-Así es -respondió don Quijote-, y la causa es que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niños y los eclesiásticos, como no pueden defenderse, aunque sean ofendidos, no pueden ser afrentados; porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia, como mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta viene de parte de quien la puede hacer, y la hace y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado, llegan diez con mano armada, y, dándole de palos, pone mano a la espada y hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no afrentado. Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de espaldas, llega otro y dale de palos, y en dándoselos huye y no espera, y el otro le sigue y no alcanza; este que recibió los palos, recibió agravio, mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos, aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada y se estuviera quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado agraviado y afrentado juntamente: agraviado, porque le dieron a traición; afrentado, porque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las espaldas y a pie quedo. Y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado; porque los niños no sienten, ni las mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo los constituidos en la sacra religión, porque estos tres géneros de gente carecen de armas ofensivas y defensivas; y así, aunque naturalmente estén obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie. Y, aunque poco ha dije que yo podía estar agraviado, agora digo que no, en ninguna manera, porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar; por las cuales razones yo no debo sentir, ni siento, las que aquel buen hombre me ha dicho; sólo quisiera que esperara algún poco, para darle a entender en el error en que está en pensar y decir que no ha habido, ni los hay, caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o uno de los infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien a su merced.
-Eso juro yo bien -dijo Sancho-: cuchillada le hubieran dado que le abrieran de arriba abajo como una granada, o como a un melón muy maduro. ¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi santiguada, que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado que no hablara más en tres años. ¡No, sino tomárase con ellos y viera cómo escapaba de sus manos!
Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le tenía por más gracioso y por más loco que a su amo; y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente, don Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y, en levantando los manteles, llegaron cuatro doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil, asimismo de plata, y la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos -que sin duda eran blancas- una redonda pella de jabón napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la barba de don Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debía ser usanza de aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y así tendió la suya todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no sólo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero, tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza.
El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en qué había de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.
Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veían con media vara de cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las muchachas, o darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote de aquella suerte.
Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a don Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy reposadamente; y, haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda inclinación y reverencia, se querían ir; pero el duque, porque don Quijote no cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:
-Venid y lavadme a mí, y mirad que no se os acabe el agua.
La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al duque como a don Quijote, y, dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y, dejándole enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. Después se supo que había jurado el duque que si a él no le lavaran como a don Quijote, había de castigar su desenvoltura, lo cual habían enmendado discretamente con haberle a él jabonado.
Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sí:
-¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en esta tierra lavar las barbas a los escuderos como a los caballeros? Porque, en Dios y en mi ánima que lo he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendría a más beneficio.
-¿Qué decís entre vos, Sancho? -preguntó la duquesa.
-Digo, señora -respondió él-, que en las cortes de los otros príncipes siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos, pero no lejía a las barbas; y que por eso es bueno vivir mucho, por ver mucho; aunque también dicen que el que larga vida vive mucho mal ha de pasar, puesto que pasar por un lavatorio de éstos antes es gusto que trabajo.
-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo haré que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester.
-Con las barbas me contento -respondió Sancho-, por ahora a lo menos, que andando el tiempo, Dios dijo lo que será.
-Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo que el buen Sancho pide, y cumplidle su voluntad al pie de la letra.
El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho, y con esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose a la mesa los duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería.
La duquesa rogó a don Quijote que le delinease y describiese, pues parecía tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del Toboso; que, según lo que la fama pregonaba de su belleza, tenía por entendido que debía de ser la más bella criatura del orbe, y aun de toda la Mancha. Sospiró don Quijote, oyendo lo que la duquesa le mandaba, y dijo:
-Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquí, sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en él toda retratada; pero, ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?
-¿Qué quiere decir demostina, señor don Quijote -preguntó la duquesa-, que es vocablo que no le he oído en todos los días de mi vida?
-Retórica demostina -respondió don Quijote- es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón, que fueron los dos mayores retóricos del mundo.
-Así es -dijo el duque-, y habéis andado deslumbrada en la tal pregunta. Pero, con todo eso, nos daría gran gusto el señor don Quijote si nos la pintase; que a buen seguro que, aunque sea en rasguño y bosquejo, que ella salga tal, que la tengan invidia las más hermosas.
-Sí hiciera, por cierto -respondió don Quijote-, si no me la hubiera borrado de la idea la desgracia que poco ha que le sucedió, que es tal, que más estoy para llorarla que para describirla; porque habrán de saber vuestras grandezas que, yendo los días pasados a besarle las manos, y a recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida, hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago.
-¡Válame Dios! -dando una gran voz, dijo a este instante el duque-. ¿Quién ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado dél la belleza que le alegraba, el donaire que le entretenía y la honestidad que le acreditaba?
-¿Quién? -respondió don Quijote-. ¿Quién puede ser sino algún maligno encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me han encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me persiguirán hasta dar conmigo y con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido; y en aquella parte me dañan y hieren donde veen que más lo siento, porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause.
-No hay más que decir -dijo la duquesa-; pero si, con todo eso, hemos de dar crédito a la historia que del señor don Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso.
-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfeción que en las hermosas humildemente nacidas.
-Así es -dijo el duque-; pero hame de dar licencia el señor don Quijote para que diga lo que me fuerza a decir la historia que de sus hazañas he leído, de donde se infiere que, puesto que se conceda que hay Dulcinea, en el Toboso o fuera dél, y que sea hermosa en el sumo grado que vuesa merced nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no corre parejas con las Orianas, con las Alastrajareas, con las Madásimas, ni con otras deste jaez, de quien están llenas las historias que vuesa merced bien sabe.
-A eso puedo decir -respondió don Quijote- que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más, que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y ceptro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores venturas.
-Digo, señor don Quijote -dijo la duquesa-, que en todo cuanto vuestra merced dice va con pie de plomo, y, como suele decirse, con la sonda en la mano; y que yo desde aquí adelante creeré y haré creer a todos los de mi casa, y aun al duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y es hermosa, y principalmente nacida y merecedora que un tal caballero como es el señor don Quijote la sirva; que es lo más que puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar de formar un escrúpulo, y tener algún no sé qué de ojeriza contra Sancho Panza: el escrúpulo es que dice la historia referida que el tal Sancho Panza halló a la tal señora Dulcinea, cuando de parte de vuestra merced le llevó una epístola, ahechando un costal de trigo, y, por más señas, dice que era rubión: cosa que me hace dudar en la alteza de su linaje.
A lo que respondió don Quijote:
-Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí me suceden van fuera de los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los más caballeros andantes y famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes que no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se cuenta que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna; y así, cuando Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles, viendo que no le podía llagar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos y le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo dicho, que podría ser que yo tuviese alguna gracia déstas, no del no poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy de carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado, que ya me he visto metido en una jaula, donde todo el mundo no fuera poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas de encantamentos; pero, pues de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me empezca; y así, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar de sus malas mañas, vénganse en las cosas que más quiero, y quieren quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo; y así, creo que, cuando mi escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a vuestras magnitudes cómo, viniendo poco ha por el Toboso, jamás pude hallar los palacios de Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma figura, que es la más bella del orbe, a mí me pareció una labradora tosca y fea, y no nada bien razonada, siendo la discreción del mundo; y, pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es la encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han vengado de mí mis enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino estado. Todo esto he dicho para que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues a mí me la mudaron, no es maravilla que a él se la cambiasen. Dulcinea es principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos, a buen seguro que no le cabe poca parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar será famoso y nombrado en los venideros siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y España por la Cava, aunque con mejor título y fama. Por otra parte, quiero que entiendan vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones, que le levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocaría con otro escudero, aunque me diesen de añadidura una ciudad; y así, estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto de gobernar, que atusándole tantico el entendimiento, se saldría con cualquiera gobierno, como el rey con sus alcabalas; y más, que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saber leer, y gobiernan como unos girifaltes; el toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el estómago, que saldrán a su tiempo, para utilidad de Sancho y provecho de la ínsula que gobernare.
A este punto llegaban de su coloquio el duque, la duquesa y don Quijote, cuando oyeron muchas voces y gran rumor de gente en el palacio; y a deshora entró Sancho en la sala, todo asustado, con un cernadero por babador, y tras él muchos mozos, o, por mejor decir, pícaros de cocina y otra gente menuda, y uno venía con un artesoncillo de agua, que en la color y poca limpieza mostraba ser de fregar; seguíale y perseguíale el de la artesa, y procuraba con toda solicitud ponérsela y encajársela debajo de las barbas, y otro pícaro mostraba querérselas lavar.
-¿Qué es esto, hermanos? -preguntó la duquesa-. ¿Qué es esto? ¿Qué queréis a ese buen hombre? ¿Cómo y no consideráis que está electo gobernador?
A lo que respondió el pícaro barbero:
-No quiere este señor dejarse lavar, como es usanza, y como se la lavó el duque mi señor y el señor su amo.
-Sí quiero -respondió Sancho con mucha cólera-, pero querría que fuese con toallas más limpias, con lejía mas clara y con manos no tan sucias; que no hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de diablos. Las usanzas de las tierras y de los palacios de los príncipes tanto son buenas cuanto no dan pesadumbre, pero la costumbre del lavatorio que aquí se usa peor es que de diciplinantes. Yo estoy limpio de barbas y no tengo necesidad de semejantes refrigerios; y el que se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo de la cabeza, digo, de mi barba, hablando con el debido acatamiento, le daré tal puñada que le deje el puño engastado en los cascos; que estas tales ceremonias y jabonaduras más parecen burlas que gasajos de huéspedes.
Perecida de risa estaba la duquesa, viendo la cólera y oyendo las razones de Sancho, pero no dio mucho gusto a don Quijote verle tan mal adeliñado con la jaspeada toalla, y tan rodeado de tantos entretenidos de cocina; y así, haciendo una profunda reverencia a los duques, como que les pedía licencia para hablar, con voz reposada dijo a la canalla:
-¡Hola, señores caballeros! Vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare, que mi escudero es limpio tanto como otro, y esas artesillas son para él estrechas y penantes búcaros. Tomen mi consejo y déjenle, porque ni él ni yo sabemos de achaque de burlas.
Cogióle la razón de la boca Sancho, y prosiguió diciendo:
-¡No, sino lléguense a hacer burla del mostrenco, que así lo sufriré como ahora es de noche! Traigan aquí un peine, o lo que quisieren, y almohácenme estas barbas, y si sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza, que me trasquilen a cruces.
A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la duquesa:
-Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho, y la tendrá en todo cuanto dijere: él es limpio, y, como él dice, no tiene necesidad de lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su palma, cuanto más, que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado demasiadamente de remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, a traer a tal personaje y a tales barbas, en lugar de fuentes y aguamaniles de oro puro y de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de aparadores. Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como malandrines que sois, de mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de los andantes caballeros.
Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía con ellos, que la duquesa hablaba de veras; y así, quitaron el cernadero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron y le dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a hincar de rodillas ante la duquesa y dijo:
-De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra merced hoy me ha fecho no puede pagarse con menos, si no es con desear verme armado caballero andante, para ocuparme todos los días de mi vida en servir a tan alta señora. Labrador soy, Sancho Panza me llamo, casado soy, hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna destas cosas puedo servir a vuestra grandeza, menos tardaré yo en obedecer que vuestra señoría en mandar.
-Bien parece, Sancho -respondió la duquesa-, que habéis aprendido a ser cortés en la escuela de la misma cortesía; bien parece, quiero decir, que os habéis criado a los pechos del señor don Quijote, que debe de ser la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias, o cirimonias, como vos decís. Bien haya tal señor y tal criado: el uno, por norte de la andante caballería; y el otro, por estrella de la escuderil fidelidad. Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré vuestras cortesías con hacer que el duque mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla la merced prometida del gobierno.
Con esto cesó la plática, y don Quijote se fue a reposar la siesta, y la duquesa pidió a Sancho que, si no tenía mucha gana de dormir, viniese a pasar la tarde con ella y con sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho respondió que, aunque era verdad que tenía por costumbre dormir cuatro o cinco horas las siestas del verano, que, por servir a su bondad, él procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna, y vendría obediente a su mandado, y fuese. El duque dio nuevas órdenes como se tratase a don Quijote como a caballero andante, sin salir un punto del estilo como cuentan que se trataban los antiguos caballeros.
De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note
CUENTA, pues, la historia, que Sancho no durmió aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la duquesa; la cual, con el gusto que tenía de oírle, le hizo sentar junto a sí en una silla baja, aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentarse; pero la duquesa le dijo que se sentase como gobernador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas merecía el mismo escaño del Cid Ruy Díaz Campeador.
Encogió Sancho los hombros, obedeció y sentóse, y todas las doncellas y dueñas de la duquesa la rodearon, atentas, con grandísimo silencio, a escuchar lo que diría; pero la duquesa fue la que habló primero, diciendo:
-Ahora que estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el señor gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la historia que del gran don Quijote anda ya impresa; una de las cuales dudas es que, pues el buen Sancho nunca vio a Dulcinea, digo, a la señora Dulcinea del Toboso, ni le llevó la carta del señor don Quijote, porque se quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, cómo se atrevió a fingir la respuesta, y aquello de que la halló ahechando trigo, siendo todo burla y mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, y todas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos.
A estas razones, sin responder con alguna, se levantó Sancho de la silla, y, con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios, anduvo por toda la sala levantando los doseles; y luego, esto hecho, se volvió a sentar y dijo:
-Ahora, señora mía, que he visto que no nos escucha nadie de solapa, fuera de los circunstantes, sin temor ni sobresalto responderé a lo que se me ha preguntado, y a todo aquello que se me preguntare; y lo primero que digo es que yo tengo a mi señor don Quijote por loco rematado, puesto que algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satanás no las podría decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente y sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá seis o ocho días, que aún no está en historia; conviene a saber: lo del encanto de mi señora doña Dulcinea, que le he dado a entender que está encantada, no siendo más verdad que por los cerros de Úbeda.
Rogóle la duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y, prosiguiendo en su plática, dijo la duquesa:
-De lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escrúpulo en el alma y un cierto susurro llega a mis oídos, que me dice: «Pues don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo; y, siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne, porque el que no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?»
-Par Dios, señora -dijo Sancho-, que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco que dice verdad: que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón. Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia; que, maguera tonto, se me entiende aquel refrán de «por su mal le nacieron alas a la hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos, y asaz de desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar, como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a Dios por su proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de límiste de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero, y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro; que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos pese y a buenas noches. Y torno a decir que si vuestra señoría no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las trovas de los romances antiguos no mienten.
-Y ¡cómo que no mienten! -dijo a esta sazón doña Rodríguez la dueña, que era una de las escuchantes-: que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja:
Ya me comen, ya me comen
por do más pecado había;
y, según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere más ser más labrador que rey, si le han de comer sabandijas.
No pudo la duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse en oír las razones y refranes de Sancho, a quien dijo:
-Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo, aunque le cueste la vida. El duque, mi señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así, cumplirá la palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos.
-Eso de gobernarlos bien -respondió Sancho- no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres; y a quien cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para mi santiguada que no me han de echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque los buenos tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y paréceme a mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podría ser que a quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio y supiese más dél que de la labor del campo, en que me he criado.
-Vos tenéis razón razón, Sancho -dijo la duquesa-, que nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero, volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía debía de ser por estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al señor don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado; y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame Sancho que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.
-Bien puede ser todo eso -dijo Sancho Panza-; y agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al revés, como vuesa merced, señora mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco que con tan flaca y magra persuasión como la mía creyese una cosa tan fuera de todo término. Pero, señora, no por esto será bien que vuestra bondad me tenga por malévolo, pues no está obligado un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos encantadores: yo fingí aquello por escaparme de las riñas de mi señor don Quijote, y no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés, Dios está en el cielo, que juzga los corazones.
-Así es la verdad -dijo la duquesa-; pero dígame agora, Sancho, qué es esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.
Entonces Sancho Panza le contó punto por punto lo que queda dicho acerca de la tal aventura. Oyendo lo cual la duquesa, dijo:
-Deste suceso se puede inferir que, pues el gran don Quijote dice que vio allí a la mesma labradora que Sancho vio a la salida del Toboso, sin duda es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores muy listos y demasiadamente curiosos.
-Eso digo yo -dijo Sancho Panza-, que si mi señora Dulcinea del Toboso está encantada, su daño; que yo no me tengo de tomar, yo, con los enemigos de mi amo, que deben de ser muchos y malos. Verdad sea que la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve, y por tal labradora la juzgué; y si aquélla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí, o sobre ello, morena. No, sino ándense a cada triquete conmigo a dime y direte, «Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho volvió», como si Sancho fuese algún quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza, el que anda ya en libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón Carrasco, que, por lo menos, es persona bachillerada por Salamanca, y los tales no pueden mentir si no es cuando se les antoja o les viene muy a cuento; así que, no hay para qué nadie se tome conmigo, y pues que tengo buena fama, y, según oí decir a mi señor, que más vale el buen nombre que las muchas riquezas, encájenme ese gobierno y verán maravillas; que quien ha sido buen escudero será buen gobernador.
-Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho -dijo la duquesa- son sentencias catonianas, o, por lo menos, sacadas de las mesmas entrañas del mismo Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.
-En verdad, señora -respondió Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia; con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita: bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o malcriado; que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de haber tan de mármol que no haga la razón? Pero, aunque las calzo, no las ensucio; cuanto más, que los escuderos de los caballeros andantes, casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo.
-Yo lo creo así -respondió la duquesa-. Y por ahora, váyase Sancho a reposar, que después hablaremos más largo y daremos orden como vaya presto a encajarse, como él dice, aquel gobierno.
De nuevo le besó las manos Sancho a la duquesa, y le suplicó le hiciese merced de que se tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de sus ojos.
-¿Qué rucio es éste? -preguntó la duquesa.
-Mi asno -respondió Sancho-, que por no nombrarle con este nombre, le suelo llamar el rucio; y a esta señora dueña le rogué, cuando entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de manera como si la hubiera dicho que era fea o vieja, debiendo ser más propio y natural de las dueñas pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh, válame Dios, y cuán mal estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar!
-Sería algún villano -dijo doña Rodríguez, la dueña-, que si él fuera hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la luna.
-Agora bien -dijo la duquesa-, no haya más: calle doña Rodríguez y sosiéguese el señor Panza, y quédese a mi cargo el regalo del rucio; que, por ser alhaja de Sancho, le pondré yo sobre las niñas de mis ojos.
-En la caballeriza basta que esté -respondió Sancho-, que sobre las niñas de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar sólo un momento, y así lo consintiría yo como darme de puñaladas; que, aunque dice mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de menos, en las jumentiles y así niñas se ha de ir con el compás en la mano y con medido término.
-Llévele -dijo la duquesa- Sancho al gobierno, y allá le podrá regalar como quisiere, y aun jubilarle del trabajo.
-No piense vuesa merced, señora duquesa, que ha dicho mucho -dijo Sancho-; que yo he visto ir más de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el mío no sería cosa nueva.
Las razones de Sancho renovaron en la duquesa la risa y el contento; y, enviándole a reposar, ella fue a dar cuenta al duque de lo que con él había pasado, y entre los dos dieron traza y orden de hacer una burla a don Quijote que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco, en el cual le hicieron muchas, tan propias y discretas, que son las mejores aventuras que en esta grande historia se contienen.
Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas deste libro
GRANDE era el gusto que recebían el duque y la duquesa de la conversación de don Quijote y de la de Sancho Panza; y, confirmándose en la intención que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les había contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado. Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde, tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas.
Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque no le sucediese algún desmán. Y, apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. Sólo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo, y, procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando ya a la mitad dél, asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y, al venir al suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo. Y, viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera.
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban.
Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el cual, viéndose libre y en el suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma; que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
-Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo. Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida; yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo que dice:
De los osos seas comido,
como Favila el nombrado.
-Ése fue un rey godo -dijo don Quijote-, que, yendo a caza de montería, le comió un oso.
-Eso es lo que yo digo -respondió Sancho-: que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno.
-Antes os engañáis, Sancho -respondió el duque-, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!, mudad de opinión, y, cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y veréis como os vale un pan por ciento.
-Eso no -respondió Sancho-: el buen gobernador, la pierna quebrada y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.
-Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay gran trecho.
-Haya lo que hubiere -replicó Sancho-, que al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un gerifalte. ¡No, sino pónganme el dedo en la boca y verán si aprieto o no!
-¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito -dijo don Quijote-, y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada! Vuestras grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traídos tan a sazón y tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría escuchar.
-Los refranes de Sancho Panza -dijo la duquesa-, puesto que son más que los del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque sean mejor traídos y con más sazón acomodados.
Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas, y presto, se les pasó el día y se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo consigo ayudó mucho a la intención de los duques; y, así como comenzó a anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores, resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos instrumentos. Pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse don Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores de la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio, y un postillón que en traje de demonio les pasó por delante, tocando en voz de corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedía.
-¡Hola, hermano correo! -dijo el duque-, ¿quién sois, adónde vais, y qué gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?
A lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada:
-Yo soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el gallardo francés Montesinos, a dar orden a don Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal señora.
-Si vos fuérades diablo, como decís y como vuestra figura muestra, ya hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le tenéis delante.
-En Dios y en mi conciencia -respondió el Diablo- que no miraba en ello, porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la principal a que venía se me olvidaba.
-Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe de ser hombre de bien y buen cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente.
Luego el Demonio, sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo:
-A ti, el Caballero de los Leones (que entre las garras dellos te vea yo), me envía el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mandándome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la que es menester para desencantarla. Y, por no ser para más mi venida, no ha de ser más mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ángeles buenos con estos señores.
Y, en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno, y volvió las espaldas y fuese, sin esperar respuesta de ninguno.
Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos. Y, estando elevado en estos pensamientos, el duque le dijo:
-¿Piensa vuestra merced esperar, señor don Quijote?
-Pues ¿no? -respondió él-. Aquí esperaré intrépido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno.
-Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré yo aquí como en Flandes -dijo Sancho.
En esto, se cerró más la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhalaciones secas de la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. Oyóse asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrío áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. Añadióse a toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lililíes agarenos.
Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y, sobre todo, el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y a gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a aquel puesto.
Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable viejo, con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que, por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie, dando una gran voz, dijo:
-Yo soy el sabio Lirgandeo.
Y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra. Tras éste pasó otro carro de la misma manera, con otro viejo entronizado; el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro, dijo:
-Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la Desconocida.
Y pasó adelante.
Luego, por el mismo continente, llegó otro carro; pero el que venía sentado en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala catadura, el cual, al llegar, levantándose en pie, como los otros, dijo con voz más ronca y más endiablada:
-Yo soy Arcaláus el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda su parentela.
Y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres carros, y cesó el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyó otro, no ruido, sino un son de una suave y concertada música formado, con que Sancho se alegró, y lo tuvo a buena señal; y así, dijo a la duquesa, de quien un punto ni un paso se apartaba:
-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.
-Tampoco donde hay luces y claridad -respondió la duquesa.
A lo que replicó Sancho:
-Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abrasasen, pero la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas.
-Ello dirá -dijo don Quijote, que todo lo escuchaba.
Y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.
Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos
AL COMPÁS de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban doce otros diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los años, que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.
Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al punto que llegó el carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes que en el carro sonaban; y, levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos lados, y, quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:
-Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
(mentira autorizada de los tiempos),
príncipe de la Mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica, 5
émulo a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y, puesto que es de los encantadores, 10
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite, 15
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia, 20
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros 25
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante, 30
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas! 35
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo 40
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo 45
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
-¡Voto a tal! -dijo a esta sazón Sancho-. No digo yo tres mil azotes, pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!
-Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
-No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere; que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.
-Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar -replicó Sancho-: a mí no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí, que es parte suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero, ¿azotarme yo...? ¡Abernuncio!
Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció mas que demasiadamente hermoso, y, con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:
-¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía, que aún se está todavía en el diez y... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te enternezca mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío, que a sólo comer y más comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino tu rígida o blanda repuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al estómago.
Tentóse, oyendo esto, la garganta don Quijote y dijo, volviéndose al duque:
-Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el alma atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta.
-¿Qué decís vos a esto, Sancho? -preguntó la duquesa.
-Digo, señora -respondió Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.
-Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís -dijo el duque.
-Déjeme vuestra grandeza -respondió Sancho-, que no estoy agora para mirar en sotilezas ni en letras más a menos; porque me tienen tan turbado estos azotes que me han de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcina del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, anque no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro, sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más vale un «toma» que dos «te daré»? Pues el señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien dice: «bebe con guindas». Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique.
-Pues en verdad, amigo Sancho -dijo el duque-, que si no os ablandáis más que una breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas, ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios! En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o no habéis de ser gobernador.
-Señor -respondió Sancho-, ¿no se me darían dos días de término para pensar lo que me está mejor?
-No, en ninguna manera -dijo Merlín-; aquí, en este instante y en este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio, o Dulcinea volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino estado de labradora, o ya, en el ser que está, será llevada a los Elíseos Campos, donde estará esperando se cumpla el número del vápulo.
-Ea, buen Sancho -dijo la duquesa-, buen ánimo y buena correspondencia al pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar, por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el sí, hijo, desta azotaina, y váyase el diablo para diablo y el temor para mezquino; que un buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.
A estas razones respondió con éstas disparatadas Sancho, que, hablando con Merlín, le preguntó:
-Dígame vuesa merced, señor Merlín: cuando llegó aquí el diablo correo y dio a mi amo un recado del señor Montesinos, mandándole de su parte que le esperase aquí, porque venía a dar orden de que la señora doña Dulcinea del Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a Montesinos, ni a sus semejas.
A lo cual respondió Merlín:
-El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante y un grandísimo bellaco: yo le envié en busca de vuestro amo, pero no con recado de Montesinos, sino mío, porque Montesinos se está en su cueva entendiendo, o, por mejor decir, esperando su desencanto, que aún le falta la cola por desollar. Si os debe algo, o tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os lo traeré y pondré donde vos más quisiéredes. Y, por agora, acabad de dar el sí desta diciplina, y creedme que os será de mucho provecho, así para el alma como para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la haréis; para el cuerpo, porque yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer daño sacaros un poco de sangre.
-Muchos médicos hay en el mundo: hasta los encantadores son médicos -replicó Sancho-; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo, digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y yo procuraré salir de la deuda lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la señora doña Dulcinea del Toboso, pues, según parece, al revés de lo que yo pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no he de estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en el número, el señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran.
-De las sobras no habrá que avisar -respondió Merlín-, porque, llegando al cabal número, luego quedará de improviso desencantada la señora Dulcinea, y vendrá a buscar, como agradecida, al buen Sancho, y a darle gracias, y aun premios, por la buena obra. Así que no hay de qué tener escrúpulo de las sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo engañe a nadie, aunque sea en un pelo de la cabeza.
-¡Ea, pues, a la mano de Dios! -dijo Sancho-. Yo consiento en mi mala ventura; digo que yo acepto la penitencia con las condiciones apuntadas.
Apenas dijo estas últimas palabras Sancho, cuando volvió a sonar la música de las chirimías y se volvieron a disparar infinitos arcabuces, y don Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil besos en la frente y en las mejillas. La duquesa y el duque y todos los circunstantes dieron muestras de haber recebido grandísimo contento, y el carro comenzó a caminar; y, al pasar, la hermosa Dulcinea inclinó la cabeza a los duques y hizo una gran reverencia a Sancho.
Y ya, en esto, se venía a más andar el alba, alegre y risueña: las florecillas de los campos se descollaban y erguían, y los líquidos cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y pardas guijas, iban a dar tributo a los ríos que los esperaban. La tierra alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos juntos, daban manifiestas señales que el día, que al aurora venía pisando las faldas, había de ser sereno y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y de haber conseguido su intención tan discreta y felicemente, se volvieron a su castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas, que para ellos no había veras que más gusto les diesen.
Donde se cuenta la estraña y jamás imaginada aventura de la dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer Teresa Panza
TENÍA un mayordomo el duque de muy burlesco y desenfadado ingenio, el cual hizo la figura de Merlín y acomodó todo el aparato de la aventura pasada, compuso los versos y hizo que un paje hiciese a Dulcinea. Finalmente, con intervención de sus señores, ordenó otra del más gracioso y estraño artificio que puede imaginarse.
Preguntó la duquesa a Sancho otro día si había comenzado la tarea de la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntóle la duquesa que con qué se los había dado. Respondió que con la mano.
-Eso -replicó la duquesa- más es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandura; menester será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de las de canelones, que se dejen sentir; porque la letra con sangre entra, y no se ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como lo es Dulcinea por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.
A lo que respondió Sancho:
-Déme vuestra señoría alguna diciplina o ramal conveniente, que yo me daré con él como no me duela demasiado, porque hago saber a vuesa merced que, aunque soy rústico, mis carnes tienen más de algodón que de esparto, y no será bien que yo me descríe por el provecho ajeno.
-Sea en buena hora -respondió la duquesa-: yo os daré mañana una diciplina que os venga muy al justo y se acomode con la ternura de vuestras carnes, como si fueran sus hermanas propias.
A lo que dijo Sancho:
-Sepa vuestra alteza, señora mía de mi ánima, que yo tengo escrita una carta a mi mujer Teresa Panza, dándole cuenta de todo lo que me ha sucedido después que me aparté della; aquí la tengo en el seno, que no le falta más de ponerle el sobreescrito; querría que vuestra discreción la leyese, porque me parece que va conforme a lo de gobernador, digo, al modo que deben de escribir los gobernadores.
-¿Y quién la notó? -preguntó la duquesa.
-¿Quién la había de notar sino yo, pecador de mí? -respondió Sancho.
-¿Y escribístesla vos? -dijo la duquesa.
-Ni por pienso -respondió Sancho-, porque yo no sé leer ni escribir, puesto que sé firmar.
-Veámosla -dijo la duquesa-, que a buen seguro que vos mostréis en ella la calidad y suficiencia de vuestro ingenio.
Sacó Sancho una carta abierta del seno, y, tomándola la duquesa, vio que decía desta manera:
CARTA DE SANCHO PANZA A TERESA PANZA, SU MUJER
Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba; si buen gobierno me tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú, Teresa mía, por ahora; otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa, que tengo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar a gatas. Mujer de un gobernador eres, ¡mira si te roerá nadie los zancajos! Ahí te envío un vestido verde de cazador, que me dio mi señora la duquesa; acomódale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote, mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como la madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro. De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo o no. El rucio está bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar, aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces las manos; vuélvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos cueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos comedimientos. No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros cien escudos, como la de marras, pero no te dé pena, Teresa mía, que en salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada del gobierno; sino que me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le pruebo, que me tengo de comer las manos tras él; y si así fuese, no me costaría muy barato, aunque los estropeados y mancos ya se tienen su calonjía en la limosna que piden; así que, por una vía o por otra, tú has de ser rica, de buena ventura. Dios te la dé, como puede, y a mí me guarde para servirte. Deste castillo, a veinte de julio de 1614.
Tu marido el gobernador,
Sancho Panza.
En acabando la duquesa de leer la carta, dijo a Sancho:
-En dos cosas anda un poco descaminado el buen gobernador: la una, en decir o dar a entender que este gobierno se le han dado por los azotes que se ha de dar, sabiendo él, que no lo puede negar, que cuando el duque, mi señor, se le prometió, no se soñaba haber azotes en el mundo; la otra es que se muestra en ella muy codicioso, y no querría que orégano fuese, porque la codicia rompe el saco, y el gobernador codicioso hace la justicia desgobernada.
-Yo no lo digo por tanto, señora -respondió Sancho-; y si a vuesa merced le parece que la tal carta no va como ha de ir, no hay sino rasgarla y hacer otra nueva, y podría ser que fuese peor si me lo dejan a mi caletre.
-No, no -replicó la duquesa-, buena está ésta, y quiero que el duque la vea.
Con esto se fueron a un jardín, donde habían de comer aquel día. Mostró la duquesa la carta de Sancho al duque, de que recibió grandísimo contento. Comieron, y después de alzado los manteles, y después de haberse entretenido un buen espacio con la sabrosa conversación de Sancho, a deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y destemplado tambor. Todos mostraron alborotarse con la confusa, marcial y triste armonía, especialmente don Quijote, que no cabía en su asiento de puro alborotado; de Sancho no hay que decir sino que el miedo le llevó a su acostumbrado refugio, que era el lado o faldas de la duquesa, porque real y verdaderamente el son que se escuchaba era tristísimo y malencólico.
Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de luto, tan luengo y tendido que les arrastraba por el suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás. Seguía a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra. Venía cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien se entreparecía una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paso al son de los tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo, su negrura y su acompañamiento pudiera y pudo suspender a todos aquellos que sin conocerle le miraron.
Llegó, pues, con el espacio y prosopopeya referida a hincarse de rodillas ante el duque, que en pie, con los demás que allí estaban, le atendía; pero el duque en ninguna manera le consintió hablar hasta que se levantase. Hízolo así el espantajo prodigioso, y, puesto en pie, alzó el antifaz del rostro y hizo patente la más horrenda, la más larga, la más blanca y más poblada barba que hasta entonces humanos ojos habían visto, y luego desencajó y arrancó del ancho y dilatado pecho una voz grave y sonora, y, poniendo los ojos en el duque, dijo:
-Altísimo y poderoso señor, a mí me llaman Trifaldín el de la Barba Blanca; soy escudero de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la Dueña Dolorida, de parte de la cual traigo a vuestra grandeza una embajada, y es que la vuestra magnificencia sea servida de darla facultad y licencia para entrar a decirle su cuita, que es una de las más nuevas y más admirables que el más cuitado pensamiento del orbe pueda haber pensado. Y primero quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso y jamás vencido caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que se puede y debe tener a milagro o a fuerza de encantamento. Ella queda a la puerta desta fortaleza o casa de campo, y no aguarda para entrar sino vuestro beneplácito. Dije.
Y tosió luego y manoseóse la barba de arriba abajo con entrambas manos, y con mucho sosiego estuvo atendiendo la respuesta del duque, que fue:
-Ya, buen escudero Trifaldín de la Blanca Barba, ha muchos días que tenemos noticia de la desgracia de mi señora la condesa Trifaldi, a quien los encantadores la hacen llamar la Dueña Dolorida; bien podéis, estupendo escudero, decirle que entre y que aquí está el valiente caballero don Quijote de la Mancha, de cuya condición generosa puede prometerse con seguridad todo amparo y toda ayuda; y asimismo le podréis decir de mi parte que si mi favor le fuere necesario, no le ha de faltar, pues ya me tiene obligado a dársele el ser caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer a toda suerte de mujeres, en especial a las dueñas viudas, menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar su señoría.
Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la rodilla hasta el suelo, y, haciendo al pífaro y tambores señal que tocasen, al mismo son y al mismo paso que había entrado, se volvió a salir del jardín, dejando a todos admirados de su presencia y compostura. Y, volviéndose el duque a don Quijote, le dijo:
-En fin, famoso caballero, no pueden las tinieblas de la malicia ni de la ignorancia encubrir y escurecer la luz del valor y de la virtud. Digo esto porque apenas ha seis días que la vuestra bondad está en este castillo, cuando ya os vienen a buscar de lueñas y apartadas tierras, y no en carrozas ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas; los tristes, los afligidos, confiados que han de hallar en ese fortísimo brazo el remedio de sus cuitas y trabajos, merced a vuestras grandes hazañas, que corren y rodean todo lo descubierto de la tierra.
-Quisiera yo, señor duque -respondió don Quijote-, que estuviera aquí presente aquel bendito religioso que a la mesa el otro día mostró tener tan mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andantes, para que viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo: tocara, por lo menos, con la mano que los extraordinariamente afligidos y desconsolados, en casos grandes y en desdichas inormes no van a buscar su remedio a las casas de los letrados, ni a la de los sacristanes de las aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los términos de su lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y contarlas, que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y las escriban; el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de personas se halla mejor que en los caballeros andantes, y de serlo yo doy infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien empleado cualquier desmán y trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueña y pida lo que quisiere, que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi brazo y en la intrépida resolución de mi animoso espíritu.
Donde se prosigue la famosa aventura de la dueña Dolorida
EN ESTREMO se holgaron el duque y la duquesa de ver cuán bien iba respondiendo a su intención don Quijote, y a esta sazón dijo Sancho:
-No querría yo que esta señora dueña pusiese algún tropiezo a la promesa de mi gobierno, porque yo he oído decir a un boticario toledano que hablaba como un silguero que donde interviniesen dueñas no podía suceder cosa buena. ¡Válame Dios, y qué mal estaba con ellas el tal boticario! De lo que yo saco que, pues todas las dueñas son enfadosas e impertinentes, de cualquiera calidad y condición que sean, ¿qué serán las que son doloridas, como han dicho que es esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que en mi tierra faldas y colas, colas y faldas, todo es uno.
-Calla, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que, pues esta señora dueña de tan lueñes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario tenía en su número, cuanto más que ésta es condesa, y cuando las condesas sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus casas son señorísimas que se sirven de otras dueñas.
A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente:
-Dueñas tiene mi señora la duquesa en su servicio, que pudieran ser condesas si la fortuna quisiera, pero allá van leyes do quieren reyes; y nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas; que, aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que hace una dueña doncella a una dueña viuda; y quien a nosotras trasquiló, las tijeras le quedaron en la mano.
-Con todo eso -replicó Sancho-, hay tanto que trasquilar en las dueñas, según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.
-Siempre los escuderos -respondió doña Rodríguez- son enemigos nuestros; que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras, desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a los leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuera dado, y el tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sólo a los presentes, sino a todo el mundo, cómo no hay virtud que no se encierre en una dueña.
-Yo creo -dijo la duquesa- que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás dueñas, para confundir la mala opinión de aquel mal boticario, y desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.
A lo que Sancho respondió:
-Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo.
Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida entraba. Preguntó la duquesa al duque si sería bien ir a recebirla, pues era condesa y persona principal.
-Por lo que tiene de condesa -respondió Sancho, antes que el duque respondiese-, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.
-¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? -dijo don Quijote.
-¿Quién, señor? -respondió Sancho-. Yo me meto, que puedo meterme, como escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto se pierde por carta de más como por carta de menos; y al buen entendedor, pocas palabras.
-Así es, como Sancho dice -dijo el duque-: veremos el talle de la condesa, y por él tantearemos la cortesía que se le debe.
En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera.
Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro, siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.
Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña Dolorida
DETRÁS de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos, y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados que ninguna cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y dilicada, dijo:
-Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues cuanto más le busco menos le hallo.
-Sin él estaría -respondió el duque-, señora condesa, el que no descubriese por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
-Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes, y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero, antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo Panza.
-El Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquí esta, y el don Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida dueña, dijo:
-Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester, señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
-Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las manos, le dijo:
-¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
A lo que respondió Sancho:
-De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje hacer, que todos nos entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
-«Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió, pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba, confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me acuerdo, decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo, desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos, porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo, señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni había de creer ser verdad aquel decir: “Vivo muriendo, ardo en el yelo, tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome”, con otros imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol, del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas, sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho, del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia, en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla. Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un alguacil de corte muy honrado...»
A esta sazón, dijo Sancho:
-También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin desta tan larga historia.
-Sí haré -respondió la condesa.
Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia
DE CUALQUIERA palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se desesperaba don Quijote; y, mandándole que callase, la Dolorida prosiguió diciendo:
-«En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración, el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia, madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»
-Debió de morir, sin duda -dijo Sancho.
-¡Claro está! -respondió Trifaldín-, que en Candaya no se entierran las personas vivas, sino las muertas.
-Ya se ha visto, señor escudero -replicó Sancho-, enterrar un desmayado creyendo ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian, y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle tanto. Cuando se hubiera casado esa señora con algún paje suyo, o con otro criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan gentilhombre y tan entendido como aquí nos le han pintado, en verdad en verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque, según las reglas de mi señor, que está presente y no me dejará mentir, así como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.
-Razón tienes, Sancho -dijo don Quijote-, porque un caballero andante, como tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor señor del mundo. Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.
-Y ¡cómo si queda lo amargo! -respondió la condesa-, y tan amargo que en su comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. «Muerta, pues, la reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra y apenas le dimos el último vale, cuando,
quis talia fando temperet a lachrymis?,
puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal, y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: “No cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura”. Hecho esto, sacó de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiéndome a mí por los cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza. Turbéme, pegóseme la voz a la garganta, quedé mohína en todo estremo, pero, con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz tembladora y doliente, le dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecución de tan riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las dueñas de palacio, que fueron estas que están presentes, y, después de haber exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus malas mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía, dijo que no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo momento y punto que acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la manera que ahora veréis.»
Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.
Y la Trifaldi prosiguió:
-«Desta manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno, cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, señores míos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos fuentes, pero la consideración de nuestra desgracia, y los mares que hasta aquí han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y así, lo diré sin lágrimas), digo, pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué padre o qué madre se dolerá della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun cuando tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra hecho un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!»
Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse.
De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta memorable historia
REAL y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los vivientes.
Dice, pues, la historia que, así como Sancho vio desmayada a la Dolorida, dijo:
-Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases, por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y no fuera mejor, y a ellas les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape.
-Así es la verdad, señor -respondió una de las doce-, que no tenemos hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás quisimos admitirlas, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de ser primas; y si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas nos llevarán a la sepultura.
-Yo me pelaría las mías -dijo don Quijote- en tierra de moros, si no remediase las vuestras.
A este punto, volvió de su desmayo la Trifaldi y dijo:
-El retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó a mis oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis sentidos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable, vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
-Por mí no quedará -respondió don Quijote-: ved, señora, qué es lo que tengo de hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.
-Es el caso -respondió la Dolorida -que desde aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más a menos; pero si se va por el aire y por la línea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien él quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dél en sus viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy está aquí y mañana en Francia y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en él.
A esto dijo Sancho:
-Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires; pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
-Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estará en nuestra presencia, porque él me significó que la señal que me daría por donde yo entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
-Y ¿cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
-Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada doncella.
-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.
-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
-Yo apostaré -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno desos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
-Así es -respondió la barbada condesa-, pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante.
-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-, pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?
-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que, volviéndola a una parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o ya rastreando y casi barriendo la tierra, o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas.
-Ya lo querría ver -respondió Sancho-, pero pensar que tengo de subir en él, ni en la silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es que apenas puedo tenerme en mi rucio, y sobre un albarda más blanda que la mesma seda, y querrían ahora que me tuviese en unas ancas de tabla, sin cojín ni almohada alguna! Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las barbas a nadie: cada cual se rape como más le viniere a cuento, que yo no pienso acompañar a mi señor en tan largo viaje. Cuanto más, que yo no debo de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el desencanto de mi señora Dulcinea.
-Sí sois, amigo -respondió la Trifaldi-, y tanto, que, sin vuestra presencia, entiendo que no haremos nada.
-¡Aquí del rey! -dijo Sancho-: ¿qué tienen que ver los escuderos con las aventuras de sus señores? ¿Hanse de llevar ellos la fama de las que acaban, y hemos de llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de mí! Aun si dijesen los historiadores: «El tal caballero acabó la tal y tal aventura, pero con ayuda de fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el acabarla». Pero, ¡que escriban a secas: «Don Paralipomenón de las Tres Estrellas acabó la aventura de los seis vestiglos», sin nombrar la persona de su escudero, que se halló presente a todo, como si no fuera en el mundo! Ahora, señores, vuelvo a decir que mi señor se puede ir solo, y buen provecho le haga, que yo me quedaré aquí, en compañía de la duquesa mi señora, y podría ser que cuando volviese hallase mejorada la causa de la señora Dulcinea en tercio y quinto; porque pienso, en los ratos ociosos y desocupados, darme una tanda de azotes que no me la cubra pelo.
-Con todo eso, le habéis de acompañar si fuere necesario, buen Sancho, porque os lo rogarán buenos; que no han de quedar por vuestro inútil temor tan poblados los rostros destas señoras; que, cierto, sería mal caso.
-¡Aquí del rey otra vez! -replicó Sancho-. Cuando esta caridad se hiciera por algunas doncellas recogidas, o por algunas niñas de la doctrina, pudiera el hombre aventurarse a cualquier trabajo, pero que lo sufra por quitar las barbas a dueñas, ¡mal año! Mas que las viese yo a todas con barbas, desde la mayor hasta la menor, y de la más melindrosa hasta la más repulgada.
-Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo -dijo la duquesa-: mucho os vais tras la opinión del boticario toledano. Pues a fe que no tenéis razón; que dueñas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de dueñas, que aquí está mi doña Rodríguez, que no me dejará decir otra cosa.
-Mas que la diga vuestra excelencia -dijo Rodríguez-, que Dios sabe la verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas que seamos las dueñas, también nos parió nuestra madre como a las otras mujeres; y, pues Dios nos echó en el mundo, Él sabe para qué, y a su misericordia me atengo, y no a las barbas de nadie.
-Ahora bien, señora Rodríguez -dijo don Quijote-, y señora Trifaldi y compañía, yo espero en el cielo que mirará con buenos ojos vuestras cuitas, que Sancho hará lo que yo le mandare, ya viniese Clavileño y ya me viese con Malambruno; que yo sé que no habría navaja que con más facilidad rapase a vuestras mercedes como mi espada raparía de los hombros la cabeza de Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre.
-¡Ay! -dijo a esta sazón la Dolorida-, con benignos ojos miren a vuestra grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas de las regiones celestes, e infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y valentía para ser escudo y amparo del vituperoso y abatido género dueñesco, abominado de boticarios, murmurado de escuderos y socaliñado de pajes; que mal haya la bellaca que en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a dueña. ¡Desdichadas de nosotras las dueñas, que, aunque vengamos por línea recta, de varón en varón, del mismo Héctor el troyano, no dejaran de echaros un vos nuestras señoras, si pensasen por ello ser reinas! ¡Oh gigante Malambruno, que, aunque eres encantador, eres certísimo en tus promesas!, envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha se acabe, que si entra el calor y estas nuestras barbas duran, ¡guay de nuestra ventura!
Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas de los ojos de todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y propuso en su corazón de acompañar a su señor hasta las últimas partes del mundo, si es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.
De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura
LLEGÓ en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole que, pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno no osaba venir con él a singular batalla. Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:
-Suba sobre esta máquina el que tuviere ánimo para ello.
-Aquí -dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero.
Y el salvaje prosiguió diciendo:
-Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra malicia, será ofendido; y no hay más que torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta, que él los llevará por los aires adonde los atiende Malambruno; pero, porque la alteza y sublimidad del camino no les cause váguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche, que será señal de haber dado fin a su viaje.
Esto dicho, dejando a Clavileño, con gentil continente se volvieron por donde habían venido. La Dolorida, así como vio al caballo, casi con lágrimas dijo a don Quijote:
-Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el caballo está en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino en que subas en él con tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo viaje.
-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor talante, sin ponerme a tomar cojín, ni calzarme espuelas, por no detenerme: tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora, y a todas estas dueñas rasas y mondas.
-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni de malo ni de buen talante, en ninguna manera; y si es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede buscar mi señor otro escudero que le acompañe, y estas señoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy brujo, para gustar de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni habrá ínsula ni ínsulos en el mundo que me conozan; y, pues se dice comúnmente que en la tardanza va el peligro, y que cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguilla, perdónenme las barbas destas señoras, que bien se está San Pedro en Roma; quiero decir que bien me estoy en esta casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueño tan gran bien espero como es verme gobernador.
A lo que el duque dijo:
-Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y, pues vos sabéis que sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura; que ahora volváis sobre Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria fortuna os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda en esta verdad, señor Sancho, que sería hacer notorio agravio al deseo que de serviros tengo.
-No más, señor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos y encomiéndenme a Dios, y avísenme si cuando vamos por esas altanerías podré encomendarme a Nuestro Señor o invocar los ángeles que me favorezcan.
A lo que respondió Trifaldi:
-Sancho, bien podéis encomendaros a Dios o a quien quisiéredes, que Malambruno, aunque es encantador, es cristiano, y hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con nadie.
-¡Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta!
-Desde la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote-, nunca he visto a Sancho con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como otros, su pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas en el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho, que con licencia destos señores os quiero hablar aparte dos palabras.
Y, apartando a Sancho entre unos árboles del jardín y asiéndole ambas las manos, le dijo:
-Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera, y que sabe Dios cuándo volveremos dél, ni la comodidad y espacio que nos darán los negocios; así, querría que ahora te retirases en tu aposento, como que vas a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y, en un daca las pajas, te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que estás obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás, que el comenzar las cosas es tenerlas medio acabadas.
-¡Par Dios -dijo Sancho-, que vuestra merced debe de ser menguado! Esto es como aquello que dicen: «¡en priesa me vees y doncellez me demandas!» ¿Ahora que tengo de ir sentado en una tabla rasa, quiere vuestra merced que me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene vuestra merced razón. Vamos ahora a rapar estas dueñas, que a la vuelta yo le prometo a vuestra merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi obligación, que vuestra merced se contente, y no le digo más.
Y don Quijote respondió:
-Pues con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás, porque, en efecto, aunque tonto, eres hombre verídico.
-No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla, cumpliera mi palabra.
Y con esto se volvieron a subir en Clavileño, y al subir dijo don Quijote:
-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que quien de tan lueñes tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede redundar de engañar a quien dél se fía; y, puesto que todo sucediese al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá escurecer malicia alguna.
-Vamos, señor -dijo Sancho-, que las barbas y lágrimas destas señoras las tengo clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me sepa hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced y tápese primero, que si yo tengo de ir a las ancas, claro está que primero sube el de la silla.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y, sacando un pañuelo de la faldriquera, pidió a la Dolorida que le cubriese muy bien los ojos, y, habiéndoselos cubierto, se volvió a descubrir y dijo:
-Si mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total ruina de Troya; y así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en su estómago.
-No hay para qué -dijo la Dolorida-, que yo le fío y sé que Malambruno no tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor don Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.
Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería poner en detrimento su valentía; y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; y, como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco pintada o tejida en algún romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y, acomodándose lo mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y no nada blandas, y pidió al duque que, si fuese posible, le acomodasen de algún cojín o de alguna almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa, o del lecho de algún paje, porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol que de leño.
A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría sobre sí Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que así no sentiría tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y, diciendo «a Dios», se dejó vendar los ojos, y, ya después de vendados, se volvió a descubrir, y, mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarías, porque Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don Quijote:
-Ladrón, ¿estás puesto en la horca por ventura, o en el último término de la vida, para usar de semejantes plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda Magalona, del cual decendió, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del valeroso Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete, cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes, a lo menos en presencia mía.
-Tápenme -respondió Sancho-; y, pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de diablos que den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronse, y, sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó la clavija, y, apenas hubo puesto los dedos en ella, cuando todas las dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo:
-¡Dios te guíe, valeroso caballero!
-¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!
-¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están mirando!
-¡Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas, que será peor tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su padre!
Oyó Sancho las voces, y, apretándose con su amo y ciñiendole con los brazos, le dijo:
-Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?
-No repares en eso, Sancho, que, como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.
-Así es la verdad -respondió Sancho-, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.
Y así era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.
Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:
-Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.
En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos, pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:
-Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
-No hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que, el que nos lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas y subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como hace el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se remonte; y, aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardín, créeme que debemos de haber hecho gran camino.
-No sé lo que es -respondió Sancho Panza-, sólo sé decir que si la señora Magallanes o Magalona se contentó destas ancas, que no debía de ser muy tierna de carnes.
Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían estraordinario contento; y, queriendo dar remate a la estraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires, con estraño ruido, y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.
En este tiempo ya se habían desparecido del jardín todo el barbado escuadrón de las dueñas y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron maltrechos, y, mirando a todas partes, quedaron atónitos de verse en el mesmo jardín de donde habían partido y de ver tendido por tierra tanto número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín vieron hincada una gran lanza en el suelo y pendiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes letras de oro, estaba escrito lo siguiente:
El ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció
y acabó la aventura de la condesa Trifaldi, por
otro nombre llamada la dueña Dolorida, y compañía,
con sólo intentarla.
Malambruno se da por contento y satisfecho a toda
su voluntad, y las barbas de las dueñas ya quedan
lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia
en su prístino estado. Y, cuando se
cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se
verá libre de los pestíferos girifaltes que la persiguen,
y en brazos de su querido arrullador; que así
está ordenado por el sabio Merlín, protoencantador
de los encantadores.
Habiendo, pues, don Quijote leído las letras del pergamino, claro entendió que del desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando muchas gracias al cielo de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su pasada tez los rostros de las venerables dueñas, que ya no parecían, se fue adonde el duque y la duquesa aún no habían vuelto en sí, y, trabando de la mano al duque, le dijo:
-¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen ánimo, que todo es nada! La aventura es ya acabada sin daño de barras, como lo muestra claro el escrito que en aquel padrón está puesto.
El duque, poco a poco, y como quien de un pesado sueño recuerda, fue volviendo en sí, y por el mismo tenor la duquesa y todos los que por el jardín estaban caídos, con tales muestras de maravilla y espanto, que casi se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los ojos medio cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote, diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese visto.
Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las barbas, y si era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposición prometía, pero dijéronle que, así como Clavileño bajó ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido, y que ya iban rapadas y sin cañones. Preguntó la duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo viaje. A lo cual Sancho respondió:
-Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos, pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no la consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí miré hacia la tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas; porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.
A esto dijo la duquesa:
-Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de mostaza, y cada hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.
-Así es verdad -respondió Sancho-, pero, con todo eso, la descubrí por un ladito, y la vi toda.
-Mirad, Sancho -dijo la duquesa-, que por un ladito no se vee el todo de lo que se mira.
-Yo no sé esas miradas -replicó Sancho-: sólo sé que será bien que vuestra señoría entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento podía yo ver toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo, descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo que no había de mí a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora mía, que es muy grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas; y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con ellas un rato...! Y si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, y ¿qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió de un lugar, ni pasó adelante.
-Y, en tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras -preguntó el duque-, ¿en qué se entretenía el señor don Quijote?
A lo que don Quijote respondió:
-Como todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es verdad que sentí que pasaba por la región del aire, y aun que tocaba a la del fuego; pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues, estando la región del fuego entre el cielo de la luna y la última región del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete cabrillas que Sancho dice, sin abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente o Sancho sueña.
-Ni miento ni sueño -respondió Sancho-: si no, pregúntenme las señas de las tales cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.
-Dígalas, pues, Sancho -dijo la duquesa.
-Son -respondió Sancho- las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una de mezcla.
-Nueva manera de cabras es ésa -dijo el duque-, y por esta nuestra región del suelo no se usan tales colores; digo, cabras de tales colores.
-Bien claro está eso -dijo Sancho-; sí, que diferencia ha de haber de las cabras del cielo a las del suelo.
-Decidme, Sancho -preguntó el duque-: ¿vistes allá en entre esas cabras algún cabrón?
-No, señor -respondió Sancho-, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna.
No quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que llevaba Sancho hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de cuanto allá pasaba, sin haberse movido del jardín.
En resolución, éste fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio que reír a los duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera; y, llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo:
-Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos; y no os digo más.
De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas
CON EL FELICE y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
-Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.
-Mirad, amigo Sancho -respondió el duque-: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
-Ahora bien -respondió Sancho-, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
-Si una vez lo probáis, Sancho -dijo el duque-, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
-Señor -replicó Sancho-, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.
-Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo -respondió el duque-, y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.
-Vístanme -dijo Sancho- como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.
-Así es verdad -dijo el duque-, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.
-Letras -respondió Sancho-, pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.
-Con tan buena memoria -dijo el duque-, no podrá Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio.
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
-Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones. Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
-Así es la verdad -respondió Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos; pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.
-Así es verdad -replicó don Quijote-, por lo cual los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que puede suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.
De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza
¿QUIÉN oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en ésta destos segundos documentos que dio a Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su discreción y su locura en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y dijo:
-En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso. No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César. Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no la alcanzan los vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.
-Eso de erutar no entiendo -dijo Sancho.
Y don Quijote le dijo:
-Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y éste es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso.
-En verdad, señor -dijo Sancho-, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
-Erutar, Sancho, que no regoldar -dijo don Quijote.
-Erutar diré de aquí adelante -respondió Sancho-, y a fee que no se me olvide.
-También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles; que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
-Eso Dios lo puede remediar -respondió Sancho-, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener seso ha menester.
-¡Eso sí, Sancho! -dijo don Quijote-: ¡encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros, caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo. Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos entre sí, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado. Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo; greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los caballeros ni a los gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte; andará el tiempo, y, según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.
-Señor -respondió Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín, pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni acordará más dellos que de las nubes de antaño, y así, será menester que se me den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.
-¡Ah, pecador de mí -respondió don Quijote-, y qué mal parece en los gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.
-Bien sé firmar mi nombre -respondió Sancho-, que cuando fui prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraigado no te verás vengado.
-¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?
-Por Dios, señor nuestro amo -replicó Sancho-, que vuesa merced se queja de bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar llaman Sancho.
-Ese Sancho no eres tú -dijo don Quijote-, porque no sólo no eres buen callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querría saber qué cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria que venían aquí a propósito, que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.
-¿Qué mejores -dijo Sancho- que «entre dos muelas cordales nunca pongas tus pulgares», y «a idos de mi casa y qué queréis con mi mujer, no hay responder», y «si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro», todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su gobernador ni con el que le manda, porque saldrá lastimado, como el que pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que replicar, como al «salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer». Pues lo de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga por él: «espantóse la muerta de la degollada», y vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.
-Eso no, Sancho -respondió don Quijote-, que el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.
-Señor -replicó Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que, mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.
-Por Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que, por solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.
Cómo Sancho Panza fue llevado al gobierno, y de la estraña aventura que en el castillo sucedió a don Quijote
DICEN que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.
Y luego prosigue la historia diciendo que, en acabando de comer don Quijote, el día que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero, apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que los comunicó con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él había de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque, muy discreto y muy gracioso -que no puede haber gracia donde no hay discreción-, el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi, con el donaire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que, así como Sancho vio al tal mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y, volviéndose a su señor, le dijo:
-Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy, en justo y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste mayordomo del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.
Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y, habiéndole mirado, dijo a Sancho:
-No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente, que no sé lo que quieres decir; que el rostro de la Dolorida es el del mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que, a serlo, implicaría contradición muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas averiguaciones, que sería entrarnos en intricados laberintos. Créeme, amigo, que es menester rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre a los dos de malos hechiceros y de malos encantadores.
-No es burla, señor -replicó Sancho-, sino que denantes le oí hablar, y no pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos. Ahora bien, yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí adelante, a ver si descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.
-Así lo has de hacer, Sancho -dijo don Quijote-, y darásme aviso de todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado, y encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. Volvía Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña.
Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió con pucheritos.
Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, y espera dos fanegas de risa, que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo, y, en tanto, atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche; que si con ello no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia, porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o con risa.
Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía, y preguntóle que de qué estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos, dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de su deseo.
-Verdad es, señora mía -respondió don Quijote-, que siento la ausencia de Sancho, pero no es ésa la causa principal que me hace parecer que estoy triste, y, de los muchos ofrecimientos que Vuestra Excelencia me hace, solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en lo demás, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y permita que yo solo sea el que me sirva.
-En verdad -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que no ha de ser así: que le han de servir cuatro doncellas de las mías, hermosas como unas flores.
-Para mí -respondió don Quijote- no serán ellas como flores, sino como espinas que me puncen el alma. Así entrarán ellas en mi aposento, ni cosa que lo parezca, como volar. Si es que vuestra grandeza quiere llevar adelante el hacerme merced sin yo merecerla, déjeme que yo me las haya conmigo, y que yo me sirva de mis puertas adentro, que yo ponga una muralla en medio de mis deseos y de mi honestidad; y no quiero perder esta costumbre por la liberalidad que vuestra alteza quiere mostrar conmigo. Y, en resolución, antes dormiré vestido que consentir que nadie me desnude.
-No más, no más, señor don Quijote -replicó la duquesa-. Por mí digo que daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que una doncella; no soy yo persona, que por mí se ha de descabalar la decencia del señor don Quijote; que, según se me ha traslucido, la que más campea entre sus muchas virtudes es la de la honestidad. Desnúdese vuesa merced y vístase a sus solas y a su modo, como y cuando quisiere, que no habrá quien lo impida, pues dentro de su aposento hallará los vasos necesarios al menester del que duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue a que la abra. Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre estendido por toda la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan valiente y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el corazón de Sancho Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo de la belleza de tan gran señora.
A lo cual dijo don Quijote:
-Vuestra altitud ha hablado como quien es, que en la boca de las buenas señoras no ha de haber ninguna que sea mala; y más venturosa y más conocida será en el mundo Dulcinea por haberla alabado vuestra grandeza, que por todas las alabanzas que puedan darle los más elocuentes de la tierra.
-Agora bien, señor don Quijote -replicó la duquesa-, la hora de cenar se llega, y el duque debe de esperar: venga vuesa merced y cenemos, y acostaráse temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan corto que no haya causado algún molimiento.
-No siento ninguno, señora -respondió don Quijote-, porque osaré jurar a Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más reposada ni de mejor paso que Clavileño; y no sé yo qué le pudo mover a Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura, y abrasarla así, sin más ni más.
-A eso se puede imaginar -respondió la duquesa- que, arrepentido del mal que había hecho a la Trifaldi y compañía, y a otras personas, y de las maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso concluir con todos los instrumentos de su oficio, y, como a principal y que más le traía desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasó a Clavileño; que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el valor del gran don Quijote de la Mancha.
De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a la duquesa, y, en cenando, don Quijote se retiró en su aposento solo, sin consentir que nadie entrase con él a servirle: tanto se temía de encontrar ocasiones que le moviesen o forzasen a perder el honesto decoro que a su señora Dulcinea guardaba, siempre puesta en la imaginación la bondad de Amadís, flor y espejo de los andantes caballeros. Cerró tras sí la puerta, y a la luz de dos velas de cera se desnudó, y al descalzarse -¡oh desgracia indigna de tal persona!- se le soltaron, no suspiros, ni otra cosa, que desacreditasen la limpieza de su policía, sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó hecha celosía. Afligióse en estremo el buen señor, y diera él por tener allí un adarme de seda verde una onza de plata; digo seda verde porque las medias eran verdes.
Aquí exclamó Benengeli, y, escribiendo, dijo «¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé yo con qué razón se movió aquel gran poeta cordobés a llamarte
dádiva santa desagradecida!
Yo, aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos, que la santidad consiste en la caridad, humildad, fee, obediencia y pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos: “Tened todas las cosas como si no las tuviésedes”; y a esto llaman pobreza de espíritu; pero tú, segunda pobreza, que eres de la que yo hablo, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con la otra gente? ¿Por qué los obligas a dar pantalia a los zapatos, y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerdas, y otros de vidro? ¿Por qué sus cuellos, por la mayor parte, han de ser siempre escarolados, y no abiertos con molde?» Y en esto se echará de ver que es antiguo el uso del almidón y de los cuellos abiertos. Y prosiguió: «¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza, y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estómago!»
Todo esto se le renovó a don Quijote en la soltura de sus puntos, pero consolóse con ver que Sancho le había dejado unas botas de camino, que pensó ponerse otro día. Finalmente, él se recostó pensativo y pesaroso, así de la falta que Sancho le hacía como de la inreparable desgracia de sus medias, a quien tomara los puntos, aunque fuera con seda de otra color, que es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el discurso de su prolija estrecheza. Mató las velas; hacía calor y no podía dormir; levantóse del lecho y abrió un poco la ventana de una reja que daba sobre un hermoso jardín, y, al abrirla, sintió y oyó que andaba y hablaba gente en el jardín. Púsose a escuchar atentamente. Levantaron la voz los de abajo, tanto, que pudo oír estas razones:
-No me porfíes, ¡oh Emerencia!, que cante, pues sabes que, desde el punto que este forastero entró en este castillo y mis ojos le miraron, yo no sé cantar, sino llorar; cuanto más, que el sueño de mi señora tiene más de ligero que de pesado, y no querría que nos hallase aquí por todo el tesoro del mundo. Y, puesto caso que durmiese y no despertase, en vano sería mi canto si duerme y no despierta para oírle este nuevo Eneas, que ha llegado a mis regiones para dejarme escarnida.
-No des en eso, Altisidora amiga -respondieron-, que sin duda la duquesa y cuantos hay en esa casa duermen, si no es el señor de tu corazón y el despertador de tu alma, porque ahora sentí que abría la ventana de la reja de su estancia, y sin duda debe de estar despierto; canta, lastimada mía, en tono bajo y suave al son de tu arpa, y, cuando la duquesa nos sienta, le echaremos la culpa al calor que hace.
-No está en eso el punto, ¡oh Emerencia! -respondió la Altisidora-, sino en que no querría que mi canto descubriese mi corazón y fuese juzgada de los que no tienen noticia de las fuerzas poderosas de amor por doncella antojadiza y liviana. Pero venga lo que viniere, que más vale vergüenza en cara que mancilla en corazón.
Y, en esto, sintió tocar una arpa suavísimamente. Oyendo lo cual, quedó don Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria las infinitas aventuras semejantes a aquélla, de ventanas, rejas y jardines, músicas, requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros de caballerías había leído. Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad; temió no le rindiese, y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer; y, encomendándose de todo buen ánimo y buen talante a su señora Dulcinea del Toboso, determinó de escuchar la música; y, para dar a entender que allí estaba, dio un fingido estornudo, de que no poco se alegraron las doncellas, que otra cosa no deseaban sino que don Quijote las oyese. Recorrida, pues, y afinada la arpa, Altisidora dio principio a este romance:
-¡Oh, tú, que estás en tu lecho,
entre sábanas de holanda,
durmiendo a pierna tendida
de la noche a la mañana,
caballero el más valiente 5
que ha producido la Mancha,
más honesto y más bendito
que el oro fino de Arabia!
Oye a una triste doncella,
bien crecida y mal lograda, 10
que en la luz de tus dos soles
se siente abrasar el alma.
Tú buscas tus aventuras,
y ajenas desdichas hallas;
das las feridas, y niegas 15
el remedio de sanarlas.
Dime, valeroso joven,
que Dios prospere tus ansias,
si te criaste en la Libia,
o en las montañas de Jaca; 20
si sierpes te dieron leche;
si, a dicha, fueron tus amas
la aspereza de las selvas
y el horror de las montañas.
Muy bien puede Dulcinea, 25
doncella rolliza y sana,
preciarse de que ha rendido
a una tigre y fiera brava.
Por esto será famosa
desde Henares a Jarama, 30
desde el Tajo a Manzanares,
desde Pisuerga hasta Arlanza.
Trocáreme yo por ella,
y diera encima una saya
de las más gayadas mías, 35
que de oro le adornan franjas.
¡Oh, quién se viera en tus brazos,
o si no, junto a tu cama,
rascándote la cabeza
y matándote la caspa! 40
Mucho pido, y no soy digna
de merced tan señalada:
los pies quisiera traerte,
que a una humilde esto le basta.
¡Oh, qué de cofias te diera, 45
qué de escarpines de plata,
qué de calzas de damasco,
qué de herreruelos de holanda!
¡Qué de finísimas perlas,
cada cual como una agalla, 50
que, a no tener compañeras,
Las solas fueran llamadas!
No mires de tu Tarpeya
este incendio que me abrasa,
Nerón manchego del mundo, 55
ni le avives con tu saña.
Niña soy, pulcela tierna,
mi edad de quince no pasa:
catorce tengo y tres meses,
te juro en Dios y en mi ánima. 60
No soy renca, ni soy coja,
ni tengo nada de manca;
los cabellos, como lirios,
que, en pie, por el suelo arrastran.
Y, aunque es mi boca aguileña 65
y la nariz algo chata,
ser mis dientes de topacios
mi belleza al cielo ensalza.
Mi voz, ya ves, si me escuchas,
que a la que es más dulce iguala, 70
y soy de disposición
algo menos que mediana.
Estas y otras gracias mías,
son despojos de tu aljaba;
desta casa soy doncella, 75
y Altisidora me llaman.
Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzó el asombro del requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sí:
-¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la incomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís, emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años? Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte que Amor quiso darle en rendirle mi corazón y entregarle mi alma. Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfenique, y para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para mí sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora; desespérese Madama, por quien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de ser de Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar de todas las potestades hechiceras de la tierra.
Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde le dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que quiere dar principio a su famoso gobierno.
De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del modo que comenzó a gobernar
¡OH PERPETUO descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias, le entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia, le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo del duque le dijo:
-Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, o se alegra o se entristece con su venida.
En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
-Señor, allí está escrito y notado el día en que Vuestra Señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce.
-Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? -preguntó Sancho.
-A vuestra señoría -respondió el mayordomo-, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
-Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno me dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo:
-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome un pedazo de paño en las manos, me preguntó: «Señor, ¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza?» Yo, tanteando el paño, le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que le pague o vuelva su paño.
-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.
-Sí, señor -respondió el hombre-, pero hágale vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
-De buena gana -respondió el sastre.
Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y, pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y, poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y, en viéndole Sancho, le dijo:
-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:
-Andad con Dios, que ya vais pagado.
-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que, a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:
-¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme.
-Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán -dijo Sancho.
Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:
-Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
-Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.
Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer más asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:
-¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandó darme.
-Y ¿háosla quitado? -preguntó el gobernador.
-¿Cómo quitar? -respondió la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!
-Ella tiene razón -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.
Entonces el gobernador dijo a la mujer:
-Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.
Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada:
-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!
Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:
-Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie.
El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo, alborozado con la música de Altisidora.
Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora
DEJAMOS al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían causado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos, y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por don Quijote, dejó las blandas plumas, y, no nada perezoso, se vistió su acamuzado vestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus medias; arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la antesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y como esperándole; y, al pasar por una galería, estaban aposta esperándole Altisidora y la otra doncella su amiga, y, así como Altisidora vio a don Quijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose a ellas, dijo:
-Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.
-No sé yo de qué -respondió la amiga-, porque Altisidora es la doncella más sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha que la conozco, que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor don Quijote, que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquí estuviere.
A lo que respondió don Quijote:
-Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella; que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados.
Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se hubo bien apartado, cuando, volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a su compañera:
-Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya.
Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd que pedía don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y con sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había venido el día, el cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con don Quijote. Y la duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje suyo, que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a Teresa Panza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que había dejado para que se le enviase, encargándole le trujese buena relación de todo lo que con ella pasase.
Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una vihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba gente en el jardín; y, habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinándola lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aquel día había compuesto:
-Suelen las fuerzas de amor
sacar de quicio a las almas,
tomando por instrumento
la ociosidad descuidada.
Suele el coser y el labrar, 5
y el estar siempre ocupada,
ser antídoto al veneno
de las amorosas ansias.
Las doncellas recogidas
que aspiran a ser casadas, 10
la honestidad es la dote
y voz de sus alabanzas.
Los andantes caballeros,
y los que en la corte andan,
requiébranse con las libres, 15
con las honestas se casan.
Hay amores de levante,
que entre huéspedes se tratan,
que llegan presto al poniente,
porque en el partirse acaban. 20
El amor recién venido,
que hoy llegó y se va mañana,
las imágines no deja
bien impresas en el alma.
Pintura sobre pintura 25
ni se muestra ni señala;
y do hay primera belleza,
la segunda no hace baza.
Dulcinea del Toboso
del alma en la tabla rasa 30
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
La firmeza en los amantes
es la parte más preciada,
por quien hace amor milagros, 35
y asimesmo los levanta.
Aquí llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque y la duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a plomo caía, descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que, aunque los duques habían sido inventores de la burla, todavía les sobresaltó; y, temeroso, don Quijote quedó pasmado. Y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y, dando de una parte a otra, parecía que una región de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardían, y andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada.
Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzó a tirar estocadas por la reja y a decir a grandes voces:
-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones!
Y, volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno, viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces:
-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote de la Mancha!
Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin, el duque se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido; y, al ponérselas, con voz baja le dijo:
-Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni tú lo goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo yo, que te adoro.
A todo esto no respondió don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los duques la merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían venido a socorrerle. Los duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le saliera a don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.
Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno
CUENTA la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa; y, así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha gravedad.
Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato de fruta delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara:
-No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.
-Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas, y, a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.
A lo que el médico respondió:
-Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
-Pues, ¿por qué? -dijo Sancho.
Y el médico respondió:
-Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: «Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima».
-Si eso es así -dijo Sancho-, vea el señor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.
-Vuestra merced tiene razón, señor gobernador -respondió el médico-; y así, es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no hay para qué.
Y Sancho dijo:
-Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.
-Absit! -dijo el médico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque siempre y a doquiera y de quienquiera son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora, para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.
Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde había estudiado. A lo que él respondió:
-Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.
A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera:
-Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.
Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de posta en la calle, y, asomándose el maestresala a la ventana, volvió diciendo:
-Correo viene del duque mi señor; algún despacho debe de traer de importancia.
Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario. Oyendo lo cual, Sancho dijo:
-¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
-Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
-Con esa añadidura -dijo Sancho-, bien podéis ser secretario del mismo emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.
Hízolo así el recién nacido secretario, y, habiendo leído lo que decía, dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:
A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también, por espías verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo, y mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de la mañana.
Vuestro amigo,
El Duque.
Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes; y, volviéndose al mayordomo, le dijo:
-Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre.
-También -dijo el maestresala- me parece a mí que vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y, como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.
-No lo niego -respondió Sancho-, y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos, secretario, responded al duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino podéis encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha, porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y álcense estos manteles, y denme a mí de comer, que yo me avendré con cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula.
En esto entró un paje, y dijo:
-Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra Señoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia.
-Estraño caso es éste -dijo Sancho- destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra mármol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce), que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.
-No, señor -respondió el paje-, porque parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno como el buen pan.
-No hay que temer -dijo el mayordomo-, que aquí estamos todos.
-¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
-Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará Vuestra Señoría satisfecho y pagado -dijo el maestresala.
-Dios lo haga -respondió Sancho.
Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue:
-¿Quién es aquí el señor gobernador?
-¿Quién ha de ser -respondió el secretario-, sino el que está sentado en la silla?
-Humíllome, pues, a su presencia -dijo el labrador.
Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el labrador, y luego dijo:
-Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos leguas de Ciudad Real.
-¡Otro Tirteafuera tenemos! -dijo Sancho-. Decid, hermano, que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi pueblo.
-Es, pues, el caso, señor -prosiguió el labrador-, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la Santa Iglesia Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y el licenciado.
-De modo -dijo Sancho- que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.
-No, señor, en ninguna manera -respondió el labrador.
-¡Medrados estamos! -replicó Sancho-. Adelante, hermano, que es hora de dormir más que de negociar.
-Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines; aunque, si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y, aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las más bien formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles y delicados que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero, como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal.
-Pintad lo que quisiéredes -dijo Sancho-, que yo me voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato.
-Eso tengo yo por servir -respondió el labrador-, pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.
-Está bien -dijo Sancho-, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
-Querría, señor -respondió el labrador-, que vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.
-¿Queréis otra cosa, buen hombre? -replicó Sancho.
-Otra cosa querría -dijo el labrador-, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros.
-Mirad si queréis otra cosa -dijo Sancho-, y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.
-No, por cierto -respondió el labrador.
Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado y dijo:
-¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ¿dónde los tengo yo, hediondo?; y ¿por qué te los había de dar, aunque los tuviera, socarrón y mentecato?; y ¿qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor, que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que, para tentarme, te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?
Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su oficio.
Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.
De lo que le sucedió a don Quijote con doña Rodríguez, la dueña de la duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria eterna
ADEMÁS estaba mohíno y malencólico el malferido don Quijote, vendado el rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato, desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo sin salir en público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso.
-No -dijo creyendo a su imaginación, y esto, con voz que pudiera ser oída-; no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tenga Merlín, o Montesinos, donde ellos quisieren; que, adondequiera eres mía, y adoquiera he sido yo, y he de ser, tuyo.
El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.
Clavó los ojos en la puerta, y, cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando quedito, y movía los pies blandamente.
Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visión, y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya, porque, así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:
-¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:
-Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se estiende.
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:
-Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar, a vuestra merced vengo.
-Dígame, señora doña Rodríguez -dijo don Quijote-: ¿por ventura viene vuestra merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.
-¿Yo recado de nadie, señor mío? -respondió la dueña-. Mal me conoce vuestra merced; sí, que aún no estoy en edad tan prolongada que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme vuestra merced un poco; saldré a encender mi vela, y volveré en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo.
Y, sin esperar respuesta, se salió del aposento, donde quedó don Quijote sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y decíase a sí mismo:
-¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora con una dueña, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. Y ¿quién sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he tropezado? Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso; que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura hay dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa? ¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo! ¡Oh, cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueñas verdaderas!
Y, diciendo esto, se arrojó del lecho, con intención de cerrar la puerta y no dejar entrar a la señora Rodríguez; mas, cuando la llegó a cerrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella vio a don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas, galocha o becoquín, temió de nuevo, y, retirándose atrás como dos pasos, dijo:
-¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal haberse vuesa merced levantado de su lecho.
-Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora -respondió don Quijote-; y así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.
-¿De quién o a quién pedís, señor caballero, esa seguridad? -respondió la dueña.
-A vos y de vos la pido -replicó don Quijote-, porque ni yo soy de mármol ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aun un poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano, que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas reverendísimas tocas.
Y, diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias.
Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía.
Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada en una silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más de el rostro descubierto; y, habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el silencio fue don Quijote, diciendo:
-Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas, que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras.
-Así lo creo yo -respondió la dueña-, que de la gentil y agradable presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta. «Es, pues, el caso, señor don Quijote, que, aunque vuesa merced me vee sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la corte, a Madrid, donde por bien de paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora; y quiero hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio; y, en este tiempo, sin que diese yo ocasión a ello, se enamoró de mi un escudero de casa, hombre ya en días, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el rey, porque era montañés. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a noticia de mi señora, la cual, por escusar dimes y diretes, nos casó en paz y en haz de la Santa Madre Iglesia Católica Romana, de cuyo matrimonio nació una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenía; no porque yo muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí a poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora lugar para contarle, yo sé que vuestra merced se admirara.»
Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo:
-Perdóneme vuestra merced, señor don Quijote, que no va más en mi mano, porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a mi señora a las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras iban a las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos, no puedo dejar de contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido. «Al entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venía a salir por ella un alcalde de corte con dos alguaciles delante, y, así como mi buen escudero le vio, volvió las riendas a la mula, dando señal de volver a acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas, con voz baja le decía: “-¿Qué hacéis, desventurado? ¿No veis que voy aquí?” El alcalde, de comedido, detuvo la rienda al caballo y díjole: “-Seguid, señor, vuestro camino, que yo soy el que debo acompañar a mi señora doña Casilda”, que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi marido, con la gorra en la mano, a querer ir acompañando al alcalde, viendo lo cual mi señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, o creo que un punzón, del estuche, y clavósele por los lomos, de manera que mi marido dio una gran voz y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde y los alguaciles; alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa de un barbero diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas. Divulgóse la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrían por las calles, y por esto y porque él era algún tanto corto de vista, mi señora la duquesa le despidió, de cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para mí que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada, y con hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar. Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la duquesa, que estaba recién casada con el duque mi señor, quiso traerme consigo a este reino de Aragón y a mi hija ni más ni menos, adonde, yendo días y viniendo días, creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento. De su limpieza no digo nada: que el agua que corre no es más limpia, y debe de tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco meses y tres días, uno más a menos. En resolución: de esta mi muchacha se enamoró un hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del duque mi señor, no muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y, debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere cumplir; y, aunque el duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él, no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que, como el padre del burlador es tan rico y le presta dineros, y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar pesadumbre en ningún modo.» Querría, pues, señor mío, que vuesa merced tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas, pues, según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos y para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y póngasele a vuesa merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi hija, no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidorilla tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida, además que no está muy sana: que tiene un cierto allento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aun mi señora la duquesa... Quiero callar, que se suele decir que las paredes tienen oídos.
-¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez? -preguntó don Quijote.
-Con ese conjuro -respondió la dueña-, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena.
-¡Santa María! -dijo don Quijote-. Y ¿es posible que mi señora la duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero, pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido. Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa importante para salud.
Apenas acabó don Quijote de decir esta razón, cuando con un gran golpe abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo, como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que la asían de la garganta con dos manos, tan fuertemente que no la dejaban gañir, y que otra persona, con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al parecer, chinela, le comenzó a dar tantos azotes, que era una compasión; y, aunque don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía qué podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aun temiendo no viniese por él la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto. Pero ello se dirá a su tiempo, que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide.
De lo que le sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula
DEJAMOS al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y socarrón, el cual, industriado del mayordomo, y el mayordomo del duque, se burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio, que, como se acabó el secreto de la carta del duque, había vuelto a entrar en la sala:
-Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede o porque no es aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y les roen los huesos, y aun les deslindan los linajes. Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazón y coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer ni a la del dormir, que los jueces son de carne y de hueso y han de dar a la naturaleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos médicos, que la de los buenos, palmas y lauros merecen.
Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos. Finalmente, el doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates. Con esto quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche y la hora de cenar; y, aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él el tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera algo entrada en días. Entregóse en todo con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón, o gansos de Lavajos; y, entre la cena, volviéndose al doctor, le dijo:
-Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares esquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo, porque o somos o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues, cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana, y que, si me dan ocasión, han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas.
-Por cierto, señor gobernador -dijo el maestresala-, que vuesa merced tiene mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los insulanos desta ínsula que han de servir a vuestra merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced redunde.
-Yo lo creo -respondió Sancho-, y serían ellos unos necios si otra cosa hiciesen o pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al caso; y, en siendo hora, vamos a rondar, que es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazanes, y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?
-Dice tanto vuesa merced, señor gobernador -dijo el mayordomo-, que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se veen cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados.
Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles y escribanos, tantos que podían formar un mediano escuadrón. Iba Sancho en medio, con su vara, que no había más que ver, y pocas calles andadas del lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá, y hallaron que eran dos solos hombres los que reñían, los cuales, viendo venir a la justicia, se estuvieron quedos; y el uno dellos dijo:
-¡Aquí de Dios y del rey! ¿Cómo y que se ha de sufrir que roben en poblado en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles?
-Sosegaos, hombre de bien -dijo Sancho-, y contadme qué es la causa desta pendencia, que yo soy el gobernador.
El otro contrario dijo:
-Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad. Vuestra merced sabrá que este gentilhombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que está aquí frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo; y, hallándome yo presente, juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia; alzóse con la ganancia, y, cuando esperaba que me había de dar algún escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su dinero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas y corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis padres no me le enseñaron ni me le dejaron, y el socarrón, que no es más ladrón que Caco, ni más fullero que Andradilla, no quería darme más de cuatro reales; ¡porque vea vuestra merced, señor gobernador, qué poca vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fee que, si vuesa merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con cuántas entraba la romana.
-¿Qué decís vos a esto? -preguntó Sancho.
Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había querido darle más de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que, para señal que él era hombre de bien y no ladrón, como decía, ninguna había mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son tributarios de los mirones que los conocen.
-Así es -dijo el mayordomo-. Vea vuestra merced, señor gobernador, qué es lo que se ha de hacer destos hombres.
-Lo que se ha de hacer es esto -respondió Sancho-: vos, ganancioso, bueno, o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más, habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego esos cien reales, y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida, colgándoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentaré la mano.
Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo:
-Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego, que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.
-Ésta, a lo menos -dijo un escribano-, no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es sin comparación lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y, pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.
-Agora, escribano -dijo Sancho-, yo sé que hay mucho que decir en eso.
Y, en esto, llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo:
-Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y, así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.
-¿Por qué huías, hombre? -preguntó Sancho.
A lo que el mozo respondió:
-Señor, por escusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.
-¿Qué oficio tienes?
-Tejedor.
-¿Y qué tejes?
-Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.
-¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde íbades ahora?
-Señor, a tomar el aire.
-Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?
-Adonde sopla.
-¡Bueno: respondéis muy a propósito! Discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la cárcel. ¡Asilde, hola, y llevadle, que yo haré que duerma allí sin aire esta noche!
-¡Par Dios -dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel como hacerme rey!
-Pues ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel? -respondió Sancho-. ¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?
-Por más poder que vuestra merced tenga -dijo el mozo-, no será bastante para hacerme dormir en la cárcel.
-¿Cómo que no? -replicó Sancho-. Llevalde luego donde verá por sus ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la cárcel.
-Todo eso es cosa de risa -respondió el mozo-. El caso es que no me harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven.
-Dime, demonio -dijo Sancho-, ¿tienes algún ángel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar?
-Ahora, señor gobernador -respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuestra merced que me manda llevar a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
-No, por cierto -dijo el secretario-, y el hombre ha salido con su intención.
-De modo -dijo Sancho- que no dejaréis de dormir por otra cosa que por vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía.
-No, señor -dijo el mozo-, ni por pienso.
-Pues andad con Dios -dijo Sancho-; idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos.
Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron:
-Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre.
Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más años, recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de seda encarnada, con ligas de tafetán blanco y rapacejos de oro y aljófar; los greguescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de lo mesmo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre. No traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos; y así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso.
Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntóle quién era, adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:
-No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.
Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho:
-Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos empacho pueda decir lo que quisiere.
Mandólo así el gobernador; apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo:
-«Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.»
-Eso no lleva camino -dijo el mayordomo-, señora, porque yo conozco muy bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra; y más, que decís que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas veces en casa de vuestro padre.
-Ya yo había dado en ello -dijo Sancho.
-Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo -respondió la doncella-; pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer.
-Aún eso lleva camino -respondió el mayordomo-, que yo conozco a Diego de la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan encerrada que no da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la fama dice que es en estremo hermosa.
-Así es la verdad -respondió la doncella-, y esa hija soy yo; si la fama miente o no en mi hermosura ya os habréis, señores, desengañado, pues me habéis visto.
Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala y le dijo muy paso:
-Sin duda alguna que a esta pobre doncella le debe de haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal, anda fuera de su casa.
-No hay dudar en eso -respondió el maestresala-; y más, que esa sospecha la confirman sus lágrimas.
Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.
-«Es el caso, señores -respondió ella-, que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas, ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que, por entrar de ordinario en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada; quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas, y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquéllas y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...»
Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo:
-Prosiga vuestra merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido, que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas.
-Pocas me quedan por decir -respondió la doncella-, aunque muchas lágrimas sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo otros descuentos que los semejantes.
Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo; y parecióle que no eran lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aun las subía de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más suspensos, que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo:
-«No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos y que me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese; él, importunado de mis ruegos, condecendió con mi deseo, y, poniéndome este vestido y él vestiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche, debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa; y, guiados de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermano me dijo: “Hermana, ésta debe de ser la ronda: aligera los pies y pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan, que nos será mal contado”. Y, diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí, con el sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante vuestras mercedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante tanta gente.»
-¿En efecto, señora -dijo Sancho-, no os ha sucedido otro desmán alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de vuestra casa?
-No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver mundo, que no se estendía a más que a ver las calles de este lugar.
Y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno dellos cuando se huyó de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantellina de damasco azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin toca ni con otra cosa adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran rubios y enrizados. Apartáronse con el gobernador, mayordomo y maestresala, y, sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y él, con no menos vergüenza y empacho, contó lo mesmo que su hermana había contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala. Pero el gobernador les dijo:
-Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas, ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir: «Somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por curiosidad, sin otro designio alguno», se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle.
-Así es la verdad -respondió la doncella-, pero sepan vuesas mercedes que la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el término que debía.
-No se ha perdido nada -respondió Sancho-. Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos. Y, de aquí adelante, no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo, que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más.
El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de volverlos a su casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy lejos de allí. Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja, al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, así de su gentileza y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo, de noche y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad.
Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser él criado del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica, su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar.
Con esto, se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se verá adelante.
Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza
DICE Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a la estancia de don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y que, como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y, así como la dueña la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la duquesa, de cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de don Quijote.
La duquesa se lo dijo al duque, y le pidió licencia para que ella y Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueña quería con don Quijote; el duque se la dio, y las dos, con gran tiento y sosiego, paso ante paso, llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca, que oían todo lo que dentro hablaban; y, cuando oyó la duquesa que Rodríguez había echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos Altisidora; y así, llenas de cólera y deseosas de venganza, entraron de golpe en el aposento, y acrebillaron a don Quijote y vapularon a la dueña del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la hermosura y presunción de las mujeres, despierta en ellas en gran manera la ira y enciende el deseo de vengarse.
Contó la duquesa al duque lo que le había pasado, de lo que se holgó mucho, y la duquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y recibir pasatiempo con don Quijote, despachó al paje que había hecho la figura de Dulcinea en el concierto de su desencanto -que tenía bien olvidado Sancho Panza con la ocupación de su gobierno- a Teresa Panza, su mujer, con la carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos presentados.
Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y, con deseo de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y, antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres, a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un caballero llamado don Quijote de la Mancha, a cuya pregunta se levantó en pie una mozuela que estaba lavando, y dijo:
-Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal Sancho, mi señor padre, y el tal caballero, nuestro amo.
-Pues venid, doncella -dijo el paje-, y mostradme a vuestra madre, porque le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre.
-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió la moza, que mostraba ser de edad de catorce años, poco más a menos.
Y, dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse, que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del paje, y dijo:
-Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi señor padre.
-Pues yo se las llevo tan buenas -dijo el paje- que tiene que dar bien gracias a Dios por ellas.
Finalmente, saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la muchacha, y, antes de entrar en su casa, dijo a voces desde la puerta:
-Salga, madre Teresa, salga, salga, que viene aquí un señor que trae cartas y otras cosas de mi buen padre.
A cuyas voces salió Teresa Panza, su madre, hilando un copo de estopa, con una saya parda. Parecía, según era de corta, que se la habían cortado por vergonzoso lugar, con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo:
-¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste?
-Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza -respondió el paje.
Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:
-Déme vuestra merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ínsula Barataria.
-¡Ay, señor mío, quítese de ahí; no haga eso -respondió Teresa-, que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!
-Vuesa merced -respondió el paje- es mujer dignísima de un gobernador archidignísimo; y, para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta y este presente.
Y sacó al instante de la faldriquera una sarta de corales con estremos de oro, y se la echó al cuello y dijo:
-Esta carta es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son de mi señora la duquesa, que a vuestra merced me envía.
Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha dijo:
-Que me maten si no anda por aquí nuestro señor amo don Quijote, que debe de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le había prometido.
-Así es la verdad -respondió el paje-: que, por respeto del señor don Quijote, es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como se verá por esta carta.
-Léamela vuesa merced, señor gentilhombre -dijo Teresa-, porque, aunque yo sé hilar, no sé leer migaja.
-Ni yo tampoco -añadió Sanchica-; pero espérenme aquí, que yo iré a llamar quien la lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller Sansón Carrasco, que vendrán de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre.
-No hay para qué se llame a nadie, que yo no sé hilar, pero sé leer, y la leeré.
Y así, se la leyó toda, que, por quedar ya referida, no se pone aquí; y luego sacó otra de la duquesa, que decía desta manera:
Amiga Teresa:
Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me movieron y obligaron a pedir a mi marido el duque le diese un gobierno de una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el duque mi señor, por el consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga a mí Dios como Sancho gobierna.
Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con estremos de oro; yo me holgara que fuera de perlas orientales, pero quien te da el hueso, no te querría ver muerta: tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica, su hija, y dígale de mi parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo piense.
Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas, que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo, avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear: que su boca será medida, y Dios me la guarde. Deste lugar.
Su amiga, que bien la quiere,
La Duquesa.
-¡Ay -dijo Teresa en oyendo la carta-, y qué buena y qué llana y qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me llama amiga, y me trata como si fuera su igual, que igual la vea yo con el más alto campanario que hay en la Mancha. Y, en lo que toca a las bellotas, señor mío, yo le enviaré a su señoría un celemín, que por gordas las pueden venir a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora, Sanchica, atiende a que se regale este señor: pon en orden este caballo, y saca de la caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y démosle de comer como a un príncipe, que las buenas nuevas que nos ha traído y la buena cara que él tiene lo merece todo; y, en tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las nuevas de nuestro contento, y al padre cura y a maese Nicolás el barbero, que tan amigos son y han sido de tu padre.
-Sí haré, madre -respondió Sanchica-; pero mire que me ha de dar la mitad desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi señora la duquesa, que se la había de enviar a ella toda.
-Todo es para ti, hija -respondió Teresa-, pero déjamela traer algunos días al cuello, que verdaderamente parece que me alegra el corazón.
-También se alegrarán -dijo el paje- cuando vean el lío que viene en este portamanteo, que es un vestido de paño finísimo que el gobernador sólo un día llevó a caza, el cual todo le envía para la señora Sanchica.
-Que me viva él mil años -respondió Sanchica-, y el que lo trae, ni más ni menos, y aun dos mil, si fuere necesidad.
Salióse en esto Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y, encontrándose acaso con el cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a decir:
-¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!
-¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son ésos?
-No es otra la locura sino que éstas son cartas de duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos; las avemarías y los padres nuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.
-De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís.
-Ahí lo podrán ver ellos -respondió Teresa.
Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían leído; y preguntó el bachiller quién había traído aquellas cartas. Respondió Teresa que se viniesen con ella a su casa y verían el mensajero, que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro presente que valía más de tanto. Quitóle el cura los corales del cuello, y mirólos y remirólos, y, certificándose que eran finos, tornó a admirarse de nuevo, y dijo:
-Por el hábito que tengo, que no sé qué me diga ni qué me piense de estas cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos corales, y por otra, leo que una duquesa envía a pedir dos docenas de bellotas.
-¡Aderézame esas medidas! -dijo entonces Carrasco-. Agora bien, vamos a ver al portador deste pliego, que dél nos informaremos de las dificultades que se nos ofrecen.
Hiciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para empedrarle con güevos y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno contentó mucho a los dos; y, después de haberle saludado cortésmente, y él a ellos, le preguntó Sansón les dijese nuevas así de don Quijote como de Sancho Panza; que, puesto que habían leído las cartas de Sancho y de la señora duquesa, todavía estaban confusos y no acababan de atinar qué sería aquello del gobierno de Sancho, y más de una ínsula, siendo todas o las más que hay en el mar Mediterráneo de Su Majestad. A lo que el paje respondió:
-De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de que sea ínsula o no la que gobierna, en eso no me entremeto, pero basta que sea un lugar de más de mil vecinos; y, en cuanto a lo de las bellotas, digo que mi señora la duquesa es tan llana y tan humilde, que no -decía él- enviar a pedir bellotas a una labradora, pero que le acontecía enviar a pedir un peine prestado a una vecina suya. Porque quiero que sepan vuestras mercedes que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan puntuosas y levantadas como las señoras castellanas; con más llaneza tratan con las gentes.
Estando en la mitad destas pláticas, saltó Sanchica con un halda de güevos, y preguntó al paje:
-Dígame, señor: ¿mi señor padre trae por ventura calzas atacadas después que es gobernador?
-No he mirado en ello -respondió el paje-, pero sí debe de traer.
-¡Ay Dios mío -replicó Sanchica-, y que será de ver a mi padre con pedorreras! ¿No es bueno sino que desde que nací tengo deseo de ver a mi padre con calzas atacadas?
-Como con esas cosas le verá vuestra merced si vive -respondió el paje-. Par Dios, términos lleva de caminar con papahígo, con solos dos meses que le dure el gobierno.
Bien echaron de ver el cura y el bachiller que el paje hablaba socarronamente, pero la fineza de los corales y el vestido de caza que Sancho enviaba lo deshacía todo; que ya Teresa les había mostrado el vestido. Y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa dijo:
-Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid, o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, hecho y derecho, y sea al uso y de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aun que si me enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar un coche, como todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.
-Y ¡cómo, madre! -dijo Sanchica-. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en aquel coche: «¡Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cómo va sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!» Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo, y ándeme yo caliente, y ríase la gente! ¿Digo bien, madre mía?
-Y ¡cómo que dices bien, hija! -respondió Teresa-. Y todas estas venturas, y aun mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija, cómo no para hasta hacerme condesa: que todo es comenzar a ser venturosas; y, como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale, y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva, envásala. ¡No, sino dormíos, y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa!
-Y ¿qué se me da a mí -añadió Sanchica- que diga el que quisiere cuando me vea entonada y fantasiosa: «Viose el perro en bragas de cerro...», y lo demás?
Oyendo lo cual el cura, dijo:
-Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panzas nacieron cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto que no los derrame a todas horas y en todas las pláticas que tienen.
-Así es la verdad -dijo el paje-, que el señor gobernador Sancho a cada paso los dice, y, aunque muchos no vienen a propósito, todavía dan gusto, y mi señora la duquesa y el duque los celebran mucho.
-¿Que todavía se afirma vuestra merced, señor mío -dijo el bachiller-, ser verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay duquesa en el mundo que le envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las cosas de don Quijote, nuestro compatrioto, que todas piensa que son hechas por encantamento; y así, estoy por decir que quiero tocar y palpar a vuestra merced, por ver si es embajador fantástico o hombre de carne y hueso.
-Señores, yo no sé más de mí -respondió el paje- sino que soy embajador verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis señores duque y duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno; y que he oído decir que en él se porta valentísimamente el tal Sancho Panza; si en esto hay encantamento o no, vuestras mercedes lo disputen allá entre ellos, que yo no sé otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho.
-Bien podrá ello ser así -replicó el bachiller-, pero dubitat Augustinus.
-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y esta que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.
-Esa ida a mí toca -dijo Sanchica-: lléveme vuestra merced, señor, a las ancas de su rocín, que yo iré de muy buena gana a ver a mi señor padre.
-Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes.
-Par Dios -respondió Sancha-, tan bien me vaya yo sobre una pollina como sobre un coche. ¡Hallado la habéis la melindrosa!
-Calla, mochacha -dijo Teresa-, que no sabes lo que te dices, y este señor está en lo cierto: que tal el tiempo, tal el tiento; cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, señora, y no sé si diga algo.
-Más dice la señora Teresa de lo que piensa -dijo el paje-; y denme de comer y despáchenme luego, porque pienso volverme esta tarde.
A lo que dijo el cura:
-Vuestra merced se vendrá a hacer penitencia conmigo, que la señora Teresa más tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huésped.
Rehusólo el paje; pero, en efecto, lo hubo de conceder por su mejora, y el cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de espacio por don Quijote y sus hazañas.
El bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa de la respuesta, pero ella no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía por algo burlón; y así, dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía escribir, el cual le escribió dos cartas, una para su marido y otra para la duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta grande historia se ponen, como se verá adelante.
Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos tales como buenos
AMANECIÓ el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro, brío y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo que della faltaba en escribir a sus señores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan admirado de sus hechos como de sus dichos: porque andaban mezcladas sus palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos.
Levantóse, en fin, el señor gobernador, y, por orden del doctor Pedro Recio, le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de uvas; pero, viendo que aquello era más fuerza que voluntad, pasó por ello, con harto dolor de su alma y fatiga de su estómago, haciéndole creer Pedro Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo que más convenía a las personas constituidas en mandos y en oficios graves, donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las del entendimiento.
Con esta sofistería padecía hambre Sancho, y tal, que en su secreto maldecía el gobierno y aun a quien se le había dado; pero, con su hambre y con su conserva, se puso a juzgar aquel día, y lo primero que se le ofreció fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el mayordomo y los demás acólitos, que fue:
-Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que, tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: «Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídese a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre; que aun hasta agora están dudosos y suspensos. Y, habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso.
A lo que respondió Sancho:
-Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber escusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.
Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho, y Sancho dijo:
-A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen.
-Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-; y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.
-Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.
-Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad espresa que se cumpla con ella.
-Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-; este pasajero que decís, o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y, siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal, y esto lo diera firmado de mi nombre, si supiera firmar; y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que, cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde.
-Así es -respondió el mayordomo-, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el gran Panza ha dado. Y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré orden como el señor gobernador coma muy a su gusto.
-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: denme de comer, y lluevan casos y dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el aire.
Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de conciencia matar de hambre a tan discreto gobernador; y más, que pensaba concluir con él aquella misma noche haciéndole la burla última que traía en comisión de hacerle.
Sucedió, pues, que, habiendo comido aquel día contra las reglas y aforismos del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró un correo con una carta de don Quijote para el gobernador. Mandó Sancho al secretario que la leyese para sí, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de secreto, la leyese en voz alta. Hízolo así el secretario, y, repasándola primero, dijo:
-Bien se puede leer en voz alta, que lo que el señor don Quijote escribe a vuestra merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice así:
CARTA DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA A SANCHO PANZA, GOBERNADOR DE LA ÍNSULA BARATARIA
Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas; y quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le inclina. Vístete bien, que un palo compuesto no parece palo. No digo que traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien compuesto.
Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía.
No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella.
Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos estremos, que en esto está el punto de la discreción. Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razón. No te muestres, aunque por ventura lo seas -lo cual yo no creo-, codicioso, mujeriego ni glotón; porque, en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de la perdición.
Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.
La señora duquesa despachó un propio con tu vestido y otro presente a tu mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta.
Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucedió no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada, que si hay encantadores que me maltraten, también los hay que me defiendan.
Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi, como tú sospechaste, y de todo lo que te sucediere me irás dando aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más, que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella.
Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores; pero, aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas. Dígote este latín porque me doy a entender que, después que eres gobernador, lo habrás aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima.
Tu amigo,
Don Quijote de la Mancha.
Oyó Sancho la carta con mucha atención, y fue celebrada y tenida por discreta de los que la oyeron; y luego Sancho se levantó de la mesa, y, llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y, sin dilatarlo más, quiso responder luego a su señor don Quijote, y dijo al secretario que, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que él le dijese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente:
CARTA DE SANCHO PANZA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
La ocupación de mis negocios es tan grande que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aun para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por las selvas y por los despoblados.
Escribióme el duque, mi señor, el otro día, dándome aviso que habían entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llámase el doctor Pedro Recio, y es natural de Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué nombre para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice él mismo de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaño; y, como no la hago de mi voluntad, pienso que, al cabo al cabo, me ha de llevar el diablo.
Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto; porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos, no solamente en éste.
Anoche, andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón y un hermano suyo en hábito de mujer; de la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere.
Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallé una tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sé decir a vuestra merced es que es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos.
De que mi señora la duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y enviádole el presente que vuestra merced dice, estoy muy satisfecho, y procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuestra merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto, como lo verá por la obra.
No querría que vuestra merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores, porque si vuestra merced se enoja con ellos, claro está que ha de redundar en mi daño, y no será bien que, pues se me da a mí por consejo que sea agradecido, que vuestra merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.
Aquello del gateado no entiendo, pero imagino que debe de ser alguna de las malas fechorías que con vuestra merced suelen usar los malos encantadores; yo lo sabré cuando nos veamos.
Quisiera enviarle a vuestra merced alguna cosa, pero no sé qué envíe, si no es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré qué enviar de haldas o de mangas.
Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuestra merced el porte y envíeme la carta, que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata el doctor Pedro Recio.
Criado de vuestra merced,
Sancho Panza, el Gobernador.
Cerró la carta el secretario y despachó luego al correo; y, juntándose los burladores de Sancho, dieron orden entre sí cómo despacharle del gobierno; y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello.
Moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día. Ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos. Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran, porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución: él ordenó cosas tan buenas que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.
Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida, o Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez
CUENTA Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería que profesaba, y así, determinó de pedir licencia a los duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista.
Y, estando un día a la mesa con los duques, y comenzando a poner en obra su intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto de los pies a la cabeza, y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le echó a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos, que puso en confusión a todos los que la oían y miraban; y, aunque los duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la levantó del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la faz llorosa.
Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar, porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos aquellos que la conocían, y más los duques que ninguno; que, puesto que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a hacer locuras. Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los señores, les dijo:
-Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco con este caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano.
El duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor don Quijote cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don Quijote, dijo:
-Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las buenas venturas que Dios os depare; y así, querría que, antes que os escurriésedes por esos caminos, desafiásedes a este rústico indómito, y le hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar que el duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto, Nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.
A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:
-Buena dueña, templad vuestras lágrimas, o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y así, con licencia del duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré, y le desafiaré, y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir: acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos.
-No es menester -respondió el duque- que vuesa merced se ponga en trabajo de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle; que yo le doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío, y que le acete, y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a los que se combaten en los términos de sus señoríos.
-Pues con ese seguro y con buena licencia de vuestra grandeza -replicó don Quijote-, desde aquí digo que por esta vez renuncio a mi hidalguía, y me allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago igual con él, habilitándole para poder combatir conmigo; y así, aunque ausente, le desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre, que fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le dio de ser su legítimo esposo, o morir en la demanda.
Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y el duque le alzó, diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en nombre de su vasallo, y señalaba el plazo de allí a seis días; y el campo, en la plaza de aquel castillo; y las armas, las acostumbradas de los caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás piezas, sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los jueces del campo.
-Pero, ante todas cosas, es menester que esta buena dueña y esta mala doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote; que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal desafío.
-Yo sí pongo -respondió la dueña.
-Y yo también -añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal talante.
Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija.
Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la comida, veis aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya llegada recibieron gran contento los duques, deseosos de saber lo que le había sucedido en su viaje; y, preguntándoselo, respondió el paje que no lo podía decir tan en público ni con breves palabras: que sus excelencias fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen con aquellas cartas. Y, sacando dos cartas, las puso en manos de la duquesa. La una decía en el sobreescrito: Carta para mi señora la duquesa tal, de no sé dónde, y la otra: A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí. No se le cocía el pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y abriéndola y leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el duque y los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:
CARTA DE TERESA PANZA A LA DUQUESA
Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió, que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra señoría haya hecho gobernador a Sancho, mi consorte, ha recebido mucho gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura, y mase Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el bachiller; pero a mí no se me da nada; que, como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere; aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como vee que lo han menester sus hijos.
Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué, porque en la corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra, a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que, si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la corte, vendrá a ser conocido mi marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos: «¿Quién son estas señoras deste coche?» Y un criado mío responder: «La mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria»; y desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.
Pésame, cuanto pesarme puede, que este año no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.
No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendré cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando a Nuestro Señor guarde a vuestra grandeza, y a mí no olvide. Sancha, mi hija, y mi hijo besan a vuestra merced las manos.
La que tiene más deseo de ver a vuestra señoría que de escribirla, su criada,
Teresa Panza.
Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza, principalmente los duques, y la duquesa pidió parecer a don Quijote si sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así lo hizo, y vio que decía desta manera:
CARTA DE TERESA PANZA A SANCHO PANZA SU MARIDO
Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento. Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica, tu hija, se le fueron las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenía delante, y los corales que me envió mi señora la duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y, con todo eso, creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba; porque, ¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador de ínsulas? Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que, aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros. Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la corte; mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.
El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacristán no pueden creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento, como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote la locura de los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.
Unas bellotas envié a mi señora la duquesa; yo quisiera que fueran de oro. Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula.
Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese; mandóle el Concejo pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a pies juntillas.
Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.
Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas.
Espero respuesta désta y la resolución de mi ida a la corte; y, con esto, Dios te me guarde más años que a mí o tantos, porque no querría dejarte sin mí en este mundo.
Tu mujer,
Teresa Panza.
Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y, para acabar de echar el sello, llegó el correo, el que traía la que Sancho enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en duda la sandez del gobernador.
Retiróse la duquesa, para saber del paje lo que le había sucedido en el lugar de Sancho, el cual se lo contó muy por estenso, sin dejar circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y más un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de Tronchón. Recibiólo la duquesa con grandísimo gusto, con el cual la dejaremos, por contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de todos los insulanos gobernadores.
Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza
«PENSAR que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo escusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten». Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí, nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho.
El cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero, añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y, levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y, sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
-¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:
-¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!
-¿Qué me tengo de armar -respondió Sancho-, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas.
-¡Ah, señor gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa merced, que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.
-Ármenme norabuena -replicó Sancho.
Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y, por unas concavidades que traían hechas, le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
-¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo -respondió Sancho-, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
-Ande, señor gobernador -dijo otro-, que más el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan y el peligro carga.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios que de aquel peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces decía:
-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo! ¡Trinchéense las calles con colchones!
En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí:
-¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!
Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo esperaba, oyó voces que decían:
-¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese vuesa merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo!
-Levántenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie, dijo:
-El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y, no sin lágrimas en los ojos, le dijo:
-Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero, después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.
Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que allí presentes estaban, dijo:
-Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.
-No ha de ser así, señor gobernador -dijo el doctor Recio-, que yo le daré a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva en su prístina entereza y vigor; y, en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que quisiere.
-¡Tarde piache! -respondió Sancho-. Así dejaré de irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.
A lo que el mayordomo dijo:
-Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado, antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, dar primero residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el gobierno, y váyase a la paz de Dios.
-Nadie me la puede pedir -respondió Sancho-, si no es quien ordenare el duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto más que, saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel.
-Par Dios que tiene razón el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el duque ha de gustar infinito de verle.
Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él; que, pues el camino era tan corto, no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de su determinación tan resoluta y tan discreta.
Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna
RESOLVIÉRONSE el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote hizo a su vasallo, por la causa ya referida, pasase adelante; y, puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón, que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se estendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que, no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno -que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba-, vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y, levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y dijeron:
-¡Guelte! ¡Guelte!
-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y, picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él, echándole los brazos por la cintura; en voz alta y muy castellana, dijo:
-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del estranjero peregrino, y, después de haberle estado mirando sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su suspensión el peregrino, le dijo:
-¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo:
-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?
-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego, al punto, todos a una, levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con el refrán, que él muy bien sabía, de «cuando a Roma fueres, haz como vieres», pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no con menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando, juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho, y decía:
-Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía:
-Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados. Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y, apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
-«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y, aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y, aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
-Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar.
-Bien puede ser eso -replicó Ricote-, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
-Yo lo hiciera -respondió Sancho-, pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata; y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos.
-Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntó Ricote.
-He dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.
-¿Y dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.
-¿Adónde? -respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
-Calla, Sancho -dijo Ricote-, que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la tierra firme.
-¿Cómo no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los gobernadores.
-Y ¿qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.
-He ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
-Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-, pero paréceme que todo lo que dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido; que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas, como te he dicho.
-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño.
-No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?
-Sí hallé -respondió Sancho-, y séte decir que salió tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
-Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.
-Dios lo haga -replicó Sancho-, que a entrambos les estaría mal. Y déjame partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta noche adonde está mi señor don Quijote.
-Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis compañeros se rebullen, y también es hora que prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se arrimó a su bordón, y se apartaron.
De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay más que ver
EL HABERSE detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día llegase al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el profundo de los abismos. Y no fue así, porque a poco más de tres estados dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni daño alguno.
Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno, de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio, que, a la verdad, no estaba muy bien parado.
-¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables de nosotros, que no ha querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara quien dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.
Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por muerto.
Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso en pie, que apenas se podía tener; y, sacando de las alforjas, que también habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:
-Todos los duelos con pan son buenos.
En esto, descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por él una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y, agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era espacioso y largo, y púdolo ver, porque por lo que se podía llamar techo entraba un rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y alargaba por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual, volvió a salir adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y, cogiéndole del cabestro, comenzó a caminar por aquella gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A veces iba a escuras, y a veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo.
-¡Válame Dios todopoderoso! -decía entre sí-. Esta que para mí es desventura, mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme. ¡Bien vengas mal, si vienes solo!
Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.
Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote, que, alborozado y contento, esperaba el plazo de la batalla que había de hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho.
Sucedió, pues, que, saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a una cueva, que, a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella. En fin, le detuvo y no cayó, y, llegándose algo más cerca, sin apearse, miró aquella hondura; y, estándola mirando, oyó grandes voces dentro; y, escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decía:
-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado desgobernado gobernador?
Parecióle a don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó suspenso y asombrado, y, levantando la voz todo lo que pudo, dijo:
-¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja?
-¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de quejar -respondieron-, sino el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala andanza, de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don Quijote de la Mancha?
Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó el pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser muerto, y que estaba allí penando su alma, y llevado desta imaginación dijo:
-Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano, que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que haga por ti; que, pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados deste mundo, también lo seré para acorrer y ayudar a los menesterosos del otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios.
-Desa manera -respondieron-, vuestra merced que me habla debe de ser mi señor don Quijote de la Mancha, y aun en el órgano de la voz no es otro, sin duda.
-Don Quijote soy -replicó don Quijote-, el que profeso socorrer y ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quién eres, que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza, y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra Santa Madre la Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quién eres.
-¡Voto a tal! -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced quisiere, juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida; sino que, habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más espacio para decirlas, anoche caí en esta sima donde yago, el rucio conmigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo.
Y hay más: que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho dijo, porque al momento comenzó a rebuznar, tan recio, que toda la cueva retumbaba.
-¡Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mío. Espérame; iré al castillo del duque, que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde tus pecados te deben de haber puesto.
-Vaya vuesa merced -dijo Sancho-, y vuelva presto, por un solo Dios, que ya no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy muriendo de miedo.
Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar a los duques el suceso de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que debía de haber caído por la correspondencia de aquella gruta que de tiempos inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen, llevaron sogas y maromas; y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole un estudiante, y dijo:
-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo.
Oyólo Sancho, y dijo:
-Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la ínsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los güesos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y, siendo esto así, como lo es, no merecía yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie diga «desta agua no beberé», que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.
-No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que será nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que ha sido un ladrón, y si sale pobre, que ha sido un para poco y un mentecato.
-A buen seguro -respondió Sancho- que por esta vez antes me han de tener por tonto que por ladrón.
En estas pláticas llegaron, rodeados de muchachos y de otra mucha gente, al castillo, adonde en unos corredores estaban ya el duque y la duquesa esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al duque sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver a sus señores, ante los cuales, puesto de rodillas, dijo:
-Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos de noche, y, habiéndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con vitoria por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen verdad. En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y, aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con la luz del sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a mi señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno a conocer que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el mundo; y, con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies, imitando al juego de los muchachos, que dicen «Salta tú, y dámela tú», doy un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi señor don Quijote; que, en fin, en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome, a lo menos, y para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices.
Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre don Quijote que había de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el duque abrazó a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro oficio de menos carga y de más provecho. Abrazóle la duquesa asimismo, y mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor parado.
De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la dueña doña Rodríguez
NO QUEDARON arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho Panza del gobierno que le dieron; y más, que aquel mismo día vino su mayordomo, y les contó punto por punto, todas casi, las palabras y acciones que Sancho había dicho y hecho en aquellos días, y finalmente les encareció el asalto de la ínsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de que no pequeño gusto recibieron.
Después desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo Tosilos cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle ni herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don Quijote que no permitía la cristiandad, de que él se preciaba, que aquella batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase con que le daba campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto del Santo Concilio, que prohíbe los tales desafíos, y no quisiese llevar por todo rigor aquel trance tan fuerte.
Don Quijote dijo que Su Excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio como más fuese servido; que él le obedecería en todo. Llegado, pues, el temeroso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto.
El primero que entró en el campo y estacada fue el maestro de las ceremonias, que tanteó el campo, y le paseó todo, porque en él no hubiese algún engaño, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego entraron las dueñas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos hasta los ojos y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeño sentimiento. Presente don Quijote en la estacada, de allí a poco, acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo; de cada mano y pie le pendía una arroba de lana.
Venía el valeroso combatiente bien informado del duque su señor de cómo se había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro por escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le encontrase. Paseó la plaza, y, llegando donde las dueñas estaban, se puso algún tanto a mirar a la que por esposo le pedía. Llamó el maese de campo a don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos habló a las dueñas, preguntándoles si consentían que volviese por su derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí, y que todo lo que en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero.
Ya en este tiempo estaban el duque y la duquesa puestos en una galería que caía sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente, que esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condición de los combatientes que si don Quijote vencía, su contrario se había de casar con la hija de doña Rodríguez; y si él fuese vencido, quedaba libre su contendor de la palabra que se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.
Partióles el maestro de las ceremonias el sol, y puso a los dos cada uno en el puesto donde habían de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire el son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra; estaban suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando otros el bueno o el mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote, encomendándose de todo su corazón a Dios Nuestro Señor y a la señora Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese señal precisa de la arremetida; empero, nuestro lacayo tenía diferentes pensamientos: no pensaba él sino en lo que agora diré:
Parece ser que, cuando estuvo mirando a su enemiga, le pareció la más hermosa mujer que había visto en toda su vida, y el niño ceguezuelo, a quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder la ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente, sin que nadie le viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado izquierdo, y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo hacer bien al seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do quiere, sin que nadie le pida cuenta de sus hechos.
Digo, pues, que, cuando dieron la señal de la arremetida, estaba nuestro lacayo transportado, pensando en la hermosura de la que ya había hecho señora de su libertad, y así, no atendió al son de la trompeta, como hizo don Quijote, que, apenas la hubo oído, cuando arremetió, y, a todo el correr que permitía Rocinante, partió contra su enemigo; y, viéndole partir su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces:
-¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros! ¡Dios te dé la vitoria, pues llevas la razón de tu parte!
Y, aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un paso de su puesto; antes, con grandes voces, llamó al maese de campo, el cual venido a ver lo que quería, le dijo:
-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con aquella señora?
-Así es -le fue respondido.
-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondríala en gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y así, digo que yo me doy por vencido y que quiero casarme luego con aquella señora.
Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y, como era uno de los sabidores de la máquina de aquel caso, no le supo responder palabra. Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no le acometía. El duque no sabía la ocasión porque no se pasaba adelante en la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía, de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.
En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó adonde doña Rodríguez estaba, y dijo a grandes voces:
-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la muerte.
Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:
-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense en hora buena, y, pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro se la bendiga.
El duque había bajado a la plaza del castillo, y, llegándose a Tosilos, le dijo:
-¿Es verdad, caballero, que os dais por vencido, y que, instigado de vuestra temerosa conciencia, os queréis casar con esta doncella?
-Sí, señor -respondió Tosilos.
-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-, porque lo que has de dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.
Íbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen, porque le iban faltando los espíritus del aliento, y no podía verse encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela apriesa, y quedó descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual doña Rodríguez y su hija, dando grandes voces, dijeron:
-¡Éste es engaño, engaño es éste! ¡A Tosilos, el lacayo del duque mi señor, nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia de Dios y del Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquería!
-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-, que ni ésta es malicia ni es bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa el duque, sino los malos encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en el de este que decís que es lacayo del duque. Tomad mi consejo, y, a pesar de la malicia de mis enemigos, casaos con él, que sin duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo.
El duque, que esto oyó, estuvo por romper en risa toda su cólera, y dijo:
-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote que estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y maña: dilatemos el casamiento quince días, si quieren, y tengamos encerrado a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría ser que volviese a su prístina figura; que no ha de durar tanto el rancor que los encantadores tienen al señor don Quijote, y más, yéndoles tan poco en usar estos embelecos y transformaciones.
-¡Oh señor! -dijo Sancho-, que ya tienen estos malandrines por uso y costumbre de mudar las cosas, de unas en otras, que tocan a mi amo. Un caballero que venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le volvieron en la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro pueblo y grande amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del Toboso la han vuelto en una rústica labradora; y así, imagino que este lacayo ha de morir y vivir lacayo todos los días de su vida.
A lo que dijo la hija de Rodríguez:
-Séase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco; que más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es.
En resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se recogiese, hasta ver en qué paraba su transformación; aclamaron todos la vitoria por don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos de ver que no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien así como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan, porque le ha perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la gente, volviéronse el duque y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos, quedaron doña Rodríguez y su hija contentísimas de ver que, por una vía o por otra, aquel caso había de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba menos.
Que trata de cómo don Quijote se despidió del duque, y de lo que le sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la duquesa
YA LE PARECIÓ a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la que en aquel castillo tenía; que se imaginaba ser grande la falta que su persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos regalos y deleites que como a caballero andante aquellos señores le hacían, y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y así, pidió un día licencia a los duques para partirse. Diéronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba de que los dejase. Dio la duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el cual lloró con ellas, y dijo:
-¿Quién pensara que esperanzas tan grandes como las que en el pecho de mi mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno habían de parar en volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don Quijote de la Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondió a ser quien es, enviando las bellotas a la duquesa; que, a no habérselas enviado, quedando yo pesaroso, se mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es que esta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya tenía yo el gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que reciben algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agradecidos. En efecto, yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así, podré decir con segura conciencia, que no es poco: «Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano».
Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y, saliendo don Quijote, habiéndose despedido la noche antes de los duques, una mañana se presentó armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corredores toda la gente del castillo, y asimismo los duques salieron a verle. Estaba Sancho sobre su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentísimo, porque el mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un bolsico con docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto aún no lo sabía don Quijote.
Estando, como queda dicho, mirándole todos, a deshora, entre las otras dueñas y doncellas de la duquesa, que le miraban, alzó la voz la desenvuelta y discreta Altisidora, y en son lastimero dijo:
-Escucha, mal caballero;
detén un poco las riendas;
no fatigues las ijadas
de tu mal regida bestia.
Mira, falso, que no huyas 5
de alguna serpiente fiera,
sino de una corderilla
que está muy lejos de oveja.
Tú has burlado, monstruo horrendo,
la más hermosa doncella 10
que Dïana vio en sus montes,
que Venus miró en sus selvas.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
Tú llevas, ¡llevar impío!, 15
en las garras de tus cerras
las entrañas de una humilde,
como enamorada, tierna.
Llévaste tres tocadores,
y unas ligas, de unas piernas 20
que al mármol puro se igualan
en lisas, blancas y negras.
Llévaste dos mil suspiros,
que, a ser de fuego, pudieran
abrasar a dos mil Troyas, 25
si dos mil Troyas hubiera.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
De ese Sancho, tu escudero,
las entrañas sean tan tercas 30
y tan duras, que no salga
de su encanto Dulcinea.
De la culpa que tú tienes
lleve la triste la pena;
que justos por pecadores 35
tal vez pagan en mi tierra.
Tus más finas aventuras
en desventuras se vuelvan,
en sueños tus pasatiempos,
en olvidos tus firmezas. 40
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
Seas tenido por falso
desde Sevilla a Marchena,
desde Granada hasta Loja, 45
de Londres a Inglaterra.
Si jugares al reinado,
los cientos, o la primera,
los reyes huyan de ti;
ases ni sietes no veas. 50
Si te cortares los callos,
sangre las heridas viertan,
y quédente los raigones
si te sacares las muelas.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas, 55
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
En tanto que, de la suerte que se ha dicho, se quejaba la lastimada Altisidora, la estuvo mirando don Quijote, y, sin responderla palabra, volviendo el rostro a Sancho, le dijo:
-Por el siglo de tus pasados, Sancho mío, te conjuro que me digas una verdad. Dime, ¿llevas por ventura los tres tocadores y las ligas que esta enamorada doncella dice?
A lo que Sancho respondió:
-Los tres tocadores sí llevo; pero las ligas, como por los cerros de Úbeda.
Quedó la duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora, que, aunque la tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado que se atreviera a semejantes desenvolturas; y, como no estaba advertida desta burla, creció más su admiración. El duque quiso reforzar el donaire, y dijo:
-No me parece bien, señor caballero, que, habiendo recebido en este mi castillo el buen acogimiento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido a llevaros tres tocadores, por lo menos, si por lo más las ligas de mi doncella; indicios son de mal pecho y muestras que no corresponden a vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío a mortal batalla, sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro, como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en batalla.
-No quiera Dios -respondió don Quijote- que yo desenvaine mi espada contra vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he recebido; los tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es imposible, porque ni yo las he recebido ni él tampoco; y si esta vuestra doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo, señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como ella dice, como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.
-Déosle Dios tan bueno -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que, mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
-Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! -dijo entonces Altisidora-; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas, porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.
-¿No lo dije yo? -dijo Sancho-. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues, a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.
Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.
Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras
CUANDO don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!
-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
-Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
-Si sois servidos -respondió don Quijote-, holgaría de verlas, pues imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.
-Y ¡cómo si lo son! -dijo otro-. Si no, dígalo lo que cuesta: que en verdad que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y, porque vea vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced, y verla ha por vista de ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse. Viéndola don Quijote, dijo:
-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina: llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y, apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:
-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo.
-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo don Quijote:
-Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo; éste se llama don San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía.
-Éste -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo.
No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban:
-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.
-Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y díjole:
-En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
-Tú dices bien, Sancho -dijo don Quijote-, pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el suelo, dijo: «No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis brazos». Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
-Yo así lo creo -respondió Sancho-, y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra, España!» ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
-Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-; y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.
Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:
-Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso, o, por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y embotan las amorosas saetas, pero en esta Altisidora más parece que se aguzan que despuntan.
-Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.
-¡Crueldad notoria! -dijo Sancho-. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya. ¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
-Advierte, Sancho -respondió don Quijote-, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho.
En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a Sancho:
-Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de juncos marinos o de hilachas de algodón.
Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro. Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de los quince ni pasaba de los diez y ocho.
Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a don Quijote:
-Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo, ahí están tendidas; y, porque sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto y quién somos, os lo quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y parientes, nos viniésemos a holgar a este sitio, que es uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de estos árboles para engañar los simples pajarillos, que, ojeados con nuestro ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped, seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.
Calló y no dijo más. A lo que respondió don Quijote:
-Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os puedo servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es ésta la profesión mía, sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo género de gente, en especial con la principal que vuestras personas representa; y, si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha, si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.
-¡Ay, amiga de mi alma -dijo entonces la otra zagala-, y qué ventura tan grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen.
-Así es la verdad -dijo Sancho-: que yo soy ese gracioso y ese escudero que vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la Mancha historiado y referido.
-¡Ay! -dijo la otra-. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la palma de la hermosura.
-Con razón se la dan -dijo don Quijote-, si ya no lo pone en duda vuestra sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.
Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de conceder don Quijote, y así lo hizo.
Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que, engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia. Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle todos, y admirábanse de verle.
Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz, y dijo:
-Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo, pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando, dando una gran voz, dijo:
-¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
-¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto, salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento.
Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino -como os he dicho-, hirió el aire con semejantes palabras:
-¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante, está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas, se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a grandes voces comenzó a decir a don Quijote:
-¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!
-¡Ea, canalla -respondió don Quijote-, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse, aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:
-¡Deteneos y esperad, canalla malandrina, que un solo caballero os espera, el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que huye, hacerle la puente de plata!
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.
Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
AL POLVO y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros, socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y dellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y, atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-, sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más cruel de las muertes.
-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa- no aprobará vuestra merced aquel refrán que dicen: «muera Marta, y muera harta». Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y díjole:
-Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que, mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y negligencia.
-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos, y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea, que, cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo es vida; quiero decir que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al huésped que qué tenía para darles de cenar, a lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta.
-No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados.
-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.
-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere.
-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito.
-En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.
-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos.
-¡Por Dios -respondió el huésped-, que es gentil relente el que mi huésped tiene!, pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de pedir gallinas.
-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo: «¡Coméme! ¡Coméme!»
-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-; y nadie las toque, que yo las pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.
-Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle; que ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
-Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:
-¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda.
-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.
-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.
-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:
-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo:
-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre.
-Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.
-Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello.
-Pues a fe -dijo el caballero- que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe.
-Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.
Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido, condecendió con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.
En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba -guardando su honestidad y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que él respondió:
-Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo; y, en entrando, dijo:
-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.
-Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.
-Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.
-Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.
-Por el mismo caso -respondió don Quijote-, no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
-Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde podrá el señor don Quijote mostrar su valor.
-Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y servidores.
-Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más proveída.
De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
ERA FRESCA la mañana, y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso aquel nuevo historiador que tanto decían que le vituperaba.
Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos de los árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó entrar de rondón por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía, solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo, que hizo este discurso:
-Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo: «Tanto monta cortar como desatar», y no por eso dejó de ser universal señor de toda la Asia, ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea, si yo azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está en que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a mí que se los dé él, o que se los dé otro, pues la sustancia está en que él los reciba, lleguen por do llegaren?
Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las riendas de Rocinante, y acomodádolas en modo que pudiese azotarle con ellas, comenzóle a quitar las cintas, que es opinión que no tenía más que la delantera, en que se sustentaban los greguescos; pero, apenas hubo llegado, cuando Sancho despertó en todo su acuerdo, y dijo:
-¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
-Yo soy -respondió don Quijote-, que vengo a suplir tus faltas y a remediar mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar, en parte, la deuda a que te obligaste. Dulcinea perece; tú vives en descuido; yo muero deseando; y así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en esta soledad, por lo menos, dos mil azotes.
-Eso no -dijo Sancho-; vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios verdadero que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han de ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme; basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en voluntad me viniere.
-No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho -dijo don Quijote-, porque eres duro de corazón, y, aunque villano, blando de carnes.
Y así, procuraba y pugnaba por desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido, y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
-¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas? ¿Con quien te da su pan te atreves?
-Ni quito rey, ni pongo rey -respondió Sancho-, sino ayúdome a mí, que soy mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo, y no tratará de azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado; donde no,
aquí morirás, traidor,
enemigo de doña Sancha.
Prometióselo don Quijote, y juró por vida de sus pensamientos no tocarle en el pelo de la ropa, y que dejaría en toda su voluntad y albedrío el azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo; acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a don Quijote que le favoreciese. Hízolo así don Quijote, y, preguntándole qué le había sucedido y de qué tenía miedo, le respondió Sancho que todos aquellos árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote, y cayó luego en la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
-No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees, sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados; que por aquí los suele ahorcar la justicia cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona.
Y así era la verdad como él lo había imaginado.
Al parecer alzaron los ojos, y vieron los racimos de aquellos árboles, que eran cuerpos de bandoleros. Ya, en esto, amanecía, y si los muertos los habían espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos que de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos, y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un árbol, y, finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo por bien de cruzar las manos e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.
Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio, y a no dejarle ninguna cosa de cuantas en las alforjas y la maleta traía; y avínole bien a Sancho que en una ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los que habían sacado de su tierra, y, con todo eso, aquella buena gente le escardara y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera escondido, si no llegara en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo, vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes -que en aquella tierra se llaman pedreñales- a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los que andan en aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que no lo hiciesen, y fue luego obedecido; y así se escapó la ventrera. Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza. Llegóse a él diciéndole:
-No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de compasivas que de rigurosas.
-No es mi tristeza -respondió don Quijote- haber caído en tu poder, ¡oh valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!, sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería, que profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme, porque yo soy don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el orbe.
Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más en locura que en valentía, y, aunque algunas veces le había oído nombrar, nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante humor reinase en corazón de hombre; y holgóse en estremo de haberle encontrado, para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído; y así, le dijo:
-Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna ésta en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra torcida suerte se enderezase; que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un ruido como de tropel de caballos, y no era sino un solo, sobre el cual venía a toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de damasco verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con sombrero terciado, a la valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeña en las manos y dos pistolas a los lados. Al ruido volvió Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la cual, en llegando a él, dijo:
-En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio, a lo menos alivio en mi desdicha; y, por no tenerte suspenso, porque sé que no me has conocido, quiero decirte quién soy: y soy Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario bando; y ya sabes que este Torrellas tiene un hijo que don Vicente Torrellas se llama, o, a lo menos, se llamaba no ha dos horas. Éste, pues, por abreviar el cuento de mi desventura, te diré en breves palabras la que me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme, a hurto de mi padre; porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di la palabra de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse, nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y, por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees, y apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua de aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé estas escopetas, y, por añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que creo, le debí de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a tomar en él desaforada venganza.
Roque, admirado de la gallardía, bizarría, buen talle y suceso de la hermosa Claudia, le dijo:
-Ven, señora, y vamos a ver si es muerto tu enemigo, que después veremos lo que más te importare.
Don Quijote, que estaba escuchando atentamente lo que Claudia había dicho y lo que Roque Guinart respondió, dijo:
-No tiene nadie para qué tomar trabajo en defender a esta señora, que lo tomo yo a mi cargo: denme mi caballo y mis armas, y espérenme aquí, que yo iré a buscar a ese caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la palabra prometida a tanta belleza.
-Nadie dude de esto -dijo Sancho-, porque mi señor tiene muy buena mano para casamentero, pues no ha muchos días que hizo casar a otro que también negaba a otra doncella su palabra; y si no fuera porque los encantadores que le persiguen le mudaron su verdadera figura en la de un lacayo, ésta fuera la hora que ya la tal doncella no lo fuera.
Roque, que atendía más a pensar en el suceso de la hermosa Claudia que en las razones de amo y mozo, no las entendió; y, mandando a sus escuderos que volviesen a Sancho todo cuanto le habían quitado del rucio, mandándoles asimesmo que se retirasen a la parte donde aquella noche habían estado alojados, y luego se partió con Claudia a toda priesa a buscar al herido, o muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde le encontró Claudia, y no hallaron en él sino recién derramada sangre; pero, tendiendo la vista por todas partes, descubrieron por un recuesto arriba alguna gente, y diéronse a entender, como era la verdad, que debía ser don Vicente, a quien sus criados, o muerto o vivo, llevaban, o para curarle, o para enterrarle; diéronse priesa a alcanzarlos, que, como iban de espacio, con facilidad lo hicieron.
Hallaron a don Vicente en los brazos de sus criados, a quien con cansada y debilitada voz rogaba que le dejasen allí morir, porque el dolor de las heridas no consentía que más adelante pasase.
Arrojáronse de los caballos Claudia y Roque, llegáronse a él, temieron los criados la presencia de Roque, y Claudia se turbó en ver la de don Vicente; y así, entre enternecida y rigurosa, se llegó a él, y asiéndole de las manos, le dijo:
-Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro concierto, nunca tú te vieras en este paso.
Abrió los casi cerrados ojos el herido caballero, y, conociendo a Claudia, le dijo:
-Bien veo, hermosa y engañada señora, que tú has sido la que me has muerto: pena no merecida ni debida a mis deseos, con los cuales, ni con mis obras, jamás quise ni supe ofenderte.
-Luego, ¿no es verdad -dijo Claudia- que ibas esta mañana a desposarte con Leonora, la hija del rico Balvastro?
-No, por cierto -respondió don Vicente-; mi mala fortuna te debió de llevar estas nuevas, para que, celosa, me quitases la vida, la cual, pues la dejo en tus manos y en tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y, para asegurarte desta verdad, aprieta la mano y recíbeme por esposo, si quisieres, que no tengo otra mayor satisfación que darte del agravio que piensas que de mí has recebido.
Apretóle la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que sobre la sangre y pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó un mortal parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía qué hacerse. Acudieron los criados a buscar agua que echarles en los rostros, y trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de su desmayo Claudia, pero no de su parasismo don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto lo cual de Claudia, habiéndose enterado que ya su dulce esposo no vivía, rompió los aires con suspiros, hirió los cielos con quejas, maltrató sus cabellos, entregándolos al viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas las muestras de dolor y sentimiento que de un lastimado pecho pudieran imaginarse.
-¡Oh cruel e inconsiderada mujer -decía-, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!
Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión. Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar de su padre, que estaba allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde era abadesa una tía suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla hasta donde quisiese, y de defender a su padre de los parientes y de todo el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su compañía Claudia, en ninguna manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo, se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y a don Quijote entre ellos, sobre Rocinante, haciéndoles una plática en que les persuadía dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así para el alma como para el cuerpo; pero, como los más eran gascones, gente rústica y desbaratada, no les entraba bien la plática de don Quijote. Llegado que fue Roque, preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto y restituido las alhajas y preseas que los suyos del rucio le habían quitado. Sancho respondió que sí, sino que le faltaban tres tocadores, que valían tres ciudades.
-¿Qué es lo que dices, hombre? -dijo uno de los presentes-, que yo los tengo, y no valen tres reales.
-Así es -dijo don Quijote-, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho, por habérmelos dado quien me los dio.
Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en ala, mandó traer allí delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo aquello que desde la última repartición habían robado; y, haciendo brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros, lo repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque a don Quijote:
-Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con ellos.
A lo que dijo Sancho:
-Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones.
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin duda, le abriera la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no descoser los labios en tanto que entre aquella gente estuviese.
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por centinelas por los caminos para ver la gente que por ellos venía y dar aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:
-Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran tropel de gente.
A lo que respondió Roque:
-¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros buscamos?
-No, sino de los que buscamos -respondió el escudero.
-Pues salid todos -replicó Roque-, y traédmelos aquí luego, sin que se os escape ninguno.
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron a ver lo que los escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don Quijote:
-Nueva manera de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra, nuevas aventuras, nuevos sucesos, y todos peligrosos; y no me maravillo que así le parezca, porque realmente le confieso que no hay modo de vivir más inquieto ni más sobresaltado que el nuestro. A mí me han puesto en él no sé qué deseos de venganza, que tienen fuerza de turbar los más sosegados corazones; yo, de mi natural, soy compasivo y bien intencionado; pero, como tengo dicho, el querer vengarme de un agravio que se me hizo, así da con todas mis buenas inclinaciones en tierra, que persevero en este estado, a despecho y pesar de lo que entiendo; y, como un abismo llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que no sólo las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero Dios es servido de que, aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro.
Admirado quedó don Quijote de oír hablar a Roque tan buenas y concertadas razones, porque él se pensaba que, entre los de oficios semejantes de robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso, y respondióle:
-Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena: vuestra merced está enfermo, conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por mejor decir, que es nuestro médico, le aplicará medicinas que le sanen, las cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro; y más, que los pecadores discretos están más cerca de enmendarse que los simples; y, pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia; y si vuestra merced quiere ahorrar camino y ponerse con facilidad en el de su salvación, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante, donde se pasan tantos trabajos y desventuras que, tomándolas por penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.
Rióse Roque del consejo de don Quijote, a quien, mudando plática, contó el trágico suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó en estremo a Sancho, que no le había parecido mal la belleza, desenvoltura y brío de la moza.
Llegaron, en esto, los escuderos de la presa, trayendo consigo dos caballeros a caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de mujeres con hasta seis criados, que a pie y a caballo las acompañaban, con otros dos mozos de mulas que los caballeros traían. Cogiéronlos los escuderos en medio, guardando vencidos y vencedores gran silencio, esperando a que el gran Roque Guinart hablase, el cual preguntó a los caballeros que quién eran y adónde iban, y qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:
-Señor, nosotros somos dos capitanes de infantería española; tenemos nuestras compañías en Nápoles y vamos a embarcarnos en cuatro galeras, que dicen están en Barcelona con orden de pasar a Sicilia; llevamos hasta docientos o trecientos escudos, con que, a nuestro parecer, vamos ricos y contentos, pues la estrecheza ordinaria de los soldados no permite mayores tesoros.
Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo que a los capitanes; fuele respondido que iban a embarcarse para pasar a Roma, y que entre entrambos podían llevar hasta sesenta reales. Quiso saber también quién iba en el coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y uno de los de a caballo dijo:
-Mi señora doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de Nápoles, con una hija pequeña, una doncella y una dueña, son las que van en el coche; acompañámosla seis criados, y los dineros son seiscientos escudos.
-De modo -dijo Roque Guinart-, que ya tenemos aquí novecientos escudos y sesenta reales; mis soldados deben de ser hasta sesenta; mírese a cómo le cabe a cada uno, porque yo soy mal contador.
Oyendo decir esto los salteadores, levantaron la voz, diciendo:
-¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición procuran!
Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta, y no se holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza, que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a los capitanes, dijo:
-Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto que yo les daré, para que, si toparen otras de algunas escuadras mías que tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño; que no es mi intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales.
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que, por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio. Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:
-Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir bien de esta aventura.
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras, y, despidiéndose dellos, los dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana:
-Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí adelante quisiere mostrarse liberal séalo con su hacienda y no con la nuestra.
No lo dijo tan paso el desventurado que dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes, diciéndole:
-Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia que le tenían.
Apartóse Roque a una parte y escribió una carta a un su amigo, a Barcelona, dándole aviso como estaba consigo el famoso don Quijote de la Mancha, aquel caballero andante de quien tantas cosas se decían; y que le hacía saber que era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que de allí a cuatro días, que era el de San Juan Bautista, se le pondría en mitad de la playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante, su caballo, y a su escudero Sancho sobre un asno, y que diese noticia desto a sus amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a todo el mundo. Despachó estas cartas con uno de sus escuderos, que, mudando el traje de bandolero en el de un labrador, entró en Barcelona y la dio a quien iba.
De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto
TRES DÍAS y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trecientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida: aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién. Dormían en pie, interrompiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos, porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba; porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos, o le habían de matar, o entregar a la justicia: vida, por cierto, miserable y enfadosa.
En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron a su playa la víspera de San Juan en la noche, y, abrazando Roque a don Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la una a la otra parte se hicieron.
Volvióse Roque; quedóse don Quijote esperando el día, así, a caballo, como estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del Oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en lugar de alegrar el oído; aunque al mesmo instante alegraron también el oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, «¡trapa, trapa, aparta, aparta!» de corredores, que, al parecer, de la ciudad salían. Dio lugar la aurora al sol, que, un rostro mayor que el de una rodela, por el más bajo horizonte, poco a poco, se iba levantando.
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos. Comenzaron a moverse y a hacer modo de escaramuza por las sosegadas aguas, correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de crujía de las galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes.
No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos que por el mar se movían. En esto, llegaron corriendo, con grita, lililíes y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito estaba, y uno dellos, que era el avisado de Roque, dijo en alta voz a don Quijote:
-Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene. Bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores.
No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose con los demás que los seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol al derredor de don Quijote; el cual, volviéndose a Sancho, dijo:
-Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia y aun la del aragonés recién impresa.
Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote, y díjole:
-Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.
A lo que don Quijote respondió:
-Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en vuestro servicio.
Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y, encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se encaminaron con él a la ciudad, al entrar de la cual, el malo, que todo lo malo ordena, y los muchachos, que son más malos que el malo, dos dellos traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente, y, alzando el uno de la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron sendos manojos de aliagas. Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que, dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho, el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre más de otros mil que los seguían.
Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso y música llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin, como de caballero rico; donde le dejaremos por agora, porque así lo quiere Cide Hamete.
Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías que no pueden dejar de contarse
DON ANTONIO Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y discreto, y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras; porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan si son con daño de tercero. Lo primero que hizo fue hacer desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con aquel su estrecho y acamuzado vestido -como ya otras veces le hemos descrito y pintado- a un balcón que salía a una calle de las más principales de la ciudad, a vista de las gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban. Corrieron de nuevo delante dél los de las libreas, como si para él solo, no para alegrar aquel festivo día, se las hubieran puesto; y Sancho estaba contentísimo, por parecerle que se había hallado, sin saber cómo ni cómo no, otras bodas de Camacho, otra casa como la de don Diego de Miranda y otro castillo como el del duque.
Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:
-Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro día.
-No, señor, no es así -respondió Sancho-, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla; quiero decir que como lo que me dan, y uso de los tiempos como los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, téngase por dicho que no acierta; y de otra manera dijera esto si no mirara a las barbas honradas que están a la mesa.
-Por cierto -dijo don Quijote-, que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna de los siglos venideros. Verdad es que, cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada.
-¡Cómo! -dijo don Antonio-. ¿Gobernador ha sido Sancho?
-Sí -respondió Sancho-, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della, caí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.
Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que dio gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote, se entró con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los emperadores romanos, de los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce. Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas veces la mesa, después de lo cual dijo:
-Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno, y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las más raras aventuras, o, por mejor decir, novedades que imaginarse pueden, con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los últimos retretes del secreto.
-Así lo juro -respondió don Quijote-, y aun le echaré una losa encima, para más seguridad; porque quiero que sepa vuestra merced, señor don Antonio -que ya sabía su nombre-, que está hablando con quien, aunque tiene oídos para oír, no tiene lengua para hablar; así que, con seguridad puede vuestra merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío y hacer cuenta que lo ha arrojado en los abismos del silencio.
-En fee de esa promesa -respondió don Antonio-, quiero poner a vuestra merced en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio de la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son para fiarse de todos.
Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por la cabeza de bronce y por toda la mesa, y por el pie de jaspe sobre que se sostenía, y luego dijo:
-Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil escudos que le di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó carácteres, observó astros, miró puntos, y, finalmente, la sacó con la perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que dice verdad en cuanto responde.
Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo por no creer a don Antonio; pero, por ver cuán poco tiempo había para hacer la experiencia, no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde los demás caballeros estaban. En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que a su amo habían acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa, vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho de modo que no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote de la Mancha. En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos venían a verle, y como leían: Éste es don Quijote de la Mancha, admirábase don Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y, volviéndose a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
-Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería, pues hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los muchachos desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
-Así es, señor don Quijote -respondió don Antonio-, que, así como el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un castellano que leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz, diciendo:
-¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has llegado, sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tu eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal; pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te desnatan el entendimiento.
-Hermano -dijo don Antonio-, seguid vuestro camino, y no deis consejos a quien no os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare, y andad en hora mala, y no os metáis donde no os llaman.
-Pardiez, vuesa merced tiene razón -respondió el castellano-, que aconsejar a este buen hombre es dar coces contra el aguijón; pero, con todo eso, me da muy gran lástima que el buen ingenio que dicen que tiene en todas las cosas este mentecato se le desagüe por la canal de su andante caballería; y la enhoramala que vuesa merced dijo, sea para mí y para todos mis descendientes si de hoy más, aunque viviese más años que Matusalén, diere consejo a nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.
Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo sarao de damas, porque la mujer de don Antonio, que era una señora principal y alegre, hermosa y discreta, convidó a otras sus amigas a que viniesen a honrar a su huésped y a gustar de sus nunca vistas locuras. Vinieron algunas, cenóse espléndidamente y comenzóse el sarao casi a las diez de la noche. Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no sólo el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de don Quijote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y, sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como a hurto las damiselas, y él, también como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose apretar de requiebros, alzó la voz y dijo:
-Fugite, partes adversae!: dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos. Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan.
Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le llevasen en peso a su lecho, y el primero que asió dél fue Sancho, diciéndole:
-¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis bailado! ¿Pensáis que todos los valientes son danzadores y todos los andantes caballeros bailarines? Digo que si lo pensáis, que estáis engañado; hombre hay que se atreverá a matar a un gigante antes que hacer una cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del danzar, no doy puntada.
Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.
Otro día le pareció a don Antonio ser bien hacer la experiencia de la cabeza encantada, y con don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos señoras que habían molido a don Quijote en el baile, que aquella propia noche se habían quedado con la mujer de don Antonio, se encerró en la estancia donde estaba la cabeza. Contóles la propiedad que tenía, encargóles el secreto y díjoles que aquél era el primero día donde se había de probar la virtud de la tal cabeza encantada; y si no eran los dos amigos de don Antonio, ninguna otra persona sabía el busilis del encanto, y aun si don Antonio no se le hubiera descubierto primero a sus amigos, también ellos cayeran en la admiración en que los demás cayeron, sin ser posible otra cosa: con tal traza y tal orden estaba fabricada.
El primero que se llegó al oído de la cabeza fue el mismo don Antonio, y díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida:
-Dime, cabeza, por la virtud que en ti se encierra: ¿qué pensamientos tengo yo agora?
Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y distinta, de modo que fue de todos entendida, esta razón:
-Yo no juzgo de pensamientos.
Oyendo lo cual, todos quedaron atónitos, y más viendo que en todo el aposento ni al derredor de la mesa no había persona humana que responder pudiese.
-¿Cuántos estamos aquí? -tornó a preguntar don Antonio.
Y fuele respondido por el propio tenor, paso:
-Estáis tú y tu mujer, con dos amigos tuyos, y dos amigas della, y un caballero famoso llamado don Quijote de la Mancha, y un su escudero que Sancho Panza tiene por nombre.
¡Aquí sí que fue el admirarse de nuevo, aquí sí que fue el erizarse los cabellos a todos de puro espanto! Y, apartándose don Antonio de la cabeza, dijo:
-Esto me basta para darme a entender que no fui engañado del que te me vendió, ¡cabeza sabia, cabeza habladora, cabeza respondona y admirable cabeza! Llegue otro y pregúntele lo que quisiere.
Y, como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas de saber, la primera que se llegó fue una de las dos amigas de la mujer de don Antonio, y lo que le preguntó fue:
-Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy hermosa?
Y fuele respondido:
-Sé muy honesta.
-No te pregunto más -dijo la preguntanta.
Llegó luego la compañera, y dijo:
-Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien, o no.
Y respondiéronle:
-Mira las obras que te hace, y echarlo has de ver.
Apartóse la casada diciendo:
-Esta respuesta no tenía necesidad de pregunta, porque, en efecto, las obras que se hacen declaran la voluntad que tiene el que las hace.
Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio, y preguntóle:
-¿Quién soy yo?
Y fuele respondido:
-Tú lo sabes.
-No te pregunto eso -respondió el caballero-, sino que me digas si me conoces tú.
-Sí conozco -le respondieron-, que eres don Pedro Noriz.
-No quiero saber más, pues esto basta para entender, ¡oh cabeza!, que lo sabes todo.
Y, apartándose, llegó el otro amigo y preguntóle:
-Dime, cabeza, ¿qué deseos tiene mi hijo el mayorazgo?
-Ya yo he dicho -le respondieron- que yo no juzgo de deseos, pero, con todo eso, te sé decir que los que tu hijo tiene son de enterrarte.
-Eso es -dijo el caballero-: lo que veo por los ojos, con el dedo lo señalo.
Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo:
-Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo querría saber de ti si gozaré muchos años de buen marido.
Y respondiéronle:
-Sí gozarás, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchos años de vida, la cual muchos suelen acortar por su destemplanza.
Llegóse luego don Quijote, y dijo:
-Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de Dulcinea?
-A lo de la cueva -respondieron- hay mucho que decir: de todo tiene; los azotes de Sancho irán de espacio, el desencanto de Dulcinea llegará a debida ejecución.
-No quiero saber más -dijo don Quijote-; que como yo vea a Dulcinea desencantada, haré cuenta que vienen de golpe todas las venturas que acertare a desear.
El último preguntante fue Sancho, y lo que preguntó fue:
-¿Por ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de escudero? ¿Volveré a ver a mi mujer y a mis hijos?
A lo que le respondieron:
-Gobernarás en tu casa; y si vuelves a ella, verás a tu mujer y a tus hijos; y, dejando de servir, dejarás de ser escudero.
-¡Bueno, par Dios! -dijo Sancho Panza-. Esto yo me lo dijera: no dijera más el profeta Perogrullo.
-Bestia -dijo don Quijote-, ¿qué quieres que te respondan? ¿No basta que las respuestas que esta cabeza ha dado correspondan a lo que se le pregunta?
-Sí basta -respondió Sancho-, pero quisiera yo que se declarara más y me dijera más.
Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas, pero no se acabó la admiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio, que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, por no tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinario misterio en la tal cabeza se encerraba; y así, dice que don Antonio Moreno, a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero, hizo ésta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y la fábrica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada y barnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenía era de lo mesmo, con cuatro garras de águila que dél salían, para mayor firmeza del peso. La cabeza, que parecía medalla y figura de emperador romano, y de color de bronce, estaba toda hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que se encajaba tan justamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie de la tabla era ansimesmo hueco, que respondía a la garganta y pechos de la cabeza, y todo esto venía a responder a otro aposento que debajo de la estancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y pechos de la medalla y figura referida se encaminaba un cañón de hoja de lata, muy justo, que de nadie podía ser visto. En el aposento de abajo correspondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegada la boca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de esta manera no era posible conocer el embuste. Un sobrino de don Antonio, estudiante agudo y discreto, fue el respondiente; el cual, estando avisado de su señor tío de los que habían de entrar con él en aquel día en el aposento de la cabeza, le fue fácil responder con presteza y puntualidad a la primera pregunta; a las demás respondió por conjeturas, y, como discreto, discretamente. Y dice más Cide Hamete: que hasta diez o doce días duró esta maravillosa máquina; pero que, divulgándose por la ciudad que don Antonio tenía en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntaban respondía, temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas de nuestra Fe, habiendo declarado el caso a los señores inquisidores, le mandaron que lo deshiciese y no pasase más adelante, porque el vulgo ignorante no se escandalizase; pero en la opinión de don Quijote y de Sancho Panza, la cabeza quedó por encantada y por respondona, más a satisfación de don Quijote que de Sancho.
Los caballeros de la ciudad, por complacer a don Antonio y por agasajar a don Quijote y dar lugar a que descubriese sus sandeces, ordenaron de correr sortija de allí a seis días; que no tuvo efecto por la ocasión que se dirá adelante. Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie, temiendo que, si iba a caballo, le habían de perseguir los mochachos, y así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a pasearse.
Sucedió, pues, que, yendo por una calle, alzó los ojos don Quijote, y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros; de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna, y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquéllo que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales, admirábase y pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía. El oficial le respondió:
-Señor, este caballero que aquí está -y enseñóle a un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad- ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la estampa.
-¿Qué título tiene el libro? -preguntó don Quijote.
-A lo que el autor respondió:
-Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.
-Y ¿qué responde le bagatele en nuestro castellano? -preguntó don Quijote.
-Le bagatele -dijo el autor- es como si en castellano dijésemos los juguetes; y, aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.
-Yo -dijo don Quijote- sé algún tanto de el toscano, y me precio de cantar algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?
-Sí, muchas veces -respondió el autor.
-Y ¿cómo la traduce vuestra merced en castellano? -preguntó don Quijote.
-¿Cómo la había de traducir -replicó el autor-, sino diciendo olla?
-¡Cuerpo de tal -dijo don Quijote-, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piache, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga più, dice más, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.
-Sí declaro, por cierto -dijo el autor-, porque ésas son sus propias correspondencias.
-Osaré yo jurar -dijo don Quijote- que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáurigui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el original. Pero dígame vuestra merced: este libro, ¿imprímese por su cuenta, o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?
-Por mi cuenta lo imprimo -respondió el autor-, y pienso ganar mil ducados, por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos, y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas.
-¡Bien está vuesa merced en la cuenta! -respondió don Quijote-. Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las correspondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.
-Pues, ¿qué? -dijo el autor-. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a un librero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún piensa que me hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín la buena fama.
-Dios le dé a vuesa merced buena manderecha -respondió don Quijote.
Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que estaban corrigiendo un pliego de un libro que se intitulaba Luz del alma; y, en viéndole, dijo:
-Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que se deben imprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados.
Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y, preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino de Tordesillas.
-Ya yo tengo noticia deste libro -dijo don Quijote-, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos, por impertinente; pero su San Martín se le llegará, como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.
Y, diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta. Y aquel mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a ver las galeras que en la playa estaban, de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vida las había visto. Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella tarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de la Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenían noticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.
De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca
GRANDES eran los discursos que don Quijote hacía sobre la respuesta de la encantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todos paraban con la promesa, que él tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea. Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de ver presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que esta mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.
En resolución, aquella tarde don Antonio Moreno, su huésped, y sus dos amigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo, que estaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote y Sancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatieron tienda, y sonaron las chirimías; arrojaron luego el esquife al agua, cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesí, y, en poniendo que puso los pies en él don Quijote, disparó la capitana el cañón de crujía, y las otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir don Quijote por la escala derecha, toda la chusma le saludó como es usanza cuando una persona principal entra en la galera, diciendo: «¡Hu, hu, hu!» tres veces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era un principal caballero valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:
-Este día señalaré yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores que pienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor don Quijote de la Mancha: tiempo y señal que nos muestra que en él se encierra y cifra todo el valor del andante caballería.
Con otras no menos corteses razones le respondió don Quijote, alegre sobremanera de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos en la popa, que estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines, pasóse el cómitre en crujía, y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado, y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció que todos los diablos andaban allí trabajando; pero esto todo fueron tortas y pan pintado para lo que ahora diré. Estaba Sancho sentado sobre el estanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de lo que había de hacer, asió de Sancho, y, levantándole en los brazos, toda la chusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dando y volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tanta priesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los ojos, y sin duda pensó que los mismos demonios le llevaban, y no pararon con él hasta volverle por la siniestra banda y ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y jadeando, y trasudando, sin poder imaginar qué fue lo que sucedido le había.
Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al general si eran ceremonias aquéllas que se usaban con los primeros que entraban en las galeras; porque si acaso lo fuese, él, que no tenía intención de profesar en ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que, si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le había de sacar el alma a puntillazos; y, diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la espada.
A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer la entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:
-Éstas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre solo, que anda por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar a tanta gente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.
Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, le dijo:
-¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos, si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos señores, y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y pena de tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que podría ser que el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buena mano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.
Preguntar quería el general qué azotes eran aquéllos, o qué desencanto de Dulcinea, cuando dijo el marinero:
-Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda del poniente.
Esto oído, saltó el general en la crujía, y dijo:
-¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe de ser éste que la atalaya nos señala.
Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se les ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con la otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía. Apretó la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecía que volaban. Las que salieron a la mar, a obra de dos millas descubrieron un bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quince bancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las galeras, se puso en caza, con intención y esperanza de escaparse por su ligereza; pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más ligeros bajeles que en la mar navegaban, y así le fue entrando, que claramente los del bergantín conocieron que no podían escaparse; y así, el arráez quisiera que dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán que nuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba, ordenó que, ya que la capitana llegaba tan cerca que podían los del bajel oír las voces que desde ella les decían que se rindiesen, dos toraquís, que es como decir dos turcos borrachos, que en el bergantín venían con estos doce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que sobre nuestras arrumbadas venían. Viendo lo cual, juró el general de no dejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y, llegando a embestir con toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta. Pasó la galera adelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela en tanto que la galera volvía, y de nuevo, a vela y a remo, se pusieron en caza; pero no les aprovechó su diligencia tanto como les dañó su atrevimiento, porque, alcanzándoles la capitana a poco más de media milla, les echó la palamenta encima y los cogió vivos a todos.
Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presa volvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseosos de ver lo que traían. Dio fondo el general cerca de tierra, y conoció que estaba en la marina el virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife para traerle, y mandó amainar la entena para ahorcar luego luego al arráez y a los demás turcos que en el bajel había cogido, que serían hasta treinta y seis personas, todos gallardos, y los más, escopeteros turcos. Preguntó el general quién era el arráez del bergantín y fuele respondido por uno de los cautivos, en lengua castellana, que después pareció ser renegado español:
-Este mancebo, señor, que aquí vees es nuestro arráez.
Y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos que pudiera pintar la humana imaginación. La edad, al parecer, no llegaba a veinte años. Preguntóle el general:
-Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te movió a matarme mis soldados, pues veías ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se guarda a las capitanas? ¿No sabes tú que no es valentía la temeridad? Las esperanzas dudosas han de hacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios.
Responder quería el arráez; pero no pudo el general, por entonces, oír la respuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, con el cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo.
-¡Buena ha estado la caza, señor general! -dijo el virrey.
-Y tan buena -respondió el general- cual la verá Vuestra Excelencia agora colgada de esta entena.
-¿Cómo ansí? -replicó el virrey.
-Porque me han muerto -respondió el general-, contra toda ley y contra toda razón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galeras venían, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente a este mozo, que es el arráez del bergantín.
Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a la garganta, esperando la muerte.
Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde, dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vino deseo de escusar su muerte; y así, le preguntó:
-Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado?
A lo cual el mozo respondió, en lengua asimesmo castellana:
-Ni soy turco de nación, ni moro, ni renegado.
-Pues, ¿qué eres? -replicó el virrey.
-Mujer cristiana -respondió el mancebo.
-¿Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos? Más es cosa para admirarla que para creerla.
-Suspended -dijo el mozo-, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte, que no se perderá mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo os cuente mi vida.
¿Quién fuera el de corazón tan duro que con estas razones no se ablandara, o, a lo menos, hasta oír las que el triste y lastimado mancebo decir quería? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperase alcanzar perdón de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzó a decir desta manera:
-«De aquella nación más desdichada que prudente, sobre quien ha llovido estos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada. En la corriente de su desventura fui yo por dos tíos míos llevada a Berbería, sin que me aprovechase decir que era cristiana, como, en efecto, lo soy, y no de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y católicas. No me valió, con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro, decir esta verdad, ni mis tíos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por invención para quedarme en la tierra donde había nacido, y así, por fuerza más que por grado, me trujeron consigo. Tuve una madre cristiana y un padre discreto y cristiano, ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche; criéme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, que yo creo que lo son, creció mi hermosura, si es que tengo alguna; y, aunque mi recato y mi encerramiento fue mucho, no debió de ser tanto que no tuviese lugar de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio, hijo mayorazgo de un caballero que junto a nuestro lugar otro suyo tiene. Cómo me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio perdido por mí y cómo yo no muy ganada por él, sería largo de contar, y más en tiempo que estoy temiendo que, entre la lengua y la garganta, se ha de atravesar el riguroso cordel que me amenaza; y así, sólo diré cómo en nuestro destierro quiso acompañarme don Gregorio. Mezclóse con los moriscos que de otros lugares salieron, porque sabía muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo de dos tíos míos que consigo me traían; porque mi padre, prudente y prevenido, así como oyó el primer bando de nuestro destierro, se salió del lugar y se fue a buscar alguno en los reinos estraños que nos acogiese. Dejó encerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia, muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y doblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en ninguna manera, si acaso antes que él volviese nos desterraban. Hícelo así, y con mis tíos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos a Berbería; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si le hiciéramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y la fama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mía. Llamóme ante sí, preguntóme de qué parte de España era y qué dineros y qué joyas traía. Díjele el lugar, y que las joyas y dineros quedaban en él enterrados, pero que con facilidad se podrían cobrar si yo misma volviese por ellos. Todo esto le dije, temerosa de que no le cegase mi hermosura, sino su codicia. Estando conmigo en estas pláticas, le llegaron a decir cómo venía conmigo uno de los más gallardos y hermosos mancebos que se podía imaginar. Luego entendí que lo decían por don Gaspar Gregorio, cuya belleza se deja atrás las mayores que encarecer se pueden. Turbéme, considerando el peligro que don Gregorio corría, porque entre aquellos bárbaros turcos en más se tiene y estima un mochacho o mancebo hermoso que una mujer, por bellísima que sea. Mandó luego el rey que se le trujesen allí delante para verle, y preguntóme si era verdad lo que de aquel mozo le decían. Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sí era; pero que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y que le suplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo en todo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia. Díjome que fuese en buena hora, y que otro día hablaríamos en el modo que se podía tener para que yo volviese a España a sacar el escondido tesoro. Hablé con don Gaspar, contéle el peligro que corría el mostrar ser hombre; vestíle de mora, y aquella mesma tarde le truje a la presencia del rey, el cual, en viéndole, quedó admirado y hizo disignio de guardarla para hacer presente della al Gran Señor; y, por huir del peligro que en el serrallo de sus mujeres podía tener y temer de sí mismo, la mandó poner en casa de unas principales moras que la guardasen y la sirviesen, adonde le llevaron luego. Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) se deje a la consideración de los que se apartan si bien se quieren. Dio luego traza el rey de que yo volviese a España en este bergantín y que me acompañasen dos turcos de nación, que fueron los que mataron vuestros soldados. Vino también conmigo este renegado español -señalando al que había hablado primero-, del cual sé yo bien que es cristiano encubierto y que viene con más deseo de quedarse en España que de volver a Berbería; la demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que de bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar el orden que traíamos de que a mí y a este renegado en la primer parte de España, en hábito de cristianos, de que venimos proveídos, nos echasen en tierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, si pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún acidente que a los dos nos sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantín en la mar, y si acaso hubiese galeras por esta costa, los tomasen. Anoche descubrimos esta playa, y, sin tener noticia destas cuatro galeras, fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución: don Gregorio queda en hábito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligro de perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, o, por mejor decir, temiendo perder la vida, que ya me cansa.» Éste es, señores, el fin de mi lamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es que me dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído.
Y luego calló, preñados los ojos de tiernas lágrimas, a quien acompañaron muchas de los que presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sin hablarle palabra, se llegó a ella y le quitó con sus manos el cordel que las hermosas de la mora ligaba.
En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba, tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino que entró en la galera cuando entró el virrey; y, apenas dio fin a su plática la morisca, cuando él se arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras de mil sollozos y suspiros, le dijo:
-¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo soy tu padre Ricote, que volvía a buscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma.
A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza (que inclinada tenía, pensando en la desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino, conoció ser el mismo Ricote que topó el día que salió de su gobierno, y confirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya desatada, abrazó a su padre, mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo al general y al virrey:
-Ésta, señores, es mi hija, más desdichada en sus sucesos que en su nombre. Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su hermosura como por mi riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en reinos estraños quien nos albergase y recogiese, y, habiéndole hallado en Alemania, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros alemanes, a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejé escondidas. No hallé a mi hija; hallé el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el estraño rodeo que habéis visto, he hallado el tesoro que más me enriquece, que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías, por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la misericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros, que justamente han sido desterrados.
Entonces dijo Sancho:
-Bien conozco a Ricote, y sé que es verdad lo que dice en cuanto a ser Ana Félix su hija; que en esotras zarandajas de ir y venir, tener buena o mala intención, no me entremeto.
Admirados del estraño caso todos los presentes, el general dijo:
-Una por una vuestras lágrimas no me dejarán cumplir mi juramento: vivid, hermosa Ana Félix, los años de vida que os tiene determinados el cielo, y lleven la pena de su culpa los insolentes y atrevidos que la cometieron.
Y mandó luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados habían muerto; pero el virrey le pidió encarecidamente no los ahorcase, pues más locura que valentía había sido la suya. Hizo el general lo que el virrey le pedía, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada. Procuraron luego dar traza de sacar a don Gaspar Gregorio del peligro en que quedaba. Ofreció Ricote para ello más de dos mil ducados que en perlas y en joyas tenía. Diéronse muchos medios, pero ninguno fue tal como el que dio el renegado español que se ha dicho, el cual se ofreció de volver a Argel en algún barco pequeño, de hasta seis bancos, armado de remeros cristianos, porque él sabía dónde, cómo y cuándo podía y debía desembarcar, y asimismo no ignoraba la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron el general y el virrey el fiarse del renegado, ni confiar de los cristianos que habían de bogar el remo; fióle Ana Félix, y Ricote, su padre, dijo que salía a dar el rescate de los cristianos, si acaso se perdiesen.
Firmados, pues, en este parecer, se desembarcó el virrey, y don Antonio Moreno se llevó consigo a la morisca y a su padre, encargándole el virrey que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo. Tanta fue la benevolencia y caridad que la hermosura de Ana Félix infundió en su pecho.
Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido
LA MUJER de don Antonio Moreno cuenta la historia que recibió grandísimo contento de ver a Ana Félix en su casa. Recibióla con mucho agrado, así enamorada de su belleza como de su discreción, porque en lo uno y en lo otro era estremada la morisca, y toda la gente de la ciudad, como a campana tañida, venían a verla.
Dijo don Quijote a don Antonio que el parecer que habían tomado en la libertad de don Gregorio no era bueno, porque tenía más de peligroso que de conveniente, y que sería mejor que le pusiesen a él en Berbería con sus armas y caballo; que él le sacaría a pesar de toda la morisma, como había hecho don Gaiferos a su esposa Melisendra.
-Advierta vuesa merced -dijo Sancho, oyendo esto- que el señor don Gaiferos sacó a su esposa de tierra firme y la llevó a Francia por tierra firme; pero aquí, si acaso sacamos a don Gregorio, no tenemos por dónde traerle a España, pues está la mar en medio.
-Para todo hay remedio, si no es para la muerte -respondió don Quijote-; pues, llegando el barco a la marina, nos podremos embarcar en él, aunque todo el mundo lo impida.
-Muy bien lo pinta y facilita vuestra merced -dijo Sancho-, pero del dicho al hecho hay gran trecho, y yo me atengo al renegado, que me parece muy hombre de bien y de muy buenas entrañas.
Don Antonio dijo que si el renegado no saliese bien del caso, se tomaría el espediente de que el gran don Quijote pasase en Berbería.
De allí a dos días partió el renegado en un ligero barco de seis remos por banda, armado de valentísima chusma; y de allí a otros dos se partieron las galeras a Levante, habiendo pedido el general al visorrey fuese servido de avisarle de lo que sucediese en la libertad de don Gregorio y en el caso de Ana Félix; quedó el visorrey de hacerlo así como se lo pedía.
Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacía él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
-Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu muerte y el trabajo que yo he de tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfación sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu discreción mi cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba; y con reposo y ademán severo le respondió:
-Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que si visto la hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis referido, aceto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis determinado; y sólo exceto de las condiciones la de que se pase a mí la fama de vuestras hazañas, porque no sé cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga.
Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha. El visorrey, creyendo sería alguna nueva aventura fabricada por don Antonio Moreno, o por otro algún caballero de la ciudad, salió luego a la playa con don Antonio y con otros muchos caballeros que le acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a Rocinante para tomar del campo lo necesario.
Viendo, pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar, se puso en medio, preguntándoles qué era la causa que les movía a hacer tan de improviso batalla. El Caballero de la Blanca Luna respondió que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las mismas que había dicho a don Quijote, con la acetación de las condiciones del desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y preguntóle paso si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si era alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría o no pasar adelante en la batalla; pero, no pudiéndose persuadir a que fuese sino burla, se apartó diciendo:
-Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea -como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían-, tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y, como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
-Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.
-Eso no haré yo, por cierto -dijo el de la Blanca Luna-: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo me contento con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí estaban, y oyeron asimismo que don Quijote respondió que como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demás cumpliría como caballero puntual y verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo mesura con la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras supiese quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el rostro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temía si quedaría o no contrecho Rocinante, o deslocado su amo; que no fuera poca ventura si deslocado quedara. Finalmente, con una silla de manos, que mandó traer el visorrey, le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volvió también a ella, con deseo de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna, que de tan mal talante había dejado a don Quijote.
Donde se da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de Don Gregorio, y de otros sucesos
SIGUIÓ don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y siguiéronle también, y aun persiguiéronle, muchos muchachos, hasta que le cerraron en un mesón dentro de la ciudad. Entró el don Antonio con deseo de conocerle; salió un escudero a recebirle y a desarmarle; encerróse en una sala baja, y con él don Antonio, que no se le cocía el pan hasta saber quién fuese. Viendo, pues, el de la Blanca Luna que aquel caballero no le dejaba, le dijo:
-Bien sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y, porque no hay para qué negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré, sin faltar un punto a la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el bachiller Sansón Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y, creyendo que está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella; y así, habrá tres meses que le salí al camino como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con intención de pelear con él y vencerle, sin hacerle daño, poniendo por condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era que se volviese a su lugar y que no saliese dél en todo un año, en el cual tiempo podría ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra manera, porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y así, no tuvo efecto mi pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví, vencido, corrido y molido de la caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él es tan puntual en guardar las órdenes de la andante caballería, sin duda alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna; suplícoos no me descubráis ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.
-¡Oh señor -dijo don Antonio-, Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él! ¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos? Pero yo imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y si no fuese contra caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza, su escudero, que cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolía. Con todo esto, callaré, y no le diré nada, por ver si salgo verdadero en sospechar que no ha de tener efecto la diligencia hecha por el señor Carrasco.
El cual respondió que ya una por una estaba en buen punto aquel negocio, de quien esperaba feliz suceso. Y, habiéndose ofrecido don Antonio de hacer lo que más le mandase, se despidió dél; y, hecho liar sus armas sobre un macho, luego al mismo punto, sobre el caballo con que entró en la batalla, se salió de la ciudad aquel mismo día y se volvió a su patria, sin sucederle cosa que obligue a contarla en esta verdadera historia.
Contó don Antonio al visorrey todo lo que Carrasco le había contado, de lo que el visorrey no recibió mucho gusto, porque en el recogimiento de don Quijote se perdía el que podían tener todos aquellos que de sus locuras tuviesen noticia.
Seis días estuvo don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y mal acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado suceso de su vencimiento. Consolábale Sancho, y, entre otras razones, le dijo:
-Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo que, ya que le derribó en la tierra, no salió con alguna costilla quebrada; y, pues sabe que donde las dan las toman, y que no siempre hay tocinos donde hay estacas, dé una higa al médico, pues no le ha menester para que le cure en esta enfermedad: volvámonos a nuestra casa y dejémonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos; y si bien se considera, yo soy aquí el más perdidoso, aunque es vuestra merced el más mal parado. Yo, que dejé con el gobierno los deseos de ser más gobernador, no dejé la gana de ser conde, que jamás tendrá efecto si vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de su caballería; y así, vienen a volverse en humo mis esperanzas.
-Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un año; que luego volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte.
-Dios lo oiga -dijo Sancho-, y el pecado sea sordo, que siempre he oído decir que más vale buena esperanza que ruin posesión.
En esto estaban cuando entró don Antonio, diciendo con muestras de grandísimo contento:
-¡Albricias, señor don Quijote, que don Gregorio y el renegado que fue por él está en la playa! ¿Qué digo en la playa? Ya está en casa del visorrey, y será aquí al momento.
Alegróse algún tanto don Quijote, y dijo:
-En verdad que estoy por decir que me holgara que hubiera sucedido todo al revés, porque me obligara a pasar en Berbería, donde con la fuerza de mi brazo diera libertad no sólo a don Gregorio, sino a cuantos cristianos cautivos hay en Berbería. Pero, ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar arma en un año? Pues, ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de la rueca que de la espada?
-Déjese deso, señor -dijo Sancho-: viva la gallina, aunque con su pepita, que hoy por ti y mañana por mí; y en estas cosas de encuentros y porrazos no hay tomarles tiento alguno, pues el que hoy cae puede levantarse mañana, si no es que se quiere estar en la cama; quiero decir que se deje desmayar, sin cobrar nuevos bríos para nuevas pendencias. Y levántese vuestra merced agora para recebir a don Gregorio, que me parece que anda la gente alborotada, y ya debe de estar en casa.
Y así era la verdad; porque, habiendo ya dado cuenta don Gregorio y el renegado al visorrey de su ida y vuelta, deseoso don Gregorio de ver a Ana Félix, vino con el renegado a casa de don Antonio; y, aunque don Gregorio, cuando le sacaron de Argel, fue con hábitos de mujer, en el barco los trocó por los de un cautivo que salió consigo; pero en cualquiera que viniera, mostrara ser persona para ser codiciada, servida y estimada, porque era hermoso sobremanera, y la edad, al parecer, de diez y siete o diez y ocho años. Ricote y su hija salieron a recebirle: el padre con lágrimas y la hija con honestidad. No se abrazaron unos a otros, porque donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura. Las dos bellezas juntas de don Gregorio y Ana Félix admiraron en particular a todos juntos los que presentes estaban. El silencio fue allí el que habló por los dos amantes, y los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos pensamientos.
Contó el renegado la industria y medio que tuvo para sacar a don Gregorio; contó don Gregorio los peligros y aprietos en que se había visto con las mujeres con quien había quedado, no con largo razonamiento, sino con breves palabras, donde mostró que su discreción se adelantaba a sus años. Finalmente, Ricote pagó y satisfizo liberalmente así al renegado como a los que habían bogado al remo. Reincorporóse y redújose el renegado con la Iglesia, y, de miembro podrido, volvió limpio y sano con la penitencia y el arrepentimiento.
De allí a dos días trató el visorrey con don Antonio qué modo tendrían para que Ana Félix y su padre quedasen en España, pareciéndoles no ser de inconveniente alguno que quedasen en ella hija tan cristiana y padre, al parecer, tan bien intencionado. Don Antonio se ofreció venir a la corte a negociarlo, donde había de venir forzosamente a otros negocios, dando a entender que en ella, por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban.
-No -dijo Ricote, que se halló presente a esta plática- hay que esperar en favores ni en dádivas, porque con el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas; porque, aunque es verdad que él mezcla la misericordia con la justicia, como él vee que todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido, usa con él antes del cauterio que abrasa que del ungüento que molifica; y así, con prudencia, con sagacidad, con diligencia y con miedos que pone, ha llevado sobre sus fuertes hombros a debida ejecución el peso desta gran máquina, sin que nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta, porque no se le quede ni encubra ninguno de los nuestros, que, como raíz escondida, que con el tiempo venga después a brotar, y a echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía. ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco!
-Una por una, yo haré, puesto allá, las diligencias posibles, y haga el cielo lo que más fuere servido -dijo don Antonio-. Don Gregorio se irá conmigo a consolar la pena que sus padres deben tener por su ausencia; Ana Félix se quedará con mi mujer en mi casa, o en un monasterio, y yo sé que el señor visorrey gustará se quede en la suya el buen Ricote, hasta ver cómo yo negocio.
El visorrey consintió en todo lo propuesto, pero don Gregorio, sabiendo lo que pasaba, dijo que en ninguna manera podía ni quería dejar a doña Ana Félix; pero, teniendo intención de ver a sus padres, y de dar traza de volver por ella, vino en el decretado concierto. Quedóse Ana Félix con la mujer de don Antonio, y Ricote en casa del visorrey.
Llegóse el día de la partida de don Antonio, y el de don Quijote y Sancho, que fue de allí a otros dos; que la caída no le concedió que más presto se pusiese en camino. Hubo lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos al despedirse don Gregorio de Ana Félix. Ofrecióle Ricote a don Gregorio mil escudos, si los quería; pero él no tomó ninguno, sino solos cinco que le prestó don Antonio, prometiendo la paga dellos en la corte. Con esto, se partieron los dos, y don Quijote y Sancho después, como se ha dicho: don Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el rucio cargado con las armas.
Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchare leer
AL SALIR de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído, y dijo:
-¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!
Oyendo lo cual Sancho, dijo:
-Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo, que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que soy escudero de a pie, no estoy triste; porque he oído decir que esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no vee lo que hace, ni sabe a quién derriba, ni a quién ensalza.
-Muy filósofo estás, Sancho -respondió don Quijote-, muy a lo discreto hablas: no sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía, pero no con la prudencia necesaria, y así, me han salido al gallarín mis presunciones; pues debiera pensar que al poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de Rocinante. Atrevíme en fin, hice lo que puede, derribáronme, y, aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre, acreditaré mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina, pues, amigo Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el año del noviciado, con cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí olvidado ejercicio de las armas.
-Señor -respondió Sancho-, no es cosa tan gustosa el caminar a pie, que me mueva e incite a hacer grandes jornadas. Dejemos estas armas colgadas de algún árbol, en lugar de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas del rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de caminar a pie y hacerlas grandes es pensar en lo escusado.
-Bien has dicho, Sancho -respondió don Quijote-: cuélguense mis armas por trofeo, y al pie dellas, o alrededor dellas, grabaremos en los árboles lo que en el trofeo de las armas de Roldán estaba escrito:
NADIE LAS MUEVA
QUE ESTAR NO PUEDA CON ROLDÁN A PRUEBA.
-Todo eso me parece de perlas -respondió Sancho-; y, si no fuera por la falta que para el camino nos había de hacer Rocinante, también fuera bien dejarle colgado.
-¡Pues ni él ni las armas -replicó don Quijote- quiero que se ahorquen, porque no se diga que a buen servicio, mal galardón!
-Muy bien dice vuestra merced -respondió Sancho-, porque, según opinión de discretos, la culpa del asno no se ha de echar a la albarda; y, pues deste suceso vuestra merced tiene la culpa, castíguese a sí mesmo, y no revienten sus iras por las ya rotas y sangrientas armas, ni por las mansedumbres de Rocinante, ni por la blandura de mis pies, queriendo que caminen más de lo justo.
En estas razones y pláticas se les pasó todo aquel día, y aun otros cuatro, sin sucederles cosa que estorbase su camino; y al quinto día, a la entrada de un lugar, hallaron a la puerta de un mesón mucha gente, que, por ser fiesta, se estaba allí solazando. Cuando llegaba a ellos don Quijote, un labrador alzó la voz diciendo:
-Alguno destos dos señores que aquí vienen, que no conocen las partes, dirá lo que se ha de hacer en nuestra apuesta.
-Sí diré, por cierto -respondió don Quijote-, con toda rectitud, si es que alcanzo a entenderla.
-«Es, pues, el caso -dijo el labrador-, señor bueno, que un vecino deste lugar, tan gordo que pesa once arrobas, desafió a correr a otro su vecino, que no pesa más que cinco. Fue la condición que habían de correr una carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que pesa cinco arrobas, se pusiese seis de hierro a cuestas, y así se igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»
-Eso no -dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese-. Y a mí, que ha pocos días que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo sabe, toca averiguar estas dudas y dar parecer en todo pleito.
-Responde en buen hora -dijo don Quijote-, Sancho amigo, que yo no estoy para dar migas a un gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.
Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos alrededor dél la boca abierta, esperando la sentencia de la suya:
-Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de justicia alguna; porque si es verdad lo que se dice, que el desafiado puede escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales que le impidan ni estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus carnes, de aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le pareciere y estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso, se igualará y ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.
-¡Voto a tal -dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho- que este señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a buen seguro que no ha de querer quitarse el gordo una onza de sus carnes, cuanto más seis arrobas.
-Lo mejor es que no corran -respondió otro-, porque el flaco no se muela con el peso, ni el gordo se descarne; y échese la mitad de la apuesta en vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la capa cuando llueva.
-Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer descortés y caminar más que de paso.
Y así, dando de las espuelas a Rocinante, pasó adelante, dejándolos admirados de haber visto y notado así su estraña figura como la discreción de su criado, que por tal juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores dijo:
-Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de ser el amo! Yo apostaré que si van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la mano o con una mitra en la cabeza.
Aquella noche la pasaron amo y mozo en mitad del campo, al cielo raso y descubierto; y otro día, siguiendo su camino, vieron que hacia ellos venía un hombre de a pie, con unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo en la mano, propio talle de correo de a pie; el cual, como llegó junto a don Quijote, adelantó el paso, y medio corriendo llegó a él, y, abrazándole por el muslo derecho, que no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de mucha alegría:
-¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y qué gran contento ha de llegar al corazón de mi señor el duque cuando sepa que vuestra merced vuelve a su castillo, que todavía se está en él con mi señora la duquesa!
-No os conozco, amigo -respondió don Quijote-, ni sé quién sois, si vos no me lo decís.
-Yo, señor don Quijote -respondió el correo-, soy Tosilos, el lacayo del duque mi señor, que no quise pelear con vuestra merced sobre el casamiento de la hija de doña Rodríguez.
-¡Válame Dios! -dijo don Quijote-. ¿Es posible que sois vos el que los encantadores mis enemigos transformaron en ese lacayo que decís, por defraudarme de la honra de aquella batalla?
-Calle, señor bueno -replicó el cartero-, que no hubo encanto alguno ni mudanza de rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la estacada como Tosilos lacayo salí della. Yo pensé casarme sin pelear, por haberme parecido bien la moza, pero sucedióme al revés mi pensamiento, pues, así como vuestra merced se partió de nuestro castillo, el duque mi señor me hizo dar cien palos por haber contravenido a las ordenanzas que me tenía dadas antes de entrar en la batalla, y todo ha parado en que la muchacha es ya monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a Castilla, y yo voy ahora a Barcelona, a llevar un pliego de cartas al virrey, que le envía mi amo. Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.
-Quiero el envite -dijo Sancho-, y échese el resto de la cortesía, y escancie el buen Tosilos, a despecho y pesar de cuantos encantadores hay en las Indias.
-En fin -dijo don Quijote-, tú eres, Sancho, el mayor glotón del mundo y el mayor ignorante de la tierra, pues no te persuades que este correo es encantado, y este Tosilos contrahecho. Quédate con él y hártate, que yo me iré adelante poco a poco, esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza, desalforjó sus rajas, y, sacando un panecillo, él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde, y en buena paz compaña despabilaron y dieron fondo con todo el repuesto de las alforjas, con tan buenos alientos, que lamieron el pliego de las cartas, sólo porque olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:
-Sin duda este tu amo, Sancho amigo, debe de ser un loco.
-¿Cómo debe? -respondió Sancho-. No debe nada a nadie, que todo lo paga, y más cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y bien se lo digo a él; pero, ¿qué aprovecha? Y más agora que va rematado, porque va vencido del Caballero de la Blanca Luna.
Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día, si se encontrasen, habría lugar para ello. Y, levantándose, después de haberse sacudido el sayo y las migajas de las barbas, antecogió al rucio, y, diciendo «a Dios», dejó a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra de un árbol le estaba esperando.
De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con otros sucesos en verdad gustosos y buenos
SI MUCHOS pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado, muchos más le fatigaron después de caído. A la sombra del árbol estaba, como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal condición del lacayo Tosilos.
-¿Es posible -le dijo don Quijote- que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que aquél sea verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber visto a Dulcinea convertida y transformada en labradora, y al Caballero de los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha hecho Dios de Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en las manos del olvido los enamorados pensamientos que en mi presencia la fatigaban?
-No eran -respondió Sancho- los que yo tenía tales que me diesen lugar a preguntar boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en términos de inquirir pensamientos ajenos, especialmente amorosos?
-Mira, Sancho -dijo don Quijote-, mucha diferencia hay de las obras que se hacen por amor a las que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba, que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como los de los duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea, a quien tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los gusanos que para el remedio de aquella pobre señora.
-Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, yo no me puedo persuadir que los azotes de mis posaderas tengan que ver con los desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: «Si os duele la cabeza, untaos las rodillas». A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas historias vuesa merced ha leído que tratan de la andante caballería no ha visto algún desencantado por azotes; pero, por sí o por no, yo me los daré, cuando tenga gana y el tiempo me dé comodidad para castigarme.
-Dios lo haga -respondió don Quijote-, y los cielos te den gracia para que caigas en la cuenta y en la obligación que te corre de ayudar a mi señora, que lo es tuya, pues tú eres mío.
En estas pláticas iban siguiendo su camino, cuando llegaron al mesmo sitio y lugar donde fueron atropellados de los toros. Reconocióle don Quijote; dijo a Sancho:
-Éste es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los estendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos.
-Pardiez -dijo Sancho-, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer seguir, y hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de holgarse.
-Tú has dicho muy bien -dijo don Quijote-; y podrá llamarse el bachiller Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al cura no sé qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
-No pienso -respondió Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que le vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama Teresa; y más, que, celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis castos deseos, pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas. El cura no será bien que tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere el bachiller tenerla, su alma en su palma.
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué vida nos hemos de dar, Sancho amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues, ¡qué si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verá casi todos los instrumentos pastorales.-¿Qué son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he visto en toda mi vida?
-Albogues son -respondió don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de azófar, que, dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no muy agradable ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía, y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra lengua que son moriscos y acaban en i, y son: borceguí, zaquizamí y maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que acaban, son conocidos por arábigos. Esto te he dicho, de paso, por habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga también maese Nicolás, no dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el pastor Carrascón, de desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede servirse, y así, andará la cosa que no haya más que desear.
A lo que respondió Sancho:
-Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que en tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la comida al hato. Pero, ¡guarda!, que es de buen parecer, y hay pastores más maliciosos que simples, y no querría que fuese por lana y volviese trasquilada; y también suelen andar los amores y los no buenos deseos por los campos como por las ciudades, y por las pastorales chozas como por los reales palacios, y, quitada la causa se quita el pecado; y ojos que no veen, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de hombres buenos.
-No más refranes, Sancho -dijo don Quijote-, pues cualquiera de los que has dicho basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo en refranes y que te vayas a la mano en decirlos; pero paréceme que es predicar en desierto, y «castígame mi madre, y yo trómpogelas».
-Paréceme -respondió Sancho- que vuesa merced es como lo que dicen: «Dijo la sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra». Estáme reprehendiendo que no diga yo refranes, y ensártalos vuesa merced de dos en dos.
-Mira, Sancho -respondió don Quijote-: yo traigo los refranes a propósito, y vienen cuando los digo como anillo en el dedo; pero tráeslos tan por los cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo mal, otra vez te he dicho que los refranes son sentencias breves, sacadas de la experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el refrán que no viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero dejémonos desto, y, pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún trecho, donde pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.
Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien contra la voluntad de Sancho, a quien se le representaban las estrechezas de la andante caballería usadas en las selvas y en los montes, si bien tal vez la abundancia se mostraba en los castillos y casas, así de don Diego de Miranda como en las bodas del rico Camacho, y de don Antonio Moreno; pero consideraba no ser posible ser siempre de día ni siempre de noche, y así, pasó aquélla durmiendo, y su amo velando.
De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
ERA LA NOCHE algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en parte que pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana se va a pasear a los antípodas, y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo; bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y pocos cuidados. Los de don Quijote le desvelaron de manera que despertó a Sancho y le dijo:
-Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que eres hecho de mármol, o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo me desmayo de ayuno cuanto tú estás perezoso y desalentado de puro harto. De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus sentimientos, por el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche, la soledad en que estamos, que nos convida a entremeter alguna vigilia entre nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y desvíate algún trecho de aquí, y con buen ánimo y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te lo suplico, que no quiero venir contigo a los brazos, como la otra vez, porque sé que los tienes pesados. Después que te hayas dado, pasaremos lo que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza, dando desde agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea.
-Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje dormir y no me apriete en lo del azotarme; que me hará hacer juramento de no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
-¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí te has visto gobernador, y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser conde, o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año; que yo post tenebras spero lucem.
-No entiendo eso -replico Sancho-; sólo entiendo que, en tanto que duermo, ni tengo temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ardor, y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia.
-Nunca te he oído hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente como ahora, por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces sueles decir: «No con quien naces, sino con quien paces».
-¡Ah, pesia tal -replicó Sancho-, señor nuestro amo! No soy yo ahora el que ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote y puso mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose a los lados el lío de las armas, y la albarda de su jumento, tan temblando de miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el ruido, y, llegándose cerca a los dos temerosos; a lo menos, al uno, que al otro, ya se sabe su valentía.
Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando por añadidura a Rocinante. El tropel, el gruñir, la presteza con que llegaron los animales inmundos, puso en confusión y por el suelo a la albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió a su amo la espada, diciéndole que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos, que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
-Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas, y le piquen avispas y le hollen puercos.
-También debe de ser castigo del cielo -respondió Sancho- que a los escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y les embista la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a quien servimos, o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos alcanzara la pena de sus culpas hasta la cuarta generación; pero, ¿qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes? Ahora bien: tornémonos a acomodar y durmamos lo poco que queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos.
-Duerme tú, Sancho -respondió don Quijote-, que naciste para dormir; que yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día, daré rienda a mis pensamientos, y los desfogaré en un madrigalete, que, sin que tú lo sepas, anoche compuse en la memoria.
-A mí me parece -respondió Sancho- que los pensamientos que dan lugar a hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere, que yo dormiré cuanto pudiere.
Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un alcornoque -que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era-, al son de sus mesmos suspiros, cantó de esta suerte:
-Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das, terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas, en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída,
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho, despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros; miró el destrozo que habían hecho los puercos en su repostería, y maldijo la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su comenzado camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que se les llegaba traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote a Sancho, y díjole:
-Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera atado los brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.
Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar palabra alguna rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo, porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera. Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y más cuando oyeron que de cuando en cuando les decían:
-¡Caminad, trogloditas!
-¡Callad, bárbaros!
-¡Pagad, antropófagos!
-¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros!
Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:
-¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan desventurada!
Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía qué serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron, en esto, un hora casi de la noche, a un castillo, que bien conoció don Quijote que era el del duque, donde había poco que habían estado.
-¡Váleme Dios! -dijo, así como conoció la estancia- y ¿qué será esto? Sí que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.
Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá en el siguiente capítulo.
Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso desta grande historia avino a don Quijote
APEÁRONSE los de a caballo, y, junto con los de a pie, tomando en peso y arrebatadamente a Sancho y a don Quijote, los entraron en el patio, alrededor del cual ardían casi cien hachas, puestas en sus blandones, y, por los corredores del patio, más de quinientas luminarias; de modo que, a pesar de la noche, que se mostraba algo escura, no se echaba de ver la falta del día. En medio del patio se levantaba un túmulo como dos varas del suelo, cubierto todo con un grandísimo dosel de terciopelo negro, alrededor del cual, por sus gradas, ardían velas de cera blanca sobre más de cien candeleros de plata; encima del cual túmulo se mostraba un cuerpo muerto de una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura hermosa a la misma muerte. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.
A un lado del patio estaba puesto un teatro, y en dos sillas sentados dos personajes, que, por tener coronas en la cabeza y ceptros en las manos, daban señales de ser algunos reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado deste teatro, adonde se subía por algunas gradas, estaban otras dos sillas, sobre las cuales los que trujeron los presos sentaron a don Quijote y a Sancho, todo esto callando y dándoles a entender con señales a los dos que asimismo callasen; pero, sin que se lo señalaran, callaron ellos, porque la admiración de lo que estaban mirando les tenía atadas las lenguas.
Subieron, en esto, al teatro, con mucho acompañamiento, dos principales personajes, que luego fueron conocidos de don Quijote ser el duque y la duquesa, sus huéspedes, los cuales se sentaron en dos riquísimas sillas, junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no se había de admirar con esto, añadiéndose a ello haber conocido don Quijote que el cuerpo muerto que estaba sobre el túmulo era el de la hermosa Altisidora?
Al subir el duque y la duquesa en el teatro, se levantaron don Quijote y Sancho y les hicieron una profunda humillación, y los duques hicieron lo mesmo, inclinando algún tanto las cabezas.
Salió, en esto, de través un ministro, y, llegándose a Sancho, le echó una ropa de bocací negro encima, toda pintada con llamas de fuego, y, quitándole la caperuza, le puso en la cabeza una coroza, al modo de las que sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y díjole al oído que no descosiese los labios, porque le echarían una mordaza, o le quitarían la vida. Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:
-Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan.
Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho. Comenzó, en esto, a salir, al parecer, debajo del túmulo un son sumiso y agradable de flautas, que, por no ser impedido de alguna humana voz, porque en aquel sitio el mesmo silencio guardaba silencio a sí mismo, se mostraba blando y amoroso. Luego hizo de sí improvisa muestra, junto a la almohada del, al parecer, cadáver, un hermoso mancebo vestido a lo romano, que, al son de una arpa, que él mismo tocaba, cantó con suavísima y clara voz estas dos estancias:
-En tanto que en sí vuelve Altisidora,
muerta por la crueldad de don Quijote,
y en tanto que en la corte encantadora
se vistieren las damas de picote,
y en tanto que a sus dueñas mi señora 5
vistiere de bayeta y de anascote,
cantaré su belleza y su desgracia,
con mejor plectro que el cantor de Tracia.
Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida; 10
mas, con la lengua muerta y fría en la boca,
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca,
por el estigio lago conducida,
celebrándote irá, y aquel sonido 15
hará parar las aguas del olvido.
-No más -dijo a esta sazón uno de los dos que parecían reyes-: no más, cantor divino; que sería proceder en infinito representarnos ahora la muerte y las gracias de la sin par Altisidora, no muerta, como el mundo ignorante piensa, sino viva en las lenguas de la Fama, y en la pena que para volverla a la perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que está presente; y así, ¡oh tú, Radamanto, que conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de Lite!, pues sabes todo aquello que en los inescrutables hados está determinado acerca de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo luego, porque no se nos dilate el bien que con su nueva vuelta esperamos.
Apenas hubo dicho esto Minos, juez y compañero de Radamanto, cuando, levantándose en pie Radamanto, dijo:
-¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos, grandes y chicos, acudid unos tras otros y sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro mamonas, y doce pellizcos y seis alfilerazos en brazos y lomos, que en esta ceremonia consiste la salud de Altisidora!
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el silencio, y dijo:
-¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro ni manosearme la cara como volverme moro! ¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver manosearme el rostro con la resurreción desta doncella? Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a pellizcos. ¡Esas burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y no hay conmigo tus, tus!
-¡Morirás! -dijo en alta voz Radamanto-. Ablándate, tigre; humíllate, Nembrot soberbio, y sufre y calla, pues no te piden imposibles. Y no te metas en averiguar las dificultades deste negocio: mamonado has de ser, acrebillado te has de ver, pellizcado has de gemir. ¡Ea, digo, ministros, cumplid mi mandamiento; si no, por la fe de hombre de bien, que habéis de ver para lo que nacistes!
Parecieron, en esto, que por el patio venían, hasta seis dueñas en procesión, una tras otra, las cuatro con antojos, y todas levantadas las manos derechas en alto, con cuatro dedos de muñecas de fuera, para hacer las manos más largas, como ahora se usa. No las hubo visto Sancho, cuando, bramando como un toro, dijo:
-Bien podré yo dejarme manosear de todo el mundo, pero consentir que me toquen dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas; atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia, o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si me llevase el diablo.
Rompió también el silencio don Quijote, diciendo a Sancho:
-Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo por haber puesto tal virtud en tu persona, que con el martirio della desencantes los encantados y resucites los muertos.
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más persuadido, poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba a la primera, la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una gran reverencia.
-¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña -dijo Sancho-; que por Dios que traéis las manos oliendo a vinagrillo!
Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le pellizcaron; pero lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento de los alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y, asiendo de una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras todos su verdugos, diciendo:
-¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan extraordinarios martirios!
En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto tiempo supina, se volvió de un lado; visto lo cual por los circunstantes, casi todos a una voz dijeron:
-¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado el intento que se procuraba.
Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas delante de Sancho, diciéndole:
-Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.
A lo que respondió Sancho:
-Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda. Déjenme; si no, por Dios que lo arroje y lo eche todo a trece, aunque no se venda.
Ya en esto, se había sentado en el túmulo Altisidora, y al mismo instante sonaron las chirimías, a quien acompañaron las flautas y las voces de todos, que aclamaban:
-¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!
Levantáronse los duques y los reyes Minos y Radamanto, y todos juntos, con don Quijote y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a bajarla del túmulo; la cual, haciendo de la desmayada, se inclinó a los duques y a los reyes, y, mirando de través a don Quijote, le dijo:
-Dios te lo perdone, desamorado caballero, pues por tu crueldad he estado en el otro mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti, ¡oh el más compasivo escudero que contiene el orbe!, te agradezco la vida que poseo. Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de seis camisas mías que te mando para que hagas otras seis para ti; y, si no son todas sanas, a lo menos son todas limpias.
Besóle por ello las manos Sancho, con la coroza en la mano y las rodillas en el suelo. Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza, y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra, por señal y memoria de aquel nunca visto suceso. La duquesa respondió que sí dejarían, que ya sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó el duque despejar el patio, y que todos se recogiesen a sus estancias, y que a don Quijote y a Sancho los llevasen a las que ellos ya se sabían.
Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia
DURMIÓ Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia acompañado. Salióle su temor tan verdadero y su sospecha tan cierta, que, apenas hubo entrado su señor en el lecho, cuando dijo:
-¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta noche? Grande y poderosa es la fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.
-Muriérase ella en hora buena cuanto quisiera y como quisiera -respondió Sancho-, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la enamoré ni la desdeñé en mi vida. Yo no sé ni puedo pensar cómo sea que la salud de Altisidora, doncella más antojadiza que discreta, tenga que ver, como otra vez he dicho, con los martirios de Sancho Panza. Agora sí que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por una ventana abajo.
-Duerme, Sancho amigo -respondió don Quijote-, si es que te dan lugar los alfilerazos y pellizcos recebidos, y las mamonas hechas.
-Ningún dolor -replicó Sancho- llegó a la afrenta de las mamonas, no por otra cosa que por habérmelas hecho dueña, que confundidas sean; y torno a suplicar a vuesa merced me deje dormir, porque el sueño es alivio de las miserias de los que las tienen despiertas.
-Sea así -dijo don Quijote-, y Dios te acompañe.
Durmiéronse los dos, y en este tiempo quiso escribir y dar cuenta Cide Hamete, autor desta grande historia, qué les movió a los duques a levantar el edificio de la máquina referida. Y dice que, no habiéndosele olvidado al bachiller Sansón Carrasco cuando el Caballero de los Espejos fue vencido y derribado por don Quijote, cuyo vencimiento y caída borró y deshizo todos sus designios, quiso volver a probar la mano, esperando mejor suceso que el pasado; y así, informándose del paje que llevó la carta y presente a Teresa Panza, mujer de Sancho, adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas armas y caballo, y puso en el escudo la blanca luna, llevándolo todo sobre un macho, a quien guiaba un labrador, y no Tomé Cecial, su antiguo escudero, porque no fuese conocido de Sancho ni de don Quijote.
Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza. Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho. En fin, dio cuenta de la burla que Sancho había hecho a su amo, dándole a entender que Dulcinea estaba encantada y transformada en labradora, y cómo la duquesa su mujer había dado a entender a Sancho que él era el que se engañaba, porque verdaderamente estaba encantada Dulcinea; de que no poco se rió y admiró el bachiller, considerando la agudeza y simplicidad de Sancho, como del estremo de la locura de don Quijote.
Pidióle el duque que si le hallase, y le venciese o no, se volviese por allí a darle cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller; partióse en su busca, no le halló en Zaragoza, pasó adelante y sucedióle lo que queda referido.
Volvióse por el castillo del duque y contóselo todo, con las condiciones de la batalla, y que ya don Quijote volvía a cumplir, como buen caballero andante, la palabra de retirarse un año en su aldea, en el cual tiempo podía ser, dijo el bachiller, que sanase de su locura; que ésta era la intención que le había movido a hacer aquellas transformaciones, por ser cosa de lástima que un hidalgo tan bien entendido como don Quijote fuese loco. Con esto, se despidió del duque, y se volvió a su lugar, esperando en él a don Quijote, que tras él venía.
De aquí tomó ocasión el duque de hacerle aquella burla: tanto era lo que gustaba de las cosas de Sancho y de don Quijote; y haciendo tomar los caminos cerca y lejos del castillo por todas las partes que imaginó que podría volver don Quijote, con muchos criados suyos de a pie y de a caballo, para que por fuerza o de grado le trujesen al castillo, si le hallasen. Halláronle, dieron aviso al duque, el cual, ya prevenido de todo lo que había de hacer, así como tuvo noticia de su llegada, mandó encender las hachas y las luminarias del patio y poner a Altisidora sobre el túmulo, con todos los aparatos que se han contado, tan al vivo, y tan bien hechos, que de la verdad a ellos había bien poca diferencia.
Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos.
Los cuales, el uno durmiendo a sueño suelto, y el otro velando a pensamientos desatados, les tomó el día y la gana de levantarse; que las ociosas plumas, ni vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a don Quijote.
Altisidora -en la opinión de don Quijote, vuelta de muerte a vida-, siguiendo el humor de sus señores, coronada con la misma guirnalda que en el túmulo tenía, y vestida una tunicela de tafetán blanco, sembrada de flores de oro, y sueltos los cabellos por las espaldas, arrimada a un báculo de negro y finísimo ébano, entró en el aposento de don Quijote, con cuya presencia turbado y confuso, se encogió y cubrió casi todo con las sábanas y colchas de la cama, muda la lengua, sin que acertase a hacerle cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una silla, junto a su cabecera, y, después de haber dado un gran suspiro, con voz tierna y debilitada le dijo:
-Cuando las mujeres principales y las recatadas doncellas atropellan por la honra, y dan licencia a la lengua que rompa por todo inconveniente, dando noticia en público de los secretos que su corazón encierra, en estrecho término se hallan. Yo, señor don Quijote de la Mancha, soy una déstas, apretada, vencida y enamorada; pero, con todo esto, sufrida y honesta; tanto que, por serlo tanto, reventó mi alma por mi silencio y perdí la vida. Dos días ha que con la consideración del rigor con que me has tratado,
¡Oh más duro que mármol a mis quejas,
empedernido caballero!, he estado muerta, o, a lo menos, juzgada por tal de los que me han visto; y si no fuera porque el Amor, condoliéndose de mí, depositó mi remedio en los martirios deste buen escudero, allá me quedara en el otro mundo.
-Bien pudiera el Amor -dijo Sancho- depositarlos en los de mi asno, que yo se lo agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo la acomode con otro más blando amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero.
-La verdad que os diga -respondió Altisidora-, yo no debí de morir del todo, pues no entré en el infierno; que, si allá entrara, una por una no pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que llegué a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en calzas y en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas, y con unas vueltas de lo mismo, que les servían de puños, con cuatro dedos de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más largas, en las cuales tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa maravillosa y nueva; pero esto no me admiró tanto como el ver que, siendo natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y entristecerse los que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se maldecían.
-Eso no es maravilla -respondió Sancho-, porque los diablos, jueguen o no jueguen, nunca pueden estar contentos, ganen o no ganen.
-Así debe de ser -respondió Altisidora-; mas hay otra cosa que también me admira, quiero decir me admiró entonces, y fue que al primer voleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir otra vez; y así, menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos, nuevo, flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas y le esparcieron las hojas. Dijo un diablo a otro: «Mirad qué libro es ése». Y el diablo le respondió: «Ésta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas». «Quitádmele de ahí -respondió el otro diablo-, y metedle en los abismos del infierno: no le vean más mis ojos». «¿Tan malo es?», respondió el otro. «Tan malo -replicó el primero-, que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara». Prosiguieron su juego, peloteando otros libros, y yo, por haber oído nombrar a don Quijote, a quien tanto adamo y quiero, procuré que se me quedase en la memoria esta visión.
-Visión debió de ser, sin duda -dijo don Quijote-, porque no hay otro yo en el mundo, y ya esa historia anda por acá de mano en mano, pero no para en ninguna, porque todos la dan del pie. Yo no me he alterado en oír que ando como cuerpo fantástico por las tinieblas del abismo, ni por la claridad de la tierra, porque no soy aquel de quien esa historia trata. Si ella fuere buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de vida; pero si fuere mala, de su parto a la sepultura no será muy largo el camino.
Iba Altisidora a proseguir en quejarse de don Quijote, cuando le dijo don Quijote:
-Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos, pues de los míos antes pueden ser agradecidos que remediados; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y los hados, si los hubiera, me dedicaron para ella; y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra honestidad, pues nadie se puede obligar a lo imposible.
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando enojarse y alterarse, le dijo:
-¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme.
-Eso creo yo muy bien -dijo Sancho-, que esto del morirse los enamorados es cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.
Estando en estas pláticas, entró el músico, cantor y poeta que había cantado las dos ya referidas estancias, el cual, haciendo una gran reverencia a don Quijote, dijo:
-Vuestra merced, señor caballero, me cuente y tenga en el número de sus mayores servidores, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así por su fama como por sus hazañas.
Don Quijote le respondió:
-Vuestra merced me diga quién es, porque mi cortesía responda a sus merecimientos.
El mozo respondió que era el músico y panegírico de la noche antes.
-Por cierto -replicó don Quijote-, que vuestra merced tiene estremada voz, pero lo que cantó no me parece que fue muy a propósito; porque, ¿qué tienen que ver las estancias de Garcilaso con la muerte desta señora?
-No se maraville vuestra merced deso -respondió el músico-, que ya entre los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento, y ya no hay necedad que canten o escriban que no se atribuya a licencia poética.
Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa, que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática, en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza. Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día, pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora. Él le respondió:
-Señora mía, sepa Vuestra Señoría que todo el mal desta doncella nace de ociosidad, cuyo remedio es la ocupación honesta y continua. Ella me ha dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos, no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
-Y el mío -añadió Sancho-, pues no he visto en toda mi vida randera que por amor se haya muerto; que las doncellas ocupadas más ponen sus pensamientos en acabar sus tareas que en pensar en sus amores. Por mí lo digo, pues, mientras estoy cavando, no me acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa Panza, a quien quiero más que a las pestañas de mis ojos.
-Vos decís muy bien, Sancho -dijo la duquesa-, y yo haré que mi Altisidora se ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor blanca, que la sabe hacer por estremo.
-No hay para qué, señora -respondió Altisidora-, usar dese remedio, pues la consideración de las crueldades que conmigo ha usado este malandrín mostrenco me le borrarán de la memoria sin otro artificio alguno. Y, con licencia de vuestra grandeza, me quiero quitar de aquí, por no ver delante de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea y abominable catadura.
-Eso me parece -dijo el duque- a lo que suele decirse:
Porque aquel que dice injurias,
cerca está de perdonar.
Hizo Altisidora muestra de limpiarse las lágrimas con un pañuelo, y, haciendo reverencia a sus señores, se salió del aposento.
-Mándote yo -dijo Sancho-, pobre doncella, mándote, digo, mala ventura, pues las has habido con una alma de esparto y con un corazón de encina. ¡A fee que si las hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!
Acabóse la plática, vistióse don Quijote, comió con los duques, y partióse aquella tarde.
De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su aldea
IBA EL VENCIDO y asendereado don Quijote pensativo además por una parte, y muy alegre por otra. Causaba su tristeza el vencimiento; y la alegría, el considerar en la virtud de Sancho, como lo había mostrado en la resurreción de Altisidora, aunque con algún escrúpulo se persuadía a que la enamorada doncella fuese muerta de veras. No iba nada Sancho alegre, porque le entristecía ver que Altisidora no le había cumplido la palabra de darle las camisas; y, yendo y viniendo en esto, dijo a su amo:
-En verdad, señor, que soy el más desgraciado médico que se debe de hallar en el mundo, en el cual hay físicos que, con matar al enfermo que curan, quieren ser pagados de su trabajo, que no es otro sino firmar una cedulilla de algunas medicinas, que no las hace él, sino el boticario, y cátalo cantusado; y a mí, que la salud ajena me cuesta gotas de sangre, mamonas, pellizcos, alfilerazos y azotes, no me dan un ardite. Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure, me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
-Tú tienes razón, Sancho amigo -respondió don Quijote-, y halo hecho muy mal Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y, puesto que tu virtud es gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio es recebir martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como buena; pero no sé si vendrá bien con la cura la paga, y no querría que impidiese el premio a la medicina. Con todo eso, me parece que no se perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo:
-Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada azote que me diere?
-Si yo te hubiera de pagar, Sancho -respondió don Quijote-, conforme lo que merece la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas del Potosí fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a lo que llevas mío, y pon el precio a cada azote.
-Ellos -respondió Sancho- son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco, y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco reales. Éstos desfalcaré yo de los que tengo de vuestra merced, y entraré en mi casa rico y contento, aunque bien azotado; porque no se toman truchas..., y no digo más.
-¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable -respondió don Quijote-, y cuán obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el cielo nos diere de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible sino que vuelva, su desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque la abrevies te añado cien reales.
-¿Cuándo? -replicó Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced que la tengamos en el campo, al cielo abierto, que yo me abriré mis carnes.
Llegó la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo, pareciéndole que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado, y que el día se alargaba más de lo acostumbrado, bien así como acontece a los enamorados, que jamás ajustan la cuenta de sus deseos. Finalmente, se entraron entre unos amenos árboles que poco desviados del camino estaban, donde, dejando vacías la silla y albarda de Rocinante y el rucio, se tendieron sobre la verde yerba y cenaron del repuesto de Sancho; el cual, haciendo del cabestro y de la jáquima del rucio un poderoso y flexible azote, se retiró hasta veinte pasos de su amo, entre unas hayas. Don Quijote, que le vio ir con denuedo y con brío, le dijo:
-Mira, amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden a otros; no quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della te falte el aliento; quiero decir que no te des tan recio que te falte la vida antes de llegar al número deseado. Y, porque no pierdas por carta de más ni de menos, yo estaré desde aparte contando por este mi rosario los azotes que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena intención merece.
-Al buen pagador no le duelen prendas -respondió Sancho-: yo pienso darme de manera que, sin matarme, me duela; que en esto debe de consistir la sustancia deste milagro.
Desnudóse luego de medio cuerpo arriba, y, arrebatando el cordel, comenzó a darse, y comenzó don Quijote a contar los azotes.
Hasta seis o ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la burla y muy barato el precio della, y, deteniéndose un poco, dijo a su amo que se llamaba a engaño, porque merecía cada azote de aquéllos ser pagado a medio real, no que a cuartillo.
-Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-, que yo doblo la parada del precio.
-Dese modo -dijo Sancho-, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!
Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles, con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos se le arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le acabase la vida, y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le dijo:
-Por tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio, que me parece muy áspera esta medicina, y será bien dar tiempo al tiempo; que no se ganó Zamora en un hora. Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado: bastan por agora; que el asno, hablando a lo grosero, sufre la carga, mas no la sobrecarga.
-No, no, señor -respondió Sancho-, no se ha de decir por mí: «a dineros pagados, brazos quebrados». Apártese vuestra merced otro poco y déjeme dar otros mil azotes siquiera, que a dos levadas déstas habremos cumplido con esta partida, y aún nos sobrará ropa.
-Pues tú te hallas con tan buena disposición -dijo don Quijote-, el cielo te ayude, y pégate, que yo me aparto.
Volvió Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las cortezas a muchos árboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y, alzando una vez la voz, y dando un desaforado azote en una haya, dijo:
-¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él son!
Acudió don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del riguroso azote, y, asiendo del torcido cabestro que le servía de corbacho a Sancho, le dijo:
-No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida, que ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los límites de la esperanza propincua, y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este negocio a gusto de todos.
-Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así -respondió Sancho-, sea en buena hora, y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría resfriarme; que los nuevos diciplinantes corren este peligro.
Hízolo así don Quijote, y, quedándose en pelota, abrigó a Sancho, el cual se durmió hasta que le despertó el sol, y luego volvieron a proseguir su camino, a quien dieron fin, por entonces, en un lugar que tres leguas de allí estaba. Apeáronse en un mesón, que por tal le reconoció don Quijote, y no por castillo de cava honda, torres, rastrillos y puente levadiza; que, después que le vencieron, con más juicio en todas las cosas discurría, como agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas. En una dellas estaba pintada de malísima mano el robo de Elena, cuando el atrevido huésped se la llevó a Menalao, y en otra estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar, sobre una fragata o bergantín, se iba huyendo.
Notó en las dos historias que Elena no iba de muy mala gana, porque se reía a socapa y a lo socarrón; pero la hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:
-Estas dos señoras fueron desdichadísimas, por no haber nacido en esta edad, y yo sobre todos desdichado en no haber nacido en la suya: encontrara a aquestos señores, ni fuera abrasada Troya, ni Cartago destruida, pues con sólo que yo matara a Paris se escusaran tantas desgracias.
-Yo apostaré -dijo Sancho- que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas. Pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a éstas.
-Tienes razón, Sancho -dijo don Quijote-, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Éste es gallo», porque no pensasen que era zorra. Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de repente a cuanto le preguntaban; y, preguntándole uno que qué quería decir Deum de Deo, respondió: «Dé donde diere». Pero, dejando esto aparte, dime si piensas, Sancho, darte otra tanda esta noche, y si quieres que sea debajo de techado, o al cielo abierto.
-Pardiez, señor -respondió Sancho-, que para lo que yo pienso darme, eso se me da en casa que en el campo; pero, con todo eso, querría que fuese entre árboles, que parece que me acompañan y me ayudan a llevar mi trabajo maravillosamente.
-Pues no ha de ser así, Sancho amigo -respondió don Quijote-, sino que para que tomes fuerzas, lo hemos de guardar para nuestra aldea, que, a lo más tarde, llegaremos allá después de mañana.
Sancho respondió que hiciese su gusto, pero que él quisiera concluir con brevedad aquel negocio a sangre caliente y cuando estaba picado el molino, porque en la tardanza suele estar muchas veces el peligro; y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más valía un «toma» que dos «te daré», y el pájaro en la mano que el buitre volando.
-No más refranes, Sancho, por un solo Dios -dijo don Quijote-, que parece que te vuelves al sicut erat; habla a lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y verás como te vale un pan por ciento.
-No sé qué mala ventura es esta mía -respondió Sancho-, que no sé decir razón sin refrán, ni refrán que no me parezca razón; pero yo me emendaré, si pudiere.
Y, con esto, cesó por entonces su plática.
De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea
TODO aquel día, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar y mesón don Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la campaña rasa la tanda de su diciplina, y el otro, para ver el fin della, en el cual consistía el de su deseo. Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:
-Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.
Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:
-Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe.
-Bien podrá ser -respondió Sancho-. Dejémosle apear, que después se lo preguntaremos.
El caballero se apeó, y, frontero del aposento de don Quijote, la huéspeda le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que tenía la estancia de don Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo de verano, y, saliéndose al portal del mesón, que era espacioso y fresco, por el cual se paseaba don Quijote, le preguntó:
-¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?
Y don Quijote le respondió:
-A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced, ¿dónde camina?
-Yo, señor -respondió el caballero-, voy a Granada, que es mi patria.
-¡Y buena patria! -replicó don Quijote-. Pero, dígame vuestra merced, por cortesía, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo más de lo que buenamente podré decir.
-Mi nombre es don Álvaro Tarfe -respondió el huésped.
A lo que replicó don Quijote:
-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
-El mismo soy -respondió el caballero-, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y, en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido.
-Y, dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
-No, por cierto -respondió el huésped-: en ninguna manera.
-Y ese don Quijote -dijo el nuestro-, ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
-Sí traía -respondió don Álvaro-; y, aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
-Eso creo yo muy bien -dijo a esta sazón Sancho-, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y si no, haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí, por los menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
-¡Por Dios que lo creo! -respondió don Álvaro-, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas. Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar que le dejo metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del mío.
-Yo -dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas desa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y, en sitio y en belleza, única. Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió don Álvaro-, puesto que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado.
-Sin duda -dijo Sancho- que vuestra merced debe de estar encantado, como mi señora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno.
-No entiendo eso de azotes -dijo don Álvaro.
Y Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría si acaso iban un mesmo camino.
Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio le contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima.
No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que con los de la noche pasada era tres mil y veinte y nueve. Parece que había madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente.
Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día, por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín.
Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:
-Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
-Déjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.
De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
A la entrada del cual, según dice Cide Hamete, vio don Quijote que en las eras del lugar estaban riñendo dos mochachos, y el uno dijo al otro:
-No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida.
Oyólo don Quijote, y dijo a Sancho:
-¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: «no la has de ver en todos los días de tu vida»?
-Pues bien, ¿qué importa -respondió Sancho- que haya dicho eso el mochacho?
-¿Qué? -replicó don Quijote-. ¿No vees tú que, aplicando aquella palabra a mi intención, quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?
Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba diciendo:
-Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!
-Estraño es vuesa merced -dijo Sancho-. Presupongamos que esta liebre es Dulcinea del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la pongo en poder de vuesa merced, que la tiene en sus brazos y la regala: ¿qué mala señal es ésta, ni qué mal agüero se puede tomar de aquí?
Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele respondido por el que había dicho «no la verás más en toda tu vida», que él había tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera y dióselos al mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:
-He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de antaño. Y si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros. Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos en nuestra aldea.
Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diósela don Quijote; pasaron adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza había echado sobre el rucio y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero, la túnica de bocací pintada de llamas de fuego que le vistieron en el castillo del duque la noche que volvió en sí Altisidora. Acomodóle también la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con que se vio jamás jumento en el mundo.
Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a ellos con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la coroza del jumento y acudieron a verle, y decían unos a otros:
-Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.
Finalmente, rodeados de mochachos y acompañados del cura y del bachiller, entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de su venida. Ni más ni menos se las habían dado a Teresa Panza, mujer de Sancho, la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano a Sanchica, su hija, acudió a ver a su marido; y, viéndole no tan bien adeliñado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo:
-¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís a pie y despeado, y más traéis semejanza de desgobernado que de gobernador?
-Calla, Teresa -respondió Sancho-, que muchas veces donde hay estacas no hay tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas. Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de nadie.
-Traed vos dinero, mi buen marido -dijo Teresa-, y sean ganados por aquí o por allí, que, comoquiera que los hayáis ganado, no habréis hecho usanza nueva en el mundo.
Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si traía algo, que le estaba esperando como el agua de mayo; y, asiéndole de un lado del cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compañía del cura y del bachiller.
Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su vencimiento, y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un átomo, bien así como caballero andante, obligado por la puntualidad y orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus compañeros; que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote que él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino.
Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año podría ser curado, concedieron con su nueva intención, y aprobaron por discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.
-Y más -dijo Sansón Carrasco-, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy celebérrimo poeta y a cada paso compondré versos pastoriles, o cortesanos, o como más me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos andurriales donde habemos de andar; y lo que más es menester, señores míos, es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus versos, y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la retule y grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamorados pastores.
-Eso está de molde -respondió don Quijote-, puesto que yo estoy libre de buscar nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea del Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la hermosura, nata de los donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien puede asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea.
-Así es verdad -dijo el cura-, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.
A lo que añadió Sansón Carrasco:
-Y cuando faltaren, darémosles los nombres de las estampadas e impresas, de quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas, Galateas y Belisardas; que, pues las venden en las plazas, bien las podemos comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de Anarda; y si Francisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía, Lucinda, que todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofadría, podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina.
Rióse don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó infinito su honesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a hacerle compañía todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones. Con esto, se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con su salud, con regalarse lo que fuese bueno.
Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los tres; y, así como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote, y la sobrina le dijo:
-¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada, se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose
Pastorcillo, tú que vienes,
pastorcico, tú que vas?
Pues en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.
A lo que añadió el ama:
Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta años que tengo de edad: estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ánima si mal le fuere.
-Callad, hijas -les respondió don Quijote-, que yo sé bien lo que me cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré siempre de acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra.
Y las buenas hijas -que lo eran sin duda ama y sobrina- le llevaron a la cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.
De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte
COMO las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una écloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado: el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho, y, dando una gran voz, dijo:
-¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y preguntóle:
-¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?
-Las misericordias -respondió don Quijote-, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: el cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.
Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
-Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo:
-¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.
-Los de hasta aquí -replicó don Quijote-, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que, en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.
El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura, diciendo:
-Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
-Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
-Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
-Así es -dijo Sansón-, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.
-Señores -dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.
»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido. Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco, que están presentes.
»Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas sean libros de caballerías; y, en caso que se averiguare que lo sabe, y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él, y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad.
»Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos.
Cerró con esto el testamento, y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte. 5
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco. 10
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:
-Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor modo que pudieres:
«¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada;
porque esta impresa, buen rey,
para mí estaba guardada.
Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que, para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en éstos como en los estraños reinos». Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.
FIN
Prólogo
Capítulo primero
Capítulo segundo del libro primero
Capítulo tercero del primer libro
Capítulo cuarto del libro primero
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo del primer libro
Capítulo octavo
Capítulo nono
Capítulo diez
Capítulo onceno del primer libro
Capítulo doce del primer libro
Capítulo trece
Capítulo catorce del primer libro
Capítulo quince del primer libro desta grande historia
Capítulo diez y seis del primer libro de Persiles y Sigismunda
Capítulo diez y siete del primer libro
Capítulo diez y ocho del primer libro
Capítulo diez y nueve del primero libro
Capítulo veinte
Capítulo veinte y uno del primer libro de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda
Capítulo veinte y dos
Capítulo veinte y tres
Capítulo primero
Capítulo segundo del segundo libro
Capítulo tercero del segundo libro
Capítulo cuarto del segundo libro
Capítulo quinto del segundo libro
Capítulo sexto del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo séptimo del segundo libro
Capítulo octavo del segundo libro
Capítulo nueve del segundo libro
Capítulo décimo del segundo libro
Capítulo once del segundo libro
Capítulo doce del segundo libro
Capítulo trece del segundo libro
Capítulo catorce del segundo libro
Capítulo quince del segundo libro
Capítulo diez y seis del segundo libro
Capítulo diez y siete del segundo libro
Capítulo diez y ocho del segundo libro
Capítulo diez y nueve del segundo libro
Capítulo veinte del segundo libro
Capítulo ventiuno del segundo libro
Capítulo primero del libro tercero
Capítulo segundo del tercer libro
Capítulo tercero del tercer libro
Capítulo cuarto del tercero libro
Capítulo quinto del tercero libro
Capítulo sexto del tercero libro
Capítulo sétimo del tercero libro
Capítulo octavo del tercero libro
Capítulo nono del tercer libro
Capítulo décimo del tercero libro
Capítulo once del tercer libro
Capítulo doce del tercero libro
Capítulo trece del tercero libro
Capítulo catorce del tercero libro
Capítulo quince del tercero libro
Capítulo diez y seis del tercero libro
Capítulo diez y siete del tercer libro
Capítulo diez y ocho del tercer libro
Capítulo diez y nueve del tercero libro
Capítulo veinte del tercero libro
Capítulo ventiuno del tercero libro
Capítulo primero del cuarto libro
Capítulo segundo del cuarto libro
Capítulo tercero del cuarto libro
Capítulo cuarto del cuarto libro
Capítulo quinto del cuarto libro
Capítulo sexto del cuarto libro
Capítulo séptimo del cuarto libro
Capítulo octavo del cuarto libro
Capítulo nono del cuarto libro
Capítulo diez del cuarto libro
Capítulo once del cuarto libro
Capítulo doce del cuarto libro
Capítulo trece del cuarto libro
Capítulo catorce del cuarto libro
Tasa
Yo, Jerónimo Núñez de León, escribano de Cámara del rey nuestro señor, de los que en su Consejo residen, doy fee que, habiéndose visto por los señores dél un libro intitulado Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, que con licencia de los dichos señores fue impreso, tasaron cada pliego de los del dicho libro a cuatro maravedís, y parece tener cincuenta y ocho pliegos, que al dicho respeto son docientos y treinta y dos maravedís, y a este precio mandaron se vendiese, y no a más, y que esta tasa se ponga al principio de cada libro de los que se imprimieren. E, para que de ello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y de pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, doy esta fee. En Madrid, a veinte y tres de deciembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
Gerónimo Núñez de León.
Tiene cincuenta y ocho pliegos, que, a cuatro maravedís, monta seis reales y veinte y ocho maravedís.
Fee de erratas
Este libro, intitulado Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda, corresponde con su original. Dada en Madrid, a quince días del mes de diciembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
El licenciado Murcia de la Llana.
El rey
Por cuanto por parte de vos, doña Catalina de Salazar, viuda de Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que el dicho Miguel de Cervantes había dejado compuesto un libro intitulado Los trabajos de Persiles, en que había puesto mucho estudio y trabajo, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir, y privilegio por veinte años, o como la nuestra merced fuese, lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hicieron las diligencias que la premática por nos últimamente fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por lo cual os damos licencia y facultad para que por tiempo de diez años, primeros siguientes que corran y se cuenten desde el día de la fecha della, vos o la persona que vuestro poder hubiere, y no otro alguno, podáis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mención, por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Gerónimo Núñez de León, nuestro escribano de Cámara, de los que en él residen, con que, antes que se venda, lo traigáis ante ellos juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, y traigáis fee en pública forma en cómo por corretor por nos nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por su original. Y mandamos al impresor que imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa se imprimiere, y no otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y, estando así, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho libro, principio y primer pliego, en el cual seguidamente se ponga esta licencia y privilegio, y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que, durante el tiempo de los dichos diez años, persona alguna, sin vuestra licencia, no le pueda imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere haya perdido y pierda todos y cualesquier libros, moldes y aparejos que del dicho libro tuviere; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís, la cual dicha pena sea la tercia parte para la nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para la persona que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidentes y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte, y Chancillerías, y a todos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes mayores y ordinarios, y otros jueces y justicias cualesquier, de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula, y contra su tenor y forma no vayan ni pasen en manera alguna. Fecha en San Lorenzo, a veinte y cuatro días del mes de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
Yo, el rey.
Por mandado del rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
Aprobación
Por mandado de Vuesa Alteza he visto el libro de Los trabajos de Persiles, de Miguel de Cervantes Saavedra, ilustre hijo de nuestra nación, y padre ilustre de tantos buenos hijos con que dichosamente la enobleció, y no hallo en él cosa contra nuestra santa fe católica y buenas costumbres; antes, muchas de honesta y apacible recreación, y por él se podría decir lo que San Jerónimo de Orígenes por el comentario sobre los Cantares: cum in omnibus omnes, in hoc seipsum superavit Origenes, pues, de cuantos nos dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido. En fin, cisne de su buena vejez, casi entre los aprietos de la muerte, cantó este parto de su venerando ingenio. Este es mi parecer. Salvo, etc. En Madrid, a nueve de setiembre de mil y seiscientos y diez y seis años.
El Maestro Joseph de Valdivieso.
De don Francisco de Urbina a Miguel de Cervantes,
insigne y cristiano ingenio de nuestros tiempos, a quien llevaron los terceros de San Francisco a enterrar con la cara descubierta, como a tercero que era
Epitafio
Caminante, el peregrino
Cervantes aquí se encierra;
su cuerpo cubre la tierra,
no su nombre, que es divino.
En fin, hizo su camino; 5
pero su fama no es muerta,
ni sus obras, prenda cierta
de que pudo a la partida,
desde ésta a la eterna vida,
ir la cara descubierta. 10
A el sepulcro de Miguel de Cervantes Saavedra, ingenio cristiano, por Luis Francisco Calderón
Soneto
En este, ¡oh caminante!, mármol breve,
urna funesta, si no excelsa pira,
cenizas de un ingenio santas mira,
que olvido y tiempo a despreciar se atreve.
No tantas en su orilla arenas mueve 5
glorioso el Tajo, cuantas hoy admira
lenguas la suya, por quien grata aspira
a el lauro España que a su nombre debe.
Lucientes de sus libros gracias fueron,
con dulce suspensión, su estilo grave, 10
religiosa invención, moral decoro.
A cuyo ingenio los de España dieron
la sólida opinión que el mundo sabe,
y a el cuerpo, ofrenda de perpetuo lloro.
A don Pedro Fernández de Castro,
conde de Lemos, de Andrade, de Villalba; marqués de Sarriá, gentilhombre de la Cámara de su Majestad, presidente del Consejo Supremo de Italia, comendador de la Encomienda de la Zarza, de la Orden de Alcántara
Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan:
Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de Vuesa Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo, y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de Las semanas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado Vuesa Excelencia. Y, con estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años.
Criado de Vuesa Excelencia,
Miguel de Cervantes.
Sucedió, pues, lector amantísimo, que, viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que a mis espaldas venía picando con gran priesa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto. Esperámosle, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal, porque todo venía vestido de pardo, antiparas, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales; verdad es, no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla.
Llegando a nosotros dijo:
-¡Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos, según la priesa con que caminan?; que en verdad que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez.
A lo cual respondió uno de mis compañeros:
-El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es algo qué pasilargo.
Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, cuando, apeándose de su cabalgadura, cayéndosele aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba, arremetió a mí, y, acudiendo asirme de la mano izquierda, dijo:
-¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!
Yo, que en tan poco espacio vi el grande encomio de mis alabanzas, parecióme ser descortesía no corresponder a ellas. Y así, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije:
-Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, ni ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino.
Hízolo así el comedido estudiante, tuvimos algún tanto más las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento, diciendo:
-Esta enfermedad es de hidropesía, que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna.
-Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efeméridas de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado.
En esto, llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia.
Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decilla, y yo mayor gana de escuchalla.
Tornéle a abrazar, volvióseme ofrecer, picó a su burra, y dejóme tan mal dispuesto como él iba caballero en su burra, a quien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir donaires; pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que sé convenía.
¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!
Libro primero de la Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda
VOCES daba el bárbaro Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados; y, aunque su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.
-Haz, ¡oh Cloelia! -decía el bárbaro-, que así como está, ligadas las manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que nos rodea.
Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y nueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento.
Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos. Luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban.
No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos al parecer alegres, alzó el rostro, y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:
-Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de sombras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desesperado, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.
Ninguna destas razones fue entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo; y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel en que pasaban a otra isla, que no dos millas o tres de allí se parecía.
Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla.
El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo. Viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquel el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco, y, llegándose a él, por señas, como mejor pudo, le dio a entender que no quería matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual de improviso se levantó una borrasca, que, sin poder remediallo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado, tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos vientos, anegáronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero al mar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse, ni usar de otro remedio alguno.
Desta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel redoso del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba. Descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía; y, por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua y llegaron a verlo, y, hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban.
Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco -porque había tres días que no había comido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas y odoríferos vinos, con cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí la vista y aun la lengua, y le dijo:
-Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.
Y en esto probó a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual el capitán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir. Hízose lo que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efeto que en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excediendo su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a su debilidad, que cumplir la voluntad suya.
REPOSANDO dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su señor les había mandado. Pero, como le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sueño tomar posesión de sus sentidos, ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentaciones que a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas tablas de otro apartamiento que junto al suyo estaba. Y, poniéndose con grande atención a escucharlas, oyó que decían:
-¡En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi madre me arrojó a la luz del mundo! ¡Y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes se puede decir arrojar que nacer! Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quien ninguna puede compararse.
-¡Oh tú, quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos; que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.
-Escucha, pues -le fue respondido-, que en las más breves razones te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pero querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros que están en esta isla, donde habemos dado fondo, reparándonos de la borrasca que se ha levantado.
-El mismo soy -respondió el mancebo.
-Pues ¿quién eres? -preguntó la persona que hablaba.
-Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que por las palabras que poco ha que te oí decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.
A lo que le respondieron:
-Escucha, que en cifra te diré mis males. «El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y estraños acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a mi parecer, de tanta hermosura que entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discreción iguala a su belleza, y sus desdichas a su discreción y a su hermosura. Su nombre es Auristela. Sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado.
»Ésta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida, y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y con tantas veras la amó y la ama que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa; y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían. Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose, no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de cosarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde.
»El príncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran los mismos que la primera vez se la vendieron (los cuales cosarios andan por todos estos mares, ínsulas y riberas, robando o comprando las más hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjería a vender a esta ínsula, donde dicen que estamos, la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel, los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadidos, o ya del demonio o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; este rey que esperan no saben quién ha de ser, y para saberlo, aquel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos los hombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo de cada uno de por sí, hiciesen polvos y los diesen a beber a los bárbaros más principales de la ínsula, con expresa orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le sabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser éste el que conquiste el mundo, sino un hijo suyo. También les mandó que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego al bárbaro, cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los polvos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadas de ellos, que sólo en esto muestran no ser bárbaros, y las que compran, son a subidísimos precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuño y en preciosísimas perlas, de que los mares de las riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados deste interés y ganancia, muchos se han hecho cosarios y mercaderes).
»Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su alma sin la cual no puede vivir, ha ordenado, para certificarse desta duda, de venderme a mí a los bárbaros, porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.»
Calló, en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta; pegó la boca con las tablas, que humedeció con copiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo, y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.
Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria (caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen), nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno.
Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía.
Díjole que no, sino que por relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un estraño acontecimiento, la había dejado.
En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa -que éste era el nombre de la que sus desgracias había contado-, la cual, oyéndose llamar, dijo:
-Sin duda alguna el mar está manso, y la borrasca quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía; que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartáronse. Subió Taurisa a la cubierta. Quedó el mancebo pensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo. Subió arriba. Recibióle Arnaldo con agradable semblante. Sentóle junto a sí. Vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas de las aguas, o las amadríades de los montes. En tanto que esto se hacía con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados.
El mozo, que del razonamiento que había tenido con Taurisa y de lo que Arnaldo le contaba tenía el alma llena de mil imaginaciones y sospechas, discurriendo con velocísimo curso del entendimiento lo que podía suceder si acaso Auristela entre aquellos bárbaros se hallase, le respondió:
-Señor, yo no tengo edad para saberte aconsejar, pero tengo voluntad que me mueve a servirte, que la vida que me has dado con el recibimiento y mercedes que me has hecho me obligan a emplearla en tu servicio. Mi nombre es Periandro, de nobilísimos padres nacido, y al par de mi nobleza corre mi desventura y mis desgracias, las cuales por ser tantas no conceden ahora lugar para contártelas. Esa Auristela que buscas es una hermana mía que también yo ando buscando, que, por varios acontecimientos, ha un año que nos perdimos. Por el nombre y por la hermosura que me encareces conozco sin duda que es mi perdida hermana, que daría por hallarla, no sólo la vida que poseo, sino el contento que espero recebir de haberla hallado, que es lo más que puedo encarecer. Y así, como tan interesado en este hallazgo, voy escogiendo, entre otros muchos medios que en la imaginación fabrico, éste, que, aunque venga a ser con más peligro de mi vida, será más cierto y más breve. Tú, señor Arnaldo, ¿estás determinado de vender esta doncella a estos bárbaros, para que, estando en su poder, vea si está en el suyo Auristela, de que te podrás informar volviendo otra vez a vender otra doncella a los mismos bárbaros, y a Taurisa no le faltará modo, o dará señales si está o no Auristela con las demás que para el efeto que se sabe los bárbaros guardan, y con tanta solicitud compran?
-Así es la verdad -dijo Arnaldo-, y he escogido antes a Taurisa que a otra, de cuatro que van en el navío para el mismo efeto, porque Taurisa la conoce, que ha sido su doncella.
-Todo eso está muy bien pensado -dijo Periandro-, pero yo soy de parecer que ninguna persona hará esa diligencia tan bien como yo, pues mi edad, mi rostro, el interés que se me sigue, juntamente con el conocimiento que tengo de Auristela, me está incitando a aconsejarme que tome sobre mis hombros esta empresa. Mira, señor, si vienes en este parecer, y no lo dilates, que, en los casos arduos y dificultosos, en un mismo punto han de andar el consejo y la obra.
Cuadráronle a Arnaldo las razones de Periandro, y, sin reparar en algunos inconvenientes que se le ofrecían, las puso en obra, y de muchos y ricos vestidos de que venía proveído por si hallaba a Auristela, vistió a Periandro, que quedó, al parecer, la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto, pues si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso; el cual, a no pensar que era hermano de Auristela, el considerar que era varón le traspasara el alma con la dura lanza de los celos, cuya punta se atreve a entrar por las del más agudo diamante: quiero decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunque dél se armen los pechos enamorados. Finalmente, hecho el metamorfosis de Periandro, se hicieron un poco a la mar, para que de todo en todo de los bárbaros fuesen descubiertos.
La priesa con que Arnaldo quiso saber de Auristela no consintió en que preguntase primero a Periandro quién eran él y su hermana, y por qué trances habían venido al miserable en que le había hallado; que todo esto, según buen discurso, había de preceder a la confianza que dél hacía. Pero, como es propia condición de los amantes ocupar los pensamientos antes en buscar los medios de alcanzar el fin de su deseo que en otras curiosidades, no le dio lugar a que preguntase lo que fuera bien que supiera, y lo que supo después cuando no le estuvo bien el saberlo.
Alongados, pues, un tanto de la isla, como se ha dicho, adornaron la nave con flámulas y gallardetes, que ellos azotando el aire y ellas besando las aguas, hermosísima vista hacían. El mar tranquilo, el cielo claro, el son de las chirimías y de otros instrumentos, tan bélicos como alegres, suspendían los ánimos; y los bárbaros, que de no muy lejos lo miraban, quedaron más suspensos, y en un momento coronaron la ribera, armados de arcos y saetas de la grandeza que otra vez se ha dicho.
Poco menos de una milla llegaba la nave a la isla, cuando, disparando toda la artillería, que traía mucha y gruesa, arrojó el esquife al agua, y, entrando en él Arnaldo, Taurisa y Periandro, y otros seis marineros, pusieron en una lanza un lienzo blanco, señal de que venían de paz, como es costumbre casi en todas las naciones de la tierra. Y lo que en ésta les sucedió se cuenta en el capítulo que se sigue.
COMO se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñando los bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, lo que en él venía; y, en señal que lo recibirían de paz, y no de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el aire, tiraron infinitas flechas al viento, y, con increíble ligereza, saltaban algunos de unas partes en otras.
No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la mar baja, que en aquellas partes crece y mengua como en las nuestras; pero los bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron a pie por la mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con las manos. Traían sobre los hombros a una mujer bárbara, pero de mucha hermosura, la cual, antes que otro alguno hablase, dijo en lengua polaca:
-A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe, o por mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién sois, a qué venís y qué es lo que buscáis. Si por ventura traéis alguna doncella que vender, se os será muy bien pagada, pero si son otras mercancías las vuestras, no las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir a otra parte a buscarlo.
Entendióla muy bien Arnaldo, y preguntóle si era bárbara de nación, o si acaso era de las compradas en aquella isla. A lo que le respondió:
-Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amos no gustan que en otras pláticas me dilate, sino en aquellas que hacen al caso para su negocio.
Oyendo lo cual Arnaldo, respondió:
-Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hurtamos; y, entre otras presas que a nuestras manos han venido, ha sido la de esta doncella -y señaló a Periandro-, la cual, por ser una de las más hermosas, o por mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a vender, que ya sabemos el efeto para que las compran en esta isla; y si es que ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien podéis esperar desta sin igual belleza y disposición gallarda que os dará hijos hermosos y valientes.
Oyendo esto algunos de los bárbaros, preguntaron a la bárbara les dijese lo que decía. Díjolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron -a lo que pareció- a dar aviso a su gobernador. En este espacio que volvían, preguntó Arnaldo a la bárbara si tenían algunas mujeres compradas en la isla, y si había alguna entre ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían para vender.
-No -dijo la bárbara-, porque, aunque hay muchas, ninguna dellas se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdichadas para ser reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que me pudiese venir.
Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que traía.
Habíase echado sobre el rostro un delgado y trasparente velo Periandro, por no dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando.
Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así. Levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, estendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra (a lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba ser mujer); y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó la venta, y dio por ella todo lo que quiso pedir Arnaldo, sin replicar palabra alguna.
Partieron todos los bárbaros a la isla; en un instante volvieron con infinitos pedazos de oro, y con luengas sartas de finísimas perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entregaron a Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entregó al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueño que dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella, si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada.
Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casi preñados los ojos de lágrimas, que no le nacían de corazón afeminado, sino de la consideración de los rigurosos trances que por él habían pasado.
Hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería, y el bárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos, y en un instante atronó el cielo la artillería, y la música de los bárbaros llenaron los aires de confusos y diferentes sones. Con este aplauso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los pies en tierra Periandro; llegó a su nave Arnaldo y los que con él venían, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo que, si el viento no le forzase, procuraría no desviarse de la isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y volver a ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la seña que Periandro le hiciese, se sabría el sí o el no del hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría traza para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los bárbaros con todo su poder y el de sus amigos.
ENTRE los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quién compararlo.
Éste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen.
Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos, cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que él no entendía le consolaba.
Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión, y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto, y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas; y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran sospiro, volvió las espaldas, y se salió de la tienda.
En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida; y, levantándose el capitán, con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fue muy contento.
Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo estremo en que él se había visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y, así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento.
El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba.
Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros; sin más ceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida. Visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó la voz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir:
-Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felicemente la goces.
A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos; y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele.
¿Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre? Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:
-¡Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis esperanzas, oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.
Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:
-Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.
-¡Ay, hermano! -respondió Auristela (que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada)-. ¡Ay, hermano! -replicó otra vez-, ¡y cómo creo que éste en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.
Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradamiro; y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquél, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y, con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo:
-Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ella lo quiere.
Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y, desviándole de sí cuanto pudo estenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban.
Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo, el bárbaro que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán, y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal, que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera.
Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dio con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían sin haber quién los pusiese en paz.
Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados, y todos llenos de confusión y de miedo.
En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros, de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva, que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados.
Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto más siendo escura y tenebrosa. Los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerles por tan estraña novedad que la tuvieron por milagro.
Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro, y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida, le dijo:
-Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan.
No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo. Viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y, habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.
-¡Bendito sea Dios -dijo el bárbaro en la misma lengua castellana- que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!
En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o por mejor decir exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor, si el bárbaro no dijera:
-Este es mi padre, que viene a recebirme.
Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar la lengua castellana, le dijo:
-El cielo te pague, ¡oh ángel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.
Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía.
-Padre -respondió el mozo- vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes.
Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues caminó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra.
Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima.
La una dijo:
-¡Ay, padre y hermano mío!
Y la otra no dijo más sino:
-Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma.
La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte, y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquélla que en la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía, pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado, y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles.
De la cuenta que dio de sí el bárbaro español a sus nuevos huéspedes
PRESTA y breve fue la cena; pero, por cenarla sin sobresalto, la hizo sabrosa. Renovaron las teas, y, aunque quedó ahumado el aposento, quedó caliente. Las vajillas que en la cena sirvieron, ni fueron de plata ni de Pisa: las manos de la bárbara y bárbaro pequeños fueron los platos, y unas cortezas de árboles, un poco más agradables que de corcho, fueron los vasos. Quedóse Candia lejos, y sirvió en su lugar agua pura, limpia y frigidísima.
Quedóse dormida Cloelia, porque los luengos años más amigos son del sueño que de otra cualquiera conversación, por gustosa que sea. Acomodóla la bárbara grande en el segundo apartamiento, haciéndole de pieles así colchones como frazadas; volvió a sentarse con los demás, a quien el español dijo en lengua castellana desta manera:
-Puesto que estaba en razón que yo supiera primero, señores míos, algo de vuestra hacienda y sucesos, antes que os dijera los míos, quiero, por obligaros, que los sepáis, porque los vuestros no se me encubran después que los míos hubiéredes oído.
«Yo, según la buena suerte quiso, nací en España, en una de las mejores provincias de ella. Echáronme al mundo padres medianamente nobles; criáronme como ricos. Llegué a las puertas de la gramática, que son aquéllas por donde se entra a las demás ciencias. Inclinóme mi estrella, si bien en parte a las letras, mucho más a las armas. No tuve amistad en mis verdes años ni con Ceres ni con Baco; y así, en mí siempre estuvo Venus fría. Llevado, pues, de mi inclinación natural, dejé mi patria, y fuime a la guerra que entonces la majestad del césar Carlo Quinto hacía en Alemania contra algunos potentados de ella. Fueme Marte favorable, alcancé nombre de buen soldado, honróme el Emperador, tuve amigos, y, sobre todo, aprendí a ser liberal y bien criado, que estas virtudes se aprenden en la escuela del Marte cristiano. Volví a mi patria honrado y rico, con propósito de estarme en ella algunos días gozando de mis padres, que aun vivían, y de los amigos que me esperaban. Pero esta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre, adonde yo pensé que estaba puesto, al profundo de la miseria en que me veo, tomando por instrumento para hacerlo a un caballero, hijo segundo de un titulado que junto a mi lugar el de su estado tenía.
»Éste, pues, vino a mi pueblo a ver unas fiestas. Estando en la plaza en una rueda o corro de hidalgos y caballeros, donde yo también hacía número, volviéndose a mí, con ademán arrogante y risueño, me dijo: "Bravo estáis, señor Antonio: mucho le ha aprovechado la plática de Flandes y de Italia, porque en verdad que está bizarro. Y sepa el buen Antonio que yo le quiero mucho". Yo le respondí: "Porque yo soy aquel Antonio, beso a vuesa señoría las manos mil veces por la merced que me hace. En fin, vuesa señoría hace como quien es en honrar a sus compatriotos y servidores; pero, con todo eso, quiero que vuesa señoría entienda que las galas yo me las llevé de mi tierra a Flandes, y con la buena crianza nací del vientre de mi madre. Ansí que, por esto, ni merezco ser alabado ni vituperado; y, con todo, bueno o malo que yo sea, soy muy servidor de vuesa señoría, a quien suplico me honre, como merecen mis buenos deseos". Un hidalgo que estaba a mi lado, grande amigo mío, me dijo, y no tan bajo que no lo pudo oír el caballero: "Mirad, amigo Antonio, cómo habláis, que al señor don Fulano no le llamamos acá señoría". A lo que respondió el caballero, antes que yo respondiese: "El buen Antonio habla bien, porque me trata al modo de Italia, donde en lugar de merced dicen señoría". "Bien sé -dije yo- los usos y las ceremonias de cualquiera buena crianza, y el llamar a vuesa señoría, señoría, no es al modo de Italia, sino porque entiendo que el que me ha de llamar vos ha de ser señoría, a modo de España; y yo, por ser hijo de mis obras y de padres hidalgos, merezco el merced de cualquier señoría, y quien otra cosa dijere (y esto echando mano a mi espada) está muy lejos de ser bien criado".
»Y, diciendo y haciendo, le di dos cuchilladas en la cabeza muy bien dadas, con que le turbé de manera que no supo lo que le había acontecido, ni hizo cosa en su desagravio que fuese de provecho, y yo sustenté la ofensa, estándome quedo con mi espada desnuda en la mano. Pero, pasándosele la turbación, puso mano a su espada, y con gentil brío procuró vengar su injuria. Mas yo no le dejé poner en efeto su honrada determinación, ni a él la sangre que le corría de la cabeza, de una de las dos heridas. Alborotáronse los circunstantes, pusieron mano contra mí, retiréme a casa de mis padres, contéles el caso, y, advertidos del peligro en que estaba, me proveyeron de dineros y de un buen caballo, aconsejándome a que me pusiese en cobro, porque me había granjeado muchos, fuertes y poderosos enemigos. Hícelo ansí, y en dos días pisé la raya de Aragón, donde respiré algún tanto de mi no vista priesa. En resolución, con poco menos diligencia me puse en Alemania, donde volví a servir al Emperador. Allí me avisaron que mi enemigo me buscaba, con otros muchos, para matarme del modo que pudiese. Temí este peligro, como era razón que lo temiese; volvíme a España, porque no hay mejor asilo que el que promete la casa del mismo enemigo; vi a mis padres de noche, tornáronme a proveer de dineros y joyas, con que vine a Lisboa, y me embarqué en una nave que estaba con las velas en alto para partirse en Inglaterra, en la cual iban algunos caballeros ingleses, que habían venido, llevados de su curiosidad, a ver a España; y, habiéndola visto toda, o por lo menos las mejores ciudades della, se volvían a su patria.
»Sucedió, pues, que yo me revolví sobre una cosa de poca importancia con un marinero inglés, a quien fue forzoso darle un bofetón; llamó este golpe la cólera de los demás marineros y de toda la chusma de la nave, que comenzaron a tirarme todos los instrumentos arrojadizos que les vinieron a las manos. Retiréme al castillo de popa, y tomé por defensa a uno de los caballeros ingleses, poniéndome a sus espaldas, cuya defensa me valió de modo que no perdí luego la vida. Los demás caballeros sosegaron la turba, pero fue con condición que me arrojasen a la mar, o que me diesen el esquife o barquilla de la nave, en que me volviese a España, o adonde el cielo me llevase.
»Hízose así: diéronme la barca proveída con dos barriles de agua, uno de manteca y alguna cantidad de bizcocho. Agradecí a mis valedores la merced que me hacían, entré en la barca con solos dos remos, alargóse la nave, vino la noche escura, halléme solo en la mitad de la inmensidad de aquellas aguas, sin tomar otro camino que aquel que le concedía el no contrastar contra las olas ni contra el viento. Alcé los ojos al cielo, encomendéme a Dios con la mayor devoción que pude, miré al norte, por donde distinguí el camino que hacía, pero no supe el paraje en que estaba. Seis días y seis noches anduve desta manera, confiando más en la benignidad de los cielos que en la fuerza de mis brazos, los cuales, ya cansados y sin vigor alguna del contino trabajo, abandonaron los remos, que quité de los escálamos y los puse dentro la barca, para servirme dellos cuando el mar lo consintiese o las fuerzas me ayudasen.
»Tendíme de largo a largo de espaldas en la barca, cerré los ojos y en lo secreto de mi corazón no quedó santo en el cielo a quien no llamase en mi ayuda. Y en mitad deste aprieto, y en medio desta necesidad -cosa dura de creer-, me sobrevino un sueño tan pesado que, borrándome de los sentidos el sentimiento, me quedé dormido (tales son las fuerzas de lo que pide y ha menester nuestra naturaleza); pero allá en el sueño me representaba la imaginación mil géneros de muertes espantosas, pero todas en el agua, y en algunas dellas me parecía que me comían lobos y despedazaban fieras, de modo que, dormido y despierto, era una muerte dilatada mi vida.
»Deste no apacible sueño me despertó con sobresalto una furiosa ola del mar, que, pasando por cima de la barca, la llenó de agua. Reconocí el peligro; volví, como mejor pude, el mar al mar; torné a valerme de los remos, que ninguna cosa me aprovecharon. Vi que el mar se ensoberbecía, azotado y herido de un viento ábrego, que en aquellas partes parece que más que en otros mares muestra su poderío. Vi que era simpleza oponer mi débil barca a su furia, y, con mis flacas y desmayadas fuerzas, a su rigor. Y así, torné a recoger los remos, y a dejar correr la barca por donde las olas y el viento quisiesen llevarla. Reiteré plegarias, añadí promesas, aumenté las aguas del mar con las que derramaba de mis ojos, no de temor de la muerte, que tan cercana se me mostraba, sino por el de la pena que mis malas obras merecían. Finalmente, no sé a cabo de cuántos días y noches que anduve vagamundo por el mar, siempre más inquieto y alterado, me vine a hallar junto a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurrían. Lleguéme al abrigo de una peña, que en la ribera estaba, sin osar saltar en tierra por temor de los animales que había visto. Comí del bizcocho ya remojado, que la necesidad y la hambre no reparan en nada. Llegó la noche, menos escura que había sido la pasada; pareció que el mar se sosegaba, y prometía más quietud el venidero día; miré al cielo, vi las estrellas con aspecto de prometer bonanza en las aguas y sosiego en el aire.
»Estando en esto, me pareció, por entre la dudosa luz de la noche, que la peña que me servía de puerto se coronaba de los mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: "Español, hazte a lo largo, y busca en otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice, sino da gracias al cielo de que has hallado piedad entre las mismas fieras".
»Si quedé espantado o no, a vuestra consideración lo dejo; pero no fue bastante la turbación mía para dejar de poner en obra el consejo que se me había dado. Apreté los escalamos, até los remos, esforcé los brazos y salí al mar descubierto. Mas, como suele acontecer que las desdichas y afliciones turban la memoria de quien las padece, no os podré decir cuántos fueron los días que anduve por aquellos mares, tragando, no una, sino mil muertes a cada paso, hasta que, arrebatada mi barca en los brazos de una terrible borrasca, me hallé en esta isla, donde di al través con ella, en la misma parte y lugar adonde está la boca de la cueva por donde aquí entrastes. Llegó la barca a dar casi en seco por la cueva adentro, pero volvíala a sacar la resaca; viendo yo lo cual, me arrojé della, y, clavando las uñas en la arena, no di lugar a que la resaca al mar me volviese. Y, aunque con la barca me llevaba el mar la vida, pues me quitaba la esperanza de cobrarla, holgué de mudar género de muerte, y quedarme en tierra: que, como se dilate la vida, no se desmaya la esperanza.»
A este punto llegaba el bárbaro español, que este título le daba sus traje, cuando en la estancia más adentro, donde habían dejado a Cloelia, se oyeron tiernos gemidos y sollozos. Acudieron al instante con luces Auristela, Periandro y todos los demás a ver qué sería, y hallaron que Cloelia, arrimadas las espaldas a la peña, sentada en las pieles, tenía los ojos clavados en el cielo, y casi quebrados.
Llegóse a ella Auristela, y, a voces compasivas y dolorosas, le dijo:
-¿Qué es esto, ama mía? ¿Cómo; y es posible que me queréis dejar en esta soledad y a tiempo que más he menester valerme de vuestros consejos?
Volvió en sí algún tanto Cloelia, y, tomando la mano de Auristela, le dijo:
-Ves ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo. Yo quisiera que mi vida durara hasta que la tuya se viera en el sosiego que merece; pero si no lo permite el cielo, mi voluntad se ajusta con la suya, y de la mejor que es en mi mano le ofrezco mi vida. Lo que te ruego es, señora mía, que, cuando la buena suerte quisiere -que sí querrá- que te veas en tu estado, y mis padres aún fueren vivos, o alguno de mis parientes, les digas cómo yo muero cristiana en la fe de Jesucristo, y en la que tiene, que es la misma, la santa Iglesia católica romana. Y no te digo más, porque no puedo.
Esto dicho, y muchas veces pronunciando el nombre de Jesús, cerró los ojos en tenebrosa noche, a cuyo espetáculo también cerró los suyos Auristela, con un profundo desmayo. Hiciéronse fuentes los de Periandro y ríos los de todos los circunstantes. Acudió Periandro a socorrer a Auristela, la cual, vuelta en sí, acrecentó las lágrimas y comenzó sospiros nuevos, y dijo razones que movieran a lástima a las piedras. Ordenóse que otro día la sepultasen, y, quedando en guarda del cuerpo muerto la doncella bárbara y su hermano, los demás se fueron a reposar lo poco que de la noche les faltaba.
Donde el bárbaro español prosigue su historia
TARDÓ aquel día en mostrarse al mundo, al parecer, más de lo acostumbrado, a causa que el humo y pavesas del incendio de la isla, que aún duraba, impedía que los rayos del sol por aquella parte no pasasen a la tierra.
Mandó el bárbaro español a su hijo que saliese de aquel sitio, como otras veces solía, y se informase de lo que en la isla pasaba.
Con alborotado sueño pasaron los demás aquella noche, porque el dolor y sentimiento de la muerte de su ama Cloelia no consintió que Auristela dormiese, y el no dormir de Auristela tuvo en continua vigilia a Periandro, el cual con Auristela salió al raso de aquel sitio, y vio que era hecho y fabricado de la naturaleza como si la industria y el arte le hubieran compuesto. Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas, y, a su parecer, tanteó que bojaba poco más de una legua, todo lleno de árboles silvestres, que ofrecían frutos, si bien ásperos, comestibles a lo menos. Estaba crecida la yerba, porque las muchas aguas que de las peñas salían las tenían en perpetua verdura; todo lo cual le admiraba y suspendía.
Y llegó en esto el bárbaro español, y dijo:
-Venid, señores, y daremos sepultura a la difunta, y fin a mi comenzada historia.
Hiciéronlo así, y enterraron a Cloelia en lo hueco de una peña, cubriéndola con tierra y con otras peñas menores. Auristela le rogó que le pusiese una cruz encima, para señal de que aquel cuerpo había sido cristiano. El español respondió que él traería una gran cruz que en su estancia tenía, y la pondría encima de aquella sepultura. Diéronle todos el último vale; renovó el llanto Auristela, cuyas lágrimas sacaron al momento las de los ojos de Periandro.
En tanto, pues, que el mozo bárbaro volvía, se volvieron todos a encerrar en el cóncavo de la peña donde habían dormido, por defenderse del frío que con rigor amenazaba. Y, habiéndose sentado en las blandas pieles, pidió el bárbaro silencio, y prosiguió su cuento en esta forma:
-«Cuando me dejó la barca en que venía en la arena, y la mar tornó a cobrarla -ya dije que con ella se me fue la esperanza de la libertad, pues aun ahora no la tengo de cobrarla-, entré aquí dentro, vi este sitio y parecióme que la naturaleza le había hecho y formado para ser teatro donde se representase la tragedia de mis desgracias. Admiróme el no ver gente alguna, sino algunas cabras monteses y animales pequeños de diversos géneros. Rodeé todo el sitio, hallé esta cueva cavada en estas peñas, y señaléla para mi morada. Finalmente, habiéndolo rodeado todo, volví a la entrada, que aquí me había conducido, por ver si oía voz humana o descubría quién me dijese en qué parte estaba; y la buena suerte y los piadosos cielos, que aún del todo no me tenían olvidado, me depararon una muchacha bárbara de hasta edad de quince años, que por entre las peñas, riscos y escollos de la marina, pintadas conchas y apetitoso marisco andaba buscando.
»Pasmóse viéndome, pegáronsele los pies en la arena, soltó las cogidas conchuelas, y derramósele el marisco; y, cogiéndola entre mis brazos sin decirla palabra, ni ella a mí tampoco, me entré por la cueva adelante y la truje a este mismo lugar donde agora estamos. Púsela en el suelo, beséle las manos, halaguéle el rostro con las mías, y hice todas las señales y demostraciones que pude para mostrarme blando y amoroso con ella. Ella, pasado aquel primer espanto, con atentísimos ojos me estuvo mirando, y con las manos me tocaba todo el cuerpo, y de cuando en cuando, ya perdido el miedo, se reía y me abrazaba; y, sacando del seno una manera de pan hecho a su modo, que no era de trigo, me lo puso en la boca, y en su lengua me habló, y, a lo que después acá he sabido, en lo que decía me rogaba que comiese. Yo lo hice ansí porque lo había bien menester. Ella me asió por la mano, y me llevó a aquel arroyo que allí está, donde ansimismo, por señas, me rogó que bebiese. Yo no me hartaba de mirarla, pareciéndome antes ángel del cielo que bárbara de la tierra. Volví a la entrada de la cueva, y allí, con señas y con palabras, que ella no entendía, le supliqué, como si ella las entendiera, que volviese a verme. Con esto la abracé de nuevo, y ella, simple y piadosa, me besó en la frente, y me hizo claras y ciertas señas de que volvería a verme. Hecho esto, torné a pisar este sitio, y a requerir y probar la fruta de que algunos árboles estaban cargados, y hallé nueces y avellanas y algunas peras silvestres. Di gracias a Dios del hallazgo, y alenté las desmayadas esperanzas de mi remedio. Pasé aquella noche en este mismo lugar, esperé el día, y en él esperé también la vuelta de mi bárbara hermosa, de quien comencé a temer y a recelar que me había de descubrir y entregarme a los bárbaros, de quien imaginé estar llena esta isla; pero sacóme deste temor el verla volver algo entrado el día, bella como el sol, mansa como una cordera, no acompañada de bárbaros que me prendiesen, sino cargada de bastimentos que me sustentasen.»
Aquí llegaba de su historia el español gallardo, cuando llegó el que había ido a saber lo que en la isla pasaba, el cual dijo que casi toda estaba abrasada, y todos o los más de los bárbaros muertos, unos a hierro y otros a fuego, y que si algunos había vivos, eran los que en algunas balsas de maderos se habían entrado al mar por huir en el agua el fuego de la tierra; que bien podían salir de allí, y pasear la isla por la parte que el fuego les diese licencia, y que cada uno pensase qué remedio se tomaría para escapar de aquella tierra maldita; que por allí cerca había otras islas de gente menos bárbara habitadas; que quizá, mudando de lugar, mudarían de ventura.
-Sosiégate, hijo, un poco, que estoy dando cuenta a estos señores de mis sucesos, y no me falta mucho, aunque mis desgracias son infinitas.
-No te canses, señor mío -dijo la bárbara grande-, en referirlos tan por estenso, que podrá ser que te canses, o que canses. Déjame a mí que cuente lo que queda, a lo menos hasta este punto en que estamos.
-Soy contento -respondió el español-, porque me le dará muy grande el ver cómo las relatas.
-«Es, pues, el caso -replicó la bárbara- que mis muchas entradas y salidas en este lugar le dieron bastante para que de mí y de mi esposo naciesen esta muchacha y este niño. Llamo esposo a este señor, porque, antes que me conociese del todo, me dio palabra de serlo, al modo que él dice que se usa entre verdaderos cristianos. Hame enseñado su lengua, y yo a él la mía, y en ella ansimismo me enseñó la ley católica cristiana. Diome agua de bautismo en aquel arroyo, aunque no con las ceremonias que él me ha dicho que en su tierra se acostumbran. Declaróme su fe como él la sabe, la cual yo asenté en mi alma y en mi corazón, donde le he dado el crédito que he podido darle. Creo en la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, tres personas distintas, y que todas tres son un solo Dios verdadero, y que, aunque es Dios el Padre, y Dios el Hijo, y Dios el Espíritu Santo, no son tres dioses distintos y apartados, sino un solo Dios verdadero. Finalmente, creo todo lo que tiene y cree la santa Iglesia católica romana, regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de Dios en la tierra, sucesor legítimo de San Pedro, su primer pastor después de Jesucristo, primero y universal pastor de su esposa la Iglesia. Díjome grandezas de la siempre Virgen María, reina de los cielos y señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de los pecadores. Con éstas me ha enseñado otras cosas, que no las digo por parecerme que las dichas bastan para que entendáis que soy católica cristiana. Yo, simple y compasiva, le entregué un alma rústica, y él (merced a los cielos) me la ha vuelta discreta y cristiana. Entreguéle mi cuerpo, no pensando que en ello ofendía a nadie, y deste entrego resultó haberle dado dos hijos, como los que aquí veis, que acrecientan el número de los que alaban al Dios verdadero. En veces le truje alguna cantidad de oro, de lo que abunda esta isla, y algunas perlas que yo tengo guardadas, esperando el día, que ha de ser tan dichoso, que nos saque desta prisión y nos lleve adonde con libertad y certeza, y sin escrúpulo, seamos unos de los del rebaño de Cristo, en quien adoro en aquella cruz que allí veis.» Esto que he dicho me pareció a mí era lo que le faltaba por decir a mi señor Antonio -que así se llamaba el español bárbaro. El cual dijo:
-Dices verdad, Ricla mía -que éste era el propio nombre de la bárbara.
Con cuya variable historia admiraron a los presentes, y despertaron mil alabanzas que les dieron, y mil buenas esperanzas que les anunciaron, especialmente Auristela, que quedó aficionadísima a las dos bárbaras, madre y hija.
El mozo bárbaro, que también, como su padre, se llamaba Antonio, dijo a esta sazón no ser bien estarse allí ociosos, sin dar traza y orden cómo salir de aquel encerramiento, porque si el fuego de la isla, que a más andar ardía, sobrepujase las altas sierras, o traídas del viento cayesen en aquel sitio, todos se abrasarían.
-Dices verdad, hijo -respondió el padre.
-Soy de parecer -dijo Ricla- que aguardemos dos días, porque de una isla que está tan cerca desta que algunas veces, estando el sol claro y el mar tranquilo, alcanzó la vista a verla, della vienen a ésta sus moradores a vender y a trocar lo que tienen con lo que tenemos, y a trueco por trueco. Yo saldré de aquí, y, pues ya no hay nadie que me escuche o que me impida, pues ni oyen ni impiden los muertos, concertaré que me vendan una barca, por el precio que quisieren, que la he menester para escaparme con mis hijos y mi marido, que encerrados en una cueva tengo de la riguridad del fuego. Pero quiero que sepáis que estas barcas son fabricadas de madera, y cubiertas de cueros fuertes de animales, bastantes a defender que no entre agua por los costados; pero, a lo que he visto y notado, nunca ellos navegan sino con mar sosegado, y no traen aquellos lienzos que he visto que traen otras barcas que suelen llegar a nuestras riberas a vender doncellas o varones para la vana superstición que habréis oído decir que en esta isla ha muchos tiempos que se acostumbra, por donde vengo a entender que estas tales barcas no son buenas para fiarlas del mar grande, y de las borrascas y tormentas que dicen que suceden a cada paso.
A lo que añadió Periandro:
-¿No ha usado el señor Antonio deste remedio en tantos años como ha que está aquí encerrado?
-No -respondió Ricla-, porque no me han dado lugar los muchos ojos que miran, para poder concertarme con los dueños de las barcas, y por no poder hallar escusa que dar para la compra.
-Así es -dijo Antonio-, y no por no fiarme de la debilidad de los bajeles; pero, agora que me ha dado el cielo este consejo, pienso tomarle, y mi hermosa Ricla estará atenta a ver cuando vengan los mercaderes de la otra isla; y, sin reparar en precio, comprará una barca con todo el necesario matalotaje, diciendo que la quiere para lo que tiene dicho.
En resolución, todos vinieron en este parecer, y, saliendo de aquel lugar, quedaron admirados de ver el estrago que el fuego había hecho y las armas. Vieron mil diferentes géneros de muertes, de quien la cólera, sinrazón y enojo suelen ser inventores. Vieron, asimismo, que los bárbaros que habían quedado vivos, recogiéndose a sus balsas, desde lejos estaban mirando el riguroso incendio de su patria, y algunos se habían pasado a la isla que servía de prisión a los cautivos. Quisiera Auristela que pasaran a la isla, a ver si en la escura mazmorra quedaban algunos; pero no fue menester, porque vieron venir una balsa, y en ella hasta veinte personas, cuyo traje dio a entender ser los miserables que en la mazmorra estaban. Llegaron a la marina, besaron la tierra y casi dieron muestras de adorar el fuego, por haberles dicho el bárbaro que los sacó del calabozo escuro, que la isla se abrasaba, y que ya no tenían que temer a los bárbaros.
Fueron recebidos de los libres amigablemente, y consolados en la mejor manera que les fue posible. Algunos contaron sus miserias, y otros las dejaron en silencio, por no hallar palabras para decirlas. Ricla se admiró de que hubiese habido bárbaro tan piadoso que los sacase, y de que no hubiesen pasado a la isla de la prisión parte de aquellos que a las balsas se habían recogido.
Uno de los prisioneros dijo que el bárbaro que los había libertado, en lengua italiana les había dicho todo el suceso miserable de la abrasada isla, aconsejándoles que pasasen a ella a satisfacerse de sus trabajos con el oro y perlas que en ella hallarían, y que él vendría en otra balsa, que allá quedaba, a tenerles compañía, y a dar traza en su libertad. Los sucesos que contaron fueron tan diferentes, tan estraños y tan desdichados, que unos les sacaban las lágrimas a los ojos y otros la risa del pecho.
En esto, vieron venir hacia la isla hasta seis barcas de aquellas de quien Ricla había dado noticia; hicieron escala, pero no sacaron mercadería alguna, por no parecer bárbaro que la comprase. Concertó Ricla todas las barcas con las mercancías, sin tener intención de llevarlas. No quisieron venderle sino las cuatro, porque les quedasen dos para volverse. Hízose el precio con liberalidad notable, sin que en él hubiese tanto más cuanto. Fue Ricla a su cueva, y, en pedazos de oro no acuñado, como se ha dicho, pagó todo lo que quisieron. Dieron dos barcas a los que habían salido de la mazmorra, y en otras dos se embarcaron, en la una todos los bastimentos que pudieron recoger, con cuatro personas de las recién libres, y en la otra se entraron Auristela, Periandro, Antonio el padre y Antonio el hijo, con la hermosa Ricla y la discreta Transila, y la gallarda Constanza, hija de Ricla y de Antonio. Quiso Auristela ir a despedirse de los huesos de su querida Cloelia; acompañáronla todos; lloró sobre la sepultura, y, entre lágrimas de tristeza y entre muestras de alegría, volvieron a embarcarse, habiendo primero en la marina hincádose de rodillas y suplicado al cielo, con tierna y devota oración, les diese felice viaje y los enseñase el camino que tomarían.
Sirvió la barca de Periandro de capitana, a quien siguieron los demás, y, al tiempo que querían dar los remos al agua, porque velas no las tenían, llegó a la orilla del mar un bárbaro gallardo, que a grandes voces, en lengua toscana, dijo:
-Si por ventura sois cristianos los que vais en esas barcas, recoged a este que lo es y por el verdadero Dios os lo suplica.
Uno de las otras barcas dijo:
-Este bárbaro, señores, es el que nos sacó de la mazmorra. Si queréis corresponder a la bondad que parece que tenéis -y esto encaminando su plática a los de la barca primera-, bien será que le paguéis el bien que nos hizo con el que le hacéis recogiéndole en nuestra compañía.
Oyendo lo cual Periandro, le mandó llegase su barca a tierra y le recogiese en la que llevaba los bastimentos. Hecho esto, alzaron las voces con alegres acentos, y, tomando los remos en las manos, dieron alegre principio a su viaje.
CUATRO millas, poco más o menos, habrían navegado las cuatro barcas, cuando descubrieron una poderosa nave, que, con todas las velas tendidas y viento en popa, parecía que venía a embestirles. Periandro dijo, habiéndola visto:
-Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno agora no verle.
Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo le había pasado, y lo que entre los dos dejaron concertado. Turbóse Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnaldo, de quien había dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un año que estuvo en su poder le había acontecido. No quisiera ver juntos a los dos amantes, que, puesto que Arnaldo estaría seguro con el fingido hermanazgo suyo y de Periandro, todavía el temor de que podía ser descubierto el parentesco la fatigaba, y más que ¿quién le quitaría a Periandro no estar celoso, viendo a los ojos tan poderoso contrario?; que no hay discreción que valga, ni amorosa fee que asegure al enamorado pecho, cuando por su desventura entran en él celosas sospechas. Pero de todas éstas le aseguró el viento, que volvió en un instante el soplo, que daba de lleno y en popa a las velas en contrario, de modo que a vista suya y en un momento breve dejó la nave derribar las velas de alto abajo, y en otro instante, casi invisible, las izaron y levantaron hasta las gavias, y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía, alongándose de las barcas con toda priesa. Respiró Auristela, cobró nuevo aliento Periandro; pero los demás que en las barcas iban quisieran mudarlas, entrándose en la nave, que por su grandeza, más seguridad de las vidas y más felice viaje pudiera prometerles.
En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quisieran seguir si pudieran; mas no les fue posible, ni pudieron hacer otra cosa que encaminarse a una isla, cuyas altas montañas, cubiertas de nieve, hacían parecer que estaban cerca, distando de allí más de seis leguas. Cerraba la noche algo escura, picaba el viento largo y en popa, que fue alivio a los brazos, que, volviendo a tomar los remos, se dieron priesa a tomar la isla.
La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro Antonio hizo del norte y de las guardas, cuando llegaron a ella, y por herir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de poca consideración, dieron con las barcas en tierra, y a fuerza de brazos las vararon.
Era la noche fría de tal modo, que les obligó a buscar reparos para el yelo, pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y, apiñándose en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío. Hízose así; y los hombres hicieron cuerpo de guarda a la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando el día para descubrir en qué parte estaban, porque no pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y, como es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos, lo cual visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la mala noche, fuese servido de entretenerles, contándoles los sucesos de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros, pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto.
-Haré yo eso de muy buena gana -respondió el bárbaro italiano-, aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.
A lo que dijo Periandro:
-En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible que de lo verdadero.
-Lleguémonos aquí -respondió el bárbaro-, al borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna, al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna, desterrando el sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al que cuenta sus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas.
-A lo menos por mí -respondió Ricla de dentro de la barca-, y a pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasión de vuestra corta suerte, del largo tiempo de vuestras fatigas.
Casi lo mismo dijo Auristela; y así, todos rodearon la barca, y con atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecía bárbaro decía, el cual comenzó su historia desta manera:
Donde Rutilio da cuenta de su vida
-«MI NOMBRE es Rutilio; mi patria, Sena, una de las más famosas ciudades de Italia; mi oficio, maestro de danzar, único en él, y venturoso si yo quisiera. Había en Sena un caballero rico, a quien el cielo dio una hija más hermosa que discreta, a la cual trató de casar su padre con un caballero florentín; y, por entregársela adornada de gracias adquiridas, ya que las del entendimiento le faltaban, quiso que yo la enseñase a danzar; que la gentileza, gallardía y disposición del cuerpo en los bailes honestos más que en otros pasos se señalan, y a las damas principales les está muy bien saberlos, para las ocasiones forzosas que les pueden suceder. Entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movíla los del alma, pues, como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía encaminadas mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa de su padre y la llevase a Roma. Pero, como el amor no da baratos sus gustos, y los delitos llevan a las espaldas el castigo (pues siempre se teme), en el camino nos prendieron a los dos, por la diligencia que su padre puso en buscarnos. Su confesión y la mía, que fue decir que yo llevaba a mi esposa y ella se iba con su marido, no fue bastante para no agravar mi culpa: tanto, que obligó al juez, movió y convenció a sentenciarme a muerte. Apartáronme en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío. Visitóme en el calabozo una mujer, que decían estaba presa por fatucherie, que en castellano se llaman hechiceras, que la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con yerbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarla.
»Finalmente, por abreviar mi historia, pues no hay razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca, viéndome yo atado, y con el cordel a la garganta, sentenciado al suplicio, sin orden ni esperanza de remedio, di el sí a lo que la hechicera me pidió, de ser su marido, si me sacaba de aquel trabajo. Díjome que no tuviese pena, que aquella misma noche del día que sucedió esta plática, ella rompería las cadenas y los cepos, y, a pesar de otro cualquier impedimento, me pondría en libertad, y en parte donde no me pudiesen ofender mis enemigos, aunque fuesen muchos y poderosos. Túvela, no por hechicera, sino por ángel que enviaba el cielo para mi remedio. Esperé la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí, y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme algún tanto; pero como el interés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados.
»En saliendo a la calle, tendió en el suelo mi guiadora un manto, y, mandándome que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones. Luego vi mala señal, luego conocí que quería llevarme por los aires, y aunque, como cristiano bien enseñado, tenía por burla todas estas hechicerías -como es razón que se tengan-, todavía el peligro de la muerte, como ya he dicho, me dejó atropellar por todo; y, en fin, puse los pies en la mitad del manto, y ella ni más ni menos, murmurando unas razones que yo no pude entender, y el manto comenzó a levantarse en el aire, y yo comencé a temer poderosamente, y en mi corazón no tuvo santo la letanía a quien no llamase en mi ayuda. Ella debió de conocer mi miedo, y presentir mis rogativas, y volvióme a mandar que las dejase. "¡Desdichado de mí! -dije-; ¿qué bien puedo esperar, si se me niega el pedirle a Dios, de quien todos los bienes vienen?"
»En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos, que no son otras las postas de las hechiceras, y, al parecer, cuatro horas o poco más había volado, cuando me hallé al crepúsculo del día en una tierra no conocida. Tocó el manto el suelo, y mi guiadora me dijo: "En parte estás, amigo Rutilio, que todo el género humano no podrá ofenderte". Y, diciendo esto, comenzó a abrazarme no muy honestamente. Apartéla de mí con los brazos, y, como mejor pude, divisé que la que me abrazaba era una figura de lobo, cuya visión me heló el alma, me turbó los sentidos y dio con mi mucho ánimo al través. Pero, como suele acontecer que en los grandes peligros la poca esperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas, las pocas mías me pusieron en la mano un cuchillo, que acaso en el seno traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual, cayendo en el suelo, perdió aquella fea figura, y hallé muerta y corriendo sangre a la desventurada encantadora.
»Considerad, señores, cuál quedaría yo, en tierra no conocida y sin persona que me guiase. Estuve esperando el día muchas horas, pero nunca acababa de llegar, ni por los horizontes se descubría señal de que el sol viniese. Apartéme de aquel cadáver, porque me causaba horror y espanto el tenerle cerca de mí. Volvía muy a menudo los ojos al cielo, contemplaba el movimiento de las estrellas y parecíame, según el curso que habían hecho, que ya había de ser de día.
»Estando en esta confusión, oí que venía hablando, por junto de donde estaba, alguna gente, y así fue verdad. Y, saliéndoles al encuentro, les pregunté en mi lengua toscana que me dijesen qué tierra era aquella; y uno de ellos, asimismo en italiano, me respondió: "Esta tierra es Noruega; pero, ¿quién eres tú, que lo preguntas, y en lengua que en estas partes hay muy pocos que la entiendan?" "Yo soy -respondí- un miserable, que por huir de la muerte he venido a caer en sus manos". Y en breves razones le di cuenta de mi viaje, y aun de la muerte de la hechicera. Mostró condolerse el que me hablaba, y díjome: "Puedes, buen hombre, dar infinitas gracias al cielo por haberte librado del poder destas maléficas hechiceras, de las cuales hay mucha abundancia en estas setentrionales partes. Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico no lo creo, pero la esperiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente".
»Preguntéle qué hora podría ser, porque me parecía que la noche se alargaba, y el día nunca venía. Respondióme que en aquellas partes remotas se repartía el año en cuatro tiempos: tres meses había de noche escura, sin que el sol pareciese en la tierra en manera alguna; y tres meses había de crepúsculo del día, sin que bien fuese noche ni bien fuese día; otros tres meses había de día claro continuado, sin que el sol se escondiese, y otros tres de crepúsculo de la noche; y que la sazón en que estaban era la del crepúsculo del día: así que, esperar la claridad del sol por entonces era esperanza vana, y que también lo sería esperar yo volver a mi tierra tan presto, si no fuese cuando llegase la sazón del día grande, en la cual parten navíos de estas partes a Inglaterra, Francia y España con algunas mercancías. Preguntóme si tenía algún oficio en que ganar de comer, mientras llegaba tiempo de volverme a mi tierra. Díjele que era bailarín y grande hombre de hacer cabriolas, y que sabía jugar de manos sutilísimamente. Rióse de gana el hombre, y me dijo que aquellos ejercicios o oficios (o como llamarlos quisiese) no corrían en Noruega ni en todas aquellas partes. Preguntóme si sabría oficio de orífice. Díjele que tenía habilidad para aprender lo que me enseñase. "Pues veníos, hermano, conmigo, aunque primero será bien que demos sepultura a esta miserable".
»Hicímoslo así, y llevóme a una ciudad, donde toda la gente andaba por las calles con palos de tea encendidos en las manos, negociando lo que les importaba. Preguntéle en el camino que cómo o cuándo había venido a aquella tierra, y que si era verdaderamente italiano. Respondió que uno de sus pasados abuelos se había casado en ella, viniendo de Italia a negocios que le importaban, y a los hijos que tuvo les enseñó su lengua, y de uno en otro se estendió por todo su linaje, hasta llegar a él, que era uno de sus cuartos nietos. "Y así, como vecino y morador tan antiguo, llevado de la afición de mis hijos y mujer, me he quedado hecho carne y sangre entre esta gente, sin acordarme de Italia ni de los parientes que allá dijeron mis padres que tenían".
»Contar yo ahora la casa donde entré, la mujer e hijos que hallé, y criados (que tenía muchos), el gran caudal, el recibimiento y agasajo que me hicieron, sería proceder en infinito: basta decir, en suma, que yo aprendí su oficio, y en pocos meses ganaba de comer por mi trabajo. En este tiempo se llegó el de llegar el día grande, y mi amo y maestro -que así le puedo llamar- ordenó de llevar gran cantidad de su mercancía a otras islas por allí cercanas y a otras bien apartadas. Fuime con él, así por curiosidad como por vender algo que ya tenía de caudal, en el cual viaje vi cosas dignas de admiración y espanto, y otras de risa y contento; noté costumbres, advertí en ceremonias no vistas y de ninguna otra gente usadas. En fin, a cabo de dos meses, corrimos una borrasca que nos duró cerca de cuarenta días, al cabo de los cuales dimos en esta isla, de donde hoy salimos, entre unas peñas, donde nuestro bajel se hizo pedazos, y ninguno de los que en él venían quedó vivo, sino yo.
Donde Rutilio prosigue la historia de su vida
»LO primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otra cosa alguna, fue un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol, por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, y luego el miedo me puso delante mil géneros de muertes; y, no sabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las temía y las esperaba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestra de sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordinario, y fue que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndome desnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, me vestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otra hechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados a medida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Para disimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por estranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entré por la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire.
»A poco trecho descubrí una gran cantidad de bárbaros, los cuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran priesa me preguntaron -a lo que después acá he entendido- quién era, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondíles con callar y hacer todas las señales de mudo más aparentes que pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabriolas. Salíme de entre ellos, siguiéronme los muchachos, que no me dejaban adonde quiera que iba. Con esta industria pasé por bárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacer gestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera he pasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida, sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua, y aprendí mucha parte de ella, supe la profecía que de la duración de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro, a quien ellos daban gran crédito. He visto sacrificar algunos varones para hacer la esperiencia de su cumplimiento, y he visto comprar algunas doncellas para el mismo efeto, hasta que sucedió el incendio de la isla, que vosotros, señores, habéis visto. Guardéme de las llamas; fui a dar aviso a los prisioneros de la mazmorra, donde vosotros sin duda habréis estado; vi estas barcas, acudí a la marina; hallaron en vuestros generosos pechos lugar mis ruegos; recogístesme en ellas, por lo que os doy infinitas gracias, y agora espero en la del cielo, que, pues nos sacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pretendemos felicísimo viaje.»
Aquí dio fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados y contentos a los oyentes.
Llegóse el día áspero, turbio y con señales de nieve muy ciertas. Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica que no acertaron a estimarla, por no agraviar su valor; y la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas joyas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro eran gente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad su gentil disposición y agradable trato.
El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por la isla, pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras de nieve; y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada, y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donde recogerse del frío que amenazaba y proveerse de los mantenimientos que presto le harían falta.
Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse todos, y pusieron las proas en otra isla, que no lejos de allí se descubría. En esto, yendo navegando, con el espacio que podían prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeron que de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, de manera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, especialmente el bárbaro Antonio el padre, que notó que lo que se cantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Calló la voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otro tono de instrumentos que al de remos que sesgamente por el tranquilo mar las barcas impelían; y notó que lo que cantaron fue esto:
Mar sesgo, viento largo, estrella clara,
camino, aunque no usado, alegre y cierto,
al hermoso, al seguro, al capaz puerto
llevan la nave vuestra, única y rara.
En Scilas ni en Caribdis no repara, 5
ni en peligro que el mar tenga encubierto,
siguiendo su derrota al descubierto,
que limpia honestidad su curso para.
Con todo, si os faltare la esperanza
del llegar a este puerto, no por eso 10
giréis las velas, que será simpleza.
Que es enemigo amor de la mudanza,
y nunca tuvo próspero suceso
el que no se quilata en la firmeza.
La bárbara Ricla dijo, en callando la voz:
-Despacio debe de estar y ocioso el cantor que en semejante tiempo da su voz a los vientos.
Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuvieron por más enamorado que ocioso al que cantado había; que los enamorados fácilmente reconcilian los ánimos, y traban amistad con los que conocen que padecen su misma enfermedad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían, aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasase a su barca, así por gozar de cerca de su voz como saber de sus sucesos, porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentía mucho o no tenía sentimiento alguno.
Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y todos los della le hicieron agradable recogida. En entrando el músico, en medio portugués y en medio castellano, dijo:
-Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejaré libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos.
-Mejor lo hará el cielo -respondió Periandro-, que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.
-No sería esperanza aquella -dijo a esta sazón Auristela- a que pudiesen contrastar y derribar infortunios, pues, así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos; que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado -por más que lo sea- a la desesperación.
-El alma ha de estar -dijo Periandro- el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias.
-Todo es así -respondió el músico-, y yo lo creo, a despecho y pesar de las esperiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas.
No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos y llenos de fruto, que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer.
Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y con gran priesa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran barraca para defenderse aquella noche del frío; hicieron asimismo fuego, ludiendo dos secos palos, el uno con el otro (artificio tan sabido como usado); y, como todos trabajaban, en un punto se vio levantada la pobre máquina, donde se recogieron todos, supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, pareciéndoles aquella choza dilatado alcázar. Satisfacieron la hambre, y acomodáranse a dormir luego, si el deseo que Periandro tenía de saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó, si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues no podían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído.
Era cortés el cantor, y así, sin hacerse de rogar, dijo:
De lo que contó el enamorado portugués
-CON MÁS breves razones de las que sean posibles, daré fin a mi cuento, con darle al de mi vida, si es que tengo de dar crédito a cierto sueño que la pasada noche me turbó el alma.
«Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejercicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Y yo, que, como más vecino de su casa, tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y, por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, diferenciábamos en nada.
»La respuesta que trujo fue que su hija Leonora aún no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba.
»Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegóse el día de mi partida, y, pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasméme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo, y dijo: "Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo, y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho; que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que desea". Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna.
»Partíme a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfación de mi rey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino, y estendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa.
»¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras; que, si así fuese, no las tendría yo por tales!
»Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegóse este día, y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba; que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.»
Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:
-«Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado. Salieron a recebirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios que deslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tierra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada, que causó invidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista, que me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo.
»Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empachase, se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzóse una voz en el templo, procedida de otras muchas, que decía: "Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies, y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa".
»Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: "Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío".
»Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí; y, por no dar muestra de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos, y, hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano, y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alcéme en pie, y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: "Maria optiman partem elegit". Y, diciendo esto, me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este estraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora por la misma causa vengo a perder la vida.»
Y, dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo en el suelo.
ACUDIÓ con presteza Periandro a verle, y halló que había espirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.
-Con este sueño -dijo a esta sazón Auristela- se ha escusado este caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche, los trances por donde vino a tan desastrado término y a la prisión de los bárbaros, que sin duda debían de ser casos tan desesperados como peregrinos.
A lo que añadió el bárbaro Antonio:
-Por maravilla hay desdichado sólo que lo sea en sus desventuras. Compañeros tienen las desgracias, y por aquí o por allí, siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser cuando acaban con la vida del que las padece.
Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron; sirvióle de mortaja su mismo vestido, de tierra la nieve y de cruz la que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era la de Christus, por ser caballero de su hábito; y no fuera menester hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza, pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonar discreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque la compasión hizo su oficio, y las sacó de todos los ojos de los circunstantes.
Amaneció en esto, volvieron las barcas al agua, pareciéndoles que el mar les esperaba sosegado y blando, y, entre tristes y alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sin llevar parte cierta adonde encaminalle.
Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas o las más despobladas; y las que tienen gente, es rústica y medio bárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes; y, con todo esto, deseaban topar alguna que los acogiese, porque imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores, que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y ásperos riscos de las que atrás dejaban.
Diez días más navegaron sin tomar puerto, playa o abrigo alguno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pequeñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta la mira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pugnaban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor brevedad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bastimentos, a más andar, iban faltando. En fin, más con la ayuda del cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llegaron a la deseada isla, y vieron andar dos personas por la marina, a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra era aquélla, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos.
Respondiéronle, en lengua que ella entendió, que aquella isla se llamaba Golandia, y que era de católicos, puesto que estaba despoblada, por ser tan poca la gente que tenía que no ocupaba más de una casa, que servía de mesón a la gente que llegaba a un puerto detrás de un peñón, que señaló con la mano. «Y si vosotros, quienquiera que seáis, queréis repararos de algunas faltas, seguidnos con la vista, que nosotros os pondremos en el puerto».
Dieron gracias a Dios los de las barcas, y siguieron por la mar a los que los guiaban por la tierra, y, al volver del peñón que les habían señalado, vieron un abrigo que podía llamarse puerto, y en él hasta diez o doce bajeles, dellos chicos, dellos medianos y dellos grandes; y fue grande la alegría que de verlos recibieron, pues les daba esperanza de mudar de navíos, y seguridad de caminar con certeza a otras partes.
Llegaron a tierra; salieron así gente de los navíos como del mesón a recebirles; saltó en tierra, en hombros de Periandro y de los dos bárbaros, padre e hijo, la hermosa Auristela, vestida con el vestido y adorno con que fue Periandro vendido a los bárbaros por Arnaldo. Salió con ella la gallarda Transila, y la bella bárbara Constanza con Ricla, su madre, y todos los demás de las barcas acompañaron este escuadrón gallardo.
De tal manera causó admiración, espanto y asombro la bellísima escuadra en los de la mar y la tierra, que todos se postraron en el suelo y dieron muestras de adorar a Auristela. Mirábanla callando, y con tanto respeto que no acertaban a mover las lenguas por no ocuparse en otra cosa que en mirar. La hermosa Transila, como ya había hecho esperiencia de que entendían su lengua, fue la primera que rompió el silencio, diciéndoles:
-A vuestro hospedaje nos ha traído la nuestra, hasta hoy, contraria fortuna. En nuestro traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos. Acogednos, señores, en vuestro hospedaje y en vuestros navíos, que las barcas que aquí nos han conducido, aquí dejan el atrevimiento y la voluntad de tornar otra vez a entregarse a la instabilidad del mar. Si aquí se cambia por oro o por plata lo necesario que se busca, con facilidad y abundancia seréis recompensados de lo que nos diéredes, que, por subidos precios que lo vendáis, lo recibiremos como si fuese dado.
Uno -¡milagro estraño!- que parecía ser de la gente de los navíos, en lengua española respondió:
-De corto entendimiento fuera, hermosa señora, el que dudara la verdad que dices; que, puesto que la mentira se disimula, y el daño se disfraza con la máscara de la verdad y del bien, no es posible que haya tenido lugar de acogerse a tan gran belleza como la vuestra. El patrón deste hospedaje es cortesísimo, y todos los destas naves ni más ni menos. Mirad si os da más gusto volveros a ellas o entrar en el hospedaje, que en ellas y en él seréis recebidos y tratados como vuestra presencia merece.
Entonces, viendo el bárbaro Antonio, o oyendo, por mejor decir, hablar su lengua, dijo:
-Pues el cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos la dulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin de mis desgracias. Vamos, señores, al hospedaje, y, en reposando algún tanto, daremos orden en volver a nuestro camino con más seguridad que la que hasta aquí hemos traído.
En esto, un grumete que estaba en lo alto de una gavia, dijo a voces en lengua inglesa:
-Un navío se descubre, que, con tendidas velas y mar y viento en popa, viene la vuelta deste abrigo.
Alborotáronse todos, y, en el mismo lugar donde estaban, sin moverse un paso, se pusieron a esperar el bajel, que tan cerca se descubría; y, cuando estuvo junto, vieron que las hinchadas velas las atravesaban unas cruces rojas, y conocieron que en una bandera que traía en el peñolo de la mayor gavia venían pintadas las armas de Inglaterra.
Disparó, en llegando, dos piezas de gruesa artillería, y luego hasta obra de veinte arcabuces. De la tierra les fue hecha señal de paz y de alegres voces, porque no tenían artillería con que responderle.
Donde se cuenta de qué parte y quién eran los que venían en el navío
HECHA, como se ha dicho, la salva de entrambas partes, así del navío como de la tierra, al momento echaron áncoras los de la nave, y arrojaron el esquife al agua, en el cual el primero que saltó, después de cuatro marineros que le adornaron con tapetes y asieron de los remos, fue un anciano varón, al parecer de edad de sesenta años, vestido de una ropa de terciopelo negro que le llegaba a los pies, forrada en felpa negra y ceñida con una de las que llaman colonias de seda; en la cabeza traía un sombrero alto y puntiagudo, asimismo, al parecer, de felpa. Tras él bajó al esquife un gallardo y brioso mancebo, de poco más edad de veinte y cuatro años, vestido a lo marinero, de terciopelo negro, una espada dorada en las manos y una daga en la cinta. Luego, como si los arrojaran, echaron de la nave al esquife un hombre lleno de cadenas y una mujer con él enredada y presa con las cadenas mismas: él de hasta cuarenta años de edad y ella de más de cincuenta; él brioso y despechado, y ella malencólica y triste. Impelieron el esquife los marineros. En un instante llegaron a tierra, adonde en sus hombros, y en los de otros soldados arcabuceros que en el barco venían, sacaron a tierra al viejo y al mozo, y a los dos prisioneros.
Transila, que, como los demás, había estado atentísima mirando los que en el esquife venían, volviéndose a Auristela, le dijo:
-Por tu vida, señora, que me cubras el rostro con ese velo que traes atado al brazo, porque, o yo tengo poco conocimiento, o son algunos de los que vienen en este barco personas que yo conozco y me conocen.
Hízolo así Auristela, y en esto llegaron los de la barca a juntarse con ellos, y todos se hicieron bien criados recibimientos.
Fuese derecho el anciano de la felpa a Transila, diciendo:
-Si mi ciencia no me engaña, y la fortuna no me desfavorece, próspera habrá sido la mía con este hallazgo.
Y, diciendo y haciendo, alzó el velo del rostro de Transila, y se quedó desmayado en sus brazos, que ella se los ofreció y se los puso, porque no diese en tierra.
Sin duda se puede creer que este caso de tanta novedad y tan no esperado puso en admiración a los circunstantes, y más cuando le oyeron decir a Transila:
-¡Oh padre de mi alma! ¿Qué venida es ésta? ¿Quién trae a vuestras venerables canas y a vuestros cansados años por tierras tan apartadas de la vuestra?
-¿Quién le ha de traer -dijo a esta sazón el brioso mancebo- sino el buscar la ventura que sin vos le faltaba? Él y yo, dulcísima señora y esposa mía, venimos buscando el norte que nos ha de guiar adonde hallemos el puerto de nuestro descanso. Pero, pues ya, gracias sean dadas a los cielos, le habemos hallado, haz, señora, que vuelva en sí tu padre Mauricio, y consiente que de su alegría reciba yo parte, recibiéndole a él como a padre y a mí como a tu legítimo esposo.
Volvió en sí Mauricio, y sucedióle en su desmayo Transila. Acudió Auristela a su remedio, pero no osó llegar a ella Ladislao (que éste era el nombre de su esposo), por guardar el honesto decoro que a Transila se le debía; pero, como los desmayos que suceden de alegres y no pensados acontecimientos, o quitan la vida en un instante o no duran mucho, fue pequeño espacio el en que estuvo Transila desmayada.
El dueño de aquel mesón o hospedaje dijo:
-Venid, señores, todos adonde, con más comodidad y menos frío del que aquí hace, os deis cuenta de vuestros sucesos.
Tomaron su consejo y fuéronse al mesón, y hallaron que era capaz de alojar una flota. Los dos encadenados se fueron por su pie, ayudándoles a llevar sus hierros los arcabuceros, que, como en guarda, con ellos venían. Acudieron a sus naves algunos, y con tanta priesa como buena voluntad trujeron dellas los regalos que tenían. Hízose lumbre, pusiéronse las mesas, y, sin tratar entonces de otra cosa, satisficieron todos la hambre, más con muchos géneros de pescados que con carnes, porque no sirvió otra que la de muchos pájaros que se crían en aquellas partes, de tan estraña manera que, por ser rara y peregrina, me obliga a que aquí la cuente: «Híncanse unos palos en la orilla de la mar y entre los escollos donde las aguas llegan, los cuales palos, de allí a poco tiempo, todo aquello que cubre el agua se convierte en dura piedra, y lo que queda fuera del agua se pudre y se corrompe, de cuya corrupción se engendra un pequeño pajarillo que, volando a la tierra, se hace grande, y tan sabroso de comer que es uno de los mejores manjares que se usan; y donde hay más abundancia dellos es en las provincias de Ibernia y de Irlanda, el cual pájaro se llama barnaclas.»
El deseo que tenían todos de saber los sucesos de los recién llegados les hacía parecer larga la comida, la cual acabada, el anciano Mauricio dio una gran palmada en la mesa, como dando señal de pedir que con atención le escuchasen. Enmudecieron todos, y el silencio les selló los labios, y la curiosidad les abrió los oídos; viendo lo cual, Mauricio soltó la voz en tales razones:
-«En una isla, de siete que están circunvecinas a la de Ibernia, nací yo, y tuvo principio mi linaje, tan antiguo, bien como aquel que es de los Mauricios, que en decir este apellido le encarezco todo lo que puedo. Soy cristiano católico, y no de aquellos que andan mendigando la fee verdadera entre opiniones. Mis padres me criaron en los estudios, así de las armas como de las letras -si se puede decir que las armas se estudian-. He sido aficionado a la ciencia de la astrología judiciaria, en la cual he alcanzado famoso nombre. Caséme, en teniendo edad para tomar estado, con una hermosa y principal mujer de mi ciudad, de la cual tuve esta hija que está aquí presente. Seguí las costumbres de mi patria, a lo menos en cuanto a las que parecían ser niveladas con la razón, y en las que no, con apariencias fingidas mostraba seguirlas, que tal vez la disimulación es provechosa. Creció esta muchacha a mi sombra porque le faltó la de su madre, a dos años después de nacida, y a mí me faltó el arrimo de mi vejez, y me sobró el cuidado de criar la hija; y, por salir dél, que es carga difícil de llevar de cansados y ancianos hombros, en llegando a casi edad de darle esposo, en que le diese arrimo y compañía, lo puse en efeto, y el que le escogí fue este gallardo mancebo que tengo a mi lado, que se llama Ladislao, tomando consentimiento primero de mi hija, por parecerme acertado y aun conveniente que los padres casen a sus hijas con su beneplácito y gusto, pues no les dan compañía por un día, sino por todos aquellos que les durare la vida; y, de no hacer esto ansí, se han seguido, siguen y seguirán millares de inconvenientes, que los más suelen parar en desastrados sucesos.
»Es, pues, de saber que en mi patria hay una costumbre, entre muchas malas, la peor de todas; y es que, concertado el matrimonio y llegado el día de la boda, en una casa principal, para esto diputada, se juntan los novios y sus hermanos, si los tienen, con todos los parientes más cercanos de entrambas partes, y con ellos el regimiento de la ciudad, los unos para testigos y los otros para verdugos, que así los puedo y debo llamar. Está la desposada en un rico apartamiento, esperando lo que no sé cómo pueda decirlo sin que la vergüenza no me turbe la lengua. Está esperando, digo, a que entren los hermanos de su esposo, si los tiene, y algunos de sus parientes más cercanos, de uno en uno, a coger las flores de su jardín y a manosear los ramilletes que ella quisiera guardar intactos para su marido: costumbre bárbara y maldita que va contra todas las leyes de la honestidad y del buen decoro; porque, ¿qué dote puede llevar más rico una doncella, que serlo, ni qué limpieza puede ni debe agradar más al esposo que la que la mujer lleva a su poder en su entereza? La honestidad siempre anda acompañada con la vergüenza, y la vergüenza con la honestidad. Y si la una o la otra comienzan a desmoronarse y a perderse, todo el edificio de la hermosura dará en tierra, y será tenido en precio bajo y asqueroso. Muchas veces había yo intentado de persuadir a mi pueblo dejase esta prodigiosa costumbre; pero, apenas lo intentaba, cuando se me daba en la boca con mil amenazas de muerte, donde vine a verificar aquel antiguo adagio que vulgarmente se dice: que la costumbre es otra naturaleza, y el mudarla se siente como la muerte.
»Finalmente, mi hija se encerró en el retraimiento dicho, y estuvo esperando su perdición; y, cuando quería ya entrar un hermano de su esposo a dar principio al torpe trato, veis aquí donde veo salir con una lanza terciada en las manos, a la gran sala donde toda la gente estaba, a Transila, hermosa como el sol, brava como una leona y airada como una tigre.»
Aquí llegaba de su historia el anciano Mauricio, escuchándole todos con la atención posible, cuando, revistiéndosele a Transila el mismo espíritu que tuvo al tiempo que se vio en el mismo acto y ocasión que su padre contaba, levantándose en pie, con lengua a quien suele turbar la cólera, con el rostro hecho brasa y los ojos fuego, en efeto, con ademán que la pudiera hacer menos hermosa, si es que los acidentes tienen fuerzas de menoscabar las grandes hermosuras, quitándole a su padre las palabras de la boca, dijo las del siguiente capítulo.
Donde Transila prosigue la historia a quien su padre dio principio
-«SALÍ -dijo Transila-, como mi padre ha dicho, a la gran sala, y, mirando a todas partes, en alta y colérica voz dije: "Haceos adelante vosotros, aquellos cuyas deshonestas y bárbaras costumbres van contra las que guarda cualquier bien ordenada república. Vosotros, digo, más lascivos que religiosos, que, con apariencia y sombra de ceremonias vanas, queréis cultivar los ajenos campos sin licencia de sus legítimos dueños. Veisme aquí, gente mal perdida y peor aconsejada: venid, venid, que la razón, puesta en la punta desta lanza, defenderá mi partido y quitará las fuerzas a vuestros malos pensamientos, tan enemigos de la honestidad y de la limpieza". Y, en diciendo esto, salté en mitad de la turba; y, rompiendo por ella, salí a la calle, acompañada de mi mismo enojo, y llegué a la marina, donde, cifrando mil discursos que en aquel tiempo hice en uno, me arrojé en un pequeño barco que sin duda me deparó el cielo. Asiendo de dos pequeños remos, me alargué de la tierra todo lo que pude; pero, viendo que se daban priesa a seguirme en otros muchos barcos, más bien parados y de mayores fuerzas impelidos, y que no era posible escaparme, solté los remos, y volví a tomar mi lanza, con intención de esperarles y dejar llevarme a su poder, si no perdiendo la vida, vengando primero en quien pudiese mi agravio.
»Vuelvo a decir otra vez que el cielo, conmovido de mi desgracia, avivó el viento y llevó el barco, sin impelerle los remos, el mar adentro, hasta que llegó a una corriente o raudal que le arrebató como en peso, y le llevó más adentro, quitando la esperanza a los que tras mí venían de alcanzarme, que no se aventuraron a entrarse en la desenfrenada corriente que por aquella parte el mar llevaba.»
-Así es verdad -dijo a esta sazón su esposo Ladislao-, porque, como me llevabas el alma, no pude dejar de seguirte. «Sobrevino la noche, y perdímoste de vista, y aun perdimos la esperanza de hallarte viva, si no fuese en las lenguas de la fama, que desde aquel punto tomó a su cargo el celebrar tal hazaña por siglos eternos.»
-«Es, pues, el caso -prosiguió Transila- que aquella noche un viento, que de la mar soplaba, me trujo a la tierra, y en la marina hallé unos pescadores que benignamente me recogieron y albergaron, y aun me ofrecieron marido, si no le tenía, y creo sin aquellas condiciones de quien yo iba huyendo; pero la codicia humana, que reina y tiene su señorío aun entre las peñas y riscos del mar y en los corazones duros y campestres, se entró aquella noche en los pechos de aquellos rústicos pescadores, y acordaron entre sí que, pues de todos era la presa que en mí tenían, y que no podía ser dividida en partes para poder repartirme, que me vendiesen a unos cosarios que aquella tarde habían descubierto no lejos de sus pesquerías.
»Bien pudiera yo ofrecerles mayor precio del que ellos pudieran pedir a los cosarios, pero no quise tomar ocasión de recebir bien alguno de ninguno de mi bárbara patria; y así, al amanecer, habiendo llegado allí los piratas, me vendieron, no sé por cuánto, habiéndome primero despojado de las joyas que llevaba de desposada. Lo que sé decir es que me trataron los cosarios con mejor término que mis ciudadanos, y me dijeron que no fuese malencólica, porque no me llevaban para ser esclava, sino para esperar ser reina y aun señora de todo el universo, si ya no mentían ciertas profecías de los bárbaros de aquella isla, de quien tanto se hablaba por el mundo.
»De cómo llegué, del recibimiento que los bárbaros me hicieron, de cómo aprendí su lengua en este tiempo que ha que falté de vuestra presencia, de sus ritos y ceremonias y costumbres, del vano asumpto de sus profecías, y del hallazgo destos señores con quien vengo, y del incendio de la isla, que ya queda abrasada, y de nuestra libertad, diré otra vez, que por agora basta lo dicho, y quiero dar lugar a que mi padre me diga qué ventura le ha traído a dármela tan buena cuando menos la esperaba.»
Aquí dio fin Transila a su plática, teniendo a todos colgados de la suavidad de su lengua, y admirados del estremo de su hermosura, que después de la de Auristela ninguna se le igualaba.
Mauricio, su padre, entonces, dijo:
-Ya sabes, hermosa Transila, querida hija, cómo en mis estudios y ejercicios, entre otros muchos gustosos y loables, me llevaron tras sí los de la astrología judiciaria, como aquellos que, cuando aciertan, cumplen el natural deseo que todos los hombres tienen de saber, no sólo lo pasado y presente, sino lo por venir. Viéndote, pues, perdida, noté el punto, observé los astros, miré el aspecto de los planetas, señalé los sitios y casas necesarias para que respondiese mi trabajo a mi deseo, porque ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña: el engaño está en quien no la sabe, principalmente la del astrología, por la velocidad de los cielos, que se lleva tras sí todas las estrellas, las cuales no influyen en este lugar lo que en aquél, ni en aquél lo que en éste; y así, el astrólogo judiciario, si acierta alguna vez en sus juicios, es por arrimarse a lo más probable y a lo más esperimentado, y el mejor astrólogo del mundo, puesto que muchas veces se engaña, es el demonio, porque no solamente juzga de lo por venir por la ciencia que sabe, sino también por las premisas y conjeturas; y, como ha tanto tiempo que tiene esperiencia de los casos pasados y tanta noticia de los presentes, con facilidad se arroja a juzgar de los por venir, lo que no tenemos los aprendices desta ciencia, pues hemos de juzgar siempre a tiento y con poca seguridad. Con todo eso, alcancé que tu perdición había de durar dos años, y que te había de cobrar este día y en esta parte, para remozar mis canas y para dar gracias a los cielos del hallazgo de mi tesoro, alegrando mi espíritu con tu presencia, puesto que sé que ha de ser a costa de algunos sobresaltos; que, por la mayor parte, las buenas andanzas no vienen sin el contrapeso de desdichas, las cuales tienen jurisdición y un modo de licencia de entrarse por los buenos sucesos, para darnos a entender que ni el bien es eterno, ni el mal durable.
-Los cielos serán servidos -dijo a esta sazón Auristela, que había gran tiempo que callaba- de darnos próspero viaje, pues nos le promete tan buen hallazgo.
La mujer prisionera, que había estado escuchando con grande atención el razonamiento de Transila, se puso en pie, a pesar de sus cadenas y al de la fuerza que le hacía para que no se levantase el que con ella venía preso, y, con voz levantada, dijo:
Donde se declara quién eran los que tan aherrojados venían
-SI ES QUE los afligidos tienen licencia para hablar ante los venturosos, concédaseme a mí por esta vez, donde la brevedad de mis razones templará el fastidio que tuviéredes de escuchallas. Haste quejado -dijo, volviéndose a Transila-, señora doncella, de la bárbara costumbre de los de tu ciudad, como si lo fuera aliviar el trabajo a los menesterosos y quitar la carga a los flacos; sí, que no es error, por bueno que sea un caballo, pasearle la carrera primero que se ponga en él, ni va contra la honestidad el uso y costumbre si en él no se pierde la honra, y se tiene por acertado lo que no lo parece; sí, que mejor gobernará el timón de una nave el que hubiere sido marinero, que no el que sale de las escuelas de la tierra para ser piloto: la esperiencia en todas las cosas es la mejor maestra de las artes; y así, mejor te fuera entrar esperimentada en la compañía de tu esposo que rústica e inculta.
Apenas oyó esta razón última el hombre que consigo venía atado, cuando dijo, poniéndole el puño cerrado junto al rostro, amenazándola:
-¡Oh Rosamunda, o por mejor decir, rosa inmunda!, porque munda ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si vivieses más años que los mismos tiempos; y así, no me maravillo de que te parezca mal la honestidad ni el buen recato a que están obligadas las honradas doncellas.
«Sabed, señores -mirando a todos los circunstantes, prosiguió-, que esta mujer que aquí veis, atada como loca y libre como atrevida, es aquella famosa Rosamunda, dama que ha sido concubina y amiga del rey de Inglaterra, de cuyas impúdicas costumbres hay largas historias y longísimas memorias entre todas las gentes del mundo. Ésta mandó al rey, y por añadidura a todo el reino; puso leyes, quitó leyes, levantó caídos viciosos y derribó levantados virtuosos. Cumplió sus gustos tan torpe como públicamente, en menoscabo de la autoridad del rey, y en muestra de sus torpes apetitos, que fueron tantas las muestras, y tan torpes y tantos sus atrevimientos, que, rompiendo los lazos de diamantes y las redes de bronce con que tenía ligado el corazón del rey, le movieron a apartarla de sí y a menospreciarla en el mismo grado que la había tenido en precio. Cuando ésta estaba en la cumbre de su rueda, y tenía asida por la guedeja a la fortuna, vivía yo despechado y con deseos de mostrar al mundo cuán mal estaban empleados los de mi rey y señor natural. Tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas, y, por decir una, perderé yo, no sólo un amigo, pero cien mil vidas. No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos. Finalmente, a entrambos a dos llegó el día de nuestra última paga: a ésta mandó el rey que nadie en toda la ciudad, ni en todos sus reinos y señoríos le diese, ni dado ni por dineros, otro algún sustento que pan y agua, y que a mí junto con ella nos trajesen a una de las muchas islas que por aquí hay, que fuese despoblada, y aquí nos dejasen: pena que para mí ha sido más mala que quitarme la vida, porque, la que con ella paso, es peor que la muerte.»
-Mira, Clodio -dijo a esta sazón Rosamunda-, cuán mal me hallo yo en tu compañía, que mil veces me ha venido al pensamiento de arrojarme en la profundidad del mar, y si lo he dejado de hacer, es por no llevarte conmigo, que si en el infierno pudiera estar sin ti, se me aliviaran las penas. Yo confieso que mis torpezas han sido muchas, pero han caído sobre sujeto flaco y poco discreto; mas las tuyas han cargado sobre varoniles hombros y sobre discreción esperimentada, sin sacar de ellas otra ganancia que una delectación más ligera que la menuda paja que en volubles remolinos revuelve el viento. Tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos, has descubierto secretos escondidos y contaminado linajes claros; haste atrevido a tu rey, a tus ciudadanos, a tus amigos y a tus mismos parientes; y, en son de decir gracias, te has desgraciado con todo el mundo. Bien quisiera yo que quisiera el rey que, en pena de mis delitos, acabara con otro género de muerte la vida en mi tierra, y no con el de las heridas que a cada paso me da tu lengua, de la cual tal vez no están seguros los cielos ni los santos.
-Con todo eso -dijo Clodio-, jamás me ha acusado la conciencia de haber dicho alguna mentira.
-A tener tú conciencia -dijo Rosamunda- de las verdades que has dicho, tenías harto de que acusarte; que no todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos de todos.
-Sí -dijo a esta sazón Mauricio-; sí, que tiene razón Rosamunda, que las verdades de las culpas cometidas en secreto, nadie ha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las de los reyes y príncipes que nos gobiernan; sí, que no toca a un hombre particular reprehender a su rey y señor, ni sembrar en los oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque esto no será causa de enmendarle, sino de que los suyos no le estimen; y si la corrección ha de ser fraterna entre todos, ¿por qué no ha de gozar deste privilegio el príncipe?, ¿por qué le han de decir públicamente y en el rostro sus defetos?; que tal vez la reprehensión pública y mal considerada suele endurecer la condición del que la recibe, y volverle antes pertinaz que blando; y, como es forzoso que la reprehensión caiga sobre culpas verdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprehendan en público; y así, dignamente, los satíricos, los maldicientes, los malintencionados son desterrados y echados de sus casas, sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos, y bellacos sobre agudos; y es como lo que suele decirse: la traición contenta, pero el traidor enfada. Y hay más: que las honras que se quitan por escrito, como vuelan y pasan de gente en gente, no se pueden reducir a restitución, sin la cual no se perdonan los pecados.
-Todo lo sé -respondió Clodio-, pero si quieren que no hable o escriba, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere, y tendré esperanza que de allí salgan las cañas del rey Midas.
-Ahora bien -dijo a esta sazón Ladislao-, háganse estas paces: casemos a Rosamunda con Clodio; quizá con la bendición del sacramento del matrimonio y con la discreción de entrambos, mudando de estado, mudarán de vida.
-Aun bien -dijo Rosamunda-, que tengo aquí un cuchillo con que podré hacer una o dos puertas en mi pecho, por donde salga el alma, que ya tengo casi puesta en los dientes, en sólo haber oído este tan desastrado y desatinado casamiento.
-Yo no me mataré -dijo Clodio-, porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal, que quiero vivir, porque quiero decir mal. Verdad es que pienso guardar la cara a los príncipes, porque ellos tienen largos brazos, y alcanzan adonde quieren y a quien quieren, y ya la esperiencia me ha mostrado que no es bien ofender a los poderosos, y la caridad cristiana enseña que por el príncipe bueno se ha de rogar al cielo por su vida y por su salud, y por el malo, que le mejore y enmiende.
-Quien todo eso sabe -dijo el bárbaro Antonio- cerca está de enmendarse. No hay pecado tan grande, ni vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o quite del todo. La lengua maldiciente es como espada de dos filos, que corta hasta los huesos, o como rayo del cielo, que sin romper la vaina, rompe y desmenuza el acero que cubre; y, aunque las conversaciones y entretenimientos se hacen sabrosos con la sal de la murmuración, todavía suelen tener los dejos las más veces amargos y desabridos. Es tan ligera la lengua como el pensamiento, y si son malas las preñeces de los pensamientos, las empeoran los partos de la lengua. Y, como sean las palabras como las piedras que se sueltan de la mano, que no se pueden revocar ni volver a la parte donde salieron hasta que han hecho su efeto, pocas veces el arrepentirse de habellas dicho menoscaba la culpa del que las dijo; aunque ya tengo dicho que un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma.
EN ESTO estaban, cuando entró un marinero en el hospedaje, diciendo a voces:
-Un bajel grande viene con las velas tendidas encaminado a este puerto, y hasta agora no he descubierto señal que me dé a entender de qué parte sea.
Apenas dijo esto, cuando llegó a sus oídos el son horrible de muchas piezas de artillería que el bajel disparó al entrar del puerto, todas limpias y sin bala alguna, señal de paz y no de guerra; de la misma manera le respondió el bajel de Mauricio y toda la arcabucería de los soldados que en él venían.
Al momento, todos los que estaban en el hospedaje salieron a la marina; y, en viendo Periandro el bajel recién llegado, conoció ser el de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, de que no recibió contento alguno, antes se le revolvieron las entrañas, y el corazón le comenzó a dar saltos en el pecho. Los mismos acidentes y sobresaltos recibió en el suyo Auristela, como aquella que por larga esperiencia sabía la voluntad que Arnaldo le tenía, y no podía acomodar su corazón a pensar cómo podría ser que las voluntades de Arnaldo y Periandro se aviniesen bien, sin que la rigurosa y desesperada flecha de los celos no les atrevesase las almas.
Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo, cuando el ligero corredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vio a Periandro, le conoció; y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tierra, de un salto que dio desde la popa del esquife, se puso en ella y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le recibió. Y Arnaldo le dijo:
-Si yo fuese tan venturoso, amigo Periandro, que contigo hallase a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otro bien mayor que esperar.
-Conmigo está, valeroso señor -respondió Periandro-, que los cielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamientos, te la han guardado con la entereza que también ella por sus buenos deseos merece.
Ya en esto se había comunicado por la nueva gente, y por la que en la tierra estaba, quién era el príncipe que en la nave venía; y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inamovible, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer, bárbaras, Ricla y Constanza.
Llegó Arnaldo, y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:
-Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos pensamientos, y estrella fija que me lleva al puerto donde han de tener reposo mis buenos deseos.
A todo esto no respondió palabra Auristela, antes le vinieron las lágrimas a los ojos, que comenzaron a bañar sus rosadas mejillas. Confuso Arnaldo de tal acidente, no supo determinarse si de pesar o de alegría podía proceder semejante acontecimiento. Mas Periandro, que todo lo notaba y en cualquier movimiento de Auristela tenía puestos los ojos, sacó a Arnaldo de duda, diciéndole:
-Señor, el silencio y las lágrimas de mi hermana nacen de admiración y de gusto: la admiración, del verte en parte tan no esperada; y las lágrimas, del gusto de haberte visto; ella es agradecida, como lo deben ser las bien nacidas, y conoce las obligaciones en que la has puesto de servirte con las mercedes y limpio tratamiento que siempre le has hecho.
Fuéronse con esto al hospedaje, volvieron a colmarse las mesas de manjares, llenáronse de regocijo los pechos, porque se llenaron las tazas de generosos vinos, que, cuando se trasiegan por la mar de un cabo a otro, se mejoran de manera que no hay néctar que se les iguale. Esta segunda comida se hizo por respeto del príncipe Arnaldo.
Contó Periandro al príncipe lo que le sucedió en la isla bárbara, con la libertad de Auristela, con todos los sucesos y puntos que hasta aquí se han contado, con que se suspendió Arnaldo, y de nuevo se alegraron y admiraron todos los presentes.
EN ESTO, el patrón del hospedaje dijo:
-No sé si diga que me pesa de la bonanza que prometen en el mar las señales del cielo: el sol se pone claro y limpio, cerca ni lejos no se descubre celaje alguno, las olas hieren la tierra blanda y suavemente, y las aves salen al mar a espaciarse; que todos estos son indicios de serenidad firme y duradera, cosa que ha de obligar a que me dejen solo tan honrados huéspedes como la fortuna a mi hospedaje ha traído.
-Así será -dijo Mauricio-, que, puesto que vuestra noble compañía se ha de tener por agradable y cara, el deseo de volver a nuestras patrias no consiente que mucho tiempo la gocemos. De mí sé decir que esta noche a la primera guarda me pienso hacer a la vela, si con mi parecer viene el de mi piloto y el de estos señores soldados que en el navío vienen.
A lo que añadió Arnaldo:
-Siempre la pérdida del tiempo no se puede cobrar, y la que se pierde en la navegación es irremediable.
En efeto, entre todos los que en el puerto estaban, quedó de acuerdo que en aquella noche fuesen de partida la vuelta de Inglaterra, a quien todos iban encaminados.
Levantóse Arnaldo de la mesa, y, asiendo de la mano a Periandro, le sacó fuera del hospedaje, donde a solas y sin ser oído de nadie, le dijo:
-No es posible, Periandro amigo, sino que tu hermana Auristela te habrá dicho la voluntad que, en dos años que estuvo en poder del rey mi padre, le mostré: tan ajustada con sus honestos deseos, que jamás me salieron palabras a la boca que pudiesen turbar sus castos intentos. Nunca quise saber más de su hacienda de aquello que ella quiso decirme, pintándola en mi imaginación, no como persona ordinaria y de bajo estado, sino como a reina de todo el mundo, porque su honestidad, su gravedad, su discreción tan en estremo estremada no me daba lugar a que otra cosa pensase. Mil veces me le ofrecí por su esposo, y esto con voluntad de mi padre, y aun me parecía que era corto mi ofrecimiento. Respondióme siempre que hasta verse en la ciudad de Roma, adonde iba a cumplir un voto, no podía disponer de su persona. Jamás me quiso decir su calidad ni la de sus padres, ni yo, como ya he dicho, le importuné me la dijese, pues ella sola, por sí misma, sin que traiga dependencia de otra alguna nobleza, merece, no solamente la corona de Dinamarca, sino de toda la monarquía de la tierra. Todo esto te he dicho, Periandro, para que, como varón de discurso y entendimiento, consideres que no es muy baja la ventura que está llamando a las puertas de tu comodidad y la de tu hermana, a quien desde aquí me ofrezco por su esposo, y prometo de cumplir este ofrecimiento cuando ella quisiere y adonde quisiere: aquí, debajo destos pobres techos, o en los dorados de la famosa Roma. Y asimismo te ofrezco de contenerme en los límites de la honestidad y buen decoro, si bien viese consumirme en los ahíncos y deseos que trae consigo la concupicencia desenfrenada, y la esperanza propincua, que suele fatigar más que la apartada.
Aquí dio fin a su plática Arnaldo, y estuvo atentísimo a lo que Periandro había de responderle, que fue:
-Bien conozco, valeroso príncipe Arnaldo, la obligación en que yo y mi hermana te estamos por las mercedes que hasta aquí nos has hecho, y por la que agora de nuevo nos haces: a mí, por ofrecerte por mi hermano, y a ella, por esposo; pero, aunque parezca locura que dos miserables peregrinos desterrados de su patria no admitan luego luego el bien que se les ofrece, te sé decir no ser posible el recebirle, como es posible el agradecerle: mi hermana y yo vamos, llevados del destino y de la eleción, a la santa ciudad de Roma, y, hasta vernos en ella, parece que no tenemos ser alguno, ni libertad para usar de nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta agora impedidas voluntades, y entonces será la mía toda empleada en servirte. Séte decir también, que si llegares al cumplimiento de tu buen deseo, llegarás a tener una esposa de ilustrísimo linaje nacida, y un hermano que lo sea mejor que cuñado; y, entre las muchas mercedes que entrambos a dos hemos recebido, te suplico me hagas a mí una, y es que no me preguntes más de nuestra hacienda y de nuestra vida, porque no me obligues a que sea mentiroso, inventando quimeras que decirte, mentirosas y falsas, por no poder contarte las verdaderas de nuestra historia.
-Dispón de mí -respondió Arnaldo-, hermano mío, a toda tu voluntad y gusto, haciendo cuenta que yo soy cera y tú el sello que has de imprimir en mí lo que quisieres; y si te parece, sea nuestra partida esta noche a Inglaterra, que de allí fácilmente pasaremos a Francia y a Roma, en cuyo viaje, y del modo que quisiéredes, pienso acompañaros si dello gustáredes.
Aunque le pesó a Periandro deste último ofrecimiento, le admitió, esperando en el tiempo y en la dilación, que tal vez mejora los sucesos; y, abrazándose los dos cuñados en esperanza, se volvieron al hospedaje a dar traza en su partida.
Había visto Auristela cómo Arnaldo y Periandro habían salido juntos, y estaba temerosa del fin que podía tener el de su plática; y, puesto que conocía la modestia en el príncipe Arnaldo y la mucha discreción de Periandro, mil géneros de temores la sobresalteaban, pareciéndole que, como el amor de Arnaldo igualaba a su poder, podía remitir a la fuerza sus ruegos; que tal vez en los pechos de los desdeñados amantes se convierte la paciencia en rabia y la cortesía en descomedimiento. Pero, cuando los vio venir tan sosegados y pacíficos, cobró casi los perdidos espíritus.
Clodio, el maldiciente, que ya había sabido quién era Arnaldo, se le echó a los pies, y le suplicó le mandase quitar la cadena y apartar de la compañía de Rosamunda. Mauricio le contó luego la condición, la culpa y la pena de Clodio y la de Rosamunda. Movido a compasión dellos, hizo, por un capitán que los traía a su cargo, que los desherrasen y se los entregasen, que él tomaba a su cargo alcanzarles perdón de su rey, por ser su grande amigo.
Viendo lo cual, el maldiciente Clodio dijo:
-Si todos los señores se ocupasen en hacer buenas obras, no habría quien se ocupase en decir mal dellos; pero, ¿por qué ha de esperar el que obra mal que digan bien dél? Y si las obras virtuosas y bien hechas son calumniadas de la malicia humana, ¿por qué no lo serán las malas? ¿Por qué ha de esperar el que siembra cizaña y maldad, dé buen fruto su cosecha? Llévame contigo, ¡oh príncipe!, y verás cómo pongo sobre el cerco de la luna tus alabanzas.
-No, no -respondió Arnaldo-, no quiero que me alabes por las obras que en mí son naturales; y más, que la alabanza tanto es buena cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza; y si vicioso, vituperio.
Da cuenta Arnaldo del suceso de Taurisa
CON GRAN deseo estaba Auristela de saber lo que Arnaldo y Periandro pasaron en la plática que tuvieron fuera del hospedaje, y aguardaba comodidad para preguntárselo a Periandro, y para saber de Arnaldo qué se había hecho su doncella Taurisa.
Y, como si Arnaldo le adevinara los pensamientos, le dijo:
-Las desgracias que has pasado, hermosa Auristela, te habrán llevado de la memoria las que tenías en obligación de acordarte dellas, entre las cuales querría que hubiesen borrado de ella a mí mismo, que, con sola la imaginación de pensar que algún tiempo he estado en ella, viviría contento, pues no puede haber olvido de aquello de quien no se ha tenido acuerdo. El olvido presente cae sobre la memoria del acuerdo pasado; pero, comoquiera que sea, acuérdesete de mí o no te acuerdes, de todo lo que hicieres estoy contento; que los cielos, que me han destinado para ser tuyo, no me dejan hacer otra cosa: mi albedrío lo es para obedecerte. Tu hermano Periandro me ha contado muchas de las cosas que después que te robaron de mi reino te han sucedido: unas me han admirado, otras supendido, y éstas y aquéllas espantado. Veo, asimismo, que tienen fuerza las desgracias para borrar de la memoria algunas obligaciones que parecen forzosas: ni me has preguntado por mi padre, ni por Taurisa, tu doncella; a él dejé yo bueno y con deseo de que te buscase y te hallase, a ella la traje conmigo, con intención de venderla a los bárbaros, para que sirviese de espía y viese si la fortuna te había llevado a su poder. De cómo vino al mío tu hermano Periandro, ya él te lo habrá contado, y el concierto que entre los dos hicimos; y, aunque muchas veces he probado volver a la isla Bárbara, los vientos contrarios no me han dejado, y ahora volvía con la misma intención y con el mismo deseo, el cual me ha cumplido el cielo con bienes de tantas ventajas, como son de tenerte en mi presencia, alivio universal de mis cuidados. Taurisa, tu doncella, habrá dos días que la entregué a dos caballeros amigos míos, que encontré en medio dese mar, que en un poderoso navío iban a Irlanda, a causa que Taurisa iba muy mala y con poca seguridad de la vida; y, como este navío en que yo ando más se puede llamar de cosario que de hijo de rey, viendo que en él no había regalos ni medicinas, que piden los enfermos, se la entregué para que la llevasen a Irlanda y la entregasen a su príncipe, que la regalase, curase y guardase, hasta que yo mismo fuese por ella. Hoy he dejado apuntado con tu hermano Periandro que nos partamos mañana, o ya para Inglaterra, o ya para España o Francia, que, a doquiera que arribemos, tendremos segura comodidad para poner en efeto los honestos pensamientos que tu hermano me ha dicho que tienes; y yo en este entretanto llevaré sobre los hombros de mi paciencia mis esperanzas, sustentadas con el arrimo de tu buen entendimiento. Con todo esto, te ruego, señora, y te suplico que mires si con nuestro parecer viene y ajusta el tuyo, que, si algún tanto disuena, no le pondremos en ejecución.
-Yo no tengo otra voluntad -respondió Auristela- sino la de mi hermano Periandro, ni él, pues es discreto, querrá salir un punto de la tuya.
-Pues si así es -replicó Arnaldo-, no quiero mandar, sino obedecer, porque no digan que por la calidad de mi persona me quiero alzar con el mando a mayores.
Esto fue lo que pasó a Arnaldo con Auristela, la cual se lo contó todo a Periandro. Y aquella noche Arnaldo, Periandro, Mauricio, Ladislao y los dos capitanes del navío inglés, con todos los que salieron de la isla bárbara, entraron en consejo, y ordenaron su partida en la forma siguiente:
Donde Mauricio sabe por la astrología un mal suceso que les avino en el mar
EN LA NAVE donde vinieron Mauricio y Ladislao, los capitanes y soldados que trajeron a Rosamunda y a Clodio, se embarcaron todos aquellos que salieron de la mazmorra y prisión de la isla Bárbara, y en el navío de Arnaldo se acomodaron Mauricio, Transila, Ricla y Constanza, y los dos Antonios, padre y hijo; Ladislao, Mauricio y Transila, sin consentir Arnaldo que se quedasen en tierra Clodio y Rosamunda; Rutilio se acomodó con Arnaldo.
Hicieron agua aquella noche, recogiendo y comprando del huésped todos los bastimentos que pudieron; y, habiendo mirado los puntos más convenientes para su partida, dijo Mauricio que si la buena suerte les escapaba de una mala que les amenazaba muy propincua, tendría buen suceso su viaje; y que el tal peligro, puesto que era de agua, no había de suceder, si sucediese, por borrasca ni tormenta del mar ni de tierra, sino por una traición mezclada y aun forjada del todo de deshonestos y lascivos deseos. Periandro, que siempre andaba sobresaltado con la compañía de Arnaldo, vino a temer si aquella traición había de ser fabricada por el príncipe para alzarse con la hermosa Auristela, pues la había de llevar en su navío; pero opúsose a todo este mal pensamiento la generosidad de su ánimo, y no quiso creer lo que temía, por parecerle que, en los pechos de los valerosos príncipes, no deben hallar acogida alguna las traiciones; pero no por esto dejó de pedir y rogar a Mauricio mirase muy bien de qué parte les podía venir el daño que les amenazaba. Mauricio respondió que no lo sabía, puesto que le tenía por cierto, aunque templaba su rigor con que ninguno de los que en él se hallasen había de perder la vida, sino el sosiego y la quietud, y habían de ver rompidos la mitad de sus disinios, sus más bien encaminadas esperanzas. A lo que Periandro le replicó que detuviesen algunos días la partida: quizá con la tardanza del tiempo se mudarían o se templarían los influjos rigurosos de las estrellas.
-No -replicó Mauricio-, mejor es arrojarnos en las manos deste peligro, pues no llega a quitar la vida, que no intentar otro camino que nos lleve a perderla.
-Ea, pues -dijo Periandro-, echada está la suerte, partamos en buen hora, y haga el cielo lo que ordenado tiene, pues nuestra diligencia no lo puede escusar.
Satisfizo Arnaldo al huésped magníficamente con muchos dones el buen hospedaje, y unos en unos navíos, y otros en otros, cada cual según y como vio que más le convenía, dejó el puerto desembarazado y se hizo a la vela. Salió el navío de Arnaldo adornado de ligeras flámulas y banderetas, y de pintados y vistosos gallardetes. Al zarpar los hierros y tirar las áncoras, disparó así la gruesa como la menuda artillería, rompieron los aires los sones de las chirimías y los de otros instrumentos músicos y alegres, oyéronse las voces de los que decían, reiterándolo a menudo:
-¡Buen viaje! ¡Buen viaje!
A todo esto, no alzaba la cabeza de sobre el pecho la hermosa Auristela, que, casi como présaga del mal que le había de venir, iba pensativa. Mirábala Periandro y remirábala Arnaldo, teniéndola cada uno hecha blanco de sus ojos, fin de sus pensamientos y principio de sus alegrías. Acabóse el día; entróse la noche clara, serena, despejando un aire blando los celajes, que parece que se iban a juntar si los dejaran.
Puso los ojos en el cielo Mauricio, y de nuevo tornó a mirar en su imaginación las señales de la figura que había levantado, y de nuevo confirmó el peligro que les amenazaba, pero nunca supo atinar de qué parte les vendría. Con esta confusión y sobresalto se quedó dormido encima de la cubierta de la nave, y, de allí a poco, despertó despavorido, diciendo a grandes voces:
-¡Traición, traición, traición! ¡Despierta, príncipe Arnaldo, que los tuyos nos matan!
A cuyas voces se levantó Arnaldo, que no dormía, puesto que estaba echado junto a Periandro en la misma cubierta, y dijo:
-¿Qué has, amigo Mauricio? ¿Quién nos ofende, o quién nos mata? ¿Todos los que en este navío vamos, no somos amigos? ¿No son todos los más vasallos y criados míos? ¿El cielo no está claro y sereno, el mar tranquilo y blando, y el bajel, sin tocar en escollo ni en bajío, no navega? ¿Hay alguna rémora que nos detenga? Pues si no hay nada desto, ¿de qué temes, que ansí con tus sobresaltos nos atemorizas?
-No sé -replicó Mauricio-. Haz, señor, que bajen los búzanos a la sentina, que si no es sueño, a mí me parece que nos vamos anegando.
No hubo bien acabado esta razón, cuando cuatro o seis marineros se dejaron calar al fondo del navío y le requirieron todo, porque eran famosos buzanos, y no hallaron costura alguna por donde entrase agua al navío; y, vueltos a la cubierta, dijeron que el navío iba sano y entero, y que el agua de la sentina estaba turbia y hedionda, señal clara de que no entraba agua nueva en la nave.
-Así debe de ser -dijo Mauricio-, sino que yo, como viejo, en quien el temor tiene su asiento de ordinario, hasta los sueños me espantan; y plega a Dios que este mi sueño lo sea, que yo me holgaría de parecer viejo temeroso antes que verdadero judiciario.
Arnaldo le dijo:
-Sosegaos, buen Mauricio, porque vuestros sueños le quitan a estas señoras.
-Yo lo haré así, si puedo -respondió Mauricio.
Y, tornándose a echar sobre la cubierta, quedó el navío lleno de muy sosegado silencio, en el cual Rutilio, que iba sentado al pie del árbol mayor, convidado de la serenidad de la noche, de la comodidad del tiempo, o de la voz, que la tenía estremada, al son del viento, que dulcemente hería en las velas, en su propia lengua toscana, comenzó a cantar esto, que, vuelto en lengua española, así decía:
Huye el rigor de la invencible mano,
advertido, y enciérrase en el arca
de todo el mundo el general monarca
con las reliquias del linaje humano.
El dilatado asilo, el soberano 5
lugar rompe los fueros de la Parca,
que entonces, fiera y licenciosa, abarca
cuanto alienta y respira el aire vano.
Vense en la excelsa máquina encerrarse
el león y el cordero, y, en segura 10
paz, la paloma al fiero halcón unida;
sin ser milagro, lo discorde amarse,
que en el común peligro y desventura
la natural inclinación se olvida.
El que mejor entendió lo que cantó Rutilio fue el bárbaro Antonio, el cual le dijo asimismo:
-Bien canta Rutilio, y si por ventura es suyo el soneto que ha cantado, no es mal poeta, aunque ¿cómo lo puede ser bueno un oficial? Pero no digo bien, que yo me acuerdo haber visto en mi patria, España, poetas de todos los oficios.
Esto dijo en voz que la oyó Mauricio, el príncipe y Periandro, que no dormían.
Y Mauricio dijo:
-Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la poesía no está en las manos, sino en el entendimiento, y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta como la de un maese de campo; porque las almas todas son iguales y de una misma masa en sus principios criadas y formadas por su Hacedor; y, según la caja y temperamento del cuerpo donde las encierra, así parecen ellas más o menos discretas, y atienden y se aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a que las estrellas más las inclinan; pero más principalmente y propia se dice que el poeta nascitur. Así que, no hay qué admirar de que Rutilio sea poeta, aunque haya sido maestro de danzar.
-Y tan grande -replicó Antonio- que ha hecho cabriolas en el aire más arriba de las nubes.
-Así es -respondió Rutilio, que todo esto estaba escuchando-, que yo las hice casi junto al cielo, cuando me trajo caballero en el manto aquella hechicera desde Toscana, mi patria, hasta Noruega, donde la maté, que se había convertido en figura de loba, como ya otras veces he contado.
-Eso de convertirse en lobas y lobos algunas gentes destas setentrionales es un error grandísimo -dijo Mauricio-, aunque admitido de muchos.
-Pues, ¿cómo es esto -dijo Arnaldo- que comúnmente se dice y se tiene por cierto que en Inglaterra andan por los campos manadas de lobos, que de gentes humanas se han convertido en ellos?
-Eso -respondió Mauricio- no puede ser en Inglaterra, porque en aquella isla templada y fertilísima no sólo no se crían lobos, pero ninguno otro animal nocivo: como si dijésemos serpientes, víboras, sapos, arañas y escorpiones; antes es cosa llana y manifiesta que si algún animal ponzoñoso traen de otras partes a Inglaterra, en llegando a ella muere; y si de la tierra desta isla llevan a otra parte a alguna tierra y cercan con ella a alguna víbora, no osa ni puede salir del cerco que la aprisiona y rodea, hasta quedar muerta. Lo que se ha de entender desto de convertirse en lobos es que hay una enfermedad a quien llaman los médicos manía lupina, que es de calidad que al que la padece le parece que se ha convertido en lobo, y aúlla como lobo, y se juntan con otros heridos del mismo mal, y andan en manadas por los campos y por los montes, ladrando ya como perros, o ya aullando como lobos; despedazan los árboles, matan a quien encuentran y comen la carne cruda de los muertos, y hoy día sé yo que hay en la isla de Sicilia, que es la mayor del mar Mediterráneo, gentes deste género, a quien los sicilianos llaman lobos menar, los cuales, antes que les dé tan pestífera enfermedad, lo sienten, y dicen a los que están junto a ellos que se aparten y huyan dellos, o que los aten o encierren, porque si no se guardan, los hacen pedazos a bocados y los desmenuzan, si pueden, con las uñas, dando terribles y espantosos ladridos. Y es esto tanta verdad que, entre los que se han de casar, se hace información bastante de que ninguno dellos es tocado desta enfermedad; y si después, andando el tiempo, la esperiencia muestra lo contrario, se dirime el matrimonio. También es opinión de Plinio, según lo escribe en el lib. 8, cap. 22, que entre los árcades hay un género de gente, la cual, pasando un lago, cuelga los vestidos que lleva de una encina, y se entra desnudo la tierra dentro, y se junta con la gente que allí halla de su linaje en figura de lobos, y está con ellos nueve años, al cabo de los cuales vuelve a pasar el lago, y cobra su perdida figura; pero todo esto se ha de tener por mentira, y si algo hay, pasa en la imaginación y no realmente.
-No sé -dijo Rutilio-, lo que sé es que maté la loba y hallé muerta a mis pies la hechicera.
-Todo eso puede ser -replicó Mauricio-, porque la fuerza de los hechizos de los maléficos y encantadores, que los hay, nos hace ver una cosa por otra; y quede desde aquí asentado que no hay gente alguna que mude en otra su primer naturaleza.
-Gusto me ha dado grande -dijo Arnaldo- el saber esta verdad, porque también yo era uno de los crédulos deste error; y lo mismo debe de ser lo que las fábulas cuentan de la conversión en cuervo del rey Artus de Inglaterra, tan creída de aquella discreta nación, que se abstienen de matar cuervos en toda la isla.
-No sé -respondió Mauricio- de dónde tomó principio esa fábula tan creída como mal imaginada.
En esto fueron razonando casi toda la noche, y al despuntar del día dijo Clodio, que hasta allí había estado oyendo y callando:
-Yo soy un hombre a quien no se le da por averiguar estas cosas un dinero. ¿Qué se me da a mí que haya lobos hombres, o no, o que los reyes anden en figuras de cuervos o de águilas? Aunque, si se hubiesen de convertir en aves, antes querría que fuesen en palomas que en milanos.
-Paso, Clodio, no digas mal de los reyes, que me parece que te quieres dar algún filo a la lengua para cortarles el crédito.
-No -respondió Clodio-, que el castigo me ha puesto una mordaza en la boca, o por mejor decir, en la lengua, que no consiente que la mueva; y así, antes pienso de aquí adelante reventar callando que alegrarme hablando. Los dichos agudos, las murmuraciones dilatadas, si a unos alegran, a otros entristecen. Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan de la vida a la sombra de tu generoso amparo, puesto que por momentos me fatigan ciertos ímpetus maliciosos que me hacen bailar la lengua en la boca, y malográrseme entre los dientes más de cuatro verdades que andan por salir a la plaza del mundo. ¡Sírvase Dios con todo!
A lo que dijo Auristela:
-De estimar es, ¡oh Clodio!, el sacrificio que haces al cielo de tu silencio.
Rosamunda, que era una de las llegadas a la conversación, volviéndose a Auristela, dijo:
-El día que Clodio fuere callado, seré yo buena, porque en mí la torpeza, y en él la murmuración, son naturales, puesto que más esperanza puedo yo tener de enmendarme que no él, porque la hermosura se envejece con los años, y, faltando la belleza, menguan los torpes deseos, pero sobre la lengua del maldiciente no tiene jurisdición el tiempo. Y así, los ancianos murmuradores hablan más cuanto más viejos, porque han visto más, y todos los gustos de los otros sentidos los han cifrado y recogido a la lengua.
-Todo es malo -dijo Transila-: cada cual por su camino va a parar a su perdición.
-El que nosotros ahora hacemos -dijo Ladislao-, próspero y felice ha de ser, según el viento se muestra favorable y el mar tranquilo.
-Así se mostraba esta pasada noche -dijo la bárbara Constanza-, pero el sueño del señor Mauricio nos puso en confusión, y alborotó tanto que ya yo pensé que nos había sorbido el mar a todos.
-En verdad, señora -respondió Mauricio-, que si yo no estuviera enseñado en la verdad católica, y me acordara de lo que dice Dios en el Levítico: «No seáis agoreros, ni deis crédito a los sueños», porque no a todos es dado el entenderlos, que me atreviera a juzgar del sueño que me puso en tan gran sobresalto, el cual, según a mi parecer, no me vino por algunas de las causas de donde suelen proceder los sueños, que, cuando no son revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden, o de los muchos manjares que suben vapores al cerebro, con que turban el sentido común, o ya de aquello que el hombre trata más de día. Ni el sueño que a mí me turbó cae debajo de la observación de la astrología, porque sin guardar puntos ni observar astros, señalar rumbos ni mirar imágenes, me pareció ver visiblemente que en un gran palacio de madera, donde estábamos todos los que aquí vamos, llovían rayos del cielo que le abrían todo, y por las bocas que hacían descargaban las nubes, no sólo un mar, sino mil mares de agua; de tal manera que, creyendo que me iba anegando, comencé a dar voces y a hacer los mismos ademanes que suele hacer el que se anega; y aun no estoy tan libre deste temor que no me queden algunas reliquias en el alma; y, como sé que no hay más cierta astrología que la prudencia, de quien nacen los acertados discursos, ¿qué mucho que, yendo navegando en un navío de madera, tema rayos del cielo, nubes del aire y aguas de la mar? Pero lo que más me confunde y suspende es que, si algún daño nos amenaza, no ha de ser de ningún elemento que destinada y precisamente se disponga a ello, sino de una traición, forjada, como ya otra vez he dicho, en algunos lascivos pechos.
-No me puedo persuadir -dijo a esta sazón Arnaldo- que entre los que van por el mar navegando puedan entremeterse las blanduras de Venus ni los apetitos de su torpe hijo: al casto amor bien se le permite andar entre los peligros de la muerte, guardándose para mejor vida.
Esto dijo Arnaldo, por dar a entender a Auristela y a Periandro, y a todos aquellos que sus deseos conocían, cuán ajustados iban sus movimientos con los de la razón.
Y prosiguió diciendo:
-El príncipe, justa razón es que viva seguro entre sus vasallos, que el temor de las traiciones nace de la injusta vida del príncipe.
-Así es -respondió Mauricio-, y aun es bien que así sea. Pero dejemos pasar este día, que si él da lugar a que llegue la noche sin sobresaltarnos, yo pediré y las daré albricias del buen suceso.
Iba el sol a esta sazón a ponerse en los brazos de Tetis, y el mar se estaba con el mismo sosiego que hasta allí había tenido; soplaba favorable el viento; por parte ninguna se descubrían celajes que turbasen los marineros; el cielo, la mar, el viento, todos juntos y cada uno de por sí, prometían felicísimo viaje, cuando el prudente Mauricio dijo en voz turbada y alta:
-¡Sin duda nos anegamos! ¡Anegámonos sin duda!
Donde se da cuenta de lo que dos soldados hicieron, y la división de Periandro y Auristela
A CUYAS voces respondió Arnaldo:
-¿Cómo es esto? ¡Oh gran Mauricio! ¿Qué aguas nos sorben o qué mares nos tragan? ¿Qué olas nos embisten?
La respuesta que le dieron a Arnaldo fue ver salir debajo de la cubierta a un marinero despavorido, echando agua por la boca y por los ojos, diciendo con palabras turbadas y mal compuestas:
-Todo este navío se ha abierto por muchas partes, el mar se ha entrado en él tan a rienda suelta que presto le veréis sobre esta cubierta. Cada uno atienda a su salud y a la conservación de la vida. Acógete, ¡oh príncipe Arnaldo!, al esquife o a la barca, y lleva contigo las prendas que más estimas, antes que tomen entera posesión dellas estas amargas aguas.
Estancó en esto el navío, sin poderse mover, por el peso de las aguas, de quien ya estaba lleno. Amainó el piloto todas las velas de golpe, y todos, sobresaltados y temerosos, acudieron a buscar su remedio: el príncipe y Periandro fueron al esquife, y, arrojándole al mar, pusieron en él a Auristela, Transila, Ricla y a la bárbara Constanza, entre las cuales, viendo que no se acordaban della, se arrojó Rosamunda, y tras ella mandó Arnaldo entrase Mauricio.
En este tiempo andaban dos soldados descolgando la barca que al costado del navío venía asida, y el uno dellos, viendo que el otro quería ser el primero que entrase dentro, sacando un puñal de la cinta, se le envainó en el pecho, diciendo a voces:
-Pues nuestra culpa ha sido fabricada tan sin provecho, esta pena te sirva a ti de castigo y a mí de escarmiento; a lo menos el poco tiempo que me queda de vida.
Y, diciendo esto, sin querer aprovecharse del acogimiento que la barca les ofrecía, desesperadamente se arrojó al mar, diciendo a voces y con mal articuladas palabras:
-Oye, ¡oh Arnaldo!, la verdad que te dice este traidor, que en tal punto es bien que la diga: yo y aquel a quien me viste pasar el pecho por muchas partes abrimos y taladramos este navío, con intención de gozar de Auristela y de Transila, recogiéndolas en el esquife; pero, habiendo visto yo haber salido mi disinio contrario de mi pensamiento, a mi compañero quité la vida y a mí me doy la muerte.
Y con esta última palabra se dejó ir al fondo de las aguas, que le estorbaron la respiración del aire y le sepultaron en perpetuo silencio. Y, aunque todos andaban confusos y ocupados, buscando, como se ha dicho, en el común peligro algún remedio, no dejó de oír las razones Arnaldo del desesperado, y él y Periandro acudieron a la barca; y, habiendo, antes que entrasen en ella, ordenado que entrase en el esquife Antonio el mozo, sin acordarse de recoger algún bastimento, él, Ladislao, Antonio el padre, Periandro y Clodio se entraron en la barca, y fueron a abordar con el esquife, que algún tanto se había apartado del navío, sobre el cual ya pasaban las aguas, y no se parecía dél sino el árbol mayor, como en señal que allí estaba sepultado.
Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar al esquife, desde el cual daba voces Auristela, llamando a su hermano Periandro, que la respondía, reiterando muchas veces su para él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo, y encontrábanse en los aires las voces de «dulcísimo esposo mío» y «amada esposa mía», donde se rompían sus disinios y se deshacían sus esperanzas, con la imposibilidad de no poder juntarse, a causa que la noche se cubría de escuridad y los vientos comenzaron a soplar de partes diferentes. En resolución, la barca se apartó del esquife, y, como más ligera y menos cargada, voló por donde el mar y el viento quisieron llevarla; el esquife, más con la pesadumbre que con la carga de los que en él iban, se quedó, como si aposta quisieran que no navegara. Pero, cuando la noche cerró con más escuridad que al principio, comenzaron a sentir de nuevo la desgracia sucedida: viéronse en mar no conocida, amenazados de todas las inclemencias del cielo, y faltos de la comodidad que les podía ofrecer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la hambre sólo detenida de la pesadumbre que sintieron.
Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero del esquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según los llantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temer que ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas, y, aunque no parecían de todo en todo, algunas que por entre la escuridad se mostraban le daban indicio de venidera serenidad, pero no le mostraban en qué parte se hallaba.
No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia, porque se les pasó la noche velando, y se vino el día, no a más andar, como dicen, sino para más penar, porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topaban los ojos con la barca que les llevaba las almas, o algún otro bajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; pero no descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda, que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría de ver cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poder llegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el que más confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como se ha dicho, en la figura que como judiciario había levantado, que aquel suceso no amenazaba muerte, sino descomodidades casi mortales.
Finalmente, el favor de los cielos se mezcló con los vientos, que poco a poco llevaron el esquife a la isla, y les dio lugar de tomarle en la tierra en una espaciosa playa no acompañada de gente alguna, sino de mucha cantidad de nieve que toda la cubría. Miserables son y temerosas las fortunas del mar, pues los que las padecen se huelgan de trocarlas con las mayores que en la tierra se les ofrezcan. La nieve de la desierta playa les pareció blanda arena, y la soledad compañía. Unos en brazos de otros desembarcaron: el mozo Antonio fue el Atlante de Auristela y de Transila, en cuyos hombros también desembarcaron Rosamunda y Mauricio, y todos se recogieron al abrigo de un peñón que no lejos de la playa se mostraba, habiendo antes, como mejor pudieron, varado el esquife en tierra, poniendo en él, después de en Dios, su esperanza.
Antonio, considerando que la hambre había de hacer su oficio y que ella había de ser bastante a quitarles las vidas, aprestó su arco, que siempre de las espaldas le colgaba, y dijo que él quería ir a descubrir la tierra, por ver si hallaba gente en ella o alguna caza que socorriese su necesidad. Vinieron todos con su parecer; y así, se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve tan dura, por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales. Siguióle, sin que él lo echase de ver, la torpe Rosamunda, sin ser impedida de los demás, que creyeron que alguna natural necesidad la forzaba a dejallos. Volvió la cabeza Antonio a tiempo y en lugar donde nadie los podía ver, y, viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:
-La cosa de que menos necesidad tengo, en esta que agora padecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda? Vuélvete, que ni tú tienes armas con que matar género de caza alguna, ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué me sigues?
-¡Oh inesperto mozo -respondió la mujer torpe-, y cuán lejos estás de conocer la intención con que te sigo y la deuda que me debes!
Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:
-Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne que no te huye, sino que te sigue. No mires que ya a mi belleza la marchita el rigor de la edad, ligera siempre, sino considera en mí a la que fue Rosamunda, domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más esentos hombres. Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos yelos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón. Gocémonos, y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte donde llenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí recogidos y guardados si llegamos a Inglaterra, donde mil bandos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaré adonde te entregues en más oro que tuvo Midas y en más riquezas que acumuló Craso.
Aquí dio fin a su plática, pero no al movimiento de sus manos, que arremetieron a detener las de Antonio, que de sí las apartaba, y entre esta tan honesta como torpe contienda decía Antonio:
-¡Detente, oh arpía! ¡No turbes ni afees las limpias mesas de Fineo! ¡No fuerces, oh bárbara egipcia, ni incites la castidad y limpieza deste que no es tu esclavo! ¡Tarázate la lengua, sierpe maldita, no pronuncies con deshonestas palabras lo que tienes escondido en tus deshonestos deseos! ¡Mira el poco lugar que nos queda desde este punto al de la muerte, que nos está amenazando con la hambre y con la incertidumbre de la salida deste lugar, que, puesto que fuera cierta, con otra intención la acompañara que con la que me has descubierto! ¡Desvíate de mí y no me sigas, que castigaré tu atrevimiento y publicaré tu locura! Si te vuelves, mudaré propósito, y pondré en silencio tu desvergüenza; si no me dejas, te quitaré la vida.
Oyendo lo cual la lasciva Rosamunda, se le cubrió el corazón, de manera que no dio lugar a suspiros, a ruegos ni a lágrimas. Dejóla Antonio, sagaz y advertido. Volvióse Rosamunda, y él siguió su camino; pero no halló en él cosa que le asegurase, porque las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la gente ninguna. Y, advirtiendo que si adelante pasaba, podía perder el camino de vuelta, se volvió a juntar con la compañía; alzaron todos las manos al cielo, y pusieron los ojos en la tierra, como admirados de su desventura. A Mauricio dijeron que volvieran al mar el esquife, pues no era posible remediarse en la imposibilidad y soledad de la isla.
De un notable caso que sucedió en la Isla Nevada
A POCO tiempo que pasó el día, desde lejos vieron venir una nave gruesa que les levantó las esperanzas de tener remedio. Amainó las velas, y pareció que se dejaba detener las áncoras, y con diligencia presta arrojaron el esquife a la mar, y se vinieron a la playa, donde ya los tristes se arrojaban al esquife. Auristela dijo que sería bien que aguardasen los que venían, por saber quién eran.
Llegó el esquife de la nave y encalló en la fría nieve, y saltaron en ella dos, al parecer, gallardos y fuertes mancebos, de estremada disposición y brío, los cuales sacaron encima de sus hombros a una hermosísima doncella, tan sin fuerzas y tan desmayada, que parecía que no le daba lugar para llegar a tocar la tierra. Llamaron a voces los que estaban ya embarcados en el otro esquife, y les suplicaron que se desembarcasen a ser testigos de un suceso que era menester que los tuviese. Respondió Mauricio que no había remos para encaminar el esquife, si no les prestaban los del suyo. Los marineros con los suyos guiaron los del otro esquife, y volvieron a pisar la nieve; luego los valientes jóvenes asieron de dos tablachinas, con que cubrieron los pechos, y con dos cortadoras espadas en los brazos saltaron de nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casi con certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmayada y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás.
Los caballeros dijeron:
-Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos deciros.
-Este caballero y yo -dijo el uno- tenemos concertado de pelear por la posesión de esa enferma doncella que ahí veis; la muerte ha de dar la sentencia en favor del otro, sin que haya otro medio alguno que ataje en ninguna manera nuestra amorosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de escoger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que hará envainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo que pedimos es que no estorbéis en manera alguna nuestra porfía, la cual lleváramos hasta el cabo, sin tener temor que nadie nos la estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirárades. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para dilatar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa para acabar las nuestras, la priesa que nos obliga a dar conclusión a nuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por agora quién sois ni cómo estáis en este lugar tan solo, y tan sin remos, que no los tenéis, según parece, para desviaros desta isla tan sola, que aun de animales no es habitada.
Mauricio les respondió que no saldrían un punto de lo que querían; y luego echaron los dos mano a las espadas, sin querer que la enferma doncella declarase primero su voluntad, remitiendo antes su pendencia a las armas que a los deseos de la dama. Arremetieron el uno contra el otro, y, sin mirar reglas, movimientos, entradas, salidas y compases, a los primeros golpes el uno quedó pasado el corazón de parte a parte, y el otro abierta la cabeza por medio; éste le concedió el cielo tanto espacio de vida que le tuvo de llegar a la doncella y juntar su rostro con el suyo, diciéndole:
-¡Vencí, señora; mía eres! Y, aunque ha de durar poco el bien de poseerte, el pensar que un solo instante te podré tener por mía, me tengo por el más venturoso hombre del mundo. Recibe, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu honestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia.
La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual estaba tan sin sentido que no respondió palabra. Los dos marineros que habían guiado el esquife de la nave saltaron en tierra, y fueron con presteza a requerir, así al muerto de la estocada como al herido en la cabeza, el cual, puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra.
Auristela, que todas estas acciones había estado mirando, antes de descubrir y mirar atentamente el rostro de la enferma señora, llegó de propósito a mirarla, y, limpiándole la sangre que había llovido del muerto enamorado, conoció ser su doncella Taurisa, la que lo había sido al tiempo que ella estuvo en poder del príncipe Arnaldo, que le había dicho la dejaba en poder de dos caballeros que la llevasen a Irlanda, como queda dicho. Auristela quedó suspensa, quedó atónita, quedó más triste que la tristeza misma, y más cuando vino a conocer que la hermosa Taurisa estaba sin vida.
-¡Ay -dijo a esta sazón-, con qué prodigiosas señales me va mostrando el cielo mi desventura, que si se rematara con acabarse mi vida, pudiera llamarla dichosa; que los males que tienen fin en la muerte, como no se dilaten y entretengan, hacen dichosa la vida! ¿Qué red barredera es ésta con que cogen los cielos todos los caminos de mi descanso? ¿Qué imposibles son estos que descubro a cada paso de mi remedio? Mas, pues aquí son escusados los llantos y son de ningún provecho los gemidos, demos el tiempo que he de gastar en ellos por ahora a la piedad, y enterremos los muertos, y no congoje yo por mi parte los vivos.
Y luego pidió a Mauricio pidiese a los marineros del esquife volviesen al navío por instrumentos para hacer las sepulturas. Hízolo así Mauricio, y fue a la nave con intención de concertarse con el piloto o capitán que hubiese para que los sacase de aquella isla y los llevase adondequiera que fuesen. En este entretanto, tuvieron lugar Auristela y Transila de acomodar a Taurisa para enterralla, y la piedad y honestidad cristiana no consintió que la desnudasen.
Volvió Mauricio con los instrumentos, habiendo negociado todo aquello que quiso. Hízose la sepultura de Taurisa; pero los marineros no quisieron, como católicos, que se hiciese ninguna a los muertos en el desafío. Rosamunda, que, después que volvió de haber declarado su mal pensamiento al bárbaro Antonio, nunca había alzado los ojos del suelo, que sus pecados se los tenían aterrados, al tiempo que iban a sepultar a Taurisa, levantando el rostro, dijo:
-Si os preciáis, señores, de caritativos, y si anda en vuestros pechos al par la justicia y la misericordia, usad destas dos virtudes conmigo. Yo desde el punto que tuve uso de razón, no la tuve, porque siempre fui mala: con los años verdes y con la hermosura mucha, con la libertad demasiada y con la riqueza abundante, se fueron apoderando de mí los vicios de tal manera que han sido y son en mí como acidentes inseparables. Ya sabéis, como yo alguna vez he dicho, que he tenido el pie sobre las cervices de los reyes, y he traído a la mano que he querido las voluntades de los hombres; pero el tiempo, salteador y robador de la humana belleza de las mujeres, se entró por la mía tan sin yo pensarlo que primero me he visto fea que desengañada. Mas, como los vicios tienen asiento en el alma, que no envejece, no quieren dejarme; y, como yo no les hago resistencia, sino que me dejo ir con la corriente de mis gustos, heme ido ahora con el que me da el ver siquiera a este bárbaro muchacho, el cual, aunque le he descubierto mi voluntad, no corresponde a la mía, que es de fuego, con la suya, que es de helada nieve. Véome despreciada y aborrecida, en lugar de estimada y bien querida: golpes que no se pueden resistir con poca paciencia y con mucho deseo. Ya ya la muerte me va pisando las faldas, y estiende la mano para alcanzarme de la vida; por lo que veis que debe la bondad del pecho que la tiene al miserable que se le encomienda, os suplico que cubráis mi fuego con yelo y me enterréis en esa sepultura; que, puesto que mezcléis mis lascivos huesos con los de esa casta doncella, no los contaminarán; que las reliquias buenas siempre lo son dondequiera que estén.
Y, volviéndose al mozo Antonio, prosiguió:
-Y tú, arrogante mozo, que agora tocas o estás para tocar los márgenes y rayas del deleite, pide al cielo que te encamine de modo que ni te solicite edad larga, ni marchita belleza; y si yo he ofendido tus recientes oídos, que así los puedo llamar, con mis inadvertidas y no castas palabras, perdóname, que los que piden perdón en este trance, por cortesía siquiera merecen ser, si no perdonados, a lo menos escuchados.
Esto diciendo, dio un suspiro envuelto en un mortal desmayo.
-YO NO SÉ -dijo Mauricio a esta sazón- qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y yelos, dejándose allá los Pafos, Gnidos, las Cipres, los Elíseos Campos, de quien huye la hambre y no llega incomodidad alguna. En el corazón sosegado, en el ánimo quieto tiene el amor deleitable su morada, que no en las lágrimas ni en los sobresaltos.
Auristela, Transila, Constanza y Ricla quedaron atónitas del suceso, y con callar le admiraron, y, finalmente, con no pocas lágrimas enterraron a Taurisa; y, después de haber vuelto Rosamunda del pesado desmayo, se recogieron y embarcaron en el esquife de la nave, donde fueron bien recebidos y regalados de los que en ella estaban, satisfaciendo luego todos la hambre que les aquejaba; sólo Rosamunda, que estaba tal, que por momentos llamaba a las puertas de la muerte. Alzaron velas, lloraron algunos los capitanes muertos, y instituyeron luego uno que lo fuese de todos, y siguieron su viaje, sin llevar parte conocida donde le encaminasen, porque era de cosarios, y no irlandeses, como a Arnaldo le habían dicho, sino de una isla rebelada contra Inglaterra.
Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo de vivir; y, como viejo y esperimentado en las cosas del mundo, no le cabía el corazón en el pecho, temiendo que la mucha hermosura de Auristela, la gallardía y buen parecer de su hija Transila, los pocos años y nuevo traje de Constanza no despertasen en aquellos cosarios algún mal pensamiento. Servíales de Argos el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso. Eran los ojos de los dos centinelas no dormidas, pues por sus cuartos la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo de su solicitud y vigilancia se amparaban.
Rosamunda, con los continuos desdenes, vino a enflaquecer de manera que una noche la hallaron en una cámara del navío sepultada en perpetuo silencio. Harto habían llorado, mas no dejaron de sentir su muerte, compasiva y cristianamente. Sirvióla el ancho mar de sepultura, donde no tuvo harta agua para apagar el fuego que causó en su pecho el gallardo Antonio, el cual y todos rogaron muchas veces a los cosarios que los llevasen de una vez a Irlanda, o a Ibernia, si ya no quisiesen a Inglaterra o Escocia. Pero ellos respondían que, hasta haber hecho una buena y rica presa, no habían de tocar en tierra alguna, si ya no fuese a hacer agua o a tomar bastimentos necesarios. La bárbara Ricla bien comprara a pedazos de oro que los llevaran a Inglaterra, pero no osaba descubrirlos, porque no se los robasen antes que se los pidiesen. Dioles el capitán estancia aparte, y acomodóles de manera que les aseguró de la insolencia que podían temer de los soldados.
Desta manera anduvieron casi tres meses por el mar de unas partes a otras; ya tocaban en una isla, ya en otra, y ya se salían al mar descubierto, propia costumbre de cosarios, que buscan su ganancia. Las veces que había calma y el mar sosegado no les dejaba navegar, el nuevo capitán del navío se iba a entretener a la estancia de sus pasajeros, y con pláticas discretas y cuentos graciosos, pero siempre honestos, los entretenía, y Mauricio hacía lo mismo. Auristela, Transila, Ricla y Constanza más se ocupaban en pensar en la ausencia de las mitades de su alma que en escuchar al capitán ni a Mauricio. Con todo esto, estuvieron un día atentas a la historia que en este siguiente capítulo se cuenta que el capitán les dijo.
Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas que acostumbraba a hacer en su reino el rey Policarpo
-«UNA DE LAS ISLAS que están junto a la de Ibernia me dio el cielo por patria; es tan grande que toma nombre de reino, el cual no se hereda ni viene por sucesión de padre a hijo: sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y, con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que lo son, pugnan serlo más, para no dejar de ser reyes. Con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra la codicia, y, aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas, ni la carne y sangre de los parentescos; todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.
»Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetro del reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras, el cual tenía, cuando vino a ser rey, dos hijas de estremada belleza, la mayor llamada Policarpa y la menor Sinforosa; no tenían madre, que no les hizo falta, cuando murió, sino en la compañía: que sus virtudes y agradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravilloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellas como el padre, se hacían amables, se estimaban de todos. Los reyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas, y a veces con ordinarias comedias; principalmente solenizaban el día que fueron asumptos al reino, con hacer que se renovasen los juegos que los gentiles llamaban olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra.
»Hacíase este espetáculo junto a la marina, en una espaciosa playa, a quien quitaban el sol infinita cantidad de ramos entretejidos, que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un suntuoso teatro, en el cual sentado el rey y la real familia, miraban los apacibles juegos. Llegóse un día destos, y Policarpo procuró aventajarse en magnificencia y grandeza en solenizarle sobre todos cuantos hasta allí se habían hecho. Y, cuando ya el teatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del reino, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querían dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatro corredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquierdos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra cosa el soltarse a la carrera, sino soltar una cuerda que les servía de raya y de señal, que, en soltándola, habían de volar a un término señalado, donde habían de dar fin a su carrera; digo que en este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanqueaban los costados el ser recién despalmado, y le facilitaban el romper del agua seis remos que de cada banda traía, impelidos de doce, al parecer, gallardos mancebos de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos. Venían vestidos de blanco todos, si no el que guiaba el timón, que venía de encarnado como marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallar en ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fue una misma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera, hasta saber qué gente era aquélla y a lo que venía, puesto que imaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probar su gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar al rey fue el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas desembarazadas y limpias mostraban ser de nieve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte de las del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, que formaban un compuesto admirable; luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista, y aun los corazones, de cuantos le miraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo.
»Lo que dijo al rey: "Señor, estos mis compañeros y yo, habiendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallarnos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que dejamos en la isla Scinta, que no está lejos de aquí; y, como el viento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la nave, nos aprovechamos de esta barca y de los remos, y de la fuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos de ganar honra, y, por la que debes hacer, como rey que eres, a los estranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nos concedas licencia para mostrar, o nuestras fuerzas, o nuestros ingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo". "Por cierto -respondió Policarpo-, agraciado joven, que vos pedís lo que queréis con tanta gracia y cortesía que sería cosa injusta el negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes, dejadme a mí el cargo de premiároslo; que, según vuestra gallarda presencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcanzar los primeros premios".
»Dobló la rodilla el hermoso mancebo y inclinó la cabeza en señal de crianza y agradecimiento, y en dos brincos se puso ante la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; sus doce compañeros se pusieron a un lado a ser espectatores de la carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda y arrojáronse al vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos, cuando con más de seis se les aventajó el recién venido, y a los treinta ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, se los dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes, especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no sólo los ojos de cuantos le miraban. Noté yo esto, porque tenía los míos atentos a mirar a Policarpa, objeto dulce de mis deseos, y, de camino, miraba los movimientos de Sinforosa. Comenzó luego la invidia a apoderarse de los pechos de los que se habían de probar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había llevado el estranjero el precio de la carrera.
»Fue el segundo certamen el de la esgrima: tomó el ganancioso la espada negra, con la cual, a seis que le salieron, cada uno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices, les selló los ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y de común consentimiento le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dio de sí muestra el mozo; descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra.
»Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla, y, haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza que, pasando los límites de la marina, fue menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta mostruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda.
»Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas, y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse. Uno que presumía de certero se adelantó y tomó la mano -creo yo-, pensando derribar la paloma antes que otro; tiró, y clavó su flecha casi en el fin de la lanza, del cual golpe azorada la paloma se levantó en el aire; y luego otro, no menos presumido que el primero, tiró con tan gentil certería que rompió el hilo donde estaba asida la paloma, que, suelta y libre del lazo que la detenía, entregó su libertad al viento y batió las alas con priesa. Pero el ya acostumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha, y, como si mandara lo que había de hacer y ella tuviera entendimiento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire con un rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vuelo y la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y las alabanzas del estranjero, el cual en la carrera, en la esgrima, en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otras muchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas se llevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañeros de probarse en ellas.
»Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la noche; y, cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asiento con los jueces que con él estaban para premiar al vencedor mancebo, vio que, puesto de rodillas ante él, le dijo: "Nuestra nave quedó sola y desamparada, la noche cierra algo escura, los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se deben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dilates hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad pienso volver a servirte". Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y con honesta gracia le dijo al ponérsela: "Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle, sino a ser servido".»
De lo que sucedió a la celosa Auristela cuando supo que su hermano Periandro era el que había ganado los premios del certamen
¡OH PODEROSA fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad, que te pegas al alma de tal manera que sólo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero, ¿quién podrá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros y sutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspasan los pechos y veen lo más escondido de las almas?
Esto se ha dicho porque, en oyendo pronunciar Auristela el nombre de Periandro, su hermano, y habiendo oído antes las alabanzas de Sinforosa y el favor que en ponerle la guirnalda le había hecho, rindió el sufrimiento a las sospechas y entregó la paciencia a los gemidos, y, dando un gran suspiro y abrazándose con Transila, dijo:
-Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdido tu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No le ves en la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, coronado como valeroso, atento más a los favores de una doncella que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasos desta su hermana? ¿Ándase buscando palmas y trofeos por las tierras ajenas, y déjase entre los riscos y entre las peñas y entre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta su hermana, que por su consejo y por su gusto no hay peligro de muerte donde no se halle?
Estas razones escuchaba atentísimamente el capitán del navío, y no sabía qué conclusión sacar de ellas. Sólo paró en decir, pero no dijo nada, porque en un instante y en un momentáneo punto le arrebató la palabra de la boca un viento, que se levantó tan súbito y tan recio que le hizo poner en pie, sin responder a Auristela, y dando voces a los marineros que amainasen las velas y las templasen y asegurasen. Acudió toda la gente a la faena; comenzó la nave a volar en popa, con mar tendido y largo por donde el viento quiso llevarla.
Recogióse Mauricio con los de su compañía a su estancia, por dejar hacer libremente su oficio a los marineros. Allí preguntó Transila a Auristela qué sobresalto era aquel que tal la había puesto, que a ella le había parecido haberle causado el haber oído nombrar el nombre de Periandro, y no sabía por qué las alabanzas y buenos sucesos de un hermano pudiesen dar pesadumbre.
-¡Ay amiga! -respondió Auristela-, de tal manera estoy obligada a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago, que hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soy forzada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás si el cielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pero no turbados; verás desdichas sin ser buscadas, y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano?, pues sobre éste tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves ansimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos?, pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa?; y ella, al coronar las sienes de Periandro, ¿no le miró? Sí, sin duda. ¿Y mi hermano, no es del valor y de la belleza que tú has visto?, ¿pues qué mucho que haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?
-Advierte, señora -respondió Transila-, que todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula Bárbara, y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrás hallado que ni él tiene amor a nadie, ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un su hermano.
-Mira, hija Transila -dijo Mauricio-, que las condiciones de amor son tan diferentes como injustas, y sus leyes tan muchas como variables; procura ser tan discreta que no apures los pensamientos ajenos, ni quieras saber más de nadie de aquello que quisiere decirte: la curiosidad en los negocios propios se puede sutilizar y atildar, pero en los ajenos, que no nos importan, ni por pensamiento.
Esto que oyó Auristela a Mauricio la hizo tener cuenta con su discreción y con su lengua, porque la de Transila, poco necia, llevaba camino de hacerle sacar a plaza toda su historia.
Amansó en tanto el viento, sin haber dado lugar a que los marineros temiesen ni los pasajeros se alborotasen. Volvió el capitán a verlos y a proseguir su historia, por haber quedado cuidadoso del sobresalto que Auristela tomó oyendo el nombre de Periandro.
Deseaba Auristela volver a la plática pasada, y saber del capitán si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro se estendieron a más que coronarle; y así, se lo preguntó modestamente y con recato de no dar a entender su pensamiento. Respondió el capitán que Sinforosa no tuvo lugar de hacer más merced, que así se han de llamar los favores de las damas, a Periandro, aunque, a pesar de la bondad de Sinforosa, a él le fatigaban ciertas imaginaciones que tenía de que no estaba muy libre de tener en la suya a Periandro, porque siempre que, después de partido, se hablaba de las gracias de Periandro, ella las subía y las levantaba sobre los cielos, y, por haberle ella mandado que saliese en un navío a buscar a Periandro y le hiciese volver a ver a su padre, confirmaba más sus sospechas.
-¿Cómo? ¿Y es posible -dijo Auristela- que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y, siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina, hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca con doce compañeros desnudos, como lo son todos los que gobiernan los remos.
-Calla, hija Auristela -dijo Mauricio-, que en ningunas otras acciones de la naturaleza se veen mayores milagros ni más continuos que en las del amor, que por ser tantos y tales los milagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, por extraordinarios que sean: el amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallardía y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman un compuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermosura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos la conocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, es más amada y estimada. Así que, no sería milagro que Sinforosa, por principal que sea, ame a tu hermano, porque no le amaría como a Periandro a secas, sino como a hermoso, como a valiente, como a diestro, como a ligero, como a sujeto donde todas las virtudes están recogidas y cifradas.
-¿Que Periandro es hermano desta señora? -dijo el capitán.
-Sí -respondió Transila-, por cuya ausencia ella vive en perpetua tristeza, y todos nosotros, que la queremos bien, y a él le conocimos en llanto y amargura.
Luego le contaron todo lo sucedido del naufragio de la nave de Arnaldo, la división del esquife y de la barca, con todo aquello que fue bastante para darle a entender lo sucedido hasta el punto en que estaban.
En el cual punto deja el autor el primer libro desta grande historia, y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, pues apenas pueden caber en la más sutil y dilatada sus acontecimientos.
Fin del primer libro de Los trabajos de Persiles y Sigismunda
Libro segundo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda
Donde se cuenta cómo el navío se volcó con todos los que dentro dél iban
PARECE que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta tradución, que lo es, se quita por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso, que fue que, cambiándose el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche escura y tenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpagos, tras quien se siguen, comenzaron a turbar los marineros y a deslumbrar la vista de todos los de la nave, y comenzó la borrasca con tanta furia que no pudo ser prevenida de la diligencia y arte de los marineros; y así, a un mismo tiempo les cogió la turbación y la tormenta. Pero no por esto dejó cada uno de acudir a su oficio, y a hacer la faena que vieron ser necesaria, si no para escusar la muerte, para dilatar la vida; que los atrevidos que de unas tablas la fían, la sustentan cuanto pueden, hasta poner su esperanza en un madero que acaso la tormenta desclavó de la nave, con el cual se abrazan, y tienen a gran ventura tan duros abrazos.
Mauricio se abrazó con Transila, su hija, Antonio con Ricla y con Constanza, su madre y hermana; sola la desgraciada Auristela quedó sin arrimo, sino el que le ofrecía su congoja, que era el de la muerte, a quien ella de buena gana se entregara, si lo permitiera la cristiana y católica religión que con muchas veras procuraba guardar; y así, se recogió entre ellos, y, hechos un ñudo, o por mejor decir, un ovillo, se dejaron calar casi hasta la postrera parte del navío, por escusar el ruido espantoso de los truenos, y la interpolada luz de los relámpagos, y el confuso estruendo de los marineros; y, en aquella semejanza del limbo, se escusaron de no verse unas veces tocar el cielo con las manos, levantándose el navío sobre las mismas nubes, y otras veces barrer la gavia las arenas del mar profundo. Esperaban la muerte cerrados los ojos, o por mejor decir, la temían sin verla: que la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa, y la que coge a un desapercebido en todas sus fuerzas y salud, es formidable.
La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los marineros, la solicitud del capitán y, finalmente, la esperanza de remedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágase esto o aquello, sino gritos de plegarias y votos que se hacían y a los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estrecheza que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro; que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida, y, pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban. Todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco a poco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban.
Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día -si se puede llamar día el que no trae consigo claridad alguna-, la nave se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, que es uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede suceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso, como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor en la hondura de las aguas y la quilla descubrió a los cielos, quedando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.
¡Adiós, castos pensamientos de Auristela; adiós, bien fundados disinios; sosegaos, pasos tan honrados como santos, no esperéis otros mauseolos ni otras pirámides ni agujas que las que os ofrecen esas mal breadas tablas! Y vos, ¡oh Transila!, ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro discreto y anciano padre podéis celebrar las bodas, si no con vuestro esposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habrá conducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te llevaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Constanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te ha quitado la vida para mejorártela en el cielo.
En resolución, el volcar de la nave y la certeza de la muerte de los que en ella iban puso las razones referidas en la pluma del autor desta grande y lastimosa historia, y ansimismo puso las que se oirán en el siguiente capítulo.
Donde se cuenta un estraño suceso
PARECE que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, turbó el juicio del autor de esta historia, porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría. En fin, se resolvió, diciendo que las dichas y las desdichas suelen andar tan juntas, que tal vez no hay medio que las divida; andan el pesar y el placer tan apareados, que es simple el triste que se desespera y el alegre que se confía, como lo da fácilmente a entender este estraño suceso.
Sepultóse la nave, como queda dicho, en las aguas; quedaron los muertos sepultados sin tierra, deshiciéronse sus esperanzas, quedando imposibilitado su remedio; pero los piadosos cielos, que de muy atrás toman la corriente de remediar nuestras desventuras, ordenaron que la nave, llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar diese en una playa, que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podía servir de seguro puerto; y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa, que por una alta loma sus vistosos edificios levantaba.
Vieron los de la ciudad el bulto de la nave, y creyeron ser el de alguna ballena o de otro gran pescado que con la borrasca pasada había dado al través. Salió infinita gente a verlo, y, certificándose ser navío, lo dijeron al rey Policarpo, que era el señor de aquella ciudad, el cual, acompañado de muchos y de sus dos hermosas hijas, Policarpa y Sinforosa, salió también, y ordenó que con cabestrantes, con tornos y con barcas, con que hizo rodear toda la nave, la tirasen y encaminasen al puerto.
Saltaron algunos encima del buco, y dijeron al rey que dentro dél sonaban golpes, y aun casi se oían voces de vivos.
Un anciano caballero que se halló junto al rey, le dijo:
-Yo me acuerdo, señor, haber visto en el mar Mediterráneo, en la ribera de Génova, una galera de España que, por hacer el car con la vela, se volcó, como está agora este bajel, quedando la gavia en la arena y la quilla al cielo; y, antes que la volviesen o enderezasen, habiendo primero oído rumor, como en éste se oye, aserraron el bajel por la quilla, haciendo un buco capaz de ver lo que dentro estaba; y el entrar la luz dentro y el salir por él el capitán de la misma galera y otros cuatro compañeros suyos fue todo uno. Yo vi esto, y está escrito este caso en muchas historias españolas, y aun podría ser viniesen agora las personas que segunda vez nacieron al mundo del vientre desta galera; y si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener a milagro, sino a misterio; que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces.
-Pues ¿a qué aguardamos? -dijo el rey-: siérrese luego el buco, y veamos este misterio, que si este vientre vomita vivos, yo lo tendré por milagro.
Grande fue la priesa que se dieron a serrar el bajel, y grande el deseo que todos tenían de ver el parto. Abrióse, en fin, una gran concavidad, que descubrió muertos muertos y vivos que lo parecían; metió uno el brazo, y asió de una doncella que el palpitarle el corazón daba señales de tener vida; otros hicieron lo mismo, y cada uno sacó su presa, y algunos, pensando sacar vivos, sacaban muertos; que no todas veces los pescadores son dichosos. Finalmente, dándoles el aire y la luz a los medio vivos, respiraron y cobraron aliento; limpiáronse los rostros, fregáronse los ojos, estiraron los brazos, y, como quien despierta de un pesado sueño, miraron a todas partes; y hallóse Auristela en los brazos de Arnaldo, Transila en los de Clodio, Ricla y Constanza en los de Rutilio y Antonio el padre, y Antonio el hijo en los de ninguno, porque se salió por sí mismo, y lo mismo hizo Mauricio.
Arnaldo quedó más atónito y suspenso que los resucitados, y más muerto que los muertos. Miróle Auristela, y, no conociéndole, la primera palabra que le dijo fue -que ella fue la primera que rompió el silencio de todos:
-¿Por ventura, hermano, está entre esta gente la bellísima Sinforosa?
-¡Santos cielos! ¿Qué es esto? -dijo entre sí Arnaldo-. ¿Qué memorias de Sinforosa son éstas, en tiempo que no es razón que se tenga acuerdo de otra cosa que de dar gracias al cielo por las recebidas mercedes?
Pero, con todo esto, la respondió y dijo que sí estaba, y le preguntó que cómo la conocía, porque Arnaldo ignoraba lo que Auristela con el capitán del navío, que le contó los triunfos de Periandro, había pasado, y no pudo alcanzar la causa por la cual Auristela preguntaba por Sinforosa; que si la alcanzara, quizá dijera que la fuerza de los celos es tan poderosa y tan sutil que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte, y va a buscar al alma enamorada en los últimos trances de la vida.
Ya después que pasó algún tanto el pavor en los resucitados, que así pueden llamarse, y la admiración en los vivos que los sacaron, y el discurso en todos dio lugar a la razón, confusamente unos a otros se preguntaban cómo los de la tierra estaban allí y los del navío venían allí. Policarpo, en esto, viendo que el navío al abrirle la boca se le había llenado de agua, en el lugar del aire que tenía, mandó llevarle a jorro al puerto, y que con artificios le sacasen a tierra, lo cual se hizo con mucha presteza.
Salieron asimismo a tierra toda la gente que ocupaba la quilla del navío, que fueron recebidos del rey Policarpo y de sus hijas, y de todos los principales ciudadanos, con tanto gusto como admiración; pero lo que más les puso en ella, principalmente a Sinforosa, fue ver la incomparable hermosura de Auristela; fue también a la parte de esta admiración la belleza de Transila, y el gallardo y nuevo traje, pocos años y gallardía de la bárbara Constanza, de quien no desdecía el buen parecer y donaire de Ricla, su madre; y, por estar la ciudad cerca, sin prevenirse de quien los llevase, fueron todos a pie a ella.
Ya en este tiempo había llegado Periandro a hablar a su hermana Auristela, Ladislao a Transila, y el bárbaro padre a su mujer y a su hija, y los unos a los otros se fueron dando cuenta de sus sucesos. Sola Auristela, ocupada toda en mirar a Sinforosa, callaba. Pero, en fin, habló a Periandro, y le dijo:
-¿Por ventura, hermano, esta hermosísima doncella que aquí va es Sinforosa, la hija del rey Policarpo?
-Ella es -respondió Periandro-, sujeto donde tienen su asiento la belleza y la cortesía.
-Muy cortés debe de ser -respondió Auristela-, porque es muy hermosa.
-Aunque no lo fuera tanto -respondió Periandro-, las obligaciones que yo la tengo me obligaran, ¡oh querida hermana mía!, a que me lo pareciera.
-Si por obligaciones va, y vos por ellas encarecéis las hermosuras, la mía os ha de parecer la mayor de la tierra, según os tengo obligado.
-Con las cosas divinas -replicó Periandro- no se han de comparar las humanas; las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de parar en puntos limitados: decir que una mujer es más hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de obligación; sola en ti, dulcísima hermana mía, se quiebran reglas y cobran fuerzas de verdad los encarecimientos que se dan a tu hermosura.
-Si mis trabajos y mis desasosiegos, ¡oh hermano mío!, no turbaran la mía, quizá creyera ser verdaderas las alabanzas que de ella dices, pero yo espero en los piadosos cielos que algún día ha de reducir a sosiego mi desasosiego y a bonanza mi tormenta, y, en este entretanto, con el encarecimiento que puedo, te suplico que no te quiten ni borren de la memoria lo que me debes otras ajenas hermosuras, ni otras obligaciones, que en la mía y en las mías podrás satisfacer el deseo y llenar el vacío de tu voluntad, si miras que, juntando a la belleza de mi cuerpo, tal cual ella es, a la de mi alma, hallarás un compuesto de hermosura que te satisfaga.
Confuso iba Periandro oyendo las razones de Auristela: juzgábala celosa, cosa nueva para él, por tener por larga esperiencia conocido que la discreción de Auristela jamás se atrevió a salir de los límites de la honestidad, jamás su lengua se movió a declarar sino honestos y castos pensamientos, jamás le dijo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en público y en secreto.
Iba Arnaldo invidioso de Periandro, Ladislao alegre con su esposa Transila; Mauricio, con su hija y yerno, Antonio el grande con su mujer y hijos, Rutilio con el hallazgo de todos, y el maldiciente Clodio con la ocasión que se le ofrecía de contar, dondequiera que se hallase, la grandeza de tan estraño suceso. Llegaron a la ciudad, y el liberal Policarpo honró a sus huéspedes real y magníficamente, y a todos los mandó alojar en su palacio, aventajándose en el tratamiento de Arnaldo, que ya sabía que era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auristela le habían sacado de su reino; y, así como vio la belleza de Auristela, halló su peregrinación en el pecho de Policarpo disculpa.
Casi en su mismo cuarto, Policarpa y Sinforosa alojaron a Auristela, de la cual no quitaba la vista Sinforosa, dando gracias al cielo de haberla hecho no amante, sino hermana de Periandro; y, ansí por su estremada belleza como por el parentesco tan estrecho que con Periandro tenía, la adoraba y no sabía un punto desviarse de ella; desmenuzábale sus acciones, notábale las palabras, ponderaba su donaire, hasta el sonido y órgano de la voz le daba gusto. Auristela casi por el mismo modo y con los mismos afectos miraba a Sinforosa, aunque en las dos eran diferentes las intenciones: Auristela miraba con celos, y Sinforosa con sencilla benevolencia.
Algunos días estuvieron en la ciudad descansando de los trabajos pasados, y, dando traza de volver Arnaldo a Dinamarca, o adonde Auristela y Periandro quisieran, mostrando, como siempre lo mostraba, no tener otra voluntad que la de los dos hermanos. Clodio, que con ociosidad y vista curiosa había mirado los movimientos de Arnaldo, y cuán oprimido le tenía el cuello el amoroso yugo, un día que se halló solo con él le dijo:
-Yo, que siempre los vicios de los príncipes he reprehendido en público, sin guardar el debido decoro que a su grandeza se debe, sin temer el daño que nace del decir mal, quiero agora, sin tu licencia, decirte en secreto lo que te suplico con paciencia me escuches; que lo que se dice aconsejando, en la intención halla disculpa lo que no agrada.
Confuso estaba Arnaldo, no sabiendo en qué iban a parar las prevenciones del razonamiento de Clodio, y, por saberlo, determinó de escuchalle; y así, le dijo que dijese lo que quisiese, y Clodio con este salvoconduto prosiguió diciendo:
-Tú, señor, amas a Auristela; mal dije amas, adoras, dijera mejor; y, según he sabido, no sabes más de su hacienda, ni de quién es, que aquello que ella ha querido decirte, que no te ha dicho nada. Hasla tenido en tu poder más de dos años, en los cuales has hecho, según se ha de creer, las diligencias posibles por enternecer su dureza, amansar su rigor y rendir su voluntad a la tuya por los medios honestísimos y eficaces del matrimonio, y en la misma entereza se está hoy que el primero día que la solicitaste, de donde arguyo que, cuanto a ti te sobra de paciencia, le falta a ella de conocimiento; y has de considerar que algún gran misterio encierra desechar una mujer un reino y un príncipe que merece ser amado. Misterio también encierra ver una doncella vagamunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mar alborotado. De los bienes que reparten los cielos entre los mortales, los que más se han de estimar son los de la honra, a quien se posponen los de la vida; los gustos de los discretos hanse de medir con la razón, y no con los mismos gustos.
Aquí llegaba Clodio, mostrando querer proseguir con un filosófico y grave razonamiento, cuando entró Periandro y le hizo callar con su llegada, a pesar de su deseo y aun de el de Arnaldo, que quisiera escucharle. Entraron asimismo Mauricio, Ladislao y Transila, y con ellos Auristela, arrimada al hombro de Sinforosa, mal dispuesta, de modo que fue menester llevarla al lecho, causando con su enfermedad tales sobresaltos y temores en los pechos de Periandro y Arnaldo que, a no encubrillos con discreción, también tuvieran necesidad de los médicos como Auristela.
APENAS supo Policarpo la indisposición de Auristela, cuando mandó llamar sus médicos, que la visitasen; y, como los pulsos son lenguas que declaran la enfermedad que se padece, hallaron en los de Auristela que no era del cuerpo su dolencia, sino del alma. Pero antes que ellos conoció su enfermedad Periandro, y Arnaldo la entendió en parte, y Clodio mejor que todos. Ordenaron los médicos que en ninguna manera la dejasen sola, y que procurasen entretenerla y divertirla con música, si ella quisiese, o con otros algunos alegres entretenimientos. Tomó Sinforosa a su cargo su salud, y ofrecióle su compañía a todas horas, ofrecimiento no de mucho gusto para Auristela, porque quisiera no tener tan a la vista la causa que pensaba ser de su enfermedad, de la cual no pensaba sanar, porque estaba determinada de no decillo; que su honestidad le ataba la lengua, su valor se oponía a su deseo.
Finalmente, despejaron todos la estancia donde estaba, y quedáronse solas con ella Sinforosa y Policarpa, a quien con ocasión bastante despidió Sinforosa; y, apenas se vio sola con Auristela, cuando, poniendo su boca con la suya y apretándole reciamente las manos, con ardientes suspiros, pareció que quería trasladar su alma en el cuerpo de Auristela, afectos que de nuevo la turbaron, y así le dijo:
-¿Qué es esto, señora mía, que estas muestras me dan a entender que estáis más enferma que yo, y más lastimada el alma que la mía? Mirad si os puedo servir en algo, que para hacerlo, aunque está la carne enferma, tengo sana la voluntad.
-Dulce amiga mía -respondió Sinforosa-, cuanto puedo agradezco tu ofrecimiento, y con la misma voluntad con que te obligas te respondo, sin que en esta parte tengan alguna comedimientos fingidos ni tibias obligaciones. Yo, hermana mía, que con este nombre has de ser llamada, en tanto que la vida me durare, amo, quiero bien, adoro. ¿Díjelo? No, que la vergüenza, y el ser quien soy, son mordazas de mi lengua; pero, ¿tengo de morir callando? ¿Ha de sanar mi enfermedad por milagro? ¿Es, por ventura, capaz de palabras el silencio? ¿Han de tener dos recatados y vergonzosos ojos virtud y fuerza para declarar los pensamientos infinitos de un alma enamorada?
Esto iba diciendo Sinforosa con tantas lágrimas y con tantos suspiros, que movieron a Auristela a enjugalle los ojos y a abrazarla y a decirla:
-No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en la boca. Despide de ti por algún pequeño espacio la confusión y el empacho, y hazme tu secretaria; que los males comunicados, si no alcanzan sanidad, alcanzan alivio. Si tu pasión es amorosa, como lo imagino, sin duda bien sé que eres de carne, aunque pareces de alabastro, y bien sé que nuestras almas están siempre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estar atentas a querer bien a algún sujeto, a quien las estrellas las inclinan, que no se ha de decir que las fuerzan. Dime, señora, a quién quieres, a quién amas y a quién adoras; que, como no des en el disparate de amar a un toro, ni en el que dio el que adoró el plátano, como sea hombre el que, según tu dices, adoras, no me causará espanto ni maravilla. Mujer soy como tú; mis deseos tengo, y hasta ahora por honra del alma no me han salido a la boca, que bien pudiera, como señales de la calentura; pero al fin habrán de romper por inconvenientes y por imposibles, y, siquiera en mi testamento, procuraré que se sepa la causa de mi muerte.
Estábala mirando Sinforosa. Cada palabra que decía la estimaba como si fuera sentencia salida por la boca de un oráculo.
-¡Ay, señora -dijo-, y cómo creo que los cielos te han traído por tan estraño rodeo que parece milagro a esta tierra, condolidos de mi dolor y lastimados de mi lástima! Del vientre escuro de la nave te volvieron a la luz del mundo, para que mi escuridad tuviese luz, y mis deseos salida de la confusión en que están; y así, por no tenerme ni tenerte más suspensa, sabrás que a esta isla llegó tu hermano Periandro.
Y sucesivamente le contó del modo que había llegado, los triunfos que alcanzó, los contrarios que venció y los premios que ganó, del modo que ya queda contado. Díjole también cómo las gracias de su hermano Periandro habían despertado en ella un modo de deseo, que no llegaba a ser amor, sino benevolencia; pero que después, con la soledad y ociosidad, yendo y viniendo el pensamiento a contemplar sus gracias, el amor se le fue pintando, no como hombre particular, sino como a un príncipe; que si no lo era, merecía serlo. «Esta pintura me la grabó en el alma, y yo inadvertida dejé que me la grabase, sin hacerle resistencia alguna; y así, poco a poco vine a quererle, a amarle y aun a adorarle, como he dicho».
Más dijera Sinforosa si no volviera Policarpa, deseosa de entretener a Auristela, cantando al son de una arpa que en las manos traía. Enmudeció Sinforosa, quedó perdida Auristela, pero el silencio de la una y el perdimiento de la otra no fueron parte para que dejasen de prestar atentos oídos a la sin par en música Policarpa, que desta manera comenzó a cantar en su lengua lo que después dijo el bárbaro Antonio que en la castellana decía:
Cintia, si desengaños no son parte
para cobrar la libertad perdida,
da riendas al dolor, suelta la vida,
que no es valor ni es honra el no quejarte.
Y el generoso ardor que, parte a parte, 5
tiene tu libre voluntad rendida,
será de tu silencio el homicida
cuando pienses por él eternizarte.
Salga con la doliente ánima fuera
la enferma voz, que es fuerza y es cordura 10
decir la lengua lo que al alma toca.
Quejándote, sabrá el mundo siquiera
cuán grande fue de amor tu calentura,
pues salieron señales a la boca.
Ninguno como Sinforosa entendió los versos de Policarpa, la cual era sabidora de todos su deseos; y, puesto que tenía determinado de sepultarlos en las tinieblas del silencio, quiso aprovecharse del consejo de su hermana, diciendo a Auristela sus pensamientos, como ya se los había comenzado a decir. Muchas veces se quedaba Sinforosa con Auristela, dando a entender que más por cortés que por su gusto propio la acompañaba. En fin, una vez tornando a anudar la plática pasada, le dijo:
-Óyeme otra vez, señora mía, y no te cansen mis razones, que las que me bullen en el alma no dejan sosegar la lengua. Reventaré si no las digo, y este temor, a pesar de mi crédito, hará que sepas que muero por tu hermano, cuyas virtudes, de mí conocidas, llevaron tras sí mis enamorados deseos; y, sin entremeterme en saber quién son sus padres, la patria o riquezas, ni el punto en que le ha levantado la fortuna, solamente atiendo a la mano liberal con que la naturaleza le ha enriquecido. Por sí solo le quiero, por sí solo le amo, y por sí solo le adoro; y por ti sola, y por quien eres, te suplico que, sin decir mal de mis precipitados pensamientos, me hagas el bien que pudieres. Innumerables riquezas me dejó mi madre en su muerte, sin sabiduría de mi padre; hija soy de un rey que, puesto que sea por elección, en fin, es rey; la edad, ya la ves; la hermosura no se te encubre que, tal cual es, ya que no merezca ser estimada, no merece ser aborrecida. Dame, señora, a tu hermano por esposo; daréte yo a mí misma por hermana, repartiré contigo mis riquezas, procuraré darte esposo, que después, y aun antes de los días de mi padre, le elijan por rey los de este reino; y, cuando esto no pueda ser, mis tesoros podrán comprar otros reinos.
Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas en lágrimas, en tanto que estas tiernas razones la decía. Acompañábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuántos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y, aunque se le representaba en Sinforosa una enemiga, la tenía lástima; que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede, cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa alguna que la obligase a venganza: su culpa era la suya, sus pensamientos los mismos que ella tenía, su intención la que a ella traía desatinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito. Lo que procuró apurar fue si la había favorecido alguna vez, aunque fuese en cosas leves, o si con la lengua o con los ojos había descubierto su amorosa voluntad a su hermano.
Sinforosa la respondió que jamás había tenido atrevimiento de alzar los ojos a mirar a Periandro, sino con el recato que a ser quien era debía, y que al paso de sus ojos había andado el recato de su lengua.
-Bien creo eso -respondió Auristela-, pero, ¿es posible que él no ha dado muestras de quererte? Sí habrá, porque no le tengo por tan de piedra que no le enternezca y ablande una belleza tal como la tuya; y así, soy de parecer que, antes que yo rompa esta dificultad, procures tú hablarle, dándole ocasión para ello con algún honesto favor; que tal vez los impensados favores despiertan y encienden los más tibios y descuidados pechos; que si una vez él responde a tu deseo, seráme fácil a mí hacerle que de todo en todo le satisfaga. Todos los principios, amiga, son dificultosos, y en los de amor dificultosísimos; no te aconsejo yo que te deshonestes ni te precipites; que los favores que hacen las doncellas a los que aman, por castos que sean, no lo parecen, y no se ha de aventurar la honra por el gusto; pero, con todo esto, puede mucho la discreción, y el amor, sutil maestro de encaminar los pensamientos, a los más turbados ofrece lugar y coyuntura de mostrarlos sin menoscabo de su crédito.
Donde se prosigue la historia y amores de Sinforosa
ATENTA estaba la enamorada Sinforosa a las discretas razones de Auristela, y, no respondiendo a ellas, sino volviendo a anudar las del pasado razonamiento, le dijo:
-Mira, amiga y señora, hasta dónde llegó el amor que engendró en mi pecho el valor que conocí en tu hermano, que hice que un capitán de la guarda de mi padre le fuese a buscar y le trajese por fuerza o de grado a mi presencia, y el navío en que se embarcó es el mismo en que tú llegaste, porque en él, entre los muertos, le han hallado sin vida.
-Así debe de ser -respondió Auristela-, que él me contó gran parte de lo que tú me has dicho, de modo que ya yo tenía noticia, aunque algo confusa, de tus pensamientos, los cuales, si es posible, quiero que sosiegues hasta que se los descubras a mi hermano, o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que será luego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido; que ni a ti te faltará lugar para hablarle, ni a mí tampoco.
De nuevo volvió Sinforosa a agradecer a Auristela su ofrecimiento y de nuevo volvió Auristela a tenerla lástima.
En tanto que entre las dos esto pasaba, se las había Arnaldo con Clodio, que moría por turbar o por deshacer los amorosos pensamientos de Arnaldo; y, hallándole solo, si solo se puede hallar quien tiene ocupada el alma de amorosos deseos, le dijo:
-El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede tener de la voluble condición de las mujeres, y que Auristela, en efeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro es hombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decir que engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino que críes algún discreto recato. Y si por ventura te dieren lugar de que discurras por el camino de la razón, quiero que tal vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma en que está la nave donde falta el piloto que la gobierne. Mira que los reyes están obligados a casarse, no con la hermosura, sino con el linaje; no con la riqueza, sino con la virtud, por la obligación que tienen de dar buenos sucesores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debe al príncipe el verle cojear en la sangre, y no basta decir que la grandeza de rey es en sí tan poderosa que iguala consigo misma la bajeza de la mujer que escogiere. El caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe. Entre la gente común tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no le ha de tener entre la noble. Así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida, con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hasta aquí depravada.
-Yo te agradezco, ¡oh Clodio! -dijo Arnaldo-, el buen consejo que me has dado, pero no consiente ni permite el cielo que le reciba. Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es; que para mí cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sin disputas, que el abismo casi infinito de su hermosura lleva tras sí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ella he tenido, tengo y he de tener vida; ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos.
Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de su presencia, con propósito de no servir más de consejero, porque el que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.
Estas revoluciones, trazas y máquinas amorosas andaban en el palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos amantes: Auristela celosa, Sinforosa enamorada, Periandro turbado y Arnaldo pertinaz; Mauricio haciendo disinios de volver a su patria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de su tierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla; Antonio, el padre, moría por verse con sus hijos y mujer en España, y Rutilio en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.
Sucedió, pues, que casi de industria dio lugar Sinforosa a que Periandro se viese solo con Auristela, deseosa que se diese principio a tratar de su causa y a la vista de su pleito, en cuya sentencia consistía la de su vida o muerte.
Las primeras palabras que Auristela dijo a Periandro, fueron:
-Esta nuestra peregrinación, hermano y señor mío, tan llena de trabajos y sobresaltos, tan amenazadora de peligros, cada día y cada momento me hace temer los de la muerte, y querría que diésemos traza de asegurar la vida, sosegándola en una parte, y ninguna hallo tan buena como ésta donde estamos; que aquí se te ofrecen riquezas en abundancia, no en promesas, sino en verdad, y mujer noble y hermosísima en todo estremo, digna, no de que te ruegue, como te ruega, sino de que tú la ruegues, la pidas y la procures.
En tanto que Auristela esto decía, la miraba Periandro con tanta atención que no movía las pestañas de los ojos; corría muy apriesa con el discurso de su entendimiento para hallar adónde podrían ir encaminadas aquellas razones; pero, pasando adelante con ellas, Auristela le sacó de su confusión, diciendo:
-Digo, hermano, que con este nombre te he de llamar en cualquier estado que tomes; digo que Sinforosa te adora, y te quiere por esposo; dice que tiene riquezas increíbles, y yo digo que tiene creíble hermosura; digo creíble, porque es tal, que no ha menester que exageraciones la levanten ni hipérboles la engrandezcan; y, en lo que he echado de ver, es de condición blanda, de ingenio agudo y de proceder tan discreto como honesto. Con todo esto que te he dicho, no dejo de conocer lo mucho que mereces, por ser quien eres; pero, según los casos presentes, no te estará mal esta compañía. Fuera estamos de nuestra patria, tú perseguido de tu hermano, y yo de mi corta suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiembla, y no querría que entre temores y peligros me saltease la muerte, y así, pienso acabar la vida en religión, y querría que tú la acabases en buen estado.
Aquí dio fin Auristela a su razonamiento, y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho. Sacó los brazos honestamente fuera de la colcha, tendiólos por el lecho, y volvió la cabeza a la parte contraria de donde estaba Periandro, el cual, viendo estos estremos y habiendo oído sus palabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista de los ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dio consigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho. Volvió Auristela la suya, y, viéndole desmayado, le puso la mano en el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas.
De lo que pasó entre el rey Policarpo y su hija Sinforosa
EFETOS vemos en la naturaleza de quien ignoramos las causas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cortar con un cuchillo un paño, tiembla tal vez un hombre de un ratón, y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano, y a otro he visto levantarse de una mesa de respeto por ver poner unas aceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla, y los que más piensan que aciertan a decilla, es decir que las estrellas tienen cierta antipatía con la complesión de aquel hombre, que le inclina o mueve a hacer aquellas acciones, temores y espantos, viendo las cosas sobredichas y otras semejantes que a cada paso vemos.
Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal risible, porque sólo el hombre se ríe, y no otro ningún animal; y yo digo que también se puede decir que es animal llorable, animal que llora; y, ansí como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave.
Veamos, pues, desmayado a Periandro, y ya que no llore de pecador ni arrepentido, llore de celoso, que no faltará quien disculpe sus lágrimas, y aun las enjugue, como hizo Auristela, la cual, con más artificio que verdad, le puso en aquel estado. Volvió en fin en sí, y, sintiendo pasos en la estancia, volvió la cabeza, y vio a sus espaldas a Ricla y a Constanza, que entraban a ver a Auristela, que lo tuvo a buena suerte; que, a dejarle solo, no hallara palabras con que responder a su señora, y así se fue a pensarlas y a considerar en los consejos que le había dado.
Estaba también Sinforosa con deseo de saber qué auto se había proveído en la audiencia de amor, en la primera vista de su pleito, y sin duda que fuera la primera que entrara a ver a Auristela, y no Ricla y Constanza; pero estorbóselo llegar un recado de su padre el rey, que la mandaba ir a su presencia luego y sin escusa alguna. Obedecióle, fue a verle, y hallóle retirado y solo. Hízola Policarpo sentar junto a sí, y, al cabo de algún espacio que estuvo callando, con voz baja, como que se recataba de que no le oyesen, la dijo:
-Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a sentir qué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos estén ya sujetos a su jurisdición, todavía tal vez sale de su curso la naturaleza, y se abrasan las niñas verdes, y se secan y consumen los viejos ancianos.
Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padre sabía sus deseos; pero con todo eso calló, y no quiso interromperle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declaraba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho.
Siguió, pues, su padre, diciendo:
-Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme por tus consejos, y he guardado como has visto las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero, después que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos, que si los callo me matan y si los digo me deshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; no más; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido los huesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han tomado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su persona ha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a ti y a tu hermana daros una madrastra, que su valor disculpe el dárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me dará nada del qué dirán, y, cuando por ésta, si pareciere locura, me quitaren el reino, reine yo en los brazos de Auristela, que no habrá monarca en el mundo que se me iguale. Es mi intención, hija, que tú se la digas, y alcances de ella el sí que tanto me importa, que, a lo que creo, no se le hará muy dificultoso el darle, si con su discreción recompensa y contrapone mi autoridad a mis años y mi riqueza a los suyos. Bueno es ser reina, bueno es mandar, gusto dan las honras, y no todos los pasatiempos se cifran en los casamientos iguales. En albricias del sí que me has de traer de esta embajada que llevas, te mando una mejora en tu suerte, que si eres discreta, como lo eres, no has de acertar a desearla mejor. Mira, cuatro cosas ha de procurar tener y sustentar el hombre principal; y son: buena mujer, buena casa, buen caballo y buenas armas. Las dos primeras, tan obligada está la mujer a procurallas como el varón, y aun más, porque no ha de levantar la mujer al marido, sino el marido a la mujer. Las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casamientos humildes, porque en casándose igualan consigo a sus mujeres; así que, séase Auristela quien fuere, que siendo mi esposa será reina, y su hermano Periandro mi cuñado, el cual, dándotelo yo por esposo y honrándole con título de mi cuñado, vendrás tu también a ser estimada, tanto por ser su esposa como por ser mi hija.
-Pues ¿cómo sabes tú, señor -dijo Sinforosa-, que no es Periandro casado; y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?
-De que no lo sea -respondió el rey- me lo da a entender el verle andar peregrinando por estrañas tierras, cosa que lo estorban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo me lo certifica y asegura su discreción, que es mucha, y caerá en la cuenta de lo que contigo gana; y, pues la hermosura de su hermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le haga tu esposo.
Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, paladeó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto de sus deseos; y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser casamentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado. Sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Periandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor, todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la esperiencia y el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, porque en aquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertara a desearse en este mundo los siglos que tuviera de vida; que las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otro piensa el corazón.
Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movió otra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio, como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda escrito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente: que el tonto y simple, ni sabe murmurar ni maldecir; y, aunque no es bien decir bien mal, como ya otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto; que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y por lo menos al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto.
Este, pues, nuestro murmurador, a quien su lengua desterró de su patria en compañía de la torpe y viciosa Rosamunda, habiendo dado igual pena el rey de Inglaterra a su maliciosa lengua como a la torpeza de Rosamunda, hallándose solo con Rutilio, le dijo:
-Mira, Rutilio, necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle, porque le importa la vida en que lo que le dice no se sepa. Digo yo agora: ven acá, descubridor de tus pensamientos y derramador de tus secretos: si a ti, con importarte la vida, como dices, los descubres al otro a quien se los dices, que no le importa nada el descubrillos, ¿cómo quieres que los cierre y recoja debajo de la llave del silencio? ¿Qué mayor seguridad puedes tomar de que no se sepa lo que sabes, sino no decillo? Todo esto sé, Rutilio, y con todo esto me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos, que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas, antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos. Ven acá, Rutilio, ¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendo el cuerpo de Auristela, como si fuese su misma sombra, dejando su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco, perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, suspirando acullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales?; que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere, y, con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna. No niego yo que no sea virtud digna de alabanza mejorarse cada uno, pero ha de ser sin perjuicio de tercero. El honor y la alabanza son premios de la virtud, que siendo firme y sólida se le deben, mas no se le debe a la ficticia y hipócrita. ¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar por brújula; que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos llenos de pedazos de oro de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian ni truecan por menudo; pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es hablar en lo escusado. Pues, ¿qué diremos, Rutilio, ahora, de la fantasía de Transila y de la astrología de su padre: ella que revienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciario del mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila, tomara ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo, aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, y no verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles lo que han menester. Y este nuestro bárbaro español, en cuya arrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe, yo pondré que si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo, y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla: bien ansí como hacen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y humildes plegarias en tierra de cristianos. Pero esto pase, que, aunque parezca que cuentan imposibles, a mayores peligros está sujeta la condición humana, y los de un desterrado, por grandes que sean, pueden ser creederos.
-¿Adónde vas a parar, ¡oh Clodio!? -dijo Rutilio.
-Voy a parar -respondió Clodio- en decir de ti que mal podrás usar tu oficio en estas regiones, donde sus moradores no danzan ni tienen otros pasatiempos sino lo que les ofrece Baco en sus tazas risueño y en sus bebidas lascivo; pararé también en mí, que, habiendo escapado de la muerte por la benignidad del cielo y por la cortesía de Arnaldo, ni al cielo doy gracias ni a Arnaldo tampoco; antes querría procurar que, aunque fuese a costa de su desdicha, nosotros enmendásemos nuestra ventura. Entre los pobres pueden durar las amistades, porque la igualdad de la fortuna sirve de eslabonar los corazones; pero entre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera, por la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza.
-Filósofo estás, Clodio -replicó Rutilio-, pero yo no puedo imaginar qué medio podremos tomar para mejorar, como dices, nuestra suerte, si ella comenzó a no ser buena desde nuestro nacimiento. Yo no soy tan letrado como tú, pero bien alcanzo que, los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demasiadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantan adonde sean señalados con el dedo, si la virtud no les da la mano. Pero a ti, ¿quién te la ha de dar, si la mayor que tienes es decir mal de la misma virtud? ¿Y a mí, quién me ha de levantar, pues, cuando más lo procure, no podré subir más de lo que se alza una cabriola? Yo danzador, tú murmurador; yo condenado a la horca en mi patria, tú desterrado de la tuya por maldiciente: mira qué bien podremos esperar que nos mejore.
Suspendióse Clodio con las razones de Rutilio, con cuya suspensión dio fin a este capítulo el autor desta grande historia.
TODOS tenían con quien comunicar sus pensamientos: Policarpo con su hija, y Clodio con Rutilio; sólo el suspenso Periandro los comunicaba consigo mismo; que le engendraron tantos las razones de Auristela, que no sabía a cuál acudir que le aliviase su pesadumbre.
-¡Válame Dios! ¿Qué es esto? -decía entre sí mismo-. ¿Ha perdido el juicio Auristela? ¡Ella mi casamentera! ¿Cómo es posible que haya dado al olvido nuestros conciertos? ¿Qué tengo yo que ver con Sinforosa? ¿Qué reinos ni qué riquezas me pueden a mí obligar a que deje a mi hermana Sigismunda, si no es dejando de ser yo Persiles?
En pronunciando esta palabra, se mordió la lengua, y miró a todas partes a ver si alguno le escuchaba, y, asegurándose que no, prosiguió diciendo:
-Sin duda, Auristela está celosa; que los celos se engendran, entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que toca, y aun de la tierra que pisa. ¡Oh señora mía, mira lo que haces, no hagas agravio a tu valor ni a tu belleza, ni me quites a mí la gloria de mis firmes pensamientos, cuya honestidad y firmeza me va labrando una inestimable corona de verdadero amante! Hermosa, rica y bien nacida es Sinforosa, pero, en tu comparación, es fea, es pobre y de linaje humilde. Considera, señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos, o por elección o por destino: el que por destino, siempre está en su punto; el que por elección, puede crecer o menguar, según pueden menguar o crecer las causas que nos obligan y mueven a querernos; y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, hallo que mi amor no tiene términos que le encierre, ni palabras que le declare: casi puedo decir que desde las mantillas y fajas de mi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón del destino; con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el conocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron amable; vilas, contemplélas, conocílas, grabélas en mi alma, y de la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, que estoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en dividirle. Deja, pues, bien mío, Sinforosas; no me ofrezcas ajenas hermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías, ni dejes que suene en mis oídos el dulce nombre de hermano con que me llamas. Todo esto que estoy diciendo entre mí, quisiera decírtelo a ti por los mismos términos con que lo voy fraguando en mi imaginación, pero no será posible, porque la luz de tus ojos, y más si me miran airados, ha de turbar mi vista y enmudecer mi lengua. Mejor será escribírtelo en un papel, porque las razones serán siempre unas, y las podrás ver muchas veces, viendo siempre en ellas una verdad misma, una fe confirmada, y un deseo loable y digno de ser creído; y así, determino de escribirte.
Quietóse con esto algún tanto, pareciéndole que con más advertido discurso pondría su alma en la pluma que en la lengua.
Dejemos escribiendo a Periandro, y vamos a oír lo que dice Sinforosa a Auristela; la cual Sinforosa, con deseo de saber lo que Periandro había respondido a Auristela, procuró verse con ella a solas, y darle de camino noticia de la intención de su padre, creyendo que, apenas se la habría declarado, cuando alcanzase el sí de su cumplimiento, puesta en pensar que pocas veces se desprecian las riquezas ni los señoríos, especialmente de las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son altivas y soberbias.
Cuando Auristela vio a Sinforosa, no le plugo mucho su llegada, porque no tenía qué responderle, por no haber visto más a Periandro; pero Sinforosa, antes de tratar de su causa, quiso tratar de la de su padre, imaginándose que con aquellas nuevas que a Auristela llevaba, tan dignas de dar gusto, la tendría de su parte, en quien pensaba estar el todo de su buen suceso. Y así, le dijo:
-Sin duda alguna, bellísima Auristela, que los cielos te quieren bien, porque me parece que quieren llover sobre ti venturas y más venturas. Mi padre, el rey, te adora, y conmigo te envía a decir que quiere ser tu esposo, y en albricias del sí que le has de dar y yo se le he de llevar, me ha prometido a Periandro por esposo. Ya, señora, eres reina, ya Periandro es mío, ya las riquezas te sobran, y si tus gustos en las canas de mi padre no te sobraren, sobrarte han en los del mando y en los de los vasallos, que estarán continuo atentos a tu servicio. Mucho te he dicho, amiga y señora mía, y mucho has de hacer por mí, que de un gran valor no se puede esperar menos que un grande agradecimiento. Comience en nosotras a verse en el mundo dos cuñadas que se quieren bien, y dos amigas que sin doblez se amen, que sí verán, si tu discreción no se olvida de sí misma. Y dime agora, qué es lo que respondió tu hermano a lo que de mí le dijiste, que estoy confiada de la buena respuesta, porque bien simple sería el que no recibiese tus consejos como de un oráculo.
A lo que respondió Auristela:
-Mi hermano Periandro es agradecido, como principal caballero, y es discreto, como andante peregrino: que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres. Mis trabajos y los de mi hermano nos van leyendo en cuánto debemos estimar el sosiego, y, pues que el que nos ofreces es tal, sin duda imagino que le habremos de admitir; pero hasta ahora no me ha respondido nada Periandro, ni sé de su voluntad cosa que pueda alentar tu esperanza ni desmayarla. Da, ¡oh bella Sinforosa!, algún tiempo al tiempo, y déjanos considerar el bien de tus promesas, porque, puestas en obra, sepamos estimarlas. Las obras que no se han de hacer más de una vez, si se yerran, no se pueden enmendar en la segunda, pues no la tienen, y el casamiento es una destas acciones; y así, es menester que se considere bien antes que se haga, puesto que los términos desta consideración los doy por pasados, y hallo que tú alcanzarás tus deseos, y yo admitiré tus promesas y consejos. Y vete, hermana, y haz llamar de mi parte a Periandro, que quiero saber dél alegres nuevas que decirte, y aconsejarme con él de lo que me conviene, como con hermano mayor, a quien debo tener respeto y obediencia.
Abrazóla Sinforosa, y dejóla, por hacer venir a Periandro a que la viese. El cual, en este tiempo, encerrado y solo, había tomado la pluma, y de muchos principios que en un papel borró y tornó a escribir, quitó y añadió, en fin salió con uno que se dice decía desta manera:
No he osado fiar de mi lengua lo que de mi pluma, ni aun della fío algo, pues no puede escribir cosa que sea de momento el que por instantes está esperando la muerte. Ahora vengo a conocer que no todos los discretos saben aconsejar en todos los casos; aquellos, sí, que tienen esperiencia en aquellos sobre quien se les pide el consejo. Perdóname, que no admito el tuyo por parecerme, o que no me conoces o que te has olvidado de ti misma; vuelve, señora, en ti, y no te haga una vana presunción celosa salir de los límites de la gravedad y peso de tu raro entendimiento. Considera quién eres, y no se te olvide de quien yo soy, y verás en ti el término del valor que puede desearse, y en mí el amor y la firmeza que puede imaginarse; y, firmándote en esta consideración discreta, no temas que ajenas hermosuras me enciendan, ni imagines que a tu incomparable virtud y belleza otra alguna se anteponga. Sigamos nuestro viaje, cumplamos nuestro voto, y quédense aparte celos infructuosos y mal nacidas sospechas. La partida desta tierra solicitaré con toda diligencia y brevedad, porque me parece que, en salir della, saldré del infierno de mi tormento a la gloria de verte sin celos.
Esto fue lo que escribió Periandro, y lo que dejó en limpio al cabo de haber hecho seis borradores; y, doblando el papel, se fue a ver a Auristela, de cuya parte ya le habían llamado.
Dividido en dos partes
RUTILIO y Clodio, aquellos dos que querían enmendar su humilde fortuna, confiados el uno de su ingenio y el otro de su poca vergüenza, se imaginaron merecedores, el uno de Policarpa y el otro de Auristela; a Rutilio le contentó mucho la voz y el donaire de Policarpa, y a Clodio la sin igual belleza de Auristela; y andaban buscando ocasión cómo descubrir sus pensamientos, sin que les viniese mal por declararlos: que es bien que tema un hombre bajo y humilde que se atreve a decir a una mujer principal lo que no había de atreverse a pensarlo siquiera. Pero tal vez acontece que la desenvoltura de una poco honesta, aunque principal señora, da motivo a que un hombre humilde y bajo ponga en ella los ojos y le declare sus pensamientos. Ha de ser anejo a la mujer principal el ser grave, el ser compuesta y recatada, sin que por esto sea soberbia, desabrida y descuidada; tanto ha de parecer más humilde y más grave una mujer cuanto es más señora. Pero en estos dos caballeros y nuevos amantes, no nacieron sus deseos de las desenvolturas y poca gravedad de sus señoras; pero, nazcan de do nacieren, Rutilio, en fin, escribió un papel a Policarpa y Clodio a Auristela, del tenor que se sigue:
RUTILIO A POLICARPA
Señora, yo soy estranjero, y, aunque te diga grandezas de mi linaje, como no tengo testigos que las confirmen, quizá no hallarán crédito en tu pecho; aunque, para confirmación de que soy ilustre en linaje, basta que he tenido atrevimiento de decirte que te adoro. Mira qué pruebas quieres que haga para confirmarte en esta verdad, que a ti estará el pedirlas y a mí el hacerlas; y, pues te quiero para esposa, imagina que deseo como quien soy y que merezco como deseo: que de altos espíritus es aspirar a las cosas altas. Dame siquiera con los ojos respuesta deste papel, que en la blandura o rigor de tu vista veré la sentencia de mi muerte o de mi vida.
Cerró el papel Rutilio con intención de dársele a Policarpa, arrimándose al parecer de los que dicen: «Díselo tú una vez, que no faltará quien se lo acuerde ciento.» Mostróselo primero a Clodio, y Clodio le mostró a él otro que para Auristela tenía escrito, que es éste que se sigue:
CLODIO A AURISTELA
Unos entran en la red amorosa con el cebo de la hermosura, otros con los del donaire y gentileza, otros con los del valor que consideran en la persona a quien determinan rendir su voluntad; pero yo por diferente manera he puesto mi garganta a su yugo, mi cerviz a su coyunda, mi voluntad a sus fueros y mis pies a sus grillos, que ha sido por la de la lástima: que ¿cuál es el corazón de piedra que no la tendrá, hermosa señora, de verte vendida y comprada, y en tan estrechos pasos puesta, que has llegado al último de la vida por momentos? El yerro y despiadado acero ha amenazado tu garganta, el fuego ha abrasado las ropas de tus vestidos, la nieve tal vez te ha tenido yerta, y la hambre enflaquecida, y de amarilla tez cubiertas las rosas de tus mejillas, y, finalmente, el agua te ha sorbido y vomitado. Y estos trabajos no sé con qué fuerzas los llevas, pues no te las pueden dar las pocas de un rey vagamundo, y que te sigue por sólo el interés de gozarte, ni las de tu hermano, si lo es, son tantas que te puedan alentar en tus miserias. No fíes, señora, de promesas remotas, y arrímate a las esperanzas propincuas, y escoge un modo de vida que te asegure la que el cielo quisiere darte. Mozo soy, habilidad tengo para saber vivir en los más últimos rincones de la tierra; yo daré traza cómo sacarte désta y librarte de las importunaciones de Arnaldo, y, sacándote deste Egipto, te llevaré a la tierra de promisión, que es España o Francia o Italia, ya que no puedo vivir en Inglaterra, dulce y amada patria mía; y sobre todo me ofrezco a ser tu esposo, y desde luego te aceto por mi esposa.
Habiendo oído Rutilio el papel de Clodio, dijo:
-Verdaderamente, nosotros estamos faltos de juicio, pues nos queremos persuadir que podemos subir al cielo sin alas, pues las que nos da nuestra pretensión son las de la hormiga. Mira, Clodio, yo soy de parecer que rasguemos estos papeles, pues no nos ha forzado a escribirlos ninguna fuerza amorosa, sino una ociosa y baldía voluntad, porque el amor ni nace ni puede crecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella, falta él de todo punto. Pues, ¿por qué queremos aventurarnos a perder y no a ganar en esta empresa?; que el declararla y el ver a nuestras gargantas arrimado el cordel o el cuchillo ha de ser todo uno; demás que, por mostrarnos enamorados, habremos de parecer, sobre desagradecidos, traidores. ¿Tú no ves la distancia que hay de un maestro de danzar, que enmendó su oficio con aprender el de platero, a una hija de un rey, y la que hay de un desterrado murmurador a la que desecha y menosprecia reinos? Mordámonos la lengua, y llegue nuestro arrepentimiento a do ha llegado nuestra necedad. A lo menos este mi papel se dará primero al fuego o al viento que a Policarpa.
-Haz tú lo que quisieres del tuyo -respondió Clodio-, que el mío, aunque no le dé a Auristela, le pienso guardar por honra de mi ingenio; aunque temo que, si no se le doy, toda la vida me ha de morder la conciencia de haber tenido este arrepentimiento, porque el tentar no todas las veces daña.
Estas razones pasaron entre los dos fingidos amantes, y atrevidos y necios de veras.
Llegóse, en fin, el punto de hablar a solas Periandro con Auristela, y entró a verla con intención de darle el papel que había escrito; pero, así como la vio, olvidándose de todos los discursos y disculpas que llevaba prevenidas, le dijo:
-Señora, mírame bien, que yo soy Periandro, que fui el que fue Persiles, y soy el que tú quieres que sea Periandro. El nudo con que están atadas nuestras voluntades nadie le puede desatar sino la muerte; y, siendo esto así, ¿de qué te sirve darme consejos tan contrarios a esta verdad? Por todos los cielos, y por ti misma, más hermosa que ellos, te ruego que no nombres más a Sinforosa, ni imagines que su belleza ni sus tesoros han de ser parte a que yo olvide las minas de tus virtudes y la hermosura incomparable tuya, así del cuerpo como del alma. Esta mía, que respira por la tuya, te ofrezco de nuevo, no con mayores ventajas que aquellas con que te la ofrecí la vez primera que mis ojos te vieron, porque no hay cláusula que añadir a la obligación en que quedé de servirte el punto que en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes. Procura, señora, tener salud, que yo procuraré la salida de esta tierra, y dispondré lo mejor que pudiere nuestro viaje: que, aunque Roma es el cielo de la tierra, no está puesta en el cielo, y no habrá trabajos ni peligros que nos nieguen del todo el llegar a ella, puesto que los haya para dilatar el camino; tente al tronco y a las ramas de tu mucho valor, y no imagines que ha de haber en el mundo quien se le oponga.
En tanto que Periandro esto decía, le estaba mirando Auristela con ojos tiernos y con lágrimas de celos y compasión nacidas; pero, en fin, haciendo efeto en su alma las amorosas razones de Periandro, dio lugar a la verdad que en ellas venía encerrada, y respondióle seis o ocho palabras, que fueron:
-Sin hacerme fuerza, dulce amado, te creo; confiada te pido que con brevedad salgamos desta tierra, que en otra quizá convaleceré de la enfermedad celosa que en este lecho me tiene.
-Si yo hubiera dado, señora -respondió Periandro-, alguna ocasión a tu enfermedad, llevara en paciencia tus quejas, y en mis disculpas hallaras tú el remedio de tus lástimas; pero, como no te he ofendido, no tengo de qué disculparme. Por quien eres, te suplico que alegres los corazones de los que te conocen, y sea brevemente, pues, faltando la ocasión de tu enfermedad, no hay para qué nos mates con ella. Pondré en efeto lo que me mandas: saldremos desta tierra con la brevedad posible.
-¿Sabes cuánto te importa, Periandro? -respondió Auristela-. Pues has de saber que me van lisonjeando promesas y apretando dádivas; y no como quiera, que por lo menos me ofrecen este reino. Policarpo, el rey, quiere ser mi esposo; hámelo enviado a decir con Sinforosa, su hija, y ella, con el favor que piensa tener en mí, siendo su madrastra, quiere que seas su esposo. Si esto puede ser, tú lo sabes, y si estamos en peligro, considéralo, y, conforme a esto, aconséjate con tu discreción, y busca el remedio que nuestra necesidad pide; y perdóname, que la fuerza de las sospechas han sido las que me han forzado a ofenderte, pero estos yerros fácilmente los perdona el amor.
-Dél se dice -replicó Periandro- que no puede estar sin celos, los cuales, cuando de débiles y flacas ocasiones nacen, le hacen crecer, sirviendo de espuelas a la voluntad, que, de puro confiada, se entibia, o a lo menos, parece que se desmaya; y, por lo que debes a tu buen entendimiento, te ruego que de aquí adelante me mires, no con mejores ojos, pues no los puede haber en el mundo tales como los tuyos, sino con voluntad más llana y menos puntuosa, no levantando algún descuido mío, más pequeño que un grano de mostaza, a ser monte que llegue a los cielos, llegando a los celos; y en lo demás, con tu buen juicio entretén al rey y a Sinforosa, que no la ofenderás en fingir palabras que se encaminan a conseguir buenos deseos; y queda en paz, no engendre en algún mal pecho alguna mala sospecha nuestra larga plática.
Con esto la dejó Periandro, y, al salir de la estancia, encontró con Clodio y Rutilio: Rutilio acabando de romper el papel que había escrito a Policarpa, y Clodio doblando el suyo para ponérselo en el seno; Rutilio arrepentido de su loco pensamiento, y Clodio satisfecho de su habilidad y ufano de su atrevimiento; pero andará el tiempo y llegará el punto donde diera él, por no haberle escrito, la mitad de la vida, si es que las vidas pueden partirse.
ANDABA el rey Policarpo alborozado con sus amorosos pensamientos, y deseoso además de saber la resolución de Auristela, tan confiado y tan seguro que había de corresponder a lo que deseaba, que ya consigo mismo trazaba las bodas, concertaba las fiestas, inventaba las galas, y aun hacía mercedes en esperanza del venidero matrimonio; pero, entre todos estos disinios, no tomaba el pulso a su edad, ni igualaba con discreción la disparidad que hay de diez y siete años a setenta; y, cuando fueran sesenta, es también grande la distancia: ansí halagan y lisonjean los lascivos deseos las voluntades, así engañan los gustos imaginados a los grandes entendimientos, así tiran y llevan tras sí las blandas imaginaciones a los que no se resisten en los encuentros amorosos.
Con diferentes pensamientos estaba Sinforosa, que no se aseguraba de su suerte, por ser cosa natural que quien mucho desea, mucho teme; y las cosas que podían poner alas a su esperanza, como eran su valor, su linaje y hermosura, esas mismas se las cortaban, por ser propio de los amantes rendidos pensar siempre que no tienen partes que merezcan ser amadas de los que bien quieren. Andan el amor y el temor tan apareados que, a doquiera que volváis la cara, los veréis juntos; y no es soberbio el amor, como algunos dicen, sino humilde, agradable y manso; y tanto, que suele perder de su derecho por no dar a quien bien quiere pesadumbre; y más, que, como todo amante tiene en sumo precio y estima la cosa que ama, huye de que de su parte nazca alguna ocasión de perderla.
Todo esto, con mejores discursos que su padre, consideraba la bella Sinforosa, y, entre temor y esperanza puesta, fue a ver a Auristela, y a saber della lo que esperaba y temía. En fin se vio Sinforosa con Auristela, y sola, que era lo que ella más deseaba; y era tanto el deseo que tenía de saber las nuevas de su buena o mala andanza que, así como entró a verla, sin que la hablase palabra, se la puso a mirar ahincadamente, por ver si en los movimientos de su rostro le daba señales de su vida o muerte.
Entendióla Auristela, y a media risa, quiero decir, con muestras alegres, le dijo:
-Llegaos, señora, que a la raíz del árbol de vuestra esperanza no ha puesto el temor segur para cortar. Bien es verdad que vuestro bien y el mío se han de dilatar algún tanto, pero en fin llegarán, porque, aunque hay inconvenientes que suelen impedir el cumplimiento de los justos deseos, no por eso ha de tener la desperación fuerzas para no esperalle. Mi hermano dice que el conocimiento que tiene de tu valor y hermosura, no solamente le obliga, pero que le fuerza a quererte, y tiene a bien y a merced particular la que le haces en querer ser suya; pero, antes que venga a tan dichosa posesión, ha menester defraudar las esperanzas que el príncipe Arnaldo tiene de que yo he de ser su esposa; y sin duda lo fuera yo, si el serlo tú de mi hermano no lo estorbara; que has de saber, hermana mía, que así puedo vivir yo sin Periandro como puede vivir un cuerpo sin alma: allí tengo de vivir donde él viviere, él es el espíritu que me mueve y el alma que me anima; y, siendo esto así, si él se casa en esta tierra contigo, ¿cómo podré yo vivir en la de Arnaldo en ausencia de mi hermano? Para escusar este desmán que me amenaza, ordena que nos vamos con él a su reino, desde el cual le pediremos licencia para ir a Roma a cumplir un voto, cuyo cumplimiento nos sacó de nuestra tierra; y está claro, como la esperiencia me lo ha mostrado, que no ha de salir un punto de mi voluntad. Puestos, pues, en nuestra libertad, fácil cosa será dar la vuelta a esta isla, donde, burlando sus esperanzas, veamos el fin de las nuestras, yo casándome con tu padre, y mi hermano contigo.
A lo que respondió Sinforosa:
-No sé, hermana, con qué palabras podré encarecer la merced que me has hecho con las que me has dicho; y así, la dejaré en su punto, porque no sé cómo esplicarlo; pero esto que ahora decirte quiero, recíbelo antes por advertimiento que por consejo: ahora estás en esta tierra y en poder de mi padre, que te podrá y querrá defender de todo el mundo, y no será bien que se ponga en contingencia la seguridad de tu posesión; no le ha de ser posible a Arnaldo llevaros por fuerza a ti y a tu hermano, y hale de ser forzoso, si no querer, a lo menos consentir lo que mi padre quisiere, que le tiene en su reino y en su casa. Asegúrame tú, ¡oh hermana!, que tienes voluntad de ser mi señora, siendo esposa de mi padre, y que tu hermano no se ha de desdeñar de ser mi señor y esposo, que yo te daré llanas todas las dificultades e inconvenientes que para llegar a este efeto pueda poner Arnaldo.
A lo que respondió Auristela:
-Los varones prudentes, por los casos pasados y por los presentes, juzgan los que están por venir. A hacernos fuerza pública o secreta tu padre en nuestra detención, ha de irritar y despertar la cólera de Arnaldo, que, en fin, es rey poderoso, a lo menos lo es más que tu padre, y los reyes burlados y engañados fácilmente se acomodan a vengarse; y así, en lugar de haber recebido con nuestro parentesco gusto, recibiríades daño, trayéndoos la guerra a vuestras mismas casas. Y si dijeres que este temor se ha de tener siempre, ora nos quedemos aquí, ora volvamos después, considerando que nunca los cielos aprietan tanto los males que no dejen alguna luz con que se descubra la de su remedio, soy de parecer que nos vamos con Arnaldo, y que tú misma, con tu discreción y aviso, solicites nuestra partida; que en esto solicitarás y abreviarás nuestra vuelta, y aquí, si no en reinos tan grandes como los de Arnaldo, a lo menos en paz más segura, gozaré yo de la prudencia de tu padre, y tú de la gentileza y bondad de mi hermano, sin que se dividan y aparten nuestras almas.
Oyendo las cuales razones, Sinforosa, loca de contento, se abalanzó a Auristela, y le echó los brazos al cuello, midiéndole la boca y los ojos con sus hermosos labios. En esto, vieron entrar por la sala a los dos, al parecer, bárbaros, padre y hijo, y a Ricla y Constanza, y luego tras ellos entraron Mauricio, Ladislao y Transila, deseosos de ver y hablar a Auristela, y saber en qué punto estaba su enfermedad, que los tenía a ellos sin salud. Despidióse Sinforosa más alegre y más engañada que cuando había entrado: que los corazones enamorados creen con mucha facilidad aun las sombras de las promesas de su gusto. El anciano Mauricio, después de haber pasado con Auristela las ordinarias preguntas y respuestas que suelen pasar entre los enfermos y los que los visitan, dijo:
-Si los pobres, aunque mendigos, suelen llevar con pesadumbre el verse desterrados o ausentes de su patria, donde no dejaron sino los terrones que los sustentaban, ¿qué sentirán los ausentes que dejaron en su tierra los bienes que de la fortuna pudieran prometerse? Digo esto, señora, porque mi edad, que con presurosos pasos me va acercando al último fin, me hace desear verme en mi patria, adonde mis amigos, mis parientes y mis hijos me cierren los ojos y me den el último vale. Este bien y merced conseguiremos todos cuantos aquí estamos, pues todos somos estranjeros y ausentes, y todos, a lo que creo, tenemos en nuestras patrias lo que no hallaremos en las ajenas. Si tú, señora, quisieres solicitar nuestra partida, o a lo menos teniendo por bien que nosotros la procuremos, puesto que no será posible el dejarte, porque tu generosa condición y rara hermosura, acompañada de la discreción, que admira, es la piedra imán de nuestras voluntades.
-A lo menos -dijo a esta sazón Antonio el padre-, de la mía y de las de mi mujer y hijos, lo es de suerte que primero dejaré la vida que dejar la compañía de la señora Auristela, si es que ella no se desdeña de la nuestra.
-Yo os agradezco, señores -respondió Auristela-, el deseo que me habéis mostrado; y, aunque no está en mi mano corresponder a él como debía, todavía haré que le pongan en efeto el príncipe Arnaldo y mi hermano Periandro, sin que sea parte mi enfermedad, que ya es salud, a impedirle. En tanto, pues, que llega el felice día y punto de nuestra partida, ensanchad los corazones y no deis lugar que reine en ellos la malencolía, ni penséis en peligros venideros: que, pues el cielo de tantos nos ha sacado, sin que otros nos sobrevengan, nos llevará a nuestras dulces patrias; que los males que no tienen fuerzas para acabar la vida, no la han de tener para acabar la paciencia.
Admirados quedaron todos de la respuesta de Auristela, porque en ella se descubrió su corazón piadoso y su discreción admirable. Entró en este instante el rey Policarpo, alegre sobremanera, porque ya había sabido de Sinforosa, su hija, las prometidas esperanzas del cumplimiento de sus entre castos y lascivos deseos; que los ímpetus amorosos que suelen parecer en los ancianos se cubren y disfrazan con la capa de la hipocresía; que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe a nadie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos. Entraron con el rey Arnaldo y Periandro, y, dándole el parabién a Auristela de la mejoría, mandó el rey que, aquella noche, en señal de la merced que del cielo todos en la mejoría de Auristela habían recebido, se hiciesen luminarias en la ciudad, y fiestas y regocijos ocho días continuos. Periandro lo agradeció como hermano de Auristela, y Arnaldo como amante que pretendía ser su esposo.
Regocijábase Policarpo allá entre sí mismo en considerar cuán suavemente se iba engañando Arnaldo, el cual, admirado con la mejoría de Auristela, sin que supiese los disinios de Policarpo, buscaba modos de salir de su ciudad, pues tanto cuanto más se dilataba su partida, tanto más, a su parecer, se alongaba el cumplimiento de su deseo. Mauricio, también deseoso de volver a su patria, acudió a su ciencia, y halló en ella que grandes dificultades habían de impedir su partida. Comunicólas con Arnaldo y Periandro, que ya habían sabido los intentos de Sinforosa y Policarpo, que les puso en mucho cuidado, por saber cierto, cuando el amoroso deseo se apodera de los pechos poderosos, suele romper por cualquiera dificultad, hasta llegar al fin de ellos: no se miran respetos, ni se cumplen palabras, ni guardan obligaciones. Y así, no había para qué fiarse en las pocas o ninguna en que Policarpo les estaba.
En resolución, quedaron los tres de acuerdo que Mauricio buscase un bajel, de muchos que en el puerto estaban, que los llevase a Inglaterra secretamente, que para embarcarse no faltaría modo convenible, y que, en este entretanto, no mostrase ninguno señales de que tenían noticia de los disinios de Policarpo. Todo esto se comunicó con Auristela, la cual aprobó su parecer, y entró en nuevos cuidados de mirar por su salud y por la de todos.
Da Clodio el papel a Auristela; Antonio, el bárbaro, le mata por yerro
DICE la historia que llegó a tanto la insolencia, o por mejor decir, la desvergüenza de Clodio, que tuvo atrevimiento de poner en las manos de Auristela el desvergonzado papel que la había escrito, engañada con que le dijo que eran unos versos devotos, dignos de ser leídos y estimados.
Abrió Auristela el papel, y pudo con ella tanto la curiosidad que no dio lugar al enojo para dejalle de leer hasta el cabo. Leyóle en fin, y, volviéndole a cerrar, puestos los ojos en Clodio, y no echando por ellos rayos de amorosa luz, como las más veces solía, sino centellas de rabioso fuego, le dijo:
-Quítateme de delante, hombre maldito y desvergonzado: que si la culpa deste tu atrevido disparate entendiera que había nacido de algún descuido mío, que menoscabara mi crédito y mi honra, en mí misma castigara tu atrevimiento, el cual no ha de quedar sin castigo, si ya entre tu locura y mi paciencia no se pone el tenerte lástima.
Quedó atónito Clodio, y diera él por no haberse atrevido la mitad de la vida, como ya se ha dicho. Rodeáronle luego el alma mil temores, y no se daba más término de vida que lo que tardasen en saber su bellaquería Arnaldo o Periandro; y, sin replicar palabra, bajó los ojos, volvió las espaldas y dejó sola a Auristela, cuya imaginación ocupó un temor, no vano, sino muy puesto en razón, de que Clodio, desesperado, había de dar en traidor, aprovechándose de los intentos de Policarpo, si acaso a su noticia viniese, y determinó darla de aquel caso a Periandro y Arnaldo.
Sucedió en este tiempo que, estando Antonio el mozo solo en su aposento, entró a deshora una mujer en él, de hasta cuarenta años de edad, que, con el brío y donaire, debía de encubrir otros diez, vestida, no al uso de aquella tierra, sino al de España; y, aunque Antonio no conocía de usos, sino de los que había visto en los de la bárbara isla donde se había criado y nacido, bien conoció ser estranjera de aquella tierra. Levantóse Antonio a recebirla cortésmente, porque no era tan bárbaro que no fuese bien criado. Sentáronse, y la dama -si en tantos años de edad es justo se le dé este nombre-, después de haber estado atenta mirando el rostro de Antonio, dijo:
-Parecerte ha novedad, ¡oh mancebo!, esta mi venida a verte, porque no debes de estar en uso de ser visitado de mujeres, habiéndote criado, según he sabido, en la isla Bárbara, y no entre bárbaros, sino entre riscos y peñas, de las cuales, si como sacaste la belleza y brío que tienes, has sacado también la dureza en las entrañas, la blandura de las mías temo que no me ha de ser de provecho. No te desvíes, sosiégate y no te alborotes, que no está hablando contigo algún mostruo ni persona que quiera decirte ni aconsejarte cosas que vayan fuera de la naturaleza humana; mira que te hablo español, que es la lengua que tú sabes, cuya conformidad suele engendrar amistad entre los que no se conocen.
«Mi nombre es Cenotia, soy natural de España, nacida y criada en Alhama, ciudad del reino de Granada; conocida por mi nombre en todos los de España, y aun entre otros muchos, porque mi habilidad no consiente que mi nombre se encubra, haciéndome conocida mis obras. Salí de mi patria, habrá cuatro años, huyendo de la vigilancia que tienen los mastines veladores que en aquel reino tienen del católico rebaño. Mi estirpe es agarena; mis ejercicios, los de Zoroastes, y en ellos soy única. ¿Ves este sol que nos alumbra? Pues si, para señal de lo que puedo, quieres que le quite los rayos y le asombre con nubes, pídemelo, que haré que a esta claridad suceda en un punto escura noche; o ya si quisieres ver temblar la tierra, pelear los vientos, alterarse el mar, encontrarse los montes, bramar las fieras, o otras espantosas señales que nos representen la confusión del caos primero, pídelo, que tú quedarás satisfecho y yo acreditada. Has de saber ansimismo que en aquella ciudad de Alhama siempre ha habido alguna mujer de mi nombre, la cual, con el apellido de Cenotia, hereda esta ciencia, que no nos enseña a ser hechiceras, como algunos nos llaman, sino a ser encantadoras y magas, nombres que nos vienen más al propio. Las que son hechiceras, nunca hacen cosa que para alguna cosa sea de provecho: ejercitan sus burlerías con cosas, al parecer, de burlas, como son habas mordidas, agujas sin puntas, alfileres sin cabeza, y cabellos cortados en crecientes o menguantes de luna; usan de caracteres que no entienden, y si algo alcanzan, tal vez, de lo que pretenden, es, no en virtud de sus simplicidades, sino porque Dios permite, para mayor condenación suya, que el demonio las engañe. Pero nosotras, las que tenemos nombre de magas y de encantadoras, somos gente de mayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos el movimiento de los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, de las plantas, de las piedras, de las palabras, y, juntando lo activo a lo pasivo, parece que hacemos milagros, y nos atrevemos a hacer cosas tan estupendas que causan admiración a las gentes, de donde nace nuestra buena o mala fama: buena, si hacemos bien con nuestra habilidad; mala, si hacemos mal con ella. Pero, como la naturaleza parece que nos inclina antes al mal que al bien, no podemos tener tan a raya los deseos que no se deslicen a procurar el mal ajeno; que, ¿quién quitará al airado y ofendido que no se vengue? ¿Quién al amante desdeñado que no quiera, si puede, reducir a ser querido del que le aborrece? Puesto que en mudar las voluntades, sacarlas de su quicio, como esto es ir contra el libre albedrío, no hay ciencia que lo pueda, ni virtud de yerbas que lo alcancen.»
A todo esto que la española Cenotia decía, la estaba mirando Antonio con deseo grande de saber qué suma tendría tan larga cuenta.
Pero la Cenotia prosiguió diciendo:
-«Dígote, en fin, bárbaro discreto, que la persecución de los que llaman inquisidores en España, me arrancó de mi patria; que, cuando se sale por fuerza della, antes se puede llamar arrancada que salida. Vine a esta isla por estraños rodeos, por infinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, volviendo la cabeza atrás, pensando que me mordían las faldas los perros, que aun hasta aquí temo; dime presto a conocer al rey antecesor de Policarpo, hice algunas maravillas, con que dejé maravillado al pueblo; procuré hacer vendible mi ciencia, tan en mi provecho que tengo juntos más de treinta mil escudos en oro; y, estando atenta a esta ganancia, he vivido castamente, sin procurar otro algún deleite, ni le procurara, si mi buena o mi mala fortuna no te hubieran traído a esta tierra, que en tu mano está darme la suerte que quisieres.» Si te parezco fea, yo haré de modo que me juzgues por hermosa; si son pocos treinta mil escudos que te ofrezco, alarga tu deseo y ensancha los sacos de la codicia y los senos, y comienza desde luego a contar cuantos dineros acertares a desear. Para tu servicio sacaré las perlas que encubren las conchas del mar, rendiré y traeré a tus manos las aves que rompen el aire, haré que te ofrezcan sus frutos las plantas de la tierra, haré que brote del abismo lo más precioso que en él se encierra, haréte invencible en todo, blando en la paz, temido en la guerra; en fin, enmendaré tu suerte de manera que seas siempre invidiado y no invidioso. Y, en cambio destos bienes que te he dicho, no te pido que seas mi esposo, sino que me recibas por tu esclava: que, para ser tu esclava, no es menester que me tengas voluntad como para ser esposa, y, como yo sea tuya, en cualquier modo que lo sea, viviré contenta. Comienza, pues, ¡oh generoso mancebo!, a mostrarte prudente, mostrándote agradecido: mostrarte has prudente, si antes que me agradezcas estos deseos, quisieres hacer esperiencia de mis obras; y, en señal de que así lo harás, alégrame el alma ahora con darme alguna señal de paz, dándome a tocar tu valerosa mano.
Y, diciendo esto, se levantó para ir a abrazarle.
Antonio, viendo lo cual, lleno de confusión, como si fuera la más retirada doncella del mundo, y como si enemigos combatieran el castillo de su honestidad, se puso a defenderle, y, levantándose, fue a tomar su arco, que siempre o le traía consigo o le tenía junto a sí; y, poniendo en él una flecha, hasta veinte pasos desviado de la Cenotia, le encaró la flecha. No le contentó mucho a la enamorada dama la postura amenazadora de muerte de Antonio, y, por huir el golpe, desvió el cuerpo, y pasó la flecha volando por junto a la garganta (en esto más bárbaro Antonio de lo que parecía en su traje). Pero no fue el golpe de la flecha en vano, porque a este instante entraba por la puerta de la estancia el maldiciente Clodio, que le sirvió de blanco, y le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpetuo silencio: castigo merecido a sus muchas culpas. Volvió la Cenotia la cabeza, vio el mortal golpe que había hecho la flecha, temió la segunda, y, sin aprovecharse de lo mucho que con su ciencia se prometía, llena de confusión y de miedo, tropezando aquí y cayendo allí, salió del aposento, con intención de vengarse del cruel y desamorado mozo.
NO LE QUEDÓ sabrosa la mano a Antonio del golpe que había hecho; que, aunque acertó errando, como no sabía las culpas de Clodio y había visto la de la Cenotia, quisiera haber sido mejor certero. Llegóse a Clodio por ver si le quedaban algunas reliquias de vida, y vio que todas se las había llevado la muerte; cayó en la cuenta de su yerro, y túvose verdaderamente por bárbaro. Entró en esto su padre, y, viendo la sangre y el cuerpo muerto de Clodio, conoció por la flecha que aquel golpe había sido hecho por la mano de su hijo. Preguntóselo, y respondióle que sí; quiso saber la causa, y también se la dijo.
Admiróse el padre; lleno de indignación le dijo:
-Ven acá, bárbaro, si a los que te aman y te quieren procuras quitar la vida, ¿qué harás a los que te aborrecen? Si tanto presumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidad con el sufrimiento; que los peligros semejantes no se remedian con las armas, ni con esperar los encuentros, sino con huir de ellos. Bien parece que no sabes lo que le sucedió a aquel mancebo hebreo que dejó la capa en manos de la lasciva señora que le solicitaba. Dejaras tú, ignorante, esa tosca piel que traes vestida, y ese arco con que presumes vencer a la misma valentía; no le armaras contra la blandura de una mujer rendida, que, cuando lo está, rompe por cualquier inconveniente que a su deseo se oponga. Si con esta condición pasas adelante en el discurso de tu vida, por bárbaro serás tenido hasta que la acabes, de todos los que te conocieren. No digo yo que ofendas a Dios en ningún modo, sino que reprehendas, y no castigues, a las que quisieren turbar tus honestos pensamientos; y aparéjate para más de una batalla, que la verdura de tus años y el gallardo brío de tu persona con muchas batallas te amenazan; y no pienses que has de ser siempre solicitado, que alguna vez solicitarás, y, sin alcanzar tus deseos, te alcanzará la muerte en ellos.
Escuchaba Antonio a su padre, los ojos puestos en el suelo, tan vergonzoso como arrepentido. Y lo que le respondió fue:
-No mires, señor, lo que hice, y pésame de haberlo hecho. Procuraré enmendarme de aquí adelante, de modo que no parezca bárbaro por riguroso, ni lascivo por manso. Dése orden de enterrar a Clodio, y de hacerle la satisfación más conveniente que ser pudiere.
Ya en esto había volado por el palacio la muerte de Clodio, pero no la causa de ella, porque la encubrió la enamorada Cenotia, diciendo sólo que, sin saber por qué, el bárbaro mozo le había muerto.
Llegó esta nueva a los oídos de Auristela, que aún se tenía el papel de Clodio en las manos, con intención de mostrársele a Periandro o a Arnaldo, para que castigasen su atrevimiento; pero, viendo que el cielo había tomado a su cargo el castigo, rompió el papel, y no quiso que saliesen a luz las culpas de los muertos: consideración tan prudente como cristiana. Y, bien que Policarpo se alborotó con el suceso, teniéndose por ofendido de que nadie en su casa vengase sus injurias, no quiso averiguar el caso, sino remitióselo al príncipe Arnaldo, el cual, a ruego de Auristela y al de Transila, perdonó a Antonio y mandó enterrar a Clodio, sin averiguar la culpa de su muerte, creyendo ser verdad lo que Antonio decía, que por yerro le había muerto, sin descubrir los pensamientos de Cenotia, porque a él no le tuviesen de todo en todo por bárbaro.
Pasó el rumor del caso, enterraron a Clodio, quedó Auristela vengada, como si en su generoso pecho albergara género de venganza alguna, así como albergaba en el de la Cenotia, que bebía, como dicen, los vientos, imaginando cómo vengarse del cruel flechero, el cual de allí a dos días se sintió mal dispuesto, y cayó en la cama con tanto descaecimiento que los médicos dijeron que se le acababa la vida, sin conocer de qué enfermedad. Lloraba Ricla, su madre, y su padre Antonio tenía de dolor el corazón consumido; no se podía alegrar Auristela, ni Mauricio; Ladislao y Transila sentían la misma pesadumbre; viendo lo cual Policarpo, acudió a su consejera Cenotia, y le rogó procurase algún remedio a la enfermedad de Antonio, la cual, por no conocerla los médicos, ellos no sabían hallarle. Ella le dio buenas esperanzas, asegurándole que de aquella enfermedad no moriría, pero que convenía dilatar algún tanto la cura. Creyóla Policarpo, como si se lo dijera un oráculo.
De todos estos sucesos no le pesaba mucho a Sinforosa, viendo que por ellos se detendría la partida de Periandro, en cuya vista tenía librado el alivio de su corazón: que, puesto que deseaba que se partiese, pues no podía volver si no se partía, tanto gusto le daba el verle que no quisiera que se partiera.
Llegó una sazón y coyuntura donde Policarpo y sus dos hijas, Arnaldo, Periandro y Auristela, Mauricio, Ladislao y Transila, y Rutilio, que después que escribió el billete a Policarpa, aunque le había roto, de arrepentido andaba triste y pensativo, bien así como el culpado, que piensa que cuantos le miran son sabidores de su culpa; digo que la compañía de los ya nombrados se halló en la estancia del enfermo Antonio, a quien todos fueron a visitar, a pedimiento de Auristela, que ansí a él como a sus padres los estimaba y quería mucho, obligada del beneficio que el mozo bárbaro le había hecho cuando los sacó del fuego de la isla, y la llevó al serrallo de su padre; y más que, como en las comunes desventuras se reconcilian los ánimos y se traban las amistades, por haber sido tantas las que en compañía de Ricla y de Constanza y de los dos Antonios había pasado, ya no solamente por obligación, mas por elección y destino los amaba.
Estando, pues, juntos, como se ha dicho, un día Sinforosa rogó encarecidamente a Periandro les contase algunos sucesos de su vida; especialmente se holgaría de saber de dónde venía la primera vez que llegó a aquella isla, cuando ganó los premios de todos los juegos y fiestas que aquel día se hicieron, en memoria de haber sido el de la elección de su padre. A lo que Periandro respondió que sí haría, si se le permitiese comenzar el cuento de su historia, y no del mismo principio, porque éste no lo podía decir ni descubrir a nadie, hasta verse en Roma con Auristela, su hermana.
Todos le dijeron que hiciese su gusto, que de cualquier cosa que él dijese le recibirían; y el que más contento sintió fue Arnaldo, creyendo descubrir, por lo que Periandro dijese, algo que descubriese quién era. Con este salvoconduto, Periandro dijo desta manera:
Cuenta Periandro el suceso de su viaje
-«EL PRINCIPIO y preámbulo de mi historia, ya que queréis, señores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contempléis a mi hermana y a mí, con una anciana ama suya, embarcados en una nave, cuyo dueño, en el lugar de parecer mercader, era un gran cosario. Las riberas de una isla barríamos; quiero decir que íbamos tan cerca de ella que distintamente conocíamos, no solamente los árboles, pero sus diferencias. Mi hermana, cansada de haber andado algunos días por el mar, deseó salir a recrearse a la tierra; pidióselo al capitán, y, como sus ruegos tienen siempre fuerza de mandamiento, consintió el capitán en el de su ruego, y en la pequeña barca de la nave, con sólo un marinero, nos echó en tierra a mí y a mi hermana y a Cloelia, que éste era el nombre de su ama. Al tomar tierra, vio el marinero que un pequeño río por una pequeña boca entraba a dar al mar su tributo; hacíanle sombra por una y otra ribera gran cantidad de verdes y hojosos árboles, a quien servían de cristalinos espejos sus transparentes aguas. Rogámosle se entrase por el río, pues la amenidad del sitio nos convidaba. Hízolo así, y comenzó a subir por el río arriba, y, habiendo perdido de vista la nave, soltando los remos, se detuvo y dijo: "Mirad, señores, del modo que habéis de hacer este viaje, y haced cuenta que esta pequeña barca que ahora os lleva es vuestro navío, porque no habéis de volver más al que en la mar os queda aguardando, si ya esta señora no quiere perder la honra, y vos, que decís que sois su hermano, la vida". Díjome, en fin, que el capitán del navío quería deshonrar a mi hermana y darme a mí la muerte, y que atendiésemos a nuestro remedio, que él nos seguiría y acompañaría en todo lugar y en todo acontecimiento. Si nos turbamos con esta nueva, júzguelo el que estuviere acostumbrado a recebirlas malas de los bienes que espera. Agradecíle el aviso, y ofrecíle la recompensa cuando nos viésemos en más felice estado. "Aun bien -dijo Cloelia- que traigo conmigo las joyas de mi señora".
»Y, aconsejándonos los cuatro de lo que hacer debíamos, fue parecer del marinero que nos entrásemos el río adentro: quizá descubriríamos algún lugar que nos defendiese, si acaso los de la nave viniesen a buscarnos. "Mas no vendrán -dijo-, porque no hay gente en todas estas islas que no piense ser cosarios todos cuantos surcan estas riberas, y, en viendo la nave o naves, luego toman las armas para defenderse; y, si no es con asaltos nocturnos y secretos, nunca salen medrados los cosarios".
»Parecióme bien su consejo; tomé yo el un remo, y ayudéle a llevar el trabajo. Subimos por el río arriba, y, habiendo andado como dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y varios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista una selva de árboles movibles, que de la una ribera a la otra ligeramente cruzaban. Llegamos más cerca y conocimos ser barcas enramadas lo que parecían árboles, y que el son le formaban los instrumentos que tañían los que en ellas iban. Apenas nos hubieron descubierto, cuando se vinieron a nosotros y rodearon nuestro barco por todas partes. Levantóse en pie mi hermana, y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, tomados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio su ama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra; que, como después supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas venían, los cuales a voces, como dijo el marinero, que las entendía, decían: "¿Qué es esto? ¿Qué deidad es esta que viene a visitarnos y a dar el parabién al pescador Carino y a la sin par Selviana de sus felicísimas bodas?" Luego dieron cabo a nuestra barca, y nos llevaron a desembarcar no lejos del lugar donde nos habían encontrado.
»Apenas pusimos los pies en la ribera, cuando un escuadrón de pescadores, que así lo mostraban ser en su traje, nos rodearon, y uno por uno, llenos de admiración y reverencia, llegaron a besar las orillas del vestido de Auristela, la cual, a pesar del temor que la congojaba de las nuevas que la habían dado, se mostró a aquel punto tan hermosa, que yo disculpo el error de aquellos que la tuvieron por divina.
»Poco desviados de la ribera, vimos un tálamo en gruesos troncos de sabina sustentado, cubierto de verde juncia, y oloroso con diversas flores, que servían de alcatifas al suelo; vimos ansimismo levantarse de unos asientos dos mujeres y dos hombres, ellas mozas y ellos gallardos mancebos: la una hermosa sobremanera, y la otra fea sobremanera; el uno gallardo y gentilhombre, y el otro no tanto; y todos cuatro se pusieron de rodillas ante Auristela, y el más gentilhombre dijo: "¡Oh tú, quienquiera que seas, que no puedes ser sino cosa del cielo!; mi hermano y yo, con el estremo a nuestras fuerzas posible, te agradecemos esta merced que nos haces, honrando nuestras pobres y ya de hoy más ricas bodas. Ven, señora, y si en lugar de los palacios de cristal, que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los tejados de mimbres, o por mejor decir, las paredes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro, y las voluntades de perlas para servirte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porque no hallo cosa mejor que el oro, ni más hermosa que las perlas". Inclinóse a abrazarle Auristela, confirmando con su gravedad, cortesía y hermosura la opinión que della tenían.
»El pescador menos gallardo se apartó a dar orden a la demás turba a que levantasen las voces en alabanzas de la recién venida estranjera, y que tocasen todos los instrumentos en señal de regocijo. Las dos pescadoras, fea y hermosa, con sumisión humilde, besaron las manos a Auristela, y ella las abrazó cortés y amigablemente. El marinero, contentísimo del suceso, dio cuenta a los pescadores del navío que en el mar quedaba, diciéndoles que era de cosarios, de quien se temía que habían de venir por aquella doncella, que era una principal señora, hija de reyes: que, para mover los corazones a su defensa, le pareció ser necesario levantar este testimonio a mi hermana. Apenas entendieron esto, cuando dejaron los instrumentos regocijados y acudieron a los bélicos, que tocaron "¡arma, arma!" por entrambas riberas.
»Llegó en esto la noche, recogímonos al mismo rancho de los desposados, pusiéronse centinelas hasta la misma boca del río, cebáronse las nasas, tendiéronse las redes y acomodáronse los anzuelos: todo con intención de regalar y servir a sus nuevos huéspedes; y, por más honrarlos, los dos recién desposados no quisieron aquella noche pasarla con sus esposas, sino dejar los ranchos solos a ellas y a Auristela y a Cloelia, y que ellos, con sus amigos, conmigo y con el marinero, se les hiciese guarda y centinela. Y, aunque sobraba la claridad del cielo, por la que ofrecía la de la creciente luna, y en la tierra ardían las hogueras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los desposados que cenásemos en el campo los varones, y dentro del rancho las mujeres. Hízose así, y fue la cena tan abundante que pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar a la tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados.
»Acabada la cena, Carino me tomó por la mano, y, paseándose conmigo por la ribera, después de haber dado muestras de tener apasionada el alma, con sollozos y con suspiros, me dijo: "Por tener milagrosa esta tu llegada a tal sazón y tal coyuntura, que con ella has dilatado mis bodas, tengo por cierto que mi mal ha de tener remedio mediante tu consejo; y ansí, aunque me tengas por loco, y por hombre de mal conocimiento y de peor gusto, quiero que sepas que, de aquellas dos pescadoras que has visto, la una fea y la otra hermosa, a mí me ha cabido en suerte de que sea mi esposa la más bella, que tiene por nombre Selviana; pero no sé qué te diga, ni sé qué disculpa dar de la culpa que tengo, ni del yerro que hago. Yo adoro a Leoncia, que es la fea, sin poder ser parte a hacer otra cosa. Con todo esto, te quiero decir una verdad, sin que me engañe en creerla: que a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leoncia descubro, ella es la más hermosa mujer del mundo; y hay más en esto: que de Solercio, que es el nombre del otro desposado, tengo más de un barrunto que muere por Selviana. De modo que nuestras cuatro voluntades están trocadas, y esto ha sido por querer todos cuatro obedecer a nuestros padres y a nuestros parientes, que han concertado estos matrimonios. Y no puedo yo pensar en qué razón se consiente que la carga que ha de durar toda la vida se la eche el hombre sobre sus hombros, no por el suyo, sino por el gusto ajeno; y, aunque esta tarde habíamos de dar el consentimiento y el sí del cautiverio de nuestras voluntades, no por industria, sino por ordenación del cielo, que así lo quiero creer, se estorbó con vuestra venida, de modo que aún nos queda tiempo para enmendar nuestra ventura; y para esto te pido consejo, pues, como estranjero, y no parcial de ninguno, sabrás aconsejarme, porque tengo determinado que, si no se descubre alguna senda que me lleve a mi remedio, de ausentarme destas riberas, y no parecer en ellas en tanto que la vida me durare: ora mis padres se enojen, o mis parientes me riñan, o mis amigos se enfaden".
»Atentamente le estuve escuchando, y de improviso me vino a la memoria su remedio, y a la lengua estas mismas palabras: "No hay para qué te ausentes, amigo; a lo menos, no ha de ser antes que yo hable con mi hermana Auristela, que es aquella hermosísima doncella que has visto. Ella es tan discreta que parece que tiene entendimiento divino, como tiene hermosura divina".
»Con esto nos volvimos a los ranchos, y yo conté a mi hermana todo lo que con el pescador había pasado, y ella halló en su discreción el modo como sacar verdaderas mis palabras y el contento de todos; y fue que, apartándose con Leoncia y Selviana a una parte, les dijo: "Sabed, amigas, que de hoy más lo habéis de ser verdaderas mías, que juntamente con este buen parecer que el cielo me ha dado, me dotó de un entendimiento perspicaz y agudo, de tal modo que, viendo el rostro de una persona, le leo el alma y le adivino los pensamientos. Para prueba desta verdad, os presentaré a vosotras por testigos: tú, Leoncia, mueres por Carino, y tú, Selviana, por Solercio; la virginal vergüenza os tiene mudas, pero por mi lengua se romperá vuestro silencio, y por mi consejo, que, sin duda alguna será admitido, se igualarán vuestros deseos. Callad y dejadme hacer, que o yo no tendré discreción, o vosotras tendréis felice fin en vuestros deseos". Ellas, sin responder palabra, sino con besarla infinitas veces las manos y abrazándola estrechamente, confirmaron ser verdad cuanto había dicho, especialmente en lo de sus trocadas aficiones.
»Pasóse la noche, vino el día, cuya alborada fue regocijadísima, porque con nuevos y verdes ramos parecieron adornadas las barcas de los pescadores; sonaron los instrumentos con nuevos y alegres sones; alzaron las voces todos, con que se aumentó la alegría; salieron los desposados para irse a poner en el tálamo donde habían estado el día de antes; vistiéronse Selviana y Leoncia de nuevas ropas de boda. Mi hermana, de industria, se aderezó y compuso con los mismos vestidos que tenía, y, con ponerse una cruz de diamantes sobre su hermosa frente y unas perlas en sus orejas (joyas de tanto valor que hasta ahora nadie les ha sabido dar su justo precio, como lo veréis cuando os las enseñe), mostró ser imagen sobre el mortal curso levantada. Llevaba asidas de las manos a Selviana y a Leoncia, y, puesta encima del teatro, donde el tálamo estaba, llamó y hizo llegar junto a sí a Carino y a Solercio. Carino llegó temblando y confuso de no saber lo que yo había negociado, y, estando ya el sacerdote a punto para darles las manos y hacer las católicas ceremonias que se usan, mi hermana hizo señales que la escuchasen. Luego se estendió un mudo silencio por toda la gente, tan callado que apenas los aires se movían. Viéndose, pues, prestar grato oído de todos, dijo en alta y sonora voz: "Esto quiere el cielo". Y, tomando por la mano a Selviana, se la entregó a Solercio, y, asiendo de la de Leoncia, se la dio a Carino. "Esto, señores -prosiguió mi hermana-, es, como ya he dicho, ordenación del cielo, y gusto no accidental, sino propio destos venturosos desposados, como lo muestra la alegría de sus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas". Abrazáronse los cuatro, con cuya señal todos los circunstantes aprobaron su trueco, y confirmaron, como ya he dicho, ser sobrenatural el entendimiento y belleza de mi hermana, pues así había trocado aquellos casi hechos casamientos con sólo mandarlo.
»Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las barcas del río cuatro despalmadas, vistosas por las diversas colores con que venían pintadas, y los remos, que eran seis de cada banda, ni más ni menos; las banderetas, que venían muchas por los filaretes, ansimismo eran de varios colores; los doce remeros de cada una venían vestidos de blanquísimo y delgado lienzo, de aquel mismo modo que yo vine cuando entré la vez primera en esta isla. Luego conocí que querían las barcas correr el palio, que se mostraba puesto en el árbol de otra barca, desviada de las cuatro como tres carreras de caballo. Era el palio de tafetán verde listado de oro, vistoso y grande, pues alcanzaba a besar y aun a pasearse por las aguas. El rumor de la gente y el son de los instrumentos era tan grande que no se dejaba entender lo que mandaba el capitán del mar, que en otra pintada barca venía. Apartáronse las enramadas barcas a una y otra parte del río, dejando un espacio llano en medio, por donde las cuatro competidoras barcas volasen, sin estorbar la vista a la infinita gente que desde el tálamo y desde ambas riberas estaba atenta a mirarlas; y, estando ya los bogadores asidos de las manillas de los remos, descubiertos los brazos, donde se parecían los gruesos nervios, las anchas venas y los torcidos músculos, atendían la señal de la partida, impacientes por la tardanza, y fogosos, bien ansí como lo suele estar el generoso can de Irlanda cuando su dueño no le quiere soltar de la traílla a hacer la presa que a la vista se le muestra.
»Llegó, en fin, la señal esperada, y a un mismo tiempo arrancaron todas cuatro barcas, que no por el agua, sino por el viento parecía que volaban: una dellas, que llevaba por insignia un vendado Cupido, se adelantó de las demás casi tres cuerpos de la misma barca, cuya ventaja dio esperanza a todos cuantos la miraban de que ella sería la primera que llegase a ganar el deseado premio; otra, que venía tras ella, iba alentando sus esperanzas, confiada en el tesón durísimo de sus remeros; pero, viendo que la primera en ningún modo desmayaba, estuvieron por soltar los remos sus bogadores. Pero son diferentes los fines y acontecimientos de las cosas de aquello que se imagina, porque, aunque es ley que, los combates y contiendas, que ninguno de los que miran favorezca a ninguna de las partes con señales, con voces o con otro algún género que parezca que pueda servir de aviso al combatiente, viendo la gente de la ribera que la barca de la insignia de Cupido se aventajaba tanto a las demás, sin mirar a leyes, creyendo que ya la victoria era suya, dijeron a voces muchos: "¡Cupido vence! ¡El Amor es invencible!" A cuyas voces, por escuchallas, parece que aflojaron un tanto los remeros del Amor.
»Aprovechóse de esta ocasión la segunda barca, que detrás de la del Amor venía, la cual traía por insignia al Interés en figura de un gigante pequeño, pero muy ricamente aderezado, y impelió los remos con tanta fuerza que llegó a igualarse el Interés con el Amor, y, arrimándosele a un costado, le hizo pedazos todos los remos de la diestra banda, habiendo primero la del Interés recogido los suyos y pasado adelante, dejando burladas las esperanzas de los que primero habían cantado la victoria por el Amor; y volvieron a decir: "¡El Interés vence! ¡El Interés vence!"
»La barca tercera traía por insignia a la Diligencia, en figura de una mujer desnuda, llena de alas por todo el cuerpo; que, a traer trompeta en las manos, antes pareciera Fama que Diligencia. Viendo el buen suceso del Interés, alentó su confianza, y sus remeros se esforzaron de modo que llegaron a igualar con el Interés; pero, por el mal gobierno del timonero, se embarazó con las dos barcas primeras, de modo que los unos ni los otros remos fueron de provecho. Viendo lo cual la postrera, que traía por insignia a la Buena Fortuna, cuando estaba desmayada y casi para dejar la empresa, viendo el intricado enredo de las demás barcas, desviándose algún tanto de ellas por no caer en el mismo embarazo, apretó, como decirse suele, los puños y, deslizándose por un lado, pasó delante de todas. Cambiáronse los gritos de los que miraban, cuyas voces sirvieron de aliento a su bogadores, que, embebidos en el gusto de verse mejorados, les parecía que si los que quedaban atrás entonces les llevaran la misma ventaja, no dudaran de alcanzarlos ni de ganar el premio, como lo ganaron, más por ventura que por ligereza.
»En fin, la Buena Fortuna fue la que la tuvo buena entonces, y la mía de agora no lo sería si yo adelante pasase con el cuento de mis muchos y estraños sucesos.» Y así, os ruego, señores, dejemos esto en este punto, que esta noche le daré fin, si es posible que le puedan tener mis desventuras.
Esto dijo Periandro a tiempo que al enfermo Antonio le tomó un terrible desmayo; viendo lo cual su padre, casi como adevino de dónde procedía, los dejó a todos, y se fue, como después parecerá, a buscar a la Cenotia, con la cual le sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.
PARÉCEME que si no se arrimara la paciencia al gusto que tenían Arnaldo y Policarpo de mirar a Auristela, y Sinforosa de ver a Periandro, ya la hubieran perdido escuchando su larga plática, de quien juzgaron Mauricio y Ladislao que había sido algo larga y traída no muy a propósito, pues, para contar sus desgracias propias, no había para qué contar los placeres ajenos. Con todo eso, les dio gusto y quedaron con él, esperando oír el fin de su historia, por el donaire siquiera y buen estilo con que Periandro la contaba.
Halló Antonio el padre a la Cenotia, que buscaba en la cámara del rey por lo menos; y, en viéndola, puesta una desenvainada daga en las manos, con cólera española y discurso ciego arremetió a ella, diciéndola (la asió del brazo izquierdo y levantando la daga en alto, la dijo):
-Dame, ¡oh hechicera!, a mi hijo vivo y sano, y luego; si no, haz cuenta que el punto de tu muerte ha llegado. Mira si tienes su vida envuelta en algún envoltorio de agujas sin ojos o de alfileres sin cabezas; mira, ¡oh pérfida!, si la tienes escondida en algún quicio de puerta o en alguna otra parte que sólo tú la sabes.
Pasmóse Cenotia, viendo que la amenazaba una daga desnuda en las manos de un español colérico, y, temblando, le prometió de darle la vida y salud de su hijo; y aun le prometiera de darle la salud de todo el mundo, si se la pidiera: de tal manera se le había entrado el temor en el alma.
Y así, le dijo:
-Suéltame, español, y envaina tu acero, que los que tiene tu hijo le han conducido al término en que está; y, pues sabes que las mujeres somos naturalmente vengativas, y más cuando nos llama a la venganza el desdén y el menosprecio, no te maravilles si la dureza de tu hijo me ha endurecido el pecho. Aconséjale que se humane de aquí adelante con los rendidos, y no menosprecie a los que piedad le pidieren, y vete en paz, que mañana estará tu hijo en disposición de levantarse bueno y sano.
-Cuando así no sea -respondió Antonio-, ni a mí me faltará industria para hallarte, ni cólera para quitarte la vida.
Y con esto la dejó, y ella quedó tan entregada al miedo que, olvidándose de todo agravio, sacó del quicio de una puerta los hechizos que había preparado para consumir la vida poco a poco del riguroso mozo, que con los de su donaire y gentileza la tenía rendida.
Apenas hubo sacado la Cenotia sus endemoniados preparamentos de la puerta, cuando salió la salud perdida de Antonio a plaza, cobrando en su rostro las primeras colores, los ojos vista alegre y las desmayadas fuerzas esforzado brío, de lo que recibieron general contento cuantos le conocían.
Y, estando con él a solas, su padre le dijo:
-En todo cuanto quiero agora decirte, ¡oh hijo!, quiero advertirte que adviertas que se encaminan mis razones a aconsejarte que no ofendas a Dios en ninguna manera; y bien habrás echado de ver esto en quince o diez y seis años que ha que te enseño la ley que mis padres me enseñaron, que es la católica, la verdadera y en la que se han de salvar y se han salvado todos los que han entrado hasta aquí y han de entrar de aquí adelante en el reino de los cielos. Esta santa ley nos enseña que no estamos obligados a castigar a los que nos ofenden, sino a aconsejarlos la enmienda de sus delitos: que el castigo toca al juez y la reprehensión a todos, como sea con las condiciones que después te diré. Cuando te convidaren a hacer ofensas que redunden en deservicio de Dios, no tienes para qué armar el arco, ni disparar flechas, ni decir injuriosas palabras: que, con no recebir el consejo y apartarte de la ocasión, quedarás vencedor en la pelea, y libre y seguro de verte otra vez en el trance que ahora te has visto. La Cenotia te tenía hechizado, y con hechizos de tiempo señalado, poco a poco, en menos de diez días perdieras la vida si Dios y mi buena diligencia no lo hubiera estorbado; y vente conmigo, porque alegres a todos tus amigos con tu vista, y escuchemos los sucesos de Periandro, que los ha de acabar de contar esta noche.
Prometióle Antonio a su padre de poner en obra todos sus consejos, con el ayuda de Dios, a pesar de todas las persuasiones y lazos que contra su honestidad le armasen.
La Cenotia, en esto, corrida, afrentada y lastimada de la soberbia desamorada del hijo, y de la temeridad y cólera del padre, quiso por mano ajena vengar su agravio, sin privarse de la presencia de su desamorado bárbaro; y, con este pensamiento y resuelta determinación, se fue al rey Policarpo y le dijo:
-Ya sabes, señor, cómo, después que vine a tu casa y a tu servicio, siempre he procurado no apartarme en él con la solicitud posible; sabes también, fiado en la verdad que de mí tienes conocida, que me tienes hecha archivo de tus secretos, y sabes, como prudente, que en los casos propios, y más si se ponen de por medio deseos amorosos, suelen errarse los discursos que, al parecer, van más acertados; y por esto querría que, en el que ahora tienes hecho de dejar ir libremente a Arnaldo y a toda su compañía, vas fuera de toda razón y de todo término. Dime: si no puedes presente rendir a Auristela, ¿cómo la rendirás ausente?; ¿y cómo querrá ella cumplir su palabra, volviendo a tomar por esposo a un varón anciano, que en efeto lo eres, que las verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden engañar, teniéndose ella de su mano a Periandro, que podría ser que no fuese su hermano, y a Arnaldo, príncipe mozo y que no la quiere para menos que para ser su esposa? No dejes, señor, que la ocasión que agora se te ofrece te vuelva la calva en lugar de la guedeja, y puedes tomar ocasión de detenerlos, de querer castigar la insolencia y atrevimiento que tuvo este mostruo bárbaro que viene en su compañía de matar en tu misma casa a aquel que dicen que se llamaba Clodio; que si ansí lo haces, alcanzarás fama que alberga en tu pecho, no el favor, sino la justicia.
Estaba escuchando Policarpo atentísimamente a la maliciosa Cenotia, que con cada palabra que le decía le atravesaba, como si fuera con agudos clavos, el corazón; y luego luego quisiera correr a poner en efeto sus consejos. Ya le parecía ver a Auristela en brazos de Periandro, no como en los de su hermano, sino como en los de su amante; ya se la contemplaba con la corona en la cabeza del reino de Dinamarca, y que Arnaldo hacía burla de sus amorosos disinios. En fin, la rabia de la endemoniada enfermedad de los celos se le apoderó del alma en tal manera, que estuvo por dar voces y pedir venganza de quien en ninguna cosa le había ofendido. Pero, viendo la Cenotia cuán sazonado le tenía, y cuán prompto para ejecutar todo aquello que más le quisiese aconsejar, le dijo que se sosegase por entonces, y que esperasen a que aquella noche acabase de contar Periandro su historia, porque el tiempo se le diese de pensar lo que más convenía.
Agradecióselo Policarpo, y ella, cruel y enamorada, daba trazas en su pensamiento cómo cumpliese el deseo del rey y el suyo. Llegó en esto la noche; juntáronse a conversación como la vez pasada; volvió Periandro a repetir algunas palabras antes dichas, para que viniese con concierto a anudar el hilo de su historia, que la había dejado en el certamen de las barcas.
Prosigue Periandro su agradable historia y el robo de Auristela
LA QUE CON más gusto escuchaba a Periandro era la bella Sinforosa, estando pendiente de sus palabras como con las cadenas que salían de la boca de Hércules: tal era la gracia y donaire con que Periandro contaba sus sucesos. Finalmente, los volvió anudar, como se ha dicho, prosiguiendo desta manera:
-«Al Amor, al Interés y a la Diligencia dejó atrás la Buena Fortuna, que sin ella vale poco la diligencia, no es de provecho el interés, ni el amor puede usar de sus fuerzas. La fiesta de mis pescadores, tan regocijada como pobre, excedió a las de los triunfos romanos: que tal vez en la llaneza y en la humildad suelen esconderse los regocijos más aventajados. Pero, como las venturas humanas estén por la mayor parte pendientes de hilos delgados, y los de la mudanza fácilmente se quiebran y desbaratan, como se quebraron las de mis pescadores, y se retorcieron y fortificaron mis desgracias, aquella noche la pasamos todos en una isla pequeña que en la mitad del río se hacía, convidados del verde sitio y apacible lugar. Holgábanse los desposados, que, sin muestras de parecer que lo eran, con honestidad y diligencia de dar gusto a quien se le había dado tan grande, poniéndolos en aquel deseado y venturoso estado; y así, ordenaron que en aquella isla del río se renovasen las fiestas y se continuasen por tres días.
»La sazón del tiempo, que era la del verano; la comodidad del sitio, el resplandor de la luna, el susurro de las fuentes, la fruta de los árboles, el olor de las flores, cada cosa destas de por sí, y todas juntas, convidaban a tener por acertado el parecer de que allí estuviésemos el tiempo que las fiestas durasen. Pero, apenas nos habíamos reducido a la isla, cuando, de entre un pedazo de bosque que en ella estaba, salieron hasta cincuenta salteadores armados a la ligera, bien como aquellos que quieren robar y huir, todo a un mismo punto; y, como los descuidados acometidos suelen ser vencidos con su mismo descuido, casi sin ponernos en defensa, turbados con el sobresalto, antes nos pusimos a mirar que acometer a los ladrones, los cuales, como hambrientos lobos, arremetieron al rebaño de las simples ovejas, y se llevaron, si no en la boca, en los brazos, a mi hermana Auristela, a Cloelia, su ama, y a Selviana y a Leoncia, como si solamente vinieran a ofendellas, porque se dejaron muchas otras mujeres a quien la naturaleza había dotado de singular hermosura.
»Yo, a quien el estraño caso más colérico que suspenso me puso, me arrojé tras los salteadores, los seguí con los ojos y con las voces, afrentándolos como si ellos fueran capaces de sentir afrentas, solamente para irritarlos a que mis injurias les moviesen a volver a tomar venganza de ellas; pero ellos, atentos a salir con su intento, o no oyeron o no quisieron vengarse, y así, se desparecieron; y luego los desposados y yo, con algunos de los principales pescadores, nos juntamos, como suele decirse, a consejo, sobre qué haríamos para enmendar nuestro yerro y cobrar nuestras prendas. Uno dijo: "No es posible sino que alguna nave de salteadores está en la mar, y en parte donde con facilidad ha echado esta gente en tierra, quizá sabidores de nuestra junta y de nuestras fiestas. Si esto es ansí, como sin duda lo imagino, el mejor remedio es que salgan algunos barcos de los nuestros y les ofrezcan todo el rescate que por la presa quisieren, sin detenerse en el tanto más cuanto: que las prendas de esposas hasta las mismas vidas de sus mismos esposos merecen en rescate". "Yo seré -dije entonces- el que haré esa diligencia; que, para conmigo, tanto vale la prenda de mi hermana como si fuera la vida de todos los del mundo". Lo mismo dijeron Carino y Solercio: ellos llorando en público y yo muriendo en secreto.
»Cuando tomamos esta resolución comenzaba anochecer, pero, con todo eso, nos entramos en un barco los desposados y yo con seis remeros; pero, cuando salimos al mar descubierto, había acabado de cerrar la noche, por cuya escuridad no vimos bajel alguno. Determinamos de esperar el venidero día, por ver si con la claridad descubríamos algún navío, y quiso la suerte que descubriésemos dos: el uno que salía del abrigo de la tierra y el otro que venía a tomarla. Conocí que el que dejaba la tierra era el mismo de quien habíamos salido a la isla, así en las banderas como en las velas, que venían cruzadas con una cruz roja. Los que venían de fuera las traían verdes, y los unos y los otros eran cosarios. Pues, como yo imaginé que el navío que salía de la isla era el de los salteadores de la presa, hice poner en una lanza una bandera blanca de seguro; vine arrimando al costado del navío, para tratar del rescate, llevando cuidado de que no me prendiese. Asomóse el capitán al borde, y, cuando quise alzar la voz para hablarle, puedo decir que me la turbó y suspendió y cortó en la mitad del camino un espantoso trueno que formó el disparar de un tiro de artillería de la nave de fuera, en señal que desafiaba a la batalla al navío de tierra. Al mismo punto le fue respondido con otro no menos poderoso, y en un instante se comenzaron a cañonear las dos naves, como si fueran de dos conocidos y irritados enemigos.
»Desvióse nuestro barco de en mitad de la furia, y desde lejos estuvimos mirando la batalla; y, habiendo jugado la artillería casi una hora, se aferraron los dos navíos con una no vista furia. Los del navío de fuera, o más venturosos, o por mejor decir, más valientes, saltaron en el navío de tierra, y en un instante desembarazaron toda la cubierta, quitando la vida a sus enemigos, sin dejar a ninguno con ella. Viéndose, pues, libres de sus ofensores, se dieron a saquear el navío de las cosas más preciosas que tenía, que por ser de cosarios no era mucho, aunque en mi estimación eran las mejores del mundo, porque se llevaron de las primeras a mi hermana, a Selviana, a Leoncia y a Cloelia, con que enriquecieron su nave, pareciéndoles que en la hermosura de Auristela llevaban un precioso y nunca visto rescate. Quise llegar con mi barca a hablar con el capitán de los vencedores, pero, como mi ventura andaba siempre en los aires, uno de tierra sopló y hizo apartar el navío. No pude llegar a él, ni ofrecer imposibles por el rescate de la presa, y así, fue forzoso el volvernos, sin ninguna esperanza de cobrar nuestra pérdida; y, por no ser otra la derrota que el navío llevaba que aquella que el viento le permitía, no podimos por entonces juzgar el camino que haría, ni señal que nos diese a entender quiénes fuesen los vencedores, para juzgar siquiera, sabiendo su patria, las esperanzas de nuestro remedio. Él voló, en fin, por el mar adelante, y nosotros, desmayados y tristes, nos entramos en el río, donde todos los barcos de los pescadores nos estaban esperando.
»No sé si os diga, señores, lo que es forzoso deciros: un cierto espíritu se entró entonces en mi pecho, que, sin mudarme el ser, me pareció que le tenía más que de hombre; y así, levantándome en pie sobre la barca, hice que la rodeasen todas las demás y estuviesen atentos a estas o otras semejantes razones que les dije: "La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento; los cobardes, aunque nazcan ricos, siempre son pobres, como los avaros mendigos. Esto os digo, ¡oh amigos míos!, para moveros y incitaros a que mejoréis vuestra suerte, y a que dejéis el pobre ajuar de unas redes y de unos estrechos barcos, y busquéis los tesoros que tiene en sí encerrados el generoso trabajo; llamo generoso al trabajo del que se ocupa en cosas grandes. Si suda el cavador rompiendo la tierra, y apenas saca premio que le sustente más que un día, sin ganar fama alguna, ¿por qué no tomará en lugar de la azada una lanza, y, sin temor del sol ni de todas las inclemencias del cielo, procurará ganar con el sustento fama que le engrandezca sobre los demás hombres? La guerra, así como es madrastra de los cobardes, es madre de los valientes, y los premios que por ella se alcanzan se pueden llamar ultramundanos. ¡Ea, pues, amigos, juventud valerosa, poned los ojos en aquel navío que se lleva las caras prendas de vuestros parientes, encerrándonos en estotro, que en la ribera nos dejaron, casi, a lo que creo, por ordenación del cielo! Vamos tras él y hagámonos piratas, no codiciosos, como son los demás, sino justicieros, como lo seremos nosotros. A todos se nos entiende el arte de la marinería; bastimentos hallaremos en el navío con todo lo necesario a la navegación, porque sus contrarios no le despojaron más que de las mujeres; y si es grande el agravio que hemos recebido, grandísima es la ocasión que para vengarle se nos ofrece. Sígame, pues, el que quisiere, que yo os suplico, y Carino y Solercio os lo ruegan, que bien sé que no me han de dejar en esta valerosa empresa".
»Apenas hube acabado de decir estas razones, cuando se oyó un murmúreo por todas las barcas, procedido de que unos con otros se aconsejaban de lo que harían; y entre todos salió una voz que dijo: "Embárcate, generoso huésped, y sé nuestro capitán y nuestra guía, que todos te seguiremos".
»Esta tan improvisa resolución de todos me sirvió de felice auspicio, y, por temer que la dilación de poner en obra mi buen pensamiento no les diese ocasión de madurar su discurso, me adelanté con mi barco, al cual siguieron otros casi cuarenta. Llegué a reconocer el navío, entré dentro, escudriñéle todo, miré lo que tenía y lo que le faltaba, y hallé todo lo que me pudo pedir el deseo que fuese necesario para el viaje. Aconsejéles que ninguno volviese a tierra, por quitar la ocasión de que el llanto de las mujeres y el de los queridos hijos no fuese parte para dejar de poner en efeto resolución tan gallarda. Todos lo hicieron así, y desde allí se despidieron con la imaginación de sus padres, hijos y mujeres: ¡caso estraño, y que ha menester que la cortesía ayude a darle crédito! Ninguno volvió a tierra, ni se acomodó de más vestidos de aquellos con que había entrado en el navío, en el cual, sin repartir los oficios, todos servían de marineros y de pilotos, excepto yo, que fui nombrado por capitán por gusto de todos. Y, encomendándome a Dios, comencé luego a ejercer mi oficio, y lo primero que mandé fue desembarazar el navío de los muertos que habían sido en la pasada refriega y limpiarle de la sangre de que estaba lleno; ordené que se buscasen todas las armas, ansí ofensivas como defensivas, que en él había, y, repartiéndolas entre todos, di a cada uno la que a mi parecer mejor le estaba; requerí los bastimentos, y, conforme a la gente, tanteé para cuántos días serían bastantes, poco más a menos. Hecho esto, y hecha oración al cielo, suplicándole encaminase nuestro viaje y favoreciese nuestros tan honrados pensamientos, mandé izar las velas, que aún se estaban atadas a las entenas, y que las diéramos al viento, que, como se ha dicho, soplaba de la tierra, y, tan alegres como atrevidos y tan atrevidos como confiados, comenzamos a navegar por la misma derrota que nos pareció que llevaba el navío de la presa.» Veisme aquí, señores que me estáis escuchando, hecho pescador y casamentero rico con mi querida hermana y pobre sin ella, robado de salteadores, y subido al grado de capitán contra ellos; que las vueltas de mi fortuna no tienen un punto donde paren, ni términos que las encierren.
-No más -dijo a esta sazón Arnaldo-; no más, Periandro amigo; que, puesto que tú no te canses de contar tus desgracias, a nosotros nos fatiga el oírlas, por ser tantas.
A lo que respondió Periandro:
-Yo, señor Arnaldo, soy hecho como esto que se llama lugar, que es donde todas las cosas caben, y no hay ninguna fuera del lugar, y en mí le tienen todas las que son desgraciadas, aunque, por haber hallado a mi hermana Auristela, las juzgo por dichosas; que el mal que se acaba sin acabar la vida, no lo es.
A esto dijo Transila:
-Yo por mí digo, Periandro, que no entiendo esa razón; sólo entiendo que le será muy grande, si no cumplís el deseo que todos tenemos de saber los sucesos de vuestra historia, que me va pareciendo ser tales que han de dar ocasión a muchas lenguas que las cuenten y muchas injuriosas plumas que la escriban. Suspensa me tiene el veros capitán de salteadores (juzgué merecer este nombre vuestros pescadores valientes), y estaré esperando, también suspensa, cuál fue la primera hazaña que hicistes, y la aventura primera con que encontrastes.
-Esta noche, señora -respondió Periandro-, daré fin, si fuere posible, al cuento, que aún, hasta agora, se está en sus principios.
Quedando todos de acuerdo que aquella noche volviesen a la misma plática, por entonces dio fin Periandro a la suya.
Da cuenta Periandro de un notable caso que le sucedió en el mar
LA SALUD del enhechizado Antonio volvió su gallardía a su primera entereza, y con ella se volvieron a renovar en Cenotia sus mal nacidos deseos, los cuales también renovaron en su corazón los temores de verse de él ausente: que los desahuciados de tener en sus males remedio, nunca acaban de desengañarse que lo están, en tanto que veen presente la causa de donde nacen. Y así, procuraba, con todas las trazas que podía imaginar su agudo entendimiento, de que no saliesen de la ciudad ninguno de aquellos huéspedes; y así, volvió a aconsejar a Policarpo que en ninguna manera dejase sin castigo el atrevimiento del bárbaro homicida, y que, por lo menos, ya que no le diese la pena conforme al delito, le debía prender y castigarle siquiera con amenazas, dando lugar que el favor se opusiese por entonces a la justicia, como tal vez se suele hacer en más importantes ocasiones.
No la quiso tomar Policarpo en la que este consejo le ofrecía, diciendo a la Cenotia que era agraviar la autoridad del príncipe Arnaldo, que debajo de su amparo le traía, y enfadar a su querida Auristela, que como a su hermano le trataba; y más, que aquel delito fue accidental y forzoso, y nacido más de desgracia que de malicia; y más, que no tenía parte que le pidiese, y que todos cuantos le conocían afirmaban que aquella pena era condigna de su culpa, por ser el mayor maldiciente que se conocía.
-¿Cómo es esto, señor -replicó la Cenotia-, que, habiendo quedado el otro día entre nosotros de acuerdo de prenderle, con cuya ocasión la tomases de detener a Auristela, agora estás tan lejos de tomarle? Ellos se te irán, ella no volverá, tú llorarás entonces tu perplejidad y tu mal discurso, a tiempo cuando ni te aprovechen las lágrimas, ni enmendar en la imaginación lo que ahora con nombre de piadoso quieres hacer. Las culpas que comete el enamorado en razón de cumplir su deseo no lo son, en razón de que no es suyo, ni es él el que las comete, sino el amor, que manda su voluntad. Rey eres, y de los reyes las injusticias y rigores son bautizadas con nombre de severidad. Si prendes a este mozo, darás lugar a la justicia; y soltándole, a la misericordia; y en lo uno y en lo otro confirmarás el nombre que tienes de bueno.
Desta manera aconsejaba la Cenotia a Policarpo, el cual, a solas y en todo lugar, iba y venía con el pensamiento en el caso, sin saber resolverse de qué modo podía detener a Auristela sin ofender a Arnaldo, de cuyo valor y poder era razón temiese; pero, en medio de estas consideraciones, y en el de las que tenía Sinforosa, que, por no estar tan recatada ni tan cruel como la Cenotia, deseaba la partida de Periandro, por entrar en la esperanza de la vuelta, se llegó el término de que Periandro volviese a proseguir su historia, que la siguió en esta manera:
-«Ligera volaba mi nave por donde el viento quería llevarla, sin que se le opusiese a su camino la voluntad de ninguno de los que íbamos en ella, dejando todos en el albedrío de la fortuna nuestro viaje, cuando desde lo alto de la gavia vimos caer a un marinero, que, antes que llegase a la cubierta del navío, quedó suspenso de un cordel que traía anudado a la garganta. Llegué con priesa y cortésele, con que estorbé no se le acortase la vida. Quedó como muerto, y estuvo fuera de sí casi dos horas, al cabo de las cuales volvió en sí, y preguntándole la causa de su desesperación, dijo: "Dos hijos tengo, el uno de tres y el otro de cuatro años, cuya madre no pasa de los veinte y dos y cuya pobreza pasa de lo posible, pues sólo se sustentaba del trabajo de estas manos; y, estando yo agora encima de aquella gavia, volví los ojos al lugar donde los dejaba, y, casi como si alcanzara a verlos, los vi hincados de rodillas, las manos levantadas al cielo, rogando a Dios por la vida de su padre, y llamándome con palabras tiernas; vi ansimismo llorar a su madre, dándome nombres de cruel sobre todos los hombres. Esto imaginé con tan gran vehemencia que me fuerza a decir que lo vi, para no poner duda en ello. Y el ver que esta nave vuela y me aparta dellos, y que no sé dónde vamos, y la poca o ninguna obligación que me obligó a entrar en ella, me trastornó el sentido, y la desesperación me puso este cordel en las manos, y yo le di a mi garganta, por acabar en un punto los siglos de pena que me amenazaba".
»Este suceso movió a lástima a cuantos le escuchábamos, y, habiéndole consolado y casi asegurado que presto daríamos la vuelta contentos y ricos, le pusimos dos hombres de guarda que le estorbasen volver a poner en ejecución su mal intento, y ansí le dejamos; y yo, porque este suceso no despertase en la imaginación de alguno de los demás el querer imitarle, les dije que "la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme; y ¿qué mayor mal puede venir a un hombre que la muerte?; y, siendo esto así, no es locura el dilatarla: con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con la muerte desesperada no sólo no se acaban y se mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro desesperado: que aun hoy comenzamos a navegar, y el ánimo me está diciendo que nos aguardan y esperan mil felices sucesos".
»Todos dieron la voz a uno para responder por todos, el cual desta manera dijo: "Valeroso capitán, en las cosas que mucho se consideran, siempre se hallan muchas dificultades, y en los hechos valerosos que se acometen, alguna parte se ha de dar a la razón y muchas a la ventura; y en la buena que hemos tenido en haberte elegido por nuestro capitán, vamos seguros y confiados de alcanzar los buenos sucesos que dices. Quédense nuestras mujeres, quédense nuestros hijos, lloren nuestros ancianos padres, visite la pobreza a todos; que los cielos, que sustentan los gusarapos del agua, tendrán cuidado de sustentar los hombres de la tierra. Manda, señor, izar las velas; pon centinelas en las gavias por ver si descubren en qué podamos mostrar que, no temerarios, sino atrevidos, son los que aquí vamos a servirte".
»Agradecíles la respuesta, hice izar todas las velas, y, habiendo navegado aquel día, al amanecer del siguiente, la centinela de la gavia mayor dijo a grandes voces: "¡Navío!, ¡navío!" Preguntáronle qué derrota llevaba, y que de qué tamaño parecía. Respondió que era tan grande como el nuestro, y que le teníamos por la proa. "Alto, pues -dije-, amigos, tomad las armas en las manos, y mostrad con éstos, si son cosarios, el valor que os ha hecho dejar vuestras redes". Hice luego cargar las velas, y en poco más de dos horas descubrimos y alcanzamos el navío, al cual embestimos de golpe, y, sin hallar defensa alguna, saltaron en él más de cuarenta de mis soldados, que no tuvieron en quien ensangrentar las espadas, porque solamente traía algunos marineros y gente de servicio; y, mirándolo bien todo, hallaron en un apartamiento puestos en un cepo de hierro por la garganta, desviados uno de otro casi dos varas, a un hombre de muy buen parecer y a una mujer más que medianamente hermosa; y en otro aposento hallaron, tendido en un rico lecho, a un venerable anciano, de tanta autoridad que obligó su presencia a que todos le tuviésemos respeto. No se movió del lecho, porque no podía; pero, levantándose un poco, alzó la cabeza y dijo: "Envainad, señores, vuestras espadas, que en este navío no hallaréis ofensores en quien ejercitarlas; y si la necesidad os hace y fuerza a usar este oficio de buscar vuestra ventura a costa de las ajenas, a parte habéis llegado que os hará dichosos, no porque en este navío haya riquezas ni alhajas que os enriquezcan, sino porque yo voy en él, que soy Leopoldio, el rey de los dánaos".
»Este nombre de rey me avivó el deseo de saber qué sucesos habían traído a un rey estar tan solo y tan sin defensa alguna. Lleguéme a él, y preguntéle si era verdad lo que decía, porque, aunque su grave presencia prometía serlo, el poco aparato con que navegaba hacía poner en duda el creerle. "Manda, señor -respondió el anciano-, que esta gente se sosiegue, y escúchame un poco, que en breves razones te contaré cosas grandes". Sosegáronse mis compañeros, y ellos y yo estuvimos atentos a lo que decir quería, que fue esto: "El cielo me hizo rey del reino de Dánea, que heredé de mis padres, que también fueron reyes y lo heredaron de sus pasados, sin haberles introducido a serlo la tiranía, ni otra negociación alguna. Caséme en mi mocedad con una mujer mi igual; murióse, sin dejarme sucesión alguna. Corrió el tiempo, y muchos años me contuve en los límites de una honesta viudez; pero, al fin, por culpa mía, que de los pecados que se cometen nadie ha de echar la culpa a otro, sino a sí mismo; digo que, por culpa mía, tropecé y caí en la de enamorarme de una dama de mi mujer, que, a ser ella la que debía, hoy fuera el día que fuera reina, y no se viera atada y puesta en un cepo, como ya debéis de haber visto. Ésta, pues, pareciéndole no ser injusto anteponer los rizos de un criado mío a mis canas, se envolvió con él, y no solamente tuvo gusto de quitarme la honra, sino que procuró, junto con ella, quitarme la vida, maquinando contra mi persona con tan estrañas trazas, con tales embustes y rodeos, que, a no ser avisado con tiempo, mi cabeza estuviera fuera de mis hombros en una escarpia al viento, y las suyas coronadas del reino de Dánea. Finalmente, yo descubrí sus intentos a tiempo, cuando ellos también tuvieron noticia de que yo lo sabía. Una noche, en un pequeño navío que estaba con las velas en alto para partirse, por huir del castigo de su culpa y de la indignación de mi furia, se embarcaron. Súpelo, volé a la marina en las alas de mi cólera, y hallé que habría veinte horas que habían dado las suyas al viento; y yo, ciego del enojo y turbado con el deseo de la venganza, sin hacer algún prudente discurso, me embarqué en este navío y los seguí, no con autoridad y aparato de rey, sino como particular enemigo. Hallélos a cabo de diez días en una isla que llaman del Fuego; cogílos y descuidados, y, puestos en ese cepo que habréis visto, los llevaba a Dánea, para darles, por justicia y procesos fulminados, la debida pena a su delito. Esta es pura verdad, los delincuentes ahí están, que, aunque no quieran, la acreditan. Yo soy el rey de Dánea, que os prometo cien mil monedas de oro, no porque las traiga aquí, sino porque os doy mi palabra de ponéroslas y enviároslas donde quisiéredes, para cuya seguridad, si no basta mi palabra, llevadme con vosotros en vuestro navío y dejad que en este mío, ya vuestro, vaya alguno de los míos a Dánea, y traiga este dinero donde le ordenáredes. Y no tengo más que deciros".
»Mirábanse mis compañeros unos a otros, y diéronme la vez de responder por todos, aunque no era menester, pues yo, como capitán, lo podía y debía hacer. Con todo esto, quise tomar parecer con Carino y con Solercio y con algunos de los demás, porque no entendiesen que me quería alzar de hecho con el mando que de su voluntad ellos tenían dado; y así, la respuesta que di al rey fue decirle: "Señor, a los que aquí venimos, no nos puso la necesidad las armas en las manos, ni ninguno otro deseo que de ambiciosos tenga semejanza; buscando vamos ladrones, a castigar vamos salteadores y a destruir piratas; y, pues tú estás tan lejos de ser persona deste género, segura está tu vida de nuestras armas; antes, si has menester que con ellas te sirvamos, ninguna cosa habrá que nos lo impida; y, aunque agradecemos la rica promesa de tu rescate, soltamos la promesa, que, pues no estás cautivo, no estás obligado al cumplimiento de ella. Sigue en paz tu camino, y, en recompensa que vas de nuestro encuentro mejor de lo que pensaste, te suplicamos perdones a tus ofensores; que la grandeza del rey algún tanto resplandece más en ser misericordiosos que justicieros". Quisiérase humillar Leopoldio a mis pies, pero no lo consintió ni mi cortesía ni su enfermedad. Pedíle me diese alguna pólvora si llevaba, y partiese con nosotros de sus bastimentos, lo cual se hizo al punto. Aconsejéle, asimismo, que si no perdonaba a sus dos enemigos, los dejase en mi navío, que yo los pondría en parte donde no la tuviesen más de ofenderle. Dijo que sí haría, porque la presencia del ofensor suele renovar la injuria en el ofendido. Ordené que luego nos volviésemos a nuestro navío con la pólvora y bastimentos que el rey partió con nosotros; y, queriendo pasar a los dos prisioneros, ya sueltos y libres del pesado cepo, no dio lugar un recio viento que de improviso se levantó, de modo que apartó los dos navíos, sin dejar que otra vez se juntasen. Desde el borde de mi nave me despedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salió de su lecho y se despidió de nosotros. Y yo me despido agora, porque la segunda hazaña me fuerza a descansar para entrar en ella.»
A TODOS dio general gusto de oír el modo con que Periandro contaba su estraña peregrinación, si no fue a Mauricio, que, llegándose al oído de Transila, su hija, le dijo:
-Paréceme, Transila, que con menos palabras y más sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida, porque no había para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fiestas de las barcas, ni aun los casamientos de los pescadores; porque los episodios que para ornato de las historias se ponen no han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sin duda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de su ingenio y la elegancia de sus palabras.
-Así debe de ser -respondió Transila-, pero lo que yo sé decir es que, ora se dilate o se sucinte en lo que dice, todo es bueno y todo da gusto.
Pero ninguno le recebía mayor, como ya creo que otra vez se ha dicho, como Sinforosa, que cada palabra que Periandro decía, así le regalaba el alma que la sacaba de sí misma. Los revueltos pensamientos de Policarpo no le dejaban estar muy atento a los razonamientos de Periandro, y quisiera que no le quedara más que decir, porque le dejara a él más que hacer; que las esperanzas propincuas de alcanzar el bien que se desea fatigan mucho más que las remotas y apartadas.
Y era tanto el deseo que Sinforosa tenía de oír el fin de la historia de Periandro, que solicitó el volverse a juntar otro día, en el cual Periandro prosiguió su cuento en esta forma:
-«Contemplad, señores, a mis marineros, compañeros y soldados, más ricos de fama que de oro, y a mí con algunas sospechas de que no les hubiese parecido bien mi liberalidad; y, puesto que nació tan de su voluntad como de la mía, en la libertad de Leopoldio, como no son todas unas las condiciones de los hombres, bien podía yo temer no estuviesen todos contentos, y que les pareciese que sería difícil recompensar la pérdida de cien mil monedas de oro, que tantas eran las que prometió Leopoldio por su rescate; y esta consideración me movió a decirles: "Amigos míos, nadie esté triste por la perdida ocasión de alcanzar el gran tesoro que nos ofreció el rey, porque os hago saber que una onza de buena fama vale más que una libra de perlas; y esto no lo puede saber sino el que comienza a gustar de la gloria que da el tener buen nombre. El pobre a quien la virtud enriquece suele llegar a ser famoso, como el rico, si es vicioso, puede venir y viene a ser infame; la liberalidad es una de las más agradables virtudes, de quien se engendra la buena fama; y es tan verdad esto que no hay liberal mal puesto, como no hay avaro que no lo sea".
»Más iba a decir, pareciéndome que me daban todos tan gratos oídos como mostraban sus alegres semblantes, cuando me quitó las palabras de la boca el descubrir un navío que, no lejos del nuestro, a orza por delante de nosotros pasaba. Hice tocar a arma, y dile caza con todas las velas tendidas y en breve rato me le puse a tiro de cañón; y, disparando uno sin bala, en señal de que amainase, lo hizo así, soltando las velas de alto abajo. Llegando más cerca, vi en él uno de los más estraños espectáculos del mundo: vi que, pendientes de las entenas y de las jarcias, venían más de cuarenta hombres ahorcados; admiróme el caso, y, abordando con el navío, saltaron mis soldados en él, sin que nadie se lo defendiese. Hallaron la cubierta llena de sangre y de cuerpos de hombres semivivos, unos con las cabezas partidas, y otros con las manos cortadas; tal vomitando sangre, y tal vomitando el alma; éste gimiendo dolorosamente, y aquél gritando sin paciencia alguna. Esta mortandad y fracaso daba señales de haber sucedido sobremesa, porque los manjares nadaban entre la sangre, y los vasos mezclados con ella guardaban el olor del vino. En fin, pisando muertos y hollando heridos, pasaron los míos adelante, y en el castillo de popa hallaron puestas en escuadrón hasta doce hermosísimas mujeres, y delante dellas una, que mostraba ser su capitana, armada de un coselete blanco, y tan terso y limpio que pudiera servir de espejo, a quererse mirar en él; traía puesta la gola, pero no las escarcelas ni los brazaletes; el morrión sí, que era de hechura de una enroscada sierpe, a quien adornaban infinitas y diversas piedras de colores varios; tenía un venablo en las manos, tachonado de arriba abajo con clavos de oro, con una gran cuchilla de agudo y luciente acero forjada, con que se mostraba tan briosa y tan gallarda que bastó a detener su vista la furia de mis soldados, que con admirada atención se pusieron a mirarla.
»Yo, que de mi nave la estaba mirando, por verla mejor, pasé a su navío, a tiempo cuando ella estaba diciendo: "Bien creo, ¡oh soldados!, que os pone más admiración que miedo este pequeño escuadrón de mujeres que a la vista se os ofrece, el cual, después de la venganza que hemos tomado de nuestros agravios, no hay cosa que pueda engendrar en nosotras temor alguno. Embestid, si venís sedientos de sangre, y derramad la nuestra quitándonos las vidas; que, como no nos quitéis las honras, las daremos por bien empleadas. Sulpicia es mi nombre, sobrina soy de Cratilo, rey de Bituania; casóme mi tío con el gran Lampidio, tan famoso por linaje como rico de los bienes de naturaleza y de los de la fortuna. Íbamos los dos a ver al rey mi tío, con la seguridad que nos podía ofrecer ir entre nuestros vasallos y criados, todos obligados por las buenas obras que siempre les hicimos; pero la hermosura y el vino, que suelen trastornar los más vivos entendimientos, les borró las obligaciones de la memoria, y en su lugar les puso los gustos de la lascivia. Anoche bebieron de modo que les sepultó en profundo sueño, y algunos medio dormidos acudieron a poner las manos en mi esposo, y, quitándole la vida, dieron principio a su abominable intento. Pero, como es cosa natural defender cada uno su vida, nosotras, por morir vengadas siquiera, nos pusimos en defensa, aprovechándonos del poco tiento y borrachez con que nos acometían, y con algunas armas que les quitamos, y con cuatro criados que, libres del humo de Baco, nos acudieron, hicimos en ellos lo que muestran esos muertos que están sobre esa cubierta; y, pasando adelante con nuestra venganza, habemos hecho que esos árboles y esas entenas produzcan el fruto que de ellas veis pendiente: cuarenta son los ahorcados, y si fueran cuarenta mil, también murieran, porque su poca o ninguna defensa, y nuestra cólera, a toda esta crueldad, si por ventura lo es, se estendía. Riqueza traigo que poder repartir, aunque mejor diría que vosotros podáis tomar; solo puedo añadir que os las entregaré de buena gana. Tomadlas, señores, y no toquéis en nuestras honras, pues con ellas antes quedaréis infames que ricos".
»Pareciéronme tan bien las razones de Sulpicia que, puesto que yo fuera verdadero cosario, me ablandara. Uno de mis pescadores dijo a este punto: "¡Que me maten si no se nos ofrece aquí hoy otro rey Leopoldio, con quien nuestro valeroso capitán muestre su general condición! ¡Ea, señor Periandro: vaya libre Sulpicia, que nosotros no queremos más de la gloria de haber vencido nuestros naturales apetitos!" "Así será -respondí yo-, pues vosotros, amigos, lo queréis; y entended que obras tales nunca las deja el cielo sin buena paga, como a las que son malas sin castigo. Despojad esos árboles de tan mal fruto, y limpiad esa cubierta, y entregad a esas señoras, junto con la libertad, la voluntad de servirlas".
»Púsose en efeto mi mandamiento, y, llena de admiración y de espanto, se me humilló Sulpicia, la cual, como persona que no acertaba a saber lo que le había sucedido, tampoco acertaba a responderme, y lo que hizo fue mandar a una de sus damas le hiciese traer los cofres de sus joyas y de sus dineros. Hízolo así la dama, y en un instante, como aparecidos o llovidos del cielo, me pusieron delante cuatro cofres llenos de joyas y dineros. Abriólos Sulpicia, y hizo muestra de aquel tesoro a los ojos de mis pescadores, cuyo resplandor quizá, y aun sin quizá, cegó en algunos la intención que de ser liberales tenían, porque hay mucha diferencia de dar lo que se posee y se tiene en las manos, a dar lo que está en esperanzas de poseerse. Sacó Sulpicia un rico collar de oro, resplandeciente por las ricas piedras que en él venían engastadas, y diciendo: "Toma, capitán valeroso, esta prenda rica, no por otra cosa que por serlo la voluntad con que se te ofrece: dádiva es de una pobre viuda, que ayer se vio en la cumbre de la buena fortuna, por verse en poder de su esposo, y hoy se vee sujeta a la discreción destos soldados que te rodean, entre los cuales puedes repartir estos tesoros, que, según se dice, tienen fuerzas para quebrantar las peñas". A lo que yo respondí: "Dádivas de tan gran señora se han de estimar como si fuesen mercedes". Y, tomando el collar, me volví a mis soldados y les dije: "Esta joya es ya mía, soldados y amigos míos, y así puedo disponer de ella como cosa propia, cuyo precio, por ser a mi parecer inestimable, no conviene que se dé a uno solo. Tómele y guárdele el que quisiere, que, en hallando quien le compre, se dividirá el precio entre todos, y quédese sin tocar lo que la gran Sulpicia os ofrece, porque vuestra fama quede con este hecho frisando con el cielo". A lo que uno respondió: "Quisiéramos, ¡oh buen capitán!, que no nos hubieras prevenido con el consejo que nos has dado, porque vieras que de nuestra voluntad correspondíamos a la tuya. Vuelve el collar a Sulpicia: la fama que nos prometes, no hay collar que la ciña ni límite que la contenga". Quedé contentísimo de la respuesta de mis soldados, y Sulpicia admirada de su poca codicia.
»Finalmente, ella me pidió que le diese doce soldados de los míos, que le sirviesen de guarda y de marineros, para llevar su nave a Bituania. Hízose así, contentísimos los doce que escogí sólo por saber que iban a hacer bien. Proveyónos Sulpicia de generosos vinos y de muchas conservas, de que carecíamos. Soplaba el viento próspero para el viaje de Sulpicia y para el nuestro, que no llevaba determinado paradero. Despedímonos de ella; supo mi nombre, y el de Carino y Solercio, y, dándonos a los tres sus brazos, con los ojos abrazó a todos los demás. Ella llorando lágrimas de placer y tristeza nacidas (de tristeza por la muerte de su esposo, de alegría por verse libre de las manos que pensó ser de salteadores), nos dividimos y apartamos.
»Olvidaba de deciros cómo volví el collar a Sulpicia, y ella le recibió a fuerza de mis importunaciones, y casi tuvo a afrenta que le estimase yo en tan poco que se le volviese.
»Entré en consulta con los míos sobre qué derrota tomaríamos, y concluyóse que la que el viento llevase, pues por ella habían de caminar los demás navíos que por el mar navegasen, o, por lo menos, si el viento no hiciese a su propósito, harían bordos hasta que les viniese a cuento. Llegó en esto la noche, clara y serena, y yo, llamando a un pescador marinero que nos servía de maestro y piloto, me senté en el castillo de popa, y con ojos atentos me puse a mirar el cielo.»
-Apostaré -dijo a esta sazón Mauricio a Transila, su hija- que se pone agora Periandro a describirnos toda la celeste esfera, como si importase mucho a lo que va contando el declararnos los movimientos del cielo. Yo, por mí, deseando estoy que acabe, porque el deseo que tengo de salir de esta tierra no da lugar a que me entretenga ni ocupe en saber cuáles son fijas o cuáles erráticas estrellas; cuanto más, que yo sé de sus movimientos más de lo que él me puede decir.
En tanto que Mauricio y Transila esto con sumisa voz hablaban, cobró aliento Periandro para proseguir su historia en esta forma:
-«COMENZABA a tomar posesión el sueño y el silencio de los sentidos de mis compañeros, y yo me acomodaba a preguntar al que estaba conmigo muchas cosas de las necesarias para saber usar el arte de la marinería, cuando, de improviso, comenzaron a llover, no gotas, sino nubes enteras de agua sobre la nave, de modo que no parecía sino que el mar todo se había subido a la región del viento, y desde allí se dejaba descolgar sobre el navío. Alborotámonos todos, y puestos en pie, mirando a todas partes, por unas vimos el cielo claro, sin dar muestras de borrasca alguna, cosa que nos puso en miedo y en admiración. En esto, el que estaba conmigo dijo: "Sin duda alguna, esta lluvia procede de la que derraman por las ventanas que tienen más abajo de los ojos aquellos mostruosos pescados que se llaman náufragos; y si esto es así, en gran peligro estamos de perdernos: menester es disparar toda la artillería, con cuyo ruido se espantan". En esto, vi alzar y poner en el navío un cuello como de serpiente terrible, que, arrebatando un marinero, se le engulló y tragó de improviso, sin tener necesidad de mascarle. "Náufragos son -dijo el piloto-; disparemos con balas o sin ellas, que el ruido y no el golpe, como tengo dicho, es el que ha de librarnos".
»Traía el miedo confusos y agazapados los marineros, que no osaban levantarse en pie, por no ser arrebatados de aquellos vestiglos; con todo eso, se dieron priesa a disparar la artillería, y a dar voces unos, y acudir otros a la bomba para volver el agua al agua. Tendimos todas las velas, y, como si huyéramos de alguna gruesa armada de enemigos, huimos el sobre estante peligro, que fue el mayor en que hasta entonces nos habíamos visto. Otro día, al crepúsculo de la noche, nos hallamos en la ribera de una isla no conocida por ninguno de nosotros, y, con disinio de hacer agua en ella, quisimos esperar el día sin apartarnos de su ribera. Amainamos las velas, arrojamos las áncoras y entregamos al reposo y al sueño los trabajados cuerpos, de quien el sueño tomó posesión blanda y suavemente.
»En fin, nos desembarcamos todos, y pisamos la amenísima ribera, cuya arena, vaya fuera todo encarecimiento, la formaban granos de oro y de menudas perlas. Entrando más adentro, se nos ofrecieron a la vista prados cuyas yerbas no eran verdes por ser yerbas, sino por ser esmeraldas, en el cual verdor las tenían, no cristalinas aguas, como suele decirse, sino corrientes de líquidos diamantes formados, que, cruzando por todo el prado, sierpes de cristal parecían. Descubrimos luego una selva de árboles de diferentes géneros, tan hermosos que nos suspendieron las almas y alegraron los sentidos; de algunos pendían ramos de rubíes, que parecían guindas, o guindas que parecían granos de rubíes; de otros pendían camuesas, cuyas mejillas, la una era de rosa, la otra de finísimo topacio; en aquél se mostraban las peras, cuyo olor era de ámbar y cuyo color de los que se forma en el cielo cuando el sol se traspone. En resolución, todas las frutas de quien tenemos noticia estaban allí en su sazón, sin que las diferencias del año las estorbasen: todo allí era primavera, todo verano, todo estío sin pesadumbre, y todo otoño agradable, con estremo increíble. Satisfacía a todos nuestros cinco sentidos lo que mirábamos: a los ojos, con la belleza y la hermosura; a los oídos, con el ruido manso de las fuentes y arroyos, y con el son de los infinitos pajarillos, que con no aprendidas voces formado, los cuales, saltando de árbol en árbol y de rama en rama, parecía que en aquel distrito tenían cautiva su libertad y que no querían ni acertaban a cobrarla; al olfato, con el olor que de sí despedían las yerbas, las flores y los frutos; al gusto, con la prueba que hicimos de la suavidad dellos; al tacto, con tenerlos en las manos, con que nos parecía tener en ellas las perlas del Sur, los diamantes de las Indias y el oro del Tíbar.»
-Pésame -dijo a esta sazón Ladislao a su suegro Mauricio- que se haya muerto Clodio; que a fee que le había dado bien que decir Periandro en lo que va diciendo.
-Callad, señor -dijo Transila, su esposa-, que, por más que digáis, no podréis decir que no prosigue bien su cuento Periandro.
El cual, como se ha dicho, cuando algunas razones se entremetían de los circunstantes, él tomaba aliento para proseguir en las suyas; que, cuando son largas, aunque sean buenas, antes enfadan que alegran.
«No es nada lo que hasta aquí he dicho -prosiguió Periandro-, porque, a lo que resta por decir, falta entendimiento que lo perciba, y aun cortesías que lo crean. Volved, señores, los ojos, y haced cuenta que veis salir del corazón de una peña, como nosotros lo vimos, sin que la vista nos pudiese engañar; digo que vimos salir de la abertura de una peña, primero un suavísimo son, que hirió nuestros oídos y nos hizo estar atentos, de diversos instrumentos de música formado; luego salió un carro, que no sabré decir de qué materia, aunque diré su forma, que era de una nave rota que escapaba de alguna gran borrasca; tirábanla doce poderosísimos jimios, animales lascivos. Sobre el carro venía una hermosísima dama, vestida de una rozagante ropa de varias y diversas colores adornada, coronada de amarillas y amargas adelfas. Venía arrimada a un bastón negro, y en él fija una tablachina o escudo, donde venían estas letras: Sensualidad. Tras ella salieron otras muchas hermosas mujeres, con diferentes instrumentos en las manos, formando una música, ya alegre y ya triste, pero todas singularmente regocijadas.
»Todos mis compañeros y yo estábamos atónitos, como si fuéramos estatuas sin voz, de dura piedra formados. Llegóse a mí la Sensualidad, y con voz entre airada y suave me dijo: "Costarte ha, generoso mancebo, el ser mi enemigo, si no la vida, a lo menos el gusto". Y, diciendo esto, pasó adelante, y las doncellas de la música arrebataron, que así se puede decir, siete o ocho de mis marineros, y se los llevaron consigo, y volvieron a entrarse, siguiendo a su señora, por la abertura de la peña. Volvíme yo entonces a los míos para preguntarles qué les parecía de lo que habían visto, pero estorbólo otra voz o voces que llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas, porque eran más suaves y regaladas; y formábanlas un escuadrón de hermosísimas, al parecer, doncellas, y, según la guía que traían, éranlo sin duda, porque venía delante mi hermana Auristela, que, a no tocarme tanto, gastara algunas palabras en alabanza de su más que humana hermosura. ¿Qué me pidieran a mí entonces que no diera, en albricias de tan rico hallazgo? Que, a pedirme la vida, no la negara, si no fuera por no perder el bien tan sin pensarlo hallado.
»Traía mi hermana a sus dos lados dos doncellas, de las cuales la una me dijo: "La Continencia y la Pudicicia, amigas y compañeras, acompañamos perpetuamente a la Castidad, que en figura de tu querida hermana Auristela hoy ha querido disfrazarse, ni la dejaremos hasta que con dichoso fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma". Entonces yo, a tan felices nuevas atento, y de tan hermosa vista admirado, y de tan nuevo y estraño acontecimiento por su grandeza y por su novedad mal seguro, alcé la voz para mostrar con la lengua la gloria que en el alma tenía, y, queriendo decir: "¡oh únicas consoladoras de mi alma; oh ricas prendas por mi bien halladas, dulces y alegres en éste y en otro cualquier tiempo!", fue tanto el ahínco que puse en decir esto, que rompí el sueño, y la visión hermosa desapareció, y yo me hallé en mi navío con todos los míos, sin que faltase alguno de ellos.»
A lo que dijo Constanza:
-¿Luego, señor Periandro, dormíades?
-Sí -respondió-; porque todos mis bienes son soñados.
-En verdad -replicó Constanza-, que ya quería preguntar a mi señora Auristela adónde había estado el tiempo que no había parecido.
-De tal manera -respondió Auristela- ha contado su sueño mi hermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo que decía.
A lo que añadió Mauricio:
-Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen representarse las cosas con tanta vehemencia que se aprehenden de la memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como si fueran verdades.
A todo esto callaba Arnaldo, y consideraba los afectos y demostraciones con que Periandro contaba su historia, y de ninguno dellos podía sacar en limpio las sospechas que en su alma había infundido el ya muerto maldiciente Clodio, de no ser Auristela y Periandro verdaderos hermanos.
Con todo eso, dijo:
-Prosigue, Periandro, tu cuento, sin repetir sueños, porque los ánimos trabajados siempre los engendran muchos y confusos, y porque la sin par Sinforosa está esperando que llegues a decir de dónde venías la primera vez que a esta isla llegaste, de donde saliste coronado de vencedor de las fiestas que por la elección de su padre cada año en ella se hacen.
-El gusto de lo que soñé -respondió Periandro- me hizo no advertir de cuán poco fruto son las digresiones en cualquiera narración, cuando ha de ser sucinta y no dilatada.
Callaba Policarpo, ocupando la vista en mirar a Auristela y el pensamiento en pensar en ella; y así, para él importaba muy poco, o nada, que callase o que hablase Periandro, el cual, advertido ya de que algunos se cansaban de su larga plática, determinó de proseguirla abreviándola y siguiéndola en las menos palabras que pudiese. Y así, dijo:
Prosigue Periandro su historia
-«DESPERTÉ del sueño, como he dicho. Tomé consejo con mis compañeros qué derrota tomaríamos, y salió decretado que por donde el viento nos llevase; que, pues íbamos en busca de cosarios, los cuales nunca navegan contra viento, era cierto el hallarlos. Y había llegado a tanto mi simpleza, que pregunté a Carino y a Solercio si habían visto a sus esposas en compañía de mi hermana Auristela cuando yo la vi soñando. Riéronse de mi pregunta y obligáronme y aun forzáronme a que les contase mi sueño.
»Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosa de consideración alguna, puesto que le escombramos de más de sesenta navíos de cosarios, que, por serlo verdaderos, adjudicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumerables despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no les pesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de piratas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado.
»Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche, que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templásemos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y acosó de modo que, como he dicho, más de un mes navegamos por una misma derrota; tanto que, tomando mi piloto el altura del polo, donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas que hacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, hallamos ser cuatrocientas leguas poco más o menos. Volvió el piloto a tomar la altura, y vio que estaba debajo del Norte, en el paraje de Noruega, y, con voz grande y mayor tristeza, dijo: "Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede a dar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el de nuestra vida, porque estamos en el mar Glacial; digo, en el mar helado, y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedrados en estas aguas". Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos que el navío tocaba por los lados y por la quilla como en movibles peñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a helar, cuyos montes de hielo, que por de dentro se formaban, impedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque, topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquella noche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaron de modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engastado en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi como en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos y a entristecer nuestras almas, y, haciendo el miedo su oficio, considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días de vida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el navío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se puso tasa, y se repartió por orden, tan miserable y estrechamente que desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos la vista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pudiese alentar nuestra esperanza, si no fue con un bulto negro, que a nuestro parecer estaría de nosotros seis o ocho millas; pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien la común desgracia de hielo tenía aprisionado.
»Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte. Ésta, pues, que nos amenazaba tan hambrienta como larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada, temeraria por lo menos, y fue que consideramos que si los bastimentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rabiosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así, determinamos de salirnos del navío y caminar por encima del yelo, y ir a ver si, en el que se parecía, habría alguna cosa de que aprovecharnos, o ya de grado o ya por fuerza.
»Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vieron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados; y, siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente en él que, puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: "¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por venturas, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? ¡Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible! Porque, pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos detiene; para quince días tenemos sustento: si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo". A lo que yo le respondí: "En los apretados peligros, toda razón se atropella, no hay respeto que valga, ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y usar de la fuerza". Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban. Pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos, antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de defenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valientes hizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arremetieron al navío, y casi sin recebir herida le entraron y le ganaron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitásemos la vida, por ahorrar de balas y de estómagos por donde se fuese el bastimento que en el navío hallásemos.
»Yo fui de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, en esto nos socorrió el cielo, como después diré; aunque primero quiero deciros que este navío era el de los cosarios que habían robado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescadoras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: "¿Adónde tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidas que nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristela y de las dos, Selviana y Leoncia, partes mitades de los corazones de mis buenos amigos Carino y Solercio?" A lo que uno me respondió: "Esas mujeres pescadoras que dices las vendió nuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe de Dinamarca".»
-Así es la verdad -dijo a esta sazón Arnaldo-, que yo compré a Auristela y a Cloelia, su ama, y a otras dos hermosísimas doncellas, de unos piratas que me las vendieron, y no por el precio que ellas merecían.
-¡Válame Dios -dijo Rutilio en esto-, y por qué rodeos y con qué eslabones se viene a engarzar la peregrina historia tuya, oh Periandro!
-Por lo que debes al deseo que todos tenemos de servirte -añadió Sinforosa-, que abrevies tu cuento, ¡oh historiador tan verdadero como gustoso!
-Sí haré -respondió Periandro-, si es posible que grandes cosas en breves términos puedan encerrarse.
TODA ESTA tardanza del cuento de Periandro se declaraba tan en contrario del gusto de Policarpo, que ni podía estar atento para escucharle, ni le daba lugar a pensar maduramente lo que debía hacer para quedarse con Auristela. Sin perjuicio de la opinión que tenía de generoso y de verdadero, ponderaba la calidad de sus huéspedes, entre los cuales se le ponía delante Arnaldo, príncipe de Dinamarca, no por elección, sino por herencia; descubría en el modo de proceder de Periandro, en su gentileza y brío, algún gran personaje, y en la hermosura de Auristela el de alguna gran señora. Quisiera buenamente lograr sus deseos a pie llano, sin rodeos ni invenciones, cubriendo toda dificultad y todo parecer contrario con el velo del matrimonio; que, puesto que su mucha edad no lo permitía, todavía podía disimularlo, porque en cualquier tiempo es mejor casarse que abrasarse.
Acuciaba y solicitaba sus pensamientos los que solicitaban y aquejaban a la embaidora Cenotia, con la cual se concertó que, antes de dar otra audiencia a Periandro, se pusiese en efeto su disinio; que fue que de allí a dos noches tocasen un arma fingida en la ciudad y se pegase fuego al palacio por tres o cuatro partes, de modo que obligase a los que en él asistían a ponerse en cobro, donde era forzoso que interviniese la confusión y el alboroto, en medio del cual previno gente que robasen al bárbaro mozo Antonio y a la hermosa Auristela, y asimismo ordenó a Policarpa, su hija, que, conmovida de lástima cristiana, avisase a Arnaldo y a Periandro el peligro que les amenazaba, sin descubrilles el robo, sino mostrándoles el modo de salvarse, que era que acudiesen a la marina, donde en el puerto hallarían una saetía que los acogiese.
Llegóse la noche, y, a las tres horas della, comenzó el arma, que puso en confusión y alboroto a toda la gente de la ciudad. Comenzó a resplandecer el fuego, en cuyo ardor se aumentaba el que Policarpo en su pecho tenía. Acudió su hija, no alborotada, sino con reposo, a dar noticia a Arnaldo y a Periandro de los disinios de su traidor y enamorado padre, que se estendían a quedarse con Auristela y con el bárbaro mozo, sin quedar con indicios que le infamasen. Oyendo lo cual, Arnaldo y Periandro llamaron a Auristela, a Mauricio, Transila, Ladislao, a los bárbaros padre y hijo, a Ricla, a Constanza y a Rutilio, y, agradeciendo a Policarpa su aviso, se hicieron todos un montón, y, puestos delante los varones, siguiendo el consejo de Policarpa, hallaron paso desembarazado hasta el puerto, y segura embarcación en la saetía, cuyo piloto y marineros estaban avisados y cohechados de Policarpo, que, en el mismo punto que aquella gente que, al parecer, huida se embarcase, se hiciesen al mar, y no parasen con ella hasta Inglaterra, o hasta otra parte más lejos de aquella isla.
Entre la confusa gritería y el continuo vocear ¡al arma, al arma!; entre los estallidos del fuego abrasador, que, como si supiera que tenía licencia del dueño de aquellos palacios para que los abrasase, andaba encubierto Policarpo, mirando si salía cierto el robo de Auristela, y asimismo solicitaba el de Antonio la hechicera Cenotia; pero, viendo que se habían embarcado todos, sin quedar ninguno, como la verdad se lo decía y el alma se lo pronosticaba, acudió a mandar que todos los baluartes, y todos los navíos que estaban en el puerto, disparasen la artillería contra el navío de los que en él huían, con lo cual de nuevo se aumentó el estruendo, y el miedo discurrió por los ánimos de todos los moradores de la ciudad, que no sabían qué enemigos los asaltaban, o qué intempestivos acontecimientos les acometían.
En esto, la enamorada Sinforosa, ignorante del caso, puso el remedio en sus pies y sus esperanzas en su inocencia, y, con pasos desconcertados y temerosos, se subió a una alta torre de palacio, a su parecer, parte segura del fuego que lo demás del palacio iba consumiendo. Acertó a encerrarse con ella su hermana Policarpa, que le contó, como si lo hubiera visto, la huida de sus huéspedes, cuyas nuevas quitaron el sentido a Sinforosa, y en Policarpa pusieron el arrepentimiento de haberlas dado. Amanecía en esto el alba, risueña para todos los que con ella esperaban descubrir la causa o causas de la presente calamidad, y en el pecho de Policarpo anochecía la noche de la mayor tristeza que pudiera imaginarse; mordíase las manos Cenotia, y maldecía su engañadora ciencia y las promesas de sus malditos maestros; sola Sinforosa se estaba aún en su desmayo, y sola su hermana lloraba su desgracia, sin descuidarse de hacerle los remedios que ella podía para hacerla volver en su acuerdo. Volvió en fin, tendió la vista por el mar; vio volar la saetía donde iba la mitad de su alma, o la mejor parte della; y, como si fuera otra engañada y nueva Dido, que de otro fugitivo Eneas se quejaba, enviando suspiros al cielo, lágrimas a la tierra y voces al aire, dijo estas o otras semejantes razones:
-¡Oh hermoso huésped, venido por mi mal a estas riberas, no engañador, por cierto, que aún no he sido yo tan dichosa que me dijeses palabras amorosas para engañarme! Amaina esas velas, o témplalas algún tanto, para que se dilate el tiempo de que mis ojos vean ese navío, cuya vista, sólo porque vas en él, me consuela. Mira, señor, que huyes de quien te sigue, que te alejas de quien te busca y das muestras de que aborreces a quien te adora; hija soy de un rey, y me contento con ser esclava tuya; y, si no tengo hermosura que pueda satisfacer a tus ojos, tengo deseos que puedan llenar los vacíos de los mejores que el amor tiene. No repares en que se abrase toda esta ciudad, que si vuelves, habrá servido este incendio de luminarias por la alegría de tu vuelta. Riquezas tengo, acelerado fugitivo mío, y puestas en parte donde no las hallará el fuego, aunque más las busque, porque las guarda el cielo para ti solo.
A esta sazón, volvió a hablar con su hermana, y le dijo:
-¿No te parece, hermana mía, que ha amainado algún tanto las velas? ¿No te parece que no camina tanto? ¡Ay, Dios! ¿Si se habrá arrepentido? ¡Ay, Dios, si la rémora de mi voluntad le detiene el navío!
-¡Ay, hermana! -respondió Policarpa-, no te engañes, que los deseos y los engaños suelen andar juntos. El navío vuela, sin que le detenga la rémora de tu voluntad, como tú dices, sino que le impele el viento de tus muchos suspiros.
Salteólas en esto el rey, su padre, que quiso ver de la alta torre también, como su hija, no la mitad, sino toda su alma, que se le ausentaba, aunque ya no se descubría.
Los hombres que tomaron a su cargo encender el fuego del palacio le tuvieron también de apagarle. Supieron los ciudadanos la causa del alboroto, y el mal nacido deseo de su rey Policarpo, y los embustes y consejos de la hechicera Cenotia, y aquel mismo día le depusieron del reino y colgaron a Cenotia de una entena. Sinforosa y Policarpa fueron respetadas como quien eran, y la ventura que tuvieron fue tal, que correspondió a sus merecimientos; pero no en modo que Sinforosa alcanzase el fin felice de sus deseos, porque la suerte de Periandro mayores venturas le tenía guardadas.
Los del navío, viéndose todos juntos y todos libres, no se hartaban de dar gracias al cielo de su buen suceso. De ellos supieron otra vez los traidores disinios de Policarpo, pero no les parecieron tan traidores que no hallase en ellos disculpa el haber sido por el amor forjados: disculpa bastante de mayores yerros, que, cuando ocupa a un alma la pasión amorosa, no hay discurso con que acierte, ni razón que no atropelle.
Hacíales el tiempo claro, y, aunque el viento era largo, estaba el mar tranquilo. Llevaban la mira de su viaje puesta en Inglaterra, adonde pensaban tomar el disinio que más les conviniese, y con tanto sosiego navegaban que no les sobresaltaba ningún recelo ni miedo de ningún suceso adverso.
Tres días duró la apacibilidad del mar, y tres días sopló próspero el viento, hasta que al cuarto, a poner del sol, se comenzó a turbar el viento y a desasosegarse el mar, y el recelo de alguna gran borrasca comenzó a turbar a los marineros: que la inconstancia de nuestras vidas y la del mar simbolizan en no prometer seguridad ni firmeza alguna largo tiempo. Pero quiso la buena suerte que, cuando les apretaba este temor, descubriesen cerca de sí una isla, que luego de los marineros fue conocida, y dijeron que se llamaba la de las Ermitas, de que no poco se alegraron, porque en ella sabían que estaban dos calas capaces de guarecerse en ellas de todos vientos más de veinte navíos; tales, en fin, que pudieran servir de abrigados puertos.
Dijeron también que en una de las ermitas servía de ermitaño un caballero principal francés, llamado Renato, y en la otra ermita servía de ermitaña una señora francesa, llamada Eusebia, cuya historia de los dos era la más peregrina que se hubiese visto.
El deseo de saberla y el de repararse de la tormenta, si viniese, hizo a todos que encaminasen allá la proa. Hízose así, con tanto acertamiento que dieron luego con una de las calas, donde dieron fondo, sin que nadie se lo impidiese; y, estando informado Arnaldo de que en la isla no había otra persona alguna que la del ermitaño y ermitaña referidos, por dar contento a Auristela y a Transila, que fatigadas del mar venían, con parecer de Mauricio, Ladislao, Rutilio y Periandro, mandó echar el esquife al agua, y que saliesen todos a tierra a pasar la noche en sosiego, libres de los vaivenes del mar. Y, aunque se hizo así, fue parecer del bárbaro Antonio que él y su hijo, y Ladislao y Rutilio, se quedasen en el navío guardándole, pues la fee de sus marineros, poco esperimentada, no les debía asegurar de modo que se fiasen dellos. Y, en efeto, los que se quedaron en el navío fueron los dos Antonios, padre y hijo, con todos los marineros, que la mejor tierra para ellos es las tablas embreadas de sus naves: mejor les huele la pez, la brea y la resina de sus navíos, que a la demás gente las rosas, las flores y los amarantos de los jardines.
A la sombra de una peña, los de la tierra se repararon del viento, y, a la claridad de mucha lumbre que de ramas cortadas en un instante hicieron, se defendieron del frío, y, ya como acostumbrados a pasar muchas veces calamidades semejantes, pasaron la desta noche sin pesadumbre alguna; y más con el alivio que Periandro les causó con volver, por ruego de Transila, a proseguir su historia, que, puesto que él lo rehusaba, añadiendo ruegos Arnaldo, Ladislao y Mauricio, ayudándoles Auristela, la ocasión y el tiempo, la hubo de proseguir en esta forma:
-«SI ES VERDAD, como lo es, ser dulcísima cosa contar en tranquilidad la tormenta, y en la paz presente los peligros de la pasada guerra, y en la salud la enfermedad padecida, dulce me ha de ser a mí agora contar mis trabajos en este sosiego; que, puesto que no puedo decir que estoy libre de ellos todavía, según han sido grandes y muchos, puedo afirmar que estoy en descanso, por ser condición de la humana suerte que, cuando los bienes comienzan a crecer, parece que unos se van llamando a otros, y que no tienen fin donde parar, y los males por el mismo consiguiente. Los trabajos que yo hasta aquí he padecido, imagino que han llegado al último paradero de la miserable fortuna, y que es forzoso que declinen: que, cuando en el estremo de los trabajos no sucede el de la muerte, que es el último de todos, ha de seguirse la mudanza, no de mal a mal, sino de mal a bien, y de bien a más bien; y éste en que estoy, teniendo a mi hermana conmigo, verdadera y precisa causa de todos mis males y mis bienes, me asegura y promete que tengo de llegar a la cumbre de los más felices que acierte a desearme. Y así, con este dichoso pensamiento, digo que quedé en la nave de mis contrarios, ya rendidos, donde supe, como ya he dicho, la venta que habían hecho de mi hermana y de las dos recién desposadas pescadoras, y de Cloelia, al príncipe Arnaldo, que aquí está presente.
»En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteando los bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora y de improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre los hielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más de cuatro mil personas formado. Dejónos más helados que el mismo mar vista semejante, aprestando las armas, más por muestra de ser hombres, que con pensamiento de defenderse. Caminaban sobre solo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego, volviendo a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino; y desta suerte, en un instante fueron con nosotros y nos rodearon por todas partes; y uno de ellos, que, como después supe, era el capitán de todos, llegándose cerca de nuestro navío a trecho que pudo ser oído, asegurando la paz con un paño blanco que volteaba sobre el brazo, en lengua polaca, con voz clara dijo: "Cratilo, rey de Bituania y señor destos mares, tiene por costumbre de requerirlos con gente armada, y sacar de ellos los navíos que del hielo están detenidos, a lo menos la gente y la mercancía que tuvieren, por cuyo beneficio se paga con tomarla por suya. Si vosotros gustáredes de acetar este partido sin defenderos, gozaréis de las vidas y de la libertad, que no se os ha de cautivar en ningún modo; miradlo, y si no, aparejaos a defenderos de nuestras armas, continuo vencedoras". Contentóme la brevedad y la resolución del que nos hablaba. Respondíle que me dejase tomar parecer con nosotros mismos, y fue el que mis pescadores me dieron decir que el fin de todos los males, y el mayor de ellos, era el acabar la vida, la cual se había de sustentar por todos los medios posibles, como no fuesen por los de la infamia; y que, pues en los partidos que nos ofrecían no intervenía ninguna, y del perder la vida estábamos tan ciertos como dudosos de la defensa, sería bien rendirnos, y dar lugar a la mala fortuna que entonces nos perseguía, pues podría ser que nos guardase para mejor ocasión. Casi esta misma respuesta di al capitán del escuadrón, y al punto, más con apariencia de guerra que con muestras de paz, arremetieron al navío, y en un instante le desvalijaron todo, y trasladaron cuanto en él había, hasta la misma artillería y jarcias, a unos cueros de bueyes que sobre el hielo tendieron; liándolos por encima, aseguraron poderlos llevar, tirándolos con cuerdas, sin que se perdiese cosa alguna. Robaron ansimismo lo que hallaron en el otro nuestro navío, y, poniéndonos a nosotros sobre otras pieles, alzando una alegre vocería, nos tiraron y nos llevaron a tierra, que debía de estar desde el lugar del navío como veinte millas. Paréceme a mí que debía de ser cosa de ver, caminar tanta gente por cima de las aguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros. En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimos hasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos habían venido.
»Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo, que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimos ser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas. Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallardía del rey Cratilo; y, mirándola con atención, conocí ser la hermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros, pocos días había, habían dado la libertad que entonces gozaba. Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asido de la mano, le dijo: "En este solo mancebo, ¡oh valeroso rey Cratilo!, me parece que te presento la más rica presa que en razón de persona humana hasta agora humanos ojos han visto". "¡Santos cielos! -dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo-, o yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador Periandro". Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos fue todo uno, cuyas estrañas y amorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caballo se arrojase, y con las mismas señales de alegría me recibiese. Entonces la desmayada esperanza de algún buen suceso estaba lejos de los pechos de mis pescadores; pero, cobrando aliento en las muestras alegres con que vieron recebirme, les hizo brotar por los ojos el contento y por las bocas las gracias que dieron a Dios del no esperado beneficio; que ya le contaban, no por beneficio, sino por singular y conocida merced.
»Sulpicia dijo a Cratilo: "Este mancebo es un sujeto donde tiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma liberalidad; y, aunque yo tengo hecha esta esperiencia, quiero que tu discreción la acredite, sacando por su gallarda presencia (y en esto bien se vee que hablaba como agradecida, y aun como engañada) en limpio esta verdad que te digo. Éste fue el que me dio libertad después de la muerte de mi marido; éste el que no despreció mis tesoros, sino el que no los quiso; éste fue el que, después de recebidas mis dádivas, me las volvió mejoradas, con el deseo de dármelas mayores, si pudiera; éste fue, en fin, el que, acomodándose, o por mejor decir, haciendo acomodar a su gusto el de sus soldados, dándome doce que me acompañasen, me tiene ahora en tu presencia". Yo entonces, a lo que creo, rojo el rostro con las alabanzas, o ya aduladoras o demasiadas, que de mí oía, no supe más que hincarme de rodillas ante Cratilo, pidiéndole las manos, que no me las dio para besárselas, sino para levantarme del suelo.
»En este entretanto, los doce pescadores que habían venido en guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscando a sus compañeros, abrazándose unos a otros; y, llenos de contento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: los del mar esageraban su hielo, y los de la tierra sus riquezas. "A mí -decía el uno- me ha dado Sulpicia esta cadena de oro". "A mí -decía otro- esta joya, que vale por dos de esas cadenas". "A mí -replicaba éste- me dio tanto dinero". Y aquél repetía: "Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes, que a todos vosotros juntos".
»A todas estas pláticas puso silencio un gran rumor que se levantó entre la gente, causado del que hacía un poderosísimo caballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno, sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado todo de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; venía en pelo, porque no consentía ensillarse sino del mismo rey; pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, no siendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que ante él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso que diera una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo esto me contó el rey breve y sucintamente, y yo me resolví con mayor brevedad a hacer lo que agora os diré.»
Aquí llegaba Periandro con su plática, cuando, a un lado de la peña donde estaban recogidos los del navío, oyó Arnaldo un ruido como de pasos de persona que hacia ellos se encaminaba. Levantóse en pie, puso mano a su espada, y, con esforzado denuedo, estuvo esperando el suceso. Calló asimismo Periandro, y las mujeres con miedo, y los varones con ánimo, especialmente Periandro, atendían lo que sería. Y, a la escasa luz de la luna, que cubierta de nubes no dejaba verse, vieron que hacia ellos venían dos bultos que no pudieran diferenciar lo que eran, si uno de ellos con voz clara no dijera:
-No os alborote, señores, quienquiera que seáis, nuestra improvisa llegada, pues sólo venimos a serviros. Esta estancia que tenéis, desierta y sola, la podéis mejorar, si quisiéredes, en la nuestra, que en la cima desta montaña está puesta; luz y lumbre hallaréis en ella, y manjares, que, si no delicados y costosos, son por lo menos necesarios y de gusto.
Yo le respondí:
-¿Sois, por ventura, Renato y Eusebia, los limpios y verdaderos amantes en quien la fama ocupa sus lenguas, diciendo el bien que en ellos se encierra?
-Si dijérades los desdichados -respondió el bulto-, acertárades en ello; pero, en fin, nosotros somos los que decís, y los que os ofrecimos con voluntad sincera el acogimiento que puede daros nuestra estrecheza.
Arnaldo fue de parecer que se tomase el consejo que se les ofrecía, pues el rigor del tiempo que amenazaba les obligaba a ello. Levantáronse todos, y siguiendo a Renato y a Eusebia, que les sirvieron de guías, llegaron a la cumbre de una montañuela, donde vieron dos ermitas, más cómodas para pasar la vida en su pobreza que para alegrar la vista con su rico adorno. Entraron dentro, y, en la que parecía algo mayor, hallaron luces que de dos lámparas procedían, con que podían distinguir los ojos lo que dentro estaba, que era un altar con tres devotas imágenes: la una, del Autor de la vida, ya muerto y crucificado; la otra, de la Reina de los cielos y de la señora de la alegría, triste y puesta en pie del que tiene los pies sobre todo el mundo; y la otra, del amado dicípulo que vio más, estando durmiendo, que vieron cuantos ojos tiene el cielo en sus estrellas. Hincáronse de rodillas, y, hecha la debida oración con devoto respeto, les llevó Renato a una estancia que estaba junto a la ermita, a quien se entraba por una puerta que junto al altar se hacía. Finalmente, pues las menudencias no piden ni sufren relaciones largas, se dejarán de contar las que allí pasaron, ansí de la pobre cena como del estrecho regalo, que sólo se alargaba en la bondad de los ermitaños, de quien se notaron los pobres vestidos, la edad, que tocaba en los márgenes de la vejez; la hermosura de Eusebia, donde todavía resplandecían las muestras de haber sido rara en todo estremo. Auristela, Transila y Constanza se quedaron en aquella estancia, a quien sirvieron de camas secas espadañas con otras yerbas, más para dar gusto al olfato que a otro sentido alguno. Los hombres se acomodaron en la ermita, en diferentes puestos, tan fríos como duros y tan duros como fríos.
Corrió el tiempo como suele, voló la noche, y amaneció el día claro y sereno; descubrióse la mar, tan cortés y bien criada que parecía que estaba convidando a que la gozasen volviéndose a embarcar; y sin duda alguna se hiciera así si el piloto de la nave no subiera a decir que no se fiasen de las muestras del tiempo, que, puesto que prometían serenidad tranquila, los efetos habían de ser muy contrarios. Salió con su parecer, pues todos se atuvieron a él; que, en el arte de la marinería, más sabe el más simple marinero que el mayor letrado del mundo. Dejaron sus herbosos lechos las damas, y los varones su duras piedras, y salieron a ver desde aquella cumbre la amenidad de la pequeña isla, que sólo podía bojar hasta doce millas, pero tan llena de árboles frutíferos, tan fresca por muchas aguas, tan agradable por las yerbas verdes, y tan olorosa por las flores, que en un igual grado y a un mismo tiempo podía satisfacer a todos cinco sentidos.
Pocas horas se había entrado por el día, cuando los dos venerables ermitaños llamaron a sus huéspedes, y, tendiendo dentro de la ermita verdes y secas espadañas, formaron sobre el suelo una agradable alfombra, quizá más vistosa que las que suelen adornar los palacios de los reyes. Luego tendieron sobre ella diversidad de frutas, así verdes como secas, y pan no tan reciente que no semejase bizcocho, coronando la mesa asimismo de vasos de corcho con maestría labrados, de fríos y líquidos cristales llenos. El adorno, las frutas, las puras y limpias aguas, que, a pesar de la parda color de los corchos, mostraban su claridad, y la necesidad juntamente, obligó a todos, y aun les forzó, por mejor decir, a que alrededor de la mesa se sentasen. Hiciéronlo así, y, después de la tan breve como sabrosa comida, Arnaldo suplicó a Renato que les contase su historia y la causa que a la estrecheza de tan pobre vida le había conducido. El cual, como era caballero, a quien es aneja siempre la cortesía, sin que segunda vez se lo pidiesen, desta manera comenzó el cuento de su verdadera historia:
Cuenta Renato la ocasión que tuvo para irse a la isla de las Ermitas
-«CUANDO los trabajos pasados se cuentan en prosperidades presentes, suele ser mayor el gusto que se recibe en contarlos, que fue el pesar que se recibió en sufrirlos. Esto no podré decir de los míos, pues no los cuento fuera de la borrasca, sino en mitad de la tormenta. Nací en Francia; engendráronme padres nobles, ricos y bien intencionados, criéme en los ejercicios de caballero; medí mis pensamientos con mi estado; pero, con todo eso, me atreví a ponerlos en la señora Eusebia, dama de la reina en Francia, a quien sólo con los ojos la di a entender que la adoraba, y ella, o ya descuidada o no advertida, ni con sus ojos ni con su lengua me dio a entender que me entendía; y, aunque el disfavor y los desdenes suelen matar al amor en sus principios, faltándole el arrimo de la esperanza, con quien suele crecer, en mí fue al contrario, porque del silencio de Eusebia tomaba alas mi esperanza con que subir hasta el cielo de merecerla. Pero la invidia, o la demasiada curiosidad de Libsomiro, caballero asimismo francés, no menos rico que noble, alcanzó a saber mis pensamientos, y, sin ponerlos en el punto que debía, me tuvo más invidia que lástima, habiendo de ser al contrario; porque hay dos males en el amor que llegan a todo estremo: el uno es querer y no ser querido; el otro, querer y ser aborrecido; y a este mal no se iguala el de la ausencia, ni el de los celos.
»En resolución, sin haber yo ofendido a Libsomiro, un día se fue al rey y le dijo cómo yo tenía trato ilícito con Eusebia, en ofensa de la majestad real y contra la ley que debía guardar como caballero, cuya verdad la acreditaría con sus armas, porque no quería que le mostrase la pluma, ni otros testigos, por no turbar la decencia de Eusebia, a quien una y mil veces acusaba de impúdica y mal intencionada. Con esta información alborotado el rey, me mandó llamar, y me contó lo que Libsomiro de mí le había contado; disculpé mi inocencia, volví por la honra de Eusebia; y, por el más comedido medio que pude, desmentí a mi enemigo. Remitióse la prueba a las armas; no quiso el rey darnos campo en ninguna tierra de su reino, por no ir contra la ley católica, que los prohíbe; diónosle una de las ciudades libres de Alemania; llegóse el día de la batalla; pareció en el puesto, con las armas que se habían señalado, que eran espada y rodela, sin otro artificio alguno; hicieron los padrinos y los jueces las ceremonias que en tales casos se acostumbran; partiéronnos el sol, y dejáronnos. Entré yo confiado y animoso, por saber indubitablemente que llevaba la razón conmigo y la verdad de mi parte. De mi contrario, bien sé yo que entró animoso, y más soberbio y arrogante que seguro de su conciencia. ¡Oh soberanos cielos! ¡Oh juicios de Dios inescrutables! Yo hice lo que pude; yo puse mis esperanzas en Dios y en la limpieza de mis no ejecutados deseos; sobre mí no tuvo poder el miedo, ni la debilidad de los brazos, ni la puntualidad de los movimientos; y, con todo eso y no saber decir el cómo, me hallé tendido en el suelo, y la punta de la espada de mi enemigo puesta sobre mis ojos, amenazándome de presta y inevitable muerte. "Aprieta -dije yo entonces-, ¡oh más venturoso que valiente vencedor mío!, esta punta de espada, y sácame el alma, pues tan mal ha sabido defender su cuerpo; no esperes a que me rinda, que no ha de confesar mi lengua la culpa que no tengo. Pecados sí tengo yo que merecen mayores castigos, pero no quiero añadirles este de levantarme testimonio a mí mismo; y así, más quiero morir con honra que vivir deshonrado". "Si no te rindes, Renato -respondió mi contrario-, esta punta llegará hasta el celebro, y hará que con tu sangre firmes y confirmes mi verdad y tu pecado".
»Llegaron en esto los jueces, y tomáronme por muerto, y dieron a mi enemigo el lauro de la vitoria. Sacáronle del campo en hombros de sus amigos, y a mí me dejaron solo, en poder del quebranto y de la confusión, con más tristeza que heridas, y no con tanto dolor como yo pensaba; pues no fue bastante a quitarme la vida, ya que no me la quitó la espada de mi enemigo. Recogiéronme mis criados; volvíme a la patria; ni en el camino ni en ella tenía atrevimiento para alzar los ojos al cielo, que me parecía que sobre sus párpados cargaba el peso de la deshonra y la pesadumbre de la infamia; de los amigos que me hablaban, pensaba que me ofendían; el claro cielo para mí estaba cubierto de obscuras tinieblas; ni un corrillo acaso se hacía en las calles, de los vecinos del pueblo, de quien no pensase que sus pláticas no naciesen de mi deshonra; finalmente, yo me hallé tan apretado de mis melancolías, pensamientos y confusas imaginaciones, que, por salir dellas, o a lo menos aliviarlas, o acabar con la vida, determiné salir de mi patria; y, renunciando mi hacienda en otro hermano menor que tengo, en un navío, con algunos de mis criados, quise desterrarme y venir a estas setentrionales partes a buscar lugar donde no me alcanzase la infamia de mi infame vencimiento y donde el silencio sepultase mi nombre.
»Hallé esta isla acaso; contentóme el sitio, y con el ayuda de mis criados levanté esta ermita y encerréme en ella. Despedílos; diles orden que cada un año viniesen a verme, para que enterrasen mis huesos. El amor que me tenían, las promesas que les hice y los dones que les di les obligaron a cumplir mis ruegos, que no los quiero llamar mandamientos. Fuéronse, y dejáronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compañía en estos árboles, en estas yerbas y plantas, en estas claras fuentes, en estos bulliciosos y frescos arroyuelos, que de nuevo me tuve lástima a mí mismo de no haber sido vencido muchos tiempos antes, pues con aquel trabajo hubiera venido antes al descanso de gozallos. ¡Oh soledad alegre, compañía de los tristes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas, sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh qué de cosas dijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabroso silencio! Pero estórbamelo el deciros primero cómo dentro de un año volvieron mis criados y trujeron consigo a mi adorada Eusebia, que es esta señora ermitaña que veis presente, a quien mis criados dijeron en el término que yo quedaba, y ella, agradecida a mis deseos y condolida de mi infamia, quiso, ya que no en la culpa, serme compañera en la pena, y, embarcándose con ellos, dejó su patria y padres, sus regalos y sus riquezas, y lo más que dejó fue la honra, pues la dejó al vano discurso del vulgo, casi siempre engañado, pues con su huida confirmaba su yerro y el mío.
»Recebíla como ella esperaba que yo la recibiese, y la soledad y la hermosura, que habían de encender nuestros comenzados deseos, hicieron el efeto contrario, merced al cielo y a la honestidad suya. Dímonos las manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve, y en paz y en amor, como dos estatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años, en los cuales no se ha pasado ninguno en que mis criados no vuelvan a verme, proveyéndome de algunas cosas que en esta soledad es forzoso que me falten. Traen alguna vez consigo algún religioso que nos confiese; tenemos en la ermita suficientes ornamentos para celebrar los divinos oficios; dormimos aparte, comemos juntos, hablamos del cielo, menospreciamos la tierra, y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos la vida eterna.»
Con esto dio fin a su plática Renato, y con esto dio ocasión a que todos los circunstantes se admirasen de su suceso, no porque les pareciese nuevo dar castigos el cielo contra la esperanza de los pensamientos humanos, pues se sabe que por una de dos causas vienen los que parecen males a las gentes: a los malos por castigo, y a los buenos por mejora; y en el número de los buenos pusieron a Renato, con el cual gastaron algunas palabras de consuelo, y ni más ni menos con Eusebia, que se mostró prudente en los agradecimientos y consolada en su estado.
-¡Oh vida solitaria! -dijo a esta sazón Rutilio, que, sepultado en silencio, había estado escuchando la historia de Renato-. ¡Oh vida solitaria -dijo-, santa, libre y segura, que infunde el cielo en las regaladas imaginaciones! ¡Quién te amara, quién te abrazara, quién te escogiera, y quién, finalmente, te gozara!
-Dices bien -dijo Mauricio-, amigo Rutilio, pero esas consideraciones han de caer sobre grandes sujetos; porque no nos ha de causar maravilla que un rústico pastor se retire a la soledad del campo, ni nos ha de admirar que un pobre, que en la ciudad muere de hambre, se recoja a la soledad donde no le ha de faltar el sustento. Modos hay de vivir que los sustenta la ociosidad y la pereza, y no es pequeña pereza dejar yo el remedio de mis trabajos en las ajenas, aunque misericordiosas manos. Si yo viera a un Aníbal cartaginés encerrado en una ermita, como vi a un Carlos V cerrado en un monasterio, suspendiérame y admirárame; pero que se retire un plebeyo, que se recoja un pobre, ni me admira ni me suspende; fuera va deste cuento Renato, que le trujeron a estas soledades, no la pobreza, sino la fuerza que nació de su buen discurso. Aquí tiene en la carestía abundancia, y en la soledad compañía, y el no tener más que perder le hace vivir más seguro.
A lo que añadió Periandro:
-Si, como tengo pocos, tuviera muchos años, en trances y ocasiones me ha puesto mi fortuna que tuviera por suma felicidad que la soledad me acompañara, y en la sepultura del silencio se sepultara mi nombre; pero no me dejan resolver mis deseos, ni mudar de vida la priesa que me da el caballo de Cratilo, en quien quedé de mi historia.
Todos se alegraron oyendo esto, por ver que quería Periandro volver a su tantas veces comenzado y no acabado cuento, que fue así:
Cuenta lo que le sucedió con el caballo tan estimado de Cratilo como famoso
-«LA GRANDEZA, la ferocidad y la hermosura del caballo que os he descrito tenían tan enamorado a Cratilo, y tan deseoso de verle manso, como a mí de mostrar que deseaba servirle, pareciéndome que el cielo me presentaba ocasión para hacerme agradable a los ojos de quien por señor tenía, y a poder acreditar con algo las alabanzas que la hermosa Sulpicia de mí al rey había dicho.
»Y así, no tan maduro como presuroso, fui donde estaba el caballo y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le tenía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para detenerle, y llegué a la punta de una peña que sobre la mar pendía; y, apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo como gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos en la profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé que, pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con el golpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fue así, porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe de tener guardado, hizo que las piernas y los brazos del poderoso caballo resistiesen el golpe, sin recebir yo otro daño que haberme sacudido de sí el caballo y echado a rodar, resbalando por gran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y creyese que yo quedaba muerto; pero, cuando me vieron levantar en pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locura mi atrevimiento.»
Duro se le hizo a Mauricio el terrible salto del caballo tan sin lisión: que quisiera él, por lo menos, que se hubiera quebrado tres o cuatro piernas, porque no dejara Periandro tan a la cortesía de los que le escuchaban la creencia de tan desaforado salto; pero el crédito que todos tenían de Periandro les hizo no pasar adelante con la duda del no creerle: que, así como es pena del mentiroso que cuando diga verdad no se le crea, así es gloria del bien acreditado el ser creído cuando diga mentira. Y, como no pudieron estorbar los pensamientos de Mauricio la plática de Periandro, prosiguió la suya diciendo:
-«Volví a la ribera con el caballo, volví asimismo a subir en él, y, por los mismos pasos que primero, le incité a saltar segunda vez; pero no fue posible, porque, puesto en la punta de la levantada peña, hizo tanta fuerza por no arrojarse que puso las ancas en el suelo, y rompió las riendas, quedándose clavado en la tierra. Cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lleno de miedo que le volvió de león en cordero y de animal indomable en generoso caballo, de manera que los muchachos se atrevieron a monosearle, y los caballerizos del rey, enjaezándole, subieron en él y le corrieron con seguridad, y él mostró su ligereza y su bondad, hasta entonces jamás vista; de lo que el rey quedó contentísimo y Sulpicia alegre, por ver que mis obras habían respondido a sus palabras.
»Tres meses estuvo en su rigor el yelo, y éstos se tardaron en acabar un navío que el rey tenía comenzado para correr en convenible tiempo aquellos mares, limpiándolos de cosarios, enriqueciéndose con sus robos. En este entretanto le hice algunos servicios en la caza, donde me mostré sagaz y esperimentado, y gran sufridor de trabajos; porque ningún ejercicio corresponde así al de la guerra como el de la caza, a quien es anejo el cansancio, la sed y la hambre, y aun a veces la muerte. La liberalidad de la hermosa Sulpicia se mostró conmigo y con los míos estremada, y la cortesía de Cratilo le corrió parejas. Los doce pescadores que trujo consigo Sulpicia estaban ya ricos, y los que conmigo se perdieron estaban ganados. Acabóse el navío, mandó el rey aderezarle y pertrecharle de todas las cosas necesarias largamente, y luego me hizo capitán dél a toda mi voluntad, sin obligarme a que hiciese cosa más de aquella que fuese de mi gusto. Y, después de haberle besado las manos por tan gran beneficio, le dije que me diese licencia de ir a buscar a mi hermana Auristela, de quien tenía noticia que estaba en poder del rey de Dinamarca. Cratilo me la dio para todo aquello que quisiese hacer, diciéndome que a más le tenía obligado mi buen término, hablando como rey, a quien es anejo tanto el hacer mercedes como la afabilidad, y, si se puede decir, la buena crianza. Esta tuvo Sulpicia en todo estremo, acompañándola con la liberalidad, con la cual, ricos y contentos, yo y los míos nos embarcamos, sin que quedase ninguno.
»La primer derrota que tomamos fue a Dinamarca, donde creí hallar a mi hermana, y lo que hallé fueron nuevas de que, de la ribera del mar, a ella y a otras doncellas las habían robado cosarios. Renováronse mis trabajos, y comenzaron de nuevo mis lástimas, a quien acompañaron las de Carino y Solercio, los cuales creyeron que en la desgracia de mi hermana y en su prisión se debía de comprehender la de sus esposas.»
-Sospecharon bien -dijo a esta sazón Arnaldo.
Y, prosiguiendo, Periandro dijo:
-«Barrimos todos los mares, rodeamos todas o las más islas destos contornos, preguntando siempre por nuevas de mi hermana, pareciéndome a mí, con paz sea dicho de todas las hermosas del mundo, que la luz de su rostro no podía estar encubierta por ser escuro el lugar donde estuviese, y que la suma discreción suya había de ser el hilo que la sacase de cualquier laberinto. Prendimos cosarios, soltamos prisioneros, restituimos haciendas a sus dueños, alzámonos con las mal ganadas de otros; y con esto, colmando nuestro navío de mil diferentes bienes de fortuna, quisieron los míos volver a sus redes y a sus casas y a los brazos de sus hijos, imaginando Carino y Solercio ser posible hallar a sus esposas en su tierra, ya que en las ajenas no las hallaban.
»Antes desto, llegamos a aquella isla, que, a lo que creo, se llama Scinta, donde supimos las fiestas de Policarpo, y a todos nos vino voluntad de hallarnos en ellas. No pudo llegar nuestra nave, por ser el viento contrario; y así, en traje de marineros bogadores, nos entramos en aquel barco luengo, como ya queda dicho. Allí gané los premios, allí fui coronado por vencedor de todas las contiendas, y de allí tomó ocasión Sinforosa de desear saber quien yo era, como se vio por las diligencias que para ello hizo.
»Vuelto al navío y resueltos los míos de dejarme, los rogué que me dejasen el barco, como en premio de los trabajos que con ellos había pasado. Dejáronmele, y aun me dejaran el navío, si yo le quisiera, diciéndome que si me dejaban solo, no era otra la ocasión sino porque les parecía ser sólo mi deseo, y tan imposible de alcanzarle como lo había mostrado la esperiencia en las diligencias que habíamos hecho para conseguirle. En resolución, con seis pescadores que quisieron seguirme, llevados del premio que les di y del que les ofrecí, abrazando a mis amigos, me embarqué y puse la proa en la Isla Bárbara, de cuyos moradores sabía ya la costumbre y la falsa profecía que los tenía engañados, la cual no os refiero porque sé que la sabéis.
»Di al través en aquella isla, fui preso y llevado donde estaban los vivos enterrados; sacáronme otro día para ser sacrificado; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños que servían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, con cadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me ataban las manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, que está presente, por cuya orden entré en la isla para ser espía que investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo que yo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje de varón a ser sacrificada. Conocíla, dolióme su dolor, previne su muerte con decir que era hembra, como ya lo había dicho Cloelia, su ama, que la acompañaba; y el modo como allí las dos vinieron, ella lo dirá cuando quisiere. Lo que en la isla nos sucedió ya lo sabéis; y, con esto y con lo que a mi hermana le queda por decir, quedaréis satisfechos de casi todo aquello que acertare a pediros el deseo en la certeza de nuestros sucesos.»
NO SÉ SI tenga por cierto, de manera que ose afirmar, que Mauricio y algunos de los más oyentes se holgaron de que Periandro pusiese fin en su plática, porque las más veces, las que son largas, aunque sean de importancia, suelen ser desabridas. Este pensamiento pudo tener Auristela, pues no quiso acreditarle con comenzar por entonces la historia de sus acontecimientos; que, puesto que habían sido pocos desde que fue robada de poder de Arnaldo hasta que Periandro la halló en la Isla Bárbara, no quiso añadirlos hasta mejor coyuntura; ni, aunque quisiera, tuviera lugar para hacerlo, porque se lo estorbara una nave que vieron venir por alta mar encaminada a la isla, con todas las velas tendidas, de modo que en breve rato llegó a una de las calas de la isla, y luego fue de Renato conocida, el cual dijo:
-Esta es, señores, la nave donde mis criados y mis amigos suelen visitarme algunas veces.
Ya en esto hecha la zaloma y arrojado el esquife al agua, se llenó de gente, que salió a la ribera, donde ya estaban para recebirle Renato y todos los que con él estaban. Hasta veinte serían los desembarcados, entre los cuales salió uno de gentil presencia, que mostró ser señor de todos los demás, el cual, apenas vio a Renato, cuando con los brazos abiertos se vino a él, diciéndole:
-Abrázame, hermano, en albricias de que te traigo las mejores nuevas que pudieras desear.
Abrazóle Renato, porque conoció ser su hermano Sinibaldo, a quien dijo:
-Ningunas nuevas me pueden ser más agradables, ¡oh hermano mío!, que ver tu presencia; que, puesto que en el siniestro estado en que me veo ninguna alegría sería bien que me alegrase, el verte pasa adelante y tiene excepción en la común regla de mi desgracia.
Sinibaldo se volvió luego a abrazar a Eusebia, y le dijo:
-Dadme también vos los brazos, señora, que también me debéis las albricias de las nuevas que traigo, las cuales no será bien dilatarlas, porque no se dilate más vuestra pena. Sabed, señores, que vuestro enemigo es muerto de una enfermedad, que, habiendo estado seis días antes que muriese sin habla, se la dio el cielo seis horas antes que despidiese el alma, en el cual espacio, con muestras de un grande arrepentimiento, confesó la culpa en que había caído de haberos acusado falsamente; confesó su envidia, declaró su malicia, y, finalmente, hizo todas las demostraciones bastantes a manifestar su pecado. Puso en los secretos juicios de Dios el haber salido vencedora su maldad contra la bondad vuestra, y no sólo se contentó con decirlo, sino que quiso que quedase por instrumento público esta verdad; la cual sabida por el rey, también por público instrumento os volvió vuestra honra y os declaró a ti, ¡oh, hermano!, por vencedor, y a Eusebia por honesta y limpia, y ordenó que fuésedes buscados, y que, hallados, os llevasen a su presencia para recompensaros con su magnanimidad y grandeza las estrechezas en que os debéis de haber visto. Si éstas son nuevas dignas de que os den gusto, a vuestra buena consideración lo dejo.
-Son tales -dijo entonces Arnaldo-, que no hay acrecentamiento de vida que las aventaje, ni posesión de no esperadas riquezas que las lleguen; porque la honra perdida y vuelta a cobrar con estremo, no tiene bien alguno la tierra que se le iguale. Gocéisle luengos años, señor Renato, y gócele en vuestra compañía la sin par Eusebia, yedra de vuestro muro, olmo de vuestra yedra, espejo de vuestro gusto, y ejemplo de bondad y agradecimiento.
Este mismo parabién, aunque con palabras diferentes, les dieron todos, y luego pasaron a preguntarle por nuevas de lo que en Europa pasaba y en otras partes de la tierra, de quien ellos por andar en el mar tenían poca noticia.
Sinibaldo respondió que de lo que más se trataba era de la calamidad en que estaba puesto por el rey de los dánaos, Leopoldio, el rey antiguo de Dinamarca, y por otros allegados que a Leopoldio favorecían. Contó asimismo cómo se murmuraba que por la ausencia de Arnaldo, príncipe heredero de Dinamarca, estaba su padre tan a pique de perderse, del cual príncipe decían que, cual mariposa, se iba tras la luz de unos bellos ojos de una su prisionera, tan no conocida por linaje que no se sabía quién fuesen sus padres. Contó con esto guerras del de Transilvania, movimientos del Turco, enemigo común del género humano; dio nuevas de la gloriosa muerte de Carlos V, rey de España y emperador romano, terror de los enemigos de la Iglesia y asombro de los secuaces de Mahoma. Dijo asimismo otras cosas más menudas, que unas alegraron y otras suspendieron, y las unas y las otras dieron gusto a todos, si no fue al pensativo Arnaldo, que desde el punto que oyó la opresión de su padre, puso los ojos en el suelo y la mano en la mejilla, y, al cabo de un buen espacio que así estuvo, quitó los ojos de la tierra, y, poniéndolos en el cielo, exclamando en voz alta, dijo:
-¡Oh amor, oh honra, oh compasión paterna, y cómo me apretáis el alma! Perdóname, amor, que no porque me aparto te dejo; espérame, ¡oh honra!, que no porque tenga amor dejaré de seguirte; consuélate, ¡oh padre!, que ya vuelvo; esperadme, vasallos, que el amor nunca hizo ninguno cobarde, ni lo he de ser yo en defenderos, pues soy el mejor y el más bien enamorado del mundo. Para la sin par Auristela quiero ir a ganar lo que es mío, y para poder merecer, por ser rey, lo que no merezco por ser amante: que el amante pobre, si la ventura a manos llenas no le favorece, casi no es posible que llegue a felice fin su deseo. Rey la quiero pretender, rey la he de servir, amante la he de adorar; y si con todo esto no la pudiere merecer, culparé más a mi suerte que a su conocimiento.
Todos los circunstantes quedaron suspensos oyendo las razones de Arnaldo; pero el que más lo quedó de todos fue Sinibaldo, a quien Mauricio había dicho cómo aquél era el príncipe de Dinamarca, y aquélla, mostrándole a Auristela, la prisionera que decían que le traía rendido. Puso algo más, de propósito, los ojos en Auristela Sinibaldo, y luego juzgó a discreción la que en Arnaldo parecía locura, porque la belleza de Auristela, como otras veces se ha dicho, era tal, que cautivaba los corazones de cuantos la miraban, y hallaban en ella disculpa todos los errores que por ella se hicieran.
Es, pues, el caso que aquel mismo día se concertó que Renato y Eusebia se volviesen a Francia, llevando en su navío a Arnaldo para dejalle en su reino, el cual quiso llevar consigo a Mauricio y a Transila, su hija, y a Ladislao, su yerno, y que en el navío de la huida, prosiguiendo su viaje, fuesen a España Periandro, los dos Antonios, Auristela, Ricla y la hermosa Constanza. Rutilio, viendo este repartimiento, estuvo esperando a qué parte le echarían; pero, antes que la declarasen, puesto de rodillas ante Renato, le suplicó le hiciese heredero de sus alhajas y le dejase en aquella isla, siquiera para que no faltase en ella quien encendiese el farol que guiase a los perdidos navegantes; porque él quería acabar bien la vida, hasta entonces mala. Reforzaron todos su cristiana petición, y el buen Renato, que era tan cristiano como liberal, le concedió todo cuanto pedía, diciéndole que quisiera que fueran de importancia las cosas que le dejaba, puesto que eran todas las necesarias para cultivar la tierra y pasar la vida humana, a lo que añadió Arnaldo que él le prometía, si se viese pacífico en su reino, de enviarle cada un año un bajel que le socorriese. A todos hizo señales de besar los pies Rutilio, y todos le abrazaron, y los más dellos lloraron de ver la santa resolución del nuevo ermitaño; que, aunque la nuestra no se enmiende, siempre da gusto ver enmendar la ajena vida, si no es que llega a tanto la protervidad nuestra, que querríamos ser el abismo que a otros abismos llamase.
Dos días tardaron en disponerse y acomodarse para seguir cada uno su viaje, y, al punto de la partida, hubo corteses comedimientos, especialmente entre Arnaldo, Periandro y Auristela; y, aunque entre ellos se mezclaron amorosas razones, todas fueron honestas y comedidas, pues no alborotaron el pecho de Periandro. Lloró Transila, no tuvo enjutos los ojos Mauricio, ni lo estuvieron los de Ladislao; gimió Ricla, enternecióse Constanza, y su padre y su hermano también se mostraron tiernos. Andaba Rutilio de unos en otros, ya vestido con los hábitos de ermitaño de Renato, despidiéndose déstos y de aquéllos, mezclando sollozos y lágrimas todo a un tiempo.
Finalmente, convidándoles el sosegado tiempo, y un viento que podía servir a diferentes viajes, se embarcaron y le dieron las velas, y Rutilio mil bendiciones, puesto en lo alto de las ermitas.
Y aquí dio fin a este segundo libro el autor desta peregrina historia.
COMO están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.
Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnaldo en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mostrado de servir a Auristela; pero no se puede decir que le dejó, sino que le entretuvo, en tanto que el de la honra, que sobrepuja al de todas las acciones humanas, se apoderó de su alma. El cual deseo se le declaró Arnaldo a Periandro una noche antes de la partida, hablándole aparte en la isla de las Ermitas. Allí le suplicó -que quien pide lo que ha menester, no ruega, sino suplica- que mirase por su hermana Auristela, y que la guardase para reina de Dinamarca; y que, aunque la ventura no se le mostrase a él buena en cobrar su reino, y en tan justa demanda perdiese la vida, se estimase Auristela por viuda de un príncipe, y, como tal, supiese escoger esposo, puesto que ya él sabía y muchas veces lo había dicho, que por sí sola, sin tener dependencia de otra grandeza alguna, merecía ser señora del mayor reino del mundo, no que del de Dinamarca. Periandro le respondió que le agradecía su buen deseo, y que él tendría cuidado de mirar por ella como por cosa que tanto le tocaba y que tan bien le venía. Ninguna destas razones dijo Periandro a Auristela, porque las alabanzas que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con ajenas sobras. Estos consejos no se dan a Periandro, que de los bienes de la naturaleza se llevaba la gala, y en los de la fortuna era inferior a pocos.
En esto iban las naves con un mismo viento, por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación; iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de la superficie, y la nave suavemente le besaba los labios, y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba. Desta suerte, y con la misma tranquilidad y sosiego, navegaron diez y siete días sin ser necesario subir ni bajar, ni llegar a templar las velas, cuya felicidad en los que navegan, si no tuviese por descuentos el temor de borrascas venideras, no había gusto con que igualalle.
Al cabo destos o pocos más días, al amanecer de uno, dijo un grumete que desde la gavia mayor iba descubriendo la tierra:
-¡Albricias, señores, albricias pido y albricias merezco! ¡Tierra! ¡Tierra! Aunque mejor diría ¡cielo!, ¡cielo!, porque sin duda estamos en el paraje de la famosa Lisboa.
Cuyas nuevas sacaron de los ojos de todos tiernas y alegres lágrimas, especialmente de Ricla, de los dos Antonios y de su hija Constanza, porque les pareció que ya habían llegado a la tierra de promisión que tanto deseaban.
Echóle los brazos Antonio al cuello, diciéndole:
-Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.
-No digas más -dijo a esta sazón Periandro-; deja, Antonio, algo para nuestros ojos, que las alabanzas no lo han de decir todo: algo ha de quedar para la vista, para que con ella nos admiremos de nuevo, y así, creciendo el gusto por puntos, vendrá a ser mayor en sus estremos.
Contentísima estaba Auristela de ver que se le acercaba la hora de poner pie en tierra firme, sin andar de puerto en puerto y de isla en isla, sujeta a la inconstancia del mar y a la movible voluntad de los vientos; y más cuando supo que desde allí a Roma podía ir a pie enjuto, sin embarcarse otra vez si no quisiese.
Mediodía sería cuando llegaron a Sangián, donde se registró el navío, y donde el castellano del castillo, y los que con él entraron en la nave, se admiraron de la hermosura de Auristela, de la gallardía de Periandro, del traje bárbaro de los dos Antonios, del buen aspecto de Ricla y de la agradable belleza de Constanza. Supieron ser estranjeros, y que iban peregrinando a Roma. Satisfizo Periandro a los marineros, que los habían traído magníficamente, con el oro que sacó Ricla de la Isla Bárbara, ya vuelto en moneda corriente en la isla de Policarpo. Los marineros quisieron llegar a Lisboa a granjearlo con alguna mercancía.
El castellano de Sangián envió al gobernador de Lisboa, que entonces era el arzobispo de Braga, por ausencia del rey, que no estaba en la ciudad, de la nueva venida de los estranjeros y de la sin par belleza de Auristela, añadiendo la de Constanza, que con el traje de bárbara no solamente no la encubría, pero la realzaba; exageróle asimismo la gallarda disposición de Periandro, y juntamente la discreción de todos, que no bárbaros, sino cortesanos parecían.
Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra. Había salido a la marina infinita gente a ver los estranjeros desembarcados en Belén; corrieron allá todos por ver la novedad, que siempre se lleva tras sí los deseos y los ojos.
Ya salía de Belén el nuevo escuadrón de la nueva hermosura: Ricla, medianamente hermosa, pero estremadamente a lo bárbaro vestida; Constanza, hermosísima y rodeada de pieles; Antonio el padre, brazos y piernas desnudas, pero con pieles de lobos cubierto lo demás del cuerpo; Antonio el hijo iba del mismo modo, pero con el arco en la mano y la aljaba de las saetas a las espaldas; Periandro, con casaca de terciopelo verde y calzones de lo mismo, a lo marinero, un bonete estrecho y puntiagudo en la cabeza, que no le podía cubrir las sortijas de oro que sus cabellos formaban; Auristela traía toda la gala del setentrión en el vestido, la más bizarra gallardía en el cuerpo y la mayor hermosura del mundo en el rostro. En efeto, todos juntos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quien los miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y el gallardo Periandro.
Llegaron por tierra a Lisboa, rodeados de plebeya y de cortesana gente; lleváronlos al gobernador, que, después de admirado de verlos, no se cansaba de preguntarles quiénes eran, de dónde venían y adónde iban. A lo que respondió Periandro, que ya traía estudiada la respuesta que había de dar a semejantes preguntas, viendo que se la habían de hacer muchas veces: cuando quería o le parecía que convenía, relataba su historia a lo largo, encubriendo siempre sus padres, de modo que, satisfaciendo a los que le preguntaban, en breves razones cifraba, si no toda, a lo menos gran parte de su historia. Mandólos el visorrey alojar en uno de los mejores alojamientos de la ciudad, que acertó a ser la casa de un magnífico caballero portugués, donde era tanta la gente que concurría para ver a Auristela, de quien sola había salido la fama de lo que había que ver en todos, que fue parecer de Periandro mudasen los trajes de bárbaros en los de peregrinos, porque la novedad de los que traían era la causa principal de ser tan seguidos, que ya parecían perseguidos del vulgo; además, que para el viaje que ellos llevaban de Roma, ninguno le venía más a cuento. Hízose así, y de allí a dos días se vieron peregrinamente peregrinos.
Acaeció, pues, que al salir un día de casa, un hombre portugués se arrojó a los pies de Periandro, llamándole por su nombre, y, abrazándole por las piernas, le dijo:
-¿Qué ventura es ésta, señor Periandro, que la des a esta tierra con tu presencia? No te admires en ver que te nombro por tu nombre, que uno soy de aquellos veinte que cobraron libertad en la abrasada isla Bárbara, donde tú la tenías perdida; halléme a la muerte de Manuel de Sosa Cuitiño, el caballero portugués; apartéme de ti y de los tuyos en el hospedaje donde llegó Mauricio y Ladislao en busca de Transila, esposa del uno y hija del otro; trújome la buena suerte a mi patria; conté aquí a sus parientes la enamorada muerte; creyéronla, y, aunque yo no se la afirmara de vista, la creyeran, por tener casi en costumbre el morir de amores los portugueses; un hermano suyo, que heredó su hacienda, ha hecho sus obsequias, y en una capilla de su linaje, le puso en una piedra de mármol blanco, como si debajo della estuviera enterrado, un epitafio que quiero que vengáis a ver todos, así como estáis, porque creo que os ha de agradar por discreto y por gracioso.
Por las palabras, bien conoció Periandro que aquel hombre decía verdad; pero, por el rostro, no se acordaba haberle visto en su vida. Con todo eso, se fueron al templo que decía, y vieron la capilla y la losa sobre la cual estaba escrito en lengua portuguesa este epitafio, que leyó casi en castellano Antonio el padre, que decía así:
AQUÍ YACE VIVA LA MEMORIA DEL YA MUERTO
MANUEL DE SOSA COITIÑO, CABALLERO PORTUGUÉS,
QUE, A NO SER PORTUGUÉS, AÚN FUERA VIVO.
NO MURIÓ A LAS MANOS DE NINGÚN CASTELLANO,
SINO A LAS DEL AMOR, QUE TODO LO PUEDE;
PROCURA SABER SU VIDA Y ENVIDIARÁS SU MUERTE,
PASAJERO.
Vio Periandro que había tenido razón el portugués de alabarle el epitafio, en el escribir de los cuales tiene gran primor la nación portuguesa. Preguntó Auristela al portugués qué sentimiento había hecho la monja, dama del muerto, de la muerte de su amante, el cual la respondió que, dentro de pocos días que la supo, pasó desta a mejor vida, o ya por la estrecheza de la que hacía siempre, o ya por el sentimiento del no pensado suceso.
Desde allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde ordenó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos los más principales casos de su historia: a un lado pintó la Isla Bárbara ardiendo en llamas, y allí junto la isla de la prisión, y un poco más desviado, la balsa o enmaderamiento donde le halló Arnaldo cuando le llevó a su navío; en otra parte estaba la isla Nevada, donde el enamorado portugués perdió la vida; luego la nave que los soldados de Arnaldo taladraron; allí junto pintó la división del esquife y de la barca; allí se mostraba el desafío de los amantes de Taurisa y su muerte; acá estaban serrando por la quilla la nave que había servido de sepultura a Auristela y a los que con ella venían; acullá estaba la agradable isla donde vio en sueños Periandro los dos escuadrones de virtudes y vicios; y allí, junto la nave, donde los peces Náufragos pescaron a los dos marineros y les dieron en su vientre sepultura. No se olvidó de que pintase verse empedrados en el mar helado, el asalto y combate del navío, ni el entregarse a Cratilo; pintó asimismo la temeraria carrera del poderoso caballo, cuyo espanto, de león, le hizo cordero; que los tales con un asombro se amansan; pintó, como en resguño y en estrecho espacio, las fiestas de Policarpo, coronándose a sí mismo por vencedor en ellas; resolutamente, no quedó paso principal en que no hiciese labor en su historia, que allí no pintase, hasta poner la ciudad de Lisboa y su desembarcación en el mismo traje en que habían venido; también se vio en el mismo lienzo arder la isla de Policarpo, a Clodio traspasado con la saeta de Antonio y a Cenotia colgada de una entena; pintóse también la isla de las Ermitas, y a Rutilio con apariencias de santo. Este lienzo se hacía de una recopilación que les escusaba de contar su historia por menudo, porque Antonio el mozo declaraba las pinturas y los sucesos cuando le apretaban a que los dijese. Pero, en lo que más se aventajó el pintor famoso, fue en el retrato de Auristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase.
Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación, al cabo de los cuales, con licencia del visorrey y con patentes verdaderas y firmes de quiénes eran y adónde iban, se despidieron del caballero portugués, su huésped, y del hermano del enamorado, Alberto, de quien recibieron grandes caricias y beneficios, y se pusieron en camino de Castilla. Y esta partida fue menester hacerla de noche, temerosos que si de día la hicieran, la gente que les seguiría la estorbara, puesto que la mudanza del traje había hecho ya que amainase la admiración.
Peregrinos. Su viaje por España. Sucédenles nuevos y estraños casos
PEDÍAN los tiernos años de Auristela, y los más tiernos de Constanza, con los entreverados de Ricla, coches, estruendo y aparato para el largo viaje en que se ponían; pero la devoción de Auristela, que había prometido de ir a pie hasta Roma, desde la parte do llegase en tierra firme, llevó tras sí las demás devociones; y todos de un parecer, así varones como hembras, votaron el viaje a pie, añadiendo, si fuese necesario, mendigar de puerta en puerta. Con esto cerró la del dar Ricla, y Periandro se escusó de no disponer de la cruz de diamantes que Auristela traía, guardándola con las inestimables perlas para mejor ocasión. Solamente compraron un bagaje que sobrellevase las cargas que no pudieran sufrir las espaldas; acomodáronse de bordones, que servían de arrimo y defensa, y de vainas de unos agudos estoques. Con este cristiano y humilde aparato salieron de Lisboa, dejándola sola sin su belleza, y pobre sin la riqueza de su discreción, como lo mostraron los infinitos corrillos de gente que en ella se hicieron, donde la fama no trataba de otra cosa sino del estremo de discreción y belleza de los peregrinos estranjeros.
Desta manera, acomodándose a sufrir el trabajo de hasta dos o tres leguas de camino cada día, llegaron a Badajoz, donde ya tenía el Corregidor castellano nuevas de Lisboa, cómo por allí habían de pasar los nuevos peregrinos, los cuales, entrando en la ciudad, acertaron a alojarse en un mesón do se alojaba una compañía de famosos recitantes, los cuales aquella misma noche habían de dar la muestra para alcanzar la licencia de representar en público, en casa del Corregidor. Pero, apenas vieron el rostro de Auristela y el de Constanza, cuando les sobresaltó lo que solía sobresaltar a todos aquellos que primeramente las veían, que era admiración y espanto.
Pero ninguno puso tan en punto el maravillarse, como fue el ingenio de un poeta, que de propósito con los recitantes venía, así para enmendar y remendar comedias viejas, como para hacerlas de nuevo: ejercicio más ingenioso que honrado y más de trabajo que de provecho. Pero la excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha; es como el sol, que pasa por todas las cosas inmundas sin que se le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se estima; es un rayo que suele salir de donde está encerrado, no abrasando, sino alumbrando; es instrumento acordado que dulcemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite, lleva consigo la honestidad y el provecho. Digo, en fin, que este poeta, a quien la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los mesones y las Castalias y las Aganipes con los charcos y arroyos de los caminos y ventas, fue el que más se admiró de la belleza de Auristela, y al momento la marcó en su imaginación y la tuvo por más que buena para ser comedianta, sin reparar si sabía o no la lengua castellana. Contentóle el talle, diole gusto el brío, y en un instante la vistió en su imaginación en hábito corto de varón; desnudóla luego y vistióla de ninfa, y casi al mismo punto la envistió de la majestad de reina, sin dejar traje de risa o de gravedad de que no la vistiese, y en todas se le representó grave, alegre, discreta, aguda, y sobremanera honesta: estremos que se acomodan mal en una farsanta hermosa.
¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio de un poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuán flacos cimientos levanta grandes quimeras! Todo se lo halla hecho, todo fácil, todo llano, y esto de manera que las esperanzas le sobran cuando la ventura le falta, como lo mostró este nuestro moderno poeta cuando vio descoger acaso el lienzo donde venían pintados los trabajos de Periandro. Allí se vio él en el mayor que en su vida se había visto, por venirle a la imaginación un grandísimo deseo de componer de todos ellos una comedia; pero no acertaba en qué nombre le pondría: si le llamaría comedia, o tragedia, o tragicomedia, porque si sabía el principio, ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corriendo las vidas de Periandro y de Auristela, cuyos fines habían de poner nombre a lo que dellos se representase. Pero lo que más le fatigaba era pensar cómo podría encajar un lacayo consejero y gracioso en el mar y entre tantas islas, fuego y nieves; y, con todo esto, no se desesperó de hacer la comedia y de encajar el tal lacayo, a pesar de todas las reglas de la poesía y a despecho del arte cómico. Y, en tanto que en esto iba y venía, tuvo lugar de hablar a Auristela y de proponerle su deseo y de aconsejarla cuán bien la estaría si se hiciese recitanta. Díjole que, a dos salidas al teatro, le lloverían minas de oro a cuestas, porque los príncipes de aquella edad eran como hechos de alquimia, que llegada al oro, es oro, y llegada al cobre, es cobre; pero que, por la mayor parte, rendían su voluntad a las ninfas de los teatros, a las diosas enteras y a las semideas, a las reinas de estudio y a las fregonas de apariencia; díjole que si alguna fiesta real acertase a hacerse en su tiempo, que se diese por cubierta de faldellines de oro, porque todas o las más libreas de los caballeros habían de venir a su casa rendidas a besarle los pies; representóle el gusto de los viajes, y el llevarse tras sí dos o tres disfrazados caballeros que la servirían tan de criados como de amantes; y, sobre todo, encarecía y puso sobre las nubes la excelencia y la honra que le darían en encargarle las primeras figuras. En fin, le dijo que si en alguna cosa se verificaba la verdad de un antiguo refrán castellano, era en las hermosas farsantas, donde la honra y provecho cabían en un saco.
Auristela le respondió que no había entendido palabra de cuantas le había dicho, porque bien se veía que ignoraba la lengua castellana, y que, puesto que la supiera, sus pensamientos eran otros, que tenían puesta la mira en otros ejercicios, si no tan agradables, a lo menos más convenientes. Desesperóse el poeta con la resoluta respuesta de Auristela; miróse a los pies de su ignorancia, y deshizo la rueda de su vanidad y locura.
Aquella noche fueron a dar la muestra en casa del Corregidor, el cual, como hubiese sabido que la hermosa junta peregrina estaba en la ciudad, los envió a buscar y a convidar viniesen a su casa a ver la comedia, y a recebir en ella muestras del deseo que tenía de servirles, por las que de su valor le habían escrito de Lisboa. Acetólo Periandro, con parecer de Auristela y de Antonio el padre, a quien obedecían como a su mayor. Juntas estaban muchas damas de la ciudad con la Corregidora, cuando entraron Auristela, Ricla y Constanza, con Periandro y los dos Antonios, admirando, suspendiendo, alborotando la vista de los presentes, que a sentir tales efetos les forzaba la sin par bizarría de los nuevos peregrinos, los cuales, acrecentando con su humildad y buen parecer la benevolencia de los que los recibieron, dieron lugar a que les diesen casi el más honrado en la fiesta, que fue la representación de la fábula de Céfalo y de Pocris, cuando ella, celosa más de lo que debía, y él, con menos discurso que fuera necesario, disparó el dardo que a ella le quitó la vida y a él el gusto para siempre. El verso tocó los estremos de bondad posibles, como compuesto, según se dijo, por Juan de Herrera de Gamboa, a quien por mal nombre llamaron el Maganto, cuyo ingenio tocó asimismo las más altas rayas de la poética esfera. Acabada la comedia, desmenuzaron las damas la hermosura de Auristela parte por parte, y hallaron todas un todo a quien dieron por nombre Perfección sin tacha, y los varones dijeron lo mismo de la gallardía de Periandro, y de recudida se alabó también la belleza de Constanza y la bizarría de su hermano Antonio. Tres días estuvieron en la ciudad, donde en ellos mostró el Corregidor ser caballero liberal, y tener la Corregidora condición de reina, según fueron las dádivas y presentes que hizo a Auristela y a los demás peregrinos, los cuales, mostrándose agradecidos y obligados, prometieron de tener cuenta de darla de sus sucesos, de dondequiera que estuviesen.
Partidos, pues, de Badajoz, se encaminaron a nuestra Señora de Guadalupe, y, habiendo andado tres días y en ellos cinco leguas, les tomó la noche en un monte poblado de infinitas encinas y de otros rústicos árboles. Tenía suspenso el cielo el curso y sazón del tiempo en la balanza igual de los dos equinoccios: ni el calor fatigaba, ni el frío ofendía, y, a necesidad, tan bien se podía pasar la noche en el campo como en el aldea; y a esta causa, y por estar lejos un pueblo, quiso Auristela que se quedasen en unas majadas de pastores boyeros que a los ojos se les ofrecieron. Hízose lo que Auristela quiso, y, apenas habían entrado por el bosque docientos pasos, cuando se cerró la noche con tanta escuridad que los detuvo, y les hizo mirar atentamente la lumbre de los boyeros, porque su resplandor les sirviese de norte para no errar el camino. Las tinieblas de la noche, y un ruido que sintieron, les detuvo el paso y hizo que Antonio el mozo se apercibiese de su arco, perpetuo compañero suyo. Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron, el cual les dijo:
-¿Sois desta tierra, buena gente?
-No, por cierto -respondió Periandro-, sino de bien lejos della; peregrinos estranjeros somos que vamos a Roma, y primero a Guadalupe.
-Sí, que también -dijo el de a caballo- hay en las estranjeras tierras caridad y cortesía, también hay almas compasivas dondequiera.
-¿Pues no? -respondió Antonio-. Mirad, señor, quienquiera que seáis, si habéis menester algo de nosotros, y veréis cómo sale verdadera vuestra imaginación.
-Tomad -dijo, pues, el caballero-, tomad, señores, esta cadena de oro, que debe de valer docientos escudos, y tomad asimismo esta prenda, que no debe de tener precio, a lo menos yo no se le hallo, y darle heis en la ciudad de Trujillo a uno de dos caballeros que en ella y en todo el mundo son bien conocidos: llámase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana; ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todo estremo.
Y, en esto, puso en las manos de Ricla, que como mujer compasiva se adelantó a tomarlo, una criatura que ya comenzaba a llorar, envuelta ni se supo por entonces si en ricos o en pobres paños.
-Y diréis a cualquiera dellos que la guarden, que presto sabrán quién es, y las desdichas que a ser dichoso le habrán llevado, si llega a su presencia. Y perdonadme, que mis enemigos me siguen, los cuales, si aquí llegaren y preguntaren si me habéis visto, diréis que no, pues os importa poco el decir esto; o si ya os pareciere mejor, decid que por aquí pasaron tres o cuatro hombres de a caballo, que iban diciendo: «¡A Portugal! ¡A Portugal!» Y a Dios quedad, que no puedo detenerme; que, puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone la honra.
Y, arrimando las que traía al caballo, se apartó como un rayo dellos; pero, casi al mismo punto, volvió el caballero y dijo:
-No está bautizado.
Y tornó a seguir su camino.
Veis aquí a nuestros peregrinos, a Ricla con la criatura en los brazos, a Periandro con la cadena al cuello, a Antonio el mozo sin dejar de tener flechado el arco, y al padre en postura de desenvainar el estoque, que de bordón le servía, y a Auristela confusa y atónita del estraño suceso, y a todos juntos admirados del estraño acontecimiento, cuya salida fue por entonces que aconsejó Auristela que, como mejor pudiesen, llegasen a la majada de los boyeros, donde podría ser hallasen remedios para sustentar aquella recién nacida criatura, que, por su pequeñez y la debilidad de su llanto, mostraba ser de pocas horas nacida. Hízose así; y apenas llegaron a la majada de los pastores, a costa de muchos tropiezos y caídas, cuando, antes que los peregrinos les preguntasen si eran servidos de darles alojamiento aquella noche, llegó a la majada una mujer llorando, triste, pero no reciamente, porque mostraba en sus gemidos que se esforzaba a no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda, pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona. La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia que ella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieron ser tan hermosa como niña, y tan niña como hermosa, puesto que Ricla, que sabía más de edades, la juzgó por de diez y seis a diez y siete años.
Preguntáronle los pastores si la seguía alguien, o si tenía otra necesidad que pidiese presto remedio. A lo que respondió la dolorosa muchacha:
-Lo primero, señores, que habéis de hacer, es ponerme debajo de la tierra; quiero decir, que me encubráis de modo que no me halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algún sustento, porque desmayos me van acabando la vida.
-Nuestra diligencia -dijo un pastor viejo- mostrará que tenemos caridad.
Y, aguijando con presteza a un hueco de un árbol que en una valiente encina se hacía, puso en él algunas pieles blandas de ovejas y cabras, que entre el ganado mayor se criaban; hizo un modo de lecho, bastante por entonces a suplir aquella necesidad precisa; tomó luego a la mujer en los brazos y encerróla en el hueco, adonde le dio lo que pudo, que fueron sopas en leche, y le dieran vino, si ella quisiera beberlo; colgó luego delante del hueco otras pieles, como para enjugarse.
Ricla, viendo hecho esto, habiendo conjeturado que aquélla, sin duda, debía de ser la madre de la criatura que ella tenía, se llegó al pastor caritativo, diciéndole:
-No pongáis, buen señor, término a vuestra caridad, y usalda con esta criatura que tengo en los brazos, antes que perezca de hambre.
Y en breves razones le contó cómo se le habían dado.
Respondióla el pastor a la intención, y no a sus razones, llamando a uno de los demás pastores, a quien mandó que, tomando aquella criatura, la llevase al aprisco de las cabras y hiciese de modo como de alguna dellas tomase el pecho. Apenas hubo hecho esto, y tan apenas que casi se oían los últimos acentos del llanto de la criatura, cuando llegaron a la majada un tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer desmayada y por el caballero de la criatura; pero, como no les dieron nuevas ni noticia de lo que pedían, pasaron con estraña priesa adelante, de que no poco se alegraron sus remediadores. Y aquella noche pasaron con más comodidad que los peregrinos pensaron, y con más alegría de los ganaderos, por verse tan bien acompañados.
La doncella encerrada en el árbol: de quién era
PREÑADA estaba la encina -digámoslo así-; preñadas estaban las nubes, cuya escuridad la puso en los ojos de los que por la prisionera del árbol preguntaron; pero al compasivo pastor, que era mayoral del hato, ninguna cosa le pudo turbar para que dejase de acudir a proveer lo que fuese necesario al recebimiento de sus huéspedes: la criatura tomó los pechos de la cabra; la encerrada, el rústico sustento; y los peregrinos, el nuevo y agradable hospedaje.
Quisieron todos saber luego qué causas habían traído allí a la lastimada y al parecer fugitiva, y a la desamparada criatura; pero fue parecer de Auristela que no le preguntasen nada hasta el venidero día, porque los sobresaltos no suelen dar licencia a la lengua, aun a que cuente venturas alegres, cuanto más desdichas tristes; y, puesto que el anciano pastor visitaba a menudo el árbol, no preguntaba nada al depósito que tenía, sino solamente por su salud; y fuele respondido que, aunque tenía mucha ocasión para no tenerla, le sobraría como ella se viese libre de los que la buscaban, que era su padre y hermanos. Cubrióla y encubrióla el pastor, y dejóla, y volvióse a los peregrinos, que aquella noche la pasaron con más claridad de las hogueras y fuegos de los pastores que con aquélla que ella les concedía; y, antes que el cansancio les obligase a entregar los sentidos al sueño, quedó concertado que el pastor que había llevado la criatura a procurar que las cabras fuesen sus amas, la llevase y entregase a una hermana del anciano ganadero, que, casi dos leguas de allí, en una pequeña aldea, vivía. Diéronle que llevase la cadena, con orden de darla a criar en la misma aldea, diciendo ser de otra algo apartada. Todo esto se hizo así, con que se aseguraron y apercibieron a desmentir las espías, si acaso volviesen, o viniesen otras de nuevo, a buscar los perdidos; a lo menos, los que perdidos parecían. En tratar desto y en satisfacer la hambre y en un breve rato que se apoderó de sus ojos el sueño y de sus lenguas el silencio, se pasó el de la noche, y se vino a más andar el día, alegre para todos, si no para la temerosa que, encerrada en el árbol, apenas osaba ver del sol la claridad hermosa.
Con todo eso, habiendo puesto primero, cerca y lejos del rebaño, de trecho en trecho, centinelas que avisasen si alguna gente venía, la sacaron del árbol para que le diese el aire, y para saber della lo que deseaban; y con la luz del día vieron que la de su rostro era admirable, de modo que puso en duda a cuál darían, della y de Constanza, después de Auristela, el segundo lugar de hermosa; porque dondequiera se llevó el primero Auristela, a quien no quiso dar igual la naturaleza.
Muchas preguntas le hicieron y muchos ruegos precedieron antes, todos encaminados a que su suceso les contase, y ella, de puro cortés y agradecida, pidiendo licencia a su flaqueza, con aliento debilitado así comenzó a decir:
-Puesto, señores, que, en lo que deciros quiero, tengo de descubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honrada, todavía quiero más parecer cortés por obedeceros, que desagradecida por no contentaros. «Mi nombre es Feliciana de la Voz; mi patria, una villa no lejos de este lugar; mis padres son nobles mucho más que ricos; y mi hermosura, en tanto que no ha estado tan marchita como agora, ha sido de algunos estimada y celebrada. Junto a la villa que me dio el cielo por patria vivía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes le hacían ser caballero en la opinión de las gentes. Éste tiene un hijo que desde agora muestra ser tan heredero de las virtudes de su padre, que son muchas, como de su hacienda, que es infinita. Vivía, ansimismo, en la misma aldea un caballero con otro hijo suyo, más nobles que ricos, en una tan honrada medianía, que ni los humillaba ni los ensoberbecía. Con este segundo mancebo noble ordenaron mi padre y dos hermanos que tengo de casarme, echando a las espaldas los ruegos con que me pedía por esposa el rico hidalgo; pero yo, a quien los cielos guardaban para esta desventura en que me veo, y para otras en que pienso verme, me di por esposa al rico, y yo me le entregué por suya a hurto de mi padre y de mis hermanos, que madre no la tengo, por mayor desgracia mía. Vímonos muchas veces solos y juntos, que para semejantes casos nunca la ocasión vuelve las espaldas; antes, en la mitad de las imposibilidades, ofrece su guedeja.
»Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes. En este tiempo, sin hacerme sabidora, concertaron mi padre y hermanos de casarme con el mozo noble; con tanto deseo de efetuarlo que anoche le trajeron a casa, acompañado de dos cercanos parientes suyos, con propósito de que luego luego nos diésemos las manos. Sobresaltéme cuando vi entrar a Luis Antonio (que éste es el nombre del mancebo noble), y más me admiré cuando mi padre me dijo que me entrase en mi aposento y me aderezase algo más de lo ordinario, porque en aquel punto había de dar la mano de esposa a Luis Antonio. Dos días había que había entrado en los términos que la naturaleza pide en los partos, y, con el sobresalto y no esperada nueva, quedé como muerta; y, diciendo entraba a aderezarme a mi aposento, me arrojé en los brazos de una mi doncella, depositaria de mis secretos, a quien dije, hechos fuentes mis ojos: "¡Ay, Leonora mía, y cómo creo que es llegado el fin de mis días! Luis Antonio está en esa antesala, esperando que yo salga a darle la mano de esposa. Mira si es este trance riguroso, y la más apretada ocasión en que pueda verse una mujer desdichada. Pásame, hermana mía, si tienes con qué, este pecho; salga primero mi alma destas carnes, que no la desvergüenza de mi atrevimiento. ¡Ay, amiga mía, que me muero, que se me acaba la vida!" Y, diciendo esto, y dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó el discurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperando a que mi padre o mis hermanos entrasen, y, en lugar de sacarme a desposar, me sacasen a la sepultura.»
Aquí llegaba Feliciana de su cuento, cuando vieron que las centinelas que habían puesto para asegurarse hacían señal de que venía gente, y con diligencia no vista, el pastor anciano quería volver a depositar a Feliciana en el árbol, seguro asilo de su desgracia; pero, habiendo vuelto las centinelas a decir que se asegurasen, porque un tropel de gente que habían visto, cruzaba por otro camino, todos se aseguraron, y Feliciana de la Voz volvió a su cuento, diciendo:
-«Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi anoche: el desposado en la sala, esperándome, y el adúltero, si así se puede decir, en un jardín de mi casa, atendiéndome para hablarme, ignorante del estrecho en que yo estaba, y de la venida de Luis Antonio; yo, sin sentido, por el no esperado suceso; mi doncella turbada, con la criatura en los brazos; mi padre y hermanos dándome priesa que saliese a los desdichados desposorios. Aprieto fue éste que pudiera derribar a más gallardos entendimientos que el mío, y oponerse a toda buena razón y buen discurso. No sé qué os diga más, sino que sentí, estando sin sentido, que entró mi padre, diciendo: "Acaba, muchacha; sal comoquiera que estuvieres, que tu hermosura suplirá tu desnudez y te servirá de riquísimas galas". Diole, a lo que creo, en esto, a los oídos el llanto de la criatura, que mi doncella, a lo que imagino, debía de ir a poner en cobro, o a dársela a Rosanio, que este es el nombre del que yo quise escoger por esposo. Alborotóse mi padre, y con una vela en la mano me miró el rostro, y coligió por mi semblante, mi sobresalto y mi desmayo. Volvióle a herir en los oídos el eco del llanto de la criatura, y, echando mano a la espada, fue siguiendo adonde la voz le llevaba. El resplandor del cuchillo me dio en la turbada vista, y el miedo en la mitad del alma; y, como sea natural cosa el desear conservar la vida cada uno, del temor de perderla salió en mí el ánimo de remediarla; y, apenas hubo mi padre vuelto las espaldas, cuando yo, así como estaba, bajé por un caracol a unos aposentos bajos de mi casa, y de ellos con facilidad me puse en la calle, y de la calle en el campo, y del campo en no sé qué camino; y, finalmente, aguijada del miedo y solicitada del temor, como si tuviera alas en los pies, caminé más de lo que prometía mi flaqueza. Mil veces estuve para arrojarme en el camino de algún ribazo, que me acabara con acabarme la vida, y otras tantas estuve por sentarme o tenderme en el suelo, y dejarme hallar de quien me buscase; pero, alentándome la luz de vuestras cabañas, procuré llegar a ellas a buscar descanso a mi cansancio, y si no remedio, algún alivio a mi desdicha. Y así llegué como me vistes, y así me hallo como me veo, merced a vuestra caridad y cortesía. Esto es, señores míos, lo que os puedo contar de mi historia, cuyo fin dejo al cielo, y le remito en la tierra a vuestros buenos consejos.»
Aquí dio fin a su plática la lastimada Feliciana de la Voz, con que puso en los oyentes admiración y lástima en un mismo grado. Periandro contó luego el hallazgo de la criatura, la dádiva de la cadena, con todo aquello que le había sucedido con el caballero que se la dio.
-¡Ay! -dijo Feliciana-. ¿Si es por ventura esa prenda mía? ¿Y si es Rosanio el que la trajo? Y si yo la viese, si no por el rostro, pues nunca le he visto, quizá por los paños en que viene envuelta sacaría a luz la verdad de las tinieblas de mi confusión; porque mi doncella, no apercebida, ¿en qué la podía envolver, sino en paños que estuviesen en el aposento, que fuesen de mí conocidos? Y, cuando esto no sea, quizá la sangre hará su oficio, y por ocultos sentimientos le dará a entender lo que me toca.
A lo que respondió el pastor:
-La criatura está ya en mi aldea en poder de una hermana y de una sobrina mía; yo haré que ellas mismas nos la traigan hoy aquí, donde podrás, hermosa Feliciana, hacer las esperiencias que deseas. En tanto, sosiega, señora, el espíritu, que mis pastores y este árbol servirán de nubes que se opongan a los ojos que te buscaren.
-PARÉCEME hermano mío -dijo Auristela a Periandro-, que los trabajos y los peligros no solamente tienen jurisdición en el mar, sino en toda la tierra; que las desgracias e infortunios, así se encuentran sobre los levantados sobre los montes como con los escondidos en sus rincones. Esta que llaman Fortuna, de quien yo he oído hablar algunas veces, de la cual se dice que quita y da los bienes cuando, como y a quien quiere, sin duda alguna debe de ser ciega y antojadiza, pues, a nuestro parecer, levanta los que habían de estar por el suelo, y derriba los que están sobre los montes de la luna. No sé, hermano, lo que me voy diciendo, pero sé que quiero decir que no es mucho que nos admire ver a esta señora, que dice que se llama Feliciana de la Voz, que apenas la tiene para contar sus desgracias. Contémplola yo pocas horas ha en su casa, acompañada de su padre, hermanos y criados, esperando poner con sagacidad remedio a sus arrojados deseos; y agora puedo decir que la veo escondida en lo hueco de un árbol, temiendo los mosquitos del aire, y aun las lombrices de la tierra. Bien es verdad que la suya no es caída de príncipes, pero es un caso que puede servir de ejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar bueno de sus vidas. Todo esto me mueve a suplicarte, ¡oh hermano!, mires por mi honra, que, desde el punto que salí del poder de mi padre y del de tu madre, la deposité en tus manos; y, aunque la esperiencia, con certidumbre grandísima, tiene acreditada tu bondad, ansí en la soledad de los desiertos como en la compañía de las ciudades, todavía temo que la mudanza de las horas no mude los que de suyo son fáciles pensamientos. A ti te va; mi honra es la tuya; un solo deseo nos gobierna y una misma esperanza nos sustenta; el camino en que nos hemos puesto es largo, pero no hay ninguno que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la ociosidad; ya los cielos, a quien doy mil gracias por ello, nos ha traído a España sin la compañía peligrosa de Arnaldo; ya podemos tender los pasos seguros de naufragios, de tormentas y de salteadores, porque, según la fama que, sobre todas las regiones del mundo, de pacífica y de santa tiene ganada España, bien nos podemos prometer seguro viaje.
-¡Oh hermana -respondió Periandro-, y cómo por puntos vas mostrando los estremados de tu discreción! Bien veo que temes como mujer y que te animas como discreta. Yo quisiera, por aquietar tus bien nacidos recelos, buscar nuevas esperiencias que me acreditasen contigo; que, puesto que las hechas pueden convertir el temor en esperanza, y la esperanza en firme seguridad, y desde luego en posesión alegre, quisiera que nuevas ocasiones me acreditaran. En el rancho destos pastores no nos queda qué hacer, ni en el caso de Feliciana podemos servir más que de compadecernos de ella; procuremos llevar esta criatura a Trujillo, como nos lo encargó el que con ella nos dio la cadena, al parecer, por paga.
En esto estaban los dos, cuando llegó el pastor anciano con su hermana y con la criatura, que había enviado por ella a la aldea, por ver si Feliciana la reconocía, como ella lo había pedido. Lleváronsela, miróla y remiróla, quitóle las fajas; pero en ninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun, lo que más es de considerar, el natural cariño no le movía los pensamientos a reconocer el niño; que era varón el recién nacido.
-No -decía Feliciana-, no son estas las mantillas que mi doncella tenía diputadas para envolver lo que de mí naciese, ni esta cadena -que se la enseñaron- la vi yo jamás en poder de Rosanio. De otra debe ser esta prenda, que no mía; que, a serlo, no fuera yo tan venturosa, teniéndola una vez perdida, tornar a cobrarla; aunque yo oí decir muchas veces a Rosanio que tenía amigos en Trujillo; pero de ninguno me acuerdo el nombre.
-Con todo eso -dijo el pastor-, que, pues el que dio la criatura mandó que la llevasen a Trujillo, sospecho que el que la dio a estos peregrinos fue Rosanio, y así, soy de parecer, si es que en ello os hago algún servicio, que mi hermana, con la criatura y con otros dos destos mis pastores, se ponga en camino de Trujillo, a ver si la reciben alguno de esos dos caballeros a quien va dirigida.
A lo que Feliciana respondió con sollozos y con arrojarse a los pies del pastor, abrazándolos estrechamente: señales que la dieron de que aprobaba su parecer. Todos los peregrinos le aprobaron asimismo, y con darle la cadena lo facilitaron todo.
Sobre una de las bestias del hato se acomodó la hermana del pastor, que estaba recién parida, como se ha dicho, con orden que se pasase por su aldea, y dejase en cobro su criatura, y con la otra se partiese a Trujillo; que los peregrinos, que iban a Guadalupe, con más espacio la seguirían. Todo se hizo como lo pensaron, y luego, porque la necesidad del caso no admitía tardanza alguna.
Feliciana callaba, y con silencio se mostraba agradecida a los que tan de veras sus cosas tomaban a su cargo. Añadióse a todo esto que Feliciana, habiendo sabido cómo los peregrinos iban a Roma, aficionada a la hermosura y discreción de Auristela, a la cortesía de Periandro, a la amorosa conversación de Constanza y de Ricla, su madre, y al agradable trato de los dos Antonios, padre y hijo (que todo lo miró, notó y ponderó en aquel poco espacio que los había comunicado), y lo principal por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su honra, pidió que consigo la llevasen como peregrina a Roma; que, pues había sido peregrina en culpas, quería procurar serlo en gracias, si el cielo se las concedía, en que con ellos la llevasen. Apenas descubrió su pensamiento, cuando Auristela acudió a satisfacer su deseo, compasiva y deseosa de sacar a Feliciana de entre los sobresaltos y miedos que la perseguían. Sólo dificultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo; pero el anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res, y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas aquella prevenciones que suelen hacer con las recién paridas.
-Yo seguro -dijo más- que cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo casi por santo, pues es tan cristiano.
A lo que añadió Auristela:
-No quedará por falta de hábito de peregrina, que mi cuidado me hizo hacer dos cuando hice éste, el cual daré yo a la señora Feliciana de la Voz, con condición que me diga qué misterio tiene el llamarse de la Voz, si ya no es el de su apellido.
-No me le ha dado -respondió Feliciana- mi linaje, sino el ser común opinión de todos cuantos me han oído cantar, que tengo la mejor voz del mundo: tanto que por excelencia me llaman comúnmente Feliciana de la Voz; y, a no estar en tiempo más de gemir que de cantar, con facilidad os mostrara esta verdad; pero si los tiempos se mejoran y dan lugar a que mis lágrimas se enjuguen, yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menos endechas tristes, que cantándolas encanten y llorándolas alegren.
Por esto que Feliciana dijo, nació en todos un deseo de oírla cantar luego luego, pero no osaron rogárselo, porque, como ella había dicho, los tiempos no lo permitían. Otro día se despojó Feliciana de los vestidos no necesarios que traía, y se cubrió con los que le dio Auristela de peregrina; quitóse un collar de perlas y dos sortijas; que si los adornos son parte para acreditar calidades, estas piezas pudieran acreditarla de rica y noble. Tomólas Ricla, como tesorera general de la hacienda de todos, y quedó Feliciana segunda peregrina, como primera Auristela, y tercera Constanza, aunque este parecer se dividió en pareceres, y algunos le dieron el segundo lugar a Constanza, que el primero no hubo hermosura en aquella edad que a la de Auristela se le quitase.
Apenas se vio Feliciana el nuevo hábito, cuando le nacieron alientos nuevos y deseos de ponerse en camino. Conoció esto Auristela, y, con consentimiento de todos, despidiéndose del pastor caritativo y de los demás de la majada, se encaminaron a Cáceres, hurtando el cuerpo con su acostumbrado paso al cansancio; y si alguna vez alguna de las mujeres le tenía, le suplía el bagaje, donde iba el repuesto, o ya el margen de algún arroyuelo o fuente do se sentaban, o la verdura de algún prado que a dulce reposo las convidaba; y así, andaban a una con ellos el reposo y el cansancio, junto con la pereza y la diligencia: la pereza, en caminar poco; la diligencia, en caminar siempre. Pero, como por la mayor parte nunca los buenos deseos llegan a fin dichoso sin estorbos que los impidan, quiso el cielo que el de este hermoso escuadrón, que, aunque dividido en todos, era sólo uno en la intención, fuese impedido con el estorbo que agora oiréis.
Dábales asiento la verde yerba de un deleitoso pradecillo; refrescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arroyuelo que por entre las yerbas corría; servíanles de muralla y de reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todas partes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descanso, cuando, de improviso, rompiendo por las intricadas matas, vieron salir al verde sitio un mancebo vestido de camino, con una espada hincada por las espaldas, cuya punta le salía al pecho. Cayó de ojos, y al caer dijo:
-¡Dios sea conmigo!
Y el fin desta palabra y el arrancársele el alma fue todo a un tiempo; y, aunque todos con el estraño espectáculo se levantaron alborotados, el que primero llegó a socorrerle fue Periandro, y, por hallarle ya muerto, se atrevió a sacar la espada. Los dos Antonios saltaron las zarzas, por ver si verían quién hubiese sido el cruel y alevoso homicida; que, por ser la herida por las espaldas, se mostraba que traidoras manos la habían hecho. No vieron a nadie, volviéronse a los demás, y la poca edad del muerto y su gallardo talle y parecer les acrecentó la lástima. Miráronle todo, y halláronle, debajo de una ropilla de terciopelo pardo, sobre el jubón puesta una cadena de cuatro vueltas de menudos eslabones de oro, de la cual pendía un devoto crucifijo, asimismo de oro; allá entre el jubón y la camisa le hallaron, dentro de una caja de ébano ricamente labrada, un hermosísimo retrato de mujer, pintado en la lisa tabla, alrededor del cual, de menudísima y clara letra, vieron que traía escritos estos versos:
Yela, enciende, mira y habla:
¡milagros de hermosura,
que tenga vuestra figura
tanta fuerza en una tabla!
Por estos versos conjeturó Periandro, que los leyó primero, que de causa amorosa debía de haber nacido su muerte. Miráronle las faldriqueras y escudriñáronle todos, pero no hallaron cosa que les diese indicio de quién era. Y, estando haciendo este escrutinio, parecieron, como si fueran llovidos, cuatro hombres con ballestas armadas, por cuyas insignias conoció luego Antonio el padre que eran cuadrilleros de la Santa Hermandad, uno de los cuales dijo a voces:
-¡Teneos, ladrones, homicidas y salteadores! ¡No le acabéis de despojar, que a tiempo sois venidos en que os llevaremos adonde paguéis vuestro pecado!
-Eso no, bellacos -respondió Antonio el mozo-: aquí no hay ladrón ninguno, porque todos somos enemigos de los que lo son.
-Bien se os parece, por cierto -replicó el cuadrillero-, el hombre muerto, sus despojos en vuestro poder, y su sangre en vuestras manos, que sirve de testigos vuestra maldad. Ladrones sois, salteadores sois, homicidas sois; y, como tales ladrones, salteadores y homicidas, presto pagaréis vuestros delitos, sin que os valga la capa de virtud cristiana con que procuráis encubrir vuestras maldades, vistiéndoos de peregrinos.
A esto le dio respuesta Antonio el mozo con poner una flecha en su arco y pasarle con ella un brazo, puesto que quisiera pasarle de parte a parte el pecho. Los demás cuadrilleros, o escarmentados del golpe, o por hacer la prisión más al seguro, volvieron las espaldas, y, entre huyendo y esperando, a grandes voces apellidaron:
-¡Aquí de la Santa Hermandad! ¡Favor a la Santa Hermandad!
Y mostróse ser santa la hermandad que apellidaban, porque en un instante, como por milagro, se juntaron más de veinte cuadrilleros, los cuales, encarando sus ballestas y sus saetas a los que no se defendían, los prendieron y aprisionaron, sin respetar la belleza de Auristela ni las demás peregrinas, y con el cuerpo del muerto los llevaron a Cáceres, cuyo Corregidor era un caballero del hábito de Santiago, el cual, viendo el muerto y el cuadrillero herido, y la información de los demás cuadrilleros, con el indicio de ver ensangrentado a Periandro, con el parecer de su teniente, quisiera luego ponerlos a cuestión de tormento, puesto que Periandro se defendía con la verdad, mostrándole en su favor los papeles que para seguridad de su viaje y licencia de su camino había tomado en Lisboa. Mostróle asimismo el lienzo de la pintura de su suceso, que la relató y declaró muy bien Antonio el mozo, cuyas pruebas hicieron poner en opinión la ninguna culpa que los peregrinos tenían. Ricla, la tesorera, que sabía muy poco o nada de la condición de escribanos y procuradores, ofreció a uno, de secreto, que andaba allí en público, dando muestras de ayudarles, no sé qué cantidad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó a perder del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la pluma que tenían lana los peregrinos, quisieron trasquilarlos, como es uso y costumbre, hasta los huesos, y sin duda alguna fuera así, si las fuerzas de la inocencia no permitiera el cielo que sobrepujaran a las de la malicia.
Fue el caso, pues, que un huésped, o mesonero del lugar, habiendo visto el cuerpo muerto que habían traído y reconocídole muy bien, se fue al Corregidor y le dijo:
-Señor, este hombre que han traído muerto los cuadrilleros, ayer de mañana partió de mi casa, en compañía de otro, al parecer, caballero. Poco antes que se partiese, se encerró conmigo en mi aposento, y con recato me dijo: «Señor huésped, por lo que debéis a ser cristiano, os ruego que, si yo no vuelvo por aquí dentro de seis días, abráis este papel que os doy, delante de la justicia». Y, diciendo esto, me dio éste que entrego a vuesa merced, donde imagino que debe de venir alguna cosa que toque a este tan estraño suceso.
Tomó el papel el Corregidor, y, abriéndole, vio que en él estaban escritas estas mismas razones:
Yo, don Diego de Parraces, salí de la corte de su Majestad tal día (y venía puesto el día), en compañía de don Sebastián de Soranzo, mi pariente, que me pidió que le acompañase en cierto viaje donde le iba la honra y la vida. Yo, por no querer hacer verdaderas ciertas sospechas falsas que de mí tenía, fiándome en mi inocencia, di lugar a su malicia, y acompañéle. Creo que me lleva a matar; si esto sucediere, y mi cuerpo se hallare, sépase que me mataron a traición, y que morí sin culpa.
Y firmaba: DON DIEGO DE PARRACES.
Este papel, a toda diligencia, despachó el Corregidor a Madrid, donde con la justicia se hicieron las diligencias posibles buscando al matador, el cual llegó a su casa la misma noche que le buscaban; y, entreoyendo el caso, sin apearse de la cabalgadura, volvió las riendas, y nunca más pareció. Quedóse el delito sin castigo, el muerto se quedó por muerto, quedaron libres los prisioneros, y la cadena que tenía Ricla se deseslabonó para gastos de justicia; el retrato se quedó para gustos de los ojos del Corregidor, satisfízose la herida del cuadrillero, volvió Antonio el mozo a relatar el lienzo, y, dejando admirado al pueblo y habiendo estado en él todo este tiempo de las averiguaciones Feliciana de la Voz en el lecho, fingiendo estar enferma, por no ser vista, se partieron la vuelta de Guadalupe, cuyo camino entretuvieron tratando del caso estraño, y deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana, la cual sí cantará, pues no hay dolor que no se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida; pero, por guardar ella a su desgracia el decoro que a sí misma debía, sus cantos eran lloros, y su voz gemidos. Éstos se aplacaron un tanto con haber topado en el camino la hermana del compasivo pastor, que volvía de Trujillo, donde dijo que dejaba el niño en poder de don Francisco Pizarro y de don Juan de Orellana, los cuales habían conjeturado no poder ser de otro aquella criatura sino de su amigo Rosanio, según el lugar donde le hallaron, pues por todos aquellos contornos no tenían ellos algún conocido que aventurase a fiarse de ellos.
-Sea, en fin, lo que fuere -dijo la labradora-, dijeron ellos, que no ha de quedar defraudado de sus buenos pensamientos el que se ha fiado de nosotros. Ansí que, señores, el niño queda en Trujillo en poder de los que he dicho; si algo me queda que hacer por serviros, aquí estoy con la cadena, que aún no me he deshecho de ella, pues la que me pone a la voluntad el ser yo cristiana, me enlaza y me obliga a más que la de oro.
A lo que respondió Feliciana que la gozase muchos años, sin que se le ofreciese necesidad de deshacella, pues las ricas prendas de los pobres no permanecen largo tiempo en sus casas, porque, o se empeñan, para no quitarse, o se venden, para nunca volverlas a comprar.
La labradora se despidió aquí, le dieron mil encomiendas para su hermano y los demás pastores, y nuestros peregrinos llegaron poco a poco a las santísimas tierras de Guadalupe.
APENAS hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse; pero allí llegó la admiración a su punto, cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la Madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo Hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias. De tal manera hizo aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en sus cadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermos arrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tan grande es la suma que las paredes ocupan.
Esta novedad, no vista hasta entonces de Periandro ni de Auristela, ni menos de Ricla, de Constanza ni de Antonio, los tenía como asombrados, y no se hartaban de mirar lo que veían, ni de admirar lo que imaginaban; y así, con devotas y cristianas muestras, hincados de rodillas, se pusieron a adorar a Dios Sacramentado y a suplicar a su santísima Madre que, en crédito y honra de aquella imagen, fuese servida de mirar por ellos. Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas y junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria, los cuales dio después por escrito, con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzas que ella misma de su voz había dicho, y satisfizo de todo en todo los deseos que sus peregrinos tenían de escucharla.
Cuatro estancias había cantado, cuando entraron por la puerta del templo unos forasteros, a quien la devoción y la costumbre puso luego de rodillas, y la voz de Feliciana, que todavía cantaba, puso también en admiración; y uno de ellos que de anciana edad parecía, volviéndose a otro que estaba a su lado, y díjole:
-O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en gracia, o es de mi hija Feliciana de la Voz.
-¿Quién lo duda? -respondió el otro-. Ella es, y la que no será, si no yerra el golpe éste mi brazo.
Y, diciendo esto, echó mano a una daga, y, con descompasados pasos, perdido el color y turbado el sentido, se fue hacia donde Feliciana estaba.
El venerable anciano se arrojó tras él, y le abrazó por las espaldas, diciéndole:
-No es éste, ¡oh hijo!, teatro de miserias ni lugar de castigos. Da tiempo al tiempo, que, pues no se nos puede huir esta traidora, no te precipites, y, pensando castigar el ajeno delito, te eches sobre ti la pena de la culpa propia.
Estas razones y alboroto selló la boca de Feliciana y alborotó a los peregrinos y a todos cuantos en el templo estaban, los cuales no fueron parte para que su padre y hermano de Feliciana no la sacasen del templo a la calle, donde, en un instante, se juntó casi toda la gente del pueblo con la justicia, que se la quitó a los que parecían más verdugos que hermano y padre. Estando en esta confusión, el padre dando voces por su hija, y su hermano por su hermana, y la justicia defendiéndola hasta saber el caso, por una parte de la plaza entraron hasta seis de a caballo, que los dos de ellos fueron luego conocidos de todos, por ser el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana, los cuales, llegándose al tumulto de la gente, y con ellos otro caballero que con un velo de tafetán negro traía cubierto el rostro, preguntaron la causa de aquellas voces. Fueles respondido que no se sabía otra cosa sino que la justicia quería defender aquella peregrina a quien querían matar dos hombres que decían ser su hermano y su padre.
Esto estaban oyendo don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana, cuando el caballero embozado, arrojándose del caballo abajo sobre quien venía, poniendo mano a su espada y descubriéndose el rostro, se puso al lado de Feliciana y a grandes voces dijo:
-En mí, en mí debéis, señores, tomar la enmienda del pecado de Feliciana, vuestra hija, si es tan grande que merezca muerte el casarse una doncella contra la voluntad de sus padres. Feliciana es mi esposa, y yo soy Rosanio, como veis, no de tan poca calidad que no merezca que me deis por concierto lo que yo supe escoger por industria. Noble soy, de cuya nobleza os podré presentar por testigos; riquezas tengo que la sustentan, y no será bien que lo que he ganado por ventura me lo quite Luis Antonio por vuestro gusto. Y si os parece que os he hecho ofensa de haber llegado a este punto de teneros por señores sin sabiduría vuestra, perdonadme, que las fuerzas poderosas de amor suelen turbar los ingenios más entendidos, y el veros yo tan inclinados a Luis Antonio me hizo no guardar el decoro que se os debía, de lo cual otra vez os pido perdón.
Mientras Rosanio esto decía, Feliciana estaba pegada con él, teniéndole asido por la pretina con la mano, toda temblando, toda temerosa, y toda triste y toda hermosa juntamente. Pero, antes que su padre y hermano respondiesen palabra, don Francisco Pizarro se abrazó con su padre y don Juan de Orellana con su hermano, que eran sus grandes amigos.
Don Francisco dijo al padre:
-¿Dónde está vuestra discreción, señor don Pedro Tenorio? ¿Cómo, y es posible que vos mismo queráis fabricar vuestra ofensa? ¿No veis que estos agravios, antes que la pena traen las disculpas consigo? ¿Qué tiene Rosanio que no merezca a Feliciana, o qué le quedará a Feliciana de aquí adelante si pierde a Rosanio?
Casi estas mismas o semejantes razones decía don Juan de Orellana a su hermano, añadiendo más, porque le dijo:
-Señor don Sancho, nunca la cólera prometió buen fin de sus ímpetus: ella es pasión del ánimo, y el ánimo apasionado pocas veces acierta en lo que emprende. Vuestra hermana supo escoger buen marido; tomar venganza de que no se guardaron las debidas ceremonias y respetos, no será bien hecho, porque os pondréis a peligro de derribar y echar por tierra todo el edificio de vuestro sosiego. Mirad, señor don Sancho, que tengo una prenda vuestra en mi casa: un sobrino os tengo, que no le podréis negar si no os negáis a vos mismo: tanto es lo que os parece.
La respuesta que dio el padre a don Francisco fue llegarse a su hijo don Sancho y quitalle la daga de las manos, y luego fue a abrazar a Rosanio, el cual, dejándose derribar a los pies del que ya conoció ser su suegro, se los besó mil veces. Arrodillóse también ante su padre Feliciana, derramó lágrimas, envió suspiros, vinieron desmayos. La alegría discurrió por todos los circunstantes; ganó fama de prudente el padre, de prudente el hijo, y los amigos de discretos y bien hablados. Llevólos el Corregidor a su casa, regalólos el prior del santo monasterio abundantísimamente; visitaron las reliquias los peregrinos, que son muchas, santísimas y ricas; confesaron sus culpas, recibieron los sacramentos, y en este tiempo, que fue el de tres días, envió don Francisco por el niño que le había llevado la labradora, que era el mismo que Rosanio dio a Periandro la noche que le dio la cadena, el cual era tan lindo que el abuelo, puesta en olvido toda injuria, dijo viéndole:
-¡Que mil bienes haya la madre que te parió y el padre que te engendró!
Y, tomándole en sus brazos, tiernamente le bañó el rostro con lágrimas, y se las enjugó con besos y las limpió con sus canas.
Pidió Auristela a Feliciana le diese el traslado de los versos que había cantado delante de la santísima imagen, al cual respondió que solamente había cantado cuatro estancias, y que todas eran doce, dignas de ponerse en la memoria. Y así, las escribió, que eran éstas:
Antes que de la mente eterna fuera
saliesen los espíritus alados,
y antes que la veloz o tarda esfera
tuviese movimientos señalados,
y antes que aquella escuridad primera 5
los cabellos del sol viese dorados,
fabricó para sí Dios una casa
de santísima, y limpia y pura masa.
Los altos y fortísimos cimientos,
sobre humildad profunda se fundaron; 10
y, mientras más a la humildad atentos,
más la fábrica regia levantaron.
Pasó la tierra, pasó el mar; los vientos
atrás, como más bajos, se quedaron,
el fuego pasa, y con igual fortuna 15
debajo de sus pies tiene la luna.
De fee son los pilares, de esperanza;
los muros desta fábrica bendita
ciñe la caridad, por quien se alcanza
duración, como Dios, siempre infinita; 20
su recreo se aumenta en su templanza,
su prudencia, los grados facilita
del bien que ha de gozar, por la grandeza
de su mucha justicia y fortaleza.
Adornan este alcázar soberano 25
profundos pozos, perenales fuentes,
huertos cerrados, cuyo fruto sano
es bendición y gloria de las gentes;
están a la siniestra y diestra mano
cipreses altos, palmas eminentes, 30
altos cedros, clarísimos espejos
que dan lumbre de gracia cerca y lejos.
El cinamomo, el plátano y la rosa
de Hiericó se halla en sus jardines
con aquella color, y aun más hermosa, 35
de los más abrasados querubines.
Del pecado la sombra tenebrosa,
ni llega, ni se acerca a sus confines:
todo es luz, todo es gloria, todo es cielo,
este edificio que hoy se muestra al suelo. 40
De Salomón el templo se nos muestra
hoy, con la perfeción a Dios posible,
donde no se oyó golpe que la diestra
mano diese a la obra convenible;
hoy, haciendo de sí gloriosa muestra, 45
salió la luz del sol inacesible;
hoy nuevo resplandor ha dado al día
la clarísima estrella de María.
Antes que el sol, la estrella hoy da su lumbre:
prodigiosa señal, pero tan buena, 50
que, sin guardar de agüeros la costumbre,
deja el alma de gozo y bienes llena.
Hoy la humildad se vio puesta en la cumbre;
hoy comenzó a romperse la cadena
del hierro antiguo, y sale al mundo aquella 55
prudentísima Ester, que el sol más bella.
Niña de Dios, por nuestro bien nacida;
tierna, pero tan fuerte que la frente,
en soberbia maldad endurecida,
quebrantasteis de la infernal serpiente. 60
Brinco de Dios, de nuestra muerte vida,
pues vos fuistes el medio conveniente,
que redujo a pacífica concordia
de Dios y el hombre la mortal discordia.
La justicia y la paz hoy se han juntado 65
en vos, Virgen santísima, y con gusto
el dulce beso de la paz se han dado,
arra y señal del venidero Augusto.
Del claro amanecer, del sol sagrado,
sois la primera aurora; sois del justo 70
gloria; del pecador, firme esperanza;
de la borrasca antigua, la bonanza.
Sois la paloma que ab eterno fuistes
llamada desde el cielo, sois la esposa
que al sacro Verbo limpia carne distes, 75
por quien de Adán la culpa fue dichosa;
sois el brazo de Dios, que detuvistes
de Abrahán la cuchilla rigurosa,
y para el sacrificio verdadero
nos distes el mansísimo Cordero. 80
Creced, hermosa planta, y dad el fruto
presto en sazón, por quien el alma espera
cambiar en ropa rozagante el luto
que la gran culpa le vistió primera.
De aquel inmenso y general tributo 85
la paga conveniente y verdadera
en vos se ha de fraguar: creed, Señora,
que sois universal remediadora.
Ya en las empíreas sacrosantas salas
el paraninfo alígero se apresta, 90
o casi mueve las doradas alas,
para venir con la embajada honesta:
que el olor de virtud que de ti exhalas,
Virgen bendita, sirve de recuesta
y apremio, a que se vea en ti muy presto 95
del gran poder de Dios echado el resto.
Estos fueron los versos que comenzó a cantar Feliciana, y los que dio por escrito después, que fueron de Auristela más estimados que entendidos.
En resolución, las paces de los desavenidos se hicieron; Feliciana, esposo, padre y hermano, se volvieron a su lugar, dejando orden a don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana les enviasen el niño. Pero no quiso Feliciana pasar el disgusto que da el esperar, y así, se le llevó consigo, con cuyo suceso quedaron todos alegres.
CUATRO días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio. Digo comenzaron, porque de acabarlas de ver es imposible. Desde allí se fueron a Trujillo, adonde asimismo fueron agasajados de los dos nobles caballeros don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana, y allí de nuevo refirieron el suceso de Feliciana, y ponderaron, al par de su voz, su discreción y el buen proceder de su hermano y de su padre, exagerando Auristela los corteses ofrecimientos que Feliciana le había hecho al tiempo de su partida.
La ida de Trujillo fue de allí a dos días la vuelta de Talavera, donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término, que si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgines. Quisieran esperar a verla; pero, por no dar más espacio a su espacio, pasaron adelante, y se quedaron sin satisfacer su deseo.
Seis leguas se habrían alongado de Talavera, cuando delante de sí vieron que caminaba una peregrina, tan peregrina que iba sola, y escusóles el darla voces a que se detuviese el haberse ella sentado sobre la verde yerba de un pradecillo, o ya convidada del ameno sitio, o ya obligada del cansancio.
Llegaron a ella, y hallaron ser de tal talle, que nos obliga a describirle: la edad, al parecer, salía de los términos de la mocedad y tocaba en las márgenes de la vejez; el rostro daba en rostro, porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella; el vestido era una esclavina rota, que le besaba los calcañares, sobre la cual traía una muceta, la mitad guarnecida de cuero, que por roto y despedazado no se podía distinguir si de cordobán o si de badana fuese; ceñíase con un cordón de esparto, tan abultado y poderoso que más parecía gúmena de galera que cordón de peregrina; las tocas eran bastas, pero limpias y blancas; cubríale la cabeza un sombrero viejo, sin cordón ni toquilla, y los pies unos alpargates rotos, y ocupábale la mano un bordón hecho a manera de cayado, con una punta de acero al fin; pendíale del lado izquierdo una calabaza de más que mediana estatura, y apesgábale el cuello un rosario, cuyos padrenuestros eran mayores que algunas bolas de las con que juegan los muchachos al argolla. En efeto, toda ella era rota y toda penitente, y, como después se echó de ver, toda de mala condición.
Saludáronla en llegando, y ella les volvió las saludes con la voz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave. Preguntáronla adónde iba, y qué peregrinación era la suya, y, diciendo y haciendo, convidados, como ella, del ameno sitio, se le sentaron a la redonda, dejaron pacer el bagaje que les servía de recámara, de despensa y botillería, y, satisfaciendo a la hambre, alegremente la convidaron, y ella, respondiendo a la pregunta que la habían hecho, dijo:
-Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos: quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad; y así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí me iré al Niño de la Guardia, y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra; tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras, y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viérades la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen, llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos, el solemne día que he dicho, le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan.
Suspensos quedaron los peregrinos de la relación de la nueva, aunque vieja, peregrina, y casi les comenzó a bullir en el alma la gana de irse con ella a ver tantas maravillas; pero, la que llevaban de acabar su camino no dio lugar a que nuevos deseos lo impidiesen.
-Desde allí -prosiguió la peregrina-, no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan.
A lo que dijo Antonio el padre:
-Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la peregrinación.
-Eso no -respondió ella-, que bien sé que es justa, santa y loable, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo, pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdaderos pobres. Y no digo más, aunque pudiera.
En esto, por el camino real que junto a ellos estaba, vieron venir un hombre a caballo, que, llegando a igualar con ellos, al quitarles el sombrero para saludarles y hacerles cortesía, habiendo puesto la cabalgadura, como después pareció, la mano en un hoyo, dio consigo y con su dueño al través una gran caída. Acudieron todos luego a socorrer al caminante, que pensaron hallar muy malparado. Arrendó Antonio el mozo la cabalgadura, que era un poderoso macho, y al dueño le abrigaron lo mejor que pudieron, y le socorrieron con el remedio más ordinario que en tales casos se usa, que fue darle a beber un golpe de agua; y, hallando que su mal no era tanto como pensaban, le dijeron que bien podía volver a subir y a seguir su camino, el cual hombre les dijo:
-Quizá, señores peregrinos, ha permitido la suerte que yo haya caído en este llano para poder levantarme de los riscos donde la imaginación me tiene puesta el alma. «Yo, señores, aunque no queráis saberlo, quiero que sepáis que soy estranjero, y de nación polaco; muchacho salí de mi tierra, y vine a España, como a centro de los estranjeros y a madre común de las naciones; serví a españoles, aprendí la lengua castellana de la manera que veis que la hablo, y, llevado del general deseo que todos tienen de ver tierras, vine a Portugal a ver la gran ciudad de Lisboa, y la misma noche que entré en ella, me sucedió un caso que, si le creyéredes, haréis mucho, y si no, no importa nada, puesto que la verdad ha de tener siempre su asiento, aunque sea en sí misma.»
Admirados quedaron Periandro y Auristela, y los demás compañeros, de la improvisa y concertada narración del caído caminante; y, con gusto de escucharle, le dijo Periandro que prosiguiese en lo que decir quería, que todos le darían crédito, porque todos eran corteses y en las cosas del mundo esperimentados. Alentado con esto, el caminante prosiguió diciendo:
-«Digo que la primera noche que entré en Lisboa, yendo por una de sus principales calles, o rúas, como ellos las llaman, por mejorar de posada, que no me había parecido bien una donde me había apeado, al pasar de un lugar estrecho y no muy limpio, un embozado portugués con quien encontré, me desvió de sí con tanta fuerza que tuve necesidad de arrimarme al suelo. Despertó el agravio la cólera, remití mi venganza a mi espada, puse mano, púsola el portugués con gallardo brío y desenvoltura, y la ciega noche y la fortuna más ciega a la luz de mi mejor suerte, sin saber yo adónde, encaminó la punta de mi espada a la vista de mi contrario, el cual, dando de espaldas, dio el cuerpo al suelo y el alma adonde Dios se sabe. Luego me representó el temor lo que había hecho, pasméme, puse en el huir mi remedio; quise huir, pero no sabía adónde, mas el rumor de la gente, que me pareció que acudía, me puso alas en los pies, y, con pasos desconcertados, volví la calle abajo, buscando donde esconderme o adonde tener lugar de limpiar mi espada, porque si la justicia me cogiese no me hallase con manifiestos indicios de mi delito. Yendo, pues, así, ya del temor desmayado, vi una luz en una casa principal, y arrojéme a ella sin saber con qué disinio. Hallé una sala baja abierta y muy bien aderezada; alargué el paso y entré en otra cuadra, también bien aderezada; y, llevado de la luz que en otra cuadra parecía, hallé en un rico lecho echada una señora que, alborotada, sentándose en él, me preguntó quién era, qué buscaba, y adónde iba, y quién me había dado licencia de entrar hasta allí con tan poco respeto. Yo le respondí: "Señora, a tantas preguntas no os puedo responder, sino sólo con deciros que soy un hombre estranjero, que, a lo que creo, dejo muerto a otro en esa calle, más por su desgracia y su soberbia que por mi culpa. Suplícoos, por Dios y por quien sois, que me escapéis del rigor de la justicia, que pienso que me viene siguiendo". "¿Sois castellano?", me preguntó en su lengua portuguesa. "No, señora -le respondí yo-, sino forastero, y bien lejos de esta tierra". "Pues, aunque fuérades mil veces castellano -replicó ella-, os librara yo si pudiera, y os libraré si puedo. Subid por cima deste lecho, y entraos debajo deste tapiz, y entraos en un hueco que aquí hallaréis; y no os mováis, que si la justicia viniere, me tendrá respeto y creerá lo que yo quisiere decirles".
»Dice luego lo que me mandó, alcé el tapiz, hallé el hueco, estrechéme en él, recogí el aliento y comencé a encomendarme a Dios lo mejor que pude; y, estando en esta confusa aflicción, entró un criado de casa, diciendo casi a gritos: "Señora, a mi señor don Duarte han muerto, aquí le traen pasado de una estocada de parte a parte por el ojo derecho, y no se sabe el matador, ni la ocasión de la pendencia, en la cual apenas se oyeron los golpes de las espadas: solamente hay un muchacho que dice que vio entrar un hombre huyendo en esta casa". "Ese debe de ser el matador, sin duda -respondió la señora-, y no podrá escaparse. ¡Cuántas veces temía yo, ay desdichada, ver que traían a mi hijo sin vida, porque de su arrogante proceder no se podían esperar sino desgracias!" En esto, en hombros de otros cuatro entraron al muerto, y le tendieron en el suelo, delante de los ojos de la afligida madre, la cual con voz lamentable comenzó a decir: "¡Ay, venganza, y cómo estás llamando a las puertas del alma! Pero no consiente que responda a tu gusto el que yo tengo de guardar mi palabra. ¡Ay, con todo esto, dolor, que me aprietas mucho!"
»Considerad, señores, cuál estaría mi corazón oyendo las apretadas razones de la madre, a quien la presencia del muerto hijo me parecía a mí que le ponían en las manos mil géneros de muertes con que de mí se vengase: que bien estaba claro que había de imaginar que yo era el matador de su hijo. Pero, ¿qué podía yo hacer entonces, sino callar y esperar en la misma desesperación? Y más cuando entró en el aposento la justicia, que con comedimiento dijo a la señora: "Guiados por la voz de un muchacho, que dice que se entró en esta casa el homicida deste caballero, nos hemos atrevido a entrar en ella". Entonces yo abrí los oídos, y estuve atento a las respuestas que daría la afligida madre, la cual respondió, llena el alma de generoso ánimo y de piedad cristiana: "Si ese tal hombre ha entrado en esta casa, no a lo menos en esta estancia; por allá le pueden buscar, aunque plegue a Dios que no le hallen, porque mal se remedia una muerte con otra, y más cuando las injurias no proceden de malicia".
»Volvióse la justicia a buscar la casa, y volvieron en mí los espíritus que me habían desamparado. Mandó la señora quitar delante de sí el cuerpo muerto del hijo, y que le amortajasen y desde luego diesen orden en su sepultura; mandó asimismo que la dejasen sola, porque no estaba para recebir consuelos y pésames de infinitos que venían a dárselos, ansí de parientes como de amigos y conocidos. Hecho esto, llamó a una doncella suya, que, a lo que pareció, debió de ser de la que más se fiaba; y, habiéndola hablado al oído, la despidió, mandándole cerrase tras sí la puerta. Ella lo hizo así, y la señora, sentándose en el lecho, tentó el tapiz; y, a lo que pienso, me puso las manos sobre el corazón, el cual, palpitando apriesa, daba indicios del temor que le cercaba. Ella, viendo lo cual, me dijo con baja y lastimada voz: "Hombre, quienquiera que seas, ya ves que me has quitado el aliento de mi pecho, la luz de mis ojos, y finalmente la vida que me sustentaba; pero, porque entiendo que ha sido sin culpa tuya, quiero que se oponga mi palabra a mi venganza; y así, en cumplimiento de la promesa que te hice de librarte cuando aquí entraste, has de hacer lo que ahora te diré: ponte las manos en el rostro, porque si yo me descuido en abrir los ojos, no me obligues a que te conozca, y sal de ese encerramiento y sigue a una mi doncella, que ahora vendrá aquí, la cual te pondrá en la calle y te dará cien escudos de oro con que facilites tu remedio. No eres conocido, no tienes ningún indicio que te manifieste: sosiega el pecho, que el alboroto demasiado suele descubrir el delincuente".
»En esto, volvió la doncella; yo salí detrás del paño, cubierto el rostro con la mano, y, en señal de agradecimiento, hincado de rodillas besé el pie de la cama muchas veces, y luego seguí los de la doncella, que, asimismo callando, me asió del brazo, y por la puerta falsa de un jardín, a escuras, me puso en la calle.
»En viéndome en ella, lo primero que hice fue limpiar la espada, y con sosegado paso salí acaso a una calle principal, de donde reconocí mi posada, y me entré en ella, como si por mí no hubiera pasado ni próspero suceso ni adverso. Contóme el huésped la desgracia del recién muerto caballero, y así exageró la grandeza de su linaje como la arrogancia de su condición, de la cual se creía la habría granjeado algún enemigo secreto que a semejante término le hubiese conducido. Pasé aquella noche dando gracias a Dios de las recebidas mercedes, y ponderando el valeroso y nunca visto ánimo cristiano y admirable proceder de doña Guiomar de Sosa, que así supe se llamaba mi bienhechora. Salí por la mañana al río, y hallé en él un barco lleno de gente, que se iba a embarcar en una gran nave que en Sangián estaba de partida para las Islas Orientales; volvíme a mi posada, vendí a mi huésped la cabalgadura, y, cerrando todos mis discursos en el puño, volví al río y al barco, y otro día me hallé en el gran navío fuera del puerto, dadas las velas al viento, siguiendo el camino que se deseaba.
»Quince años he estado en las Indias, en los cuales, sirviendo de soldado con valentísimos portugueses, me han sucedido cosas de que quizá pudieran hacer una gustosa y verdadera historia, especialmente de las hazañas de la en aquellas partes invencible nación portuguesa, dignas de perpetua alabanza en los presentes y venideros siglos. Allí granjeé algún oro y algunas perlas, y cosas más de valor que de bulto, con las cuales y con la ocasión de volverse mi general a Lisboa, volví a ella, y de allí me puse en camino para volverme a mi patria, determinando ver primero todas las mejores y más principales ciudades de España. Reducí a dineros mis riquezas, y a pólizas los que me pareció ser necesario para mi camino, que fue el que primero intenté venir a Madrid, donde estaba recién venida la corte del gran Felipe Tercero; pero ya mi suerte, cansada de llevar la nave de mi ventura con próspero viento por el mar de la vida humana, quiso que diese en un bajío que la destrozase toda; y ansí, hizo que, en llegando una noche a Talavera, un lugar que no está lejos de aquí, me apeé en un mesón, que no me sirvió de mesón, sino de sepultura, pues en él hallé la de mi honra.
»¡Oh fuerzas poderosas de amor; de amor, digo, inconsiderado, presuroso y lascivo y mal intencionado, y con cuánta facilidad atropellas disinios buenos, intentos castos, proposiciones discretas! Digo, pues, que, estando en este mesón, entró en él acaso una doncella de hasta diez y seis años, a lo menos a mí no me pareció de más, puesto que después supe que tenía veinte y dos. Venía en cuerpo y en tranzado, vestida de paño, pero limpísima, y al pasar junto a mí me pareció que olía a un prado lleno de flores por el mes de mayo, cuyo olor en mis sentidos dejó atrás las aromas de Arabia; llegóse la cual a un mozo del mesón, y, hablándole al oído, alzó una gran risa, y, volviendo las espaldas, salió del mesón, y se entró en una casa frontera. El mozo mesonero corrió tras ella, y no la pudo alcanzar, si no fue con una coz que le dio en las espaldas, que la hizo entrar cayendo de ojos en su casa. Esto vio otra moza del mismo mesón, y llena de cólera dijo al mozo: "¡Por Dios, Alonso, que lo haces mal: que no merece Luisa que la santigües a coces!" "Como ésas le daré yo, si vivo -respondió el Alonso-. Calla, Martina amiga, que a estas mocitas sobresalientes, no solamente es menester ponerles la mano, sino los pies y todo". Y con esto nos dejó solos a mí y a Martina, a la cual le pregunté que qué Luisa era aquélla, y si era casada o no. "No es casada -respondió Martina-, pero serálo presto con este mozo Alonso que habéis visto; y, en fe de los tratos que andan entre los padres della y los dél, de esposa, se atreve Alonso a molella a coces todas las veces que se le antoja, aunque muy pocas son sin que ella las merezca; porque, si va a decir la verdad, señor huésped, la tal Luisa es algo atrevidilla, y algún tanto libre y descompuesta. Harto se lo he dicho yo, mas no aprovecha: no dejará de seguir su gusto si la sacan los ojos; pues, en verdad en verdad, que una de las mejores dotes que puede llevar una doncella es la honestidad, que buen siglo haya la madre que me parió, que fue persona que no me dejó ver la calle ni aun por un agujero, cuanto más salir al umbral de la puerta: sabía bien, como ella decía, que la mujer y la gallina, etc." "Dígame, señora Martina -le repliqué yo-: ¿cómo de la estrecheza de ese noviciado vino a hacer profesión en la anchura de un mesón?" "Hay mucho que decir en eso -dijo Martina-, y aun yo tuviera más que decir de estas menudencias, si el tiempo lo pidiera o el dolor que traigo en el alma lo permitiera".»
CON ATENCIÓN escuchaban los peregrinos el peregrino, cuando del polaco ya deseaban saber qué dolor traía en el alma, como sabían el que debía de tener en el cuerpo. A quien dijo Periandro:
-Contad, señor, lo que quisiéredes y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga. Así que, señor, seguid vuestra historia, contad de Alonso y de Martina, acocead a vuestro gusto a Luisa, casalda o no la caséis, séase ella libre y desenvuelta como un cernícalo, que el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus sucesos, según lo hallo yo en mi astrología.
-Digo, pues, señores -respondió el polaco-, que, usando de esa buena licencia, no me quedará cosa en el tintero que no la ponga en la plana de vuestro juicio. «Con todo el que entonces tenía, que no debía de ser mucho, fui y vine una y muchas veces aquella noche a pensar en el donaire, en la gracia y en la desenvoltura de la sin par, a mi parecer, ni sé si la llame vecina moza o conocida de mi huéspeda. Hice mil disignios, fabriqué mil torres de viento, caséme, tuve hijos y di dos higas al qué dirán; y, finalmente, me resolví de dejar el primer intento de mi jornada y quedarme en Talavera, casado con la diosa Venus, que no menos hermosa me pareció la muchacha, aunque acoceada por el mozo del mesonero. Pasóse aquella noche, tomé el pulso a mi gusto, y halléle tal, que, a no casarme con ella, en poco espacio de tiempo había de perder, perdiendo el gusto, la vida, que ya había depositado en los ojos de mi labradora. Y, atropellando por todo género de inconvenientes, determiné de hablar a su padre, pidiéndosela por mujer. Enseñéle mis perlas, manifestéle mis dineros, díjele alabanzas de mi ingenio y de mi industria, no sólo para conservarlos, sino para aumentarlos; y, con estas razones y con el alarde que le había hecho de mis bienes, vino más blando que un guante a condecender con mi deseo, y más cuando vio que yo no reparaba en dote, pues con sola la hermosura de su hija me tenía por pagado, contento y satisfecho deste concierto.
»Quedó Alonso despechado; Luisa, mi esposa, rostrituerta; como lo dieron a entender los sucesos que de allí a quince días acontecieron, con dolor mío y vergüenza suya, que fueron acomodarse mi esposa con algunas joyas y dineros míos, con los cuales, y con ayuda de Alonso, que le puso alas en la voluntad y en los pies, desapareció de Talavera dejándome burlado y arrepentido, y dando ocasión al pueblo a que de su inconstancia y bellaquería en corrillos hablasen. Hízome el agravio acudir a la venganza, pero no hallé en quién tomarla sino en mí propio, que con un lazo estuve mil veces por ahorcarme; pero la suerte, que quizá para satisfacerme de los agravios que me tiene hechos me guarda, ha ordenado que mis enemigos hayan parecido presos en la cárcel de Madrid, de donde he sido avisado que vaya a ponerles la demanda y a seguir mi justicia; y así, voy con voluntad determinada de sacar con su sangre las manchas de mi honra, y, con quitarles las vidas, quitar de sobre mis hombros la pesada carga de su delito, que me trae aterrado y consumido. ¡Vive Dios, que han de morir! ¡Vive Dios, que me he de vengar! ¡Vive Dios, que ha de saber el mundo que no sé disimular agravios, y más los que son tan dañosos que se entran hasta las médulas del alma! A Madrid voy. Ya estoy mejor de mi caída. No hay sino ponerme a caballo, y guárdense de mí hasta los mosquitos del aire, y no me lleguen a los oídos ni ruegos de frailes, ni llantos de personas devotas, ni promesas de bien intencionados corazones, ni dádivas de ricos, ni imperios ni mandamientos de grandes, ni toda la caterva que suele proceder a semejantes acciones: que mi honra ha de andar sobre su delito como el aceite sobre el agua.»
Y, diciendo esto, se iba a levantar muy ligero, para volver a subir y a seguir su viaje; viendo lo cual Periandro, asiéndole del brazo, le detuvo, y le dijo:
-Vos, señor, ciego de vuestra cólera, no echáis de ver que vais a dilatar y a estender vuestra deshonra. Hasta agora no estáis más deshonrado de entre los que os conocen en Talavera, que deben de ser bien pocos, y agora vais a serlo de los que os conocerán en Madrid; queréis ser como el labrador que crió la víbora serpiente en el seno todo el invierno, y, por merced del cielo, cuando llegó el verano, donde ella pudiera aprovecharse de su ponzoña, no la halló porque se había ido; el cual, sin agradecer esta merced al cielo, quiso irla a buscar y volverla a anidar en su casa y en su seno, no mirando ser suma prudencia no buscar el hombre lo que no le está bien hallar, y a lo que comúnmente se dice, que, al enemigo que huye, la puente de plata, y el mayor que el hombre tiene suele decirse que es la mujer propia. Pero esto debe de ser en otras religiones que en la cristiana, entre las cuales los matrimonios son una manera de concierto y conveniencia, como lo es el de alquilar una casa o otra alguna heredad; pero en la religión católica, el casamiento es sacramento que sólo se desata con la muerte, o con otras cosas que son más duras que la misma muerte, las cuales pueden escusar la cohabitación de los dos casados, pero no deshacer el nudo con que ligados fueron. ¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadahalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder, como digo, sino hacer más público vuestro agravio? Porque las venganzas castigan, pero no quitan las culpas; y las que en estos casos se cometen, como la enmienda no proceda de la voluntad, siempre se están en pie, y siempre están vivas en las memorias de las gentes, a lo menos, en tanto que vive el agraviado. Así que, señor, volved en vos, y, dando lugar a la misericordia, no corráis tras la justicia. Y no os aconsejo por esto a que perdonéis a vuestra mujer, para volvella a vuestra casa, que a esto no hay ley que os obligue; lo que os aconsejo es que la dejéis, que es el mayor castigo que podréis darle. Vivid lejos della, y viviréis; lo que no haréis estando juntos, porque moriréis continuo. La ley del repudio fue muy usada entre los romanos; y, puesto que sería mayor caridad perdonarla, recogerla, sufrirla y aconsejarla, es menester tomar el pulso a la paciencia y poner en un punto estremado a la discreción, de la cual pocos se pueden fiar en esta vida, y más cuando la contrastan inconvenientes tantos y tan pesados. Y, finalmente, quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal en quitarles las vidas, que no se ha de cometer por todas las ganancias que la honra del mundo ofrezca.
Atento estuvo a estas razones de Periandro el colérico polaco; y, mirándole de hito en hito, respondió:
-Tu, señor, has hablado sobre tus años: tu discreción se adelanta a tus días, y la madurez de tu ingenio a tu verde edad; un ángel te ha movido la lengua, con la cual has ablandado mi voluntad, pues ya no es otra la que tengo si no es la de volverme a mi tierra a dar gracias al cielo por la merced que me has hecho. Ayúdame a levantar, que si la cólera me volvió las fuerzas, no es bien que me las quite mi bien considerada paciencia.
-Eso haremos todos de muy buena gana -dijo Antonio el padre.
Y, ayudándole a subir en el macho, abrazándoles a todos primero, dijo que quería volver a Talavera a cosas que a su hacienda tocaban, y que desde Lisboa volvería por la mar a su patria. Díjoles su nombre, que se llamaba Ortel Banedre, que respondía en castellano Martín Banedre; y, ofreciéndoseles de nuevo a su servicio, volvió las riendas hacia Talavera, dejando a todos admirados de sus sucesos y del buen donaire con que los había contado.
Aquella noche la pasaron los peregrinos en aquel mismo lugar, y, de allí a dos días, en compañía de la antigua peregrina, llegaron a la Sagra de Toledo, y a vista del celebrado Tajo, famoso por sus arenas y claro por sus líquidos cristales.
NO ES LA fama del río Tajo tal que la cierren límites, ni la ignoren las más remotas gentes del mundo; que a todos se estiende y a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de conocerle; y, como es uso de los setentrionales ser toda la gente principal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas, éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales de aquella nación; y, así por esto como por haber mostrádole a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:
-No diremos: «Aquí dio fin a su cantar Salicio», sino: «Aquí dio principio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por todas las de la tierra». ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas! ¡Qué digo yo doradas, antes de puro oro nacidas! Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca.
Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto lo que dijo:
-¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos, para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti le tengan éstos que venimos a verte!
Esto dijo Periandro, que lo dijera mejor Antonio el padre, si tan bien como él lo supiera; porque las lecciones de los libros muchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas, que no la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y con esto excede la lección a la vista.
Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de infinitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudad rodean se estendían, y vieron venir hacia donde ellos estaban escuadrones no armados de infantería, sino montones de doncellas, sobre el mismo sol hermosas, vestidas a lo villano, llenas de sartas y patenas los pechos, en quien los corales y la plata tenían su lugar y asiento, con más gala que las perlas y el oro, que aquella vez se hurtó de los pechos y se acogió a los cabellos, que todos eran luengos y rubios como el mismo oro; venían, aunque sueltos por las espaldas, recogidos en la cabeza con verdes guirnaldas de olorosas flores. Campeó aquel día y en ellas, antes la palmilla de Cuenca que el damasco de Milán y el raso de Florencia. Finalmente, la rusticidad de sus galas se aventajaba a las más ricas de la corte, porque si en ellas se mostraba la honesta medianía, se descubría asimismo la estremada limpieza: todas eran flores, todas rosas, todas donaire, y todas juntas componían un honesto movimiento, aunque de diferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado del son de los diferentes instrumentos ya referidos.
Alrededor de cada escuadrón andaban por de fuera, de blanquísimo lienzo vestidos y con paños labrados rodeadas las cabezas, muchos zagales, o ya sus parientes, o ya sus conocidos, o ya vecinos de sus mismos lugares: uno tocaba el tamboril y la flauta, otro el salterio, éste las sonajas y aquél los albogues. Y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música.
Y, al pasar uno destos escuadrones o junta de bailadoras doncellas por delante de los peregrinos, uno, que a lo que después pareció era el alcalde del pueblo, asió a una de aquellas doncellas del brazo, y, mirándola muy bien de arriba abajo, con voz alterada y de mal talante la dijo:
-¡Ah, Tozuelo, Tozuelo, y qué de poca vergüenza os acompaña! ¿Bailes son éstos para ser profanados? ¿Fiestas son éstas para no llevarlas sobre las niñas de los ojos? No sé yo cómo consienten los cielos semejantes maldades. Si esto ha sido con sabiduría de mi hija Clementa Cobeña, ¡por Dios que nos han de oír los sordos!
Apenas acabó de decir esta palabra el alcalde, cuando llegó otro alcalde y le dijo:
-Pedro Cobeño, si os oyesen los sordos, sería hacer milagros. Contentaos con que nosotros nos oigamos a nosotros, y sepamos en qué os ha ofendido mi hijo Tozuelo, que si él ha dilinquido contra vos, justicia soy yo que le podré y sabré castigar.
A lo que respondió Cobeño:
-El delinquimiento ya se vee, pues siendo varón va vestido de hembra; y no de hembra comoquiera, sino de doncella de su Majestad, en sus fiestas; porque veáis, alcalde Tozuelo, si es mocosa la culpa. Témome que mi hija Cobeña anda por aquí, porque estos vestidos de vuestro hijo me parecen suyos, y no querría que el diablo hiciese de las suyas, y, sin nuestra sabiduría, los juntase sin las bendiciones de la Iglesia; que ya sabéis que estos casorios hechos a hurtadillas, por la mayor parte pararon en mal, y dan de comer a los de la audiencia clerical, que es muy carera.
A esto respondió por Tozuelo una doncella labradora, de muchas que se pararon a oír la plática:
-Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es Mari Cobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre de mi padre y mi padre de mi madre. Ella está en cinta, y no está para danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.
-¡Par Dios, hija! -respondió Tozuelo-. Vos decís muy bien: entrambos son iguales; no es más cristiano viejo el uno que el otro; las riquezas se pueden medir con una misma vara.
-Agora bien -replicó Cobeño-, llamen aquí a mi hija, que ella lo deslindará todo, que no es nada muda.
Vino Cobeña, que no estaba lejos, y lo primero que dijo fue:
-Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos: Tozuelo es mi esposo, y yo su esposa, y perdónenos Dios a entrambos, cuando nuestros padres no quisieren.
-Eso sí, hija -dijo su padre-: ¡La vergüenza por los cerros de Úbeda, antes que en la cara! Pero, pues esto está ya hecho, bien será que el alcalde Tozuelo se sirva de que este caso pase adelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.
-¡Par diez -dijo la doncella primera-, que el señor alcalde Cobeño ha hablado como un viejo! Dense estos niños las manos, si es que no se las han dado hasta agora, y queden para en uno, como lo manda la Santa Iglesia Nuestra Madre, y vamos con nuestro baile al olmo, que no se ha de estorbar nuestra fiesta por niñerías.
Vino Tozuelo con el parecer de la moza, diéronse las manos los donceles, acabóse el pleito y pasó el baile adelante: que si con esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y peladas estuvieran las solícitas plumas de los escribanos.
Quedaron Periandro, Auristela y los demás peregrinos contentísimos de haber visto la pendencia de los dos amantes, y admirados de ver la hermosura de las labradoras doncellas, que parecía, todas a una mano, que eran principio, medio y fin de la humana belleza.
No quiso Periandro que entrasen en Toledo, porque así se lo pidió Antonio el padre, a quien aguijaba el deseo que tenía de ver a su patria y a sus padres, que no estaban lejos, diciendo que para ver las grandezas de aquella ciudad, convenía más tiempo que el que su priesa les ofrecía. Por esta misma razón, tampoco quisieron pasar por Madrid, donde a la sazón estaba la corte, temiendo algún estorbo que su camino les impidiese. Confirmóles en este parecer la antigua peregrina, diciéndoles que andaban en la corte ciertos pequeños, que tenían fama de ser hijos de grandes; que, aunque pájaros noveles, se abatían al señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquiera calidad que fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sino hermosura.
A lo que añadió Antonio el padre:
-Desa manera será menester que usemos de la industria que usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el monte Limabo, en el cual las están aguardando unas aves de rapiña para que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peligro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca, para que les impida el canto y escusen de ser sentidas; cuanto más que, la mejor industria que podemos tener es seguir la ribera deste famoso río, y, dejando la ciudad a mano derecha, guardando para otro tiempo el verla, nos vamos a Ocaña, y desde allí al Quintanar de la Orden, que es mi patria.
Viendo la peregrina el disignio del viaje que había hecho Antonio, dijo que ella quería seguir el suyo, que le venía más a cuento. La hermosa Ricla le dio dos monedas de oro en limosna, y la peregrina se despidió de todos, cortés y agradecida.
Nuestros peregrinos pasaron por Aranjuez, cuya vista, por ser en tiempo de primavera, en un mismo punto les puso la admiración y la alegría; vieron de iguales y estendidas calles, a quien servían de espaldas y arrimos los verdes y infinitos árboles: tan verdes, que las hacían parecer de finísimas esmeraldas; vieron la junta, los besos y abrazos que se daban los dos famosos ríos Henares y Tajo; contemplaron sus sierras de agua; admiraron el concierto de sus jardines y de la diversidad de sus flores; vieron sus estanques, con más peces que arenas, y sus esquisitos frutales, que por aliviar el peso a los árboles tendían las ramas por el suelo; finalmente, Periandro tuvo por verdadera la fama que deste sitio por todo el mundo se esparcía.
Desde allí fueron a la villa de Ocaña, donde supo Antonio que sus padres vivían, y se informó de otras cosas que le alegraron, como luego se dirá.
CON LOS AIRES de su patria se regocijaron los espíritus de Antonio, y con el visitar a Nuestra Señora de Esperanza, a todos se les alegró el alma. Ricla y sus dos hijos se alborozaron con el pensamiento de que habían de ver presto, ella a sus suegros, y ellos a sus abuelos, de quien ya se había informado Antonio que vivían, a pesar del sentimiento que la ausencia de su hijo les había causado: supo asimismo cómo su contrario había heredado el estado de su padre, y que había muerto en amistad de su padre de Antonio, a causa que, con infinitas pruebas, nacidas de la intrincada seta del duelo, se había averiguado que no fue afrenta la que Antonio le hizo, porque las palabras que en la pendencia pasaron fueron con la espada desnuda, y la luz de las armas quita la fuerza a las palabras, y las que se dicen con las espadas desnudas no afrentan, puesto que agravian; y así, el que quiere tomar venganza dellas, no se ha de entender que satisface su afrenta, sino que castiga su agravio, como se mostrará en este ejemplo. Prosupongamos que yo digo una verdad manifiesta; respóndeme un desalumbrado que miento y mentiré todas las veces que lo dijere, y, poniendo mano a la espada, sustenta aquella desmentida; yo, que soy el desmentido, no tengo necesidad de volver por la verdad que dije, la cual no puede ser desmentida en ninguna manera, pero tengo necesidad de castigar el poco respeto que se me tuvo; de modo que el desmentido, desta suerte, puede entrar en campo con otro, sin que se le ponga por objeción que está afrentado, y que no puede entrar en campo con nadie hasta que se satisfaga, porque, como tengo dicho, es grande la diferencia que hay entre agravio y afrenta.
En efeto, digo que supo Antonio la amistad de su padre y de su contrario, y que, pues ellos habían sido amigos, se habría bien mirado su causa. Con estas buenas nuevas, con más sosiego y más contento, se puso otro día en camino con sus camaradas, a quien contó todo aquello que de su negocio sabía, y que un hermano del que pensó ser su enemigo le había heredado y quedado en la misma amistad con su padre que su hermano el muerto. Fue parecer de Antonio que ninguno saliese de su orden, porque pensaba darse a conocer a su padre, no de improviso, sino por algún rodeo que le aumentase el contento de hacerle conocido, advirtiendo que tal vez mata una súbita alegría como suele matar un improviso pesar.
De allí a tres días llegaron, al crepúsculo de la noche, a su lugar y a la casa de su padre, el cual, con su madre, según después pareció, estaba sentado a la puerta de la calle, tomando, como dicen, el fresco, por ser el tiempo de los calurosos del verano. Llegaron todos juntos, y el primero que habló fue Antonio a su mismo padre:
-¿Hay por ventura, señor, en este lugar hospital de peregrinos?
-Según es cristiana la gente que le habita -respondió su padre-, todas las casas dél son hospital de peregrinos, y, cuando otra no hubiera, esta mía, según su capacidad, sirviera por todas: prendas tengo yo por esos mundos adelante, que no sé si andarán agora buscando quien las acoja.
-¿Por ventura, señor -replicó Antonio-, este lugar no se llama el Quintanar de la Orden, y en él no viven un apellido de unos hidalgos que se llaman Villaseñores? Dígolo, porque he conocido yo un tal Villaseñor, bien lejos desta tierra, que si él estuviera en ésta, no nos faltara posada a mí ni a mis camaradas.
-¿Y cómo se llamaba, hijo -dijo su madre-, ese Villaseñor que decís?
-Llamábase Antonio -replicó Antonio-, y su padre, según me acuerdo, me dijo se llamaba Diego de Villaseñor.
-¡Ay, señor -dijo la madre, levantándose de donde estaba-, que ese Antonio es mi hijo, que por cierta desgracia ha al pie de diez y seis años que falta desta tierra! Comprado le tengo a lágrimas, pesado a suspiros y granjeado con oraciones. ¡Plegue a Dios que mis ojos le vean antes que descubra la noche de la eterna sombra! Decidme -dijo-: ¿Ha mucho que le vistes? ¿Ha mucho que le dejastes? ¿Tiene salud? ¿Piensa volver a su patria? ¿Acuérdase de sus padres, a quien podrá venir a ver, pues no hay enemigos que se lo impidan, que ya no son sino amigos los que le hicieron desterrar de su tierra?
Todas estas razones escuchaba el anciano padre de Antonio, y, llamando a grandes voces a sus criados, les mandó encender luces y que metiesen dentro de casa a aquellos honrados peregrinos; y, llegándose a su no conocido hijo, le abrazó estrechamente, diciéndole:
-Por vos sólo, señor, sin que otras nuevas os hiciesen el aposento, os le diera yo en mi casa, llevado de la costumbre que tengo de agasajar en ella a todos cuantos peregrinos por aquí pasan; pero agora, con las regocijadas nuevas que me habéis dado, ensancharé la voluntad, y sobrepujarán los servicios que os hiciere a mis mismas fuerzas.
En esto, ya los sirvientes habían encendido luces, y guiando los peregrinos dentro de la casa, y, en mitad de un gran patio que tenía, salieron dos hermosas y honestas doncellas, hermanas de Antonio, que habían nacido después de su ausencia, las cuales, viendo la hermosura de Auristela y la gallardía de Constanza, su sobrina, con el buen parecer de Ricla, su cuñada, no se hartaban de besarlas y de bendecirlas; y, cuando esperaban que sus padres entrasen dentro de casa con el nuevo huésped, vieron entrar con ellos un confuso montón de gente, que traían en hombros, sobre una silla sentado, un hombre como muerto, que luego supieron ser el conde que había heredado al enemigo que solía ser de su tío.
El alboroto de la gente, la confusión de sus padres, el cuidado de recebir los nuevos huéspedes, las turbó de manera que no sabían a quién acudir ni a quién preguntar la causa de aquel alboroto. Los padres de Antonio acudieron al conde, herido de una bala por las espaldas, que en una revuelta que dos compañías de soldados, que estaban en el pueblo alojadas, habían tenido con los del lugar, y le habían pasado por las espaldas el pecho; el cual, viéndose herido, mandó a sus criados que le trujesen en casa de Diego de Villaseñor, su amigo, y el traerle fue a tiempo que comenzaba a hospedar a su hijo, a su nuera y a sus dos nietos, y a Periandro y a Auristela, la cual, asiendo de las manos a las hermanas de Antonio, les pidió que la quitasen de aquella confusión y la llevasen a algún aposento donde nadie la viese. Hiciéronlo ellas así, siempre admirándose de nuevo de la sin par belleza de Auristela.
Constanza, a quien la sangre del parentesco bullía en el alma, ni quería ni podía apartarse de sus tías, que todas eran de una misma edad y casi de una igual hermosura. Lo mismo le aconteció al mancebo Antonio, el cual, olvidado de los respetos de la buena crianza y de la obligación del hospedaje, se atrevió, honesto y regocijado, a abrazar a una de sus tías, viendo lo cual un criado de casa, le dijo:
-¡Por vida del señor peregrino, que tenga quedas las manos, que el señor desta casa no es hombre de burlas; si no, a fee que se las haga tener quedas, a despecho de su desvergonzado atrevimiento!
-¡Por Dios, hermano -respondió Antonio-, que es muy poco lo que he hecho para lo que pienso hacer, si el cielo favorece mis deseos, que no son otros que servir a estas señoras y a todos los desta casa!
Ya en esto habían acomodado al conde herido en un rico lecho, y llamado a dos cirujanos que le tomasen la sangre y mirasen la herida, los cuales declararon ser mortal, sin que por vía humana tuviese remedio alguno.
Estaba todo el pueblo puesto en arma contra los soldados, que en escuadrón formado se habían salido al campo, y esperaban si fuesen acometidos del pueblo, dándoles la batalla. Valía poco para ponerlos en paz la solicitud y la prudencia de los capitanes, ni la diligencia cristiana de los sacerdotes y religiosos del pueblo, el cual, por la mayor parte, se alborota de livianas ocasiones, y crece bien así como van creciendo las olas del mar de blando viento movidas, hasta que, tomando el regañón el blando soplo del céfiro, le mezcla con su huracán y las levanta al cielo; el cual, dándose priesa a entrar el día, la prudencia de los capitanes hizo marchar a sus soldados a otra parte, y los del pueblo se quedaron en sus límites, a pesar del rigor y mal ánimo que contra los soldados tenían concebido.
En fin, por términos y pausas espaciosas, con sobresaltos agudos, poco a poco vino Antonio a descubrirse a sus padres, haciéndoles presente de sus nietos y de su nuera, cuya presencia sacó lágrimas de los ojos de los viejos, y la belleza de Auristela y gallardía de Periandro les sacó el pasmo al rostro y la admiración a todos los sentidos.
Este placer, tan grande como improviso; esta llegada de sus hijos, tan no esperada, se la aguó, turbó y casi deshizo la desgracia del conde, que por momentos iba empeorando. Con todo eso, le hizo presente de sus hijos, y de nuevo le hizo ofrecimiento de su casa y de cuanto en ella había que para su salud fuese conveniente; porque, aunque quisiera moverse y llevarle a la de su estado, no fuera posible: tales eran las pocas esperanzas que se tenían de su salud.
No se quitaban de la cabecera del conde, obligadas de su natural condición, Auristela y Constanza, que, con la compasión cristiana y solicitud posible, eran sus enfermeras, puesto que iban contra el parecer de los cirujanos, que ordenaban le dejasen solo, o a lo menos no acompañado de mujeres. Pero la disposición del cielo, que, con causas a nosotros secretas, ordena y dispone las cosas de la tierra, ordenó y quiso que el conde llegase al último de su vida; y un día, antes que della se despidiese, cierto ya de que no podía vivir, llamó a Diego de Villaseñor, y, quedándose con él solo, le dijo desta manera:
-Yo salí de mi casa con intención de ir a Roma este año, en el cual el sumo Pontífice ha abierto las arcas del tesoro de la Iglesia, y comunicádonos, como en año santo, las infinitas gracias que en él suelen ganarse. Iba a la ligera, más como peregrino pobre que como caballero rico; entré en este pueblo; hallé trabada una pendencia, como ya, señor, habéis visto, entre los soldados que en él estaban alojados y entre los vecinos dél; mezcléme en ella, y, por reparar las ajenas vidas, he venido a perder la mía, porque esta herida que a traición, si así se puede decir, me dieron, me la va quitando por momentos. No sé quién me la dio, porque las pendencias del vulgo traen consigo a la misma confusión. No me pesa de mi muerte, si no es por las que ha de costar, si por justicia o por venganza quisiere castigarse. Con todo esto, por hacer lo que en mí es, y todo aquello que de mi parte puedo, como caballero y cristiano, digo que perdono a mi matador y a todos aquéllos que con él tuvieron culpa; y es mi voluntad, asimismo, de mostrar que soy agradecido al bien que en vuestra casa me habéis hecho, y la muestra que he de dar deste agradecimiento no será así comoquiera, sino con el más alto estremo que pueda imaginarse. En esos dos baúles que ahí están, donde llevaba recogida mi recámara, creo que van hasta veinte mil ducados en oro y en joyas, que no ocupan mucho lugar; y, si como esta cantidad es poca, fuera la grande que encierra las entrañas de Potosí, hiciera della lo mismo que desta hacer quiero. Tomalda, señor, en vida, o haced que la tome la señora doña Constanza, vuestra nieta, que yo se lo doy en arras y para su dote; y más, que le pienso dar esposo de mi mano, tal que, aunque presto quede viuda, quede viuda honradísima, juntamente con quedar doncella honrada. Llamadla aquí, y traed quien me despose con ella; que su valor, su cristiandad, su hermosura, merecían hacerla señora del universo. No os admire, señor, lo que oís, creed lo que os digo, que no será novedad disparatada casarse un título con una doncella hijadalgo, en quien concurren todas las virtuosas partes que pueden hacer a una mujer famosa. Esto quiere el cielo, a esto me inclina mi voluntad; por lo que debéis al ser discreto, que no lo estorbe la vuestra. Id luego, y, sin replicar palabra, traed quien me despose con vuestra nieta, y quien haga las escrituras tan firmes, así de la entrega destas joyas y dineros, y de la mano que de esposo la he de dar, que no haya calumnia que la deshaga.
Pasmóse a estas razones Villaseñor, y creyó sin duda alguna que el conde había perdido el juicio, y que la hora de su muerte era llegada, pues en tal punto, por la mayor parte, o se dicen grandes sentencias o se hacen grandes disparates; y así, lo que le respondió fue:
-Señor, yo espero en Dios que tendréis salud, y entonces con ojos más claros, y sin que algún dolor os turbe los sentidos, podréis ver las riquezas que dais y la mujer que escogéis; mi nieta no es vuestra igual, o a lo menos no está en potencia propincua, sino muy remota, de merecer ser vuestra esposa, y yo no soy tan codicioso que quiera comprar esta honra que queréis hacerme, con lo que dirá el vulgo, casi siempre mal intencionado, del cual ya me parece que dice que os tuve en mi casa, que os trastorné el sentido y que por vías de la solicitud codiciosa os hice hacer esto.
-Diga lo que quisiere -dijo el conde-; que si el vulgo siempre se engaña, también quedará engañado en lo que de vos pensare.
-Alto, pues -dijo Villaseñor-: no quiero ser tan ignorante que no quiera abrir a la buena suerte que está llamando a las puertas de mi casa.
Y con esto se salió del aposento, y comunicó lo que el conde le había dicho con su mujer, con sus nietos, y con Periandro y Auristela, los cuales fueron de parecer que, sin perder punto, asiesen a la ocasión por los cabellos que les ofrecía, y trujesen quien llevase al cabo aquel negocio.
Hízose así, y en menos de dos horas ya estaba Costanza desposada con el conde, y los dineros y joyas en su posesión, con todas las circunstancias y revalidaciones que fueron posible hacerse. No hubo músicas en el desposorio, sino llantos y gemidos, porque la vida del conde se iba acabando por momentos. Finalmente, otro día después del desposorio, recebidos todos los sacramentos, murió el conde en los brazos de su esposa la condesa Costanza, la cual, cubriéndose la cabeza con un velo negro, hincada de rodillas y levantando los ojos al cielo, comenzó a decir:
-Yo hago voto...
Pero, apenas dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:
-¿Qué voto queréis hacer, señora?
-De ser monja -respondió la condesa.
-Sedlo, y no le hagáis -replicó Auristela-, que las obras de servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y éste de la muerte de vuestro esposo, quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no querréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestras vuestra voluntad, que así vuestra discreción, como la de vuestros padres y hermanos, os sabrá aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere. Y dése agora orden de enterrar vuestro marido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sin pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os engrandezca con más duración que el presente.
Rindióse a este parecer la condesa, y, dando trazas al entierro del conde, llegó un su hermano menor, a quien ya habían ido las nuevas a Salamanca, donde estudiaba. Lloró la muerte de su hermano, pero enjugáronle presto las lágrimas el gusto de la herencia del estado. Supo el hecho; abrazó a su cuñada; no contradijo a ninguna cosa; depositó a su hermano para llevarle después a su lugar; partióse a la corte para pedir justicia contra los matadores; anduvo el pleito; degollaron a los capitanes y castigaron muchos de los del pueblo; quedóse Costanza con las arras y el título de condesa; apercibióse Periandro para seguir su viaje, a quien no quisieron acompañar Antonio el padre, ni Ricla, su mujer, cansados de tantas peregrinaciones, que no cansaron a Antonio el hijo, ni a la nueva condesa, que no fue posible dejar la compañía de Auristela ni de Periandro.
A todo esto, nunca había mostrado a su abuelo el lienzo donde venía pintada su historia. Enseñósele un día Antonio, y dijo que faltaba allí de pintar los pasos por donde Auristela había venido a la Isla Bárbara, cuando se vieron ella y Periandro en los trocados trajes: ella en el de varón, y él en el de hembra (metamorfosis bien estraño), a lo que Auristela dijo que en pocas razones lo diría. Que fue que, cuando la robaron los piratas de las riberas de Dinamarca a ella, Cloelia y a las dos pescadoras, vinieron a una isla despoblada a repartir la presa entre ellos, y «no pudiéndose hacer el repartimiento con igualdad, uno de los más principales se contentó con que por su parte le diesen mi persona, y aun añadió dádivas para igualar la demasía. Entré en su poder sola, sin tener quien en mi desventura me acompañase; que de las miserias suele ser alivio la compañía; éste me vistió en hábitos de varón, temeroso que en los de mujer no me solicitase el viento; muchos días anduve con él peregrinando por diversas partes, y sirviéndole en todo aquello que a mi honestidad no ofendía; finalmente, un día llegamos a la Isla Bárbara, donde de improviso fuimos presos de los bárbaros, y él quedó muerto en la refriega de mi prisión, y yo fui traída a la cueva de los prisioneros, donde hallé a mi amada Cloelia, que por otros no menos desventurados pasos allí había sido traída, la cual me contó la condición de los bárbaros, la vana superstición que guardaban, y el asunto ridículo y falso de su profecía. Díjome asimismo, que tenía barruntos de que mi hermano Periandro había estado en aquella sima, a quien no había podido hablar por la priesa que los bárbaros se daban a sacarle para ponerle en el sacrificio»; y que había querido acompañarle para certificarse de la verdad, pues se hallaba en hábitos de hombre; y que, así, rompiendo por las persuasiones de Cloelia, que se lo estorbaban, salió con su intento, y se entregó de toda su voluntad para ser sacrificada de los bárbaros, persuadiéndose ser bien de una vez acabar la vida, que no de tantas gustar la muerte, con traerla a peligro de perderla por momentos; y que no tenía más que decir, pues sabían lo que desde aquel punto le había sucedido.
Bien quisiera el anciano Villaseñor que todo esto se añadiera al lienzo, pero todos fueron de parecer que no solamente no se añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan grandes y tan no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles, sino en láminas de bronce escritas, y en las memorias de las gentes grabadas.
Con todo eso, quiso Villaseñor quedarse con el lienzo, siquiera por ver los bien sacados retratos de sus nietos y la sin igual hermosura y gallardía de Auristela y Periandro.
Algunos días se pasaron poniendo en orden su partida para Roma, deseosos de ver cumplidos los votos de su promesa. Quedóse Antonio el padre y no quiso quedarse Antonio el hijo, ni menos la nueva condesa; que, como queda dicho, la afición que a Auristela tenía la llevara no solamente a Roma, sino al otro mundo, si para allá se pudiera hacer viaje en compañía. Llegóse el día de la partida, donde hubo tiernas lágrimas y apretados abrazos y dolientes suspiros, especialmente de Ricla, que en ver partir a sus hijos se le partía el alma. Echóles su bendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianos parece que tiene prerrogativa de mejorar los sucesos. Llevaron consigo a uno de los criados de casa, para que los sirviese en el camino, y, puestos en él, dejaron soledades en su casa y padres, y en compañía, entre alegre y triste, siguieron su viaje.
LAS PEREGRINACIONES largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y, como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deben de callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse; puesto que es excelencia de la historia que cualquiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud que, a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía.
Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta venticuatro años, con voz clara y en todo estremo esperta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo: bien así como hace el cochero que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.
Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro.
Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo:
-«Ésta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puesto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que está junto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento porque fue menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut (que así se llamaba el arráez de la galeota: cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia); a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va diciendo; que todas estas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.»
Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a su compañero:
-Este cautivo, hasta agora parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín, natural de Vélez Málaga.
Y, volviéndose al cautivo, le dijo:
-Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ellas la libertad deseada?
-Las galeras -respondió el cautivo- eran de don Sancho de Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota, que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su Majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.
-Decidme, amigos -replicó el alcalde-, ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?
-No cautivamos juntos -respondió el otro cautivo-, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero, en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.
-No mucho, señor galán -replicó el alcalde-, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame: ¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos pozos de agua dulce?
-La pregunta es boba -respondió el primer cautivo-: tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós, ahó, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.
Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo, cuando se ofrecía, y díjole:
-Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes, que por vida del Rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.
-¡Cuerpo del mundo! -respondió el cautivo-. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos, como nosotros agora; les compramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menos precio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.
-Lo que pienso hacer es -replicó el alcalde-, daros cada cien azotes, y en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su Majestad que con la pica.
-¿Querráse -replicó el mozo hablador- mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum ius summa iniuria.
-Mirad cómo habláis, hermano -replicó el segundo alcalde-, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.
Volvió en esto el pregonero, y dijo:
-Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.
-Por asnos os envíe yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos: que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar.
-No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo -replicó el mozo-, si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo, ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos, si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su Majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios; porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra: ninguno salió de estudiante para soldado, que no lo fuese por estremo, porque, cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.
Admirado estaba Periandro y todos los más de los circunstantes, así de las razones del mozo como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:
-Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de intereses merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causará pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mezclan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemencia dan luz de su buen entendimiento.
-Por Dios -dijo el segundo alcalde-, que este mancebo ha hablado bien, aunque ha hablado mucho, y que no solamente no tengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevar a mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lleven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras partes; porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos que necesitados.
Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo, dijo:
-No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde les quiero dar una lición de las cosas de Argel, tal, que de aquí adelante ninguno les coja en mal latín, en cuanto a su fingida historia.
Los cautivos se lo agradecieron, los circunstantes alabaron su honrada determinación, y los peregrinos recibieron contento del buen despacho del negocio.
Volvióse el primer alcalde a Periandro, y dijo:
-¿Vosotros, señores peregrinos, traéis algún lienzo que enseñarnos? ¿Traéis otra historia que hacernos creer por verdadera, aunque la haya compuesto la misma mentira?
No respondió nada Periandro, porque vio que Antonio sacaba del seno las patentes, licencias y despachos que llevaban para seguir su viaje; el cual los puso en manos del alcalde, diciéndole:
-Por estos papeles podrá ver vuesa merced quién somos y adónde vamos, los cuales no era menester presentallos, porque ni pedimos limosna, ni tenemos necesidad de pedilla; y así, como a caminantes libres, nos podían dejar pasar libremente.
Tomó el alcalde los papeles, y, porque no sabía leer, se los dio a su compañero, que tampoco lo sabía, y así pararon en manos del escribano, que, pasando los ojos por ellos brevemente, se los volvió a Antonio, diciendo:
-Aquí, señores alcaldes, tanto valor hay en la bondad destos peregrinos como hay grandeza en su hermosura. Si aquí quisieren hacer noche, mi casa les servirá de mesón, y mi voluntad de alcázar donde se recojan.
Volvióle las gracias Periandro; quedáronse allí aquella noche por ser algo tarde, donde fueron agasajados en casa del escribano con amor, con abundancia y con limpieza.
LLEGÓSE el día, y con él los agradecimientos del hospedaje; y, puestos en camino, al salir del lugar, toparon con los cautivos falsos, que dijeron que iban industriados del alcalde, de modo que de allí adelante no los podían coger en mentira acerca de las cosas de Argel.
-Que tal vez -dijo el uno; digo el que hablaba más que el otro-, tal vez -dijo- se hurta con autoridad y aprobación de la justicia; quiero decir que alguna vez los malos ministros della se hacen a una con los delincuentes, para que todos coman.
Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valencia. Los cuales otro día, al salir de la aurora, que por los balcones del oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas y aderezando el camino por donde el sol había de hacer su acostumbrada carrera, Bartolomé, que así creo se llamaba el guiador del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bordando las nubes de los cielos con diversas colores, de manera que no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa a la vista, y con rústica discreción, dijo:
-Verdad debió de decir el predicador que predicaba los días pasados en nuestro pueblo, cuando dijo que los cielos y la tierra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez, que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer, viendo la inmensa grandeza destos cielos, que me dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra; y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas. La verdad que sea: yo no creo nada desto, pero dícenlo tantos hombres de bien que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotros hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible: que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce.
Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:
-Buscar querría razones acomodadas, ¡oh Bartolomé!, para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero, acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa, y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén, han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo alguno, y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.
No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano.
Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro, cuando a sus espaldas llegó un carro acompañado de seis arcabuceros a pie, y uno que venía a caballo con una escopeta pendiente del arzón delantero, llegándose a Periandro, dijo:
-Si, por ventura, señores peregrinos, lleváis en este repuesto alguna conserva de regalo, que yo creo que sí debéis de llevar, porque vuestra gallarda presencia, más de caballeros ricos que de pobres peregrinos os señala; si la lleváis, dádmela, para socorrer con ella a un desmayado muchacho que va en aquel carro, condenado a galeras por dos años, con otros doce soldados, que, por haberse hallado en la muerte de un conde los días pasados, van condenados al remo, y sus capitanes, por más culpados, creo que están sentenciados a degollar en la corte.
No pudo tener a esta razón las lágrimas la hermosa Costanza, porque en ella se le representó la muerte de su breve esposo; pero, pudiendo más su cristiandad que el deseo de su venganza, acudió al bagaje y sacó una caja de conserva, y, acudiendo al carro, preguntó:
-¿Quién es aquí el desmayado?
A lo que respondió uno de los soldados:
-Allí va echado en aquel rincón, untado el rostro con el sebo del timón del carro, porque no quiere que parezca hermosa la muerte, cuando él se muera, que será bien presto, según está pertinaz en no querer comer bocado.
A estas razones alzó el rostro el untado mozo, y, alzándose de la frente un roto sombrero que toda se la cubría, se mostró feo y sucio a los ojos de Constanza; y, alargando la mano para tomar la caja, la tomó diciendo:
-¡Dios os lo pague, señora!
Volvió a encajar el sombrero, y volvió a su melancolía y a arrinconarse en el rincón donde esperaba la muerte. Otras algunas razones pasaron los peregrinos con las guardas del carro, que se acabaron con apartarse por diferentes caminos.
De allí a algunos días, llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban. Viendo lo cual Antonio, dijo:
-Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos.
-Con palmas -dijo Periandro- recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz. Agora bien, a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemos el convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nos convida.
Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza, asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestras de agasajarlos, no morisca, sino cristianamente.
Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y en él tan hermosa que las más gallardas cristianas tuvieran a ventura el parecerla: que en las gracias que naturaleza reparte, tan bien suele favorecer a las bárbaras de Citia como a las ciudadanas de Toledo. Ésta, pues, hermosa y mora, en lengua aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, se encerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltarles las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa de ser escuchada; y, después que hubo asegurado el miedo que mostraba, las dijo:
-¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simples ovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digo que es mi padre, veisle tan agasajador vuestro? Pues sabed que no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seis bajeles de cosarios berberiscos a toda la gente de este lugar con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los lazos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conservar la libertad en que vuestros padres os engendraron, salid luego de esta casa, y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréis quien os ampare, que es el cura; que sólo él y el escribano son en este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraque Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en las obras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijo Rafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéis en burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestra costa; que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.
El susto, las acciones, con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fue creída y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos.
Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansar que mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero en efeto obedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueron bien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo que Rafala les había dicho.
El cura dijo:
-Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la venida de esos bajeles de Berbería, y, aunque es costumbre suya hacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo descuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos y buenas y ferradas puertas la iglesia: que, si no es muy de propósito, no pueden ser derribadas ni abrasadas.
-¡Ay -dijo a esta sazón el jadraque-, si han de ver mis ojos, antes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezas que la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profetizado un abuelo mío, famoso en el astrología, donde se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, y ojalá que negarlo pudiera, pero no por esto dejo de ser cristiano; que las divinas gracias las da Dios a quien Él es servido, el cual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de hacer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dicho que, cerca de estos tiempos, reinaría en España un rey de la casa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resolución de desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arroja de su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bien así como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arranca la mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la esperiencia dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene. Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, serán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estos caminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las riquezas, sin que los salteadores se las lleven.
Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con los bancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una escalera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escopetas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesia Bartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos con ojo alerta, y manos listas y con ánimos determinados, estuvieron esperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija del morisco.
Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura; tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y no había nube que con la luz de la luna se pareciese, que no pensase sino que fuesen los bajeles turquescos, y, aguijando a las campanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio que todos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyo son los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrieron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajeles no llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra.
La del lugar, que los esperaba cargados con sus más ricas y mejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos con grande grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas y de otros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran regocijados; pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron el bagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos.
Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó.
Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y tocando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la marina, y la otra de la de la tierra, que, llegando cerca, conoció el jadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruz de caña en las manos, venía diciendo a voces:
-¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios!
La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella noche estaba fuera del lugar, y al son del arma de las campanas venía a ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de su mujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló robada y abrasada.
Dejaron entrar el día, y que los bajeles se alargasen y que los atajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces bajaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, bañado con alegres lágrimas el rostro, y, acrecentando con su sobresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes, y luego se abrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escribano ni adoró, ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocupada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda.
Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos a su lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo a pensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestial espíritu, dijo:
-¡Ea, mancebo generoso! ¡Ea, rey invencible! ¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tanto la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atlante del peso de esta Monarquía, ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos o los más engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosa como el cielo!
Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendo a enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó de bagaje. Los peregrinos agradecieron al cura su buen acogimiento, y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y, abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron su camino.
EN EL CUAL se fueron entreteniendo en contar el pasado peligro, el buen ánimo del jadraque, la valentía del cura, el celo de Rafala, de la cual se les olvidó de saber cómo se había escapado de poder de los turcos que asaltaron la tierra, aunque bien consideraron que con el alboroto, ella se habría escondido en parte que tuviese lugar después de volver a cumplir su deseo, que era de vivir y morir cristiana.
Cerca de Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrar por escusar las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España, sino de toda Europa; y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su estremada limpieza y graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable.
Determinaron de alargar sus jornadas, aunque fuese a costa de su cansancio, por llegar a Barcelona, adonde tenían noticia habían de tocar unas galeras, en quien pensaban embarcarse, sin tocar en Francia, hasta Génova. Y, al salir de Villarreal, hermosa y amenísima villa, de través, dentre una espesura de árboles, les salió al encuentro una zagala o pastora valenciana, vestida a lo del campo, limpia como el sol, y hermosa como él y como la luna, la cual, en su graciosa lengua, sin hablarles alguna palabra primero, y sin hacerles ceremonia de comedimiento alguno, dijo:
-¿Señores, pedirlos he o darlos he?
A lo que respondió Periandro:
-Hermosa zagala, si son celos, ni los pidas ni los des, porque si los pides, menoscabas tu estimación, y si los das, tu crédito; y si es que el que te ama tiene entendimiento, conociendo tu valor, te estimará y querrá bien, y si no le tiene, ¿para qué quieres que te quiera?
-Bien has dicho -respondió la villana.
Y, diciendo adiós, volvió las espaldas y se entró en la espesura de los árboles, dejándolos admirados con su pregunta, con su presteza y con su hermosura.
Otras algunas cosas les sucedieron en el camino de Barcelona, no de tanta importancia que merezcan escritura, si no fue el ver desde lejos las santísimas montañas de Monserrate, que adoraron con devoción cristiana, sin querer subir a ellas, por no detenerse.
Llegaron a Barcelona a tiempo cuando llegaban a su playa cuatro galeras españolas, que, disparando y haciendo salva a la ciudad con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua, el uno de ellos adornado con ricas alcatifas de Levante y cojines de carmesí, en el cual venía, como después pareció, una hermosa mujer de poca edad, ricamente vestida, con otra señora anciana y dos doncellas hermosas y honestamente aderezadas.
Salió infinita gente de la ciudad, como es costumbre, ansí a ver las galeras como a la gente que de ellas desembarcaba, y la curiosidad de nuestros peregrinos llegó tan cerca de los esquifes, que casi pudieran dar la mano a la dama que de ellos desembarcaba, la cual, poniendo los ojos en todos, especialmente en Constanza, después de haber desembarcado, dijo:
-Llegaos acá, hermosa peregrina, que os quiero llevar conmigo a la ciudad, donde pienso pagaros una deuda que os debo, de quien vos creo que tenéis poca noticia; vengan asimismo vuestras camaradas, porque no ha de haber cosa que obligue a dejar tan buena compañía.
-La vuestra, a lo que se vee -respondió Constanza-, es de tanta importancia que carecería de entendimiento quien no la acetase. Vamos donde quisiéredes, que mis camaradas me seguirán, que no están acostumbrados a dejarme.
Asió la señora de la mano a Constanza, y, acompañada de muchos caballeros que salieron de la ciudad a recebirla, y de otra gente principal de las galeras, se encaminaron a la ciudad, en cuyo espacio de camino Constanza no quitaba los ojos de ella, sin poder reducir a la memoria haberla visto en tiempo alguno.
Aposentáronla en una casa principal, a ella y a las que con ella desembarcaron, y no fue posible que dejase ir a los peregrinos a otra parte; con los cuales, así como tuvo comodidad para ello, pasó esta plática:
-«Sacaros quiero, señores, de la admiración en que, sin duda, os debe tener el ver que con particular cuidado procuro serviros; y así, os digo que a mí me llaman Ambrosia Agustina, cuyo nacimiento fue en una ciudad de Aragón, y cuyo hermano es don Bernardo Agustín, cuatralbo de estas galeras que están en la playa. Contarino de Arbolánchez, caballero del hábito de Alcántara, en ausencia de mi hermano, y a hurto del recato de mis parientes, se enamoró de mí; y yo, llevada de mi estrella, o por mejor decir, de mi fácil condición, viendo que no perdía nada en ello, con título de esposa, le hice señor de mi persona y de mis pensamientos; y el mismo día que le di la mano, recibió él, de la de su Majestad, una carta, en que le mandaba viniese luego al punto a conducir un tercio que bajaba de Lombardía a Génova, de infantería española, a la isla de Malta, sobre la cual se pensaba bajaba el turco. Obedeció Contarino con tanta puntualidad lo que se le mandaba que no quiso coger los frutos del matrimonio con sobresalto, y, sin tener cuenta con mis lágrimas, el recebir la carta y el partirse todo fue uno. Parecióme que el cielo se había caído sobre mí, y que entre él y la tierra me habían apretado el corazón y cogido el alma.
»Pocos días pasaron cuando, añadiendo yo imaginaciones a imaginaciones y deseos a deseos, vine a poner en efeto uno, cuyo cumplimiento, así como me quitó la honra por entonces, pudiera también quitarme la vida. Ausentéme de mi casa, sin sabiduría de ninguno de ella, y, en hábitos de hombre, que fueron los que tomé de un pajecillo, asenté por criado de un atambor de una compañía que estaba en un lugar, pienso que ocho leguas del mío. En pocos días toqué la caja tan bien como mi amo; aprendí a ser chocarrero, como lo son los que usan tal oficio; juntóse otra compañía con la nuestra, y ambas a dos se encaminaron a Cartagena a embarcarse en estas cuatro galeras de mi hermano, en las cuales fue mi disinio pasar a Italia a buscar a mi esposo, de cuya noble condición esperé que no afearía mi atrevimiento, ni culparía mi deseo, el cual me tenía tan ciega que no reparé en el peligro a que me ponía de ser conocida, si me embarcaba en las galeras de mi hermano. Mas, como los pechos enamorados no hay inconvenientes que no atropellen, ni dificultades por quien no rompan, ni temores que se le opongan, toda escabrosidad hice llana, venciendo miedos y esperando aun en la misma desesperación; pero, como los sucesos de las cosas hacen mudar los primeros intentos en ellas, el mío, más mal pensado que fundado, me puso en el término que agora oiréis.
»Los soldados de las compañías de aquellos capitanes que os he dicho trabaron una cruel pendencia con la gente de un pueblo de la Mancha, sobre los alojamientos, de la cual salió herido de muerte un caballero que decían ser conde de no sé qué estado. Vino un pesquisidor de la corte, prendió los capitanes, descarreáronse los soldados, y, con todo eso, prendió a algunos, y entre ellos a mí, desdichada, que ninguna culpa tenía; condenólos a galeras por dos años al remo; y a mí también, como por añadidura, me tocó la misma suerte. En vano me lamenté de mi desventura, viendo cuán en vano se habían fabricado mis disinios. Quisiera darme la muerte, pero el temor de ir a otra peor vida me embotó el cuchillo en la mano y me quitó la soga del cuello; lo que hice fue enlodarme el rostro, afeándole cuanto pude, y encerréme en un carro donde nos metieron, con intención de llorar tanto y de comer tan poco, que las lágrimas y la hambre hiciesen lo que la soga y el hierro no habían hecho. Llegamos a Cartagena, donde aún no habían llegado las galeras; pusiéronnos en la casa del rey bien guardados, y allí estuvimos, no esperando, sino temiendo nuestra desgracia. No sé, señores, si os acordaréis de un carro que topasteis junto a una venta, en el cual esta hermosa peregrina -señalando a Constanza- socorrió con una caja de conserva a un desmayado delincuente.»
-Sí acuerdo -respondió Constanza.
-Pues sabed que yo era -dijo la señora Ambrosia- el que socorristeis. Por entre las esteras del carro os miré a todos, y me admiré de todos, porque vuestra gallarda disposición no puede dejar de admirar, si se mira.
«En efeto, las galeras llegaron con la presa de un bergantín de moros que las dos habían tomado en el camino; el mismo día aherrojaron en ellas a los soldados, desnudándolos del traje que traían y vistiéndoles el de remeros: transformación triste y dolorosa, pero llevadera; que la pena que no acaba la vida, la costumbre de padecerla la hace fácil. Llegaron a mí para desnudarme; hizo el cómitre que me lavasen el rostro, porque yo no tenía aliento para levantar los brazos; miróme el barbero que limpia la chusma y dijo: "Pocas navajas gastaré yo con esta barba; no sé yo para qué nos envían acá a este muchacho de alfeñique, como si fuesen nuestras galeras de melcocha y sus remeros de alcorza. Y ¿qué culpas cometiste tú, rapaz, que mereciesen esta pena? Sin duda alguna, creo que el raudal y corriente de otros ajenos delitos te han conducido a este término". Y, encaminando su plática al cómitre, le dijo: "En verdad, patrón, que me parece que sería bien dejar a que sirviese este muchacho en la popa a nuestro general con una manilla al pie, porque no vale para el remo dos ardites".
»Estas pláticas y la consideración de mi suceso, que parece que entonces se estremó en apretarme el alma, me apretó el corazón de manera que me desmayé y quedé como muerta. Dicen que volví en mí a cabo de cuatro horas, en el cual tiempo se me hicieron muchos remedios para que volviese; y lo que más sintiera yo, si tuviera sentido, fue que debieron de enterarse que yo no era varón, sino hembra. Volví de mi parasismo, y lo primero con quien topó la vista fue con los rostros de mi hermano y de mi esposo, que entre sus brazos me tenían. No sé yo cómo en aquel punto la sombra de la muerte no cubrió mis ojos; no sé yo cómo la lengua no se me pegó al paladar; sólo sé que no supe lo que me dije, aunque sentí que mi hermano dijo: "¿Qué traje es éste, hermana mía?" Y mi esposo dijo: "¿Qué mudanza es ésta, mitad de mi alma, que si tu bondad no estuviera tan de parte de tu honra, yo hiciera luego que trocaras este traje con el de la mortaja?" "¿Vuestra esposa es ésta? -dijo mi hermano a mi esposo-. Tan nuevo me parece este suceso, como me parece el de verla a ella en este traje; verdad es que, si esto es verdad, bastante recompensa sería a la pena que me causa el ver así a mi hermana".
»A este punto, habiendo yo recobrado parte de mis perdidos espíritus, me acuerdo que dije: "Hermano mío, yo soy Ambrosia Agustina, tu hermana, y soy ansimismo la esposa del señor Contarino de Arbolánchez. El amor y tu ausencia, ¡oh hermano!, me le dieron por marido, el cual, sin gozarme, me dejó; yo, atrevida, arrojada y mal considerada, en este traje que me veis le vine a buscar". Y con esto les conté toda la historia que de mí habéis oído, y mi suerte, que por puntos se iba, a más andar, mejorando, hizo que me diesen crédito y me tuviesen lástima. Contáronme cómo a mi esposo le habían cautivado moros con una de dos chalupas, donde se había embarcado para ir a Génova, y que el cobrar la libertad había sido el día antes al anochecer, sin que le diese lugar el tiempo de haberse visto con mi hermano, sino al punto que me halló desmayada: suceso cuya novedad le podía quitar el crédito, pero todo es así como lo he dicho. En estas galeras pasaba esta señora que viene conmigo y con estas sus dos nietas a Italia, donde su hijo, en Sicilia, tiene el patrimonio real a su cargo. Vistiéronme estos que traigo, que son sus vestidos, y mi marido y mi hermano, alegres y contentos, nos han sacado hoy a tierra para espaciarnos, y para que los muchos amigos que tienen en esta ciudad se alegren con ellos. Si vosotros, señores, vais a Roma, yo haré que mi hermano os ponga en el más cercano puerto de ella. La caja de conserva os la pagaré con llevaros en la mía hasta adonde mejor os esté; y, cuando yo no pasara a Italia, en fee de mi ruego os llevará mi hermano.» Ésta es, amigos míos, mi historia: si se os hiciere dura de creer, no me maravillaría, puesto que la verdad bien puede enfermar, pero no morir del todo. Y, pues que comúnmente se dice que el creer es cortesía, en la vuestra, que debe de ser mucha, deposito mi crédito.
Aquí dio fin la hermosa Agustina a su razonamiento, y aquí comenzó la admiración de los oyentes a subirse de punto; aquí comenzaron a desmenuzarse las circunstancias del caso, y también los abrazos de Constanza y Auristela que a la bella Ambrosia dieron, la cual, por ser así voluntad de su marido, hubo de volverse a su tierra, porque, por hermosa que sea, es embarazosa la compañía de la mujer en la guerra.
Aquella noche se alteró el mar de modo que fue forzoso alargarse las galeras de la playa, que en aquella parte es de contino mal segura. Los corteses catalanes, gente enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo, visitaron y regalaron todo lo posible a la señora Ambrosia Agustina, a quien dieron las gracias, después que volvieron, su hermano y su esposo.
Auristela, escarmentada con tantas esperiencias como había hecho de las borrascas del mar, no quiso embarcarse en las galeras, sino irse por Francia, pues estaba pacífica.
Ambrosia se volvió a Aragón. Las galeras siguieron su viaje, y los peregrinos el suyo, entrándose por Perpiñán en Francia.
POR LA PARTE de Perpiñán quiso tocar la primera de Francia nuestra escuadra, a quien dio que hablar el suceso de Ambrosia muchos días, en la cual fueron disculpa sus pocos años de sus muchos yerros, y juntamente halló en el amor que a su esposo tenía perdón de su atrevimiento. En fin, ella se volvió, como queda dicho, a su patria. Las galeras siguieron su viaje, y el suyo nuestros peregrinos, los cuales, llegando a Perpiñán, pararon en un mesón, a cuya gran puerta estaba puesta una mesa y alrededor de ella mucha gente, mirando jugar a dos hombres a los dados, sin que otro alguno jugase.
Parecióles a los peregrinos ser novedad que mirasen tantos y jugasen tan pocos. Preguntó Periandro la causa, y fuele respondido que, de los que jugaban, el perdidoso perdía la libertad, y se hacía prenda del rey para bogar el remo seis meses; y el que ganaba, ganaba veinte ducados que los ministros del rey habían dado al perdidoso para que probase en el juego su ventura.
Uno de los dos que jugaba la probó, y no le supo bien, porque la perdió, y al momento le pusieron en una cadena; y al que la ganó, le quitaron otra que para seguridad de que no huiría, si perdía, le tenían puesta: ¡miserable juego y miserable suerte, donde no son iguales la pérdida y la ganancia!
Estando en esto, vieron llegar al mesón gran golpe de gente, entre la cual venía un hombre, en cuerpo, de gentil parecer, rodeado de cinco o seis criaturas, de edad de cuatro a siete años; venía junto a él una mujer amargamente llorando, con un lienzo de dineros en la mano, la cual, con lastimada voz, venía diciendo:
-Tomad, señores, vuestros dineros, y volvedme a mi marido, pues no el vicio, sino la necesidad, le hizo tomar este dinero. Él no se ha jugado, sino vendido, porque quiere a costa de su trabajo sustentarme a mí y a sus hijos: ¡amargo sustento y amarga comida para mí y para ellos!
-Callad, señora -dijo el hombre-, y gastad ese dinero, que yo le desquitaré con la fuerza de mis brazos, que todavía se amañarán antes a domeñar un remo que un azadón; no quise ponerme en aventura de perderlos, jugándolos, por no perder, juntamente con mi libertad, vuestro sustento.
Casi no dejaba oír el llanto de los muchachos esta dolorida plática que entre marido y mujer pasaba. Los ministros que le traían les dijeron que enjugasen las lágrimas, que si lloraran cuantas cabían en el mar, no serían bastantes a darle la libertad que había perdido.
Prevalecían en su llanto los muchachos, diciendo a su padre:
-Señor, no nos deje, porque nos moriremos todos si se va.
El nuevo y estraño caso enterneció las entrañas de nuestros peregrinos, especialmente las de la tesorera Constanza, y todos se movieron a rogar a los ministros de aquel cargo fuesen contentos de tomar su dinero, haciendo cuenta que aquel hombre no había sido en el mundo, y que les conmoviese a no dejar viuda a una mujer, ni huérfanos a tantos niños. En fin, tanto supieron decir, y tanto quisieron rogar, que el dinero volvió a poder de sus dueños, y la mujer cobró su marido y los niños a su padre.
La hermosa Constanza, rica después de condesa, más cristiana que bárbara, con parecer de su hermano Antonio, dio a los pobres perdidos, con que se cobraron, cincuenta escudos de oro; y así, se volvieron tan contentos como libres, agradeciendo al cielo y a los peregrinos la tan no vista como no esperada limosna.
Otro día pisaron la tierra de Francia, y, pasando por Lenguadoc, entraron en la Provenza, donde en otro mesón hallaron tres damas francesas de tan estremada hermosura que, a no ser Auristela en el mundo, pudieran aspirar a la palma de la belleza. Parecían señoras de grande estado, según el aparato con que se servían; las cuales, viendo los peregrinos, así les admiró la gallardía de Periandro y de Antonio como la sin igual belleza de Auristela y de Costanza. Llegáronlas a sí, y habláronlas con alegre rostro y cortés comedimiento; preguntáronlas quién eran, en lengua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas, y en Francia ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana.
En tanto que las señoras esperaban la respuesta de Auristela, a quien se encaminaban sus preguntas, se desvió Periandro a hablar con un criado, que le pareció ser de las ilustres francesas; preguntóle quién eran y adónde iban, y él le respondió, diciendo:
-El duque de Nemurs, que es uno de los que llaman «de la sangre» en este reino, es un caballero bizarro y muy discreto, pero muy amigo de su gusto. Es recién heredado, y ha prosupuesto de no casarse por ajena voluntad, sino por la suya, aunque se le ofrezca aumento de estado y de hacienda, y aunque vaya contra el mandamiento de su rey; porque dice que los reyes bien pueden dar la mujer a quien quisieren de sus vasallos, pero no el gusto de recebilla. Con esta fantasía, locura o discreción, o como mejor debe llamarse, ha enviado a algunos criados suyos a diversas partes de Francia a buscar alguna mujer que, después de ser principal, sea hermosa, para casarse con ella, sin que reparen en hacienda, porque él se contenta con que la dote sea su calidad y su hermosura. Supo la de estas tres señoras, y envióme a mí, que le sirvo, para que las viese y las hiciese retratar de un famoso pintor que envió conmigo. Todas tres son libres, y todas de poca edad, como habéis visto; la mayor, que se llama Deleasir, es discreta en estremo, pero pobre; la mediana, que Belarminia se llama, es bizarra y de gran donaire, y rica medianamente; la más pequeña, cuyo nombre es Feliz Flora, hace gran ventaja a las dos en ser rica. Ellas también han sabido el deseo del duque, y querrían, según a mí se me ha traslucido, ser cada una la venturosa de alcanzarle por esposo; y, con ocasión de ir a Roma a ganar el jubileo de este año, que es como el centésimo que se usaba, han salido de su tierra y quieren pasar por París y verse con el duque, fiadas en el quizá que trae consigo la buena esperanza. Pero después, señores peregrinos, que aquí entrastes, he determinado de llevar un presente a mi amo que borre del pensamiento todas y cualesquier esperanzas que estas señoras en el suyo hubieren fabricado; porque le pienso llevar el retrato de esta vuestra peregrina, única y general señora de la humana belleza; y si ella fuese tan principal como es hermosa, los criados de mi amo no tendrían más que hacer, ni el duque más que desear. Decidme, por vida vuestra, señor, si es casada esta peregrina, cómo se llama y qué padres la engendraron.
A lo que, temblando, respondió Periandro:
-Su nombre es Auristela, su viaje a Roma, sus padres nunca ella los ha dicho; y de que sea libre os aseguro, porque lo sé sin duda alguna; pero hay otra cosa en ello: que es tan libre y tan señora de su voluntad, que no la rendirá a ningún príncipe de la tierra, porque dice que la tiene rendida al que lo es del cielo. Y, para enteraros en que sepáis ser verdad todo lo que os he dicho, sabed que yo soy su hermano y el que sabe lo escondido de sus pensamientos; así que no os servirá de nada el retratalla, sino de alborotar el ánimo de vuestro señor, si acaso quisiese atropellar por el inconveniente de la bajeza de mis padres.
-Con todo eso -respondió el otro-, tengo de llevar su retrato, siquiera por curiosidad y porque se dilate por Francia este nuevo milagro de hermosura.
Con esto se despidieron, y Periandro quiso partirse luego de aquel lugar, por no dársele al pintor para retratar a Auristela. Bartolomé volvió luego a aderezar el bagaje y a no estar bien con Periandro, por la priesa que daba a la partida.
El criado del duque, viendo que Periandro quería partirse luego, se llegó a él y le dijo:
-Bien quisiera, señor, rogaros que os detuviérades un poco en este lugar, siquiera hasta la noche, porque mi pintor con comodidad y de espacio pudiera sacar el retrato del rostro de vuestra hermana; pero bien os podéis ir a la paz de Dios, porque el pintor me ha dicho que, de sola una vez que la ha visto, la tiene tan aprehendida en la imaginación que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando.
Maldijo Periandro entre sí la rara habilidad del pintor; pero no dejó por esto de partirse, despidiéndose luego de las tres gallardas francesas, que abrazaron a Auristela y a Constanza estrechamente y les ofrecieron de llevarlas hasta Roma en su compañía, si dello gustaban.
Auristela se lo agradeció con las más corteses palabras que supo, diciéndoles que su voluntad obedecía a la de su hermano Periandro, y que así, no podían detenerse ella ni Constanza, pues Antonio, hermano de Constanza, y el suyo se iban.
Y, con esto, se partieron, y de allí a seis días llegaron a un lugar de la Provenza, donde les sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.
LA HISTORIA, la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se parecen tanto que, cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.
Esta verdad nos la muestra bien Bartolomé, bagajero del escuadrón peregrino: el tal, tal vez habla y es escuchado en nuestra historia. Éste, revolviendo en su imaginación el cuento del que vendió su libertad por sustentar a sus hijos, una vez dijo, hablando con Periandro:
-Grande debe de ser, señor, la fuerza que obliga a los padres a sustentar a sus hijos; si no, dígalo aquel hombre que no quiso jugarse por no perderse, sino empeñarse por sustentar a su pobre familia. La libertad, según yo he oído decir, no debe de ser vendida por ningún dinero, y éste la vendió por tan poco, que lo llevaba la mujer en la mano. Acuérdome también de haber oído decir a mis mayores que, llevando a ahorcar a un hombre anciano, y ayudándole los sacerdotes a bien morir, les dijo:
-Vuesas mercedes se sosieguen, y déjenme morir de espacio, que, aunque es terrible este paso en que me veo, muchas veces me he visto en otros más terribles.
Preguntáronle cuáles eran.
Respondióles que el amanecer Dios, y el rodealle seis hijos pequeños pidiéndole pan y no teniéndolo para dárselo; «la cual necesidad me puso la ganzúa en la mano y fieltros en los pies, con que facilité mis hurtos, no viciosos, sino necesitados». Estas razones llegaron a los oídos del señor que le había sentenciado al suplicio, que fueron parte para volver la justicia en misericordia y la culpa en gracia.
A lo que respondió Periandro:
-El hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo, porque mi hijo es otro yo, en el cual se dilata y se continúa el ser del padre; y, así como es cosa natural y forzosa el hacer cada uno por sí mismo, así lo es el hacer por sus hijos. Lo que no es tan natural ni tan forzoso hacer los hijos por los padres, porque el amor que el padre tiene a su hijo deciende, y el decender es caminar sin trabajo; y el amor del hijo con el padre aciende y sube, que es caminar cuesta arriba, de donde ha nacido aquel refrán: «un padre para cien hijos, antes que cien hijos para un padre».
Con estas pláticas y otras entretenían el camino por Francia, la cual es tan poblada, tan llana y apacible, que a cada paso se hallan casas de placer, adonde los señores de ellas están casi todo el año, sin que se les dé algo por estar en las villas ni en las ciudades.
A una de éstas llegaron nuestros viandantes, que estaba un poco desviada del camino real. Era la hora de mediodía, herían los rayos del sol derechamente a la tierra, entraba el calor, y la sombra de una gran torre de la casa les convidó que allí esperasen a pasar la siesta, que con calor riguroso amenazaba.
El solícito Bartolomé desembarazó el bagaje, y, tendiendo un tapete en el suelo, se sentaron todos a la redonda, y de los manjares, de quien tenía cuidado de hacer Bartolomé su repuesto, satisfacieron la hambre, que ya comenzaba a fatigarles. Pero, apenas habían alzado las manos para llevarlo a la boca, cuando, alzando Bartolomé los ojos, dijo a grandes voces:
-Apartaos, señores, que no sé quién baja volando del cielo, y no será bien que os coja debajo.
Alzaron todos la vista, y vieron bajar por el aire una figura, que, antes que distinguiesen lo que era, ya estaba en el suelo junto casi a los pies de Periandro. La cual figura era de una mujer hermosísima, que, habiendo sido arrojada desde lo alto de la torre, sirviéndole de campana y de alas sus mismos vestidos, la puso de pies y en el suelo sin daño alguno: cosa posible sin ser milagro. Dejóla el suceso atónita y espantada, como lo quedaron los que volar la habían visto. Oyeron en la torre gritos, que los daba otra mujer que, abrazada con un hombre, que parecía que pugnaban por derribarse el uno al otro.
-¡Socorro, socorro! -decía la mujer-. ¡Socorro, señores, que este loco quiere despeñarme de aquí abajo!
La mujer voladora, vuelta algún tanto en sí, dijo:
-Si hay alguno que se atreva a subir por aquella puerta -señalándoles una que al pie de la torre estaba-, librará de peligro mortal a mis hijos y a otras gentes flacas que allí arriba están.
Periandro, impelido de la generosidad de su ánimo, se entró por la puerta, y a poco rato le vieron en la cumbre de la torre abrazado con el hombre, que mostraba ser loco, del cual, quitándole un cuchillo de las manos, procuraba defenderse; pero la suerte, que quería concluir con la tragedia de su vida, ordenó que entrambos a dos viniesen al suelo, cayendo al pie de la torre: el loco, pasado el pecho con el cuchillo que Periandro en la mano traía, y Periandro, vertiendo por los ojos, narices y boca cantidad de sangre; que, como no tuvo vestidos anchos que le sustentasen, hizo el golpe su efeto y dejóle casi sin vida.
Auristela, que ansí le vio, creyendo indubitablemente que estaba muerto, se arrojó sobre él, y, sin respeto alguno, puesta la boca con la suya, esperaba a recoger en sí alguna reliquia, si del alma le hubiese quedado; pero, aunque le hubiera quedado, no pudiera recebilla, porque los traspillados dientes le negaron la entrada. Constanza, dando lugar a la pasión, no le pudo dar a mover el paso para ir a socorrerla, y quedóse en el mismo sitio donde la halló el golpe, pegada los pies al suelo, como si fueran de raíces, o como si ella fuera estatua de duro mármol formada. Antonio, su hermano, acudió a apartar los semivivos y a dividir los que ya pensaba ser cadáveres. Sólo Bartolomé fue el que mostró con los ojos el grave dolor que en el alma sentía, llorando amargamente.
Estando todos en la amarga aflicción que he dicho, sin que hasta entonces ninguna lengua hubiese publicado su sentimiento, vieron que hacia ellos venía un gran tropel de gente, la cual, desde el camino real, había visto el vuelo de los caídos, y venían a ver el suceso. Y era el tropel que venía las hermosas damas francesas, Deleasir, Belarminia y Feliz Flora. Luego como llegaron, conocieron a Auristela y a Periandro, como a aquellos que por su singular belleza quedaban impresos en la imaginación del que una vez los miraba. Apenas la compasión les había hecho apear para socorrer, si fuese posible, la desventura que miraban, cuando fueron asaltados de seis o ocho hombres armados, que por las espaldas les acometieron.
Este asalto puso en las manos de Antonio su arco y sus flechas, que siempre las tenía a punto, o ya para ofender o ya para defenderse. Uno de los armados, con descortés movimiento, asió a Feliz Flora del brazo y la puso en el arzón delantero de su silla, y dijo, volviéndose a los demás compañeros:
-Esto es hecho. Ésta me basta. Demos la vuelta.
Antonio, que nunca se pagó de descortesías, pospuesto todo temor, puso una flecha en el arco, tendió cuanto pudo el brazo izquierdo, y con la derecha estiró la cuerda hasta que llegó al diestro oído, de modo que las dos puntas y estremos del arco casi se juntaron; y, tomando por blanco el robador de Feliz Flora, disparó tan derechamente la flecha que, sin tocar a Feliz Flora, sino en una parte del velo con que se cubría la cabeza, pasó al salteador el pecho de parte a parte. Acudió a su venganza uno de sus compañeros, y, sin dar lugar a que otra vez Antonio el arco armase, le dio una herida en la cabeza, tal, que dio con él en el suelo más muerto que vivo. Visto lo cual de Constanza, dejó de ser estatua y corrió a socorrer a su hermano: que el parentesco calienta la sangre que suele helarse en la mayor amistad, y lo uno y lo otro son indicios y señales de demasiado amor.
Ya en esto habían salido de la casa gente armada, y los criados de las tres damas, apercebidos de piedras (digo los que no tenían armas), se pusieron en defensa de su señora. Los salteadores, que vieron muerto a su capitán, y que según los defensores acudían podían ganar poco en aquella empresa, especialmente considerando ser locura aventurar las vidas por quien ya no podía premiarlas, volvieron las espaldas y dejaron el campo solo.
Hasta aquí, de esta batalla pocos golpes de espada hemos oído, pocos instrumentos bélicos han sonado; el sentimiento que por los muertos suelen hacer los vivos no ha salido a romper los aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadas sus quejas; sólo algunos ayes entre roncos gemidos andan envueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristela y Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poder aprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimados corazones. Pero, en fin, el cielo, que tenía determinado de no dejarlas morir tan apriesa y tan sin quejarse, les despegó las lenguas, que al paladar pegadas tenían, y la de Auristela prorrumpió en razones semejantes:
-No sé yo, desdichada, cómo busco aliento en un muerto, o cómo, ya que le tuviese, puedo sentirle, si estoy tan sin él que ni sé si hablo ni si respiro. ¡Ay, hermano, y qué caída ha sido ésta, que así ha derribado mis esperanzas, como que la grandeza de vuestro linaje no se hubiera opuesto a vuestra desventura! Mas, ¿cómo podía ella ser grande, si vos no lo fuérades? En los montes más levantados caen los rayos, y, adonde hallan más resistencia, hacen más daño. Monte érades vos, pero monte humilde, que con las sombras de vuestra industria y de vuestra discreción os encubríades a los ojos de las gentes. Ventura íbades a buscar en la mía, pero la muerte ha atajado el paso, encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá la reina, vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte! ¡Ay de mí, otra vez sola y en tierra ajena, bien así como verde yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo!
Estas palabras de reina, de montes y grandezas, tenían atentos los oídos de los circunstantes que les escuchaban, y aumentóles la admiración las que también decía Constanza, que en sus faldas tenía a su malherido hermano, apretándole la herida y tomándole la sangre la compasiva Feliz Flora, que, con un lienzo suyo, blandamente se la esprimía, obligada de haberla el herido librado de su deshonra.
-¡Ay, digo -decía-, amparo mío!, ¿de qué ha servido haberme levantado la fortuna a título de señora, si me había de derribar al de desdichada? Volved, hermano, en vos, si queréis que yo vuelva en mí, o si no, haced, ¡oh piadosos cielos!, que una misma suerte nos cierre los ojos, y una misma sepultura nos cubra los cuerpos: que el bien que sin pensar me había venido, no podía traer otro descuento que la presteza de acabarse.
Con esto se quedó desmayada, y Auristela ni más ni menos, de modo que tan muertas parecían ellas y aun más que los heridos.
La dama que cayó de la torre, causa principal de la caída de Periandro, mandó a sus criados, que ya habían venido muchos de la casa, que le llevasen al lecho del conde Domicio, su señor; mandó también llevar a Domicio, su marido, para dar orden en sepultalle. Bartolomé tomó en brazos a su señor Antonio; a Constanza se las dio Feliz Flora; y a Auristela, Belarminia y Deleasir. Y, en escuadrón doloroso y con amargos pasos, se encaminaron a la casi real casa.
POCO APROVECHABAN las discretas razones que las tres damas francesas daban a las dos lastimadas Constanza y Auristela, porque en las recientes desventuras no hallan lugar consolatorias persuasiones: el dolor y el desastre que de repente sucede, no de improviso admite consolación alguna, por discreta que sea; la postema duele, mientras no se ablanda, y el ablandarse requiere tiempo, hasta que llegue el de abrirse. Y así, mientras se llora, mientras se gime, mientras se tiene delante quien mueva al sentimiento a quejas y a suspiros, no es discreción demasiada acudir al remedio con agudas medicinas. Llore, pues, algún tanto más Auristela, gima algún espacio más Constanza, y cierren entrambas los oídos a toda consolación, en tanto que la hermosa Claricia nos cuenta la causa de la locura de Domicio, su esposo, que fue, según ella dijo a las damas francesas, que, antes que Domicio con ella se desposase, andaba enamorado de una parienta suya, la cual tuvo casi indubitables esperanzas de casarse con él.
-«Salióle en blanco la suerte, para que ella -dijo Claricia- la tuviese siempre negra. Porque, disimulando Lorena -que así se llamaba la parienta de Domicio- el enojo que había recebido del casamiento de mi esposo, dio en regalarle con muchos y diversos presentes, puesto que más bizarros y de buen parecer que costosos, entre los cuales le envío una vez, bien así como envió la falsa Deyanira la camisa a Hércules, digo que le envió unas camisas, ricas por el lienzo, y por la labor vistosas. Apenas se puso una, cuando perdió los sentidos, y estuvo dos días como muerto, puesto que luego se la quitaron, imaginando que una esclava de Lorena, que estaba en opinión de maga, la habría hechizado. Volvió a la vida mi esposo, pero con sentidos tan turbados y tan trocados que ninguna acción hacía que no fuese de loco; y no de loco manso, sino de cruel, furioso y desatinado: tanto, que era necesario tenerle en cadenas.»
Y que aquel día, estando ella en aquella torre, se había soltado el loco de las prisiones, y, viniendo a la torre, la había echado por las ventanas abajo, a quien el cielo socorrió con la anchura de sus vestidos, o, por mejor decir, con la acostumbrada misericordia de Dios, que mira por los inocentes. Dijo cómo aquel peregrino había subido a la torre a librar a una doncella a quien el loco quería derribar al suelo, tras la cual también despeñara a otros dos pequeños hijos que en la torre estaban. Pero el suceso fue tan contrario que el conde y el peregrino se estrellaron en la dura tierra: el conde, herido de una mortal herida, y el peregrino, con un cuchillo en la mano, que al parecer se le había quitado a Domicio, cuya herida era tal, que no fuera menester servir de añadidura para quitarle la vida, pues bastaba la caída.
En esto, Periandro estaba sin sentido en el lecho, adonde acudieron maestros a curarle y a concertarle los deslocados huesos. Diéronle bebidas apropiadas al caso, halláronle pulsos y algún tanto de conocimiento de las personas que alrededor de sí tenía; especialmente de Auristela, a quien con voz desmayada, que apenas podía entenderse, dijo:
-Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de quererte bien.
Y no habló ni pudo hablar más palabra por entonces.
Tomaron la sangre a Antonio, y, tentándole los cirujanos la herida, pidieron albricias a su hermana de que era más grande que mortal, y de que presto tendría salud con ayuda del cielo. Dióselas Feliz Flora, adelantándose a Constanza, que se las iba a dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entrambas, por no ser nada escrupulosos.
Un mes o poco más estuvieron los enfermos curándose, sin querer dejarlos las señoras francesas: tanta fue la amistad que trabaron y el gusto que sintieron de la discreta conversación de Auristela y de Constanza, y de los dos sus hermanos. Especialmente Feliz Flora, que no acertaba a quitarse de la cabecera de Antonio, amándole con un tan comedido amor que no se estendía a más que a ser benevolencia, y a ser como agradecimiento del bien que dél había recebido, cuando su saeta la libró de las manos de Rubertino; que, según Feliz Flora contaba, era un caballero, señor de un castillo que cerca de otro suyo ella tenía, el cual Rubertino, llevado, no de perfecto, sino de vicioso amor, había dado en seguirla y perseguirla, y en rogarla le diese la mano de esposa; pero que ella por mil esperiencias, y por la fama, que pocas veces miente, había conocido ser Rubertino de áspera y cruel condición, y de mudable y antojadiza voluntad, y no había querido condecender con su demanda. Y que imaginaba que, acosado de sus desdenes, habría salido al camino a roballa y a hacer de ella por fuerza lo que la voluntad no había podido. Pero que la flecha de Antonio había cortado todos sus crueles y mal fabricados disinios, y esto le movía a mostrarse agradecida.
Todo esto que Feliz Flora dijo pasó así, sin faltar punto; y, cuando se llegó el de la sanidad de los enfermos, y sus fuerzas comenzaron a dar muestras della, volvieron a renovarse sus deseos, a lo menos los de volver a su camino, y así lo pusieron por obra, acomodándose de todas las cosas necesarias, sin que, como está dicho, quisiesen las señoras francesas dejar a los peregrinos, a quien ya trataban con admiración y con respeto, porque las razones del llanto de Auristela les habían hecho concebir en sus ánimos que debían de ser grandes señores: que tal vez la majestad suele cubrirse de buriel y la grandeza vestirse de humildad. En efeto, con perplejos pensamientos los miraban: el pobre acompañamiento suyo les hacía tener en estima de condición mediana; el brío de sus personas y la belleza de sus rostros levantaba su calidad al cielo; y así, entre el sí y el no, andaba dudosa.
Ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo, porque la caída de Periandro no consentía que se fiase de sus pies. Feliz Flora, agradecida al golpe de Antonio el bárbaro, no sabía quitarle de su lado, y, tratando del atrevimiento de Rubertino, a quien dejaban muerto y enterrado, y de la estraña historia del conde Domicio, a quien las joyas de su prima, juntamente con quitarle el juicio, le habían quitado la vida, y del vuelo milagroso de su mujer, más para ser admirado que creído, llegaron a un río que se vadeaba con algún trabajo.
Periandro fue de parecer que se buscase la puente, pero todos los demás no vinieron en él; y, bien así como cuando al represado rebaño de mansas ovejas, puestas en lugar estrecho, hace camino la una, a quien las demás al momento siguen, Belarminia se arrojó al agua, a quien todos siguieron, sin quitarse del lado de Auristela Periandro, ni del de Feliz Flora Antonio, llevando también junto a sí a su hermana Constanza.
Ordenó, pues, la suerte que no fuese buena la de Feliz Flora, porque la corriente del agua le desvaneció la cabeza de modo que, sin poder tenerse, dio consigo en mitad de la corriente, tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Antonio, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso en la seca arena de la contraria ribera. Ella, viendo el presto beneficio, le dijo:
-Muy cortés eres, español.
A quien Antonio respondió:
-Si mis cortesías no nacieran de tus peligros, estimáralas en algo; pero, como nacen de ellos, antes me descontentan que alegran.
Pasó, en fin, el, como he dicho otras veces, hermoso escuadrón, y llegaron al anochecer a una casería, que junto con serlo era mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad.
Y lo que en él les sucedió nuevo estilo y nuevo capítulo pide.
COSAS y casos suceden en el mundo, que si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos; y así, muchos, por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así, es menester que les ayuden juramentos, o a lo menos el buen crédito de quien los cuenta, aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:
Las cosas de admiración
no las digas ni las cuentes,
que no saben todas gentes
cómo son.
La primera persona con quien encontró Constanza fue con una moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos años, vestida a la española, limpia y aseadamente, la cual, llegándose a Constanza, le dijo en lengua castellana:
-¡Bendito sea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a lo menos de mi nación: España! ¡Bendito sea Dios, digo otra vez, que oiré decir vuesa merced, y no señoría, hasta los mozos de cocina!
-Desa manera -respondió Constanza-, ¿vos, señora, española debéis de ser?
-¡Y cómo si lo soy! -respondió ella-; y aun de la mejor tierra de Castilla.
-¿De cuál? -replicó Constanza.
-De Talavera de la Reina -respondió ella.
Apenas hubo dicho esto, cuando a Constanza le vinieron barruntos que debía de ser la esposa de Ortel Banedre, el polaco, que por adúltera quedaba presa en Madrid, cuyo marido, persuadido de Periandro, la había dejado presa y ídose a su tierra, y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas, que, puestas en efeto, le sucedieron casi como las había pensado.
Tomóla por la mano, y fuese donde estaba Auristela, y, apartándola aparte con Periandro, les dijo:
-Señores, vosotros estáis dudosos de que si la ciencia que yo tengo de adevinar es falsa o verdadera, la cual ciencia no se acredita con decir las cosas que están por venir, porque sólo Dios las sabe, y si algún humano las acierta, es acaso, o por algunas premisas a quien la esperiencia de otras semejantes tiene acreditadas. Si yo os dijese cosas pasadas que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver? Esta buena hija que tenemos delante es de Talavera de la Reina, que se casó con un estranjero polaco, que se llamaba, si mal no me acuerdo, Ortel Banedre, a quien ella ofendió con alguna desenvoltura con un mozo de mesón que vivía frontero de su casa, la cual, llevada de sus ligeros pensamientos y en los brazos de sus pocos años, se salió de casa de sus padres con el referido mozo, y fue presa en Madrid con el adúltero, donde debe de haber pasado muchos trabajos, así en la prisión como en el haber llegado hasta aquí; que quiero que ella nos los cuente, porque, aunque yo los adivine, ella nos los contará con más puntualidad y con más gracia.
-¡Ay, cielos santos! -dijo la moza-. ¿Y quién es esta señora que me ha leído mis pensamientos? ¿Quién es esta adivina que ansí sabe la desvergonzada historia de mi vida? Yo, señora, soy esa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro de diez años, porque no tuve parte que me siguiese, y soy la que aquí estoy en poder de un soldado español que va a Italia, comiendo el pan con dolor, y pasando la vida, que por momentos me hace desear la muerte. Mi amigo, el primero, murió en la cárcel. Éste, que no sé en qué número ponga, me socorrió en ella, de donde me sacó, y, como he dicho, me lleva por esos mundos con gusto suyo y con pesar mío: que no soy tan tonta que no conozca el peligro en que traigo el alma en este vagamundo estado. Por quien Dios es, señores, pues sois españoles, pues sois cristianos, y, pues sois principales, según lo da a entender vuestra presencia, que me saquéis del poder deste español, que será como sacarme de las garras de los leones.
Admirados quedaron Periandro y Auristela de la discreción sagaz de Constanza; y, concediendo con ella, la reforzaron y acreditaron, y aun se movieron a favorecer con todas sus fuerzas a la perdida moza, la cual dijo que el español soldado no iba siempre con ella, sino una jornada adelante o atrás, por deslumbrar a la justicia.
-Todo eso está muy bien -dijo Periandro-, y aquí daremos traza en vuestro remedio; que la que ha sabido adivinar vuestra vida pasada, también sabrá acomodaros en la venidera. Sed vos buena, que sin el cimiento de la bondad no se puede cargar ninguna cosa que lo parezca; no os desviéis por agora de nosotros, que vuestra edad y vuestro rostro son los mayores contrarios que podéis tener en las tierras estrañas.
Lloró la moza, enternecióse Constanza, y Auristela mostró los mismos sentimientos, con que obligó a Periandro a que el remedio de la moza buscase.
En esto estaban, cuando llegó Bartolomé y dijo:
-Señores, acudid a ver la más estraña visión que habréis visto en vuestra vida.
Dijo esto tan asustado y tan como espantado que, pensando ir a ver alguna maravilla estraña, le siguieron, y, en un apartamiento algo desviado de aquel donde estaban alojados los peregrinos y damas, vieron, por entre unas esteras, un aposento todo cubierto de luto, cuya lóbrega escuridad no les dejó ver particularmente lo que en él había. Y, estándole así mirando, llegó un hombre anciano, todo asimismo cubierto de luto, el cual les dijo:
-Señores, de aquí a dos horas, que habrá entrado una de la noche, si gustáis de ver a la señora Ruperta sin que ella os vea, yo haré que la veáis, cuya vista os dará ocasión de que os admiréis, así de su condición como de su hermosura.
-Señor -respondió Periandro-, este nuestro criado que aquí está nos convidó a que viniésemos a ver una maravilla, y hasta ahora no hemos visto otra que la de este aposento cubierto de luto, que no es maravilla ninguna.
-Si volvéis a la hora que digo -respondió el enlutado-, tendréis de qué maravillaros, porque habréis de saber que en este aposento se aloja la señora Ruperta, mujer que fue, apenas hace un año, del conde Lamberto de Escocia, cuyo matrimonio a él le costó la vida y a ella verse en términos de perderla cada paso, a causa que Claudino Rubicón, caballero de los principales de Escocia, a quien las riquezas y el linaje hicieron soberbio, y la condición algo enamorado, quiso bien a mi señora, siendo doncella, de la cual, si no fue aborrecido, a lo menos fue desdeñado, como lo mostró el casarse con el conde mi señor. Esta presta resolución de mi señora la bautizó Rubicón, en deshonra y menosprecio suyo, como si la hermosa Ruperta no hubiera tenido padres que se lo mandaran y obligaciones precisas que le obligaran a ello, junto con ser más acertado ajustarse las edades entre los que se casan: que, si puede ser, siempre los años del esposo con el número de diez han de llevar ventaja a los de la mujer, o con algunos más, porque la vejez los alcance en un mismo tiempo. Era Rubicón varón viudo y que tenía hijo de casi veinte y un años, gentilhombre en estremo, y de mejores condiciones que el padre; tanto que, si él se hubiera opuesto a la cátedra de mi señora, hoy viviera mi señor el conde y mi señora estuviera más alegre. «Sucedió, pues, que, yendo mi señora Ruperta a holgarse con su esposo a una villa suya, acaso y sin pensar, en un despoblado, encontramos a Rubicón con muchos criados suyos que le acompañaban. Vio a mi señora, y su vista despertó el agravio que a su parecer se le había hecho; y fue de suerte que en lugar del amor nació la ira, y de la ira el deseo de hacer pesar a mi señora; y, como las venganzas de los que bien se han querido sobrepujan a las ofensas hechas, Rubicón, despechado, impaciente y atrevido, desenvainando la espada, corrió al conde mi señor, que estaba inocente deste caso, sin que tuviese lugar de prevenirse del daño que no temía; y, envainándosela en el pecho, dijo: "Tú me pagarás lo que no me debes; y si esta es crueldad, mayor la usó tu esposa para conmigo, pues no una vez sola, sino cien mil, me quitan la vida sus desdenes".
»A todo esto me hallé yo presente; oí las palabras, y vi con mis ojos y tenté con las manos la herida; escuché los llantos de mi señora, que penetraron los cielos; volvimos a dar sepultura al conde, y, al enterrarle, por orden de mi señora, se le cortó la cabeza, que en pocos días, con cosas que se le aplicaron, quedó descarnada y en solamente los huesos; mandóla mi señora poner en una caja de plata, sobre la cual puestas sus manos, hizo este juramento. Pero olvídaseme por decir cómo el cruel Rubicón, o ya por menosprecio, o ya por más crueldad, o quizá con la turbación descuidado, se dejó la espada envainada en el pecho de mi señor, cuya sangre aun hasta agora muestra estar casi reciente en ella. Digo, pues, que dijo estas palabras: "Yo, la desdichada Ruperta, a quien han dado los cielos sólo nombre de hermosa, hago juramento al cielo, puestas las manos sobre estas dolorosas reliquias, de vengar la muerte de mi esposo con mi poder y con mi industria, si bien aventurase en ello una y mil veces esta miserable vida que tengo, sin que me espanten trabajos, sin que me falten ruegos hechos a quien pueda favorecerme; y, en tanto que no llegare a efeto este mi justo, si no cristiano, deseo, juro que mi vestido será negro, mis aposentos lóbregos, mis manteles tristes y mi compañía la misma soledad. A la mesa estarán presentes estas reliquias, que me atormenten el alma; esta cabeza que me diga, sin lengua, que vengue su agravio; esta espada, en cuya no enjuta sangre me parece que veo a la que, alterando la mía, no me deje sosegar hasta vengarme".
»Esto dicho, parece que templó sus continuas lágrimas, y dio algún vado a sus dolientes suspiros. Hase puesto en camino de Roma para pedir en Italia a sus príncipes favor y ayuda contra el matador de su esposo, que aun todavía la amenaza, quizá temeroso; que suele ofender un mosquito más de lo que puede favorecer un águila.» Esto, señores, veréis, como he dicho, de aquí a dos horas; y si no os dejare admirados, o yo no habré sabido contarlo, o vosotros tendréis el corazón de mármol.
Aquí dio fin a su plática el enlutado escudero, y los peregrinos, sin ver a Ruperta, desde luego se comenzaron a admirar del caso.
LA IRA, según se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista del objeto que agravia, y tal vez con la memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el agraviado, sin razón o con ella, sosiega.
Esto nos lo dará a entender la hermosa Ruperta, agraviada y airada, y con tanto deseo de vengarse de su contrario que, aunque sabía que era ya muerto, dilataba su cólera por todos sus decendientes, sin querer dejar, si pudiera, vivo ninguno dellos; que la cólera de la mujer no tiene límite.
Llegóse la hora de que la fueron a ver los peregrinos, sin que ella los viese, y viéronla hermosa en todo estremo, con blanquísimas tocas, que desde la cabeza casi le llegaban a los pies, sentada delante de una mesa, sobre la cual tenía la cabeza de su esposo en la caja de plata, la espada con que le habían quitado la vida y una camisa que ella se imaginaba que aún no estaba enjuta de la sangre de su esposo. Todas estas insignias dolorosas despertaron su ira, la cual no tenía necesidad que nadie la despertase, porque nunca dormía; levantóse en pie, y, puesta la mano derecha sobre la cabeza del marido, comenzó a hacer y a revalidar el voto y juramento que dijo el enlutado escudero. Llovían lágrimas de sus ojos, bastantes a bañar las reliquias de su pasión; arrancaba suspiros del pecho, que condensaban el aire cerca y lejos; añadía al ordinario juramento razones que le agravaban, y tal vez parecía que arrojaba por los ojos, no lágrimas, sino fuego, y por la boca, no suspiros, sino humo: tan sujeta la tenía su pasión y el deseo de vengarse. ¿Veisla llorar, veisla suspirar, veisla no estar en sí, veisla blandir la espada matadora, veisla besar la camisa ensangrentada, y que rompe las palabras con sollozos?; pues esperad no más de hasta la mañana, y veréis cosas que os den sujeto para hablar en ellas mil siglos, si tantos tuviésedes de vida.
En mitad de la fuga de su dolor estaba Ruperta, y casi en los umbrales de su gusto, porque mientras se amenaza descansa el amenazador, cuando se llegó a ella uno de sus criados, como si se llegara una sombra negra, según venía cargado de luto, y en mal pronunciadas palabras le dijo:
-Señora, Croriano el galán, el hijo de tu enemigo, se acaba de apear agora con algunos criados. Mira si quieres encubrirte, o si quieres que te conozca, o lo que sería bien que hagas, pues tienes lugar para pensarlo.
-Que no me conozca -respondió Ruperta-; y avisad a todos mis criados que por descuido no me nombren, ni por cuidado me descubran.
Y, esto diciendo, recogió sus prendas, y mandó cerrar el aposento y que ninguno entrase a hablalla.
Volviéronse los peregrinos al suyo, quedó ella sola y pensativa, y no sé cómo se supo que había hablado a solas estas o otras semejantes razones:
-Advierte, ¡oh Ruperta!, que los piadosos cielos te han traído a las manos, como simple víctima al sacrificio, al alma de tu enemigo; que los hijos, y más los únicos, pedazos del alma son de los padres. ¡Ea, Ruperta! Olvídate de que eres mujer, y si no quieres olvidarte desto, mira que eres mujer, y agraviada. La sangre de tu marido te está dando voces, y en aquella cabeza sin lengua te está diciendo: «¡Venganza, dulce esposa mía, que me mataron sin culpa!» Sí, que no espantó la braveza de Holofernes a la humildad de Judit; verdad es que la causa suya fue muy diferente de la mía: ella castigó a un enemigo de Dios, y yo quiero castigar a un enemigo que no sé si lo es mío; a ella le puso el hierro en las manos el amor de su patria, y a mí me le pone el de mi esposo. Pero, ¿para qué hago yo tan disparatadas comparaciones? ¿Qué tengo que hacer más, sino cerrar los ojos y envainar el acero en el pecho deste mozo, que tanto será mi venganza mayor cuanto fuere menor su culpa? Alcance yo renombre de vengadora, y venga lo que viniere. Los deseos que se quieren cumplir no reparan en inconvenientes, aunque sean mortales: cumpla yo el mío, y tenga la salida por mi misma muerte.
Esto dicho, dio traza y orden en cómo aquella noche se encerrase en la estancia de Croriano, donde le dio fácil entrada un criado suyo, traidor por dádivas, aunque él no pensó sino que hacía un gran servicio a su amo, llevándole al lecho una tan hermosa mujer como Ruperta; la cual, puesta en parte donde no pudo ser vista ni sentida, ofreciendo su suerte al disponer del cielo, sepultada en maravilloso silencio, estuvo esperando la hora de su contento, que le tenía puesto en la de la muerte de Croriano. Llevó, para ser instrumento del cruel sacrificio, un agudo cuchillo, que, por ser arma mañera y no embarazosa, le pareció ser más a propósito; llevó asimismo una lanterna bien cerrada, en la cual ardía una vela de cera; recogió los espíritus de manera que apenas osaba enviar la respiración al aire. ¿Qué no hace una mujer enojada?; ¿qué montes de dificultades no atropella en sus disignios?; ¿qué inormes crueldades no le parecen blandas y pacíficas? No más, porque lo que en este caso se podía decir es tanto que será mejor dejarlo en su punto, pues no se han de hallar palabras con que encarecerlo.
Llegóse, en fin, la hora; acostóse Croriano; durmióse, con el cansancio del camino, y entregóse, sin pensamiento de su muerte, al de su reposo. Con atentos oídos estaba escuchando Ruperta si daba alguna señal Croriano de que durmiese, y aseguráronla que dormía, así el tiempo que había pasado desde que se acostó hasta entonces, como algunos dilatados alientos que no los dan sino los dormidos; viendo lo cual, sin santiguarse ni invocar ninguna deidad que la ayudase, abrió la lanterna, con que quedó claro el aposento, y miró dónde pondría los pies, para que, sin tropezar, la llevasen al lecho.
La bella matadora, dulce enojada, verdugo agradable: ejecuta tu ira, satisface tu enojo, borra y quita del mundo tu agravio, que delante tienes en quien puedes hacerlo; pero mira, ¡oh hermosa Ruperta!, si quieres, que no mires a ese hermoso Cupido que vas a descubrir, que se deshará en un punto toda la máquina de tus pensamientos.
Llegó, en fin, y, temblándole la mano, descubrió el rostro de Croriano, que profundamente dormía, y halló en él la propiedad del escudo de Medusa, que la convirtió en mármol: halló tanta hermosura que fue bastante a hacerle caer el cuchillo de la mano, y a que diese lugar la consideración del inorme caso que cometer quería; vio que la belleza de Croriano, como hace el sol a la niebla, ahuyentaba las sombras de la muerte que darle quería, y en un instante no le escogió para víctima del cruel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto.
-¡Ay -dijo entre sí-, generoso mancebo, y cuán mejor eres tú para ser mi esposo que para ser objeto de mi venganza! ¿Qué culpa tienes tú de la que cometió tu padre, y qué pena se ha de dar a quien no tiene culpa? Gózate, gózate, joven ilustre, y quédese en mi pecho mi venganza y mi crueldad encerrada, que, cuando se sepa, mejor nombre me dará el ser piadosa que vengativa.
Esto diciendo, ya turbada y arrepentida, se le cayó la lanterna de las manos sobre el pecho de Croriano, que despertó con el ardor de la vela. Hallóse a escuras; quiso Ruperta salirse de la estancia, y no acertó, por donde dio voces Croriano, tomó su espada y saltó del lecho, y, andando por el aposento, topó con Ruperta, que toda temblando le dijo:
-No me mates, ¡oh Croriano!, puesto que soy una mujer que no ha una hora que quise y pude matarte, y agora me veo en términos de rogarte que no me quites la vida.
En esto, entraron sus criados al rumor, con luces, y vio Croriano y conoció a la bellísima viuda, como quien vee a la resplandeciente luna de nubes blancas rodeada.
-¿Qué es esto, señora Ruperta? -le dijo-. ¿Son los pasos de la venganza los que hasta aquí os han traído, o queréis que os pague yo los desafueros que mi padre os hizo? Que este cuchillo que aquí veo, ¿qué otra señal es, sino de que habéis venido a ser verdugo de mi vida? Mi padre es ya muerto, y los muertos no pueden dar satisfación de los agravios que dejan hechos. Los vivos sí que pueden recompensarlos; y así, yo, que represento agora la persona de mi padre, quiero recompensaros la ofensa que él os hizo lo mejor que pudiere y supiere. Pero dejadme primero honestamente tocaros, que quiero ver si sois fantasma que aquí ha venido o a matarme, o a engañarme, o a mejorar mi suerte.
-Empeórese la mía -respondió Ruperta- (si es que halla modo el cielo como empeorarla), si entré este día pasado en este mesón con alguna memoria tuya. Veniste tú a él; no te vi cuando entraste; oí tu nombre, el cual despertó mi cólera y me movió a la venganza; concerté con un criado tuyo que me encerrase esta noche en este aposento; hícele que callase, sellándole la boca con algunas dádivas; entré en él, apercebíme deste cuchillo y acrecenté el deseo de quitarte la vida; sentí que dormías, salí de donde estaba, y a la luz de una lanterna que conmigo traía te descubrí y vi tu rostro, que me movió a respeto y a reverencia, de manera que los filos del cuchillo se embotaron, el deseo de mi venganza se deshizo, cayóseme la vela de las manos, despertóte su fuego, diste voces, quedé yo confusa, de donde ha sucedido lo que has visto. Yo no quiero más venganzas ni más memorias de agravios: vive en paz, que yo quiero ser la primera que haga mercedes por ofensas, si ya lo son el perdonarte la culpa que no tienes.
-Señora -respondió Croriano-, mi padre quiso casarse contigo, tú no quisiste; él, despechado, mató a tu esposo: murióse llevando al otro mundo esta ofensa; yo he quedado, como parte tan suya, para hacer bien por su alma; si quieres que te entregue la mía, recíbeme por tu esposo, si ya, como he dicho, no eres fantasma que me engañas; que las grandes venturas que vienen de improviso siempre traen consigo alguna sospecha.
-Dame esos brazos -respondió Ruperta-, y verás, señor, cómo este mi cuerpo no es fantástico, y que el alma que en él te entrego es sencilla, pura y verdadera.
Testigos fueron destos abrazos, y de las manos que por esposos se dieron, los criados de Croriano, que habían entrado con las luces. Triunfó aquella noche la blanda paz desta dura guerra, volvióse el campo de la batalla en tálamo de desposorio; nació la paz de la ira; de la muerte, la vida, y del disgusto, el contento. Amaneció el día, y halló a los recién desposados cada uno en los brazos del otro.
Levantáronse los peregrinos con deseo de saber qué habría hecho la lastimada Ruperta con la venida del hijo de su enemigo, de cuya historia estaban ya bien informados. Salió el rumor del nuevo desposorio, y, haciendo de los cortesanos, entraron a dar los parabienes a los novios, y al entrar en el aposento vieron salir del de Ruperta el anciano escudero que su historia les había contado, cargado con la caja donde iba la calavera de su primero esposo, y con la camisa y espada que tantas veces había renovado las lágrimas de Ruperta; y dijo que lo llevaba adonde no renovasen otra vez, en las glorias presentes, pasadas desventuras. Murmuró de la facilidad de Ruperta, y en general, de todas las mujeres, y el menor vituperio que dellas dijo fue llamarlas antojadizas.
Levantáronse los novios antes que entrasen los peregrinos, regocijáronse los criados, así de Ruperta como de Croriano, y volvióse aquel mesón en alcázar real, digno de tan altos desposorios.
En fin, Periandro y Auristela, Constanza y Antonio, su hermano, hablaron a los desposados y se dieron parte de sus vidas; a lo menos, la que convenía que se diese.
EN ESTO estaban, cuando entró por la puerta del mesón un hombre, cuya larga y blanca barba más de ochenta años le daba de edad; venía vestido ni como peregrino, ni como religioso, puesto que lo uno y lo otro parecía; traía la cabeza descubierta, rasa y calva en el medio, y por los lados, luengas y blanquísimas canas le pendían; sustentaba el agobiado cuerpo sobre un retorcido cayado que de báculo le servía. En efeto, todo él y todas las partes representaban un venerable anciano digno de todo respeto, al cual apenas hubo visto la dueña del mesón, cuando, hincándose ante él de rodillas, le dijo:
-Contaré yo este día, padre Soldino, entre los venturosos de mi vida, pues he merecido verte en mi casa: que nunca vienes a ella sino para bien mío.
Y, volviéndose a los circunstantes, prosiguió diciendo:
-Este montón de nieve y esta estatua de mármol blanco que se mueve, que aquí veis, señores, es la del famoso Soldino, cuya fama no sólo en Francia, sino en todas partes de la tierra se estiende.
-No me alabéis, buena señora -respondió el anciano-, que tal vez la buena fama se engendra de la mala mentira. No la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos. La virtud que tiene por remate el vicio, no es virtud, sino vicio. Pero, con todo esto, quiero acreditarme con vos en la opinión que de mí tenéis. Mirad hoy por vuestra casa, porque destas bodas y destos regocijos que en ella se preparan se ha de engendrar un fuego que casi toda la consuma.
A lo que dijo Croriano, hablando con Ruperta, su esposa:
-Éste, sin duda, debe de ser mágico o adivino, pues predice lo por venir.
Entreoyó esta razón el anciano, y respondió:
-No soy mago ni adivino, sino judiciario, cuya ciencia, si bien se sabe, casi enseña a adivinar. Creedme, señores, por esta vez siquiera, y dejad esta estancia, y vamos a la mía, que en una cercana selva que hay aquí os dará, si no tan capaz, más seguro alojamiento.
Apenas hubo dicho esto, cuando entró Bartolomé, criado de Antonio, y dijo a voces:
-Señores, las cocinas se abrasan, porque, en la infinita leña que junto a ellas estaba, se ha encendido tal fuego que muestra no poder apagarle todas las aguas del mar.
Tras esta voz acudieron las de otros criados, y comenzaron a acreditarlas los estallidos del fuego.
La verdad tan manifiesta acreditó las palabras de Soldino; y, asiendo en brazos Periandro a Auristela, sin querer ir primero a averiguar si el fuego se podía atajar o no, dijo a Soldino:
-Señor, guíanos a tu estancia, que el peligro desta ya está manifiesto.
Lo mismo hizo Antonio con su hermana Constanza y con Feliz Flora, la dama francesa, a quien siguieron Deleasir y Belarminia; y la moza arrepentida de Talavera se asió del cinto de Bartolomé y él del cabestro de su bagaje, y todos juntos, con los desposados y con la huéspeda, que conocía bien las adivinanzas de Soldino, le siguieron, aunque con tardo paso los guiaba.
La demás gente del mesón, que no habían estado presentes a las razones de Soldino, quedaron ocupados en matar el fuego; pero presto su furor les dio a entender que trabajaban en vano, ardiendo la casa todo aquel día; que, a cogerles el fuego de noche, fuera milagro escapar alguno que contara su furia.
Llegaron, en fin, a la selva, donde hallaron una ermita no muy grande, dentro de la cual vieron una puerta que parecía serlo de una cueva escura.
Antes de entrar en la ermita, dijo Soldino a todos los que le habían seguido:
-Estos árboles con su apacible sombra os servirán de dorados techos, y la yerba deste amenísimo prado, si no de muy blandas, a lo menos de muy blancas camas. Yo llevaré conmigo a mi cueva a estos señores, porque les conviene, y no porque los mejore en la estancia.
Y luego llamó a Periandro, a Auristela, a Constanza, a las tres damas francesas, a Ruperta, a Antonio y a Croriano; y, dejando otra mucha gente fuera, se encerró con éstos en la cueva, cerrando tras sí la puerta de la ermita y la de la cueva.
Viéndose, pues, Bartolomé y la de Talavera no ser de los escogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya llevados de su ligera condición, se concertaron los dos, viendo ser tan para en uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza a sus arrepentimientos; y así, aliviaron el bagaje de dos hábitos de peregrinos, y la moza a caballo y el galán a pie, dieron cantonada, ella a sus compasivas señoras, y él a sus honrados dueños, llevando en la intención de ir también a Roma, como iban todos.
Otra vez se ha dicho que no todas las acciones no verisímiles ni probables se han de contar en las historias, porque si no se les da crédito, pierden su valor; pero al historiador no le conviene más de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca. Con esta máxima, pues, el que escribió esta historia dice que Soldino, con todo aquel escuadrón de damas y caballeros, bajó por las gradas de la escura cueva, y a menos de ochenta gradas se descubrió el cielo luciente y claro, y se vieron unos amenos y tendidos prados que entretenían la vista y alegraban las almas. Y, haciendo Soldino rueda de los que con él habían bajado, les dijo:
-Señores, esto no es encantamento, y esta cueva por donde aquí hemos venido, no sirve sino de atajo para llegar desde allá arriba a este valle que veis, que una legua de aquí tiene más fácil, más llana y más apacible entrada. Yo levanté aquella ermita, y con mis brazos y con mi continuo trabajo cavé la cueva, y hice mío este valle, cuyas aguas y cuyos frutos con prodigalidad me sustentan. Aquí, huyendo de la guerra, hallé la paz; la hambre que en ese mundo de allá arriba, si así se puede decir, tenía, halló aquí a la hartura; aquí, en lugar de los príncipes y monarcas que mandan el mundo, a quien yo servía, he hallado a estos árboles mudos, que, aunque altos y pomposos, son humildes; aquí no suena en mis oídos el desdén de los emperadores, el enfado de sus ministros; aquí no veo dama que me desdeñe, ni criado que mal me sirva; aquí soy yo señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma, y aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis deseos al cielo; aquí he dado fin al estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de las estrellas y el movimiento del sol y de la luna; aquí he hallado causas para alegrarme y causas para entristecerme que aún están por venir, que serán tan ciertas, según yo pienso, que corren parejas con la misma verdad. Agora, agora, como presente, veo quitar la cabeza a un valiente pirata un valeroso mancebo de la casa de Austria nacido. ¡Oh, si le viésedes, como yo le veo, arrastrando estandartes por el agua, bañando con menosprecio sus medias lunas, pelando sus luengas colas de caballos, abrasando bajeles, despedazando cuerpos y quitando vidas! Pero, ¡ay de mí!, que me hace entristecer otro coronado joven, tendido en la seca arena, de mil moras lanzas atravesado, el uno nieto y el otro hijo del rayo espantoso de la guerra, jamás como se debe alabado Carlos V, a quien yo serví muchos años y sirviera hasta que la vida se me acabara, si no lo estorbara el querer mudar la milicia mortal en la divina. Aquí estoy, donde sin libros, con sola la esperiencia que he adquirido con el tiempo de mi soledad, te digo, ¡oh Croriano! -y en saber yo tu nombre sin haberte visto jamás me acredite contigo-, que gozarás de tu Ruperta largos años; y a ti, Periandro, te aseguro buen suceso de tu peregrinación; tu hermana Auristela no lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad; a ti, ¡oh Constanza!, subirás de condesa a duquesa, y tu hermano Antonio, al grado que su valor merece. Estas señoras francesas, aunque no consigan los deseos que agora tienen, conseguirán otros que las honren y contenten. El haber pronosticado el fuego, el saber vuestros nombres sin haberos visto jamás, las muertes que he dicho que he visto antes que vengan, os podrán mover si queréis a creerme; y más cuando halléis ser verdad que vuestro mozo Bartolomé, con el bagaje y con la moza castellana, se ha ido y os ha dejado a pie: no le sigáis, porque no le alcanzaréis; la moza es más del suelo que del cielo, y quiere seguir su inclinación a despecho y pesar de vuestros consejos. Español soy, que me obliga a ser cortés y a ser verdadero; con la cortesía os ofrezco cuanto estos prados me ofrecen, y con la verdad a la esperiencia de todo cuanto os he dicho. Si os maravillare de ver a un español en esta ajena tierra, advertid que hay sitios y lugares en el mundo saludables más que otros, y éste en que estamos lo es para mí más que ninguno. Las alquerías, caserías y lugares que hay por estos contornos, las habitan gentes católicas y santas. Cuando conviene, recibo los sacramentos, y busco lo que no pueden ofrecer los campos para pasar la humana vida. Ésta es la que tengo, de la cual pienso salir a la siempre duradera. Y por agora no más, sino vámonos arriba: daremos sustento a los cuerpos, como aquí abajo le hemos dado a las almas.
ADEREZÓSE la pobre más que limpia comida, aunque fue muy limpia cosa, no muy nueva para los cuatro peregrinos, que se acordaron entonces de la Isla Bárbara y de la de las Ermitas, donde quedó Rutilio, y adonde ellos comieron de los ya sazonados, y ya no, frutos de los árboles; también se les vino a la memoria la profecía falsa de los isleños y las muchas de Mauricio, con las moriscas del jadraque, y, últimamente, las del español Soldino. Parecíales que andaban rodeados de adivinanzas y metidos hasta el alma en la judiciaria astrología, que, a no ser acreditada con la esperiencia, con dificultad le dieran crédito.
Acabóse la breve comida, salió Soldino con todos los que con él estaban al camino, para despedirse dellos, y en él echaron menos a la moza castellana y a Bartolomé el del bagaje, cuya falta no dio poca pesadumbre a los cuatro, porque les faltaba el dinero y la repostería. Mostró congojarse Antonio, y quiso adelantarse a buscarle, porque bien se imaginó que la moza le llevaba, o él llevaba a la moza, o por mejor decir, el uno se llevaba al otro; pero Soldino le dijo que no tuviese pena, ni se moviese a buscarlos, porque otro día volvería su criado arrepentido del hurto, y entregaría cuanto había llevado. Creyeron, y así no curó Antonio de buscarle, y más, que Feliz Flora ofreció a Antonio de prestarle cuanto hubiese menester para su gusto y el de sus compañeros desde allí a Roma, a cuya liberal oferta se mostró Antonio agradecido lo posible, y aun se ofreció de darle prenda que cupiese en el puño, y en el valor pasase de cincuenta mil ducados; y esto fue pensando de darle una de las dos perlas de Auristela, que, con la cruz de diamantes guardadas, siempre consigo las traía. No se atrevió Feliz Flora a creer la cantidad del valor de la prenda; pero atrevióse a volver a hacer el ofrecimiento hecho.
Estando en esto, vieron venir por el camino y pasar por delante dellos hasta ocho personas a caballo, entre las cuales iba una mujer sentada en un rico sillón y sobre una mula, vestida de camino, toda de verde, hasta el sombrero, que con ricas y varias plumas azotaba el aire, con un antifaz, asimismo verde, cubierto el rostro. Pasaron por delante dellos, y con bajar las cabezas, sin hablar palabra alguna, los saludaron y pasaron de largo; los del camino tampoco hablaron palabra, y al mismo modo les saludaron. Quedábase atrás uno de los de la compañía, y, llegándose a ellos, pidió por cortesía un poco de agua; diéronsela y preguntáronle qué gente era la que iba allí delante, y qué dama la de lo verde.
A lo que el caminante respondió:
-El que allí delante va es el señor Alejandro Castrucho, gentilhombre capuano, y uno de los ricos varones, no sólo de Capua, sino de todo el reino de Nápoles; la dama es su sobrina, la señora Isabela Castrucho, que nació en España, donde deja enterrado a su padre, por cuya muerte su tío la lleva a casar a Capua, y, a lo que yo creo, no muy contenta.
-Eso será -respondió el escudero enlutado de Ruperta- no porque va a casarse, sino porque el camino es largo; que yo para mí tengo, que no hay mujer que no desee enterarse con la mitad que le falta, que es la del marido.
-No sé esas filosofías -respondió el caminante-; sólo sé que va triste, y la causa ella se la sabe. Y a Dios quedad, que es mucha la ventaja que mis dueños me llevan.
Y, picando apriesa, se les fue de la vista; y ellos, despidiéndose de Soldino, le abrazaron y le dejaron.
Olvidábase de decir cómo Soldino había aconsejado a las damas francesas que siguiesen el camino derecho de Roma, sin torcerle para entrar en París, porque así les convenía. Este consejo fue para ellas como si se le dijera un oráculo; y así, con parecer de los peregrinos, determinaron de salir de Francia por el Delfinado, y, atravesando el Piamonte y el estado de Milán, ver a Florencia y luego a Roma.
Tanteado, pues, este camino, con propósito de alargar algún tanto más las jornadas que hasta allí, caminaron; y otro día, al romper del alba, vieron venir hacia ellos al tenido por ladrón, Bartolomé el bagajero, detrás de su bagaje, y él vestido como peregrino.
Todos gritaron, cuando le conocieron, y los más le preguntaron qué huida había sido la suya, qué traje aquel y qué vuelta aquella.
A lo que él, hincado de rodillas delante de Constanza, casi llorando, respondió a todos:
-Mi huida no sé cómo fue; mi traje ya veis que es de peregrino; mi vuelta es a restituir lo que quizá, y aun sin quizá, en vuestras imaginaciones me tenía confirmado por ladrón; aquí, señora Constanza, viene el bagaje, con todo aquello que en él estaba, excepto dos vestidos de peregrinos, que el uno es éste que yo traigo, y el otro queda haciendo romera a la ramera de Talavera, que doy yo al diablo al amor y al bellaco que me lo enseñó; y es lo peor que le conozco, y determino ser soldado debajo de su bandera, porque no siento fuerzas que se opongan a las que hace el gusto con los que poco saben. Écheme vuesa merced su bendición, y déjeme volver, que me espera Luisa, y advierta que vuelvo sin blanca, fiado en el donaire de mi moza más que en la ligereza de mis manos, que nunca fueron ladronas, ni lo serán, si Dios me guarda el juicio, si viviese mil siglos.
Muchas razones le dijo Periandro para estorbarle su mal propósito; muchas le dijo Auristela y muchas más Constanza y Antonio; pero todo fue, como dicen, dar voces al viento y predicar en desierto. Limpióse Bartolomé sus lágrimas, dejó su bagaje, volvió las espaldas y partió en un vuelo, dejando a todos admirados de su amor y de su simpleza.
Antonio, viéndole partir tan de carrera, puso una flecha en su arco, que jamás la disparó en vano, con intención de atravesarle de parte a parte y sacarle del pecho el amor y la locura; mas Feliz Flora, que pocas veces se le apartaba del lado, le trabó del arco, diciéndole:
-Déjale, Antonio, que harta mala ventura lleva en ir a poder y a sujetarse al yugo de una mujer loca.
-Bien dices, señora -respondió Antonio-; y, pues tú le das la vida, ¿quién ha de ser poderoso a quitársela?
Finalmente, muchos días caminaron sin sucederles cosa digna de ser contada.
Entraron en Milán, admiróles la grandeza de la ciudad, su infinita riqueza, sus oros, que allí no solamente hay oro, sino oros; sus bélicas herrerías, que no parece sino que allí ha pasado las suyas Vulcano; la abundancia infinita de sus frutos, la grandeza de sus templos, y, finalmente, la agudeza del ingenio de sus moradores.
Oyeron decir a un huésped suyo que lo más que había que ver en aquella ciudad era la Academia de los Entronados, que estaba adornada de eminentísimos académicos, cuyos sutiles entendimientos daban que hacer a la fama a todas horas y por todas las partes del mundo. Dijo también que aquel día era de academia, y que se había de disputar en ella si podía haber amor sin celos.
-Sí puede -dijo Periandro-; y, para probar esta verdad, no es menester gastar mucho tiempo.
-Yo -replicó Auristela- no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien.
A lo que dijo Belarminia:
-No entiendo ese modo de hablar, ni la diferencia que hay entre amor y querer bien.
-Ésta -replicó Auristela-: querer bien puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad, como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien os parece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pueden dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor en ninguna manera.
-Mucho has dicho, señora -respondió Periandro-, porque no hay ningún amante que esté en posesión de la cosa amada, que no tema el perderla; no hay ventura tan firme que tal vez no dé vaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la rueda de la fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nuestro camino no lo estorbara, quizá mostrara yo hoy en la academia que puede haber amor sin celos, pero no sin temores.
Cesó esta plática. Estuvieron cuatro días en Milán, en los cuales comenzaron a ver sus grandezas, porque acabarlas de ver no dieran tiempo cuatro años. Partiéronse de allí, y llegaron a Luca, ciudad pequeña, pero hermosa y libre, que debajo de las alas del imperio y de España se descuella, y mira esenta a las ciudades de los príncipes que la desean; allí, mejor que en otra parte ninguna, son bien vistos y recebidos los españoles, y es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y como en ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar a mostrar su condición, tenida por arrogante.
Aquí aconteció a nuestros pasajeros una de las más estrañas aventuras que se han contado en todo el discurso deste libro.
LAS POSADAS de Luca son capaces para alojar una compañía de soldados, en una de las cuales se alojó nuestro escuadrón, siendo guiado de las guardas de las puertas de la ciudad, que se los entregaron al huésped por cuenta, porque a la mañana, o cuando se partiesen, la había de dar dellos. Al entrar vio la señora Ruperta que salía un médico -que tal le pareció en el traje- diciendo a la huéspeda de la casa -que también le pareció no podía ser otra:
-Yo, señora, no me acabo de desengañar si esta doncella está loca o endemoniada, y, por no errar, digo que está endemoniada y loca; y, con todo eso, tengo esperanza de su salud, si es que su tío no se da priesa a partirse.
-¡Ay, Jesús! -dijo Ruperta-. ¿Y en casa de endemoniados y locos nos apeamos? En verdad, en verdad, que si se toma mi parecer, no hemos de poner los pies dentro.
A lo que dijo la huéspeda:
-Sin escrúpulo puede vuesa señoría -que éste es el merced de Italia- apearse, porque de cien leguas se podía venir a ver lo que está en esta posada.
Apeáronse todos, y Auristela y Constanza, que habían oído las razones de la huéspeda, le preguntaron qué había en aquella posada que tanto encarecía el verla.
-Vénganse conmigo -respondió la huéspeda-, y verán lo que verán, y dirán lo que yo digo.
Guió, y siguiéronla, donde vieron echada en un lecho dorado a una hermosísima muchacha, de edad, al parecer, de diez y seis o diez y siete años; tenía los brazos aspados y atados con unas vendas a los balaustres de la cabecera del lecho, como que le querían estorbar el moverlos a ninguna parte; dos mujeres, que debían de servirla de enfermeras, andaban buscándole las piernas para atárselas también, a lo que la enferma dijo:
-Basta que se me aten los brazos, que todo lo demás las ataduras de mi honestidad lo tiene ligado.
Y, volviéndose a las peregrinas, con levantada voz dijo:
-¡Figuras del cielo!, ¡ángeles de carne!, sin duda creo que venís a darme salud, porque de tan hermosa presencia y de tan cristiana visita no se puede esperar otra cosa. Por lo que debéis a ser quien sois, que sois mucho, que mandéis que me desaten, que con cuatro o cinco bocados que me dé en el brazo, quedaré harta y no me haré más mal, porque no estoy tan loca como parezco, ni el que me atormenta es tan cruel que dejará que me muerda.
-¡Pobre de ti, sobrina -dijo un anciano que había entrado en el aposento-, y cuál te tiene ése que dices que no ha de dejar que te muerdas! Encomiéndate a Dios, Isabela, y procura comer, no de tus hermosas carnes, sino de lo que te diere este tu tío, que bien te quiere. Lo que cría el aire, lo que mantiene el agua, lo que sustenta la tierra, te traeré: que tu mucha hacienda y mi voluntad mucha te lo ofrece todo.
La doliente moza respondió:
-Déjenme sola con estos ángeles; quizá mi enemigo el demonio huirá de mí por no estar con ellos.
Y, señalando con la cabeza que se quedasen con ella Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, dijo que los demás se saliesen, como se hizo con voluntad, y aun con ruegos de su anciano y lastimado tío, del cual supieron ser aquella la gentil dama de lo verde que, al salir de la cueva del sabio español, habían visto pasar por el camino, que el criado que se quedó atrás les dijo que se llamaba Isabela Castrucha, y que se iba a casar al reino de Nápoles.
Apenas se vio sola la enferma, cuando, mirando a todas partes, dijo que mirasen si había otra persona en el aposento que aumentase el número de los que ella dijo que se quedasen. Mirólo Ruperta, y escudriñólo todo, y aseguró no haber otra persona que ellos. Con esta seguridad, sentóse Isabela como pudo en el lecho, y, dando muestras de que quería hablar de propósito, rompió la voz con un tan grande suspiro, que pareció que con él se le arrancaba el alma; el fin del cual fue tenderse otra vez en el lecho, y quedar desmayada, con señales tan de muerte que obligó a los circunstantes a dar voces pidiendo un poco de agua para bañar el rostro de Isabela, que a más andar se iba al otro mundo.
Entró el mísero tío, llevando una cruz en la una mano, y en la otra un hisopo bañado en agua bendita; entraron asimismo con él dos sacerdotes, que, creyendo ser el demonio quien la fatigaba, pocas veces se apartaban della; entró asimismo la huéspeda con el agua; rociáronle el rostro, y volvió en sí diciendo:
-Escusadas son por agora estas prevenciones; yo saldré presto; pero no ha de ser cuando vosotros quisiéredes, sino cuando a mí me parezca, que será cuando viniere a esta ciudad Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, el cual Andrea agora está estudiando en Salamanca, bien descuidado destos sucesos.
Todas estas razones acabaron de confirmar en los oyentes la opinión que tenían de estar Isabela endemoniada, porque no podían pensar cómo pudiese saber ella Juan Bautista Marulo quién fuese, y su hijo Andrea; y no faltó quien fuese luego a decir al ya nombrado Juan Bautista Marulo lo que la bella endemoniada dél y de su hijo había dicho.
Tornó a pedir que la dejasen sola con los que antes había escogido; dijéronle los sacerdotes los Evangelios, y hicieron su gusto, llevándole todos de la señal que había dado quedaría, cuando el demonio la dejase, libre; que indubitablemente la juzgaron por endemoniada.
Feliz Flora hizo de nuevo la pesquisa de la estancia, y, cerrando la puerta della, dijo a la enferma:
-Solos estamos; mira, señora, lo que quieres.
-Lo que quiero es -respondió Isabela- que me quiten estas ligaduras; que, aunque son blandas, me fatigan, porque me impiden.
Hiciéronlo así con mucha diligencia, y, sentándose Isabela en el lecho, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Ruperta, y hizo que Constanza y Feliz Flora se sentasen junto a ella en el mismo lecho; y así, apiñadas en un hermoso montón, con voz baja y lágrimas en los ojos, dijo:
-«Yo, señoras, soy la infelice Isabela Castrucha, cuyos padres me dieron nobleza, la fortuna, hacienda, y los cielos, algún tanto de hermosura. Nacieron mis padres en Capua, pero engendráronme en España, donde nací, y me crié en casa deste mi tío que aquí está, que en la corte del emperador la tenía. ¡Válame Dios, y para qué tomo yo tan de atrás la corriente de mis desventuras! Estando, pues, yo en casa deste mi tío, ya huérfana de mis padres, que a él me dejaron encomendada y por tutor mío, llegó a la corte un mozo, a quien yo vi en una iglesia, y le miré tan de propósito... (y no os parezca esto, señoras, desenvoltura, que no parecerá, si consideráredes que soy mujer); digo que le miré en la iglesia de tal modo que en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan impresa en mi alma que no la podía apartar de mi memoria. Finalmente, no me faltaron medios para entender quién él era, y la calidad de su persona, y qué hacía en la corte o dónde iba, y lo que saqué en limpio fue que se llamaba Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, más noble que rico, y que iba a estudiar a Salamanca. En seis días que allí estuvo, tuve orden de escribirle quién yo era y la mucha hacienda que tenía, y que de mi hermosura se podía certificar, viéndome en la iglesia; escribíle, asimismo, que entendía que este mi tío me quería casar con un primo mío, porque la hacienda se quedase en casa, hombre no de mi gusto, ni de mi condición, como es verdad; díjele asimismo que la ocasión en mí le ofrecía sus cabellos, que los tomase, y que no diese lugar en no hacello al arrepentimiento, y que no tomase de mi facilidad ocasión para no estimarme.
»Respondió, después de haberme visto no sé cuántas veces en la iglesia, que por mi persona sola, sin los adornos de la nobleza y de la riqueza, me hiciera señora del mundo si pudiera, y que me suplicaba durase firme algún tiempo en mi amorosa intención, a lo menos hasta que él dejase en Salamanca a un amigo suyo, que con él desta ciudad había partido a seguir el estudio. Respondíle que sí haría, porque en mí no era el amor importuno, ni indiscreto, que presto nace y presto se muere. Dejóme entonces por honrado, pues no quiso faltar a su amigo, y con lágrimas, como enamorado, que yo se las vi verter, pasando por mi calle, el día que se partió sin dejarme y yo me fui con él sin partirme.
»Otro día... (¿Quién podrá creer esto? ¡Qué de rodeos tienen las desgracias para alcanzar más presto a los desdichados!) Digo, que otro día concertó mi tío que volviésemos a Italia, y, sin poderme escusar ni valerme el fingirme enferma, porque el pulso y la color me hacían sana, mi tío no quiso creer que de enferma, sino de mal contenta del casamiento, buscaba trazas para no partirme. En este tiempo le tuve para escribir a Andrea de lo que me había sucedido, y que era forzoso el partirme; pero que yo procuraría pasar por esta ciudad, donde pensaba fingirme endemoniada, y dar lugar con esta traza a que él le tuviese de dejar a Salamanca y venir a Luca, adonde, a pesar de mi tío, y aun de todo el mundo, sería mi esposo; así que, en su diligencia estaba mi ventura y aun la suya, si quería mostrarse agradecido. Si las cartas llegaron a sus manos, que sí debieron de llegar, porque los portes las hacen ciertas, antes de tres días ha de estar aquí. Yo, por mi parte, he hecho lo que he podido; una legión de demonios tengo en el cuerpo, que lo mismo es tener una onza de amor en el alma, cuando la esperanza desde lejos la anda haciendo cocos.»
Ésta es, señoras mías, mi historia; ésta, mi locura; ésta, mi enfermedad; mis amorosos pensamientos son los demonios que me atormentan; paso hambre, porque espero hartura, pero, con todo eso, la desconfianza me persigue, porque, como dicen en Castilla: «a los desdichados se les suelen helar las migas entre la boca y la mano». Haced, señoras, de modo que acreditéis mi mentira y fortalezcáis mis discursos, haciendo con mi tío que, puesto que yo no sane, no me ponga en camino por algunos días: quizá permitirá el cielo que llegue el de mi contento con la venida de Andrea.
No habrá para qué preguntar si se admiraron o no los oyentes de la historia de Isabela, pues la historia misma se trae consigo la admiración, para ponerla en las almas de los que la escuchan.
Ruperta, Auristela, Constanza y Feliz Flora le ofrecieron de fortalecer sus disignios, y de no partirse de aquel lugar hasta ver el fin dellos, pues, a buena razón, no podía tardar mucho.
PRIESA se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su demonio, y priesa se daban las cuatro, ya sus amigas, a fortalecer su enfermedad, afirmando con todas las razones que podían de que verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuerpo: porque se vea quién es el amor, pues hace parecer endemoniados a los amantes.
Estando en esto, que sería casi al anochecer, volvió el médico a hacer la segunda visita, y acaso trujo con él a Juan Bautista Marulo, padre de Andrea el enamorado, y, al entrar del aposento de la enferma, dijo:
-Vea vuesa merced, señor Juan Bautista Marulo, la lástima desta doncella, y si merece que en su cuerpo de ángel se ande espaciando el demonio; pero una esperanza nos consuela, y es que nos ha dicho que presto saldrá de aquí, y dará por señal de su salida la venida del señor Andrea, vuestro hijo, que por instantes aguarda.
-Así me lo han dicho -respondió el señor Juan Bautista-, y holgaríame yo que cosas mías fuesen paraninfos de tan buenas nuevas.
-Gracias a Dios y a mi diligencia -dijo Isabela-, que si no fuera por mí, él se estuviera agora quedo en Salamanca, haciendo lo que Dios se sabe. Créame el señor Juan Bautista, que está presente, que tiene un hijo más hermoso que santo, y menos estudiante que galán; que mal hayan las galas y las atildaduras de los mancebos, que tanto daño hacen en la república, y mal hayan juntamente las espuelas que no son de rodaja, y los acicates que no son puntiagudos, y las mulas de alquiler que no se aventajan a las postas.
Con éstas fue ensartando otras razones equívocas; conviene a saber, de dos sentidos, que de una manera las entendían sus secretarias y de otra los demás circunstantes. Ellas las interpretaban verdaderamente, y los demás, como desconcertados disparates.
-¿Dónde vistes vos, señora -dijo Marulo-, a mi hijo Andrea? ¿Fue en Madrid o en Salamanca?
-No fue sino en Illescas -dijo Isabela-, cogiendo guindas la mañana de San Juan, al tiempo que alboreaba; mas, si va a decir verdad, que es milagro que yo la diga, siempre le veo y siempre le tengo en el alma.
-Aun bien -replicó Marulo-, que esté mi hijo cogiendo guindas y no espulgándose, que es más propio de los estudiantes.
-Los estudiantes que son caballeros -respondió Isabela-, de pura fantasía pocas veces se espulgan, pero muchas se rascan; que estos animalejos, que se usan en el mundo tan de ordinario, son tan atrevidos que así se entran por las calzas de los príncipes como por las frazadas de los hospitales.
-Todo lo sabes, malino -dijo el médico-; bien parece que eres viejo.
Y esto, encaminando su razón al demonio que pensaba que tenía Isabela en el cuerpo.
Estando en esto, que no parece sino que el mismo Satanás lo ordenaba, entró el tío de Isabela con muestras de grandísima alegría, diciendo:
-¡Albricias, sobrina mía; albricias, hija de mi alma; que ya ha llegado el señor Andrea Marulo, hijo del señor Juan Bautista, que está presente! ¡Ea, dulce esperanza mía, cúmplenos la que nos has dado de que has de quedar libre en viéndole! ¡Ea, demonio maldito, vade retro, exi foras, sin que lleves pensamiento de volver a esta estancia, por más barrida y escombrada que la veas!
-Venga, venga -replicó Isabela- ese putativo Ganimedes, ese contrahecho Adonis, y déme la mano de esposo, libre, sano y sin cautela; que yo le he estado aquí aguardando más firme que roca puesta a las ondas del mar, que la tocan, mas no la mueven.
Entró, de camino, Andrea Marulo, a quien ya en casa de su padre le habían dicho la enfermedad de la estranjera Isabela, y de cómo le esperaba para darle por señal de la salida del demonio. El mozo, que era discreto y estaba prevenido, por las cartas que Isabela le envío a Salamanca, de lo que había de hacer si la alcanzaba en Luca, sin quitarse las espuelas, acudió a la posada de Isabela, y entró por su estancia como atontado y loco, diciendo:
-¡Afuera, afuera, afuera; aparta, aparta, aparta; que entra el valeroso Andrea, cuadrillero mayor de todo el infierno, si es que no basta de una escuadra!
Con este alboroto y voces casi quedaron admirados los mismos que sabían la verdad del caso, tanto que dijo el médico, y aun su mismo padre:
-Tan demonio es éste como el que tiene Isabela.
Y su tío dijo:
-Esperábamos a este mancebo para nuestro bien, y creo que ha venido para nuestro mal.
-Sosiégate, hijo, sosiégate -dijo su padre-; que parece que estás loco.
-¿No lo ha de estar -dijo Isabela-, si me vee a mí? ¿No soy yo, por ventura, el centro donde reposan sus pensamientos? ¿No soy yo el blanco donde asestan sus deseos?
-Sí, por cierto -dijo Andrea-; sí, que vos sois señora de mi voluntad, descanso de mi trabajo y vida de mi muerte. Dadme la mano de ser mi esposa, señora mía, y sacadme de la esclavitud en que me veo a la libertad de verme debajo de vuestro yugo; dadme la mano, digo otra vez, bien mío, y alzadme de la humildad de ser Andrea Marulo a la alteza de ser esposo de Isabela Castrucho. Vayan de aquí fuera los demonios que quisieren estorbar tan sabroso nudo, y no procuren los hombres apartar lo que Dios junta.
-Tú dices bien, señor Andrea -replicó Isabela-; y, sin que aquí intervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano de esposo y recíbeme por tuya.
Tendió la mano Andrea, y, en aquel instante, alzó la voz Auristela y dijo:
-Bien se la puede dar, que para en uno son.
Pasmado y atónito, tendió también la mano su tío de Isabela y trabó de la de Andrea, y dijo:
-¿Qué es esto, señores? ¿Úsase en este pueblo que se case un diablo con otro?
-Que no -dijo el médico-; que esto debe de ser burlando, para que el diablo se vaya, porque no es posible que este caso que va sucediendo pueda ser prevenido por entendimiento humano.
-Con todo eso -dijo el tío de Isabela-, quiero saber de la boca de entrambos qué lugar le daremos a este casamiento: el de la verdad o el de la burla.
-El de la verdad -respondió Isabela-, porque ni Andrea Marulo está loco ni yo endemoniada. Yo le quiero y escojo por mi esposo, si es que él me quiere y me escoge por su esposa.
-No loco ni endemoniado, sino con mi juicio entero, tal cual Dios ha sido servido de darme.
Y, diciendo esto, tomó la mano de Isabela, y ella le dio la suya, y con dos síes quedaron indubitablemente casados.
-¿Qué es esto? -dijo Castrucho-; ¿otra vez? ¡Aquí de Dios! ¿Cómo, y es posible que así se deshonren las canas deste viejo?
-No las puede deshonrar -dijo el padre de Andrea- ninguna cosa mía. Yo soy noble, y si no demasiadamente rico, no tan pobre que haya menester a nadie. No entro ni salgo en este negocio; sin mi sabiduría se han casado los muchachos: que en los pechos enamorados, la discreción se adelanta a los años, y si las más veces los mozos en sus acciones disparan, muchas aciertan; y, cuando aciertan, aunque sea acaso, exceden con muchas ventajas a las más consideradas. Pero mírese, con todo eso, si lo que aquí ha pasado puede pasar adelante, porque si se puede deshacer, las riquezas de Isabela no han de ser parte para que yo procure la mejora de mi hijo.
Dos sacerdotes que se hallaron presentes dijeron que era válido el matrimonio, presupuesto que, si con parecer de locos le habían comenzado, con parecer de verdaderamente cuerdos le habían confirmado.
-Y de nuevo le confirmamos -dijo Andrea.
Y lo mismo dijo Isabela.
Oyendo lo cual su tío, se le cayeron las alas del corazón y la cabeza sobre el pecho; y, dando un profundo suspiro, vuelto los ojos en blanco, dio muestras de haberle sobrevenido un mortal parasismo.
Lleváronle sus criados al lecho, levantóse del suyo Isabela, llevóla Andrea a casa de su padre, como a su esposa, y de allí a dos días entraron por la puerta de una iglesia un niño, hermano de Andrea Marulo, a bautizar; Isabela y Andrea a casarse, y a enterrar el cuerpo de su tío, porque se vean cuán estraños son los sucesos desta vida: unos a un mismo punto se bautizan, otros se casan y otros se entierran. Con todo eso, se puso luto Isabela, porque ésta que llaman muerte mezcla los tálamos con las sepulturas y las galas con los lutos.
Cuatro días más estuvieron en Luca nuestros peregrinos y la escuadra de nuestros pasajeros, que fueron regalados de los desposados y del noble Juan Bautista Marulo.
Y aquí dio fin nuestro autor al tercero libro desta historia.
Libro cuarto de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional
DISPUTÓSE entre nuestra peregrina escuadra, no una, sino muchas veces, si el casamiento de Isabela Castrucha, con tantas máquinas fabricado, podía ser valedero, a lo que Periandro muchas veces dijo que sí; cuanto más, que no les tocaba a ellos la averiguación de aquel caso. Pero lo que a él le había descontentado, era la junta del bautismo, casamiento y la sepultura, y la ignorancia del médico, que no atinó con la traza de Isabela ni con el peligro de su tío. Unas veces trataban en esto, y otras en referir los peligros que por ellos habían pasado.
Andaban Croriano y Ruperta, su esposa, atentísimos inquiriendo quién fuesen Periandro y Auristela, Antonio y Constanza, lo que no hacían por saber quién fuesen las tres damas francesas, que, desde el punto que las vieron, fueron dellos conocidas. Con esto, a más que medianas jornadas, llegaron a Acuapendente, lugar cercano a Roma, a la entrada de la cual villa, adelantándose un poco Periandro y Auristela de los demás, sin temor que nadie los escuchase ni oyese, Periandro habló a Auristela desta manera:
-Bien sabes, ¡oh señora!, que las causas que nos movieron a salir de nuestra patria y a dejar nuestro regalo fueron tan justas como necesarias. Ya los aires de Roma nos dan en el rostro; ya las esperanzas que nos sustentan nos bullen en las almas; ya ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada. Mira, señora, que será bien que des una vuelta a tus pensamientos, y, escudriñando tu voluntad, mires si estás en la entereza primera, o si lo estarás después de haber cumplido tu voto, de lo que yo no dudo, porque tu real sangre no se engendró entre promesas mentirosas, ni entre dobladas trazas. De mí te sé decir, ¡oh hermosa Sigismunda!, que este Periandro que aquí ves es el Persiles que en la casa del rey mi padre viste. Aquel, digo, que te dio palabra de ser tu esposo en los alcázares de su padre, y te la cumplirá en los desiertos de Libia, si allí la contraria fortuna nos llevase.
Íbale mirando Auristela atentísimamente, maravillada de que Periandro dudase de su fe, y así le dijo:
-Sola una voluntad, ¡oh Persiles!, he tenido en toda mi vida, y ésa habrá dos años que te la entregué, no forzada, sino de mi libre albedrío; la cual tan entera y firme está agora como el primer día que te hice señor della; la cual, si es posible que se aumente, se ha aumentado y crecido entre los muchos trabajos que hemos pasado. De que tú estés firme en la tuya me mostraré tan agradecida que, en cumpliendo mi voto, haré que se vuelvan en posesión tus esperanzas. Pero dime, ¿qué haremos después que una misma coyunda nos ate y un mismo yugo oprima nuestros cuellos? Lejos nos hallamos de nuestras tierras, no conocidos de nadie en las ajenas, sin arrimo que sustente la yedra de nuestras incomodidades. No digo esto porque me falte el ánimo de sufrir todas las del mundo, como esté contigo, sino dígolo porque cualquiera necesidad tuya me ha de quitar la vida. Hasta aquí, o poco menos de hasta aquí, padecía mi alma en sí sola; pero de aquí adelante padeceré en ella y en la tuya, aunque he dicho mal en partir estas dos almas, pues no son más que una.
-Mira, señora -respondió Periandro-, como no es posible que ninguno fabrique su fortuna, puesto que dicen que cada uno es el artífice della desde el principio hasta el cabo, así yo no puedo responderte agora lo que haremos después que la buena suerte nos ajunte. Rómpase agora el inconveniente de nuestra división, que, después de juntos, campos hay en la tierra que nos sustenten y chozas que nos recojan, y hatos que nos encubran; que a gozarse dos almas que son una, como tú has dicho, no hay contentos con que igualarse, ni dorados techos que mejor nos alberguen. No nos faltará medio para que mi madre, la reina, sepa dónde estamos, ni a ella le faltará industria para socorrernos; y, en tanto, esa cruz de diamantes que tienes y esas dos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas, sino que temo que al deshacernos dellas se ha de deshacer nuestra máquina; porque, ¿cómo se ha de creer que prendas de tanto valor se encubran debajo de una esclavina?
Y, por venir dándoles alcance la demás compañía, cesó su plática, que fue la primera que habían hablado en cosas de su gusto, porque la mucha honestidad de Auristela jamás dio ocasión a Periandro a que en secreto la hablase; y, con este artificio y seguridad notable, pasaron la plaza de hermanos entre todos cuantos hasta allí los habían conocido. Solamente en el desalmado y ya muerto Clodio pasó la malicia tan adelante que llegó a sospechar la verdad.
Aquella noche llegaron una jornada antes de Roma, y en un mesón, adonde siempre les solía acontecer maravillas, les aconteció ésta, si es que así puede llamarse.
Estando todos sentados a una mesa, la cual la solicitud del huésped y la diligencia de sus criados tenían abundantemente proveída, de un aposento del mesón salió un gallardo peregrino con unas escribanías sobre el brazo izquierdo, y un cartapacio en la mano; y, habiendo hecho a todos la debida cortesía, en lengua castellana dijo:
-Este traje de peregrino que visto, el cual trae consigo la obligación de que pida limosna el que lo trae, me obliga a que os la pida, y tan aventajada y tan nueva que, sin darme joya alguna, ni prendas que lo valgan, me habéis de hacer rico. Yo, señores, soy un hombre curioso: sobre la mitad de mi alma predomina Marte, y sobre la otra mitad Mercurio y Apolo. Algunos años me he dado al ejercicio de la guerra, y algunos otros, y los más maduros, en el de las letras. En los de la guerra he alcanzado algún buen nombre, y por los de las letras he sido algún tanto estimado. Algunos libros he impreso, de los ignorantes non condenados por malos, ni de los discretos han dejado de ser tenidos por buenos. Y como la necesidad, según se dice, es maestra de avivar los ingenios, este mío, que tiene un no sé qué de fantástico e inventivo, ha dado en una imaginación algo peregrina y nueva, y es que a costa ajena quiero sacar un libro a la luz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío. El libro se ha de llamar Flor de aforismos peregrinos; conviene a saber, sentencias sacadas de la misma verdad, en esta forma: cuando en el camino o en otra parte topo alguna persona cuya esperiencia muestre ser de ingenio y de prendas, le pido me escriba en este cartapacio algún dicho agudo, si es que le sabe, o alguna sentencia que lo parezca, y de esta manera tengo ajuntados más de trecientos aforismos, todos dignos de saberse y de imprimirse, y no en nombre mío, sino de su mismo autor, que lo firmó de su nombre, después de haberlo dicho. Ésta es la limosna que pido, y la que estimaré sobre todo el oro del mundo.
-Dadnos, señor español -respondió Periandro-, alguna muestra de lo que pedís, por quien nos guiemos, que en lo demás, seréis servido como nuestros ingenios lo alcanzaren.
-Esta mañana -respondió el español- llegaron aquí y pasaron de largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales, por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiese de mi mano -porque no sabía escribir- esta razón: Más quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala; y díjome que firmase: LA PEREGRINA DE TALAVERA. Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribiese: No hay carga más pesada que la mujer liviana; y firmé por él: BARTOLOMÉ EL MANCHEGO. Deste modo son los aforismos que pido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales, que realcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.
-El caso está entendido -respondió Croriano-; y por mí -tomando la pluma al peregrino y el cartapacio- quiero comenzar a salir desta obligación y escribo: Más hermoso parece el soldado muerto en la batalla que sano en la huida.
Y firmó: CRORIANO. Luego tomó la pluma Periandro y escribió: Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe; y firmó. Sucedióle el bárbaro Antonio, y escribió: La honra que se alcanza por la guerra, como se graba en láminas de bronce y con puntas de acero, es más firme que las demás honras; y firmóse: ANTONIO EL BÁRBARO.
Y, como allí no había más hombres, rogó el peregrino que también aquellas damas escribiesen, y fue la primera que escribió Ruperta, y dijo: La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura, y la que no, no es más de un buen parecer; y firmó. Segundóla Auristela, y, tomando la pluma, dijo: La mejor dote que puede llevar la mujer principal es la honestidad, porque la hermosura y la riqueza el tiempo la gasta o la fortuna la deshace; y firmó. A quien siguió Constanza, escribiendo: No por el suyo, sino por el parecer ajeno ha de escoger la mujer el marido; y firmó. Feliz Flora escribió también, y dijo: A mucho obligan las leyes de la obediencia forzosa, pero a mucho más las fuerzas del gusto; y firmó. Y, siguiendo Belarminia, dijo: La mujer ha de ser como el armiño, dejándose antes prender que enlodarse; y firmó. La última que escribió fue la hermosa Deleasir, y dijo: Sobre todas las acciones de esta vida tiene imperio la buena o la mala suerte, pero más sobre los casamientos.
Esto fue lo que escribieron nuestras damas y nuestros peregrinos, de lo que el español quedó agradecido y contento; y, preguntándole Periandro si sabía algún aforismo de memoria, de los que tenía allí escritos, le dijese; a lo que respondió que sólo uno diría, que le había dado gran gusto por la firma del que lo había escrito, que decía: No desees, y serás el más rico hombre del mundo; y la firma decía: DIEGO DE RATOS, CORCOVADO, ZAPATERO DE VIEJO EN TORDESILLAS, LUGAR EN CASTILLA LA VIEJA, JUNTO A VALLADOLID.
-¡Por Dios -dijo Antonio-, que la firma está larga y tendida, y que el aforismo es el más breve y compendioso que puede imaginarse!; porque está claro que lo que se desea es lo que falta, y el que no desea no tiene falta de nada, y así, será el más rico del mundo.
Algunos otros aforismos dijo el español, que hicieron sabrosa la conversación y la cena.
Sentóse el peregrino con ellos, y en el discurso de la cena dijo:
-No daré el privilegio de este mi libro a ningún librero de Madrid, si me da por él dos mil ducados; que allí no hay ninguno que no quiera los privilegios de balde, o, a lo menos, por tan poco precio que no le luzga al autor del libro. Verdad es que tal vez suelen comprar un privilegio y imprimir un libro con quien piensan enriquecer, y pierden en él el trabajo y la hacienda, pero el de estos aforismos, escrito se lleva en la frente la bondad y la ganancia.
BIEN PODÍA intitular el libro del peregrino español Historia peregrina sacada de diversos autores, y dijera verdad, según habían sido y iban siendo los que la componían; y no les dio poco que reír la firma de Diego de Ratos, el zapatero de viejo, y aun también les dio que pensar el dicho de Bartolomé el Manchego, que dijo que no había carga más pesada que la mujer liviana, señal que le debía de pesar ya la que llevaba en la moza de Talavera.
En esto fueron hablando otro día que dejaron al español, moderno y nuevo autor de nuevos y esquisitos libros, y aquel mismo día vieron a Roma, alegrándoles las almas, de cuya alegría redundaba salud en los cuerpos. Alborozáronse los corazones de Periandro y de Auristela, viéndose tan cerca del fin de su deseo; los de Croriano y Ruperta y los de las tres damas francesas ansimismo, por el buen suceso que prometía el fin próspero de su viaje, entrando a la parte de este gusto los de Constanza y Antonio.
Heríales el sol por cenit, a cuya causa, puesto que está más apartado de la tierra que en ninguna otra sazón del día, hiere con más calor y vehemencia; y, habiéndoles convidado una cercana selva que a su mano derecha se descubría, determinaron de pasar en ella el rigor de la siesta que les amenazaba, y aun quizá la noche, pues les quedaba lugar demasiado para entrar el día siguiente en Roma.
Hiciéronlo así, y, mientras más entraban por la selva adelante, la amenidad del sitio, las fuentes que de entre las hierbas salían, los arroyos que por ella cruzaban, les iban confirmando en su mismo propósito. Tanto habían entrado en ella, cuanto, volviendo los ojos, vieron que estaban ya encubiertos a los que por el real camino pasaban; y, haciéndoles la variedad de los sitios variar en la imaginación cuál escogerían, según eran todos buenos y apacibles, alzó acaso los ojos Auristela, y vio pendiente de la rama de un verde sauce un retrato, del grandor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla no más, del rostro de una hermosísima mujer; y, reparando un poco en él, conoció claramente ser su rostro el del retrato, y, admirada y suspensa, se le enseñó a Periandro.
A este mismo instante dijo Croriano que todas aquellas hierbas manaban sangre, y mostró los pies en caliente sangre teñidos.
El retrato, que luego descolgó Periandro, y la sangre que mostraba Croriano, los tuvo confusos a todos y en deseo de buscar así el dueño del retrato como el de la sangre. No podía pensar Auristela quién, dónde o cuándo pudiese haber sido sacado su rostro, ni se acordaba Periandro que el criado del duque de Nemurs le había dicho que el pintor que sacaba los de las tres francesas damas, sacaría también el de Auristela, con no más de haberla visto; que si de esto él se acordara, con facilidad diera en la cuenta de lo que no alcanzaba.
El rastro que siguieron de la sangre llevó a Croriano y a Antonio, que le seguían, hasta ponerlos entre unos espesos árboles que allí cerca estaban, donde vieron al pie de uno un gallardo peregrino sentado en el suelo, puestas las manos casi sobre el corazón y todo lleno de sangre: vista que les turbó en gran manera, y más cuando, llegándose a él Croriano, le alzó el rostro, que sobre los pechos tenía derribado y lleno de sangre, y, limpiándosele con un lienzo, conoció, sin duda alguna, ser el herido el duque de Nemurs; que no bastó el diferente traje en que le hallaba para dejar de conocerle: tanta era la amistad que con él tenía.
El duque herido, o a lo menos el que parecía ser el duque, sin abrir los ojos, que con la sangre los tenía cerrados, con mal pronunciadas palabras dijo:
-Bien hubieras hecho, ¡oh quienquiera que seas, enemigo mortal de mi descanso!, si hubieras alzado un poco más la mano, y dádome en mitad del corazón, que allí sí que hallaras el retrato más vivo y más verdadero que el que me hiciste quitar del pecho y colgar en el árbol, porque no me sirviese de reliquias y de escudo en nuestra batalla.
Hallóse Constanza en este hallazgo, y, como naturalmente era de condición tierna y compasiva, acudió a mirarle la herida y a tomarle la sangre, antes que a tener cuenta con las lastimosas palabras que decía. Casi otro tanto le sucedió a Periandro y a Auristela, porque la misma sangre les hizo pasar adelante a buscar el origen de donde procedía, y hallaron entre unos verdes y crecidos juncos tendido otro peregrino, cubierto casi todo de sangre, excepto el rostro, que descubierto y limpio tenía; y así, sin tener necesidad de limpiársele, ni de hacer diligencias para conocerle, conocieron ser el príncipe Arnaldo, que más desmayado que muerto estaba.
La primera señal que dio de vida fue probarse a levantar, diciendo:
-No le llevarás, traidor, porque el retrato es mío, por ser el de mi alma; tú le has robado, y, sin haberte yo ofendido en cosa, me quieres quitar la vida.
Temblando estaba Auristela con la no pensada vista de Arnaldo; y, aunque las obligaciones que le tenía la impelían a que a él se llegase, no osaba, por la presencia de Periandro, el cual, tan obligado como cortés, asió de las manos del príncipe, y, con voz no muy alta, por no descubrir lo que quizá el príncipe querría que se callase, le dijo:
-Volved en vos, señor Arnaldo, y veréis que estáis en poder de vuestros mayores amigos, y que no os tiene tan desamparado el cielo que no os podáis prometer mejora de vuestra suerte. Abrid los ojos, digo, y veréis a vuestro amigo Periandro y a vuestra obligada Auristela, tan deseosos de serviros como siempre. Contadnos vuestra desgracia y todos vuestros sucesos, y prometeos de nosotros todo cuanto nuestra industria y fuerzas alcanzaren. Decidnos si estáis herido, y quién os hirió y en qué parte, para que luego se procure vuestro remedio.
Abrió en esto los ojos Arnaldo, y, conociendo a los dos que delante tenía, como pudo, que fue con mucho trabajo, se arrojó a los pies de Auristela, puesto que abrazado también a los de Periandro (que hasta en aquel punto guardó el decoro a la honestidad de Auristela), en la cual puestos los ojos, dijo:
-No es posible que no seas tú, señora, la verdadera Auristela, y no imagen suya, porque no tendría ningún espíritu licencia ni ánimo para ocultarse debajo de apariencia tan hermosa. Auristela eres, sin duda, y yo, también sin ella, soy aquel Arnaldo que siempre ha deseado servirte; en tu busca vengo, porque si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía.
En el tiempo que esto pasaba, ya habían dicho a Croriano y a los demás el hallazgo del otro peregrino, y que daba también señales de estar mal herido. Oyendo lo cual Constanza, habiendo tomado ya la sangre al duque, acudió a ver lo que había menester el segundo herido, y, cuando conoció ser Arnaldo, quedó atónita y confusa, y, supliendo su discreción su sobresalto, sin entrar en otras razones, le dijo le descubriese sus heridas, a lo que Arnaldo respondió con señalarle con la mano derecha el brazo izquierdo, señal de que allí tenía la herida. Desnudóle luego Constanza, y hallósele por la parte superior atravesado de parte a parte; tomóle luego la sangre, que aún corría, y dijo a Periandro cómo el otro herido que allí estaba era el duque de Nemurs; y que convenía llevarlos al pueblo más cercano, donde fuesen curados, porque el mayor peligro que tenían era la falta de la sangre.
Al oír Arnaldo el nombre del duque, se estremeció todo, y dio lugar a que los fríos celos se entrasen hasta el alma por las calientes venas, casi vacías de sangre; y así, dijo, sin mirar lo que decía:
-Alguna diferencia hay de un duque a un rey; pero en el estado del uno ni del otro, ni aun en el de todos los monarcas del mundo, cabe el merecer a Auristela.
Y añadió y dijo:
-No me lleven adonde llevaren al duque, que la presencia de los agraviadores no ayuda nada a las enfermedades de los agraviados.
Dos criados traía consigo Arnaldo, y otros dos el duque, los cuales, por orden de sus señores, los habían dejado allí solos, y ellos se habían adelantado a un lugar allí cercano, para tenerles aderezado alojamiento cada uno de por sí, porque aún no se conocían.
-Miren también -dijo Arnaldo- si en un árbol de estos que están aquí a la redonda, está pendiente un retrato de Auristela, sobre quien ha sido la batalla que entre mí y el duque hemos pasado. Quítese, déseme, porque me cuesta mucha sangre y de derecho es mío.
Casi esto mismo estaba diciendo el duque a Ruperta y a Croriano y a los demás que con él estaban; pero a todos satisfizo Periandro, diciendo que él le tenía en su poder como en depósito, y que le volvería en mejor coyuntura a cuyo fuese.
-¿Es posible -dijo Arnaldo- que se puede poner en duda la verdad de que el retrato sea mío? ¿No sabe ya el cielo que desde el punto que vi el original le trasladé en mi alma? Pero téngale mi hermano Periandro, que en su poder no tendrán entrada los celos, las iras y las soberbias de sus pretensores; y llévenme de aquí, que me desmayo.
Luego acomodaron en que pudiesen ir los dos heridos, cuya vertida sangre, más que la profundidad de las heridas, les iba poco a poco quitando la vida; y así, los llevaron al lugar donde sus criados les tenían el mejor alojamiento que pudieron, y hasta entonces no había conocido el duque ser el príncipe Arnaldo su contrario.
INVIDIOSAS y corridas estaban las tres damas francesas de ver que en la opinión del duque estaba estimado el retrato de Auristela mucho más que ninguno de los suyos, que el criado que envió a retratarlas, como se ha dicho, les dijo que consigo los traía, entre otras joyas de mucha estima, pero que en el de Auristela idolatraba: razones y desengaño que las lastimó las almas; que nunca las hermosas reciben gusto, sino mortal pesadumbre, de que otras hermosuras igualen a las suyas, ni aun que se les compare; porque la verdad, que comúnmente se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.
Dijo ansimismo que, viniendo el duque, su señor, desde París, buscando a la peregrina Auristela, enamorado de su retrato, aquella mañana se había sentado al pie de un árbol con el retrato en las manos; así hablaba con el muerto como con el original vivo, y que, estando así, había llegado el otro peregrino tan paso por las espaldas, que pudo bien oír lo que el duque con el retrato hablaba, «sin que yo y otro compañero mío lo pudiésemos estorbar, porque estábamos algo desviados. En fin, corrimos a advertir al duque que le escuchaban; volvió el duque la cabeza y vio al peregrino, el cual, sin hablar palabra, lo primero que hizo fue arremeter al retrato y quitársele de las manos al duque, que, como le cogió de sobresalto, no tuvo lugar de defenderle como él quisiera; y lo que le dijo fue, a lo menos lo que yo pude entender: "Salteador de celestiales prendas, no profanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Deja esa tabla donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porque no la mereces como por ser ella mía". "Eso no -respondió el otro peregrino-, y si desta verdad no puedo darte testigos, remitiré su falta a los filos de mi estoque, que en este bordón traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incomparable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahora estamos la compré con mis tesoros y la adoré con mi alma, y he servido a su original con mi solicitud y con mis trabajos".
»El duque, entonces, volviéndose a nosotros, nos mandó, con imperiosas razones, los dejásemos solos, y que viniésemos a este lugar, donde le esperásemos, sin tener osadía de volver solamente el rostro a mirarles. Lo mismo mandó el otro peregrino a los dos que con él llegaron, que, según parece, también son sus criados. Con todo esto, hurté algún tanto la obediencia a su mandamiento, y la curiosidad me hizo volver los ojos, y vi que el otro peregrino colgaba el retrato de un árbol, no porque puntualmente lo viese, sino porque lo conjeturé, viendo que luego, desenvainando del bordón que tenía un estoque, o a lo menos una arma que lo parecía, acometió a mi señor, el cual le salió a recebir con otro estoque, que yo sé que en el bordón traía.
»Los criados de entrambos quisimos volver a despartir la contienda, pero yo fui de contrario parecer, diciéndoles que, pues era igual y entre dos solos, sin temor ni sospecha de ser ayudados de nadie, que los dejásemos y siguiésemos nuestro camino, pues en obedecerles no errábamos, y en volver, quizá sí. Ahora sea lo que fuere, pues no sé si el buen consejo o la cobardía nos emperezó los pies y nos ató las manos, o si la lumbre de los estoques, hasta entonces aún no sangrientos, nos cegó los ojos, que no acertábamos a ver el camino que había desde allí al lugar de la pendencia, sino el que había al de éste adonde ahora estamos. Llegamos aquí, hicimos el alojamiento con prisa, y con más animoso discurso volvíamos a ver lo que había hecho la suerte de nuestros dueños. Hallámoslos cual habéis visto, donde si vuestra llegada no los socorriera, bien sin provecho había sido la nuestra.»
Esto dijo el criado, y esto escucharon las damas, y esto sintieron de manera como si fueran amantes verdaderas del duque; y, al mismo instante, se deshizo en la imaginación de cada una la quimera y máquina, si alguna había hecho o levantado, de casarse con el duque; que ninguna cosa quita o borra el amor más presto de la memoria que el desdén en los principios de su nacimiento; que el desdén en los principios del amor tiene la misma fuerza que tiene la hambre en la vida humana: a la hambre y al sueño se rinde la valentía, y al desdén los más gustosos deseos. Verdad es que esto suele ser en los principios, que, después que el amor ha tomado larga y entera posesión del alma, los desdenes y desengaños le sirven de espuelas, para que con más ligereza corra a poner en efeto sus pensamientos.
Curáronse los heridos, y dentro de ocho días estuvieron para ponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido cirujanos a verlos.
En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipe heredero del reino de Dinamarca, y supo ansimismo la intención que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó en él sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo. Parecióle que la que era estimada para reina, lo podía ser para duquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursos y imaginaciones, se mezclaban los celos, de manera que le amargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó el día de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte, entró en Roma, sin darse a conocer a nadie; y los demás peregrinos de nuestra compañía, llegando a la vista della, desde un alto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz de un peregrino, que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir desta manera:
-¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta,
alma ciudad de Roma! A ti me inclino,
devoto, humilde y nuevo peregrino,
a quien admira ver belleza tanta.
Tu vista, que a tu fama se adelanta, 5
al ingenio suspende, aunque divino,
de aquél que a verte y adorarte vino
con tierno afecto y con desnuda planta.
La tierra de tu suelo, que contemplo
con la sangre de mártires mezclada, 10
es la reliquia universal del suelo.
No hay parte en ti que no sirva de ejemplo
de santidad, así como trazada
de la ciudad de Dios al gran modelo.
Cuando acabó de decir este soneto, el peregrino se volvió a los circunstantes, diciendo:
-Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, el cual hizo y compuso un soneto en vituperio desta insigne ciudad y de sus ilustres habitadores. Pero la culpa de su lengua pagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino como cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compuesto el que habéis oído.
Rogóle Periandro que le repitiese, hízolo así, alabáronsele mucho, bajaron del recuesto, pasaron por los prados de Madama, entraron en Roma por la puerta del Pópulo, besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa, antes de la cual llegaron dos judíos a uno de los criados de Croriano, y le preguntaron si toda aquella escuadra de gente tenía estancia conocida y preparada donde alojarse; si no, que ellos se la darían tal, que pudiesen en ella alojarse príncipes.
-Porque habéis de saber, señor -dijeron-, que nosotros somos judíos: yo me llamo Zabulón, y mi compañero Abiud; tenemos por oficio adornar casas de todo lo necesario, según y como es la calidad del que quiere habitarlas, y allí llega su adorno donde llega el precio que se quiere pagar por ellas.
A lo que el criado respondió:
-Otro compañero mío desde ayer está en Roma con intención que tenga preparado el alojamiento, conforme a la calidad de mi amo y de todos aquellos que aquí vienen.
-Que me maten -dijo Abiud-, si no es éste el francés que ayer se contentó con la casa de nuestro compañero Manasés, que la tiene aderezada como casa real.
-Vamos, pues, adelante -dijo el criado de Croriano-, que mi compañero debe de estar por aquí esperando a ser nuestra guía, y, cuando la casa que tuviere no fuere tal, nos encomendaremos a la que nos diere el señor Zabulón.
Con esto pasaron adelante, y a la entrada de la ciudad vieron los judíos a Manasés, su compañero, y con él al criado de Croriano, por donde vinieron en conocimiento que la posada que los judíos habían pintado era la rica de Manasés; y así, alegres y contentos, guiaron a nuestros peregrinos, que estaba junto al arco de Portugal.
Apenas entraron las francesas damas en la ciudad, cuando se llevaron tras sí los ojos de casi todo el pueblo, que, por ser día de estación, estaba llena aquella calle de Nuestra Señora del Pópulo de infinita gente; pero la admiración que comenzó a entrar poco a poco en los que a las damas francesas miraban, se acabó de entrar mucho a mucho en los corazones de los que vieron a la sin par Auristela y a la gallarda Constanza, que a su lado iba, bien así como van por iguales paralelos dos lucientes estrellas por el cielo.
Tales iban que dijo un romano que, a lo que se cree, debía de ser poeta:
-Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren?
Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pasa adelante el gallardo escuadrón; llegó al alojamiento de Manasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un mediano ejército.
ESTENDIÓSE aquel mismo día la llegada de las damas francesas por toda la ciudad, con el gallardo escuadrón de los peregrinos; especialmente se divulgó la desigual hermosura de Auristela, encareciéndola, si no como ella era, a lo menos cuanto podían las lenguas de los más discretos ingenios. Al momento se coronó la casa de los nuestros de mucha gente, que los llevaba la curiosidad y el deseo de ver tanta belleza junta, según se había publicado. Llegó esto a tanto estremo, que desde la calle pedían a voces se asomasen a las ventanas las damas y las peregrinas, que, reposando, no querían dejar verse; especialmente clamaban por Auristela, pero no fue posible que se dejase ver ninguna dellas.
Entre la demás gente que llegó a la puerta, llegaron Arnaldo y el duque, con sus hábitos de peregrinos, y, apenas se hubo visto el uno al otro, cuando a entrambos les temblaron las piernas y les palpitaron los pechos. Conociólos Periandro desde la ventana, díjoselo a Croriano, y los dos juntos bajaron a la calle, para estorbar en cuanto pudiesen la desgracia que podían temer de dos tan celosos amantes.
Periandro se pasó con Arnaldo, y Croriano con el duque, y lo que Arnaldo dijo a Periandro fue:
-Uno de los cargos mayores que Auristela me tiene es el sufrimiento que tengo, consintiendo que este caballero francés, que dicen ser el duque de Nemurs, esté como en posesión del retrato de Auristela, que, puesto que está en tu poder, parece que es con voluntad suya, pues yo no le tengo en el mío. Mira, amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman celos, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a la parte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez se apodera del alma enamorada, no hay consideración que la sosiegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas las causas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida; que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivir con celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable. Aconséjote, ¡oh amigo Periandro!, si es que puede dar consejo quien no le tiene para sí, que consideres que soy rey y que quiero bien, y que por mil esperiencias estás satisfecho y enterado de que cumpliré con las obras cuanto con palabras he prometido, de recebir a la sin para Auristela, tu hermana, sin otra dote que la grande que ella tiene en su virtud y hermosura, y que no quiero averiguar la nobleza de su linaje, pues está claro que no había de negar naturaleza los bienes de la fortuna a quien tantos dio de sí misma. Nunca en humildes sujetos, o pocas veces, hace su asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo muchas veces es indicio de la belleza del alma; y, para reducirme a un término, sólo te digo lo que otras veces te he dicho: que adoro Auristela, ora sea de linaje del cielo, ora de los ínfimos de la tierra; y, pues ya está en Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, sé tú, ¡oh hermano mío!, parte para que me las cumpla, que desde aquí parto mi corona y mi reino contigo, y no permitas que yo muera escarnido deste duque ni menospreciado de la que adoro.
A todas estas razones, ofrecimientos y promesas respondió Periandro diciendo:
-Si mi hermana tuviera culpa en las causas que este duque ha dado a tu enojo, si no la castigara, a lo menos la riñera: que para ella fuera un gran castigo; pero, como sé que no la tiene, no tengo qué responderte. En esto de haber librado tus esperanzas en su venida a esta ciudad, como no sé a dó llegan las que te ha dado, no sé qué responderte. De los ofrecimientos que me haces y me has hecho, estoy tan agradecido como me obliga el ser tú el que los haces, y yo a quien se hacen; porque, con humildad sea dicho, ¡oh valeroso Arnaldo!, quizá esta pobre muceta de peregrino sirve de nube, que, por pequeña que sea, suele quitar los rayos al sol. Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma, y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabricado discursos, dado trazas y levantado quimeras que reduzgan nuestras acciones a los felices fines que deseamos. Huye, en cuanto te fuere posible, de encontrarte con el duque, porque un amante desdeñado y flaco de esperanzas suele tomar ocasión del despecho para fabricarlas, aunque sea en daño de lo que bien quiere.
Arnaldo le prometió que así lo haría, y le ofreció prendas y dineros para sustentar la autoridad y el gasto, ansí el suyo como el de las damas francesas.
Diferente fue la plática que tuvo Croriano con el duque, pues toda se resolvió en que había de cobrar el retrato de Auristela, o había de confesar Arnaldo no tener parte en él; pidió también a Croriano fuese intercesor con Auristela le recibiese por esposo, pues su estado no era inferior al de Arnaldo, ni en la sangre le hacía ventaja ninguna de las más ilustres de Europa; en fin, él se mostró algo arrogante y algo celoso, como quien tan enamorado estaba. Croriano se lo ofreció ansimismo, y quedó darle la respuesta que dijese Auristela, al proponerle la ventura que se le ofrecía de recebirle por esposo.
DESTA manera los dos contrarios celosos y amantes, cuyas esperanzas tenían fundadas en el aire, se despidieron, el uno de Periandro y el otro de Croriano, quedando, ante todas cosas, de reprimir sus ímpetus y disimular sus agravios, a lo menos hasta tanto que Auristela se declarase, de la cual cada uno esperaba que había de ser en su favor, pues al ofrecimiento de un reino y al de un estado tan rico como el del duque, bien se podía pensar que había de titubear cualquier firmeza, y mudarse el propósito de escoger otra vida, por ser muy natural el amarse las grandezas y apetecerse la mejoría de los estados; especialmente suele ser este deseo más vivo en las mujeres.
De todo esto estaba bien descuidada Auristela, pues todos sus pensamientos, por entonces, no se estendían a más que de enterarse en las verdades que a la salvación de su alma convenían; que, por haber nacido en partes tan remotas y en tierras adonde la verdadera fe católica no está en el punto tan perfecto como se requiere, tenía necesidad de acrisolarla en su verdadera oficina.
Al apartarse Periandro de Arnaldo, llegó a él un hombre español y le dijo:
-Según traigo las señas, si es que vuesa merced es español, para vuesa merced viene esta carta.
Púsole una en las manos cerrada, cuyo sobreescrito decía: AL ILUSTRE SEÑOR ANTONIO DE VILLASEÑOR, POR OTRO NOMBRE LLAMADO EL BÁRBARO.
Preguntóle Periandro que quién le había dado aquella carta. Respondióle el portador que un español que estaba preso en la cárcel, que llaman Torre de Nona, y por lo menos condenado a ahorcar por homicida, él y otra su amiga, mujer hermosa llamada la Talaverana.
Conoció Periandro los nombres y casi adivinó sus culpas, y respondió:
-Esta carta no es para mí, sino para este peregrino que hacia acá viene.
Y fue porque en aquel instante llegó Antonio, a quien Periandro dio la carta, y, apartándose los dos a una parte, la abrió y vio que así decía:
Quien en mal anda, en mal para; de dos pies, aunque el uno esté sano, si el otro está cojo, tal vez cojea; que las malas compañías no pueden enseñar buenas costumbres. La que yo trabé con la Talaverana, que no debiera, me tiene a mí y a ella sentenciados de remate para la horca. El hombre que la sacó de España la halló aquí, en Roma, en mi compañía; recibió pesadumbre dello, asentóle la mano en mi presencia, y yo, que no soy amigo de burlas, ni de recebir agravios, sino de quitarlos, volví por la moza, y a puros palos maté a su agraviador. Estando en la fuga de esta pendencia, llegó otro peregrino, que por el mismo estilo comenzó a tomarme la medida de las espaldas; dice la moza que conoció que el que me apaleaba era un su marido, de nación polaco, con quien se había casado en Talavera; y, temiéndose que, en acabando conmigo, había de comenzar por ella, porque le tenía agraviado, no hizo más de echar mano a un cuchillo, de dos que traía consigo siempre en la vaina, y, llegándose a él bonitamente, se le clavó por los riñones, haciéndole tales heridas que no tuvieran necesidad de maestro. En efeto, el amigo a palos y el marido a puñaladas, en un instante concluyeron la carrera mortal de su vida.
Prendiéronnos al mismo punto y trajéronnos a esta cárcel, donde quedamos muy contra nuestra voluntad; tomáronnos la confesión; confesamos nuestro delito, porque no le podíamos negar, y con esto ahorramos el tormento, que aquí llaman tortura. Sustancióse el proceso, dándose más prisa a ello de la que quisiéramos; ya está concluso, y nosotros sentenciados a destierro sino que es desta vida para la otra. Digo, señor, que estamos sentenciados a ahorcar, de lo que está tan pesarosa la Talaverana que no lo puede llevar en paciencia, la cual besa a vuesa merced las manos y a mi señora Constanza y del señor Periandro, y a mi señora Auristela, y dice que ella se holgara de estar libre para ir a besárselas a vuesas mercedes a sus casas. Dice también que si la sin par Auristela pone haldas en cinta y quiere tomar a su cargo nuestra libertad, que le será fácil; porque ¿qué pedirá su grande hermosura que no lo alcance, aunque la pida a la dureza misma? Y añade más, y es que si vuesas mercedes no pudieren alcanzar el perdón, a lo menos procuren alcanzar el lugar de la muerte, y que, como ha de ser en Roma, sea en España; porque está informada la moza, que aquí no llevan los ahorcados con la autoridad conveniente, porque van a pie y apenas los vee nadie; y así, apenas hay quien les rece una Avemaría, especialmente si son españoles los que ahorcan; y ella querría, si fuese posible, morir en su tierra y entre los suyos, donde no faltaría algún pariente que de compasión le cerrase los ojos. Yo también digo lo mismo, porque soy amigo de acomodarme a la razón, porque estoy tan mohíno en esta cárcel que, a trueco de escusar la pesadumbre que me dan las chinches en ella, tomaría por buen partido que me sacasen a ahorcar mañana.
Y advierto a vuesa merced, señor mío, que los jueces desta tierra no desdicen nada de los de España: todos son corteses y amigos de dar y recebir cosas justas, y que, cuando no hay parte que solicite la justicia, no dejan de llegarse a la misericordia, la cual, si reina en todos los valerosos pechos de vuesas mercedes, que sí debe de reinar, sujeto hay en nosotros en que se muestre, pues estamos en tierra ajena, presos en la cárcel, comidos de chinches y de otros animales inmundos, que son muchos por pequeños y enfadan como si fuesen grandes; y, sobre todo, nos tienen ya en cueros y en la quinta esencia de la necesidad solicitadores, procuradores y escribanos, de quien Dios Nuestro Señor nos libre por su infinita bondad. Amén.
Aguardando la respuesta quedamos, con tanto deseo de recebirla buena como le tienen los cigoñinos en la torre, esperando el sustento de sus madres.
Y firmaba: EL DESDICHADO BARTOLOMÉ MANCHEGO.
En estremo dio la carta gusto a los dos que la habían leído, y en estremo les fatigó su aflición; y luego, diciéndole al que la había llevado dijese al preso que se consolase y tuviese esperanza de su remedio, porque Auristela y todos ellos, con todo aquello que dádivas y promesas pudiesen, le procurarían; y al punto fabricaron las diligencias que habían de hacerse.
La primera fue que Croriano hablase al embajador de Francia, que era su pariente y amigo, para que no se ejecutase la pena tan presto, y diese lugar el tiempo a que le tuviesen los ruegos y las solicitudes; determinó también Antonio de escribir otra carta, en respuesta de la suya, a Bartolomé, con que de nuevo se renovase el gusto que les había dado la suya; pero, comunicando este pensamiento con Auristela y con su hermana Constanza, fueron las dos de parecer que no se la escribiese, porque a los afligidos no se ha de añadir aflición, y podría ser que tomasen las burlas por veras y se afligiesen con ellas.
Lo que hicieron, dejar todo el cargo de aquella negociación sobre los hombros y diligencia de Croriano, y en las de Ruperta, su esposa, que se lo rogó ahincadamente, y en seis días ya estaban en la calle Bartolomé y la Talaverana: que, adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades.
En este tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aquello que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica; a lo menos, de aquello que en su patria escuramente se platicaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de los penitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera y llana, y quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, porque los tales penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, le declararon todos los principales y más convenientes misterios de nuestra fe.
Comenzaron desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con él en los abismos; caída que dejó vacas y vacías las sillas del cielo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles malos perdieron. Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón misma, bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad. Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga.
Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos, y señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y entero como en el cielo, sacramentado en la tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna, porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el estar en todo lugar, por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle infaliblemente la venida deste Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del cielo, y asimismo la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco las puertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo. Finalmente, no les quedó por decir cosa que vieron que convenía para darse a entender, y para que Auristela y Periandro los entendiesen.
Estas liciones ansí alegraron sus almas, que las sacó de sí mismas, y se las llevó a que paseasen los cielos, porque sólo en ellos pusieron sus pensamientos.
CON OTROS ojos se miraron de allí adelante Auristela y Periandro, a lo menos con otros ojos miraba Periandro a Auristela, pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo a Roma, y que podía, libre y desembarazadamente, recebirle por esposo.
Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos. También estaba mirando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que le mostrase lo que había de hacer después de casada, porque pensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por disparate, a causa que el hermano de Periandro, que la tenía destinada para ser su esposa, quizá viendo burladas sus esperanzas, tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de su agravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa.
Las damas francesas visitaron los templos y anduvieron las estaciones con pompa y majestad, porque Croriano, como se ha dicho, era pariente del embajador de Francia, y no les faltó cosa que para mostrar ilustre decoro fuese necesaria, llevando siempre consigo Auristela y a Constanza, y ninguna vez salían de casa que no las seguía casi la mitad del pueblo de Roma. Y sucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos, vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta, y, apenas la hubieron visto, cuando conocieron ser el rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso en duda de conocerla.
Preguntó Auristela, admirada, cúyo era aquel retrato, y si se vendía acaso. Respondióle el dueño (que, según después se supo, era un famoso pintor) que él vendía aquel retrato, pero no sabía de quién fuese; sólo sabía que otro pintor, su amigo, se le había hecho copiar en Francia, el cual le había dicho ser de una doncella estranjera que en hábitos de peregrina pasaba a Roma.
-¿Qué significa -respondió Auristela- haberla pintado con corona en la cabeza, y los pies sobre aquella esfera, y más, estando la corona partida?
-Eso, señora -dijo el dueño-, son fantasías de pintores, o caprichos, como los llaman; quizá quieren decir que esta doncella merece llevar la corona de hermosura, que ella va hollando en aquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora, sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pintado, sino real y verdadero.
-¿Qué pedís por el retrato? -preguntó Constanza.
A lo que respondió el dueño:
-Dos peregrinos están aquí, que el uno dellos me ha ofrecido mil escudos de oro, y el otro dice que no le dejará por ningún dinero. Yo no he concluido la venta, por parecerme que se están burlando, porque la esorbitancia del ofrecimiento me hace estar en duda.
-Pues no lo estéis -replicó Constanza-, que esos dos peregrinos, si son los que yo imagino, bien pueden doblar el precio y pagaros a toda vuestra satisfación.
Las damas francesas, Ruperta, Croriano y Periandro quedaron atónitos de ver la verdadera imagen del rostro de Auristela en el del retrato. Cayó la gente que el retrato miraba en que parecía al de Auristela, y poco a poco comenzó a salir una voz, que todos y cada uno de por sí afirmaba:
-Este retrato que se vende es el mismo de esta peregrina que va en este coche; ¿para qué queremos ver al traslado, sino al original?
Y así, comenzaron a rodear el coche, que los caballos no podían ir adelante ni volver atrás, por lo cual dijo Periandro:
-Auristela, hermana, cúbrase el rostro con algún velo, porque tanta luz ciega, y no nos deja ver por dónde caminamos.
Hízolo así Auristela, y pasaron adelante; pero no por esto dejó de seguirlos mucha gente, que esperaban a que se quitase el velo, para verla como deseaban. Apenas se hubo quitado de allí el coche, cuando se llegó al dueño del retrato Arnaldo en sus hábitos de peregrino y dijo:
-Yo soy el que os ofrecí los mil escudos por este retrato. Si le queréis dar, traedle, y venidos conmigo, que yo os los daré luego de oro en oro.
A lo que otro peregrino, que era el duque de Nemurs, dijo:
-No reparéis, hermano, en precio, sino veníos conmigo y proponed en vuestra imaginación el que quisiéredes, que yo os le daré luego de contado.
-Señores -respondió el pintor-, concertaos los dos en cuál le ha de llevar, que yo no me desconcertaré en el precio, puesto que pienso que antes me habéis de pagar con el deseo que con la obra.
A estas pláticas estaba atenta mucha gente, esperando en qué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millaradas de ducados, a dos, al parecer, pobres peregrinos, parecíales cosa de burla.
En esto, dijo el dueño:
-El que le quisiere, déme señal, y guíe, que yo ya le descuelgo para llevársele.
Oyendo lo cual, Arnaldo puso la mano en el seno, y sacó una cadena de oro, con una joya de diamantes que de ella pendía, y dijo:
-Tomad esta cadena, que, con esta joya, vale más de dos mil escudos, y traedme el retrato.
-Esta vale diez mil -dijo el duque, dándole una de diamantes al dueño del retrato-, y traédmele a mi casa.
-¡Santo Dios! -dijo uno de los circunstantes-, ¿qué retrato puede ser éste, qué hombres éstos y qué joyas éstas? Cosa de encantamento parece aquesta; por eso os aviso, hermano pintor, que deis un toque a la cadena y hagáis esperiencia de la fineza de las piedras, antes que deis vuestra hacienda: que podría ser que la cadena y las joyas fuesen falsas, porque el encarecimiento que de su valor han hecho, bien se puede sospechar.
Enojáronse los príncipes; pero, por no echar más en la calle sus pensamientos, consintieron en que el dueño del retrato se enterase en la verdad del valor de las joyas.
Andaba revuelta toda la gente de Bancos: unos admirando el retrato, otros preguntando quién fuesen los peregrinos, otros mirando las joyas, y todos atentos, esperando en quién había de quedar con el retrato, porque les parecía que estaban de parecer los dos peregrinos de no dejarle por ningún precio; diérale el dueño por mucho menos de lo que le ofrecían, si se le dejaran vender libremente. Pasó en esto por Bancos el gobernador de Roma, oyó el murmurio de la gente, preguntó la causa, vio el retrato, y vio las joyas; y, pareciéndole ser prendas de más que de ordinarios peregrinos, esperando descubrir algún secreto, las hizo depositar y llevar el retrato a su casa, y prender a los peregrinos. Quedóse el pintor confuso, viendo menoscabadas sus esperanzas, y su hacienda en poder de la justicia, donde jamás entró alguna, que si saliese, fuese con aquel lustre con que había entrado. Acudió el pintor a buscar a Periandro, y a contarle todo el suceso de la venta y del temor que tenía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de un pintor que le había retratado en Portugal de su original, le había él comprado en Francia, cosa que le pareció a Periandro posible, por haber sacado otros muchos en el tiempo que Auristela estuvo en Lisboa. Con todo eso, le ofreció por él cien escudos, con que quedase a su riesgo el cobrar. Contentóse el pintor, y, aunque fue tan grande la baja de ciento a mil, le tuvo por bien vendido y mejor pagado.
Aquella tarde, juntándose con otros españoles peregrinos, fue a andar las siete iglesias, entre los cuales peregrinos acertó a encontrarse con el poeta que dijo el soneto al descubrirse Roma; conociéronse, y abrazáronse, y preguntáronse de sus vidas y sucesos. El poeta peregrino le dijo que el día antes le había sucedido una cosa digna de contarse por admirable; y fue que, habiendo tenido noticia de que un monseñor clérigo de la cámara, curioso y rico, tenía un museo el más extraordinario que había en el mundo, porque no tenía figuras de personas que efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos, entre las cuales tablas había visto dos, que en el principio de ellas estaba escrito en la una TORCUATO TASSO, y más abajo un poco decía Jerusalén libertada; en la otra estaba escrito ZÁRATE, y más abajo Cruz y Constantino.
Preguntéle al que me las enseñaba qué significaban aquellos nombres. Respondióme que se esperaba que presto se había de descubrir en la tierra la luz de un poeta que se había de llamar Torcuato Tasso, el cual había de cantar Jerusalén recuperada, con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces ningún poeta hubiese cantado, y que casi luego le había de suceder un español, llamado Francisco López Duarte, cuya voz había de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía había de suspender los corazones de las gentes, contando la invención de la Cruz de Cristo, con las guerras del emperador Constantino: poema verdaderamente heroico y religioso, y digno del nombre de poema.
A lo que replicó Periandro:
-Duro se me hace de creer que de tan atrás se tome el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de pintar los que están por venir, que en efeto en esta ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de mayor admiración. Y ¿habrá otras tablas aderezadas para más poetas venideros? -preguntó Periandro.
-Sí -respondió el peregrino-, pero no quise detenerme a leer los títulos, contentándome con los dos primeros; pero así a bulto miré tantos, que me doy a entender que la edad, cuando éstos vengan, que, según me dijo el que me guiaba, no puede tardar, ha de ser grandísima la cosecha de todo género de poetas. Encamínelo Dios como él fuere más servido.
-Por lo menos -respondió Periandro-, el año que es abundante de poesía suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dártele he pobre, si ya la naturaleza no se adelanta a hacer milagros; y síguese la consecuencia: hay muchos poetas, luego hay muchos pobres; hay muchos pobres, luego caro es el año.
En esto iban hablando el peregrino y Periandro, cuando llegó a ellos Zabulón el judío, y dijo a Periandro que aquella tarde le quería llevar a ver a Hipólita la Ferraresa, que era una de las más hermosas mujeres de Roma, y aun de toda Italia. Respondióle Periandro que iría de muy buena gana, lo cual no le respondiera si, como le informó de la hermosura, le informara de la calidad de su persona; porque la alteza de la honestidad de Periandro no se abalanzaba ni abatía a cosas bajas, por hermosas que fuesen: que en esto la naturaleza había hecho iguales y formado en una misma turquesa a él y a Auristela, de la cual se recató para ir a ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más por engaño que por voluntad; que tal vez la curiosidad hace tropezar y caer de ojos al más honesto recato.
CON LA BUENA crianza, con los ricos ornamentos de la persona y con los aderezos y pompa de la casa se cubren muchas faltas; porque no es posible que la buena crianza ofenda, ni el rico ornato enfade, ni el aderezo de la casa no contente.
Todo esto tenía Hipólita, dama cortesana, que en riquezas podía competir con la antigua Flora, y en cortesía, con la misma buena crianza. No era posible que fuese estimada en poco de quien la conocía, porque con la hermosura encantaba, con la riqueza se hacía estimar y con la cortesía, si así se puede decir, se hacía adorar. Cuando el amor se viste de estas tres calidades, rompe los corazones de bronce, abre las bolsas de hierro y rinde las voluntades de mármol; y más si a estas tres cosas se les añade el engaño y la lisonja, atributos convenientes para las que quieren mostrar a la luz del mundo sus donaires. ¿Hay, por ventura, entendimiento tan agudo en el mundo que, estando mirando una de estas hermosas que pinto, dejando a una parte las de su belleza, se ponga a discurrir las de su humilde trato? La hermosura en parte ciega y en parte alumbra: tras la que ciega corre el gusto, tras la que alumbra el pensar en la enmienda.
Ninguna de estas cosas consideró Periandro al entrar en casa de Hipólita. Pero, como tal vez sobre descuidados cimientos suele levantar amor sus máquinas, ésta sin pensamiento alguno se fabricó, no sobre la voluntad de Periandro, sino en la de Hipólita; que, con estas damas que suelen llamar del vicio, no es menester trabajar mucho para dar con ellas donde se arrepientan sin arrepentirse.
Ya había visto Hipólita a Periandro en la calle, y ya le había hecho movimientos en el alma su bizarría, su gentileza, y, sobre todo, el pensar que era español, de cuya condición se prometía dádivas imposibles y concertados gustos; y estos pensamientos los había comunicado con Zabulón, y rogádole se lo trajese a casa, la cual tenía tan aderezada, tan limpia y tan compuesta, que más parecía que esperaba ser tálamo de bodas que acogimiento de peregrinos.
Tenía la señora Hipólita -que con este nombre la llamaban en Roma, como si lo fuera- un amigo llamado Pirro Calabrés, hombre acuchillador, impaciente, facinoroso, cuya hacienda libraba en los filos de su espada, en la agilidad de sus manos y en los engaños de Hipólita, que muchas veces con ellos alcanzaba lo que quería, sin rendirse a nadie; pero en lo que más Pirro aumentaba su vida, era en la diligencia de sus pies, que lo estimaba en más que las manos y de lo que él más se preciaba era de traer siempre asombrada a Hipólita en cualquiera condición que se le mostrase, ora fuese amorosa, ora fuese áspera; que nunca les falta a estas palomas duendas milanos que las persigan, ni pájaros que las despedacen: ¡miserable trato de esta mundana y simple gente!
Digo, pues, que este caballero, que no tenía de serlo más que el nombre, se halló en casa de Hipólita, al tiempo que entraron en ella el judío y Periandro. Apartóle aparte Hipólita y díjole:
-Vete con Dios, amigo, y llévate esta cadena de oro de camino, que este peregrino me envió con Zabulón esta mañana.
-Mira lo que haces, Hipólita -respondió Pirro-, que, a lo que se me trasluce, este peregrino es español, y soltar él de su mano, sin haber tocado la tuya, esta cadena, que debe de valer cien escudos, gran cosa me parece, y mil temores me sobresaltan.
-Llévate tú, ¡oh Pirro!, la cadena, y déjame a mí el cargo de sustentarla y de no volverla, a pesar de todas sus españolerías.
Tomó la cadena, que le dio Hipólita, Pirro, que para el efeto la había hecho comprar aquella mañana, y, sellándole la boca con ella, más que de paso le hizo salir de casa.
Luego Hipólita, libre y desembarazada de su corma, suelta de sus grillos, se llegó a Periandro, y, sin desenfado y con donaire, lo primero que hizo fue echarle los brazos al cuello, diciéndole:
-En verdad que tengo de ver si son tan valientes los españoles como tienen la fama.
Cuando Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda la casa se le había caído a cuestas; y, poniéndole la mano delante el pecho a Hipólita, la detuvo y la apartó de sí, y le dijo:
-Estos hábitos que visto, señora Hipólita, no permiten ser profanados, o a lo menos yo no lo permitiré en ninguna manera; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están obligados a ser valientes cuando no les importa; pero mirad vos, señora, en qué queréis que muestre mi valor, sin que a los dos perjudique, y seréis obedecida sin replicaros en nada.
-Paréceme -respondió Hipólita-, señor peregrino, que ansí lo sois en el alma como en el cuerpo; pero, pues, según decís que haréis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique, entraos conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar una lonja y un camarín mío.
A lo que respondió Periandro:
-Aunque soy español, soy algún tanto medroso, y más os temo a vos sola que a un ejército de enemigos. Haced que nos haga otro la guía y llevadme do quisiéredes.
Llamó Hipólita a dos doncellas suyas y a Zabulón el judío, que a todo se halló presente, y mandólas que guiasen a la lonja.
Abrieron la sala, y a lo que después Periandro dijo, estaba la más bien aderezada que pudiese tener algún príncipe rico y curioso en el mundo. Parrasio, Polignoto, Apeles, Ceuxis y Timantes tenían allí lo perfecto de sus pinceles, comprado con los tesoros de Hipólita, acompañados de los del devoto Rafael de Urbino y de los del divino Micael Angelo: riquezas donde las de un gran príncipe deben y pueden mostrarse. Los edificios reales, los alcázares soberbios, los templos magníficos y las pinturas valientes son propias y verdaderas señales de la magnanimidad y riqueza de los príncipes, prendas, en efeto, contra quien el tiempo apresura sus alas y apresta su carrera, como a émulas suyas, que a su despecho están mostrando la magnificencia de los pasados siglos.
¡Oh Hipólita, sólo buena por esto! Si entre tantos retratos que tienes, tuvieras uno de tu buen trato, y dejaras en el suyo a Periandro, que, asombrado, atónito y confuso andaba mirando en qué había de parar la abundancia que en la lonja veía en una limpísima mesa, que de cabo a cabo la tomaba la música que de diversos géneros de pájaros en riquísimas jaulas estaban, haciendo una confusa, pero agradable armonía.
En fin, a él le pareció que todo cuanto había oído decir de los Huertos Hespérides, de los de la maga Falerina, de los Pensiles famosos, ni de todos los otros que por fama fuesen conocidos en el mundo, no llegaban al adorno de aquella sala y de aquella lonja. Pero, como él andaba con el corazón sobresaltado, que bien haya su honestidad, que se le aprensaba entre dos tablas, no se le mostraban las cosas como ellas eran; antes, cansado de ver cosas de tanto deleite, y enfadado de ver que todas ellas se encaminaban contra su gusto, dando de mano a la cortesía, probó a salirse de la lonja, y se saliera si Hipólita no se lo estorbara, de manera que le fue forzoso mostrar con las manos ásperas palabras algo descorteses. Trabó de la esclavina de Periandro, y, abriéndole el jubón, le descubrió la cruz de diamantes que de tantos peligros hasta allí había escapado, y así deslumbró la vista a Hipólita como el entendimiento, la cual, viendo que se le iba, a despecho de su blanda fuerza, dio en un pensamiento, que si le supiera revalidar y apoyar algún tanto mejor, no le fuera bien dello a Periandro; el cual, dejando la esclavina en poder de la nueva egipcia, sin sombrero, sin bordón, sin ceñidor ni esclavina, se puso en la calle: que el vencimiento de tales batallas consiste más en el huir que en el esperar. Púsose ella asimismo a la ventana, y a grandes voces comenzó a apellidar la gente de la calle, diciendo:
-¡Ténganme a ese ladrón, que, entrando en mi casa como humano, me ha robado una prenda divina que vale una ciudad!
Acertaron a estar en la calle dos de la guarda del Pontífice, que dicen pueden prender en fragante, y, como la voz era de ladrón, facilitaron su dudosa potestad y prendieron a Periandro; echáronle mano al pecho, y, quitándole la cruz, le santiguaron con poca decencia: paga que da la justicia a los nuevos delincuentes, aunque no se les averigüe el delito.
Viéndose, pues, Periandro puesto en cruz, sin su cruz, dijo a los tudescos, en su misma lengua, que él no era ladrón, sino persona principal, y que aquella cruz era suya, y que viesen que su riqueza no la podía hacer de Hipólita, y que les rogaba le llevasen ante el gobernador, que él esperaba con brevedad averiguar la verdad de aquel caso. Ofrecióles dineros, y con esto y con habelles hablado en su lengua, con que se reconcilian los ánimos que no se conocen, los tudescos no hicieron caso de Hipólita; y así, llevaron a Periandro delante del gobernador, viendo lo cual Hipólita, se quitó de la ventana, y, casi arañándose el rostro, dijo a sus criadas:
-¡Ay, hermanas, y qué necia he andado! A quien pensaba regalar, he lastimado; a quien pensaba servir, he ofendido; preso va por ladrón el que lo ha sido de mi alma; ¡mirad qué caricias, mirad qué halagos son hacer prender al libre y disfamar al honrado!
Y luego les contó cómo llevaban preso al peregrino dos de la guarda del Papa. Mandó asimismo que la aderezasen luego el coche, que quería ir en su seguimiento y disculpalle, porque no podía sufrir su corazón verse herir en las mismas niñas de sus ojos, y que antes quería parecer testimoñera que cruel; que de la crueldad no tendría disculpa, y del testimonio sí, echando la culpa al amor, que por mil disparates descubre y manifiesta sus deseos, y hace mal a quien bien quiere.
Cuando ella llegó en casa del gobernador, le halló con la cruz en las manos, examinando a Periandro sobre el caso; el cual, como vio a Hipólita, dijo al gobernador:
-Esta señora que aquí viene ha dicho que esa cruz que vuesa merced tiene yo se la he robado, y yo diré que es verdad, cuando ella dijere de qué es la cruz, qué valor tiene y cuántos diamantes la componen; porque si no es que se lo dicen los ángeles o alguno otro espíritu que lo sepa, ella no lo puede saber, porque no la ha visto sino en mi pecho, y una vez sola.
-¿Qué dice la señora Hipólita a esto? -dijo el gobernador.
Y esto cubriendo la cruz, porque no tomase las señas della.
La cual respondió:
-Con decir que estoy enamorada, ciega y loca, quedará este peregrino disculpado y yo esperando la pena que el señor gobernador quisiere darme por mi amoroso delito.
Y le contó punto por punto lo que con Periandro le había pasado, de lo que se admiró el gobernador, antes del atrevimiento que del amor de Hipólita: que de semejantes sujetos son propios los lascivos disparates. Afeóle el caso, pidió a Periandro la perdonase, diole por libre, y volvióle la cruz, sin que en aquella causa se escribiese letra alguna, que no fue ventura poca.
Quisiera saber el gobernador quién eran los peregrinos que habían dado las joyas en prendas del retrato de Auristela, y asimismo quién era él y quién Auristela.
A lo que respondió Periandro:
-El retrato es de Auristela, mi hermana; los peregrinos pueden tener joyas mucho más ricas; esta cruz es mía; y, cuando me dé el tiempo lugar, y la necesidad me fuerce, diré quién soy; que el decirlo agora no está en mi voluntad, sino en la de mi hermana. El retrato que vuesa merced tiene ya se lo tengo comprado al pintor por precio convenible, sin que en la compra hayan intervenido pujas, que se fundan más en rancor y en fantasía que en razón.
El gobernador dijo que él se quería quedar con él por el tanto, por añadir con él a Roma cosa que aventajase a las de los más excelentes pintores que la hacían famosa.
-Yo se le doy a vuesa merced -respondió Periandro-, por parecerme que, en darle tal dueño, le doy la honra posible.
Agradecióselo el gobernador, y aquel día dio por libres a Arnaldo y a el duque, y les volvió sus joyas, y él se quedó con el retrato, porque estaba puesto en razón que se había de quedar con algo.
MÁS CONFUSA que arrepentida volvió Hipólita a su casa; pensativa además y además enamorada: que, aunque es verdad que en los principios de los amores los desdenes suelen ser parte para acabarlos, los que usó con ella Periandro le avivaron más los deseos. Parecíale a ella que no había de ser tan de bronce un peregrino que no se ablandase con los regalos que pensaba hacerle; pero, hablando consigo, se dijo a sí misma:
-Si este peregrino fuera pobre, no trujera consigo cruz tan rica, cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su riqueza: de modo que la fuerza desta roca no se ha de tomar por hambre; otros ardides y mañas son menester para rendirla. ¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuese su hermana? ¿No sería posible que las finezas de los desdenes que usa conmigo los quisiese asentar y poner en cargo a Auristela? ¡Válame Dios, que me parece que en este punto he hallado el de mi remedio! ¡Alto! ¡Muera Auristela! Descúbrase este encantamento; a lo menos, veamos el sentimiento que este montaraz corazón hace; pongamos siquiera en plática este disignio; enferme Auristela; quitemos su sol delante de los ojos de Periandro; veamos si, faltando la hermosura, causa primera de adonde el amor nace, falta también el mismo amor: que podría ser que, dando yo lo que a éste le quitare, quitándole a Auristela, viniese a reducirse a tener más blandos pensamientos; por lo menos, probarlo tengo, ateniéndome a lo que se dice: que no daña el tentar las cosas que descubren algún rastro de provecho.
Con estos pensamientos algo consolada, llegó a su casa, donde halló a Zabulón, con quien comunicó todo su disignio, confiada en que tenía una mujer de la mayor fama de hechicera que había en Roma, pidiéndole, habiendo antes precedido dádivas y promesas, hiciese con ella, no que mudase la voluntad de Periandro, pues sabía que esto era imposible, sino que enfermase la salud de Auristela; y, con limitado término, si fuese menester, le quitase la vida. Esto dijo Zabulón ser cosa fácil al poder y sabiduría de su mujer. Recibió no sé cuánto por primera paga, y prometió que desde otro día comenzaría la quiebra de la salud de Auristela.
No solamente Hipólita satisfizo a Zabulón, sino amenazóle asimismo; y a un judío dádivas o amenazas le hacen prometer y aun hacer imposibles.
Periandro contó a Croriano, Ruperta, a Auristela y a las tres damas francesas, a Antonio y a Constanza su prisión, los amores de Hipólita y la dádiva que había hecho del retrato de Auristela al gobernador.
No le contentó nada a Auristela los amores de la cortesana, porque ya había oído decir que era una de las más hermosas mujeres de Roma, de las más libres, de las más ricas y más discretas, y las musarañas de los celos, aunque no sea más de una, y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la representa en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olimpo; y cuando la honestidad ata la lengua de modo que no puede quejarse, da tormento al alma con las ligaduras del silencio, de modo que a cada paso anda buscando salidas para dejar la vida del cuerpo. Según otra vez se ha dicho, ningún otro remedio tienen los celos que oír disculpas; y, cuando éstas no se admiten, no hay que hacer caso de la vida, la cual perdiera Auristela mil veces, antes que formar una queja de la fee de Periandro.
Aquella noche fue la primera vez que Bartolomé y la Talaverana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo estaban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eran los del matrimonio, pues se habían casado; que la muerte del polaco puso en libertad a Luisa, y a él le trujo su destino a venir peregrino a Roma. Antes de llegar a su patria halló en Roma a quien no traía intención de buscar, acordándose de los consejos que en España le había dado Periandro, pero no pudo estorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad.
Aquella noche, asimismo, visitó Arnaldo a todas aquellas señoras, y dio cuenta de algunas cosas que en el volver a buscarles, después que apaciguó la guerra de su patria, le habían sucedido. Contó cómo llegó a la isla de las Ermitas, donde no había hallado a Rutilio, sino a otro ermitaño en su lugar, que le dijo que Rutilio estaba en Roma; dijo, asimismo, que había tocado en la isla de los pescadores, y hallado en ella libres, sanas y contentas a las desposadas y a los demás que con Periandro, según ellos dijeron, se habían embarcado; contó cómo supo de oídas que Policarpa era muerta, y Sinforosa no había querido casarse; dijo cómo se tornaba a poblar la Isla Bárbara, confirmándose sus moradores en la creencia de su falsa profecía; advirtió cómo Mauricio y Ladislao, su yerno, con su hija Transila, habían dejado su patria y pasádose a vivir más pacíficamente a Inglaterra; dijo también cómo había estado con Leopoldio, rey de los dáneos, después de acabada la guerra, el cual se había casado por dar sucesión a su reino, y que había perdonado a los dos traidores que llevaba presos cuando Periandro y sus pescadores le encontraron, de quien mostró estar muy agradecido, por el buen término y cortesía que con él tuvieron; y, entre los nombres que le era forzoso nombrar en su discurso, tal vez tocaba con el de los padres de Periandro, y tal con los de Auristela, con que les sobresaltaba los corazones y les traía a la memoria así grandezas como desgracias.
Dijo que en Portugal, especialmente en Lisboa, eran en suma estimación tenidos sus retratos; contó asimismo la fama que dejaban en Francia, en todo aquel camino, la hermosura de Constanza y de aquellas señoras damas francesas; dijo cómo Croriano había granjeado opinión de generoso y de discreto en haber escogido a la sin par Ruperta por esposa; dijo, asimismo, cómo en Luca se hablaba mucho en la sagacidad de Isabela Castrucho, y en los breves amores de Andrea Marulo, a quien con el demonio fingido trujo el cielo a vivir vida de ángeles; contó cómo se tenía por milagro la caída de Periandro, y cómo dejaba en el camino a un mancebo peregrino, poeta, que no quiso adelantarse con él, por venirse despacio, componiendo una comedia de los sucesos de Periandro y Auristela, que los sabía de memoria por un lienzo que había visto en Portugal, donde se habían pintado, y que traía intención firmísima de casarse con Auristela, si ella quisiese.
Agradecióle Auristela su buen propósito, y aun desde allí le ofreció darle para un vestido, si acaso llegase roto: que un deseo de un buen poeta toda buena paga merece.
Dijo también que había estado en casa de la señora Constanza y Antonio, y que sus padres y abuelos estaban buenos y sólo fatigados de la pena que tenían de no saber de la salud de sus hijos, deseando volviese la señora Constanza a ser esposa del conde, su cuñado, que quería seguir la discreta elección de su hermano, o ya por no dar los veinte mil ducados, o ya por el merecimiento de Constanza, que era lo más cierto, de que no poco se alegraron todos, especialmente Periandro y Auristela, que como a sus hermanos los querían.
Desta plática de Arnaldo, se engendraron en los pechos de los oyentes nuevas sospechas de que Periandro y Auristela debían de ser grandes personajes, porque, de tratar de casamientos de condes y de millaradas de ducados, no podían nacer sino sospechas illustres y grandes.
Contó también cómo había encontrado en Francia a Renato, el caballero francés vencido en la batalla contra derecho, y libre y vitorioso por la conciencia de su enemigo. En efeto, pocas cosas quedaron de las muchas que en el galán progreso desta historia se han contado, en quien él se hubiese hallado, pues que allí no las volviese a traer a la memoria, trayendo también la que tenía de quedarse con el retrato de Auristela, que tenía Periandro contra la voluntad del duque y contra la suya, puesto que dijo que, por no dar enojo a Periandro, disimularía su agravio.
-Ya le hubiera yo deshecho -respondió Periandro-, volviendo, señor Arnaldo, el retrato, si entendiera fuera vuestro. La ventura y su diligencia se le dieron al duque; vos se le quitastes por fuerza; y así, no tenéis de qué quejaros. Los amantes están obligados a no juzgar sus causas por la medida de sus deseos, que tal vez no los han de satisfacer, por acomodarse con la razón, que otra cosa les manda; pero yo haré de manera que, no quedando vos, señor Arnaldo, contento, el duque quede satisfecho, y será con que mi hermana Auristela se quede con el retrato, pues es más suyo que de otro alguno.
Satisfízole a Arnaldo el parecer de Periandro, y ni más ni menos a Auristela. Con esto cesó la plática; y otro día por la mañana comenzaron a obrar en Auristela los hechizos, los venenos, los encantos y las malicias de la Iulia, mujer de Zabulón.
NO SE ATREVIÓ la enfermedad a acometer rostro a rostro a la belleza de Auristela, temerosa no espantase tanto la hermosura la fealdad suya; y así, la acometió por las espaldas, dándole en ellas unos calosfríos, al amanecer, que no la dejaron levantar aquel día; luego luego, se le quitó la gana de comer, y comenzó la viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con el tiempo suele llegar a los enfermos, sembró en un punto por todos los sentidos de Auristela, haciendo el mismo efeto en los de Periandro, que luego se alborotaron y temieron todos los males posibles, especialmente lo que temen los poco venturosos.
No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecían cárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos, y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro. Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada. Llegaban a sus oídos, a lo menos llegaron de allí a dos días, sus palabras, entre débiles acentos formadas, y pronunciadas con turbada lengua. Asustáronse las señoras francesas, y el cuidado de atender a la salud de Auristela fue de tal modo que tuvieron necesidad de tenerle de sí mismas.
Llamáronse médicos, escogiéronse los mejores, a lo menos los de mejor fama; que la buena opinión califica la acertada medicina, y así suele haber médicos venturosos como soldados bien afortunados; la buena suerte y la buena dicha, que todo es uno, también puede llegar a la puerta del miserable en un saco de sayal como en un escaparate de plata. Pero ni en plata ni en lana no llegaba ninguna a las puertas de Auristela, de lo que discretamente se desesperaban los dos hermanos Antonio y Constanza.
Esto era al revés en el duque, que, como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltando el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el alma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la sepultura con la cosa amada. Feísima es la muerte, y quien más a ella se llega es la dolencia; y amar las cosas feas parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro.
Auristela, en fin, iba enflaqueciendo por momentos, y quitando las esperanzas de su salud a cuantos la conocían. Sólo Periandro era el solo, sólo el firme, sólo el enamorado, sólo aquel que con intrépido pecho se oponía a la contraria fortuna y a la misma muerte, que en la de Auristela le amenazaba.
Quince días esperó el duque de Nemurs, a ver si Auristela mejoraba, y en todos ellos no hubo ninguno que a los médicos no consultase de la salud de Auristela, y ninguno se la aseguró, porque no sabían la causa precisa de su dolencia; viendo lo cual el duque y que las damas francesas no hacían dél caso alguno, viendo también que el ángel de luz de Auristela se había vuelto el de tinieblas, fingiendo algunas causas que, si no del todo, en parte le disculpaban, un día, llegándose a Auristela en el lecho donde enferma estaba, delante de Periandro, le dijo:
-Pues la ventura me ha sido tan contraria, hermosa señora, que no me ha dejado conseguir el deseo que tenía de recebirte por mi legítima esposa, antes que la desesperación me traiga a términos de perder el alma, como me ha traído en los de perder la vida, quiero por otro camino probar mi ventura, porque sé cierto que no tengo de tener ninguna buena, aunque la procure; y así, sucediéndome el mal que no procuro, vendré a perderme y a morir desdichado, y no desesperado. Mi madre me llama; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero, y entretener el tiempo del camino tanto que halle la muerte lugar de acometerme, pues ha de hallar en mi alma las memorias de tu hermosura y de tu enfermedad, y quiera Dios que no diga las de tu muerte.
Dieron sus ojos muestra de algunas lágrimas. No pudo responderle Auristela, o no quiso, por no errar en la respuesta delante de Periandro. Lo más que hizo fue poner la mano debajo de su almohada, y sacar su retrato y volvérsele al duque, el cual le besó las manos por tan gran merced; pero, alargando la suya Periandro, se le tomó, y le dijo:
-Si dello no disgustas, ¡oh gran señor!, por lo que bien quieres, te suplico me le prestes, porque yo pueda cumplir una palabra que tengo dada, que, sin ser en perjuicio tuyo, será grandemente en el mío si no lo cumplo.
Volviósele el duque, con grandes ofrecimientos de poner por él la hacienda, la vida y la honra, y más, si más pudiese, y desde allí se dividió de los dos hermanos, con pensamiento de no verlos más en Roma. Discreto amante, y el primero quizá que haya sabido aprovecharse de las guedejas que la ocasión le ofrecía.
Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para que considerara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, y cuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinaciones, pues, como se ha dicho, la muerte casi había pisado las ropas a Auristela, y estuvo muy determinado de acompañar al duque, si no en su camino, a lo menos en su propósito, volviéndose a Dinamarca; mas el amor, y su generoso pecho, no dieron lugar a que dejase a Periandro sin consuelo y a su hermana Auristela en los postreros límites de la vida, a quien visitó, y de nuevo hizo ofrecimientos, con determinación de aguardar a que el tiempo mejorase los sucesos, a pesar de todas las sospechas que le sobrevenían.
CONTENTÍSIMA estaba Hipólita de ver que las artes de la cruel Julia tan en daño de la salud de Auristela se mostraban, porque en ocho días la pusieron tan otra de lo que ser solía, que ya no la conocían sino por el órgano de la voz; cosa que tenía suspensos a los médicos y admirados a cuantos la conocían. Las señoras francesas atendían a su salud con tanto cuidado como si fueran sus queridas hermanas, especialmente Feliz Flora, que con particular afición la quería.
Llegó a tanto el mal de Auristela que, no conteniéndose en los términos de su juridición, pasó a la de sus vecinos, y, como ninguno lo era tanto como Periandro, el primero con quien encontró fue con él, no porque el veneno y maleficios de la perversa judía obrasen en él derechamente, y con particular asistencia, como en Auristela, para quien estaban hechos, sino porque la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela era tanta, que causaba en él el mismo efeto que en Auristela, y así se iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vida suya como de la de Auristela.
Viendo lo cual Hipólita, y que ella misma se mataba con los filos de su espada, adivinando con el dedo de dónde procedía el mal de Periandro, procuró darle remedio, dándosele a Auristela, la cual, ya flaca, ya descolorida, parecía que estaba llamando su vida a las aldabas de las puertas de la muerte; y, creyendo sin duda, que por momentos la abrirían, quiso abrir y preparar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, bien como ya instruida en la verdad católica; y así, haciendo las diligencias necesarias, con la mayor devoción que pudo, dio muestras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de sus costumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Roma la habían enseñado, y, resignándose en las manos de Dios, sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas.
Hipólita, pues, habiendo visto, como está ya dicho, que muriéndose Auristela moría también Periandro, acudió a la judía a pedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían a Auristela, o los quitase del todo: que no quería ella ser inventora de quitar con un golpe solo tres vidas, pues muriendo Auristela, moría Periandro, y, muriendo Periandro, ella también quedaría sin vida. Hízolo así la judía, como si estuviera en su mano la salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todos los males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como no dependen los males de culpa; pero Dios, obligándole, si así se puede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos, permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda ha él permitido, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quitan la vida a la persona que quieren, sin que tenga remedio de escusar este peligro, porque le ignora, y no se sabe de dónde procede la causa de tan mortal efeto; así que, para guarecer destos males, la gran misericordia de Dios ha de ser la maestra, la que ha de aplicar la medicina.
Comenzó, pues, Auristela a dejar de empeorar, que fue señal de su mejoría; comenzó el sol de su belleza a dar señales y vislumbres de que volvía a amanecer en el cielo de su rostro; volvieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en sus ojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a enterarse el órgano suave de su voz; afinóse el carmín de sus labios; compitió con el marfil la blancura de sus dientes, que volvieron a ser perlas, como antes lo eran; en fin, en poco espacio de tiempo volvió a ser toda hermosa, toda bellísima, toda agradable y toda contenta, y estos mismos efetos redundaron en Periandro, y en las damas francesas y en los demás: Croriano y Ruperta, Antonio y su hermana Constanza, cuya alegría o tristeza caminaba al paso de la de Auristela, la cual, dando gracias al cielo por la merced y regalos que le iba haciendo, así en la enfermedad como en la salud, un día llamó a Periandro, y, estando solos por cuidado y de industria, desta manera le dijo:
-Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida los deseos son infinitos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad, que no he salido della un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me dejes por él. Una hermana tengo pequeña, pero tan hermosa como yo, si es que se puede llamar hermosa la mortal belleza; con ella te podrás casar, y alcanzar el reino que a mí me toca, y con esto, haciendo felices mis deseos, no quedarán defraudados del todo los tuyos. ¿Qué inclinas la cabeza, hermano? ¿A qué pones los ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, respóndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré la mía, y buscaré alguna salida a tu gusto, que en algo con el mío se conforme.
Con grandísimo silencio estuvo escuchando Periandro a Auristela, y en un breve instante formó en su imaginación millares de discursos, que todos venieron a parar en el peor que para él pudiera ser, porque imaginó que Auristela le aborrecía, porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le acabara la suya, pues bien debía saber que, en dejando ella de ser su esposa, él no tenía para qué vivir en el mundo; y fue y vino con esta imaginación con tanto ahínco que, sin responder palabra a Auristela, se levantó de donde estaba sentado, y, con ocasión de salir a recebir a Feliz Flora y a la señora Constanza, que entraban en el aposento, se salió dél y dejó a Auristela, no sé si diga arrepentida, pero sé que quedó pensativa y confusa.
LAS AGUAS en estrecho vaso encerradas, mientras más priesa se dan a salir, más despacio se derraman, porque las primeras, impelidas de las segundas, se detienen, y unas o otras se niegan el paso, hasta que hace camino la corriente y se desagua.
Lo mismo acontece en las razones que concibe el entendimiento de un lastimado amante, que, acudiendo tal vez todas juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no sabe el discurso con cuáles se dé primero a entender su imaginación; y así, muchas veces, callando, dice más de lo que querría.
Mostróse esto en la poca cortesía que hizo Periandro a los que entraron a ver a Auristela, el cual lleno de discursos, preñado de conceptos, colmado de imaginaciones, desdeñado y desengañado, se salió del aposento de Auristela, sin saber, ni querer, ni poder responder palabra alguna a las muchas que ella le había dicho. Llegaron a ella Antonio y su hermana, y halláronla como persona que acaba de despertar de un pesado sueño, y que entre sí estaba diciendo con palabras distintas y claras:
-Mal hecho; pero, ¿qué importa? ¿No es mejor que mi hermano sepa mi intención? ¿No es mejor que yo deje con tiempo los caminos torcidos y las dudosas sendas, y tienda el paso por los atajos llanos, que con distinción clara nos están mostrando el felice paradero de nuestra jornada? Yo confieso que la compañía de Periandro no me ha de estorbar de ir al cielo; pero también siento que iré más presto sin ella; sí, que más me debo yo a mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se ha de posponer los del parentesco, cuanto más, que yo no tengo ninguno con Periandro.
-Advierte -dijo a esta sazón Constanza-, hermana Auristela, que vas descubriendo cosas que podrían ser parte que, desterrando nuestras sospechas, a ti te dejasen confusa. Si no es tu hermano Periandro, mucha es la conversación que con él tienes; y si lo es, no hay para qué te escandalices de su compañía.
Acabó a esta sazón de volver en sí Auristela, y, oyendo lo que Constanza le decía, quiso enmendar su descuido; pero no acertó, pues para soldar una mentira, por muchas se atropellan, y siempre queda la verdad en duda, aunque más viva la sospecha.
-No sé, hermana -dijo Auristela-, lo que me he dicho, ni sé si Periandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es que es mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él me muevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, en los términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensamiento, ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como le debe guardar una mujer principal a un tan principal hermano.
-No te entiendo, señora Auristela -la dijo a esta sazón Antonio-, pues de tus razones tanto alcanzo ser tu hermano Periandro, como si no lo fuese. Dinos ya quién es y quién eres, si es que puedes decillo; que agora sea tu hermano o no lo sea, por lo menos no podéis negar ser principales, y en nosotros, digo en mí y en mi hermana Constanza, no está tan en niñez la esperiencia que nos admire ningún caso que nos contares; que, puesto que ayer salimos de la Isla Bárbara, los trabajos que has visto que hemos pasado han sido nuestros maestros en muchas cosas, y, por pequeña muestra que se nos dé, sacamos el hilo de los más arduos negocios, especialmente en los que son de amores, que parece que los tales consigo mismo traen la declaración. ¿Qué mucho que Periandro no sea tu hermano, y qué mucho que tú seas su ligítima esposa? ¿Y qué mucho, otra vez, que con honesto y casto decoro os hayáis mostrado hasta aquí limpísimos al cielo y honestísimos a los ojos de los que os han visto? No todos los amores son precipitados ni atrevidos, ni todos los amantes han puesto la mira de su gusto en gozar a sus amadas, sino con las potencias de su alma; y, siendo esto así, señora mía, otra vez te suplico nos digas quién eres y quién es Periandro, el cual, según le vi salir de aquí, él lleva un volcán en los ojos y una mordaza en la lengua.
-¡Ay, desdichada -replicó Auristela-, y cuán mejor me hubiera sido que me hubiera entregado al silencio eterno, pues, callando, escusara la mordaza que dices que lleva en su lengua! Indiscretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle; y, para acabarle de perder, y para que juntamente se acabe la tragedia de mi vida, quiero que sepáis vosotros, pues el cielo os hizo verdaderos hermanos, que no lo es mío Periandro, ni menos es mi esposo ni mi amante; a lo menos, de aquéllos que, corriendo por la carrera de su gusto, procuran parar sobre la honra de sus amadas. Hijo de rey es; hija y heredera de un reino soy; por la sangre somos iguales; por el estado, alguna ventaja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nuestras intenciones se responden, y nuestros deseos, con honestísimo efeto, se están mirando; sola la ventura es la que turba y confunde nuestras intenciones, y la que por fuerza hace que esperemos en ella. Y, porque el nudo que lleva a la garganta Periandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora, señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle, que, pues él tuvo licencia para irse sin la mía, no querrá volver sin ser buscado.
-Levanta, pues -dijo Constanza-, y vamos a buscalle, que los lazos con que amor liga a los amantes, no los deja alejar de lo que bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le verás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un poco los escrúpulos que te rodean, dales de mano y dala de esposa a Periandro; que, igualándole contigo, pondrás silencio a cualquiera murmuración.
Levantóse Auristela, y, en compañía de Feliz Flora, Constanza y Antonio, salieron a buscar a Periandro; y, como ya en la opinión de los tres era reina, con otros ojos la miraban, y con otro respeto la servían.
Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto.
-¡Ay! -iba diciendo entre sí-, hermosísima Sigismunda, reina por naturaleza, bellísima por privilegio y por merced de la misma naturaleza, discreta sobremodo, y sobremanera agradable, y ¡cuán poco te costaba, oh señora, el tenerme por hermano, pues mis tratos y pensamientos jamás desmintieran la verdad de serlo, aunque la misma malicia lo quisiera averiguar, aunque en sus trazas se desvelara! Si quieres que te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas. Sin ser mi homicida, dejaras, ¡oh señora!, a cargo del silencio y del engaño tus pensamientos, y no me los declararas a tiempo que habías de arrancar con las raíces de mi amor mi alma, la cual, por ser tan tuya, te dejo a toda tu voluntad, y de la mía me destierro; quédate en paz, bien mío, y conoce que el mayor que te puedo hacer es dejarte.
Llegóse la noche en esto, y, apartándose un poco del camino, que era el de Nápoles, oyó el sonido de un arroyo que por entre unos árboles corría, a la margen del cual, arrojándose de golpe en el suelo, puso en silencio la lengua, pero no dio treguas a sus suspiros.
Donde se dice quién eran Periandro y Auristela
PARECE que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto.
Sollozando estaba Periandro, en compañía del manso arroyuelo y de la clara luz de la noche; hacíanle los árboles compañía, y un aire blando y fresco le enjugaba las lágrimas; llevábale la imaginación Auristela, y la esperanza de tener remedio de sus males el viento, cuando llegó a sus oídos una voz estranjera que, escuchándola con atención, vio que era en lenguaje de su patria, sin poder distinguir si murmuraba o si cantaba; y la curiosidad le llevó cerca, y, cuando lo estuvo, oyó que eran dos personas las que no cantaban ni murmuraban, sino que en plática corriente estaban razonando; pero lo que más le admiró fue que hablasen en lengua de Noruega, estando tan apartados della; acomodóse detrás de un árbol de tal forma que él y el árbol hacían una misma sombra, recogió el aliento, y la primera razón que llegó a sus oídos fue:
-No tienes, señor, para qué persuadirme de que en dos mitades se parte el día entero de Noruega, porque yo he estado en ella algún tiempo, donde me llevaron mis desgracias, y sé que la mitad del año se lleva la noche y la otra mitad el día. El que sea esto así, yo lo sé; el porqué sea así, ignoro.
A lo que respondió:
-Si llegamos a Roma, con una esfera te haré tocar con la mano la causa dese maravilloso efeto, tan natural en aquel clima como lo es en éste ser el día y la noche de venticuatro horas. «También te he dicho cómo en la última parte de Noruega, casi debajo del polo Ártico, está la isla que se tiene por última en el mundo, a lo menos por aquella parte, cuyo nombre es Tile, a quien Virgilio llamó Tule en aquellos versos que dicen, en el libro I, Georg.:
...Ac tua nautae
numina sola colant: tibi serviat ultima Thule;
que Tule, en griego, es lo mismo que Tile en latín. Esta isla es tan grande, o poco menos, que Inglaterra, rica y abundante de todas las cosas necesarias para la vida humana. Más adelante, debajo del mismo norte, como trecientas leguas de Tile, está la isla llamada Frislanda, que habrá cuatrocientos años que se descubrió a los ojos de las gentes, tan grande que tiene nombre de reino, y no pequeño. De Tile es rey y señor Magsimino, hijo de la reina Eustoquia, cuyo padre no ha muchos meses que pasó desta a mejor vida, el cual dejó dos hijos, que el uno es el Magsimino que te he dicho, que es el heredero del reino, y el otro, un generoso mozo llamado Persiles, rico de los bienes de la naturaleza sobre todo estremo, y querido de su madre sobre todo encarecimiento; y no sé yo con cuál poderte encarecer las virtudes deste Persiles, y así, quédense en su punto, que no será bien que con mi corto ingenio las menoscabe; que, puesto que el amor que le tengo, por haber sido su ayo y criádole desde niño, me pudiera llevar a decir mucho, todavía será mejor callar, por no quedar corto.»
Esto escuchaba Periandro, y luego cayó en la cuenta que el que le alababa no podía ser otro que Seráfido, un ayo suyo, y que, asimismo, el que le escuchaba era Rutilio, según la voz y las palabras que de cuando en cuando respondía. Si se admiró o no, a la buena consideración lo dejo; y más cuando Seráfido, que era el mismo que había imaginado Periandro, oyó que dijo:
-«Eusebia, reina de Frislanda, tenía dos hijas de estremada hermosura, principalmente la mayor, llamada Sigismunda (que la menor llamábase Eusebia, como su madre), donde naturaleza cifró toda la hermosura que por todas las partes de la tierra tiene repartida, a la cual, no sé yo con qué disignio, tomando ocasión de que la querían hacer guerra ciertos enemigos suyos, la envió a Tile en poder de Eustoquia, para que seguramente, y sin los sobresaltos de la guerra, en su casa se criase, puesto que yo para mí tengo que no fue esta la ocasión principal de envialla, sino para que el príncipe Magsimino se enamorase della y la recibiese por su esposa: que de las estremadas bellezas se puede esperar que vuelvan en cera los corazones de mármol, y junten en uno los estremos que entre sí están más apartados.
»A lo menos, si esta mi sospecha no es verdadera, no me la podrá averiguar la esperiencia, porque sé que el príncipe Magsimino muere por Sigismunda, la cual, a la sazón que llegó a Tile, no estaba en la isla Magsimino, a quien su madre la reina envió el retrato de la doncella y la embajada de su madre, y él respondió que la regalasen y la guardasen para su esposa. Respuesta que sirvió de flecha que atravesó las entrañas de mi hijo Persiles, que este nombre le adquirió la crianza que en él hice. Desde que la oyó no supo oír cosas de su gusto, perdió los bríos de su juventud, y, finalmente, encerró en el honesto silencio todas las acciones que le hacían memorable y bien querido de todos, y sobre todo vino a perder la salud y a entregarse en los brazos de la desesperación de ella.
»Visitáronle médicos; como no sabían la causa de su mal, no acertaban con su remedio: que, como no muestran los pulsos el dolor de las almas, es dificultoso y casi imposible entender la enfermedad que en ellas asiste. La madre, viendo morir a su hijo, sin saber quién le mataba, una y muy muchas veces le preguntó le descubriese su dolencia, pues no era posible sino que él supiese la causa, pues sentía los efetos. Tanto pudieron estas persuasiones, tanto las solicitudes de la doliente madre, que, vencida la pertinacia o la firmeza de Persiles, le vino a decir cómo él moría por Sigismunda, y que tenía determinado de dejarse morir antes que ir contra el decoro que a su hermano se le debía, cuya declaración resucitó en la reina su muerta alegría, y dio esperanzas a Persiles de remediarle, si bien se atropellase el gusto de Magsimino, pues, por conservar la vida, mayores respetos se han de posponer que el enojo de un hermano.
»Finalmente, Eustoquia habló a Sigismunda, encareciéndole lo que se perdía en perder la vida Persiles, sujeto donde todas las gracias del mundo tenían su asiento, bien al revés del de Magsimino, a quien la aspereza de sus costumbres en algún modo le hacían aborrecible. Levantóle en esto algo más testimonios de los que debiera, y subió de punto, con los hipérboles que pudo, las bondades de Persiles.
»Sigismunda, muchacha, sola y persuadida, lo que respondió fue que ella no tenía voluntad alguna, ni tenía otra consejera que la aconsejase, sino a su misma honestidad; que, como ésta se guardase, dispusiesen a su voluntad della. Abrazóla la reina, contó su respuesta a Persiles, y entre los dos concertaron que se ausentasen de la isla antes que su hermano viniese, a quien darían por disculpa, cuando no la hallase, que había hecho voto de venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra, jurándole primero Persiles que en ninguna manera iría en dicho ni en hecho contra su honestidad. Y así, colmándoles de joyas y de consejos, los despidió la reina, la cual después me contó todo lo que hasta aquí te he contado.
»Dos años, poco más, tardó en venir el príncipe Magsimino a su reino, que anduvo ocupado en la guerra que siempre tenía con sus enemigos; preguntó por Sigismunda, y el no hallarla fue hallar su desasosiego. Supo su viaje, y al momento se partió en su busca, si bien confiado de la bondad de su hermano, temeroso pero de los recelos, que por maravilla se apartan de los amantes.
»Como su madre supo su determinación, me llamó aparte, y me encargó la salud, la vida y la honra de su hijo, y me mandó me adelantase a buscarle y a darle noticia de que su hermano le buscaba. Partióse el príncipe Magsimino en dos gruesísimas naves, y, entrando por el estrecho hercúleo, con diferentes tiempos y diversas borrascas, llegó a la isla de Tinacria, y desde allí a la gran ciudad de Parténope, y agora queda no lejos de aquí, en un lugar llamado Terrachina, último de los de Nápoles y primero de los de Roma; queda enfermo, porque le ha cogido esto que llaman mutación, que le tiene a punto de muerte. Yo, desde Lisboa, donde me desembarqué, traigo noticia de Persiles y Sigismunda, porque no pueden ser otros una peregrina y un peregrino, de quien la fama viene pregonando tan grande estruendo de hermosura, que si no son Persiles y Sigismunda, deben de ser ángeles humanados.»
-Si como los nombras -respondió el que escuchaba a Seráfido- Persiles y Sigismunda, los nombraras Periandro y Auristela, pudiera darte nueva certísima dellos, porque ha muchos días que los conozco, en cuya compañía he pasado muchos trabajos.
Y luego le comenzó a contar los de la Isla Bárbara, con otros algunos, en tanto que se venía el día y en tanto que Periandro, porque allí no le hallasen, los dejó solos y volvió a buscar a Auristela, para contar la venida de su hermano, y tomar consejo de lo que debían de hacer para huir de su indignación, teniendo a milagro haber sido informado en tan remoto lugar de aquel caso. Y así, lleno de nuevos pensamientos, volvió a los ojos de su contrita Auristela, ya las esperanzas casi perdidas de alcanzar su deseo.
ENTRETIÉNESE el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.
Dijo su voluntad Auristela a Periandro, cumplió con su deseo, y, satisfecha de haberle declarado, esperaba su cumplimiento, confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como se ha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Roma, y le sucedió lo que se ha contado. Conoció a Rutilio, el cual contó a su ayo Seráfido toda la historia de la Isla Bárbara, con las sospechas que tenía de que Auristela y Periandro fuesen Sigismunda y Persiles; díjole asimismo que, sin duda, los hallarían en Roma, a quien, desde que los conoció, venían encaminados con la disimulación y cubierta de ser hermanos; preguntó muchísimas veces a Seráfido la condición de las gentes de aquellas islas remotas, de donde era rey Magsimino y reina la sin par Auristela.
Volvióle a repetir Seráfido cómo la isla de Tile o Tule, que agora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellos mares setentrionales, puesto que «un poco más adelante está otra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrió Nicolás Zeno, veneciano, el año de mil y trecientos y ochenta, tan grande como Sicilia, ignorada hasta entonces de los antiguos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yo busco. Hay otra isla, asimismo poderosa y casi siempre llena de nieve, que se llama Groenlanda, a una punta de la cual está fundado un monasterio debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal de la isla, para que, en saliendo della, sean entendidos por doquiera que fueren. Está, como he dicho, la isla sepultada en nieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa maravillosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sí tanta abundancia de agua, y tan caliente, que llega al mar, y, por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pero le calienta de modo que se recogen en aquella parte increíble infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantiene el monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y provechos. Esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutinosas, de las cuales se hace un betún pegajoso, con el cual se fabrican las casas como si fuesen de duro mármol. Otras cosas te pudiera decir -dijo Seráfido a Rutilio- destas islas, que ponen en duda su crédito, pero en efeto son verdaderas».
Todo esto, que no oyó Periandro, lo contó después Rutilio, que, ayudado de la noticia que dellas Periandro tenía, muchos las pusieron en el verdadero punto que merecían. Llegó en esto el día, y hallóse Periandro junto a la iglesia y templo, magnífico y casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vio venir hacia sí alguna gente en montón, a caballo y a pie; y, llegando cerca, conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Constanza y Antonio, su hermano, y asimismo Hipólita, que, habiendo sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar a que otra llevase las albricias de su hallazgo, y así, siguió los pasos de Auristela, encaminados por la noticia que dellos dio la mujer de Zabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con quien no la tiene con nadie.
Llegó en fin Periandro al hermoso escuadrón, saludó a Auristela, notóle el semblante del rostro, y halló más mansa su riguridad y más blandos sus ojos. Contó luego públicamente lo que aquella noche le había pasado con Seráfido, su ayo, y con Rutilio; dijo cómo su hermano el príncipe Magsimino quedaba en Terrachina, enfermo de la mutación, y con propósito de venirse a curar a Roma, y con autoridad disfrazada y nombre trocado a buscarlos; pidió consejo a Auristela y a los demás de lo que haría, porque de la condición de su hermano el príncipe no podía esperar ningún blando acogimiento.
Pasmóse Auristela con las no esperadas nuevas; despareciéronse en un punto, así las esperanzas de guardar su integridad y buen propósito, como de alcanzar por más llano camino la compañía de su querido Periandro.
Todos los demás circunstantes discurrieron en su imaginación qué consejo darían a Periandro, y la primera que salió con el suyo, aunque no se le pidieron, fue la rica y enamorada Hipólita, que le ofreció de llevarle a Nápoles con su hermana Auristela, y gastar con ellos cien mil y más ducados que su hacienda valía. Oyó este ofrecimiento Pirro el Calabrés, que allí estaba, que fue lo mismo que oír la sentencia irremisible de su muerte: que en los rufianes no engendra celos el desdén, sino el interés; y, como éste se perdía con los cuidados de Hipólita, por momentos iba tomando la desesperación posesión de su alma, en la cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cuya gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se ha dicho, a él le parecía mucho mayor, porque es propia condición del celoso parecerle magníficas y grandes las acciones de sus rivales.
Agradeció Periandro a Hipólita, pero no admitió su generoso ofrecimiento. Los demás no tuvieron lugar de aconsejarle nada, porque llegaron en aquel instante Rutilio y Seráfido, y entrambos a dos, apenas hubieron visto a Periandro, cuando corrieron a echarse a sus pies, porque la mudanza del hábito no le pudo mudar la de su gentileza. Teníale abrazado Rutilio por la cintura y Seráfido por el cuello; lloraba Rutilio de placer y Seráfido de alegría.
Todos los circunstantes estaban atentos mirando el estraño y gozoso recibimiento. Sólo en el corazón de Pirro andaba la melancolía, atenaceándole con tenazas más ardiendo que si fueran de fuego; y llegó a tanto estremo el dolor que sintió de ver engrandecido y honrado a Periandro que, sin mirar lo que hacía, o quizá mirándolo muy bien, metió mano a su espada, y por entre los brazos de Seráfido se la metió a Periandro por el hombro derecho, con tal furia y fuerza que le salió la punta por el izquierdo, atravésandole, poco menos que al soslayo, de parte a parte.
La primera que vio el golpe fue Hipólita, y la primera que gritó fue su voz, diciendo:
-¡Ay, traidor, enemigo mortal mío, y cómo has quitado la vida a quien no merecía perderla para siempre!
Abrió los brazos Seráfido, soltóle Rutilio, calientes ya en su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela, la cual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho y los brazos a una y a otra parte.
Este golpe, más mortal en la apariencia que en el efeto, suspendió los ánimos de los circunstantes y les robó la color de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta de la sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cuya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo menos, Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir de los labios.
Seráfido y Antonio arremetieron a Pirro, y, a despecho de su fiereza y fuerzas, le asieron y, con gente que se llegó, le enviaron a la prisión; y el gobernador, de allí a cuatro días, le mandó llevar a la horca por incorregible y asasino, cuya muerte dio la vida a Hipólita, que vivió desde allí adelante.
ES TAN POCA la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.
Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento a Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en disposición de no salir de los de Auristela.
Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo que antes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya se muere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a los ojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchos coches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo, y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:
-¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, y en sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de regalarlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.
-No irán solos -respondió Magsimino-, que yo les haré compañía, según vengo.
Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano, aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimismo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.
Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, también reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.
Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma a curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase le había de saltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentados que en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la mutación, pocos le saben curar.
En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual, viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo:
-De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos, creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.
Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaron los espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, con la mano le cerró los ojos, y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le dio de ser su esposo a Sigismunda.
Hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en los presentes su efeto, y comenzaron a ocupar los suspiros el aire y a regar las lágrimas el suelo.
Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle a San Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto, le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia ni a Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.
Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persiles y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpa que tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a la infanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a quien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre y prevenir fiestas para la entrada de su esposa.
Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien.
Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.
FIN
Prólogo al lector
Poemas laudatorios
La Gitanilla
El amante liberal
Rinconete y Cortadillo
La española inglesa
El licenciado Vidriera
La fuerza de la sangre
El celoso extremeño
La ilustre fregona
Las dos doncellas
La señora Cornelia
El casamiento engañoso
El coloquio de los perros
Tasa
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro, que con su licencia fue impreso, intitulado Novelas ejemplares, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene setenta y un pliegos y medio, que al dicho precio suma y monta docientos y ochenta y seis maravedís en papel; y mandaron que a este precio, y no más, se venda, y que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y llevar, como consta y parece por el auto y decreto que está y queda en mi poder, a que me refiero.
Y para que dello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fe, en la villa de Madrid, a doce días del mes de agosto de mil y seiscientos y trece años.
Hernando de Vallejo.
Monta ocho reales y catorce maravedís en papel.
Censura
Vea este libro el padre presentado Fr. Juan Bautista, de la orden de la Santísima Trinidad, y dígame si tiene cosa contra la fe o buenas costumbres, y si será justo imprimirse.
Fecho en Madrid, a 2 de julio de 1612.
El doctor Cetina.
Aprobación
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general por el ilustrísimo cardenal D. Bernardo de Sandoval y Rojas, en Corte, he visto y leído las doce Novelas ejemplares, compuestas por Miguel de Cervantes Saavedra; y, supuesto que es sentencia llana del angélico doctor Santo Tomás que la eutropelia es virtud, la que consiste en un entretenimiento honesto, juzgo que la verdadera eutropelia está en estas novelas, porque entretienen con su novedad, enseñan con sus ejemplos a huir vicios y seguir virtudes, y el autor cumple con su intento, con que da honra a nuestra lengua castellana, y avisa a las repúblicas de los daños que de algunos vicios se siguen, con otras muchas comodidades; y así, me parece se le puede y debe dar la licencia que pide, salvo &c.
En este convento de la Santísima Trinidad, calle de Atocha, en 9 de julio de 1612.
El padre presentado Fr. Juan Bautista.
Aprobación
Por comisión y mandado de los señores del Consejo de su Majestad, he hecho ver este libro de Novelas ejemplares, y no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres, antes con semejantes argumentos nos pretende enseñar su autor cosas de importancia, y el cómo nos hemos de haber en ellas; y este fin tienen los que escriben novelas y fábulas; y ansí, me parece se puede dar licencia para imprimir. En Madrid, a nueve de julio de mil y seiscientos y doce.
El doctor Cetina.
Aprobación
Por comisión de vuestra Alteza, he visto el libro intitulado Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa contra la fe y buenas costumbres, por donde no se pueda imprimir; antes hallo en él cosas de mucho entretenimiento para los curiosos lectores, y avisos y sentencias de mucho provecho, y que proceden de la fecundidad del ingenio de su autor, que no lo muestra en éste menos que en los demás que ha sacado a luz.
En este Monasterio de la Santísima Trinidad, en ocho de agosto de mil y seiscientos y doce.
Fray Diego de Hortigosa.
Aprobación
Por comisión de los señores del Supremo Consejo de Aragón, vi un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, su autor Miguel de Cervantes Saavedra, y no sólo no hallo en él cosa escrita en ofensa de la religión cristiana y perjuicio de las buenas costumbres, antes bien confirma el dueño desta obra la justa estimación que en España y fuera della se hace de su claro ingenio, singular en la invención y copioso en el lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y admira, dejando desta vez concluidos con la abundancia de sus palabras a los que, siendo émulos de la lengua española, la culpan de corta y niegan su fertilidad; y así, se debe imprimir: tal es mi parecer.
En Madrid, a treinta y uno de julio de mil y seiscientos y trece.
Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo.
El rey
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, donde se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana, que os había costado mucho trabajo el componerle, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y privilegio por el tiempo que fuésemos servido, o como la nuestra merced fuese; lo cual, visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la pragmática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de diez años cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que para ello vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro, que desuso se hace mención. Y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor destos nuestros reinos que nombráredes, para que durante el dicho tiempo lo pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado, y firmado al fin, de Antonio de Olmedo, nuestro Escribano de Cámara, y uno de los que en el nuestro Consejo residen, con que antes que se venda le traigáis ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fee en pública forma, como por corrector por nos nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original. Y mandamos al impresor que ansí imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de la dicha corrección y tasa, hasta que, antes y primero, el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual, inmediatamente, se ponga esta nuestra licencia, y la aprobación, tasa y erratas; ni lo podáis vender ni vendáis vos, ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha pragmática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra licencia, no lo pueda imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere. De la cual dicha pena sea la tercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para el que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y otras cualesquier justicias de todas las ciudades, villas y lugares destos nuestros reinos y señoríos, y a cada uno dellos, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que ansí vos hacemos, y contra ella no vayan, ni pasen, ni consientan ir, ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a veinte y dos días del mes de noviembre de mil y seiscientos y doce años.
Yo, el rey.
Por mandado del rey nuestro señor:
Jorge de Tovar.
Privilegio de Aragón
Nos, Don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algecira, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierrafirme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Bravante, de Milán, de Atenas y Neopatria, Conde de Abspurg, de Flandes, de Tyrol, de Barcelona, de Rosellón y Cerdaña, Marqués de Oristán y Conde de Goceano. Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos ha sido hecha relación que con vuestra industria y trabajo habéis compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, el cual es muy útil y provechoso, y le deseáis imprimir en los nuestros reinos de la Corona de Aragón, suplicándonos fuésemos servido de haceros merced de licencia para ello. E nos, teniendo consideración a lo sobredicho, y que ha sido el dicho libro reconocido por persona experta en letras, y por ella aprobado, para que os resulte dello alguna utilidad, y, por la común, lo habemos tenido por bien. Por ende, con tenor de las presentes, de nuestra cierta ciencia y real autoridad, deliberadamente y consulta, damos licencia, permiso y facultad a vos, Miguel de Cervantes, que, por tiempo de diez años, contaderos desde el día de la data de las presentes en adelante, vos, o la persona o personas que vuestro poder tuvieren, y no otro alguno, podáis y puedan hacer imprimir y vender el dicho libro de las Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, en los dichos nuestros reinos de la Corona de Aragón, prohibiendo y vedando expresamente que ningunas otras personas lo puedan hacer por todo el dicho tiempo, sin vuestra licencia, permiso y voluntad, ni le puedan entrar en los dichos reinos, para vender, de otros adonde se hubiere imprimido. Y si, después de publicadas las presentes, hubiere alguno o algunos que durante el dicho tiempo intentaren de imprimir o vender el dicho libro, ni meterlos impresos para vender, como dicho es, incurran en pena de quinientos florines de oro de Aragón, dividideros en tres partes; a saber: es una para nuestros cofres reales; otra, para vos, el dicho Miguel de Cervantes Saavedra; y otra, para el acusador. Y, demás de la dicha pena, si fuere impresor, pierda los moldes y libros que así hubiere imprimido, mandando con el mismo tenor de las presentes a cualesquier lugartenientes y capitanes generales, regentes la Cancellaría, regente el oficio, y portants veces de nuestro general gobernador, alguaciles, vergueros, porteros y otros cualesquier oficiales y ministros nuestros, mayores y menores, en los dichos nuestros reinos y señoríos constituidos y constituideros, y a sus lugartenientes y regentes los dichos oficios, so incurrimiento de nuestra ira e indignación y pena de mil florines de oro de Aragón de bienes del que lo contrario hiciere exigideros, y a nuestros reales cofres aplicaderos, que la presente nuestra licencia y prohibición, y todo lo en ella contenido, os tengan guardar, tener, guardar y cumplir hagan, sin contradición alguna, y no permitan ni den lugar a que sea hecho lo contrario en manera alguna, si, demás de nuestra ira e indignación, en la pena susodicha desean no incurrir. En testimonio de lo cual, mandamos despachar las presentes, con nuestro sello real común en el dorso selladas. Datt. en San Lorenzo el Real, a nueve días del mes de agosto, año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, mil y seiscientos y trece.
Yo, el rey.
Dominus rex mandauit mihi D. Francisco Gassol, visa per Roig Vicecancellarium, Comitem generalem Thesaurarium, Guardiola, Fontanet, Martínez & Pérez Manrique, regentes Cancellariam.
Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con éste. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato:
Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.
Y cuando a la deste amigo, de quien me quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara a mí mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en secreto, con que estendiera mi nombre y acreditara mi ingenio. Porque pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasión se pasó, y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que, dichas por señas, suelen ser entendidas. Y así, te digo otra vez, lector amable, que destas novelas que te ofrezco, en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca; quiero decir que los requiebros amorosos que en algunas hallarás, son tan honestos, y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o cuidadoso que las leyere.
Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección destas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más, que me doy a entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza; y primero verás, y con brevedad dilatadas, las hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza, y luego las Semanas del jardín. Mucho prometo con fuerzas tan pocas como las mías, pero ¿quién pondrá rienda a los deseos? Sólo esto quiero que consideres: que, pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta.
No más, sino que Dios te guarde y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal que han de decir de mí más de cuatro sotiles y almidonados. Vale.
A don Pedro Fernández de Castro
Conde de Lemos, de Andrade y de Villalba, marqués de Sarriá, gentilhombre de la Cámara de Su Majestad, virrey, gobernador y capitán general del reino de Nápoles, comendador de la Encomienda de la Zarza de la Orden de Alcántara
En dos errores, casi de ordinario, caen los que dedican sus obras a algún príncipe. El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta, muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella en traerle a la memoria, no sólo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de su protección y amparo, porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se atrevan a morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y Real Casa de Vuestra Excelencia, con sus infinitas virtudes, así naturales como adqueridas, dejándolas a que los nuevos Fidias y Lisipos busquen mármoles y bronces adonde grabarlas y esculpirlas, para que sean émulas a la duración de los tiempos. Tampoco suplico a Vuestra Excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que si él no es bueno, aunque le ponga debajo de las alas del Hipogrifo de Astolfo y a la sombra de la clava de Hércules, no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias de darse un filo en su vituperio, sin guardar respecto a nadie. Sólo suplico que advierta Vuestra Excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos, que, a no haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los más pintados. Tales cuales son, allá van, y yo quedo aquí contentísimo, por parecerme que voy mostrando en algo el deseo que tengo de servir a Vuestra Excelencia como a mi verdadero señor y bienhechor mío. Guarde Nuestro Señor, &c. De Madrid, a catorce de julio de mil y seiscientos y trece.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
Del marqués de Alcañices, a Miguel de Cervantes
Soneto
Si en el moral ejemplo y dulce aviso,
Cervantes, de la diestra grave lira,
en docta frasis el concepto mira
el lector retratado un paraíso;
mira mejor que con el arte quiso
vuestro ingenio sacar de la mentira
la verdad, cuya llama sólo aspira
a lo que es voluntario hacer preciso.
Al asumpto ofrecidas las memorias
dedica el tiempo, que en tan breve suma
caben todos sucintos los estremos;
y es noble calidad de vuestras glorias,
que el uno se le deba a vuestra pluma,
y el otro a las grandezas del de Lemos.
De Fernando Bermúdez y Carvajal, camarero del duque de Sesa, a Miguel de Cervantes
Hizo la memoria clara
de aquel Dédalo ingenioso,
el laberinto famoso,
obra peregrina y rara;
mas si tu nombre alcanzara
Creta en su monstro cruel,
le diera al bronce y pincel,
cuando, en términos distintos,
viera en doce laberintos
mayor ingenio que en él;
y si la naturaleza,
en la mucha variedad
enseña mayor beldad,
más artificio y belleza,
celebre con más presteza,
Cervantes, raro y sutil,
aqueste florido abril,
cuya variedad admira
la fama veloz, que mira
en él variedades mil.
De don Fernando de Lodeña, a Miguel de Cervantes
Soneto
Dejad, Nereidas, del albergue umbroso
las piezas de cristales fabricadas,
de la espuma ligera mal techadas,
si bien guarnidas de coral precioso;
salid del sitio ameno y deleitoso,
Dríades de las selvas no tocadas,
y vosotras, ¡oh Musas celebradas!,
dejad las fuentes del licor copioso;
todas juntas traed un ramo solo
del árbol en quien Dafne convertida,
al rubio dios mostró tanta dureza,
que, cuando no lo fuera para Apolo,
hoy se hiciera laurel, por ver ceñida
a Miguel de Cervantes la cabeza.
De Juan de Solís Mejía, Gentilhombre cortesano, a los lectores
Soneto
¡Oh tú, que aquestas fábulas leíste:
si lo secreto dellas contemplaste,
verás que son de la verdad engaste,
que por tu gusto tal disfraz se viste!
Bien, Cervantes insigne, conociste
la humana inclinación, cuando mezclaste
lo dulce con lo honesto, y lo templaste
tan bien que plato al cuerpo y alma hiciste.
Rica y pomposa vas, filosofía;
ya, dotrina moral, con este traje
no habrá quien de ti burle o te desprecie.
Si agora te faltare compañía,
jamás esperes del mortal linaje
que tu virtud y tus grandezas precie.
PARECE que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.
Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en estremo cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela conoció el tesoro que en la nieta tenía; y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire. Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo, y no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que se acomodan con gitanos, y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros y van a la parte de la ganancia. De todo hay en el mundo, y esto de la hambre tal vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa.
Crióse Preciosa en diversas partes de Castilla, y, a los quince años de su edad, su abuela putativa la volvió a la Corte y a su antiguo rancho, que es adonde ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando en la Corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana, patrona y abogada de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro muchachas, y un gitano, gran bailarín, que las guiaba. Y, aunque todas iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal, que poco a poco fue enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecía la belleza y donaire de la gitanilla, y corrían los muchachos a verla y los hombres a mirarla. Pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, ¡allí fue ello! Allí sí que cobró aliento la fama de la gitanilla, y de común consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María, delante de la imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas, al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas, cantó el romance siguiente:
-Árbol preciosísimo
que tardó en dar fruto
años que pudieron
cubrirle de luto,
y hacer los deseos
del consorte puros,
contra su esperanza
no muy bien seguros;
de cuyo tardarse
nació aquel disgusto
que lanzó del templo
al varón más justo;
santa tierra estéril,
que al cabo produjo
toda la abundancia
que sustenta el mundo;
casa de moneda,
do se forjó el cuño
que dio a Dios la forma
que como hombre tuvo;
madre de una hija
en quien quiso y pudo
mostrar Dios grandezas
sobre humano curso.
Por vos y por ella
sois, Ana, el refugio
do van por remedio
nuestros infortunios.
En cierta manera,
tenéis, no lo dudo,
sobre el Nieto, imperio
pïadoso y justo.
A ser comunera
del alcázar sumo,
fueran mil parientes
con vos de consuno.
¡Qué hija, y qué nieto,
y qué yerno! Al punto,
a ser causa justa,
cantárades triunfos.
Pero vos, humilde,
fuistes el estudio
donde vuestra Hija
hizo humildes cursos;
y agora a su lado,
a Dios el más junto,
gozáis de la alteza
que apenas barrunto.
El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían: «¡Dios te bendiga la muchacha!». Otros: «¡Lástima es que esta mozuela sea gitana! En verdad, en verdad, que merecía ser hija de un gran señor». Otros había más groseros, que decían: «¡Dejen crecer a la rapaza, que ella hará de las suyas! ¡A fe que se va añudando en ella gentil red barredera para pescar corazones!» Otro, más humano, más basto y más modorro, viéndola andar tan ligera en el baile, le dijo: «¡A ello, hija, a ello! ¡Andad, amores, y pisad el polvito atán menudito!» Y ella respondió, sin dejar el baile: «¡Y pisarélo yo atán menudó!»
Acabáronse las vísperas y la fiesta de Santa Ana, y quedó Preciosa algo cansada, pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de bailadora, que a corrillos se hablaba della en toda la Corte. De allí a quince días, volvió a Madrid con otras tres muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas apercebidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentía Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamás, y muchos miraron en ello y la tuvieron en mucho.
Nunca se apartaba della la gitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenía por abuela. Pusiéronse a bailar a la sombra en la calle de Toledo, y de los que las venían siguiendo se hizo luego un gran corro; y, en tanto que bailaban, la vieja pedía limosna a los circunstantes, y llovían en ella ochavos y cuartos como piedras a tablado; que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.
Acabado el baile, dijo Preciosa:
-Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en estremo, que trata de cuando la Reina nuestra señora Margarita salió a misa de parida en Valladolid y fue a San Llorente; dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitán del batallón.
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:
-¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y, al tono correntío y loquesco, cantó el siguiente romance:
-Salió a misa de parida
la mayor reina de Europa,
en el valor y en el nombre
rica y admirable joya.
Como los ojos se lleva,
se lleva las almas todas
de cuantos miran y admiran
su devoción y su pompa.
Y, para mostrar que es parte
del cielo en la tierra toda,
a un lado lleva el sol de Austria,
al otro, la tierna Aurora.
A sus espaldas le sigue
un Lucero que a deshora
salió, la noche del día
que el cielo y la tierra lloran.
Y si en el cielo hay estrellas
que lucientes carros forman,
en otros carros su cielo
vivas estrellas adornan.
Aquí el anciano Saturno
la barba pule y remoza,
y, aunque es tardo, va ligero;
que el placer cura la gota.
El dios parlero va en lenguas
lisonjeras y amorosas,
y Cupido en cifras varias,
que rubíes y perlas bordan.
Allí va el furioso Marte
en la persona curiosa
de más de un gallardo joven,
que de su sombra se asombra.
Junto a la casa del Sol
va Júpiter; que no hay cosa
difícil a la privanza
fundada en prudentes obras.
Va la Luna en las mejillas
de una y otra humana diosa;
Venus casta, en la belleza
de las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimedes
cruzan, van, vuelven y tornan
por el cinto tachonado
de esta esfera milagrosa.
Y, para que todo admire
y todo asombre, no hay cosa
que de liberal no pase
hasta el estremo de pródiga.
Milán con sus ricas telas
allí va en vista curiosa;
las Indias con sus diamantes,
y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
va la envidia mordedora,
y la bondad en los pechos
de la lealtad española.
La alegría universal,
huyendo de la congoja,
calles y plazas discurre,
descompuesta y casi loca.
A mil mudas bendiciones
abre el silencio la boca,
y repiten los muchachos
lo que los hombres entonan.
Cuál dice: «Fecunda vid,
crece, sube, abraza y toca
el olmo felice tuyo
que mil siglos te haga sombra
para gloria de ti misma,
para bien de España y honra,
para arrimo de la Iglesia,
para asombro de Mahoma».
Otra lengua clama y dice:
«Vivas, ¡oh blanca paloma!,
que nos has de dar por crías
águilas de dos coronas,
para ahuyentar de los aires
las de rapiña furiosas;
para cubrir con sus alas
a las virtudes medrosas».
Otra, más discreta y grave,
más aguda y más curiosa
dice, vertiendo alegría
por los ojos y la boca:
«Esta perla que nos diste,
nácar de Austria, única y sola,
¡qué de máquinas que rompe!,
¡qué de disignios que corta!,
¡qué de esperanzas que infunde!,
¡qué de deseos mal logra!,
¡qué de temores aumenta!,
¡qué de preñados aborta!»
En esto, se llegó al templo
del Fénix santo que en Roma
fue abrasado, y quedó vivo
en la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
a la del cielo Señora,
a la que por ser humilde
las estrellas pisa agora,
a la Madre y Virgen junto,
a la Hija y a la Esposa
de Dios, hincada de hinojos,
Margarita así razona:
«Lo que me has dado te doy,
mano siempre dadivosa;
que a do falta el favor tuyo,
siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
te ofrezco, Virgen hermosa:
tales cuales son las mira,
recibe, ampara y mejora.
A su padre te encomiendo,
que, humano Atlante, se encorva
al peso de tantos reinos
y de climas tan remotas.
Sé que el corazón del Rey
en las manos de Dios mora,
y sé que puedes con Dios
cuanto quieres piadosa».
Acabada esta oración,
otra semejante entonan
himnos y voces que muestran
que está en el suelo la Gloria.
Acabados los oficios
con reales ceremonias,
volvió a su punto este cielo
y esfera maravillosa.
Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:
-¡Torna a cantar, Preciosica, que no faltarán cuartos como tierra!
Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa, y, viendo tanta gente junta, preguntó qué era; y fuele respondido que estaban escuchando a la gitanilla hermosa, que cantaba. Llegóse el tiniente, que era curioso, y escuchó un rato, y, por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin; y, habiéndole parecido por todo estremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara, su mujer. Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría.
Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado a Preciosa, y, dándole un papel doblado, le dijo:
-Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
-Eso aprenderé yo de muy buena gana -respondió Preciosa-; y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si quisiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada y docena pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado es pensar lo imposible.
-Para papel, siquiera, que me dé la señora Preciosica -dijo el paje-, estaré contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.
-A la mía quede el escogerlos -respondió Preciosa.
Y con esto, se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.
-¿Quiérenme dar barato, cenores? -dijo Preciosa (que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza).
A la voz de Preciosa y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego y el paseo los paseantes; y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:
-Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.
-Caro sería ello -respondió Preciosa- si nos pellizcacen.
-No, a fe de caballeros -respondió uno-; bien puedes entrar, niña, segura, que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.
-Si tú quieres entrar, Preciosa -dijo una de las tres gitanillas que iban con ella-, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
-Mira, Cristina -respondió Preciosa-: de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones, pero han de ser de las secretas y no de las públicas.
-Entremos, Preciosa -dijo Cristina-, que tú sabes más que un sabio.
Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella se le tomó, y dijo Preciosa:
-¡Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído!
-Y ¿sabes tú leer, hija? -dijo uno.
-Y escribir -respondió la vieja-; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:
-En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro; toma este escudo que en el romance viene.
-¡Basta! -dijo Preciosa-, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general y envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.
-Lea, señor -dijo ella-, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como es liberal.
Y el caballero leyó así:
-Gitanica, que de hermosa
te pueden dar parabienes:
por lo que de piedra tienes
te llama el mundo Preciosa.
Desta verdad me asegura
esto, como en ti verás;
que no se apartan jamás
la esquiveza y la hermosura.
Si como en valor subido
vas creciendo en arrogancia,
no le arriendo la ganancia
a la edad en que has nacido;
que un basilisco se cría
en ti, que mate mirando,
y un imperio que, aunque blando,
nos parezca tiranía.
Entre pobres y aduares,
¿cómo nació tal belleza?
O ¿cómo crió tal pieza
el humilde Manzanares?
Por esto será famoso
al par del Tajo dorado
y por Preciosa preciado
más que el Ganges caudaloso.
Dices la buenaventura,
y dasla mala contino;
que no van por un camino
tu intención y tu hermosura.
Porque en el peligro fuerte
de mirarte o contemplarte
tu intención va a desculparte,
y tu hermosura a dar muerte.
Dicen que son hechiceras
todas las de tu nación,
pero tus hechizos son
de más fuerzas y más veras;
pues por llevar los despojos
de todos cuantos te ven,
haces, ¡oh niña!, que estén
tus hechizos en tus ojos.
En sus fuerzas te adelantas,
pues bailando nos admiras,
y nos matas si nos miras,
y nos encantas si cantas.
De cien mil modos hechizas:
hables, calles, cantes, mires;
o te acerques, o retires,
el fuego de amor atizas.
Sobre el más esento pecho
tienes mando y señorío,
de lo que es testigo el mío,
de tu imperio satisfecho.
Preciosa joya de amor,
esto humildemente escribe
el que por ti muere y vive,
pobre, aunque humilde amador.
-En «pobre» acaba el último verso -dijo a esta sazón Preciosa-: ¡mala señal! Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios, a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.
-¿Quién te enseña eso, rapaza? -dijo uno.
-¿Quién me lo ha de enseñar? -respondió Preciosa-. ¿No tengo yo mi alma en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca, ni estropeada del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana lerda; que, como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio a cada paso, y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Veen estas muchachas, mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinte y cinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.
Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:
-¡Éste sí que se puede decir cabello de oro! ¡Éstos sí que son ojos de esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y, llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:
-¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:
-¿Ése llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos, o ése no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la gitanilla que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
-De tres o cuatro maneras -respondió Preciosa.
-¿Y eso más? -dijo doña Clara-. Por vida del tiniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.
-Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con qué haga la cruz -dijo la vieja-, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.
Echó mano a la faldriquera la señora tenienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual visto por Preciosa, dijo:
-Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro, que soy como los sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.
-Donaire tienes, niña, por tu vida -dijo la señora vecina.
Y, volviéndose al escudero, le dijo:
-Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele, que, en viniendo el doctor, mi marido, os le volveré.
-Sí tengo -respondió Contreras-, pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís que cené anoche. Dénmelos, que yo iré por él en volandas.
-No tenemos entre todas un cuarto -dijo doña Clara-, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:
-Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
-Antes -respondió Preciosa-, se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.
-Uno tengo yo -replicó la doncella-; si éste basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
-¿Por un dedal tantas buenasventuras? -dijo la gitana vieja-. Nieta, acaba presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora tenienta, y dijo:
-Hermosita, hermosita,
la de las manos de plata,
más te quiere tu marido
que el Rey de las Alpujarras.
Eres paloma sin hiel,
pero a veces eres brava
como leona de Orán,
o como tigre de Ocaña.
Pero en un tras, en un tris,
el enojo se te pasa,
y quedas como alfinique,
o como cordera mansa.
Riñes mucho y comes poco:
algo celosita andas;
que es juguetón el tiniente,
y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella, te quiso
uno de una buena cara;
que mal hayan los terceros,
que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
hoy tu convento mandaras,
porque tienes de abadesa
más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir...;
pero poco importa, vaya:
enviudarás, y otra vez,
y otras dos, serás casada.
No llores, señora mía;
que no siempre las gitanas
decimos el Evangelio;
no llores, señora, acaba.
Como te mueras primero
que el señor tiniente, basta
para remediar el daño
de la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
hacienda en mucha abundancia;
tendrás un hijo canónigo,
la iglesia no se señala;
de Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
tendrás, que si es religiosa,
también vendrá a ser perlada.
Si tu esposo no se muere
dentro de cuatro semanas,
verásle corregidor
de Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
escuros valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
principalmente de espaldas,
que suelen ser peligrosas
en las principales damas.
Cosas hay más que decirte;
si para el viernes me aguardas,
las oirás, que son de gusto,
y algunas hay de desgracias.
Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya; y así se lo rogaron todas, pero ella las remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata para hacer las cruces.
En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla; él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y, poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo, y, habiéndola espulgado, y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:
-¡Por Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica, que yo os le daré después.
-¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?
-Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
A lo cual dijo doña Clara:
-Pues, porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
Antes, si no me dan nada -dijo Preciosa-, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced, señor tiniente; coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.
-Así lo dicen y lo hacen los desalmados -replicó el teniente-, pero el juez que da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro.
-Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente -respondió Preciosa-; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
-Mucho sabes, Preciosa -dijo el tiniente-. Calla, que yo daré traza que sus Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
-Querránme para truhana -respondió Preciosa-, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
-Ea, niña -dijo la gitana vieja-, no hables más, que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que no hay ninguna que no amenace caída.
-¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! -dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo la doncella del dedal:
-Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué hacer labor.
-Señora doncella -respondió Preciosa-, haga cuenta que se la he dicho y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas; y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras; porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversas colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy de espacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.
Él se llegó a ellas, y, hablando con la gitana mayor, le dijo:
-Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
-Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora -respondió la vieja.
Y, llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos; y así, en pie, como estaban, el mancebo les dijo:
-Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para escusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de escusallo. Yo, señoras mías (que siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy caballero, como lo puede mostrar este hábito -y, apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España-; soy hijo de Fulano -que por buenos respectos aquí no se declara su nombre-; estoy debajo de su tutela y amparo, soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi padre está aquí en la Corte pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y, con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso, quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna; sólo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere; y para conservarlo y guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda. Mi nombre es éste -y díjosele-; el de mi padre ya os le he dicho. La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos también, que no es tan escura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que pienso daros, porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y, volviéndose a la vieja, le dijo:
-Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.
-Responde lo que quisieres, nieta -respondió la vieja-, que yo sé que tienes discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
-Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y, aunque de quince años (que, según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la esperiencia. Pero, con lo uno o con lo otro, sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y, pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá, abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se vee ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida, y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad que, a ser posible, aun con la imaginación no había de dejar ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Éste la toca, aquél la huele, el otro la deshoja, y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra, pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos; y, tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato, y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo deste noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:
-No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad de espacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
-Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné de hacer por ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano desde luego, y haz de mí todas las esperiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que, con ocasión de ir a Flandes, engañaré a mis padres y sacaré dineros para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es (si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo) que, si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y de la de mis padres, que no vayas más a Madrid; porque no querría que algunas de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me saltease la buena ventura que tanto me cuesta.
-Eso no, señor galán -respondió Preciosa-: sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de ver desde bien lejos que llega mi honestidad a mi desenvoltura; y en el primero cargo en que quiero estaros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.
-Satanás tienes en tu pecho, muchacha -dijo a esta sazón la gitana vieja-: ¡mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
-Calle, abuela -respondió Preciosa-, y sepa que todas las cosas que me oye son nonada, y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna manera, a quien la gitana dijo:
-Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar cosidos en el alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las yerbas de Estremadura? Y si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano como destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su Plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras, las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
-Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan, y ya deben de estar enfadadas.
-Así verán ellas -replicó la vieja- moneda déstas, como veen al Turco agora. Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
-Sí traigo -dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por la esquinas: «Víctor, Víctor».
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero; porque también había gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a Preciosa; antes, enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las dejó y se entró en Madrid; y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid, y, a pocas calles andadas, encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo; y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:
-Vengas en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el otro día?
A lo que Preciosa respondió:
-Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más quiere.
-Conjuro es ése -respondió el paje- que, aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.
-Pues la verdad que quiero que me diga -dijo Preciosa- es si por ventura es poeta.
-A serlo -replicó el paje-, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen; y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy a pedir ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y éstos que te doy agora también; mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.
-¿Tan malo es ser poeta? -replicó Preciosa.
-No es malo -dijo el paje-, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
-Con todo eso -respondió Preciosa-, he oído decir que es pobrísima y que tiene algo de mendiga.
-Antes es al revés -dijo el paje-, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero, ¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
-Hame movido -respondió Preciosa- porque, como yo tengo a todos o los más poetas por pobres, causóme maravilla aquel escudo de oro que me distes entre vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa que por aquella parte que os toca de hacer coplas se ha de desaguar cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene ni granjear la que no tiene.
-Pues yo no soy désos -replicó el paje-: versos hago, y no soy rico ni pobre; y sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo papel y este escudo segundo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy poeta o no; sólo quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
Y, en esto, le dio un papel; y, tentándole Preciosa, halló que dentro venía el escudo, y dijo:
-Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y corazones. Pero sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo, y si no saca la una, no haya miedo que reciba la otra; por poeta le quiero, y no por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
-Pues así es -replicó el paje- que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo; que, como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer en la calle. El paje se despidió, y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y, habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vio en ella a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
-Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los demás:
-Ésta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
-Ella es -replicó Andrés-, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
-Así lo dicen -dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-, pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
-¡Por vida de don Juanico, mi hijo, -dijo el anciano-, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!
-Y ¿quién es don Juanico, su hijo? -preguntó Preciosa.
-Ese galán que está a vuestro lado -respondió el caballero.
-En verdad que pensé -dijo Preciosa- que juraba vuestra merced por algún niño de dos años: ¡mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad, que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o se le trueca.
-¡Basta! -dijo uno de los presentes-; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto, las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un rincón de la sala, y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no ser oídas. Dijo la Cristina:
-Muchachas, éste es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a ocho.
-Así es la verdad -respondieron ellas-, pero no se lo mentemos, ni le digamos nada, si él no nos lo mienta; ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
-Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo y otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone; quizá pensará que va a Óñez y dará en Gamboa.
A esto respondió don Juan:
-En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición, pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.
-Calle, señorito -respondió Preciosa-, y encomiéndese a Dios, que todo se hará bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que, como hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho y te estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra; cuanto más, que harta guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
-Otra vez te he dicho, niña -respondió el don Juan que había de ser Andrés Caballero-, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida, pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
-¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio esta mañana!
-No es así -respondió una de las dos-, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos; y, siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
-No es mentira de tanta consideración -respondió Cristina- la que se dice sin perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con todo esto, veo que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
Subió en esto la gitana vieja, y dijo:
-Nieta, acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
-Y ¿qué hay, abuela? -preguntó Preciosa-. ¿Hay hijo o hija?
-Hijo, y muy lindo -respondió la vieja-. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.
-¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! -dijo Preciosa.
-Todo se mirará muy bien -replicó la vieja-; cuanto más, que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.
-¿Ha parido alguna señora? -preguntó el padre de Andrés Caballero.
-Sí, señor -respondió la gitana-, pero ha sido el parto tan secreto, que no le sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así, no podemos decir quién es.
-Ni aquí lo queremos saber -dijo uno de los presentes-, pero desdichada de aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto, y en vuestra ayuda pone su honra.
-No todas somos malas -respondió Preciosa-: quizá hay alguna entre nosotras que se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre más estirado que hay en esta sala; y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco; pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie.
-No os enojéis, Preciosa -dijo el padre-; que, a lo menos de vos, imagino que no se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis un poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
-Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria. Pero turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno; y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje, y, apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las gitanas, y, abriéndole al punto, dijo:
-¡Bueno; sonetico tenemos! Cese el baile, y escúchenle; que, según el primer verso, en verdad que no es nada necio.
Pesóle a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen, y que se le volviesen; y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el deseo de Andrés para oírle. Finalmente, el caballero le leyó en alta voz, y era éste:
-Cuando Preciosa el panderete toca
y hiere el dulce son los aires vanos,
perlas son que derrama con las manos;
flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma, y la cordura loca,
queda a los dulces actos sobrehumanos,
que, de limpios, de honestos y de sanos,
su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
mil almas lleva, y a sus plantas tiene
amor rendidas una y otra flecha.
Ciega y alumbra con sus soles bellos,
su imperio amor por ellos le mantiene,
y aún más grandezas de su ser sospecha.
-¡Por Dios -dijo el que leyó el soneto-, que tiene donaire el poeta que le escribió!
-No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien -dijo Preciosa.
(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que ésas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena, y decilde algunas palabras al oído, que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen!)
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de manera que, viéndole su padre, le dijo:
-¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado el color?
-Espérense -dijo a esta sazón Preciosa-: déjenmele decir unas ciertas palabras al oído, y verán como no se desmaya.
Y, llegándose a él, le dijo, casi sin mover los labios:
-¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca, pues no podéis llevar el de un papel?
Y, haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél; y entonces Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían aprovechado.
Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar el mal del corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:
-«Cabecita, cabecita,
tente en ti, no te resbales,
y apareja dos puntales
de la paciencia bendita.
Solicita
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
que toquen en milagrosas,
Dios delante
y San Cristóbal gigante».
»Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza -dijo Preciosa-, quedará como una manzana.
Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada; y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.
Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo Preciosa a don Juan:
-Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
-No es tan libre la del soldado, a mi parecer -respondió don Juan-, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
-Más veréis de lo que pensáis -respondió Preciosa-, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas.
Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.
Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.
Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:
-Ésta se podrá vender el jueves en Toledo.
-Eso no -dijo Andrés-, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
-Par Dios, señor Andrés -dijo uno de los gitanos-, que, aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que la ha criado.
-Con todo eso -respondió Andrés-, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.
-¡Pecado grande! -dijo otro gitano-: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.
-En ninguna manera consentiré -dijo Andrés- que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.
-Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero -dijo otro gitano-, muera la sin culpa; y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.
Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y, sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.
A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y, puesto delante de Andrés, dijo:
-Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te descontente; y si la vees, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare; que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter, ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos. Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados, caza; sombra, las peñas; aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos, y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay águila, ni ninguna otra ave de rapiña, que más presto se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos señalen; y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche hurtamos; o, por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla; ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran. Somos astrólogos rústicos, porque, como casi siempre dormimos al cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra; y luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres (como dijo el otro poeta) y rizando montes: ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: «Iglesia, o mar, o casa real»; tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.
Calló, en diciendo esto el elocuente y viejo gitano, y el novicio dijo que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos; y que sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios, y sólo los desearía para servirla.
A lo cual respondió Preciosa:
-Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tus dineros no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y remiralla, y ver en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja; y, como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.
-Tienes razón, ¡oh Preciosa! -dijo a este punto Andrés-; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.
-Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas veces se cumplen con ella -dijo Preciosa-; y así son, según pienso, los del amante: que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
-Sea ansí -respondió Andrés-. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.
-Calla, hijo -dijo el gitano viejo-, que aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho!
-De azotes he visto yo volver a algunos désos vacíos -dijo Andrés.
-No se toman truchas, etcétera -replicó el viejo-: todas las cosas desta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que es azotado por justicia, entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar, y en parte donde no volváis sin presa; y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.
-Pues, para recompensar -dijo Andrés- lo que yo podía hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del rancho.
Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos; y, levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «¡Víctor, víctor!», y el «¡grande Andrés!», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!» Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes; que la envidia tan bien se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores, como en palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente; repartióse el dinero prometido con equidad y justicia; renováronse las alabanzas de Andrés, subieron al cielo la hermosura de Preciosa. Llegó la noche, acocotaron la mula y enterráronla de modo que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla y freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.
De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin entremeterse nada en sus costumbres; o, a lo menos, escusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas injustas que le mandasen, a costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina. Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que fuese, pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba: ella contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasallas, y cuán sin respecto nos tratas! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres; y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y a sus amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían; dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrarse a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo; que, puesto que hermosísima, en fin, era gitana: privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más esenta.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho esto, todas las gitanas viejas, y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares, o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes, correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma; y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros había hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie; porque para huir del peligro tenía ligereza, y para cometelle no le faltaba el ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della; de que no poco se holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón. Pero, con todo eso, estaba temerosa de alguna desgracia; que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad por los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Estremadura, por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante; y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. A doquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota estremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Estremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades; y al par desta fama corría la de la hermosura de la gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera, iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con sólo mirarse.
Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos, y con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:
-¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
-No vengo a hurtar -respondió el mordido-, ni sé si vengo o no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?
-No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros -respondió Andrés-; mas, para curar vuestras heridas y alojaros esta noche, no os faltará comodidad en nuestros ranchos. Veníos con nosotros, que, aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad.
-Dios la use con vosotros -respondió el hombre-; y llevadme donde quisiéredes, que el dolor desta pierna me fatiga mucho.
Llegóse a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber algún bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo de gentil rostro y talle; venía vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo de Andrés, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friólos en aceite, y, lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas y encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y santiguóle las heridas y díjole:
-Dormid, amigo, que, con el ayuda de Dios, no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver en la atención con que el mozo la miraba; pero echólo a que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo, le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apenas se apartaron dél, cuando Preciosa llamó a Andrés aparte y le dijo:
-¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que, según creo, te dio un mal rato?
-Sí acuerdo -respondió Andrés-, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
-Pues has de saber, Andrés -replicó Preciosa-, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.
-¿Qué puedes imaginar, Preciosa? -respondió Andrés-. Ninguna otra cosa sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero y luego matarás a este otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.
-¡Válame Dios -respondió Preciosa-, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia, por ventura, que te había de dar ocasión de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va, o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y, para más satisfación tuya, pues ya he llegado a términos de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya, pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y, cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean. Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso, pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.
-Como no me veas loco, Preciosa -respondió Andrés-, cualquiera otra demonstración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas, y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va, o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre, sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.
-Nunca los celos, a lo que imagino -dijo Preciosa-, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son. Siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas, grandes; los enanos, gigantes, y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto, y en todo lo que tocare a nuestros conciertos, cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo estremo.
Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladrón que todos son de su condición. Por otra parte, la satisfación que Preciosa le había dado le parecía ser de tanta fuerza, que le obligaba a vivir seguro y a dejar en las manos de su bondad toda su ventura.
Llegóse el día, visitó al mordido; preguntóle cómo se llamaba y adónde iba, y cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo estaba, y si se sentía sin dolor de las mordeduras. A lo cual respondió el mozo que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podía ponerse en camino. A lo de decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se llamaba Alonso Hurtado, y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia a un cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada había perdido el camino, y acaso había dado con aquel aduar, donde los perros que le guardaban le habían puesto del modo que había visto.
No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda, y de nuevo volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas; y así, le dijo:
-Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdición por algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he hecho, la respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles. Yo no quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais; pero adviértoos que, si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de verdad. Decís que vais a la Peña de Francia, y dejáisla a la mano derecha, más atrás deste lugar donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche por llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no tienen sendas apenas, cuanto más caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir, y andad en hora buena. Pero, por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una verdad? (que sí diréis, pues tan mal sabéis mentir). Decidme: ¿sois por ventura uno que yo he visto muchas veces en la Corte, entre paje y caballero, que tenía fama de ser gran poeta; uno que hizo un romance y un soneto a una gitanilla que los días pasados andaba en Madrid, que era tenida por singular en la belleza? Decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero gitano de guardaros el secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que negarme la verdad, de que no sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí es el que vi en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne, y así se me quedó en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun puesto en el diferente traje en que estáis agora del en que yo os vi entonces. No os turbéis; animaos, y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones, sino a un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad, yo imagino una cosa, y si es ansí como la imagino, vos habéis topado con vuestra buena suerte en haber encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de Preciosa, aquella hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a buscarla, por lo que yo no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque gitano, la esperiencia me ha mostrado adónde se estiende la poderosa fuerza de amor, y las transformaciones que hace hacer a los que coge debajo de su jurisdición y mando. Si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la gitanica.
-Sí, aquí está, que yo la vi anoche -dijo el mordido; razón con que Andrés quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de sus sospechas-. Anoche la vi -tornó a referir el mozo-, pero no me atreví a decirle quién era, porque no me convenía.
-Desa manera -dijo Andrés-, vos sois el poeta que yo he dicho.
-Sí soy -replicó el mancebo-; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.
-Hayle, sin duda -respondió Andrés-, y entre nosotros, los gitanos, el mayor secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho, que hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es parienta mía, y está sujeta a lo que quisiere hacer della; si la quisiéredes por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello; y si por amiga, no usaremos de ningún melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia por jamás sale de nuestros ranchos.
-Dineros traigo -respondió el mozo-: en estas mangas de camisa que traigo ceñida por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.
Éste fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero no era sino para conquistar o comprar su prenda; y, con lengua ya turbada, dijo:
-Buena cantidad es ésa; no hay sino descubriros, y manos a labor, que la muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
-¡Ay amigo! -dijo a esta sazón el mozo-, quiero que sepáis que la fuerza que me ha hecho mudar de traje no es la de amor, que vos decís, ni de desear a Preciosa, que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y rendir las almas tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que confieso que la hermosura de vuestra parienta a todas las que yo he visto se aventaja. Quien me tiene en este traje, a pie y mordido de perros, no es amor, sino desgracia mía.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que él se imaginaba; y deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle la seguridad con que podía descubrirse; y así, él prosiguió diciendo:
-«Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino como a pariente. Éste tenía un hijo, único heredero suyo, el cual, así por el parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta, como buen hijo, a la de sus padres, que aspiraban a casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran, con las lenguas, sacar a la plaza sus deseos; solos los míos eran testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer, de buen talle. Quiso reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que, de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las perdieron (caso estraño y pocas veces visto). Triunfando, pues, de lo que no quisiéramos, volvimos a casa, y, secretamente, tomando todos los dineros que podimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día, que descubriese lo sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de nosotros no había indicio alguno, y aconsejáronnos los prudentes religiosos que nos volviésemos a casa, y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia alguna sospecha contra nosotros. Y, ya que estábamos determinados de seguir su parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de Corte habían preso en su casa a los padres de la doncella y a la misma doncella, y que entre otros criados a quien tomaron la confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente paseaba a su señora de noche y de día; y que con este indicio habían acudido a buscarnos, y, no hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó en toda la Corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros, que lo eran, y muy principales. Finalmente, con parecer del conde mi pariente, y del de los religiosos, después de quince días que estuvimos escondidos en el monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí a Flandes, hasta ver en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no corriese nuestra suerte por una misma derrota; seguí otro camino diferente del suyo, y, en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó en Talavera; desde allí aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche llegué a este encinal, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté por el camino de la Peña de Francia, fue por responder algo a lo que se me preguntaba; que en verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé que está más arriba de Salamanca.»
-Así es verdad -respondió Andrés-, y ya la dejáis a mano derecha, casi veinte leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.
-El que yo pensaba llevar -replicó el mozo- no es sino a Sevilla; que allí tengo un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a Génova gran cantidad de plata, y llevo disignio que me acomode con los que la suelen llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré pasar hasta Cartagena, y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto a embarcar esta plata. Ésta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su compañía iría más seguro, y no con el temor que llevo.
-Sí llevarán -respondió Andrés-; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar dentro de dos días, y con darles algo de lo que lleváis, facilitaréis con ellos otros imposibles mayores.
Dejóle Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Sólo Preciosa tuvo el contrario, y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla, ni a sus contornos, a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que, como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta priesa a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramóse el agua y él quedó nadando en ella, y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo, y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: «¡Socorro, señores, que me ahogo!»; tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y, con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la gitana vieja, y esto dio por escusa para no ir a Sevilla. Los gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino a mano izquierda y entrarse en la Mancha y en el reino de Murcia.
Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con esta dádiva quedaron más blandos que unas martas; sólo a Preciosa no contentó mucho la quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los gitanos se le mudaron en el de Clemente, y así le llamaron desde allí adelante. También quedó un poco torcido Andrés, y no bien satisfecho de haberse quedado Clemente, por parecerle que con poco fundamento había dejado sus primeros designios. Mas Clemente, como si le leyera la intención, entre otras cosas le dijo que se holgaba de ir al reino de Murcia, por estar cerca de Cartagena, adonde si viniesen galeras, como él pensaba que habían de venir, pudiese con facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traelle más ante los ojos y mirar sus acciones y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que fuese Clemente su camarada, y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le hacía. Andaban siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban, bailaban y tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos, y eran de las gitanas más que medianamente queridos, y de los gitanos en todo estremo respectados.
Dejaron, pues, a Estremadura y entráronse en la Mancha, y poco a poco fueron caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra y de otros ejercicios de fuerza, maña y ligereza, y de todos salían vencedores Andrés y Clemente, como de solo Andrés queda dicho. Y en todo este tiempo, que fueron más de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a Preciosa, hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la conversación, porque le llamaron, y Preciosa le dijo:
-Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir nada, por no saber con qué intención venías a nuestras estancias; y, cuando supe tu desgracia, me pesó en el alma, y se aseguró mi pecho, que estaba sobresaltado, pensando que como había don Joanes en el mundo, y que se mudaban en Andreses, así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres. Háblote desta manera porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es y de la intención con que se ha vuelto gitano -y así era la verdad; que Andrés le había hecho sabidor de toda su historia, por poder comunicar con él sus pensamientos-. Y no pienses que te fue de poco provecho el conocerte, pues por mi respecto y por lo que yo de ti dije, se facilitó el acogerte y admitirte en nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda todo el bien que acertares a desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que no afees a Andrés la bajeza de su intento, ni le pintes cuán mal le está perseverar en este estado; que, puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad está la suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de algún arrepentimiento.
A esto respondió Clemente:
-No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus ojos sus intentos; primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prisión de su voluntad que tú señalas; y él, dándome el crédito que era razón que me diese, fió de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance hasta dónde se estienden las fuerzas de la hermosura; y la tuya, por pasar de los límites de los mayores estremos de belleza, es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse yerros los que se hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices, y que tú goces de tu Andrés, y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres, porque de tan hermosa junta veamos en el mundo los más bellos renuevos que pueda formar la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré siempre a tu Andrés, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad celosa es tan delicada, y de tal manera, que en los átomos del sol se pega, y de los que tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero, con todo esto, no tuvo celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la ventura suya, que siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.
Tenía Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dio a Preciosa, y Andrés se picaba un poco, y entrambos eran aficionados a la música. Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de Murcia, una noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del silencio de la noche, comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:
ANDRÉS
Mira, Clemente, el estrellado velo
con que esta noche fría
compite con el día,
de luces bellas adornando el cielo;
y en esta semejanza,
si tanto tu divino ingenio alcanza,
aquel rostro figura
donde asiste el estremo de hermosura.
CLEMENTE
Donde asiste el estremo de hermosura,
y adonde la Preciosa
honestidad hermosa
con todo estremo de bondad se apura,
en un sujeto cabe,
que no hay humano ingenio que le alabe,
si no toca en divino,
en alto, en raro, en grave y peregrino.
ANDRÉS
En alto, en raro, en grave y peregrino
estilo nunca usado,
al cielo levantado,
por dulce al mundo y sin igual camino,
tu nombre, ¡oh gitanilla!,
causando asombro, espanto y maravilla,
la fama yo quisiera
que le llevara hasta la octava esfera.
CLEMENTE
Que le llevara hasta la octava esfera
fuera decente y justo,
dando a los cielos gusto,
cuando el son de su nombre allá se oyera,
y en la tierra causara,
por donde el dulce nombre resonara,
música en los oídos
paz en las almas, gloria en los sentidos.
ANDRÉS
Paz en las almas, gloria en los sentidos
se siente cuando canta
la sirena, que encanta
y adormece a los más apercebidos;
y tal es mi Preciosa,
que es lo menos que tiene ser hermosa:
dulce regalo mío,
corona del donaire, honor del brío.
CLEMENTE
Corona del donaire, honor del brío
eres, bella gitana,
frescor de la mañana,
céfiro blando en el ardiente estío;
rayo con que Amor ciego
convierte el pecho más de nieve en fuego;
fuerza que ansí la hace,
que blandamente mata y satisface.
Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara a sus espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado. Suspendiólos el oírla, y, sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (o no sé si de improviso, o si en algún tiempo los versos que cantaba le compusieron), con estremada gracia, como si para responderles fueran hechos, cantó los siguientes:
-En esta empresa amorosa,
donde el amor entretengo,
por mayor ventura tengo
ser honesta que hermosa.
La que es más humilde planta,
si la subida endereza,
por gracia o naturaleza
a los cielos se levanta.
En este mi bajo cobre,
siendo honestidad su esmalte,
no hay buen deseo que falte
ni riqueza que no sobre.
No me causa alguna pena
no quererme o no estimarme;
que yo pienso fabricarme
mi suerte y ventura buena.
Haga yo lo que en mí es,
que a ser buena me encamine,
y haga el cielo y determine
lo que quisiere después.
Quiero ver si la belleza
tiene tal prerrogativa,
que me encumbre tan arriba,
que aspire a mayor alteza.
Si las almas son iguales,
podrá la de un labrador
igualarse por valor
con las que son imperiales.
De la mía lo que siento
me sube al grado mayor,
porque majestad y amor
no tienen un mismo asiento.
Aquí dio fin Preciosa a su canto, y Andrés y Clemente se levantaron a recebilla. Pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló disculpa la intención de Andrés, que aún hasta entonces no la había hallado, juzgando más a mocedad que a cordura su arrojada determinación.
Aquella mañana se levantó el aduar y se fueron a alojar en un lugar de la jurisdición de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que, después de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre, Preciosa y su abuela y Cristina, con otras dos gitanillas y los dos, Clemente y Andrés, se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una hija de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa; y, por más señas, se llamaba Juana Carducha. Ésta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés tan fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo, y hallóla en un corral donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos. Llegóse a él, y con priesa, por no ser vista, le dijo:
-Andrés -que ya sabía su nombre-, yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo; y amén desto tiene muchos majuelos y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti está; respóndeme presto, y si eres discreto, quédate y verás qué vida nos damos.
Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que ella pedía le respondió:
-Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos sino con gitanas; guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de quien yo no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas. Salióse corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés, como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los lazos matrimoniales se le entregara a toda su voluntad, y no quiso verse pie a pie y solo en aquella estacada; y así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra, y, cobrando sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata, con otros brincos suyos; y, apenas habían salido del mesón, cuando dio voces, diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas, a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada, y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron dijo que preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador, que ella le había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:
-Señora doncella, ésta es mi recámara y éste es mi pollino; si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto, que no pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.
-¿No sospeché yo bien? -dijo a esta sazón la Carducha-. ¡Mirad con qué buena cara se encubre un ladrón tan grande!
El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde, diciendo:
-¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo a su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y hurtando de venta en monte! A fe de soldado, que estoy por darle una bofetada que le derribe a mis pies.
Y, diciendo esto, sin más ni más, alzó la mano y le dio un bofetón tal, que le hizo volver de su embelesamiento, y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don Juan, y caballero; y, arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.
Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse el tío alcalde, aquí el desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita, y, por acudir Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa; y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés, que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdición. No le llevaron hasta otro día, y en el que allí estuvo, pasó Andrés muchos martirios y vituperios que el indignado alcalde y sus ministros y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso y con una gran cáfila de gitanos, entraron el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los cuales iba Preciosa, y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos, que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido, mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí. Y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad, y la falta de la luz de Preciosa, le trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a Preciosa con su abuela a que la corregidora la viese, y, así como la vio, dijo:
-Con razón la alaban de hermosa.
Y, llegándola a sí, la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.
-Quince años -respondió la gitana-, dos meses más a menos.
-Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me ha renovado mi desventura! -dijo la corregidora.
Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y, besándoselas muchas veces, se las bañaba con lágrimas y le decía:
-Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado: llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. Él ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aun hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvistes, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.
En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las suyas, mirándola ni más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas lágrimas. Estando en esto, entró el corregidor, y, hallando a su mujer y a Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de los pies del corregidor, diciéndole:
-¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! Él no tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena, y si esto no puede ser, a lo menos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.
Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas.
En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas; y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:
-Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento, que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
-Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.
Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al corregidor, y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó en lo que podían significar. Mirólos también la corregidora, pero tampoco dio en la cuenta; sólo dijo:
-Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
-Así es la verdad -dijo la gitana-; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.
Abrióle con priesa el corregidor y leyó que decía:
Llamábase la niña doña Constanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecíla día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados.
Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a la boca, y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y, habiendo vuelto en sí, dijo:
-Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura cuyos eran estos dijes?
-¿Adónde, señora? -respondió la gitana-. En vuestra casa la tenéis: aquella gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija; que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando. Arremetió a ella, y, sin decirle nada, con gran priesa le desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta izquierda una señal pequeña, a modo de lunar blanco, con que había nacido, y hallóle ya grande, que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó, y descubrió un pie de nieve y de marfil, hecho a torno, y vio en él lo que buscaba, que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija. Y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas diligencias; y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y, trasladándola de sus brazos a los del corregidor, le dijo:
-Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que ésta es sin duda; no lo dudéis, señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto; y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la vieron.
-No lo dudo -respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa-, que los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra; y más, que tantas puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que, ¿quién había de imaginar que la gitanilla era hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su hija, y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él la perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias recebía; y que sólo le pesaba de que, sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.
-¡Ay! -dijo a esto Preciosa-, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que es matador; pero fuelo del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de mostrar quién era y matarle.
-¿Cómo que no es gitano, hija mía? -dijo doña Guiomar.
Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba don Juan de Cárcamo; asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía, cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y don Juan estaba hecho, de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no. Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan.
Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor a la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí, y volvió con otro gitano, que los trujo.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la hubieran reconocido por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se estendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.
-Calla, hija Preciosa -dijo su padre-, que este nombre de Preciosa quiero que se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu padre, tomo a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre (como era discreta, entendió que suspiraba de enamorada de don Juan) dijo a su marido:
-Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.
Y él respondió:
-Aun hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún tiempo; que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.
-Razón tenéis, señor -respondió ella-, pero dad orden de sacar a don Juan, que debe de estar en algún calabozo.
-Sí estará -dijo Preciosa-; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no le habrán dado mejor estancia.
-Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión -respondió el corregidor-, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.
Y, abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él. Hallóle con entrambos pies en un cepo y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el piedeamigo. Era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa; y, así como le vio, le dijo:
-¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el corregidor desta ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una gitanilla que viene con vosotros.
Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía de haber enamorado de Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero, con todo esto, respondió:
-Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad; y si ha dicho que no lo soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.
-¿Tan verdadera es? -respondió el corregidor-. No es poco serlo, para ser gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca os ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por ella; y hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se quiere honrar con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.
-Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que, como yo me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta désta con nombre de ser suyo.
-¡Mucho la debéis de querer! -dijo el corregidor.
-Tanto -respondió el preso-, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efeto, señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra; yo adoro a esa gitana, moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha de faltar la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con puntualidad lo que nos prometimos.
-Pues esta noche enviaré por vos -dijo el corregidor-, y en mi casa os desposaréis con Preciosica, y mañana a mediodía estaréis en la horca, con lo que yo habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.
Agradecióselo Andrés, y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer de lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de su vida, y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja; pero que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se esperaba. Preguntóle su madre que le dijese la verdad: si quería bien a don Juan de Cárcamo. Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por haberse considerado gitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegóse la noche, y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo, pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo que se confesase, porque había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:
-De muy buena gana me confesaré, pero ¿cómo no me desposan primero? Y si me han de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida con ellos. Parecióle buen consejo al corregidor, y así entró a llamar al que le confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa, la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están más secas las esperanzas.
En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
-Vuelve en ti, niña, que todo lo que vees ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse, y la gitana vieja estaba turbada, y los circunstantes, colgados del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
-Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha de desposar.
-Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la licencia de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?
-Inadvertencia ha sido mía -respondió el corregidor-, pero yo haré que el vicario la dé.
-Pues hasta que la vea -respondió el tiniente cura-, estos señores perdonen.
Y, sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de casa y los dejó a todos confusos.
-El padre ha hecho muy bien -dijo a esta sazón el corregidor-, y podría ser fuese providencia del cielo ésta, para que el suplicio de Andrés se dilate; porque, en efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a muchas amargas dificultades; y, con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
-Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.
-Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros, llamólos padres y señores suyos, besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.
Rompióse el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que habían estado presentes; el cual sabido por el alcalde, tío del muerto, vio tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél, hasta que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena, y ya se habían partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedóse la gitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más, porque vio cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el estraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.
-¡OH LAMENTABLES ruinas de la desdichada Nicosia, apenas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores! Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento. Esta esperanza os puede haber quedado, mal derribados torreones, que otra vez, aunque no para tan justa defensa como la en que os derribaron, os podéis ver levantados. Mas yo, desdichado, ¿qué bien podré esperar en la miserable estrecheza en que me hallo, aunque vuelva al estado en que estaba antes deste en que me veo? Tal es mi desdicha, que en la libertad fui sin ventura, y en el cautiverio ni la tengo ni la espero.
Estas razones decía un cautivo cristiano, mirando desde un recuesto las murallas derribadas de la ya perdida Nicosia; y así hablaba con ellas, y hacía comparación de sus miserias a las suyas, como si ellas fueran capaces de entenderle: propia condición de afligidos, que, llevados de sus imaginaciones, hacen y dicen cosas ajenas de toda razón y buen discurso.
En esto, salió de un pabellón o tienda, de cuatro que estaban en aquella campaña puestas, un turco, mancebo de muy buena disposición y gallardía, y, llegándose al cristiano, le dijo:
-Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus continuos pensamientos.
-Sí traen -respondió Ricardo (que éste era el nombre del cautivo)-; mas, ¿qué aprovecha, si en ninguna parte a do voy hallo tregua ni descanso en ellos, antes me los han acrecentado estas ruinas que desde aquí se descubren?
-Por las de Nicosia dirás -dijo el turco.
-Pues ¿por cuáles quieres que diga -repitió Ricardo-, si no hay otras que a los ojos por aquí se ofrezcan?
-Bien tendrás que llorar -replicó el turco-, si en esas contemplaciones entras, porque los que vieron habrá dos años a esta nombrada y rica isla de Chipre en su tranquilidad y sosiego, gozando sus moradores en ella de todo aquello que la felicidad humana puede conceder a los hombres, y ahora los vee o contempla, o desterrados della o en ella cautivos y miserables, ¿cómo podrá dejar de no dolerse de su calamidad y desventura? Pero dejemos estas cosas, pues no llevan remedio, y vengamos a las tuyas, que quiero ver si le tienen; y así, te ruego, por lo que debes a la buena voluntad que te he mostrado, y por lo que te obliga el ser entrambos de una misma patria y habernos criado en nuestra niñez juntos, que me digas qué es la causa que te trae tan demasiadamente triste; que, puesto caso que sola la del cautiverio es bastante para entristecer el corazón más alegre del mundo, todavía imagino que de más atrás traen la corriente tus desgracias. Porque los generosos ánimos, como el tuyo, no suelen rendirse a las comunes desdichas tanto que den muestras de extraordinarios sentimientos; y háceme creer esto el saber yo que no eres tan pobre que te falte para dar cuanto pidieren por tu rescate, ni estás en las torres del mar Negro, como cautivo de consideración, que tarde o nunca alcanza la deseada libertad. Así que, no habiéndote quitado la mala suerte las esperanzas de verte libre, y, con todo esto, verte rendido a dar miserables muestras de tu desventura, no es mucho que imagine que tu pena procede de otra causa que de la libertad que perdiste; la cual causa te suplico me digas, ofreciéndote cuanto puedo y valgo; quizá para que yo te sirva ha traído la fortuna este rodeo de haberme hecho vestir deste hábito que aborrezco. Ya sabes, Ricardo, que es mi amo el cadí desta ciudad (que es lo mismo que ser su obispo). Sabes también lo mucho que vale y lo mucho que con él puedo. Juntamente con esto, no ignoras el deseo encendido que tengo de no morir en este estado que parece que profeso, pues, cuando más no pueda, tengo de confesar y publicar a voces la fe de Jesucristo, de quien me apartó mi poca edad y menos entendimiento, puesto que sé que tal confesión me ha de costar la vida; que, a trueco de no perder la del alma, daré por bien empleado perder la del cuerpo. De todo lo dicho quiero que infieras y que consideres que te puede ser de algún provecho mi amistad, y que, para saber qué remedios o alivios puede tener tu desdicha, es menester que me la cuentes, como ha menester el médico la relación del enfermo, asegurándote que la depositaré en lo más escondido del silencio.
A todas estas razones estuvo callando Ricardo; y, viéndose obligado dellas y de la necesidad, le respondió con éstas:
-Si así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! -que así se llamaba el turco-, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio, tuviera por bien perdida mi libertad, y no trocara mi desgracia con la mayor ventura que imaginarse pudiera; mas yo sé que ella es tal, que todo el mundo podrá saber bien la causa de donde procede, mas no habrá en él persona que se atreva, no sólo a hallarle remedio, pero ni aun alivio. Y, para que quedes satisfecho desta verdad, te la contaré en las menos razones que pudiere. Pero, antes que entre en el confuso laberinto de mis males, quiero que me digas qué es la causa que Hazán Bajá, mi amo, ha hecho plantar en esta campaña estas tiendas y pabellones antes de entrar en Nicosia, donde viene proveído por virrey, o por bajá, como los turcos llaman a los virreyes.
-Yo te satisfaré brevemente -respondió Mahamut-; y así, has de saber que es costumbre entre los turcos que los que van por virreyes de alguna provincia no entran en la ciudad donde su antecesor habita hasta que él salga della y deje hacer libremente al que viene la residencia; y, en tanto que el bajá nuevo la hace, el antiguo se está en la campaña esperando lo que resulta de sus cargos, los cuales se le hacen sin que él pueda intervenir a valerse de sobornos ni amistades, si ya primero no lo ha hecho. Hecha, pues, la residencia, se la dan al que deja el cargo en un pergamino cerrado y sellado, y con ella se presenta a la Puerta del Gran Señor, que es como decir en la Corte, ante el Gran Consejo del Turco; la cual vista por el visirbajá, y por los otros cuatro bajaes menores, como si dijésemos ante el presidente del Real Consejo y oidores, o le premian o le castigan, según la relación de la residencia; puesto que si viene culpado, con dineros rescata y escusa el castigo; si no viene culpado y no le premian, como sucede de ordinario, con dádivas y presentes alcanza el cargo que más se le antoja, porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos, sino por dineros: todo se vende y todo se compra. Los proveedores de los cargos roban los proveídos en ellos y los desuellan; deste oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete. Todo va como digo, todo este imperio es violento, señal que prometía no ser durable; pero, a lo que yo creo, y así debe de ser verdad, le tienen sobre sus hombros nuestros pecados; quiero decir los de aquellos que descaradamente y a rienda suelta ofenden a Dios, como yo hago: ¡Él se acuerde de mí por quien Él es! Por la causa que he dicho, pues, tu amo, Hazán Bajá, ha estado en esta campaña cuatro días, y si el de Nicosia no ha salido, como debía, ha sido por haber estado muy malo; pero ya está mejor y saldrá hoy o mañana, sin duda alguna, y se ha de alojar en unas tiendas que están detrás deste recuesto, que tú no has visto, y tu amo entrará luego en la ciudad. Y esto es lo que hay que saber de lo que me preguntaste.
-Escucha, pues -dijo Ricardo-; mas no sé si podré cumplir lo que antes dije, que en breves razones te contaría mi desventura, por ser ella tan larga y desmedida, que no se puede medir con razón alguna; con todo esto, haré lo que pudiere y lo que el tiempo diere lugar. Y así, te pregunto primero si conoces en nuestro lugar de Trápana una doncella a quien la fama daba nombre de la más hermosa mujer que había en toda Sicilia. Una doncella, digo, por quien decían todas las curiosas lenguas, y afirmaban los más raros entendimientos, que era la de más perfecta hermosura que tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que está por venir; una por quien los poetas cantaban que tenía los cabellos de oro, y que eran sus ojos dos resplandecientes soles, y sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes perlas, sus labios rubíes, su garganta alabastro; y que sus partes con el todo, y el todo con sus partes, hacían una maravillosa y concertada armonía, esparciendo naturaleza sobre todo una suavidad de colores tan natural y perfecta, que jamás pudo la envidia hallar cosa en que ponerle tacha. Que ¿es posible, Mahamut, que ya no me has dicho quién es y cómo se llama? Sin duda creo, o que no me oyes, o que, cuando en Trápana estabas, carecías de sentido.
-En verdad, Ricardo -respondió Mahamut-, que si la que has pintado con tantos estremos de hermosura no es Leonisa, la hija de Rodolfo Florencio, no sé quién sea; que ésta sola tenía la fama que dices.
-Ésa es, ¡oh Mahamut! -respondió Ricardo-; ésa es, amigo, la causa principal de todo mi bien y de toda mi desventura; ésa es, que no la perdida libertad, por quien mis ojos han derramado, derraman y derramarán lágrimas sin cuento, y la por quien mis sospiros encienden el aire cerca y lejos, y la por quien mis razones cansan al cielo que las escucha y a los oídos que las oyen; ésa es por quien tú me has juzgado por loco o, por lo menos, por de poco valor y menos ánimo; esta Leonisa, para mí leona y mansa cordera para otro, es la que me tiene en este miserable estado. «Porque has de saber que desde mis tiernos años, o a lo menos desde que tuve uso de razón, no sólo la amé, mas la adoré y serví con tanta solicitud como si no tuviera en la tierra ni en el cielo otra deidad a quien sirviese ni adorase. Sabían sus deudos y sus padres mis deseos, y jamás dieron muestra de que les pesase, considerando que iban encaminados a fin honesto y virtuoso; y así, muchas veces sé yo que se lo dijeron a Leonisa, para disponerle la voluntad a que por su esposo me recibiese. Mas ella, que tenía puestos los ojos en Cornelio, el hijo de Ascanio Rótulo, que tú bien conoces (mancebo galán, atildado, de blandas manos y rizos cabellos, de voz meliflua y de amorosas palabras, y, finalmente, todo hecho de ámbar y de alfeñique, guarnecido de telas y adornado de brocados), no quiso ponerlos en mi rostro, no tan delicado como el de Cornelio, ni quiso agradecer siquiera mis muchos y continuos servicios, pagando mi voluntad con desdeñarme y aborrecerme; y a tanto llegó el estremo de amarla, que tomara por partido dichoso que me acabara a pura fuerza de desdenes y desagradecimientos, con que no diera descubiertos, aunque honestos, favores a Cornelio. ¡Mira, pues, si llegándose a la angustia del desdén y aborrecimiento, la mayor y más cruel rabia de los celos, cuál estaría mi alma de dos tan mortales pestes combatida! Disimulaban los padres de Leonisa los favores que a Cornelio hacía, creyendo, como estaba en razón que creyesen, que atraído el mozo de su incomparable y bellísima hermosura, la escogería por su esposa, y en ello granjearían yerno más rico que conmigo; y bien pudiera ser, si así fuera, pero no le alcanzaran, sin arrogancia sea dicho, de mejor condición que la mía, ni de más altos pensamientos, ni de más conocido valor que el mío. Sucedió, pues, que, en el discurso de mi pretensión, alcancé a saber que un día del mes pasado de mayo, que éste de hoy hace un año, tres días y cinco horas, Leonisa y sus padres, y Cornelio y los suyos, se iban a solazar con toda su parentela y criados al jardín de Ascanio, que está cercano a la marina, en el camino de las salinas.»
-Bien lo sé -dijo Mahamut-; pasa adelante, Ricardo, que más de cuatro días tuve en él, cuando Dios quiso, más de cuatro buenos ratos.
-«Súpelo -replicó Ricardo-, y, al mismo instante que lo supe, me ocupó el alma una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y rigor, que me sacó de mis sentidos, como lo verás por lo que luego hice, que fue irme al jardín donde me dijeron que estaban, y hallé a la más de la gente solazándose, y debajo de un nogal sentados a Cornelio y a Leonisa, aunque desviados un poco. Cuál ellos quedaron de mi vista, no lo sé; de mí sé decir que quedé tal con la suya, que perdí la de mis ojos, y me quedé como estatua sin voz ni movimiento alguno. Pero no tardó mucho en despertar el enojo a la cólera, y la cólera a la sangre del corazón, y la sangre a la ira, y la ira a las manos y a la lengua. Puesto que las manos se ataron con el respecto, a mi parecer, debido al hermoso rostro que tenía delante, pero la lengua rompió el silencio con estas razones: ''Contenta estarás, ¡oh enemiga mortal de mi descanso!, en tener con tanto sosiego delante de tus ojos la causa que hará que los míos vivan en perpetuo y doloroso llanto. Llégate, llégate, cruel, un poco más, y enrede tu yedra a ese inútil tronco que te busca; peina o ensortija aquellos cabellos de ese tu nuevo Ganimedes, que tibiamente te solicita. Acaba ya de entregarte a los banderizos años dese mozo en quien contemplas, porque, perdiendo yo la esperanza de alcanzarte, acabe con ella la vida que aborrezco. ¿Piensas, por ventura, soberbia y mal considerada doncella, que contigo sola se han de romper y faltar las leyes y fueros que en semejantes casos en el mundo se usan? ¿Piensas, quiero decir, que este mozo, altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inexperto por su edad poca, confiado por su linaje, ha de querer, ni poder, ni saber guardar firmeza en sus amores, ni estimar lo inestimable, ni conocer lo que conocen los maduros y experimentados años? No lo pienses, si lo piensas, porque no tiene otra cosa buena el mundo, sino hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por su propia ignorancia. En los pocos años está la inconstancia mucha; en los ricos, la soberbia; la vanidad, en los arrogantes, y en los hermosos, el desdén; y en los que todo esto tienen, la necedad, que es madre de todo mal suceso. Y tú, ¡oh mozo!, que tan a tu salvo piensas llevar el premio, más debido a mis buenos deseos que a los ociosos tuyos, ¿por qué no te levantas de ese estrado de flores donde yaces y vienes a sacarme el alma, que tanto la tuya aborrece? Y no porque me ofendas en lo que haces, sino porque no sabes estimar el bien que la ventura te concede; y véese claro que le tienes en poco, en que no quieres moverte a defendelle por no ponerte a riesgo de descomponer la afeitada compostura de tu galán vestido. Si esa tu reposada condición tuviera Aquiles, bien seguro estuviera Ulises de no salir con su empresa, aunque más le mostrara resplandecientes armas y acerados alfanjes. Vete, vete, y recréate entre las doncellas de tu madre, y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos, más despiertas a devanar blando sirgo que a empuñar la dura espada''.
»A todas estas razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde le hallé sentado, antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado, sin moverse; y a las levantadas voces con que le dije lo que has oído, se fue llegando la gente que por la huerta andaba, y se pusieron a escuchar otros más impropios que a Cornelio dije; el cual, tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus parientes, criados o allegados, dio muestras de levantarse; mas, antes que se pusiese en pie, puse mano a mi espada y acometíle, no sólo a él, sino a todos cuantos allí estaban. Pero, apenas vio Leonisa relucir mi espada, cuando le tomó un recio desmayo, cosa que me puso en mayor coraje y mayor despecho. Y no te sabré decir si los muchos que me acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se defiende de un loco furioso, o si fue mi buena suerte y diligencia, o el cielo, que para mayores males quería guardarme; porque, en efeto, herí siete o ocho de los que hallé más a mano. A Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies huyendo, que se escapó de mis manos.
»Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos, que ya como ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un remedio que fuera mejor haber dejado allí la vida, que no, restaurándola por tan no pensado camino, venir a perderla cada hora mil y mil veces. Y fue que de improviso dieron en el jardín mucha cantidad de turcos de dos galeotas de cosarios de Biserta, que en una cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado, sin ser sentidos de las centinelas de las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores o atajadores de la costa. Cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron en cobro: de cuantos en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de a tres personas y a Leonisa, que aún se estaba desmayada. A mí me cogieron con cuatro disformes heridas, vengadas antes por mi mano con cuatro turcos, que de otras cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este asalto hicieron los turcos con su acostumbrada diligencia, y, no muy contentos del suceso, se fueron a embarcar, y luego se hicieron a la mar, y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la Fabiana. Hicieron reseña por ver qué gente les faltaba; y, viendo que los muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes, y de los mejores y más estimados que traían, quisieron tomar en mí la venganza; y así, mandó el arráez de la capitana bajar la entena para ahorcarme.
»Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había vuelto en sí; y, viéndose en poder de los cosarios, derramaba abundancia de hermosas lágrimas, y, torciendo sus manos delicadas, sin hablar palabra, estaba atenta a ver si entendía lo que los turcos decían. Mas uno de los cristianos del remo le dijo en italiano como el arraéz mandaba ahorcar a aquel cristiano, señalándome a mí, porque había muerto en su defensa cuatro de los mejores soldados de las galeotas. Lo cual oído y entendido por Leonisa (la vez primera que se mostró para mí piadosa), dijo al cautivo que dijese a los turcos que no me ahorcasen, porque perderían un gran rescate, y que les rogaba volviesen a Trápana, que luego me rescatarían. Ésta, digo, fue la primera y aun será la última caridad que usó conmigo Leonisa, y todo para mayor mal mío. Oyendo, pues, los turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron, y mudóles el interés la cólera. Otro día por la mañana, alzando bandera de paz, volvieron a Trápana; aquella noche la pasé con el dolor que imaginarse puede, no tanto por el que mis heridas me causaban, cuanto por imaginar el peligro en que la cruel enemiga mía entre aquellos bárbaros estaba.
»Llegados, pues, como digo, a la ciudad, entró en el puerto la una galeota y la otra se quedó fuera; coronóse luego todo el puerto y la ribera toda de cristianos, y el lindo de Cornelio desde lejos estaba mirando lo que en la galeota pasaba. Acudió luego un mayordomo mío a tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera tratase de mi libertad, sino de la de Leonisa, y que diese por ella todo cuanto valía mi hacienda; y más, le ordené que volviese a tierra y dijese a sus padres de Leonisa que le dejasen a él tratar de la libertad de su hija, y que no se pusiesen en trabajo por ella. Hecho esto, el arráez principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por Leonisa seis mil escudos, y por mí cuatro mil, añadiendo que no daría el uno sin el otro. Pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba enamorado de Leonisa, y no quisiera él rescatalla, sino darle al arráez de la otra galeota, con quien había de partir las presas que se hiciesen por mitad, a mí, en precio de cuatro mil escudos y mil en dinero, que hacían cinco mil, y quedarse con Leonisa por otros cinco mil. Y ésta fue la causa por que nos apreció a los dos en diez mil escudos. Los padres de Leonisa no ofrecieron de su parte nada, atenidos a la promesa que de mi parte mi mayordomo les había hecho, ni Cornelio movió los labios en su provecho; y así, después de muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco mil y por mí tres mil escudos.
»Aceptó Yzuf este partido, forzado de las persuasiones de su compañero y de lo que todos sus soldados le decían; mas, como mi mayordomo no tenía junta tanta cantidad de dineros, pidió tres días de término para juntarlos, con intención de malbaratar mi hacienda hasta cumplir el rescate. Holgóse desto Yzuf, pensando hallar en este tiempo ocasión para que el concierto no pasase adelante; y, volviéndose a la isla de la Fabiana, dijo que llegado el término de los tres días volvería por el dinero. Pero la ingrata fortuna, no cansada de maltratarme, ordenó que estando desde lo más alto de la isla puesta a la guarda una centinela de los turcos, bien dentro a la mar descubrió seis velas latinas, y entendió, como fue verdad, que debían ser, o la escuadra de Malta, o algunas de las de Sicilia. Bajó corriendo a dar la nueva, y en un pensamiento se embarcaron los turcos, que estaban en tierra, cuál guisando de comer, cuál lavando su ropa; y, zarpando con no vista presteza, dieron al agua los remos y al viento las velas, y, puestas las proas en Berbería, en menos de dos horas perdieron de vista las galeras; y así, cubiertos con la isla y con la noche, que venía cerca, se aseguraron del miedo que habían cobrado.
»A tu buena consideración dejo, ¡oh Mahamut amigo!, que consideres cuál iría mi ánimo en aquel viaje, tan contrario del que yo esperaba; y más cuando otro día, habiendo llegado las dos galeotas a la isla de la Pantanalea, por la parte del mediodía, los turcos saltaron en tierra a hacer leña y carne, como ellos dicen; y más, cuando vi que los arráeces saltaron en tierra y se pusieron a hacer las partes de todas las presas que habían hecho. Cada acción déstas fue para mí una dilatada muerte. Viniendo, pues, a la partición mía y de Leonisa, Yzuf dio a Fetala (que así se llamaba el arráez de la otra galeota) seis cristianos, los cuatro para el remo, y dos muchachos hermosísimos, de nación corsos, y a mí con ellos, por quedarse con Leonisa, de lo cual se contentó Fetala. Y, aunque estuve presente a todo esto, nunca pude entender lo que decían, aunque sabía lo que hacían, ni entendiera por entonces el modo de la partición si Fetala no se llegara a mí y me dijera en italiano: ''Cristiano, ya eres mío; en dos mil escudos de oro te me han dado; si quisieres libertad, has de dar cuatro mil, si no, acá morir''. Preguntéle si era también suya la cristiana; díjome que no, sino que Yzuf se quedaba con ella, con intención de volverla mora y casarse con ella. Y así era la verdad, porque me lo dijo uno de los cautivos del remo, que entendía bien el turquesco, y se lo había oído tratar a Yzuf y a Fetala. Díjele a mi amo que hiciese de modo como se quedase con la cristiana, y que le daría por su rescate solo diez mil escudos de oro en oro. Respondióme no ser posible, pero que haría que Yzuf supiese la gran suma que él ofrecía por la cristiana; quizá, llevado del interese, mudaría de intención y la rescataría. Hízolo así, y mandó que todos los de su galeota se embarcasen luego, porque se quería ir a Trípol de Berbería, de donde él era. Yzuf, asimismo, determinó irse a Biserta; y así, se embarcaron con la misma priesa que suelen cuando descubren o galeras de quien temer, o bajeles a quien robar. Movióles a darse priesa, por parecerles que el tiempo mudaba con muestras de borrasca.
»Estaba Leonisa en tierra, pero no en parte que yo la pudiese ver, si no fue que al tiempo del embarcarnos llegamos juntos a la marina. Llevábala de la mano su nuevo amo y su más nuevo amante, y al entrar por la escala que estaba puesta desde tierra a la galeota, volvió los ojos a mirarme, y los míos, que no se quitaban della, la miraron con tan tierno sentimiento y dolor que, sin saber cómo, se me puso una nube ante ellos que me quitó la vista, y sin ella y sin sentido alguno di conmigo en el suelo. Lo mismo, me dijeron después, que había sucedido a Leonisa, porque la vieron caer de la escala a la mar, y que Yzuf se había echado tras della y la sacó en brazos. Esto me contaron dentro de la galeota de mi amo, donde me habían puesto sin que yo lo sintiese; mas, cuando volví de mi desmayo y me vi solo en la galeota, y que la otra, tomando otra derrota, se apartaba de nosotros, llevándose consigo la mitad de mi alma, o, por mejor decir, toda ella, cubrióseme el corazón de nuevo, y de nuevo maldije mi ventura y llamé a la muerte a voces; y eran tales los sentimientos que hacía, que mi amo, enfadado de oírme, con un grueso palo me amenazó que, si no callaba, me maltrataría. Reprimí las lágrimas, recogí los suspiros, creyendo que con la fuerza que les hacía reventarían por parte que abriesen puerta al alma, que tanto deseaba desamparar este miserable cuerpo; mas la suerte, aún no contenta de haberme puesto en tan encogido estrecho, ordenó de acabar con todo, quitándome las esperanzas de todo mi remedio; y fue que en un instante se declaró la borrasca que ya se temía, y el viento que de la parte de mediodía soplaba y nos embestía por la proa, comenzó a reforzar con tanto brío, que fue forzoso volverle la popa y dejar correr el bajel por donde el viento quería llevarle.
»Llevaba designio el arraéz de despuntar la isla y tomar abrigo en ella por la banda del norte, mas sucedióle al revés su pensamiento, porque el viento cargó con tanta furia que, todo lo que habíamos navegado en dos días, en poco más de catorce horas nos vimos a seis millas o siete de la propia isla de donde habíamos partido, y sin remedio alguno íbamos a embestir en ella, y no en alguna playa, sino en unas muy levantadas peñas que a la vista se nos ofrecían, amenazando de inevitable muerte a nuestras vidas. Vimos a nuestro lado la galeota de nuestra conserva, donde estaba Leonisa, y a todos sus turcos y cautivos remeros haciendo fuerza con los remos para entretenerse y no dar en las peñas. Lo mismo hicieron los de la nuestra, con más ventaja y esfuerzo, a lo que pareció, que los de la otra, los cuales, cansados del trabajo y vencidos del tesón del viento y de la tormenta, soltando los remos, se abandonaron y se dejaron ir a vista de nuestros ojos a embestir en las peñas, donde dio la galeota tan grande golpe que toda se hizo pedazos. Comenzaba a cerrar la noche, y fue tamaña la grita de los que se perdían y el sobresalto de los que en nuestro bajel temían perderse, que ninguna cosa de las que nuestro arráez mandaba se entendía ni se hacía; sólo se atendía a no dejar los remos de las manos, tomando por remedio volver la proa al viento y echar las dos áncoras a la mar, para entretener con esto algún tiempo la muerte, que por cierta tenían. Y, aunque el miedo de morir era general en todos, en mí era muy al contrario, porque con la esperanza engañosa de ver en el otro mundo a la que había tan poco que déste se había partido, cada punto que la galeota tardaba en anegarse o en embestir en las peñas, era para mí un siglo de más penosa muerte. Las levantadas olas, que por encima del bajel y de mi cabeza pasaban, me hacían estar atento a ver si en ellas venía el cuerpo de la desdichada Leonisa.
»No quiero detenerme ahora, ¡oh Mahamut!, en contarte por menudo los sobresaltos, los temores, las ansias, los pensamientos que en aquella luenga y amarga noche tuve y pasé, por no ir contra lo que primero propuse de contarte brevemente mi desventura. Basta decirte que fueron tantos y tales que, si la muerte viniera en aquel tiempo, tuviera bien poco que hacer en quitarme la vida.
»Vino el día con muestras de mayor tormenta que la pasada, y hallamos que el bajel había virado un gran trecho, habiéndose desviado de las peñas un buen trecho, y llegádose a una punta de la isla; y, viéndose tan a pique de doblarla, turcos y cristianos, con nueva esperanza y fuerzas nuevas, al cabo de seis horas doblamos la punta, y hallamos más blando el mar y más sosegado, de modo que más fácilmente nos aprovechamos de los remos, y, abrigados con la isla, tuvieron lugar los turcos de saltar en tierra para ir a ver si había quedado alguna reliquia de la galeota que la noche antes dio en las peñas; mas aún no quiso el cielo concederme el alivio que esperaba tener de ver en mis brazos el cuerpo de Leonisa; que, aunque muerto y despedazado, holgara de verle, por romper aquel imposible que mi estrella me puso de juntarme con él, como mis buenos deseos merecían; y así, rogué a un renegado que quería desembarcarse que le buscase y viese si la mar lo había arrojado a la orilla. Pero, como ya he dicho, todo esto me negó el cielo, pues al mismo instante tornó a embravecerse el viento, de manera que el amparo de la isla no fue de algún provecho. Viendo esto Fetala, no quiso contrastar contra la fortuna, que tanto le perseguía, y así, mandó poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela; volvió la proa a la mar y la popa al viento; y, tomando él mismo el cargo del timón, se dejó correr por el ancho mar, seguro que ningún impedimento le estorbaría su camino. Iban los remos igualados en la crujía y toda la gente sentada por los bancos y ballesteras, sin que en toda la galeota se descubriese otra persona que la del cómitre, que por más seguridad suya se hizo atar fuertemente al estanterol. Volaba el bajel con tanta ligereza que, en tres días y tres noches, pasando a la vista de Trápana, de Melazo y de Palermo, embocó por el faro de Micina, con maravilloso espanto de los que iban dentro y de aquellos que desde la tierra los miraban.
»En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue en su porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan largo rodeo, como fue bajar casi toda la isla de Sicilia, llegamos a Trípol de Berbería, adonde a mi amo (antes de haber hecho con sus levantes la cuenta del despojo, y dádoles lo que les tocaba, y su quinto al rey, como es costumbre) le dio un dolor de costado tal, que dentro de tres días dio con él en el infierno. Púsose luego el rey de Trípol en toda su hacienda, y el alcaide de los muertos que allí tiene el Gran Turco (que, como sabes, es heredero de los que no le dejan en su muerte); estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala, mi amo, y yo cupe a éste, que entonces era virrey de Trípol; y de allí a quince días le vino la patente de virrey de Chipre, con el cual he venido hasta aquí sin intento de rescatarme, porque él me ha dicho muchas veces que me rescate, pues soy hombre principal, como se lo dijeron los soldados de Fetala, jamás he acudido a ello, antes le he dicho que le engañaron los que le dijeron grandezas de mi posibilidad. Y si quieres, Mahamut, que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero volver a parte donde por alguna vía pueda tener cosa que me consuele, y quiero que, juntándose a la vida del cautiverio, los pensamientos y memorias que jamás me dejan de la muerte de Leonisa vengan a ser parte para que yo no la tenga jamás de gusto alguno. Y si es verdad que los continuos dolores forzosamente se han de acabar o acabar a quien los padece, los míos no podrán dejar de hacello, porque pienso darles rienda de manera que, a pocos días, den alcance a la miserable vida que tan contra mi voluntad sostengo.
»Éste es, ¡oh Mahamut hermano!, el triste suceso mío; ésta es la causa de mis suspiros y de mis lágrimas; mira tú ahora y considera si es bastante para sacarlos de lo profundo de mis entrañas y para engendrarlos en la sequedad de mi lastimado pecho. Leonisa murió, y con ella mi esperanza; que, puesto que la que tenía, ella viviendo, se sustentaba de un delgado cabello, todavía, todavía...»
Y en este «todavía» se le pegó la lengua al paladar, de manera que no pudo hablar más palabra ni detener las lágrimas, que, como suele decirse, hilo a hilo le corrían por el rostro, en tanta abundancia, que llegaron a humedecer el suelo. Acompañóle en ellas Mahamut; pero, pasándose aquel parasismo, causado de la memoria renovada en el amargo cuento, quiso Mahamut consolar a Ricardo con las mejores razones que supo; mas él se las atajó, diciéndole:
-Lo que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en desgracia de mi amo, y de todos aquellos con quien yo comunicare; para que, siendo aborrecido dél y dellos, los unos y los otros me maltraten y persigan de suerte que, añadiendo dolor a dolor y pena a pena, alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida.
-Ahora he hallado ser verdadero -dijo Mahamut-, lo que suele decirse: que lo que se sabe sentir se sabe decir, puesto que algunas veces el sentimiento enmudece la lengua; pero, comoquiera que ello sea, Ricardo, ora llegue tu dolor a tus palabras, ora ellas se le aventajen, siempre has de hallar en mí un verdadero amigo, o para ayuda o para consejo; que, aunque mis pocos años y el desatino que he hecho en vestirme este hábito están dando voces que de ninguna destas dos cosas que te ofrezco se puede fiar ni esperar alguna, yo procuraré que no salga verdadera esta sospecha, ni pueda tenerse por cierta tal opinión. Y, puesto que tú no quieras ni ser aconsejado ni favorecido, no por eso dejaré de hacer lo que te conviniere, como suele hacerse con el enfermo, que pide lo que no le dan y le dan lo que le conviene. No hay en toda esta ciudad quien pueda ni valga más que el cadí, mi amo, ni aun el tuyo, que viene por visorrey della, ha de poder tanto; y, siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que soy el que más puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero. Digo esto, porque podría ser dar traza con él para que vinieses a ser suyo, y, estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer, así para consolarte, si quisieres o pudieres tener consuelo, y a mí para salir désta a mejor vida, o, a lo menos, a parte donde la tenga más segura cuando la deje.
-Yo te agradezco -respondió Ricardo-, Mahamut, la amistad que me ofreces, aunque estoy cierto que, con cuanto hicieres, no has de poder cosa que en mi provecho resulte. Pero dejemos ahora esto y vamos a las tiendas, porque, a lo que veo, sale de la ciudad mucha gente, y sin duda es el antiguo virrey que sale a estarse en la campaña, por dar lugar a mi amo que entre en la ciudad a hacer la residencia.
-Así es -dijo Mahamut-; ven, pues, Ricardo, y verás las ceremonias con que se reciben; que sé que gustarás de verlas.
-Vamos en buena hora -dijo Ricardo-; quizá te habré menester si acaso el guardián de los cautivos de mi amo me ha echado menos, que es un renegado, corso de nación y de no muy piadosas entrañas.
Con esto dejaron la plática, y llegaron a las tiendas a tiempo que llegaba el antiguo bajá, y el nuevo le salía a recebir a la puerta de la tienda.
Venía acompañado Alí Bajá (que así se llamaba el que dejaba el gobierno) de todos los jenízaros que de ordinario están de presidio en Nicosia, después que los turcos la ganaron, que serían hasta quinientos. Venían en dos alas o hileras, los unos con escopetas y los otros con alfanjes desnudos. Llegaron a la puerta del nuevo bajá Hazán, la rodearon todos, y Alí Bajá, inclinando el cuerpo, hizo reverencia a Hazán, y él con menos inclinación le saludó. Luego se entró Alí en el pabellón de Hazán, y los turcos le subieron sobre un poderoso caballo ricamente aderezado, y, trayéndole a la redonda de las tiendas y por todo un buen espacio de la campaña, daban voces y gritos, diciendo en su lengua: «¡Viva, viva Solimán sultán, y Hazán Bajá en su nombre!» Repitieron esto muchas veces, reforzando las voces y los alaridos, y luego le volvieron a la tienda, donde había quedado Alí Bajá, el cual, con el cadí y Hazán, se encerraron en ella por espacio de una hora solos. Dijo Mahamut a Ricardo que se habían encerrado a tratar de lo que convenía hacer en la ciudad cerca de las obras que Alí dejaba comenzadas. De allí a poco tiempo salió el cadí a la puerta de la tienda, y dijo a voces en lengua turquesca, arábiga y griega, que todos los que quisiesen entrar a pedir justicia, o otra cosa contra Alí Bajá, podrían entrar libremente; que allí estaba Hazán Bajá, a quien el Gran Señor enviaba por virrey de Chipre, que les guardaría toda razón y justicia. Con esta licencia, los jenízaros dejaron desocupada la puerta de la tienda y dieron lugar a que entrasen los que quisiesen. Mahamut hizo que entrase con él Ricardo, que, por ser esclavo de Hazán, no se le impidió la entrada.
Entraron a pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos, y todos de cosas de tan poca importancia, que las más despachó el cadí sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas; que todas las causas, si no son las matrimoniales, se despachan en pie y en un punto, más a juicio de buen varón que por ley alguna. Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal.
En esto entró un chauz, que es como alguacil, y dijo que estaba a la puerta de la tienda un judío que traía a vender una hermosísima cristiana; mandó el cadí que le hiciese entrar, salió el chauz, y volvió a entrar luego, y con él un venerable judío, que traía de la mano a una mujer vestida en hábito berberisco, tan bien aderezada y compuesta que no lo pudiera estar tan bien la más rica mora de Fez ni de Marruecos, que en aderezarse llevan la ventaja a todas las africanas, aunque entren las de Argel con sus perlas tantas. Venía cubierto el rostro con un tafetán carmesí; por las gargantas de los pies, que se descubrían, parecían dos carcajes (que así se llaman las manillas en arábigo), al parecer de puro oro; y en los brazos, que asimismo por una camisa de cendal delgado se descubrían o traslucían, traía otros carcajes de oro sembrados de muchas perlas; en resolución, en cuanto el traje, ella venía rica y gallardamente aderezada.
Admirados desta primera vista el cadí y los demás bajaes, antes que otra cosa dijesen ni preguntasen, mandaron al judío que hiciese que se quitase el antifaz la cristiana. Hízolo así, y descubrió un rostro que así deslumbró los ojos y alegró los corazones de los circunstantes, como el sol que, por entre cerradas nubes, después de mucha escuridad, se ofrece a los ojos de los que le desean: tal era la belleza de la cautiva cristiana, y tal su brío y su gallardía. Pero en quien con más efeto hizo impresión la maravillosa luz que había descubierto, fue en el lastimado Ricardo, como en aquel que mejor que otro la conocía, pues era su cruel y amada Leonisa, que tantas veces y con tantas lágrimas por él había sido tenida y llorada por muerta.
Quedó a la improvisa vista de la singular belleza de la cristiana traspasado y rendido el corazón de Alí, y en el mismo grado y con la misma herida se halló el de Hazán, sin quedarse esento de la amorosa llaga el del cadí, que, más suspenso que todos, no sabía quitar los ojos de los hermosos de Leonisa. Y, para encarecer las poderosas fuerzas de amor, se ha de saber que en aquel mismo punto nació en los corazones de los tres una, a su parecer, firme esperanza de alcanzarla y de gozarla; y así, sin querer saber el cómo, ni el dónde, ni el cuándo había venido a poder del judío, le preguntaron el precio que por ella quería.
El codicioso judío respondió que cuatro mil doblas, que vienen a ser dos mil escudos; mas, apenas hubo declarado el precio, cuando Alí Bajá dijo que él los daba por ella, y que fuese luego a contar el dinero a su tienda. Empero Hazán Bajá, que estaba de parecer de no dejarla, aunque aventurase en ello la vida, dijo:
-Yo asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío pide, y no las diera ni me pusiera a ser contrario de lo que Alí ha dicho si no me forzara lo que él mismo dirá que es razón que me obligue y fuerce, y es que esta gentil esclava no pertenece para ninguno de nosotros, sino para el Gran Señor solamente; y así, digo que en su nombre la compro: veamos ahora quién será el atrevido que me la quite.
-Yo seré -replicó Alí-, porque para el mismo efeto la compro, y estáme a mí más a cuento hacer al Gran Señor este presente, por la comodidad de llevarla luego a Constantinopla, granjeando con él la voluntad del Gran Señor; que, como hombre que quedo, Hazán, como tú vees, sin cargo alguno, he menester buscar medios de tenelle, de lo que tú estás seguro por tres años, pues hoy comienzas a mandar y a gobernar este riquísimo reino de Chipre. Así que, por estas razones y por haber sido yo el primero que ofrecí el precio por la cautiva, está puesto en razón, ¡oh Hazán!, que me la dejes.
-Tanto más es de agradecerme a mí -respondió Hazán- el procurarla y enviarla al Gran Señor, cuanto lo hago sin moverme a ello interés alguno; y, en lo de la comodidad de llevarla, una galeota armaré con sola mi chusma y mis esclavos que la lleve.
Azoróse con estas razones Alí, y, levantándose en pie, empuñó el alfanje, diciendo:
-Siendo, ¡oh Hazán!, mis intentos unos, que es presentar y llevar esta cristiana al Gran Señor, y, habiendo sido yo el comprador primero, está puesto en razón y en justicia que me la dejes a mí; y, cuando otra cosa pensares, este alfanje que empuño defenderá mi derecho y castigará tu atrevimiento.
El cadí, que a todo estaba atento, y que no menos que los dos ardía, temeroso de quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder atajar el gran fuego que se había encendido, y, juntamente, quedarse con la cautiva, sin dar alguna sospecha de su dañada intención; y así, levantándose en pie, se puso entre los dos, que ya también lo estaban, y dijo:
-Sosiégate, Hazán, y tú, Alí, estáte quedo; que yo estoy aquí, que sabré y podré componer vuestras diferencias de manera que los dos consigáis vuestros intentos, y el Gran Señor, como deseáis, sea servido.
A las palabras del cadí obedecieron luego; y aun si otra cosa más dificultosa les mandara, hicieran lo mismo: tanto es el respecto que tienen a sus canas los de aquella dañada secta. Prosiguió, pues, el cadí, diciendo:
-Tú dices, Alí, que quieres esta cristiana para el Gran Señor, y Hazán dice lo mismo; tú alegas que por ser el primero en ofrecer el precio ha de ser tuya; Hazán te lo contradice; y, aunque él no sabe fundar su razón, yo hallo que tiene la misma que tú tienes, y es la intención, que sin duda debió de nacer a un mismo tiempo que la tuya, en querer comprar la esclava para el mismo efeto; sólo le llevaste tú la ventaja en haberte declarado primero, y esto no ha de ser parte para que de todo en todo quede defraudado su buen deseo; y así, me parece ser bien concertaros en esta forma: que la esclava sea de entrambos; y, pues el uso della ha de quedar a la voluntad del Gran Señor, para quien se compró, a él toca disponer della; y, en tanto, pagarás tú, Hazán, dos mil doblas, y Alí otras dos mil, y quedaráse la cautiva en poder mío para que en nombre de entrambos yo la envíe a Constantinopla, porque no quede sin algún premio, siquiera por haberme hallado presente; y así, me ofrezco de enviarla a mi costa, con la autoridad y decencia que se debe a quien se envía, escribiendo al Gran Señor todo lo que aquí ha pasado y la voluntad que los dos habéis mostrado a su servicio.
No supieron, ni pudieron, ni quisieron contradecirle los dos enamorados turcos; y, aunque vieron que por aquel camino no conseguían su deseo, hubieron de pasar por el parecer del cadí, formando y criando cada uno allá en su ánimo una esperanza que, aunque dudosa, les prometía poder llegar al fin de sus encendidos deseos. Hazán, que se quedaba por virrey en Chipre, pensaba dar tantas dádivas al cadí que, vencido y obligado, le diese la cautiva; Alí imaginó de hacer un hecho que le aseguró salir con lo que deseaba. Y, teniendo por cierto cada cual su designio, vinieron con facilidad en lo que el cadí quiso, y, de consentimiento y voluntad de los dos, se la entregaron luego, y luego pagaron al judío cada uno dos mil doblas. Dijo el judío que no la había de dar con los vestidos que tenía, porque valían otras dos mil doblas; y así era la verdad, a causa que en los cabellos, que parte por las espaldas sueltos traía y parte atados y enlazados por la frente, se parecían algunas hileras de perlas que con estremada gracia se enredaban con ellos. Las manillas de los pies y manos asimismo venían llenas de gruesas perlas. El vestido era una almalafa de raso verde, toda bordada y llena de trencillas de oro. En fin, les pareció a todos que el judío anduvo corto en el precio que pidió por el vestido, y el cadí, por no mostrarse menos liberal que los dos bajaes, dijo que él quería pagarle, porque de aquella manera se presentase al Gran Señor la cristiana. Tuviéronlo por bien los dos competidores, creyendo cada uno que todo había de venir a su poder.
Falta ahora por decir lo que sintió Ricardo de ver andar en almoneda su alma, y los pensamientos que en aquel punto le vinieron, y los temores que le sobresaltaron, viendo que el haber hallado a su querida prenda era para más perderla; no sabía darse a entender si estaba dormiendo o despierto, no dando crédito a sus mismos ojos de lo que veían, porque le parecía cosa imposible ver tan impensadamente delante dellos a la que pensaba que para siempre los había cerrado. Llegóse en esto a su amigo Mahamut y díjole:
-¿No la conoces, amigo?
-No la conozco -dijo Mahamut.
-Pues has de saber -replicó Ricardo- que es Leonisa.
-¿Qué es lo que dices, Ricardo? -dijo Mahamut.
-Lo que has oído -dijo Ricardo.
-Pues calla y no la descubras -dijo Mahamut-, que la ventura va ordenando que la tengas buena y próspera, porque ella va a poder de mi amo.
-¿Parécete -dijo Ricardo- que será bien ponerme en parte donde pueda ser visto?
-No -dijo Mahamut- porque no la sobresaltes o te sobresaltes, y no vengas a dar indicio de que la conoces ni que la has visto; que podría ser que redundase en perjuicio de mi designio.
-Seguiré tu parecer -respondió Ricardo.
Y ansí, anduvo huyendo de que sus ojos se encontrasen con los de Leonisa, la cual tenía los suyos, en tanto que esto pasaba, clavados en el suelo, derramando algunas lágrimas. Llegóse el cadí a ella, y, asiéndola de la mano, se la entregó a Mahamut, mandándole que la llevase a la ciudad y se la entregase a su señora Halima, y le dijese la tratase como a esclava del Gran Señor. Hízolo así Mahamut y dejó sólo a Ricardo, que con los ojos fue siguiendo a su estrella hasta que se le encubrió con la nube de los muros de Nicosia. Llegóse al judío y preguntóle que adónde había comprado, o en qué modo había venido a su poder aquella cautiva cristiana. El judío le respondió que en la isla de la Pantanalea la había comprado a unos turcos que allí habían dado al través; y, queriendo proseguir adelante, lo estorbó el venirle a llamar de parte de los bajaes, que querían preguntarle lo que Ricardo deseaba saber; y con esto se despidió dél.
En el camino que había desde las tiendas a la ciudad, tuvo lugar Mahamut de preguntar a Leonisa, en lengua italiana, que de qué lugar era. La cual le respondió que de la ciudad de Trápana. Preguntóle asimismo Mahamut si conocía en aquella ciudad a un caballero rico y noble que se llamaba Ricardo. Oyendo lo cual Leonisa, dio un gran suspiro y dijo:
-Sí conozco, por mi mal.
-¿Cómo por vuestro mal? -dijo Mahamut.
-Porque él me conoció a mí por el suyo y por mi desventura -respondió Leonisa.
-¿Y, por ventura -preguntó Mahamut-, conocistes también en la misma ciudad a otro caballero de gentil disposición, hijo de padres muy ricos, y él por su persona muy valiente, muy liberal y muy discreto, que se llamaba Cornelio?
-También le conozco -respondió Leonisa-, y podré decir más por mi mal que no a Ricardo. Mas, ¿quién sois vos, señor, que los conocéis y por ellos me preguntáis?
-Soy -dijo Mahamut- natural de Palermo, que por varios accidentes estoy en este traje y vestido, diferente del que yo solía traer, y conózcolos porque no ha muchos días que entrambos estuvieron en mi poder, que a Cornelio le cautivaron unos moros de Trípol de Berbería y le vendieron a un turco que le trujo a esta isla, donde vino con mercancías, porque es mercader de Rodas, el cual fiaba de Cornelio toda su hacienda.
-Bien se la sabrá guardar -dijo Leonisa-, porque sabe guardar muy bien la suya; pero decidme, señor, ¿cómo o con quién vino Ricardo a esta isla?
-Vino -respondió Mahamut- con un cosario que le cautivó estando en un jardín de la marina de Trápana, y con él dijo que habían cautivado a una doncella que nunca me quiso decir su nombre. Estuvo aquí algunos días con su amo, que iba a visitar el sepulcro de Mahoma, que está en la ciudad de Almedina, y al tiempo de la partida cayó Ricardo muy enfermo y indispuesto, que su amo me lo dejó, por ser de mi tierra, para que le curase y tuviese cargo dél hasta su vuelta, o que si por aquí no volviese, se le enviase a Constantinopla, que él me avisaría cuando allá estuviese. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, pues el sin ventura de Ricardo, sin tener accidente alguno, en pocos días se acabaron los de su vida, siempre llamando entre sí a una Leonisa, a quien él me había dicho que quería más que a su vida y a su alma; la cual Leonisa me dijo que en una galeota que había dado al través en la isla de la Pantanalea se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba y siempre plañía, hasta que le trujo a término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo, sino muestras de dolor en el alma.
-Decidme, señor, -replicó Leonisa-, ese mozo que decís, en las pláticas que trató con vos (que, como de una patria, debieron ser muchas), ¿nombró alguna vez a esa Leonisa con todo el modo con que a ella y a Ricardo cautivaron?
-Sí nombró -dijo Mahamut-, y me preguntó si había aportado por esta isla una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría de hallar para rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de que no era tan rica como él pensaba, aunque podía ser que por haberla gozado la tuviese en menos; que, como no pasasen de trecientos o cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por ella, porque un tiempo la había tenido alguna afición.
-Bien poca debía de ser -dijo Leonisa-, pues no pasaba de cuatrocientos escudos; más liberal es Ricardo, y más valiente y comedido; Dios perdone a quien fue causa de su muerte, que fui yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta; y sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento, que viera que tenía de su desgracia el que él mostró de la mía. Yo, señor, como ya os he dicho, soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de Ricardo, que, por muy muchos y varios casos, he venido a este miserable estado en que me veo; y, aunque es tan peligroso, siempre, por favor del cielo, he conservado en él la entereza de mi honor, con la cual vivo contenta en mi miseria. Ahora, ni sé donde estoy, ni quién es mi dueño, ni adónde han de dar conmigo mis contrarios hados, por lo cual os ruego, señor, siquiera por la sangre que de cristiano tenéis, me aconsejéis en mis trabajos; que, puesto que el ser muchos me han hecho algo advertida, sobrevienen cada momento tantos y tales, que no sé cómo me he de avenir con ellos.
A lo cual respondió Mahamut que él haría lo que pudiese en servirla, aconsejándola y ayudándola con su ingenio y con sus fuerzas; advirtióla de la diferencia que por su causa habían tenido los dos bajaes, y cómo quedaba en poder del cadí, su amo, para llevarla presentada al Gran Turco Selín a Constantinopla; pero que, antes que esto tuviese efeto, tenía esperanza en el verdadero Dios, en quien él creía, aunque mal cristiano, que lo había de disponer de otra manera, y que la aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí, su amo, en cuyo poder había de estar hasta que la enviasen a Constantinopla, advirtiéndola de la condición de Halima; y con ésas le dijo otras cosas de su provecho, hasta que la dejó en su casa y en poder de Halima, a quien dijo el recaudo de su amo.
Recibióla bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa. Mahamut se volvió a las tiendas a contar a Ricardo lo que con Leonisa le había pasado; y, hallándole, se lo contó todo punto por punto, y, cuando llegó al del sentimiento que Leonisa había hecho cuando le dijo que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas a los ojos. Díjole cómo había fingido el cuento del cautiverio de Cornelio, por ver lo que ella sentía; advirtióle la tibieza y la malicia con que de Cornelio había hablado; todo lo cual fue píctima para el afligido corazón de Ricardo, el cual dijo a Mahamut:
-Acuérdome, amigo Mahamut, de un cuento que me contó mi padre, que ya sabes cuán curioso fue, y oíste cuánta honra le hizo el Emperador Carlos Quinto, a quien siempre sirvió en honrosos cargos de la guerra. Digo que me contó que, cuando el Emperador estuvo sobre Túnez, y la tomó con la fuerza de la Goleta, estando un día en la campaña y en su tienda, le trujeron a presentar una mora por cosa singular en belleza, y que al tiempo que se la presentaron entraban algunos rayos del sol por unas partes de la tienda y daban en los cabellos de la mora, que con los mismos del sol en ser rubios competían: cosa nueva en las moras, que siempre se precian de tenerlos negros. Contaba que en aquella ocasión se hallaron en la tienda, entre otros muchos, dos caballeros españoles: el uno era andaluz y el otro era catalán, ambos muy discretos y ambos poetas; y, habiéndola visto el andaluz, comenzó con admiración a decir unos versos que ellos llaman coplas, con unas consonancias o consonantes dificultosos, y, parando en los cinco versos de la copla, se detuvo sin darle fin ni a la copla ni a la sentencia, por no ofrecérsele tan de improviso los consonantes necesarios para acabarla; mas el otro caballero, que estaba a su lado y había oído los versos, viéndole suspenso, como si le hurtara la media copla de la boca, la prosiguió y acabó con las mismas consonancias. Y esto mismo se me vino a la memoria cuando vi entrar a la hermosísima Leonisa por la tienda del bajá, no solamente escureciendo los rayos del sol si la tocaran, sino a todo el cielo con sus estrellas.
-Paso, no más -dijo Mahamut-; detente, amigo Ricardo, que a cada paso temo que has de pasar tanto la raya en las alabanzas de tu bella Leonisa que, dejando de parecer cristiano, parezcas gentil. Dime, si quieres, esos versos o coplas, o como los llamas, que después hablaremos en otras cosas que sean de más gusto, y aun quizá de más provecho.
-En buen hora -dijo Ricardo-; y vuélvote a advertir que los cinco versos dijo el uno y los otros cinco el otro, todos de improviso; y son éstos:
Como cuando el sol asoma
por una montaña baja
y de súpito nos toma,
y con su vista nos doma
nuestra vista y la relaja;
como la piedra balaja,
que no consiente carcoma,
tal es el tu rostro, Aja,
dura lanza de Mahoma,
que las mis entrañas raja.
-Bien me suenan al oído -dijo Mahamut-, y mejor me suena y me parece que estés para decir versos, Ricardo, porque el decirlos o el hacerlos requieren ánimos de ánimos desapasionados.
-También se suelen -respondió Ricardo- llorar endechas, como cantar himnos, y todo es decir versos; pero, dejando esto aparte, dime qué piensas hacer en nuestro negocio, que, puesto que no entendí lo que los bajaes trataron en la tienda, en tanto que tú llevaste a Leonisa, me lo contó un renegado de mi amo, veneciano, que se halló presente y entiende bien la lengua turquesca; y lo que es menester ante todas cosas es buscar traza cómo Leonisa no vaya a mano del Gran Señor.
-Lo primero que se ha de hacer -respondió Mahamut- es que tú vengas a poder de mi amo; que, esto hecho, después nos aconsejaremos en lo que más nos conviniere.
En esto, vino el guardián de los cautivos cristianos de Hazán, y llevó consigo a Ricardo. El cadí volvió a la ciudad con Hazán, que en breves días hizo la residencia de Alí y se la dio cerrada y sellada, para que se fuese a Constantinopla. Él se fue luego, dejando muy encargado al cadí que con brevedad enviase la cautiva, escribiendo al Gran Señor de modo que le aprovechase para sus pretensiones. Prometióselo el cadí con traidoras entrañas, porque las tenía hechas ceniza por la cautiva. Ido Alí lleno de falsas esperanzas, y quedando Hazán no vacío de ellas, Mahamut hizo de modo que Ricardo vino a poder de su amo. Íbanse los días, y el deseo de ver a Leonisa apretaba tanto a Ricardo, que no alcanzaba un punto de sosiego. Mudóse Ricardo el nombre en el de Mario, porque no llegase el suyo a oídos de Leonisa antes que él la viese; y el verla era muy dificultoso, a causa que los moros son en estremo celosos y encubren de todos los hombres los rostros de sus mujeres, puesto que en mostrarse ellas a los cristianos no se les hace de mal; quizá debe de ser que, por ser cautivos, no los tienen por hombres cabales.
Avino, pues, que un día la señora Halima vio a su esclavo Mario, y tan visto y tan mirado fue, que se le quedó grabado en el corazón y fijo en la memoria; y, quizá poco contenta de los abrazos flojos de su anciano marido, con facilidad dio lugar a un mal deseo, y con la misma dio cuenta dél a Leonisa, a quien ya quería mucho por su agradable condición y proceder discreto, y tratábala con mucho respecto, por ser prenda del Gran Señor. Díjole cómo el cadí había traído a casa un cautivo cristiano, de tan gentil donaire y parecer, que a sus ojos no había visto más lindo hombre en toda su vida, y que decían que era chilibí (que quiere decir caballero) y de la misma tierra de Mahamut, su renegado, y que no sabía cómo darle a entender su voluntad, sin que el cristiano la tuviese en poco por habérsela declarado. Preguntóle Leonisa cómo se llamaba el cautivo, y díjole Halima que se llamaba Mario; a lo cual replicó Leonisa:
-Si él fuera caballero y del lugar que dicen, yo le conociera, más dese nombre Mario no hay ninguno en Trápana; pero haz, señora, que yo le vea y hable, que te diré quién es y lo que dél se puede esperar.
-Así será -dijo Halima-, porque el viernes, cuando esté el cadí haciendo la zalá en la mezquita, le haré entrar acá dentro, donde le podrás hablar a solas; y si te pareciere darle indicios de mi deseo, haráslo por el mejor modo que pudieres.
Esto dijo Halima a Leonisa, y no habían pasado dos horas cuando el cadí llamó a Mahamut y a Mario, y, con no menos eficacia que Halima había descubierto su pecho a Leonisa, descubrió el enamorado viejo el suyo a sus dos esclavos, pidiéndoles consejo en lo que haría para gozar de la cristiana y cumplir con el Gran Señor, cuya ella era, diciéndoles que antes pensaba morir mil veces que entregalla una al Gran Turco. Con tales afectos decía su pasión el religioso moro, que la puso en los corazones de sus dos esclavos, que todo lo contrario de lo que él pensaba pensaban. Quedó puesto entre ellos que Mario, como hombre de su tierra, aunque había dicho que no la conocía, tomase la mano en solicitarla y en declararle la voluntad suya; y, cuando por este modo no se pudiese alcanzar, que usaría el de la fuerza, pues estaba en su poder. Y, esto hecho, con decir que era muerta, se escusarían de enviarla a Constantinopla.
Contentísimo quedó el cadí con el parecer de sus esclavos, y, con la imaginada alegría, ofreció desde luego libertad a Mahamut, mandándole la mitad de su hacienda después de sus días; asimismo prometió a Mario, si alcanzaba lo que quería, libertad y dineros con que volviese a su tierra rico, honrado y contento. Si él fue liberal en prometer, sus cautivos fueron pródigos ofreciéndole de alcanzar la luna del cielo, cuanto más a Leonisa, como él diese comodidad de hablarla.
-Ésa daré yo a Mario cuanta él quisiere -respondió el cadí-, porque haré que Halima se vaya en casa de sus padres, que son griegos cristianos, por algunos días; y, estando fuera, mandaré al portero que deje entrar a Mario dentro de casa todas las veces que él quisiere, y diré a Leonisa que bien podrá hablar con su paisano cuando le diere gusto.
Desta manera comenzó a volver el viento de la ventura de Ricardo, soplando en su favor, sin saber lo que hacían sus mismos amos.
Tomado, pues, entre los tres este apuntamiento, quien primero le puso en plática fue Halima, bien así como mujer, cuya naturaleza es fácil y arrojadiza para todo aquello que es de su gusto. Aquel mismo día dijo el cadí a Halima que cuando quisiese podría irse a casa de sus padres a holgarse con ellos los días que gustase. Pero, como ella estaba alborozada con las esperanzas que Leonisa le había dado, no sólo no se fuera a casa de sus padres, sino al fingido paraíso de Mahoma no quisiera irse; y así, le respondió que por entonces no tenía tal voluntad, y que cuando ella la tuviese lo diría, mas que había de llevar consigo a la cautiva cristiana.
-Eso no -replicó el cadí-, que no es bien que la prenda del Gran Señor sea vista de nadie; y más, que se le ha de quitar que converse con cristianos, pues sabéis que, en llegando a poder del Gran Señor, la han de encerrar en el serrallo y volverla turca, quiera o no quiera.
-Como ella ande conmigo -replicó Halima-, no importa que esté en casa de mis padres, ni que comunique con ellos, que más comunico yo, y no dejo por eso de ser buena turca; y más, que lo más que pienso estar en su casa serán hasta cuatro o cinco días, porque el amor que os tengo no me dará licencia para estar tanto ausente y sin veros.
No la quiso replicar el cadí, por no darle ocasión de engendrar alguna sospecha de su intención.
Llegóse en esto el viernes, y él se fue a la mezquita, de la cual no podía salir en casi cuatro horas; y, apenas le vio Halima apartado de los umbrales de casa, cuando mandó llamar a Mario; mas no le dejaba entrar un cristiano corso que servía de portero en la puerta del patio, si Halima no le diera voces que le dejase; y así, entró confuso y temblando, como si fuera a pelear con un ejército de enemigos.
Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda del Bajá, sentada al pie de una escalera grande de mármol que a los corredores subía. Tenía la cabeza inclinada sobre la palma de la mano derecha y el brazo sobre las rodillas, los ojos a la parte contraria de la puerta por donde entró Mario, de manera que, aunque él iba hacia la parte donde ella estaba, ella no le veía. Así como entró Ricardo, paseó toda la casa con los ojos, y no vio en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta que paró la vista donde Leonisa estaba. En un instante, al enamorado Ricardo le sobrevinieron tantos pensamientos, que le suspendieron y alegraron, considerándose veinte pasos, a su parecer, o poco más, desviado de su felicidad y contento: considerábase cautivo, y a su gloria en poder ajeno. Estas cosas revolviendo entre sí mismo, se movía poco a poco, y, con temor y sobresalto, alegre y triste, temeroso y esforzado, se iba llegando al centro donde estaba el de su alegría, cuando a deshora volvió el rostro Leonisa, y puso los ojos en los de Mario, que atentamente la miraba. Mas, cuando la vista de los dos se encontraron, con diferentes efetos dieron señal de lo que sus almas habían sentido. Ricardo se paró y no pudo echar pie adelante; Leonisa, que por la relación de Mahamut tenía a Ricardo por muerto, y el verle vivo tan no esperadamente, llena de temor y espanto, sin quitar dél los ojos ni volver las espaldas, volvió atrás cuatro o cinco escalones, y, sacando una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguó infinitas, como si alguna fantasma o otra cosa del otro mundo estuviera mirando.
Volvió Ricardo de su embelesamiento, y conoció, por lo que Leonisa hacía, la verdadera causa de su temor, y así le dijo:
-A mí me pesa, ¡oh hermosa Leonisa!, que no hayan sido verdad las nuevas que de mi muerte te dio Mahamut, porque con ella escusara los temores que ahora tengo de pensar si todavía está en su ser y entereza el rigor que contino has usado conmigo. Sosiégate, señora, y baja, y si te atreves a hacer lo que nunca hiciste, que es llegarte a mí, llega y verás que no soy cuerpo fantástico: Ricardo soy, Leonisa; Ricardo, el de tanta ventura cuanta tú quisieres que tenga.
Púsose Leonisa en esto el dedo en la boca, por lo cual entendió Ricardo que era señal de que callase o hablase más quedo; y, tomando algún poco de ánimo, se fue llegando a ella en distancia que pudo oír estas razones:
-Habla paso, Mario, que así me parece que te llamas ahora, y no trates de otra cosa de la que yo te tratare; y advierte que podría ser que el habernos oído fuese parte para que nunca nos volviésemos a ver. Halima, nuestra ama, creo que nos escucha, la cual me ha dicho que te adora; hame puesto por intercesora de su deseo. Si a él quisieres corresponder, aprovecharte ha más para el cuerpo que para el alma; y, cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque yo te lo ruego y por lo que merecen deseos de mujer declarados.
A esto respondió Ricardo:
-Jamás pensé ni pude imaginar, hermosa Leonisa, que cosa que me pidieras trujera consigo imposible de cumplirla, pero la que me pides me ha desengañado. ¿Es por ventura la voluntad tan ligera que se pueda mover y llevar donde quisieren llevarla, o estarle ha bien al varón honrado y verdadero fingir en cosas de tanto peso? Si a ti te parece que alguna destas cosas se debe o puede hacer, haz lo que más gustares, pues eres señora de mi voluntad; mas ya sé que también me engañas en esto, pues jamás la has conocido, y así no sabes lo que has de hacer della. Pero, a trueco que no digas que en la primera cosa que me mandaste dejaste de ser obedecida, yo perderé del derecho que debo a ser quien soy, y satisfaré tu deseo y el de Halima fingidamente, como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte; y así, finge tú las respuestas a tu gusto, que desde aquí las firma y confirma mi fingida voluntad. Y, en pago desto que por ti hago (que es lo más que a mi parecer podré hacer, aunque de nuevo te dé el alma que tantas veces te he dado), te ruego que brevemente me digas cómo escapaste de las manos de los cosarios y cómo veniste a las del judío que te vendió.
-Más espacio -respondió Leonisa- pide el cuento de mis desgracias, pero, con todo eso, te quiero satisfacer en algo. «Sabrás, pues, que, a cabo de un día que nos apartamos, volvió el bajel de Yzuf con un recio viento a la misma isla de la Pantanalea, donde también vimos a vuestra galeota; pero la nuestra, sin poderlo remediar, embistió en las peñas. Viendo, pues, mi amo tan a los ojos su perdición, vació con gran presteza dos barriles que estaban llenos de agua, tapólos muy bien, y atólos con cuerdas el uno con el otro; púsome a mí entre ellos, desnudóse luego, y, tomando otro barril entre los brazos, se ató con un cordel el cuerpo, y con el mismo cordel dio cabo a mis barriles, y con grande ánimo se arrojó a la mar, llevándome tras sí. Yo no tuve ánimo para arrojarme, que otro turco me impelió y me arrojó tras Yzuf, donde caí sin ningún sentido, ni volví en mí hasta que me hallé en tierra en brazos de dos turcos, que vuelta la boca al suelo me tenían, derramando gran cantidad de agua que había bebido. Abrí los ojos, atónita y espantada, y vi a Yzuf junto a mí, hecha la cabeza pedazos; que, según después supe, al llegar a tierra dio con ella en las peñas, donde acabó la vida. Los turcos asimismo me dijeron que, tirando de la cuerda, me sacaron a tierra casi ahogada; solas ocho personas se escaparon de la desdichada galeota.
»Ocho días estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo respecto que si fuera su hermana, y aun más. Estábamos escondidos en una cueva, temerosos ellos que no bajasen de una fuerza de cristianos que está en la isla y los cautivasen; sustentáronse con el bizcocho mojado que la mar echó a la orilla, de lo que llevaban en la galeota, lo cual salían a coger de noche. Ordenó la suerte, para mayor mal mío, que la fuerza estuviese sin capitán, que pocos días había que era muerto, y en la fuerza no había sino veinte soldados; esto se supo de un muchacho que los turcos cautivaron, que bajó de la fuerza a coger conchas a la marina. A los ocho días llegó a aquella costa un bajel de moros, que ellos llaman caramuzales; viéronle los turcos, y salieron de donde estaban, y, haciendo señas al bajel, que estaba cerca de tierra, tanto que conoció ser turcos los que los llamaban, ellos contaron sus desgracias, y los moros los recibieron en su bajel, en el cual venía un judío, riquísimo mercader, y toda la mercancía del bajel, o la más, era suya; era de barraganes y alquiceles y de otras cosas que de Berbería se llevaban a Levante. En el mismo bajel los turcos se fueron a Trípol, y en el camino me vendieron al judío, que dio por mí dos mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal el amor que el judío me descubrió.
»Dejando, pues, los turcos en Trípol, tornó el bajel a hacer su viaje, y el judío dio en solicitarme descaradamente; yo le hice la cara que merecían sus torpes deseos. Viéndose, pues, desesperado de alcanzarlos, determinó de deshacerse de mí en la primera ocasión que se le ofreciese. Y, sabiendo que los dos bajaes, Alí y Hazán, estaban en aquesta isla, donde podía vender su mercaduría tan bien como en Xío, en quien pensaba venderla, se vino aquí con intención de venderme a alguno de los dos bajaes, y por eso me vistió de la manera que ahora me vees, por aficionarles la voluntad a que me comprasen. He sabido que me ha comprado este cadí para llevarme a presentar al Gran Turco, de que no estoy poco temerosa. Aquí he sabido de tu fingida muerte, y séte decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma y que te tuve más envidia que lástima; y no por quererte mal, que ya que soy desamorada, no soy ingrata ni desconocida, sino porque habías acabado con la tragedia de tu vida.»
-No dices mal, señora -respondió Ricardo-, si la muerte no me hubiera estorbado el bien de volver a verte; que ahora en más estimo este instante de gloria que gozo en mirarte, que otra ventura, como no fuera la eterna, que en la vida o en la muerte pudiera asegurarme mi deseo. El que tiene mi amo el cadí, a cuyo poder he venido por no menos varios accidentes que los tuyos, es el mismo para contigo que para conmigo lo es el de Halima. Hame puesto a mí por intérprete de sus pensamientos; acepté la empresa, no por darle gusto, sino por el que granjeaba en la comodidad de hablarte, porque veas, Leonisa, el término a que nuestras desgracias nos han traído: a ti a ser medianera de un imposible, que en lo que me pides conoces; a mí a serlo también de la cosa que menos pensé, y de la que daré por no alcanzalla la vida, que ahora estimo en lo que vale la alta ventura de verte.
-No sé qué te diga, Ricardo -replicó Leonisa-, ni qué salida se tome al laberinto donde, como dices, nuestra corta ventura nos tiene puestos. Sólo sé decir que es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño; y así, digo que de ti daré a Halima algunas razones que antes la entretengan que desesperen. Tú de mí podrás decir al cadí lo que para seguridad de mi honor y de su engaño vieres que más convenga; y, pues yo pongo mi honor en tus manos, bien puedes creer dél que le tengo con la entereza y verdad que podían poner en duda tantos caminos como he andado, y tantos combates como he sufrido. El hablarnos será fácil y a mí será de grandísimo gusto el hacello, con presupuesto que jamás me has de tratar cosa que a tu declarada pretensión pertenezca, que en la hora que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero que pienses que es de tan pocos quilates mi valor, que ha de hacer con él la cautividad lo que la libertad no pudo: como el oro tengo de ser, con el favor del cielo, que mientras más se acrisola, queda con más pureza y más limpio. Conténtate con que he dicho que no me dará, como solía, fastidio tu vista, porque te hago saber, Ricardo, que siempre te tuve por desabrido y arrogante, y que presumías de ti algo más de lo que debías. Confieso también que me engañaba, y que podría ser que hacer ahora la experiencia me pusiese la verdad delante de los ojos el desengaño; y, estando desengañada, fuese, con ser honesta, más humana. Vete con Dios, que temo no nos haya escuchado Halima, la cual entiende algo de la lengua cristiana, a lo menos de aquella mezcla de lenguas que se usa, con que todos nos entendemos.
-Dices muy bien, señora -respondió Ricardo-, y agradézcote infinito el desengaño que me has dado, que le estimo en tanto como la merced que me haces en dejar verte; y, como tú dices, quizá la experiencia te dará a entender cuán llana es mi condición y cuán humilde, especialmente para adorarte; y sin que tú pusieras término ni raya a mi trato, fuera él tan honesto para contigo que no acertaras a desearle mejor. En lo que toca a entretener al cadí, vive descuidada; haz tú lo mismo con Halima, y entiende, señora, que después que te he visto ha nacido en mí una esperanza tal, que me asegura que presto hemos de alcanzar la libertad deseada. Y, con esto, quédate con Dios, que otra vez te contaré los rodeos por donde la fortuna me trujo a este estado, después que de ti me aparté, o, por mejor decir, me apartaron.
Con esto, se despidieron, y quedó Leonisa contenta y satisfecha del llano proceder de Ricardo, y él contentísimo de haber oído una palabra de la boca de Leonisa sin aspereza.
Estaba Halima cerrada en su aposento, rogando a Mahoma trujese Leonisa buen despacho de lo que le había encomendado. El cadí estaba en la mezquita recompensando con los suyos los deseos de su mujer, teniéndolos solícitos y colgados de la respuesta que esperaba oír de su esclavo, a quien había dejado encargado hablase a Leonisa, pues para poderlo hacer le daría comodidad Mahamut, aunque Halima estuviese en casa. Leonisa acrecentó en Halima el torpe deseo y el amor, dándole muy buenas esperanzas que Mario haría todo lo que pidiese; pero que había de dejar pasar primero dos lunes, antes que concediese con lo que deseaba él mucho más que ella; y este tiempo y término pedía, a causa que hacía una plegaria y oración a Dios para que le diese libertad. Contentóse Halima de la disculpa y de la relación de su querido Ricardo, a quien ella diera libertad antes del término devoto, como él concediera con su deseo; y así, rogó a Leonisa le rogase dispensase con el tiempo y acortase la dilación, que ella le ofrecía cuanto el cadí pidiese por su rescate.
Antes que Ricardo respondiese a su amo, se aconsejó con Mahamut de qué le respondería; y acordaron entre los dos que le desesperasen y le aconsejasen que lo más presto que pudiese la llevase a Constantinopla, y que en el camino, o por grado o por fuerza, alcanzaría su deseo; y que, para el inconveniente que se podía ofrecer de cumplir con el Gran Señor, sería bueno comprar otra esclava, y en el viaje fingir o hacer de modo como Leonisa cayese enferma, y que una noche echarían la cristiana comprada a la mar, diciendo que era Leonisa, la cautiva del Gran Señor, que se había muerto; y que esto se podía hacer y se haría en modo que jamás la verdad fuese descubierta, y él quedase sin culpa con el Gran Señor y con el cumplimiento de su voluntad; y que, para la duración de su gusto, después se daría traza conveniente y más provechosa. Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí que, si otros mil disparates le dijeran, como fueran encaminados a cumplir sus esperanzas, todos los creyera; cuanto más, que le pareció que todo lo que le decían llevaba buen camino y prometía próspero suceso; y así era la verdad, si la intención de los dos consejeros no fuera levantarse con el bajel y darle a él la muerte en pago de sus locos pensamientos. Ofreciósele al cadí otra dificultad, a su parecer mayor de las que en aquel caso se le podía ofrecer; y era pensar que su mujer Halima no le había de dejar ir a Constantinopla si no la llevaba consigo; pero presto la facilitó, diciendo que en cambio de la cristiana que habían de comprar para que muriese por Leonisa, serviría Halima, de quien deseaba librarse más que de la muerte.
Con la misma facilidad que él lo pensó, con la misma se lo concedieron Mahamut y Ricardo; y, quedando firmes en esto, aquel mismo día dio cuenta el cadí a Halima del viaje que pensaba hacer a Constantinopla a llevar la cristiana al Gran Señor, de cuya liberalidad esperaba que le hiciese Gran Cadí del Cairo o de Constantinopla. Halima le dijo que le parecía muy bien su determinación, creyendo que se dejaría a Ricardo en casa; mas, cuando el cadí le certificó que le había de llevar consigo y a Mahamut también, tornó a mudar de parecer y a desaconsejarle lo que primero le había aconsejado. En resolución, concluyó que si no la llevaba consigo, no pensaba dejarle ir en ninguna manera. Contentóse el cadí de hacer lo que ella quería, porque pensaba sacudir presto de su cuello aquella para él tan pesada carga.
No se descuidaba en este tiempo Hazán Bajá de solicitar al cadí le entregase la esclava, ofreciéndole montes de oro, y habiéndole dado a Ricardo de balde, cuyo rescate apreciaba en dos mil escudos; facilitábale la entrega con la misma industria que él se había imaginado de hacer muerta la cautiva cuando el Gran Turco enviase por ella. Todas estas dádivas y promesas aprovecharon con el cadí no más de ponerle en la voluntad que abreviase su partida. Y así, solicitado de su deseo y de las importunaciones de Hazán, y aun de las de Halima, que también fabricaba en el aire vanas esperanzas, dentro de veinte días aderezó un bergantín de quince bancos, y le armó de buenas boyas, moros y de algunos cristianos griegos. Embarcó en él toda su riqueza, y Halima no dejó en su casa cosa de momento, y rogó a su marido que la dejase llevar consigo a sus padres, para que viesen a Constantinopla. Era la intención de Halima la misma que la de Mahamut: hacer con él y con Ricardo que en el camino se alzasen con el bergantín; pero no les quiso declarar su pensamiento hasta verse embarcada, y esto con voluntad de irse a tierra de cristianos, y volverse a lo que primero había sido, y casarse con Ricardo, pues era de creer que, llevando tantas riquezas consigo y volviéndose cristiana, no dejaría de tomarla por mujer.
En este tiempo habló otra vez Ricardo con Leonisa y le declaró toda su intención, y ella le dijo la que tenía Halima, que con ella había comunicado; encomendáronse los dos el secreto, y, encomendándose a Dios, esperaban el día de la partida, el cual llegado, salió Hazán acompañándolos hasta la marina con todos sus soldados, y no los dejó hasta que se hicieron a la vela, ni aun quitó los ojos del bergantín hasta perderle de vista; y parece que el aire de los suspiros que el enamorado moro arrojaba impelía con mayor fuerza las velas que le apartaban y llevaban el alma. Mas como aquel a quien el amor había tanto tiempo que sosegar no le dejaba, pensando en lo que había de hacer para no morir a manos de sus deseos, puso luego por obra lo que con largo discurso y resoluta determinación tenía pensado; y así, en un bajel de diez y siete bancos, que en otro puerto había hecho armar, puso en él cincuenta soldados, todos amigos y conocidos suyos, y a quien él tenía obligados con muchas dádivas y promesas, y dioles orden que saliesen al camino y tomasen el bajel del cadí y sus riquezas, pasando a cuchillo cuantos en él iban, si no fuese a Leonisa la cautiva; que a ella sola quería por despojo aventajado a los muchos haberes que el bergantín llevaba; ordenóles también que le echasen a fondo, de manera que ninguna cosa quedase que pudiese dar indicio de su perdición. La codicia del saco les puso alas en los pies y esfuerzo en el corazón, aunque bien vieron cuán poca defensa habían de hallar en los del bergantín, según iban desarmados y sin sospecha de semejante acontecimiento.
Dos días había ya que el bergantín caminaba, que al cadí se le hicieron dos siglos, porque luego en el primero quisiera poner en efeto su determinación; mas aconsejáronle sus esclavos que convenía primero hacer de suerte que Leonisa cayese mala, para dar color a su muerte, y que esto había de ser con algunos días de enfermedad. Él no quisiera sino decir que había muerto de repente, y acabar presto con todo, y despachar a su mujer y aplacar el fuego que las entrañas poco a poco le iba consumiendo; pero, en efeto, hubo de condecender con el parecer de los dos.
Ya en esto había Halima declarado su intento a Mahamut y a Ricardo, y ellos estaban en ponerlo por obra al pasar de las cruces de Alejandría, o al entrar de los castillos de la Natolia. Pero fue tanta la priesa que el cadí les daba, que se ofrecieron de hacerlo en la primera comodidad que se les ofreciese. Y un día, al cabo de seis que navegaban y que ya le parecía al cadí que bastaba el fingimiento de la enfermedad de Leonisa, importunó a sus esclavos que otro día concluyesen con Halima, y la arrojasen al mar amortajada, diciendo ser la cautiva del Gran Señor.
Amaneciendo, pues, el día en que, según la intención de Mahamut y de Ricardo, había de ser el cumplimiento de sus deseos, o del fin de sus días, descubrieron un bajel que a vela y remo les venía dando caza. Temieron fuese de cosarios cristianos, de los cuales, ni los unos ni los otros podían esperar buen suceso; porque, de serlo, se temía ser los moros cautivos, y los cristianos, aunque quedasen con libertad, quedarían desnudos y robados; pero Mahamut y Ricardo con la libertad de Leonisa y de la de entrambos se contentaran; con todo esto que se imaginaban, temían la insolencia de la gente cosaria, pues jamás la que se da a tales ejercicios, de cualquiera ley o nación que sea, deja de tener un ánimo cruel y una condición insolente. Pusiéronse en defensa, sin dejar los remos de las manos y hacer todo cuanto pudiesen; pero pocas horas tardaron que vieron que les iban entrando, de modo que en menos de dos se les pusieron a tiro de cañón. Viendo esto, amainaron, soltaron los remos, tomaron las armas y los esperaron, aunque el cadí dijo que no temiesen, porque el bajel era turquesco, y que no les haría daño alguno. Mandó poner luego una banderita blanca de paz en el peñol de la popa, por que le viesen los que, ya ciegos y codiciosos, venían con gran furia a embestir el mal defendido bergantín. Volvió, en esto, la cabeza Mahamut y vio que de la parte de poniente venía una galeota, a su parecer de veinte bancos, y díjoselo al cadí; y algunos cristianos que iban al remo dijeron que el bajel que se descubría era de cristianos; todo lo cual les dobló la confusión y el miedo, y estaban suspensos sin saber lo que harían, temiendo y esperando el suceso que Dios quisiese darles.
Paréceme que diera el cadí en aquel punto por hallarse en Nicosia toda la esperanza de su gusto: tanta era la confusión en que se hallaba, aunque le quitó presto della el bajel primero, que sin respecto de las banderas de paz ni de lo que a su religión debían, embistieron con el del cadí con tanta furia, que estuvo poco en echarle a fondo. Luego conoció el cadí los que le acometían, y vio que eran soldados de Nicosia y adivinó lo que podía ser, y diose por perdido y muerto; y si no fuera que los soldados se dieron antes a robar que a matar, ninguno quedara con vida. Mas, cuando ellos andaban más encendidos y más atentos en su robo, dio un turco voces diciendo:
-¡Arma, soldados!, que un bajel de cristianos nos embiste.
Y así era la verdad, porque el bajel que descubrió el bergantín del cadí venía con insignias y banderas cristianescas, el cual llegó con toda furia a embestir el bajel de Hazán; pero, antes que llegase, preguntó uno desde la proa en lengua turquesca que qué bajel era aquél. Respondiéronle que era de Hazán Bajá, virrey de Chipre.
-¿Pues cómo -replicó el turco-, siendo vosotros mosolimanes, embestís y robáis a ese bajel, que nosotros sabemos que va en él el cadí de Nicosia?
A lo cual respondieron que ellos no sabían otra cosa más de que al bajel les había ordenado le tomasen, y que ellos, como sus soldados y obedientes, habían hecho su mandamiento.
Satisfecho de lo que saber quería, el capitán del segundo bajel, que venía a la cristianesca, dejóle embestir al de Hazán, y acudió al del cadí, y a la primera rociada mató más de diez turcos de los que dentro estaban, y luego le entró con grande ánimo y presteza; mas, apenas hubieron puesto los pies dentro, cuando el cadí conoció que el que le embestía no era cristiano, sino Alí Bajá, el enamorado de Leonisa, el cual, con el mismo intento que Hazán, había estado esperando su venida, y, por no ser conocido, había hecho vestidos a sus soldados como cristianos, para que con esta industria fuese más cubierto su hurto. El cadí, que conoció las intenciones de los amantes y traidores, comenzó a grandes voces a decir su maldad, diciendo:
-¿Qué es esto, traidor Alí Bajá? ¿Cómo, siendo tú mosolimán (que quiere decir turco), me salteas como cristiano? Y vosotros, traidores soldados de Hazán, ¿qué demonio os ha movido a acometer tan grande insulto? ¿Cómo, por cumplir el apetito lascivo del que aquí os envía, queréis ir contra vuestro natural señor?
A estas palabras suspendieron todos las armas, y unos a otros se miraron y se conocieron, porque todos habían sido soldados de un mismo capitán y militado debajo de una bandera; y, confundiéndose con las razones del cadí y con su mismo maleficio, ya se les embotaron los filos de los alfanjes y se les desamayaron los ánimos. Sólo Alí cerró los ojos y los oídos a todo, y arremetiendo al cadí, le dio una tal cuchillada en la cabeza que, si no fuera por la defensa que hicieron cien varas de toca con que venía ceñida, sin duda se la partiera por medio; pero, con todo, le derribó entre los bancos del bajel, y al caer dijo el cadí:
-¡Oh cruel renegado, enemigo de mi profeta! ¿Y es posible que no ha de haber quien castigue tu crueldad y tu grande insolencia? ¿Cómo, maldito, has osado poner las manos y las armas en tu cadí, y en un ministro de Mahoma?
Estas palabras añadieron fuerza a fuerza a las primeras, las cuales oídas de los soldados de Hazán, y movidos de temor que los soldados de Alí les habían de quitar la presa, que ya ellos por suya tenían, determinaron de ponerlo todo en aventura; y, comenzando uno y siguiéndole todos, dieron en los soldados de Alí con tanta priesa, rancor y brío, que en poco espacio los pararon tales, que, aunque eran muchos más que ellos, los redujeron a número pequeño; pero los que quedaron, volviendo sobre sí, vengaron a sus compañeros, no dejando de los de Hazán apenas cuatro con vida, y ésos muy malheridos.
Estábanlos mirando Ricardo y Mahamut, que de cuando en cuando sacaban la cabeza por el escutillón de la cámara de popa, por ver en qué paraba aquella grande herrería que sonaba; y, viendo cómo los turcos estaban casi todos muertos, y los vivos malheridos, y cuán fácilmente se podía dar cabo de todos, llamó a Mahamut y a dos sobrinos de Halima, que ella había hecho embarcar consigo para que ayudasen a levantar el bajel, y con ellos y con su padre, tomando alfanjes de los muertos, saltaron en crujía; y, apellidando «¡libertad, libertad!», y ayudados de las buenas boyas, cristianos griegos, con facilidad y sin recebir herida, los degollaron a todos; y, pasando sobre la galeota de Alí, que sin defensa estaba, la rindieron y ganaron con cuanto en ella venía. De los que en el segundo encuentro murieron, fue de los primeros Alí Bajá, que un turco, en venganza del cadí, le mató a cuchilladas.
Diéronse luego todos, por consejo de Ricardo, a pasar cuantas cosas había de precio en su bajel y en el de Hazán a la galeota de Alí, que era bajel mayor y acomodado para cualquier cargo o viaje, y ser los remeros cristianos, los cuales, contentos con la alcanzada libertad y con muchas cosas que Ricardo repartió entre todos, se ofrecieron de llevarle hasta Trápana, y aun hasta el cabo del mundo si quisiese. Y, con esto, Mahamut y Ricardo, llenos de gozo por el buen suceso, se fueron a la mora Halima y le dijeron que, si quería volverse a Chipre, que con las buenas boyas le armarían su mismo bajel, y le darían la mitad de las riquezas que había embarcado; mas ella, que en tanta calamidad aún no había perdido el cariño y amor que a Ricardo tenía, dijo que quería irse con ellos a tierra de cristianos, de lo cual sus padres se holgaron en estremo.
El cadí volvió en su acuerdo, y le curaron como la ocasión les dio lugar, a quien también dijeron que escogiese una de dos: o que se dejase llevar a tierra de cristianos, o volverse en su mismo bajel a Nicosia. Él respondió que, ya que la fortuna le había traído a tales términos, les agradecía la libertad que le daban, y que quería ir a Constantinopla a quejarse al Gran Señor del agravio que de Hazán y de Alí había recebido; mas, cuando supo que Halima le dejaba y se quería volver cristiana, estuvo en poco de perder el juicio. En resolución, le armaron su mismo bajel y le proveyeron de todas las cosas necesarias para su viaje, y aun le dieron algunos cequíes de los que habían sido suyos; y, despidiéndose de todos con determinación de volverse a Nicosia, pidió antes que se hiciese a la vela que Leonisa le abrazase, que aquella merced y favor sería bastante para poner en olvido toda su desventura. Todos suplicaron a Leonisa diese aquel favor a quien tanto la quería, pues en ello no iría contra el decoro de su honestidad. Hizo Leonisa lo que le rogaron, y el cadí le pidió le pusiese las manos sobre la cabeza, porque él llevase esperanzas de sanar de su herida; en todo le contentó Leonisa. Hecho esto y habiendo dado un barreno al bajel de Hazán, favoreciéndoles un levante fresco que parecía que llamaba las velas para entregarse en ellas, se las dieron, y en breves horas perdieron de vista al bajel del cadí, el cual, con lágrimas en los ojos, estaba mirando cómo se llevaban los vientos su hacienda, su gusto, su mujer y su alma.
Con diferentes pensamientos de los del cadí navegaban Ricardo y Mahamut; y así, sin querer tocar en tierra en ninguna parte, pasaron a la vista de Alejandría de golfo lanzado, y, sin amainar velas, y sin tener necesidad de aprovecharse de los remos, llegaron a la fuerte isla del Corfú, donde hicieron agua, y luego, sin detenerse, pasaron por los infamados riscos Acroceraunos; y desde lejos, al segundo día, descubrieron a Paquino, promontorio de la fertilísima Tinacria, a vista de la cual y de la insigne isla de Malta volaron, que no con menos ligereza navegaba el dichoso leño.
En resolución, bajando la isla, de allí a cuatro días descubrieron la Lampadosa, y luego la isla donde se perdieron, con cuya vista Leonisa se estremeció toda, viniéndole a la memoria el peligro en que en ella se había visto. Otro día vieron delante de sí la deseada y amada patria; renovóse la alegría en sus corazones, alborotáronse sus espíritus con el nuevo contento, que es uno de los mayores que en esta vida se puede tener, llegar después de luengo cautiverio salvo y sano a la patria. Y al que a éste se le puede igualar, es el que se recibe de la vitoria alcanzada de los enemigos.
Habíase hallado en la galeota una caja llena de banderetas y flámulas de diversas colores de sedas, con las cuales hizo Ricardo adornar la galeota. Poco después de amanecer sería, cuando se hallaron a menos de una legua de la ciudad, y, bogando a cuarteles, y alzando de cuando en cuando alegres voces y gritos, se iban llegando al puerto, en el cual en un instante pareció infinita gente del pueblo; que, habiendo visto cómo aquel bien adornado bajel tan de espacio se llegaba a tierra, no quedó gente en toda la ciudad que dejase de salir a la marina.
En este entretanto había Ricardo pedido y suplicado a Leonisa que se adornase y vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda de los bajaes, porque quería hacer una graciosa burla a sus padres. Hízolo así, y, añadiendo galas a galas, perlas a perlas, y belleza a belleza, que suele acrecentarse con el contento, se vistió de modo que de nuevo causó admiración y maravilla. Vistióse asimismo Ricardo a la turquesca, y lo mismo hizo Mahamut y todos los cristianos del remo, que para todos hubo en los vestidos de los turcos muertos. Cuando llegaron al puerto serían las ocho de la mañana, que tan serena y clara se mostraba, que parecía que estaba atenta mirando aquella alegre entrada. Antes de entrar en el puerto, hizo Ricardo disparar las piezas de la galeota, que eran un cañón de crujía y dos falconetes; respondió la ciudad con otras tantas.
Estaba toda la gente confusa, esperando llegase el bizarro bajel; pero, cuando vieron de cerca que era turquesco, porque se divisaban los blancos turbantes de los que moros parecían, temerosos y con sospecha de algún engaño, tomaron las armas y acudieron al puerto todos los que en la ciudad son de milicia, y la gente de a caballo se tendió por toda la marina; de todo lo cual recibieron gran contento los que poco a poco se fueron llegando hasta entrar en el puerto, dando fondo junto a tierra y arrojando en ella la plancha, soltando a una los remos, todos, uno a uno, como en procesión, salieron a tierra, la cual con lágrimas de alegría besaron una y muchas veces, señal clara que dio a entender ser cristianos que con aquel bajel se habían alzado. A la postre de todos salieron el padre y madre de Halima, y sus dos sobrinos, todos, como está dicho, vestidos a la turquesca; hizo fin y remate la hermosa Leonisa, cubierto el rostro con un tafetán carmesí. Traíanla en medio Ricardo y Mahamut, cuyo espectáculo llevó tras si los ojos de toda aquella infinita multitud que los miraba.
En llegando a tierra, hicieron como los demás, besándola postrados por el suelo. En esto, llegó a ellos el capitán y gobernador de la ciudad, que bien conoció que eran los principales de todos; mas, apenas hubo llegado, cuando conoció a Ricardo, y corrió con los brazos abiertos y con señales de grandísimo contento a abrazarle. Llegaron con el gobernador Cornelio y su padre, y los de Leonisa con todos sus parientes, y los de Ricardo, que todos eran los más principales de la ciudad. Abrazó Ricardo al gobernador y respondió a todos los parabienes que le daban; trabó de la mano a Cornelio, el cual, como le conoció y se vio asido dél, perdió la color del rostro, y casi comenzó a temblar de miedo, y, teniendo asimismo de la mano a Leonisa, dijo:
-Por cortesía os ruego, señores, que, antes que entremos en la ciudad y en el templo a dar las debidas gracias a Nuestro Señor de las grandes mercedes que en nuestra desgracia nos ha hecho, me escuchéis ciertas razones que deciros quiero.
A lo cual el gobernador respondió que dijese lo que quisiese, que todos le escucharían con gusto y con silencio.
Rodeáronle luego todos los más de los principales; y él, alzando un poco la voz, dijo desta manera:
-Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses ha en el jardín de las Salinas me sucedió con la pérdida de Leonisa; también no se os habrá caído de la memoria la diligencia que yo puse en procurar su libertad, pues, olvidándome del mío, ofrecí por su rescate toda mi hacienda (aunque ésta, que al parecer fue liberalidad, no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el rescate de mi alma). Lo que después acá a los dos ha sucedido requiere para más tiempo otra sazón y coyuntura, y otra lengua no tan turbada como la mía; baste deciros por ahora que, después de varios y estraños acaescimientos, y después de mil perdidas esperanzas de alcanzar remedio de nuestras desdichas, el piadoso cielo, sin ningún merecimiento nuestro, nos ha vuelto a la deseada patria, cuanto llenos de contento, colmados de riquezas; y no nace dellas ni de la libertad alcanzada el sin igual gusto que tengo, sino del que imagino que tiene ésta en paz y en guerra dulce enemiga mía, así por verse libre, como por ver, como vee, el retrato de su alma; todavía me alegro de la general alegría que tienen los que me han sido compañeros en la miseria. Y, aunque las desventuras y tristes acontecimientos suelen mudar las condiciones y aniquilar los ánimos valerosos, no ha sido así con el verdugo de mis buenas esperanzas; porque, con más valor y entereza que buenamente decirse puede, ha pasado el naufragio de sus desdichas y los encuentros de mis ardientes cuanto honestas importunaciones; en lo cual se verifica que mudan el cielo, y no las costumbres, los que en ellas tal vez hicieron asiento. De todo esto que he dicho quiero inferir que yo le ofrecí mi hacienda en rescate, y le di mi alma en mis deseos; di traza en su libertad y aventuré por ella, más que por la mía, la vida; y de todos éstos que, en otro sujeto más agradecido, pudieran ser cargos de algún momento, no quiero yo que lo sean; sólo quiero lo sea éste en que te pongo ahora.
Y, diciendo esto, alzó la mano y con honesto comedimiento quitó el antifaz del rostro de Leonisa, que fue como quitarse la nube que tal vez cubre la hermosa claridad del sol, y prosiguió diciendo:
-Vees aquí, ¡oh Cornelio!, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre todas las cosas que son dignas de estimarse; y vees aquí tú, ¡hermosa Leonisa!, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria. Ésta sí quiero que se tenga por liberalidad, en cuya comparación dar la hacienda, la vida y la honra no es nada. Recíbela, ¡oh venturoso mancebo!; recíbela, y si llega tu conocimiento a tanto que llegue a conocer valor tan grande, estímate por el más venturoso de la tierra. Con ella te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que a todos el cielo nos ha dado, que bien creo que pasará de treinta mil escudos. De todo puedes gozar a tu sabor con libertad, quietud y descanso; y plega al cielo que sea por luengos y felices años. Yo, sin ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre, que a quien Leonisa le falta, la vida le sobra.
Y en diciendo esto calló, como si al paladar se le hubiera pegado la lengua; pero, desde allí a un poco, antes que ninguno hablase, dijo:
-¡Válame Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos! Yo, señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdición tengo yo en Leonisa para darla a otro? O, ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya, y tan suya que, a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún opósito tuviera a su voluntad; y si se pudieran poner las obligaciones que como discreta debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy por ningunas; y así, de lo dicho me desdigo, y no doy a Cornelio nada, pues no puedo; sólo confirmo la manda de mi hacienda hecha a Leonisa, sin querer otra recompensa sino que tenga por verdaderos mis honestos pensamientos, y que crea dellos que nunca se encaminaron ni miraron a otro punto que el que pide su incomparable honestidad, su grande valor e infinita hermosura.
Calló Ricardo, en diciendo esto; a lo cual Leonisa respondió en esta manera:
-Si algún favor, ¡oh Ricardo!, imaginas que yo hice a Cornelio en el tiempo que tú andabas de mí enamorado y celoso, imagina que fue tan honesto como guiado por la voluntad y orden de mis padres, que, atentos a que le moviesen a ser mi esposo, permitían que se los diese; si quedas desto satisfecho, bien lo estarás de lo que de mí te ha mostrado la experiencia cerca de mi honestidad y recato. Esto digo por darte a entender, Ricardo, que siempre fui mía, sin estar sujeta a otro que a mis padres, a quien ahora humilmente, como es razón, suplico me den licencia y libertad para disponer la que tu mucha valentía y liberalidad me ha dado.
Sus padres dijeron que se la daban, porque fiaban de su discreción que usaría della de modo que siempre redundase en su honra y en su provecho.
-Pues con esa licencia -prosiguió la discreta Leonisa-, quiero que no se me haga de mal mostrarme desenvuelta, a trueque de no mostrarme desagradecida; y así, ¡oh valiente Ricardo!, mi voluntad, hasta aquí recatada, perpleja y dudosa, se declara en favor tuyo; porque sepan los hombres que no todas las mujeres son ingratas, mostrándome yo siquiera agradecida. Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte, si ya otro mejor conocimiento no te mueve a negar la mano que de mi esposo te pido.
Quedó como fuera de sí a estas razones Ricardo, y no supo ni pudo responder con otras a Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella y besarle las manos, que le tomó por fuerza muchas veces, bañándoselas en tiernas y amorosas lágrimas. Derramólas Cornelio de pesar, y de alegría los padres de Leonisa, y de admiración y de contento todos los circunstantes. Hallóse presente el obispo o arzobispo de la ciudad, y con su bendición y licencia los llevó al templo, y, dispensando en el tiempo, los desposó en el mismo punto. Derramóse la alegría por toda la ciudad, de la cual dieron muestra aquella noche infinitas luminarias, y otros muchos días la dieron muchos juegos y regocijos que hicieron los parientes de Ricardo y de Leonisa. Reconciliáronse con la iglesia Mahamut y Halima, la cual, imposibilitada de cumplir el deseo de verse esposa de Ricardo, se contentó con serlo de Mahamut. A sus padres y a los sobrinos de Halima dio la liberalidad de Ricardo, de las partes que le cupieron del despojo, suficientemente con que viviesen. Todos, en fin, quedaron contentos, libres y satisfechos; y la fama de Ricardo, saliendo de los términos de Sicilia, se estendió por todos los de Italia y de otras muchas partes, debajo del nombre del amante liberal; y aún hasta hoy dura en los muchos hijos que tuvo en Leonisa, que fue ejemplo raro de discreción, honestidad, recato y hermosura.
EN LA VENTA del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media espada, y el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.
Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y, sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño:
-¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?
-Mi tierra, señor caballero -respondió el preguntado-, no la sé, ni para dónde camino, tampoco.
-Pues en verdad -dijo el mayor- que no parece vuesa merced del cielo, y que éste no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.
-Así es -respondió el mediano-, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho, porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como alnado; el camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.
-Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? -preguntó el grande.
Y el menor respondió:
-No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y corto de tijera muy delicadamente.
-Todo eso es muy bueno, útil y provechoso -dijo el grande-, porque habrá sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.
-No es mi corte desa manera -respondió el menor-, sino que mi padre, por la misericordia del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien, que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.
-Todo eso y más acontece por los buenos -respondió el grande-, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas, pero aún edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.
-Sí tengo -respondió el pequeño-, pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien apuntado.
A lo cual replicó el grande:
-Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y, para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. «Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan; mi nombre es Pedro del Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada: quiero decir que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio, y le aprendí de manera, que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero, habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque, viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la Corte. Tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias, y entre ellas saqué estos naipes -y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el cuello traía-, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna;» y, aunque vuesa merced los vee tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que, así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre, porque, aunque llegue a un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato. Y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos: armemos la red, y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.
-Sea en buen hora -dijo el otro-, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía, que, diciéndola más breve, es ésta: «yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos. Y, en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al Corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que, por ser humilde, no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él, y así, salí de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.»
-Eso se borre -dijo Rincón-; y, pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.
-Sea así -respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba-; y, pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.
Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y, a pocas manos, alzaba tan bien por el as Cortado como Rincón, su maestro.
Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y, creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer, que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.
A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.
-Allá vamos -dijo Rincón-, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.
Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello. Y, cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron, que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.
En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes, que lo más del camino los llevaban a las ancas; y, aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto; y pensaron que, pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado menos y puesto en recaudo lo que quedaba.
Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían sustentado, y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y, preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal, el pan; y él les guió donde lo vendían, y ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales. Avisóles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a la Carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla; todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.
Toda esta lición tomaron bien de memoria, y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de San Salvador; y, apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que, por lo flamante de los costales y espuertas, vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y, convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.
-En nombre sea de Dios -dijeron ambos.
-Para bien se comience el oficio -dijo Rincón-, que vuesa merced me estrena, señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
-La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.
-Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda esta plaza, y aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo haré de muy buena voluntad.
Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que, por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto, hasta ver, a lo menos, lo que tenía de malo y bueno; y, cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.
Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama, para que la supiese de allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato. Diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura; porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo (conviene a saber: albures, o sardinas o acedías), bien podían tomar algunas y hacerles la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón, y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:
-Con ésta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos; mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.
Y, habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte; y, viendo a Cortado, le dijo si acaso había visto una bolsa de tales y tales señas, que, con quince escudos de oro en oro y con tres reales de a dos y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando. A lo cual, con estraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:
-Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.
-¡Eso es ello, pecador de mí -respondió el estudiante-: que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron!
-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios y un día viene tras otro día, y donde las dan las toman; y podría ser que, con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada.
-El sahumerio le perdonaríamos -respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
-Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas, y buena diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa; porque, si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecerme hía a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.
-Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! -dijo a esto el adolorido estudiante-; que, puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía, que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.
-Con su pan se lo coma -dijo Rincón a este punto-; no le arriendo la ganancia; día de juicio hay, donde todo saldrá en la colada, y entonces se verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor sacristán, por su vida.
-¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que renta! -respondió el sacristán con algún tanto de demasiada cólera-. Decidme, hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo la quiero hacer pregonar.
-No me parece mal remedio ese -dijo Cortado-, pero advierta vuesa merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.
-No hay que temer deso -respondió el sacristán-, que lo tengo más en la memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor, que llovía de su rostro como de alquitara; y, apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo. Y, habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte; y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole. Y, como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera; y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y, llegándose a ellos, les dijo:
-Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
-No entendemos esa razón, señor galán -respondió Rincón.
-¿Qué no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.
-Ni somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.
-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?
-¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? -dijo Rincón.
-Si no se paga -respondió el mozo-, a lo menos regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo que vengan conmigo a darle la obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.
-Yo pensé -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el désta, que, por ser la más principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso, y además hábil en el oficio.
-¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! -respondió el mozo-. Eslo tanto, que en cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre no han padecido sino cuatro en el finibusterrae, y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.
-En verdad, señor -dijo Rincón-, que así entendemos esos nombres como volar.
-Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino -respondió el mozo-, con otros algunos, que así les conviene saberlos como el pan de la boca.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman germanescos o de la germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta, porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:
-¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
-Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.
-Sin duda -dijo Rincón-, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.
-Es tan santa y buena -replicó el mozo-, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar como si fueran nada. Y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo. Y, porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con perdón; primer desconcierto es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado.
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa merced: ¿hácese otra restitución o otra penitencia más de la dicha?
-En eso de restituir no hay que hablar -respondió el mozo-, porque es cosa imposible, por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya; y así, el primer hurtador no puede restituir nada; cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos confesamos; y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, si no es los días de jubileo, por la ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.
-Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores -dijo Cortadillo- que su vida es santa y buena?
-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar a su padre y madre, o ser solomico?
-Sodomita querrá decir vuesa merced -respondió Rincón.
-Eso digo -dijo el mozo.
-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero, pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
-Presto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí se descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque éstas son las horas cuando él suele dar audiencia.
-En buena sea -dijo Rincón.
Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó, y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.
Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que bajaba el señor Monipodio; y, viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa ni cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa, y más abajo pendía una esportilla de palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do coligió Rincón que la esportilla servía de cepo para limosna, y la almofía de tener agua bendita, y así era la verdad.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego; y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja halduda, y, sin decir nada, se fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían. Y, llegándose a ellos, les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.
Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa, y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados, cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos a do colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales de anchos y juanetudos. En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la guía de los dos, y, trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:
-Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor Monipodio: vuesa merced los desamine y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto, todos los que aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos bravos, que, a medio magate, como entre ellos se dice, le quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
-El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información para recebir algún hábito honroso.
A lo cual respondió Monipodio:
-Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de las entradas: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron», o otra cosa semejante, que, por lo menos, suena mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo ahora quiero saber los nombres de los dos.
Rincón dijo el suyo y Cortado también.
-Pues, de aquí adelante -respondió Monipodio-, quiero y es mi voluntad que vos, Rincón, os llaméis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se garbea; y estas tales misas, así dichas como pagadas, dicen que aprovechan a las tales ánimas por vía de naufragio, y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando alguno de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces: «¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!», uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo: «¡Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya; castíguele su pecado!» Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres y madres, que nos echan al mundo, y el escribano, que si anda de buena, no hay delito que sea culpa ni culpa a quien se dé mucha pena; y, por todos estos que he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y solenidad que podemos.
-Por cierto -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre-, que es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos, daremos luego noticia a esta felicísima y abogada confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.
-Así se hará, o no quedará de mí pedazo -replicó Monipodio.
Y, llamando a la guía, le dijo:
-Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas?
-Sí -dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre-: tres centinelas quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.
-Volviendo, pues, a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.
-Yo -respondió Rinconete- sé un poquito de floreo de Vilhán; entiéndeseme el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verrugueta y el colmillo; éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado mejor que dos reales prestados.
-Principios son -dijo Monipodio-, pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernos hemos: que, asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.
-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades -respondió Rinconete.
-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.
-Yo -respondió Cortadillo- sé la treta que dicen mete dos y saca cinco, y sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
-¿Sabéis más? -dijo Monipodio.
-No, por mis grandes pecados -respondió Cortadillo.
-No os aflijáis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo, ¿cómo os va, hijos?
-¿Cómo nos ha de ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.
-Está bien -replicó Monipodio-, pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es mía.
-Ya sabemos aquí -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance que lo que dice la lengua paga la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida o su muerte, ¡como si tuviese más letras un no que un sí!
-¡Alto, no es menester más! -dijo a esta sazón Monipodio-. Digo que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año del noviciado.
-Yo soy dese parecer -dijo uno de los bravos.
Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado escuchando, y pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que, por dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía, y advirtiéndoles que las estimasen en mucho, porque eran no pagar media nata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a saber: no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte, desde luego, con lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos, y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima, y los demás, con palabras muy comedidas, las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:
-El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo gurullada.
-Nadie se alborote -dijo Monipodio-, que es amigo y nunca viene por nuestro daño. Sosiéguense, que yo le saldré a hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:
-¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
-A mí -dijo el de la guía.
-Pues ¿cómo -dijo Monipodio- no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro y dos reales de a dos y no sé cuántos cuartos?
-Verdad es -dijo la guía- que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.
-¡No hay levas conmigo! -replicó Monipodio-. ¡La bolsa ha de parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año!
Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:
-¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida! Manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa ni vístola de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio, y dar ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y, aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de entrambos, sacó la bolsa del sacristán y dijo:
-Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo lo cual, Monipodio dijo:
-Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación deste servicio; y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: «No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna della». Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podremos ni solemos dar en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil; y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.
Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza: señales claras por donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, conocieron que eran de la casa llana; y no se engañaron en nada. Y, así como entraron, se fueron con los brazos abiertos, la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado por justicia. Ellos las abrazaron con grande regocijo, y les preguntaron si traían algo con que mojar la canal maestra.
-Pues, ¿había de faltar, diestro mío? -respondió la una, que se llamaba la Gananciosa-. No tardará mucho a venir Silbatillo, tu trainel, con la canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar cubierta con una sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento, y tenderla en medio del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la redonda; porque, en cortando la cólera, se trataría de lo que más conviniese. A esto, dijo la vieja que había rezado a la imagen:
-Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido de cabeza, dos días ha, que me trae loca; y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a cumplir mis devociones y poner mis candelicas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de Santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si nevase y ventiscase. A lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a mi casa una canasta de colar, algo mayor que la presente, llena de ropa blanca; y en Dios y en ni ánima que venía con su cernada y todo, que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venían sudando la gota tan gorda, que era una compasión verlos entrar ijadeando y corriendo agua de sus rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero que había pesado ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento en un grandísimo gato de reales que llevaba. No desembanastaron ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de poder de justicia, que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.
-Todo se le cree, señora madre -respondió Monipodio-, y estése así la canasta, que yo iré allá, a boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le tocare, bien y fielmente, como tengo de costumbre.
-Sea como vos lo ordenáredes, hijo -respondió la vieja-; y, porque se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de contino.
-Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! -dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y un corcho que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta una azumbre; y, llenándole la Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima vieja, la cual, tomándole con ambas manos y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:
-Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo:
-De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija, que así me has consolado; sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he desayunado.
-No hará, madre -respondió Monipodio-, porque es trasañejo.
-Así lo espero yo en la Virgen -respondió la vieja.
Y añadió:
-Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las candelicas de mi devoción, porque, con la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.
-Yo sí tengo, señora Pipota -(que éste era el nombre de la buena vieja) respondió la Gananciosa-; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego que compre una para mí, y se la ponga al señor San Miguel; y si puede comprar dos, ponga la otra al señor San Blas, que son mis abogados. Quisiera que pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de los ojos, también le tengo devoción, pero no tengo trocado; mas otro día habrá donde se cumpla con todos.
-Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable; que es de mucha importancia llevar la persona las candelas delante de sí antes que se muera, y no aguardar a que las pongan los herederos o albaceas.
-Bien dice la madre Pipota -dijo la Escalanta.
Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y agradecidos. Con esto, se fue la Pipota, diciéndoles:
-Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdistes en la mocedad, como yo los lloro; y encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia.
Y con esto, se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas, apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto los golpes que dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que se sosegasen, y, entrando en la sala baja y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta y con voz hueca y espantosa preguntó:
-¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
-Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio: Tagarete soy, centinela desta mañana, y vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre.
En esto llegó la que decía, sollozando, y, sintiéndola Monipodio, abrió la puerta, y mandó a Tagarete que se volviese a su posta y que de allí adelante avisase lo que viese con menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio. Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y, así como entró en el patio, se cayó en el suelo desmayada. Acudieron a socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y, desabrochándola el pecho, la hallaron toda denegrida y como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo a voces:
-¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado más veces de la horca que tiene pelos en las barbas! ¡Desdichada de mí! ¡Mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso e incorregible!
-Sosiégate, Cariharta -dijo a esta sazón Monipodio-, que aquí estoy yo que te haré justicia. Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte vengada; dime si has habido algo con tu respecto; que si así es y quieres venganza, no has menester más que boquear.
-¿Qué respecto? -respondió Juliana-. Respectada me vea yo en los infiernos, si más lo fuere de aquel león con las ovejas y cordero con los hombres. ¿Con aquél había yo de comer más pan a manteles, ni yacer en uno? Primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la manera que ahora veréis.
Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un poco más, las descubrió llenas de cardenales.
-Desta manera -prosiguió- me ha parado aquel ingrato del Repolido, debiéndome más que a la madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho? ¡Montas, que le di yo ocasión para ello! No, por cierto, no lo hizo más sino porque, estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su trainel, treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro, que el trabajo y afán con que yo los había ganado ruego yo a los cielos que vaya en descuento de mis pecados. Y, en pago desta cortesía y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginación había hecho de lo que yo podía tener, esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí, entre unos olivares, me desnudó, y con la petrina, sin escusar ni recoger los hierros, que en malos grillos y hierros le vea yo, me dio tantos azotes que me dejó por muerta. De la cual verdadera historia son buenos testigos estos cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y aquí se la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores preseas que tenía porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.
-Porque quiero -dijo- que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo que se quiere bien se castiga; y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo alguna caricia?
-¿Cómo una? -respondió la llorosa-. Cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido.
-No hay dudar en eso -replicó la Gananciosa-. Y lloraría de pena de ver cuál te había puesto; que en estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
-En verdad -respondió Monipodio- que no ha de entrar por estas puertas el cobarde envesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito. ¿Las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y ganancia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo más encarecer?
-¡Ay! -dijo a esta sazón la Juliana-. No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón, y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle.
-Eso no harás tú por mi consejo -replicó la Gananciosa-, porque se estenderá y ensanchará y hará tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que antes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho; y si no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
-Eso sí -dijo la Cariharta-, que tengo mil cosas que escribirle.
-Yo seré el secretario cuando sea menester -dijo Monipodio-; y, aunque no soy nada poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares de coplas en daca las pajas, y, cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo, gran poeta, que nos hinchirá las medidas a todas horas; y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que después todo se andará.
Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así, todos volvieron a su gaudeamus, y en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine; los mozos adunia; las señoras, los quiries. Los viejos pidieron licencia para irse. Diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente a la comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y, en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpátaros -que son agujeros- para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con estraña devoción.
-Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros dos que hay son palanquines, los cuales, como por momentos mudan casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad, y cuáles pueden ser de provecho y cuáles no.
-Todo me parece de perlas -dijo Rinconete-, y querría ser de algún provecho a tan famosa cofradía.
-Siempre favorece el cielo a los buenos deseos -dijo Monipodio.
Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era, y, preguntándolo, respondieron:
-Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:
-No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese marinero de Tarpeya, a este tigre de Ocaña.
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la Cariharta que le abría, se levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y, cerrando tras sí la puerta, desde dentro, a grandes voces decía:
-Quítenmele de delante a ese gesto de por demás, a ese verdugo de inocentes, asombrador de palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar donde la Cariharta estaba; pero, como no le dejaban, decía desde afuera:
-¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada!
-¿Casada yo, malino? -respondió la Cariharta-. ¡Mirá en qué tecla toca! ¡Ya quisieras tú que lo fuera contigo, y antes lo sería yo con una sotomía de muerte que contigo!
-¡Ea, boba -replicó Repolido-, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por verme hablar tan manso y venir tan rendido! Porque, ¡vive el Dador, si se me sube la cólera al campanario, que sea peor la recaída que la caída! Humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.
-Y aun de cenar le daría yo -dijo la Cariharta-, porque te llevase donde nunca más mis ojos te viesen.
-¿No os digo yo? -dijo Repolido-. ¡Por Dios que voy oliendo, señora trinquete, que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda!
A esto dijo Monipodio:
-En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino por amor mío, y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se quieren son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah Juliana! ¡Ah niña! ¡Ah Cariharta mía! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida perdón de rodillas.
-Como él eso haga -dijo la Escalanta-, todas seremos en su favor y en rogar a Juliana salga acá fuera.
-Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de la persona -dijo el Repolido-, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros; mas si es por vía de que la Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.
Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido, pensando que hacían burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:
-Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta, o contra mí, o yo contra ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que se riere, o lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió Monipodio que pararía en un gran mal si no lo remediaba; y así, poniéndose luego en medio dellos, dijo:
-No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores, y desháganse entre los dientes; y, pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por sí.
-Bien seguros estamos -respondió Chiquiznaque- que no se dijeron ni dirán semejantes monitorios por nosotros; que, si se hubiera imaginado que se decían, en manos estaba el pandero que lo supiera bien tañer.
-También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque -replicó el Repolido-, y también, si fuere menester, sabremos tocar los cascabeles, y ya he dicho que el que se huelga, miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la Cariharta, y, cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
-¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No veen que va enojado, y es un Judas Macarelo en esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón del mundo y de mis ojos!
Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa, y, acudiendo también Monipodio, le detuvieron. Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y estuviéronse quedos esperando lo que Repolido haría; el cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
-Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos, y más cuando veen que se enojan los amigos.
-No hay aquí amigo -respondió Maniferro- que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y, pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.
A esto dijo Monipodio:
-Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las manos de amigos.
Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, y, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba.
Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta entonces nunca la habían visto. Conociólo Maniferro y díjoles:
-¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin pesadumbre, ni más barata, no se ha inventado en el mundo; y en verdad que oí decir el otro día a un estudiante que ni el Negrofeo, que sacó a la Arauz del infierno; ni el Marión, que subió sobre el delfín y salió del mar como si viniera caballero sobre una mula de alquiler; ni el otro gran músico que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de música, tan fácil de deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun voto a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la música.
-Eso creo yo muy bien -respondió Rinconete-, pero escuchemos lo que quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta, y con voz sutil y quebradiza cantó lo siguiente:
Por un sevillano, rufo a lo valón,
tengo socarrado todo el corazón.
Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde,
¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando otro chapín, se metió en danza, y acompañó a las demás diciendo:
Detente, enojado, no me azotes más;
que si bien lo miras, a tus carnes das.
-Cántese a lo llano -dijo a esta sazón Repolido-, y no se toquen estorias pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban a la puerta apriesa; y con ella salió Monipodio a ver quién era, y la centinela le dijo cómo al cabo de la calle había asomado el alcalde de la justicia, y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al revés, dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la música, enmudeció Chiquiznaque, pasmóse Repolido y suspendióse Maniferro; y todos, cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y tejados, para escaparse y pasar por ellos a otra calle. Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y estuviéronse quedos, esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en más de volver la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo, sin dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la puerta, vestido, como se suele decir, de barrio; Monipodio le entró consigo, y mandó llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al Repolido, y que de los demás no bajase alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y Cortadillo pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido, el cual dijo a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había encomendado. Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho; pero que allí estaba el oficial a cuyo cargo estaba su negocio, y que él daría muy buena cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si había cumplido con la obra que se le encomendó de la cuchillada de a catorce.
-¿Cuál? -respondió Chiquiznaque-. ¿Es la de aquel mercader de la Encrucijada?
-Ésa es -dijo el caballero.
-Pues lo que en eso pasa -respondió Chiquiznaque- es que yo le aguardé anoche a la puerta de su casa, y él vino antes de la oración; lleguéme cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le tenía tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos; y, hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que llevaba en mi destruición...
-Instrucción querrá vuesa merced decir -dijo el caballero-, que no destruición.
-Eso quise decir -respondió Chiquiznaque-. Digo que, viendo que en la estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la pueden poner por mayor de marca.
-Más quisiera -dijo el caballero- que se la hubiera dado al amo una de a siete, que al criado la de a catorce. En efeto, conmigo no se ha cumplido como era razón, pero no importa; poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a vuesas mercedes las manos.
Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le asió de la capa de mezcla que traía puesta, diciéndole:
-Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan, y no ha de salir de aquí voacé sin darlos, o prendas que lo valgan.
-Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra -respondió el caballero-: dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
-¡Qué bien está en la cuenta el señor! -dijo Chiquiznaque-. Bien parece que no se acuerda de aquel refrán que dice: «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can».
-¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? -replicó el caballero.
-¿Pues no es lo mismo -prosiguió Chiquiznaque- decir: «Quien mal quiere a Beltrán, mal quiere a su can»? Y así, Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can; y dando al can se da a Beltrán, y la deuda queda líquida y trae aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar luego sin apercebimiento de remate.
-Eso juro yo bien -añadió Monipodio-, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se meta en puntillos con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado; y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.
-Como eso sea -respondió el galán-, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la otra por entero.
-No dude en esto -dijo Monipodio- más que en ser cristiano; que Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.
-Pues con esa seguridad y promesa -respondió el caballero-, recíbase esta cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera cuchillada. Pesa mil reales, y podría ser que se quedase rematada, porque traigo entre ojos que serán menester otros catorce puntos antes de mucho.
Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a Monipodio, que al color y al peso bien vio que no era de alquimia. Monipodio la recibió con mucho contento y cortesía, porque era en estremo bien criado; la ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que sólo tomó término de aquella noche. Fuese muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y azorados. Bajaron todos, y, poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que traía en la capilla de la capa y dióselo a Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle Rinconete, y en la primera hoja vio que decía:
MEMORIA DE LAS CUCHILLADAS
QUE SE HAN DE DAR ESTA SEMANA
La primera, al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos. Están recebidos treinta a buena cuenta. Secutor, Chiquiznaque.
-No creo que hay otra, hijo -dijo Monipodio-; pasá adelante y mirá donde dice: MEMORIA DE PALOS.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
MEMORIA DE PALOS
Y más abajo decía:
Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de mayor cuantía a escudo cada uno. Están dados a buena cuenta ocho. El término, seis días. Secutor, Maniferro.
-Bien podía borrarse esa partida -dijo Maniferro-, porque esta noche traeré finiquito della.
-¿Hay más, hijo? -dijo Monipodio.
-Sí, otra -respondió Rinconete-, que dice así:
Al sastre corcovado que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.
-Maravillado estoy -dijo Monipodio- cómo todavía está esa partida en ser. Sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.
-Yo le topé ayer -dijo Maniferro-, y me dijo que por haber estado retirado por enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.
-Eso creo yo bien -dijo Monipodio-, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
-No señor -respondió Rinconete.
-Pues pasad adelante -dijo Monipodio-, y mirad donde dice: MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.
CONVIENE A SABER: REDOMAZOS, UNTOS DE MIERA,
CLAVAZÓN DE SAMBENITOS Y CUERNOS, MATRACAS,
ESPANTOS, ALBOROTOS Y CUCHILLADAS FINGIDAS,
PUBLICACIÓN DE NIBELOS, ETC.
-¿Qué dice más abajo? -dijo Monipodio.
-Dice -dijo Rinconete-:
Unto de miera en la casa...
-No se lea la casa, que ya yo sé dónde es -respondió Monipodio-, y yo soy el tuáutem y esecutor desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.
-Así es la verdad -dijo Rinconete-, que todo eso está aquí escrito; y aun más abajo dice:
Clavazón de cuernos.
-Tampoco se lea -dijo Monipodio- la casa, ni adónde; que basta que se les haga el agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.
-El esecutor desto es -dijo Rinconete- el Narigueta.
-Ya está eso hecho y pagado -dijo Monipodio-. Mirad si hay más, que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos; y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro, mancebo, que yo sé que no hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más, que cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.
-Así es -dijo a esto el Repolido-. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que de paso.
-Lo que se ha de hacer -respondió Monipodio- es que todos se vayan a sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les da por distrito, hasta el domingo, desde la Torre del Oro, por defuera de la ciudad, hasta el postigo del Alcázar, donde se puede trabajar a sentadillas con sus flores; que yo he visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir cada día con más de veinte reales en menudos, amén de la plata, con una baraja sola, y ésa con cuatro naipes menos. Este districto os enseñará Ganchoso; y, aunque os estendáis hasta San Sebastián y San Telmo, importa poco, puesto que es justicia mera mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía, y ofreciéronse a hacer su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas, porque no había tintero, le dio el papel para que lo llevase, y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades: noviciado, ninguno; Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón; y el día, mes y año, callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:
-Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas a Lobillo el de Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe limpio quitará el dinero al mismo Satanás; y que por venir maltratado no viene luego a registrarse y a dar la sólita obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.
-Siempre se me asentó a mí -dijo Monipodio- que este Lobillo había de ser único en su arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se pueden desear; que, para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.
-También topé -dijo el viejo- en una casa de posadas, en la calle de Tintores, al Judío, en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su persona.
-Ese Judío también -dijo Monipodio- es gran sacre y tiene gran conocimiento. Días ha que no le he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si no se enmienda, que yo le deshaga la corona; que no tiene más órdenes el ladrón que las tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?
-No -dijo el viejo-; a lo menos que yo sepa.
-Pues sea en buen hora -dijo Monipodio-. Voacedes tomen esta miseria -y repartió entre todos hasta cuarenta reales-, y el domingo no falte nadie, que no faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche, después de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio, al registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y borrar la partida de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta ni de asiento, porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su arte. Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía un buen natural; y, como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad, y más cuando por decir per modum sufragii había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decir estipendio, de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias (especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados) a éstas y a otras peores semejantes; y, sobre todo, le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan libre y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquéllos de la infame academia, que todos serán de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.
ENTRE los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés, capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres una niña de edad de siete años, poco más o menos; y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar la niña para volvérsela a sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que, pues se contentaba con las haciendas y dejaba libres las personas, no fuesen ellos tan desdichados que, ya que quedaban pobres, quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más hermosa criatura que había en toda la ciudad.
Mandó el conde echar bando por toda su armada que, so pena de la vida, volviese la niña cualquiera que la tuviese; mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que Clotaldo la obedeciese; que la tenía escondida en su nave, aficionado, aunque cristianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo, alegre sobremodo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la hermosa niña.
Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran católicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina. Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer a Dios y a estar muy entero en las verdades de la fe católica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble, cristiana y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel que, como si fuera su hija, la criaba, regalaba e industriaba; y la niña era de tan buen natural, que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban. Con el tiempo y con los regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero no tanto que dejase de acordarse y de suspirar por ellos muchas veces; y, aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres.
Después de haberle enseñado todas las cosas de labor que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir más que medianamente; pero en lo que tuvo estremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos, y esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan estremada que encantaba cuando cantaba.
Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero, como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable honestidad de Isabela (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya, y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma.
Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta cristiana como ellos. Y estaba claro, según él decía, que no habían de querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo que ya tenían concertado de dar a una señora. Y así, perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal, que le puso a punto de perderla. Pero, pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela.
Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el estremo posible, así por no tener otro, como porque lo merecía su mucha virtud y su gran valor y entendimiento. No le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba ni quería descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada le dijo:
-Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me vees; si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que, por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la doy, desde luego, como verdadero y católico cristiano, de ser tuyo; que, puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a darme salud y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto que deseo.
En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela, los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió desta suerte:
-Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo, que no sé a cuál destos estremos lo atribuya, quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin ella tendría no por buena, sino por mala fortuna la inestimable merced que queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren; y, en tanto que esto se dilatare o no fuere, entretengan vuestros deseos saber que los míos serán eternos y limpios en desearos el bien que el cielo puede daros.
Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban.
Despidiéronse los dos cortésmente: él, con lágrimas en los ojos; ella, con admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo, el cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos sus pensamientos. Y así, un día se los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga, que si no le casaban con Isabela, que el negársela y darle la muerte era todo una misma cosa. Con tales razones, con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de Isabela Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía; y así fue; que, diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando escusas que impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.
A esta sazón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte años; y, en esta tan verde y tan florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro días faltaban para llegarse aquél en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto; porque, sin su voluntad y consentimiento, entre los de ilustre sangre, no se efetúa casamiento alguno; pero no dudaron de la licencia, y así, se detuvieron en pedirla.
Digo, pues, que, estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó todo su regocijo un ministro de la reina que dio un recaudo a Clotaldo: que su Majestad mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo que de muy buena gana haría lo que su Majestad le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.
-¡Ay -decía la señora Catalina-, si sabe la reina que yo he criado a esta niña a la católica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa somos cristianos! Pues si la reina le pregunta qué es lo que ha aprendido en ocho años que ha que es prisionera, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga?
Oyendo lo cual Isabela, le dijo:
-No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.
Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor, y no los hallaba sino en la mucha confianza que en Dios tenía y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mucho que, por todas las vías que pudiese escusase el condenallos por católicos; que, puesto que estaban promptos con el espíritu a recebir martirio, todavía la carne enferma rehusaba su amarga carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen seguros que por su causa no sucedería lo que temían y sospechaban, porque, aunque ella entonces no sabía lo que había de responder a las preguntas que en tal caso le hiciesen, tenía tan viva y cierta esperanza que había de responder de modo que, como otra vez había dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.
Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la reina supiera que eran católicos, no les enviara recaudo tan manso, por donde se podía inferir que sólo querría ver a Isabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habría llegado a sus oídos, como a todos los de la ciudad. Pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados, de la cual culpa hallaron sería bien disculparse con decir que desde el punto que entró en su poder la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo. Pero también en esto se culpaban, por haber hecho el casamiento sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo.
Con esto se consolaron, y acordaron que Isabela no fuese vestida humildemente, como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan principal esposo como su hijo. Resueltos en esto, otro día vistieron a Isabela a la española, con una saya entera de raso verde, acuchillada y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada de ríquisimas perlas; collar y cintura de diamantes, y con abanico a modo de las señoras damas españolas; sus mismos cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y perlas, le sirvían de tocado. Con este adorno riquísimo y con su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer y Ricaredo en la carroza, y a caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.
Llegados, pues, a palacio, y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó Isabela; y, como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación que por la región del fuego en serena y sosegada noche suele moverse, o bien ansí como rayo del sol que al salir del día por entre dos montañas se descubre. Todo esto pareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí estaban, a quien Amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela; la cual, llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos ante la reina, y, en lengua inglesa, le dijo:
-Dé Vuestra Majestad las manos a esta su sierva, que, desde hoy más, se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.
Estúvola la reina mirando por un buen espacio, sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos, el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela: cuál acababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo y cuál la dulzura de la habla; y tal hubo que, de pura envidia, dijo:
-Buena es la española, pero no me contenta el traje.
Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a Isabela, le dijo:
-Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien y gustaré dello.
Y, volviéndose a Clotaldo, dijo:
-Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años ha encubierto; mas él es tal, que os haya movido a codicia: obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.
-Señora -respondió Clotaldo-, mucha verdad es lo que Vuestra Majestad dice: confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro a que estuviese en la perfección que convenía para parecer ante los ojos de Vuestra Majestad; y, ahora que lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo licencia a Vuestra Majestad para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo, y daros, alta Majestad, en los dos, todo cuanto puedo daros.
-Hasta el nombre me contenta -respondió la reina-: no le faltaba más sino llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección que desear en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo.
-Así es verdad, señora -respondió Clotaldo-, pero fue en confianza que los muchos y relevados servicios que yo y mis pasados tenemos hechos a esta corona alcanzarían de Vuestra Majestad otras mercedes más dificultosas que las desta licencia; cuanto más, que aún no está desposado mi hijo.
-Ni lo estará -dijo la reina- con Isabela hasta que por sí mismo lo merezca. Quiero decir que no quiero que para esto le aprovechen vuestros servicios ni de sus pasados: él por sí mismo se ha de disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda, que ya la estimo como si fuese mi hija.
Apenas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió a hincar de rodillas ante la reina, diciéndole en lengua castellana:
-Las desgracias que tales descuentos traen, serenísima señora, antes se han de tener por dichas que por desventuras. Ya Vuestra Majestad me ha dado nombre de hija: sobre tal prenda, ¿qué males podré temer o qué bienes no podré esperar?
Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le aficionó en estremo y mandó que se quedase en su servicio, y se la entregó a una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo.
Ricaredo, que se vio quitar la vida en quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder el juicio; y así, temblando y con sobresalto, se fue a poner de rodillas ante la reina, a quien dijo:
-Para servir yo a Vuestra Majestad no es menester incitarme con otros premios que con aquellos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido a sus reyes; pero, pues Vuestra Majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en que Vuestra Majestad me pone.
-Dos navíos -respondió la reina- están para partirse en corso, de los cuales he hecho general al barón de Lansac: del uno dellos os hago a vos capitán, porque la sangre de do venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años. Y advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión en ella a que, correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis el mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis acertar a desearos. Yo misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad será su más verdadera guarda. Id con Dios, que, pues vais enamorado, como imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que esperaran que el premio de sus vitorias había de ser gozar de sus amadas. Levantaos, Ricaredo, y mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela, porque mañana ha de ser vuestra partida.
Besó las manos Ricaredo a la reina, estimando en mucho la merced que le hacía, y luego se fue a hincar de rodillas ante Isabela; y, queriéndola hablar, no pudo, porque se le puso un nudo en la garganta que le ató la lengua y las lágrimas acudieron a los ojos, y él acudió a disimularlas lo más que le fue posible. Pero, con todo esto, no se pudieron encubrir a los ojos de la reina, pues dijo:
-No os afrentéis, Ricaredo, de llorar, ni os tengáis en menos por haber dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazón: que una cosa es pelear con los enemigos y otra despedirse de quien bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y dadle vuestra bendición, que bien lo merece su sentimiento.
Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de Ricaredo, que como a su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le mandaba, antes comenzó a derramar lágrimas, tan sin pensar lo que hacía, y tan sesga y tan sin movimiento alguno, que no parecía sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes; y, sin hablar más palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela, haciendo Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se salieron de la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.
Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor que la nueva señora quisiese que mudase las costumbres en que la primera la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí: era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela; y el otro, que no podía hacer ninguna, si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser notado de cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión.
Pero, en fin, determinó de posponer al gusto de enamorado el que tenía de ser católico, y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con ser cristiano, dejando a su reina satisfecha y a Isabela merecida.
Seis días navegaron los dos navíos con próspero viento, siguiendo la derrota de las islas Terceras, paraje donde nunca faltan o naves portuguesas de las Indias orientales o algunas derrotadas de las occidentales. Y, al cabo de los seis días, les dio de costado un reciísimo viento (que en el mar océano tiene otro nombre que en el Mediterráneo, donde se llama mediodía), el cual viento fue tan durable y tan recio que, sin dejarles tomar las islas, les fue forzoso correr a España; y, junto a su costa, a la boca del estrecho de Gibraltar, descubrieron tres navíos: uno poderoso y grande, y los dos pequeños. Arribó la nave de Ricaredo a su capitán, para saber de su general si quería embestir a los tres navíos que se descubrían; y, antes que a ella llegase, vio poner sobre la gavia mayor un estandarte negro, y, llegándose más cerca, oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas: señales claras o que el general era muerto o alguna otra principal persona de la nave. Con este sobresalto llegaron a poderse hablar, que no lo habían hecho después que salieron del puerto. Dieron voces de la nave capitana, diciendo que el capitán Ricaredo pasase a ella, porque el general la noche antes había muerto de una apoplejía. Todos se entristecieron, si no fue Ricaredo, que le alegró, no por el daño de su general, sino por ver que quedaba él libre para mandar en los dos navíos, que así fue la orden de la reina: que, faltando el general, lo fuese Ricaredo; el cual con presteza se pasó a la capitana, donde halló que unos lloraban por el general muerto y otros se alegraban con el vivo.
Finalmente, los unos y los otros le dieron luego la obediencia y le aclamaron por su general con breves ceremonias, no dando lugar a otra cosa dos de los tres navíos que habían descubierto, los cuales, desviándose del grande, a las dos naves se venían.
Luego conocieron ser galeras, y turquescas, por las medias lunas que en las banderas traían, de que recibió gran gusto Ricaredo, pareciéndole que aquella presa, si el cielo se la concediese, sería de consideración, sin haber ofendido a ningún católico. Las dos galeras turquescas llegaron a reconocer los navíos ingleses, los cuales no traían insignias de Inglaterra, sino de España, por desmentir a quien llegase a reconocellos, y no los tuviese por navíos de cosarios. Creyeron los turcos ser naves derrotadas de las Indias y que con facilidad las rendirían. Fuéronse entrando poco a poco, y de industria los dejó llegar Ricaredo hasta tenerlos a gusto de su artillería, la cual mandó disparar a tan buen tiempo, que con cinco balas dio en la mitad de una de las galeras, con tanta furia, que la abrió por medio toda. Dio luego a la banda, y comenzó a irse a pique sin poderse remediar. La otra galera, viendo tan mal suceso, con mucha priesa le dio cabo, y le llevó a poner debajo del costado del gran navío; pero Ricaredo, que tenía los suyos prestos y ligeros, y que salían y entraban como si tuvieran remos, mandando cargar de nuevo toda la artillería, los fue siguiendo hasta la nave, lloviendo sobre ellos infinidad de balas. Los de la galera abierta, así como llegaron a la nave, la desampararon, y con priesa y celeridad procuraban acogerse a la nave. Lo cual visto por Ricaredo y que la galera sana se ocupaba con la rendida, cargó sobre ella con sus dos navíos, y, sin dejarla rodear ni valerse de los remos, la puso en estrecho: que los turcos se aprovecharon ansimismo del refugio de acogerse a la nave, no para defenderse en ella, sino por escapar las vidas por entonces. Los cristianos de quien venían armadas las galeras, arrancando las branzas y rompiendo las cadenas, mezclados con los turcos, también se acogieron a la nave; y, como iban subiendo por su costado, con la arcabucería de los navíos los iban tirando como a blanco; a los turcos no más, que a los cristianos mandó Ricaredo que nadie los tirase. Desta manera, casi todos los más turcos fueron muertos, y los que en la nave entraron, por los cristianos que con ellos se mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos pedazos: que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a la flaqueza de los que se levantan. Y así, con el calor que les daba a los cristianos pensar que los navíos ingleses eran españoles, hicieron por su libertad maravillas. Finalmente, habiendo muerto casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del navío, y a grandes voces llamaron a los que pensaban ser españoles entrasen a gozar el premio del vencimiento.
Preguntóles Ricaredo en español que qué navío era aquél. Respondiéronle que era una nave que venía de la India de Portugal, cargada de especería, y con tantas perlas y diamantes, que valía más de un millón de oro, y que con tormenta había arribado a aquella parte, toda destruida y sin artillería, por haberla echado a la mar la gente, enferma y casi muerta de sed y de hambre; y que aquellas dos galeras, que eran del cosario Arnaúte Mamí, el día antes la habían rendido, sin haberse puesto en defensa; y que, a lo que habían oído decir, por no poder pasar tanta riqueza a sus dos bajeles, la llevaban a jorro para meterla en el río de Larache, que estaba allí cerca.
Ricaredo les respondió que si ellos pensaban que aquellos dos navíos eran españoles, se engañaban; que no eran sino de la señora reina de Inglaterra, cuya nueva dio que pensar y que temer a los que la oyeron, pensando, como era razón que pensasen, que de un lazo habían caído en otro. Pero Ricaredo les dijo que no temiesen algún daño, y que estuviesen ciertos de su libertad, con tal que no se pusiesen en defensa.
-Ni es posible ponernos en ella -respondieron-, porque, como se ha dicho, este navío no tiene artillería ni nosotros armas; así que, nos es forzoso acudir a la gentileza y liberalidad de vuestro general; pues será justo que quien nos ha librado del insufrible cautiverio de los turcos lleve adelante tan gran merced y beneficio, pues le podrá hacer famoso en todas las partes, que serán infinitas, donde llegare la nueva desta memorable vitoria y de su liberalidad, más de nosotros esperada que temida.
No le parecieron mal a Ricaredo las razones del español; y, llamando a consejo los de su navío, les preguntó cómo haría para enviar todos los cristianos a España sin ponerse a peligro de algún siniestro suceso, si el ser tantos les daba ánimo para levantarse. Pareceres hubo que los hiciese pasar uno a uno a su navío, y, así como fuesen entrando debajo de cubierta, matarle, y desta manera matarlos a todos, y llevar la gran nave a Londres, sin temor ni cuidado alguno.
A esto respondió Ricaredo:
-Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced en darnos tanta riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido, ni es bien que lo que puedo remediar con la industria lo remedie con la espada. Y así, soy de parecer que ningún cristiano católico muera: no porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy bien, y querría que esta hazaña de hoy ni a mí ni a vosotros, que en ella me habéis sido compañeros, nos diese, mezclado con el nombre de valientes, el renombre de crueles: porque nunca dijo bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave portuguesa, sin dejar en el navío otras armas ni otra cosa más del bastimento, y no lejando la nave de nuestra gente, la llevaremos a Inglaterra, y los españoles se irán a España.
Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto, y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por más católico que debía. Resuelto, pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuenta arcabuceros a la nave portuguesa, todos alerta y con las cuerdas encendidas. Halló en la nave casi trecientas personas, de las que habían escapado de las galeras. Pidió luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vez primera, que el registro le había tomado el cosario de los bajeles, que con ellos se había ahogado. Al instante puso el torno en orden, y, acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos cabestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor nave. Luego, haciendo una breve plática a los cristianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia para más de un mes y para más gente; y, así como se iban embarcando, dio a cada uno cuatro escudos de oro españoles, que hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen a tierra: que estaba tan cerca, que las altas montañas de Abala y Calpe desde allí se parecían. Todos le dieron infinitas gracias por la merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fue aquel que por los demás había hablado, el cual le dijo:
-Por más ventura tuviera, valeroso caballero, que me llevaras contigo a Inglaterra, que no que me enviaras a España; porque, aunque es mi patria y no habrá sino seis días que della partí, no he de hallar en ella otra cosa que no sea de ocasiones de tristezas y soledades mías.
«Sabrás, señor, que en la pérdida de Cádiz, que sucedió habrá quince años, perdí una hija que los ingleses debieron de llevar a Inglaterra, y con ella perdí el descanso de mi vejez y la luz de mis ojos; que, después que no la vieron, nunca han visto cosa que de su gusto sea. El grave descontento en que me dejó su pérdida y la de la hacienda, que también me faltó, me pusieron de manera que ni más quise ni más pude ejercitar la mercancía, cuyo trato me había puesto en opinión de ser el más rico mercader de toda la ciudad. Y así era la verdad, pues fuera del crédito, que pasaba de muchos centenares de millares de escudos, valía mi hacienda dentro de las puertas de mi casa más de cincuenta mil ducados; todo lo perdí, y no hubiera perdido nada, como no hubiera perdido a mi hija. Tras esta general desgracia y tan particular mía, acudió la necesidad a fatigarme, hasta tanto que, no pudiéndola resistir, mi mujer y yo, que es aquella triste que allí está sentada, determinamos irnos a las Indias, común refugio de los pobres generosos. Y, habiéndonos embarcado en un navío de aviso seis días ha, a la salida de Cádiz dieron con el navío estos dos bajeles de cosarios, y nos cautivaron, donde se renovó nuestra desgracia y se confirmó nuestra desventura. Y fuera mayor si los cosarios no hubieran tomado aquella nave portuguesa, que los entretuvo hasta haber sucedido lo que él había visto.»
Preguntóles Ricaredo cómo se llamaba su hija. Respondióle que Isabel. Con esto acabó de confirmarse Ricaredo en lo que ya había sospechado, que era que el que se lo contaba era el padre de su querida Isabela. Y, sin darle algunas nuevas della, le dijo que de muy buena gana llevaría a él y a su mujer a Londres, donde podría ser hallasen nuevas de la que deseaban. Hízolos pasar luego a su capitana, poniendo marineros y guardas bastantes en la nao portuguesa.
Aquella noche alzaron velas, y se dieron priesa a apartarse de las costas de España, porque el navío de los cautivos libres, entre los cuales también iban hasta veinte turcos, a quien también Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición y generoso ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que a los católicos tuviese. Rogó a los españoles que en la primera ocasión que se ofreciese diesen entera libertad a los turcos, que ansimismo se le mostraron agradecidos.
El viento, que daba señales de ser próspero y largo, comenzó a calmar un tanto, cuya calma levantó gran tormenta de temor en los ingleses, que culpaban a Ricaredo y a su liberalidad, diciéndole que los libres podían dar aviso en España de aquel suceso, y que si acaso había galeones de armada en el puerto, podían salir en su busca y ponerlos en aprieto y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón, pero, venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó; pero más los quietó el viento, que volvió a refrescar de modo que, dándole todas las velas, sin tener necesidad de acanallas ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a la vista de Londres; y, cuando en él, victorioso, volvieron, habría treinta que dél faltaban.
No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general; y así, mezcló las señales alegres con las tristes: unas veces sonaban clarines regocijados; otras, trompetas roncas; unas tocaban los atambores, alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentables respondían los pífaros; de una gavia colgaba, puesta al revés, una bandera de medias lunas sembrada; en otra se veía un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios estremos entró en el río de Londres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así, se quedó en la mar a lo largo.
Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba. Bien conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían alcanzar cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave que en la mar se quedaba; pero sacólos desta duda haber saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un inumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio, donde ya la reina, puesta a unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos.
Estaba con la reina, con las otras damas, Isabela, vestida a la inglesa, y parecía tan bien como a la castellana. Antes que Ricaredo llegase, llegó otro que dio las nuevas a la reina de cómo Ricaredo venía. Alborozas Isabela oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.
Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y bien proporcionado. Y, como venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes y escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en estremo bien a cuantos le miraban; no le cubría la cabeza morrión alguno, sino un sombrero de gran falda, de color leonado con mucha diversidad de plumas terciadas a la valona; la espada, ancha; los tiros, ricos; las calzas, a la esguízara. Con este adorno y con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de la batallas, y otros, llevados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que, para hacer alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En fin, él llegó ante la reina; puesto de rodillas, le dijo:
-Alta Majestad, en fuerza de vuestra ventura y en consecución de mi deseo, después de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo en su lugar, merced a la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran nave que allí se parece. Acometíla, pelearon vuestros soldados como siempre, echáronse a fondo los bajeles de los cosarios; en el uno de los nuestros, en vuestro real nombre, di libertad a los cristianos que del poder de los turcos escaparon; sólo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles, que por su gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave es de las que vienen de la India de Portugal, la cual por tormenta vino a dar en poder de los turcos, que con poco trabajo, o, por mejor decir, sin ninguno, la rindieron; y, según dijeron algunos portugueses de los que en ella venían, pasa de un millón de oro el valor de la especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen. A ninguna cosa se ha tocado, ni los turcos habían llegado a ella, porque todo lo dedicó el cielo, y yo lo mandé guardar, para Vuestra Majestad, que con una joya sola que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves, la cual joya ya Vuestra Majestad me la tiene prometida, que es a mi buena Isabela. Con ella quedaré rico y premiado, no sólo deste servicio, cual él se sea, que a Vuestra Majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por pagar alguna parte del todo casi infinito que en esta joya Vuestra Majestad me ofrece.
-Levantaos, Ricaredo -respondió la reina-, y creedme que si por precio os hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no la peteretes pagar ni con lo que trae esa nave ni con lo que queda en las Indias. Deslayo porque os la prometí, y porque ella es digna de vos y vos lo sois della. Vuestro valor solo la merece. Si vos habéis guardado las joyas de la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos; y, aunque os parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago mucha merced en ello; que las prendas que se compran a deseos y tienen su estimación en el alma del comprador, aquello valen que vale una alma: que no hay precio en la tierra con que aprecialla. Isabela es vuestra, veisla allí; cuando quisiéredes podéis tomar su entera posesión, y creo será con su gusto, porque es discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis, que no la quiero llamar merced, sino amistad, porque me quiero alzar con el nombre de que yo sola puedo hacerle mercedes. Idos a descansar y venidme a ver mañana, que quiero más particularmente oír vuestras hazañas; y traedme esos dos que decís que de su voluntad han querido venir a verme, que se lo quiero agradecer.
Besóle las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacía. Entróse la reina en una sala, y las damas rodearon a Ricaredo; y una dellas, que había tomado grande amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida por la más discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:
-¿Qué es esto, señor Ricaredo, qué armas son éstas? ¿Pensábades por ventura que veníades a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela, que, como española, está obligada a no teneros buena voluntad.
-Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su memoria -dijo Ricaredo-, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento y rara hermosura la fealdad de ser desagradecida
A lo cual respondió Isabela:
-Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la satisfación que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.
Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo mientras allí estuvo. Alzábale las escarcelas, por ver qué traía debajo dellas, tentábale la espada y con simplicidad de niña quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a mirar de muy cerca en ellas; y, cuando se hubo ido, volviéndose a las damas, dijo:
-Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.
-¡Y cómo si parecen! -respondió la señora Tansi-; si no, mirad, a Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado a la tierra y en aquel hábito va caminando por la calle.
Riyeron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de Tansi, y no faltaron murmuradores que tuvieron por impertinencia el haber venido armado Ricaredo a palacio, puesto que halló disculpa en otros, que dijeron que, como soldado, lo pudo hacer para mostrar su gallarda bizarría.
Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidos con muestras de entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en Londres por su buen suceso. Ya los padres de Isabela estaban en casa de Clotaldo, a quien Ricaredo había dicho quién eran, pero que no les diesen nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no menos ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave, que en ocho días no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su vientre encerradas tenía.
El día que siguió a esta noche fue Ricaredo a palacio, llevando consigo al padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo a la inglesa, diciéndoles que la reina quería verlos. Llegaron todos donde la reina estaba en medio de sus damas, esperando a Ricaredo, a quien quiso lisonjear y favorecer con tener junto a sí a Isabela, vestida con aquel mismo vestido que llevó la vez primera, mostrándose no menos hermosa ahora que entonces. Los padres de Isabela quedaron admirados y suspensos de ver tanta grandeza y bizarría junta. Pusieron los ojos en Isabela, y no la conocieron, aunque el corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a saltar en el pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto, que ellos no acertaban a entendelle. No consintió la reina que Ricaredo estuviese de rodillas ante ella; antes, le hizo levantar y sentar en una silla rasa, que para sólo esto allí puesta tenían: inusitada merced, para la altiva condición de la reina; y alguno dijo a otro:
-Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta que él trujo.
Otro acudió y dijo:
-Ahora se verifica lo que comúnmente se dice, que dádivas quebrantan peñas, pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el duro corazón de nuestra reina.
Otro acudió y dijo:
-Ahora que está tan bien ensillado, más de dos se atreverán a correrle.
En efeto, de aquella nueva honra que la reina hizo a Ricaredo tomó ocasión la envidia para nacer en muchos pechos de aquéllos que mirándole estaban; porque no hay merced que el príncipe haga a su privado que no sea una lanza que atraviesa el corazón del envidioso.
Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente cómo había pasado la batalla con los bajeles de los cosarios. Él la contó de nuevo, atribuyendo la vitoria a Dios y a los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndolos a todos juntos y particularizando algunos hechos de algunos que más que los otros se habían señalado, con que obligó a la reina a hacer a todos merced, y en particular a los particulares; y, cuando llegó a decir la libertad que en nombre de su Majestad había dado a los turcos y cristianos, dijo:
-Aquella mujer y aquel hombre que allí están, señalando a los padres de Isabela, son los que dije ayer a Vuestra Majestad que, con deseo de ver vuestra grandeza, encarecidamente me pidieron los trujese conmigo. Ellos son de Cádiz, y de lo que ellos me han contado, y de lo que en ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.
Mandóles la reina que se llegasen cerca. Alzó los ojos Isabela a mirar los que decían ser españoles, y más de Cádiz, con deseo de saber si por ventura conocían a sus padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre y detuvo el paso para mirarla más atentamente, y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que le querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo a ver los afectos y movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la suspensión de entrambos, y aun el desasosiego de Isabela, porque la vio trasudar y levantar la mano muchas veces a componerse el cabello.
En esto, deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre: quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto. La reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella mujer y a aquel hombre le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más amada, no sólo de la gente de razón, mas aun de los animales que carecen della.
Todo esto preguntó Isabela a su madre, la cual, sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando, se llegó a Isabela y, sin mirar a respecto, temores ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha. Y, viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:
-¡Oh, hija de mi corazón! ¡Oh, prenda cara del alma mía!
Y, sin poder pasar adelante, se cayó desmayada en los brazos de Isabela.
Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas, que sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y, volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró, que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía. La reina, admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:
-Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas vistas, y no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría como mata una tristeza.
Y, diciendo esto, se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro, volvió en sí; y, estando un poco más en su acuerdo, puesta de rodillas delante de la reina, le dijo:
-Perdone Vuestra Majestad mi atrevimiento, que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.
Respondióle la reina que tenía razón, sirviéndole de intéprete, para que lo entendiese, Isabela; la cual, de la manera que se ha contado, conoció a sus padres, y sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en palacio, para que de espacio pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse con ella; de lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado de dársela, si es que acaso la merecía; y, de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba. Bien entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo y de su mucho valor, que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le dijo que de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra que a ella fuese posible. Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes.
Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él quisiera: que los que viven con esperanzas de promesas venideras siempre imaginan que no vuela el tiempo, sino que anda sobre los pies de la pereza misma. Pero en fin llegó el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla más, si más pudiese. Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle.
Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años, llamado el conde Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenía...; hacíanle, digo, estas cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado. Este Arnesto, pues, se enamoró de Isabela tan encendidamente, que en la luz de los ojos de Isabela tenía abrasada el alma; y aunque, en el tiempo que Ricaredo había estado ausente, con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela fue admitido. Y, puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos desdenes que le dio Isabela, porque con su celo ardía y con su honestidad se abrasaba. Y como vio que Ricaredo, según el parecer de la reina, tenía merecida a Isabela, y que en tan poco tiempo se la había de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero, antes que llegase a tan infame y tan cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de las razones de su hijo; y, como conocía la aspereza de su arrojada condición y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre, a quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a la reina: no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar, como en salir desahuciada, los últimos remedios.
Y, estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un diamante, que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las damas por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera mayor a la reina, y de rodillas le suplicó suspendiese el desposorio de Isabela por otros dos días; que, con esta merced sola que su Majestad le hiciese, se tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes que por sus servicios merecía y esperaba.
Quiso saber la reina primero por qué le pedía con tanto ahínco aquella suspensión, que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a Ricaredo; pero no se la quiso dar la camarera hasta que le hubo otorgado que haría lo que le pedía: tanto deseo tenía la reina de saber la causa de aquella demanda. Y así, después que la camarera alcanzó lo que por entonces deseaba, contó a la reina los amores de su hijo, y cómo temía que si no le daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, o hacer algún hecho escandaloso; y que si había pedido aquellos dos días, era por dar lugar a su Majestad pensase qué medio sería a propósito y conveniente para dar a su hijo remedio.
La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría, ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo, por todo el interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas, y sobre un fuerte y hermoso caballo se presentó ante la casa de Clotaldo, y a grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana, el cual a aquella sazón estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el acompañamiento que tal acto requería; mas, habiendo oído las voces, y siéndole dicho quién las daba y del modo que venía, con algún sobresalto se asomó a una ventana; y como le vio Arnesto, dijo:
-Ricaredo, estáme atento a lo que decirte quiero: la reina mi señora te mandó fueses a servirla y a hacer hazañas que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tú fuiste, y volviste cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido a Isabela. Y, aunque la reina mi señora te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca a Isabela, y en esto bien podrá ser se haya engañado; y así, llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto bien te levanten; y, en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te desafío a todo trance de muerte.
Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:
-En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso, no sólo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo. Así que, confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafío; pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.
Con esto se quitó de la ventana, y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde Arnesto armado, y le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a contar a la reina, la cual mandó al capitán de su guarda que fuese a prender al conde. El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto sobre un hermoso caballo.
Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía, y determinó de no dejar prenderse, y, alzando la voz contra Ricaredo, dijo:
-Ya vees, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de castigarme, tú me buscarás; y, por la que yo tengo de castigarte, también te buscaré; y, pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entonces la ejecución de nuestros deseos.
-Soy contento -respondió Ricaredo.
En esto, llegó el capitán con toda su guarda, y dijo al conde que fuese preso en nombre de su Majestad. Respondió el conde que sí daba; pero no para que le llevasen a otra parte que a la presencia de la reina. Contentóse con esto el capitán, y, cogiéndole en medio de la guarda, le llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había suplicado a la reina perdonase al conde, que, como mozo y enamorado, a mayores yerros estaba sujeto.
Llegó Arnesto ante la reina, la cual, sin entrar con él en razones, le mandó quitar la espada y llevasen preso a una torre.
Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que tan presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la reina que para sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efetos que debían de temerse; añadiendo a estas razones decir que Isabela era católica, y tan cristiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido torcer en nada de su católico intento. A lo cual respondió la reina que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían enseñado; y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto; y que, sin duda, si no aquel día, otro se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.
Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada que no le replicó palabra; y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía.
Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios, y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho: todas conocidas señales de haberle dado veneno. Acudieron las damas a la reina, contándole lo que pasaba y certificándole que la camarera había hecho aquel mal recaudo. No fue menester mucho para que la reina lo creyese, y así, fue a ver a Isabela, que ya casi estaba espirando. Mandó llamar la reina con priesa a sus médicos, y, en tanto que tardaban, la hizo dar cantidad de polvos de unicornio, con otros muchos antídotos que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades. Vinieron los médicos, y esforzaron los remedios y pidieron a la reina hiciese decir a la camarera qué género de veneno le había dado, porque no se dudaba que otra persona alguna sino ella la hubiese avenenado. Ella lo descubrió, y con esta noticia los médicos aplicaron tantos remedios y tan eficaces, que con ellos y con el ayuda de Dios quedó Isabela con vida, o a lo menos con esperanza de tenerla.
Mandó la reina prender a su camarera y encerrarla en un aposento estrecho de palacio, con intención de castigarla como su delito merecía, puesto que ella se disculpaba diciendo que en matar a Isabela hacía sacrificio al cielo, quitando de la tierra a una católica, y con ella la ocasión de las pendencias de su hijo.
Estas tristes nuevas oídas de Ricaredo, le pusieron en términos de perder el juicio: tales eran las cosas que hacía y las lastimeras razones con que se quejaba. Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello; el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad. Por mayor desgracia tenían los que la conocían haber quedado de aquella manera que si la hubiera muerto el veneno. Con todo esto, Ricaredo se la pidió a la reina, y le suplicó se la dejase llevar a su casa, porque el amor que la tenía pasaba del cuerpo al alma; y que si Isabela había perdido su belleza, no podía haber perdido sus infinitas virtudes.
-Así es -dijo la reina-, lleváosla, Ricaredo, y haced cuenta que lleváis una riquísima joya encerrada en una caja de madera tosca; Dios sabe si quisiera dárosla como me la entregastes, pero, pues no es posible, perdonadme: quizá el castigo que diere a la cometedora de tal delito satisfará en algo el deseo de la venganza.
Muchas cosas dijo Ricaredo a la reina desculpando a la camarera y suplicándola la perdonase, pues las desculpas que daba eran bastantes para perdonar mayores insultos. Finalmente, le entregaron a Isabela y a sus padres, y Ricaredo los llevó a su casa; digo a la de sus padres. A las ricas perlas y al diamante, añadió otras joyas la reina, y otros vestidos tales, que descubrieron el mucho amor que a Isabela tenía, la cual duró dos meses en su fealdad, sin dar indicio alguno de poder reducirse a su primera hermosura; pero, al cabo deste tiempo, comenzó a caérsele el cuero y a descubrírsele su hermosa tez.
En este tiempo, los padres de Ricaredo, pareciéndoles no ser posible que Isabela en sí volviese, determinaron enviar por la doncella de Escocia, con quien primero que con Isabela tenían concertado de casar a Ricaredo; y esto sin que él lo supiese, no dudando que la hermosura presente de la nueva esposa hiciese olvidar a su hijo la ya pasada de Isabela, a la cual pensaban enviar a España con sus padres, dándoles tanto haber y riquezas, que recompensasen sus pasadas pérdidas. No pasó mes y medio cuando, sin sabiduría de Ricaredo, la nueva esposa se le entró por las puertas, acompañada como quien ella era, y tan hermosa que, después de la Isabela que solía ser, no había otra tan bella en toda Londres. Sobresaltóse Ricaredo con la improvisa vista de la doncella, y temió que el sobresalto de su venida había de acabar la vida a Isabela; y así, para templar este temor, se fue al lecho donde Isabela estaba, y hallóla en compañía de sus padres, delante de los cuales dijo:
-Isabela de mi alma: mis padres, con el grande amor que me tienen, aún no bien enterados del mucho que yo te tengo, han traído a casa una doncella escocesa, con quien ellos tenían concertado de casarme antes que yo conociese lo que vales. Y esto, a lo que creo, con intención que la mucha belleza desta doncella borre de mi alma la tuya, que en ella estampada tengo. Yo, Isabela, desde el punto que te quise fue con otro amor de aquel que tiene su fin y paradero en el cumplimiento del sensual apetito; que, puesto que tu corporal hermosura me cautivó los sentidos, tus infinitas virtudes me aprisionaron el alma, de manera que, si hermosa te quise, fea te adoro; y, para confirmar esta verdad, dame esa mano.
Y, dándole ella la derecha y asiéndola él con la suya, prosiguió diciendo:
-Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquélla juro que guarda el Pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo, ¡oh Isabela, mitad de mi alma!, de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.
Quedó suspensa Isabela con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besóla Ricaredo en el rostro feo, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él cuando hermoso.
Los padres de Isabela solenizaron con tiernas y muchas lágrimas las fiestas del desposorio. Ricaredo les dijo que él dilataría el casamiento de la escocesa, que ya estaba en casa, del modo que después verían; y, cuando su padre los quisiese enviar a España a todos tres, no lo rehusasen, sino que se fuesen y le aguardasen en Cádiz o en Sevilla dos años, dentro de los cuales les daba su palabra de ser con ellos, si el cielo tanto tiempo le concedía de vida; y que si deste término pasase, tuviese por cosa certísima que algún grande impedimento, o la muerte, que era lo más cierto, se había opuesto a su camino.
Isabela le respondió que no solos dos años le aguardaría, sino todos aquéllos de su vida, hasta estar enterada que él no la tenía, porque en el punto que esto supiese, sería el mismo de su muerte. Con estas tiernas palabras, se renovaron las lágrimas en todos, y Ricaredo salió a decir a sus padres cómo en ninguna manera se casaría ni daría la mano a su esposa la escocesa, sin haber primero ido a Roma a asegurar su conciencia. Tales razones supo decir a ellos y a los parientes que habían venido con Clisterna, que así se llamaba la escocesa, que, como todos eran católicos, fácilmente las creyeron, y Clisterna se contentó de quedar en casa de su suegro hasta que Ricaredo volviese, el cual pidió de término un año.
Esto ansí puesto y concertado, Clotaldo dijo a Ricaredo cómo determinaba enviar a España a Isabela y a sus padres, si la reina le daba licencia: quizá los aires de la patria apresurarían y facilitarían la salud que ya comenzaba a tener. Ricaredo, por no dar indicio de sus designios, respondió tibiamente a su padre que hiciese lo que mejor le pareciese; sólo le suplicó que no quitase a Isabela ninguna cosa de las riquezas que la reina le había dado. Prometióselo Clotaldo, y aquel mismo día fue a pedir licencia a la reina, así para casar a su hijo con Clisterna, como para enviar a Isabela y a sus padres a España. De todo se contentó la reina, y tuvo por acertada la determinación de Clotaldo. Y aquel mismo día, sin acuerdo de letrados y sin poner a su camarera en tela de juicio, la condenó en que no sirviese más su oficio y en diez mil escudos de oro para Isabela; y al conde Arnesto, por el desafío, le desterró por seis años de Inglaterra. No pasaron cuatro días, cuando ya Arnesto se puso a punto de salir a cumplir su destierro y los dineros estuvieron juntos. La reina llamó a un mercader rico, que habitaba en Londres y era francés, el cual tenía correspondencia en Francia, Italia y España, al cual entregó los diez mil escudos, y le pidió cédulas para que se los entregasen al padre de Isabela en Sevilla o en otra playa de España. El mercader, descontados sus intereses y ganancias, dijo a la reina que las daría ciertas y seguras para Sevilla, sobre otro mercader francés, su correspondiente, en esta forma: que él escribiría a París para que allí se hiciesen las cédulas por otro correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia y no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de Sevilla, que ya estaría avisado del de París.
En resolución, la reina tomó tales seguridades del mercader, que no dudó de no ser cierta la partida; y, no contenta con esto, mandó llamar a un patrón de una nave flamenca, que estaba para partirse otro día a Francia, a sólo tomar en algún puerto della testimonio para poder entrar en España, a título de partir de Francia y no de Inglaterra; al cual pidió encarecidamente llevase en su nave a Isabela y a sus padres, y con toda seguridad y buen tratamiento los pusiese en un puerto de España, el primero a do llegase.
El patrón, que deseaba contentar a la reina, dijo que sí haría, y que los pondría en Lisboa, Cádiz o Sevilla. Tomados, pues, los recaudos del mercader, envió la reina a decir a Clotaldo no quitase a Isabela todo lo que ella la había dado, así de joyas como de vestidos. Otro día, vino Isabela y sus padres a despedirse de la reina, que los recibió con mucho amor. Dioles la reina la carta del mercader y otras muchas dádivas, así de dineros como de otras cosas de regalo para el viaje. Con tales razones se lo agradeció Isabela, que de nuevo dejó obligada a la reina para hacerle siempre mercedes. Despidióse de las damas, las cuales, como ya estaba fea, no quisieran que se partiera, viéndose libres de la envidia que a su hermosura tenían, y contentas de gozar de sus gracias y discreciones. Abrazó la reina a los tres, y, encomendándolos a la buena ventura y al patrón de la nave, y pidiendo a Isabela la avisase de su buena llegada a España, y siempre de su salud, por la vía del mercader francés, se despidió de Isabela y de sus padres, los cuales aquella misma tarde se embarcaron, no sin lágrimas de Clotaldo y de su mujer y de todos los de su casa, de quien era en todo estremo bien querida. No se halló a esta despedida presente Ricaredo, que por no dar muestras de tiernos sentimientos, aquel día hizo con unos amigos suyos le llevasen a caza. Los regalos que la señora Catalina dio a Isabela para el viaje fueron muchos, los abrazos infinitos, las lágrimas en abundancia, las encomiendas de que la escribiese sin número, y los agradecimientos de Isabela y de sus padres correspondieron a todo; de suerte que, aunque llorando, los dejaron satisfechos.
Aquella noche se hizo el bajel a la vela; y, habiendo con próspero viento tocado en Francia y tomado en ella los recados necesarios para poder entrar en España, de allí a treinta días entró por la barra de Cádiz, donde se desembarcaron Isabela y sus padres; y, siendo conocidos de todos los de la ciudad, los recibieron con muestras de mucho contento. Recibieron mil parabienes del hallazgo de Isabela y de la libertad que habían alcanzado, ansí de los moros que los habían cautivado (habiendo sabido todo su suceso de los cautivos que dio libertad la liberalidad de Ricaredo), como de la que habían alcanzado de los ingleses.
Ya Isabela en este tiempo comenzaba a dar grandes esperanzas de volver a cobrar su primera hermosura. Poco más de un mes estuvieron en Cádiz, restaurando los trabajos de la navegación, y luego se fueron a Sevilla por ver si salía cierta la paga de los diez mil ducados que, librados sobre el mercader francés, traían. Dos días después de llegar a Sevilla le buscaron, y le hallaron y le dieron la carta del mercader francés de la ciudad de Londres. Él la reconoció, y dijo que hasta que de París le viniesen las letras y carta de aviso no podía dar el dinero; pero que por momentos aguardaba el aviso.
Los padres de Isabela alquilaron una casa principal, frontero de Santa Paula, por ocasión que estaba monja en aquel santo monasterio una sobrina suya, única y estremada en la voz, y así por tenerla cerca como por haber dicho Isabela a Ricaredo que, si viniese a buscarla, la hallaría en Sevilla y le diría su casa su prima la monja de Santa Paula, y que para conocella no había menester más de preguntar por la monja que tenía la mejor voz en el monasterio, porque estas señas no se le podían olvidar. Otros cuarenta días tardaron de venir los avisos de París; y, a dos que llegaron, el mercader francés entregó los diez mil ducados a Isabela, y ella a sus padres; y con ellos y con algunos más que hicieron vendiendo algunas de las muchas joyas de Isabela, volvió su padre a ejercitar su oficio de mercader, no sin admiración de los que sabían sus grandes pérdidas.
En fin, en pocos meses fue restaurando su perdido crédito, y la belleza de Isabela volvió a su ser primero, de tal manera que, en hablando de hermosas, todos daban el lauro a la española inglesa; que, tanto por este nombre como por su hermosura, era de toda la ciudad conocida. Por la orden del mercader francés de Sevilla, escribieron Isabela y sus padres a la reina de Inglaterra su llegada, con los agradecimientos y sumisiones que requerían las muchas mercedes della recebidas. Asimismo, escribieron a Clotaldo y a su señora Catalina, llamándolos Isabela padres, y sus padres, señores. De la reina no tuvieron respuesta, pero de Clotaldo y de su mujer sí, donde les daban el parabién de la llegada a salvo, y los avisaban cómo su hijo Ricaredo, otro día después que ellos se hicieron a la vela, se había partido a Francia, y de allí a otras partes, donde le convenía a ir para seguridad de su conciencia, añadiendo a éstas otras razones y cosas de mucho amor y de muchos ofrecimientos. A la cual carta respondieron con otra no menos cortés y amorosa que agradecida.
Luego imaginó Isabela que el haber dejado Ricaredo a Inglaterra sería para venirla a buscar a España; y, alentada con esta esperanza, vivía la más contenta del mundo, y procuraba vivir de manera que, cuando Ricaredo llegase a Sevilla, antes le diese en los oídos la fama de sus virtudes que el conocimiento de su casa. Pocas o ninguna vez salía de su casa, si no para el monasterio; no ganaba otros jubileos que aquellos que en el monasterio se ganaban. Desde su casa y desde su oratorio andaba con el pensamiento los viernes de Cuaresma la santísima estación de la cruz, y los siete venideros del Espíritu Santo. Jamás visitó el río, ni pasó a Triana, ni vio el común regocijo en el campo de Tablada y puerta de Jerez el día, si le hace claro, de San Sebastián, celebrado de tanta gente, que apenas se puede reducir a número. Finalmente, no vio regocijo público ni otra fiesta en Sevilla: todo lo libraba en su recogimiento y en sus oraciones y buenos deseos esperando a Ricaredo. Este su grande retraimiento tenía abrasados y encendidos los deseos, no sólo de los pisaverdes del barrio, sino de todos aquellos que una vez la hubiesen visto: de aquí nacieron músicas de noche en su calle y carreras de día. Deste no dejar verse y desearlo muchos crecieron las alhajas de las terceras, que prometieron mostrarse primas y únicas en solicitar a Isabela; y no faltó quien se quiso aprovechar de lo que llaman hechizos, que no son sino embustes y disparates. Pero a todo esto estaba Isabela como roca en mitad del mar, que la tocan, pero no la mueven las olas ni los vientos.
Año y medio era ya pasado cuando la esperanza propincua de los dos años por Ricaredo prometidos comenzó con más ahínco que hasta allí a fatigar el corazón de Isabela. Y, cuando ya le parecía que su esposo llegaba y que le tenía ante los ojos, y le preguntaba qué impedimentos le habían detenido tanto; cuando ya llegaban a sus oídos las disculpas de su esposo, y cuando ya ella le perdonaba y le abrazaba, y como a mitad de su alma le recebía, llegó a sus manos una carta de la señora Catalina, fecha en Londres cincuenta días había; venía en lengua inglesa, pero, leyéndola en español, vio que así decía:
Hija de mi alma: bien conociste a Guillarte, el paje de Ricaredo. Éste se fue con él al viaje, que por otra te avisé, que Ricaredo a Francia y a otras partes había hecho el segundo día de tu partida. Pues este mismo Guillarte, a cabo de diez y seis meses que no habíamos sabido de mi hijo, entró ayer por nuestra puerta con nuevas que el conde Arnesto había muerto a traición en Francia a Ricaredo. Considera, hija, cuál quedaríamos su padre y yo y su esposa con tales nuevas; tales, digo, que aun no nos dejaron poner en duda nuestra desventura. Lo que Clotaldo y yo te rogamos otra vez, hija de mi alma, es que encomiendes muy de veras a Dios la de Ricaredo, que bien merece este beneficio el que tanto te quiso como tú sabes. También pedirás a Nuestro Señor nos dé a nosotros paciencia y buena muerte, a quien nosotros también pediremos y suplicaremos te dé a ti y a tus padres largos años de vida.
Por la letra y por la firma, no le quedó que dudar a Isabela para no creer la muerte de su esposo. Conocía muy bien al paje Guillarte, y sabía que era verdadero y que de suyo no habría querido ni tenía para qué fingir aquella muerte; ni menos su madre, la señora Catalina, la habría fingido, por no importarle nada enviarle nuevas de tanta tristeza. Finalmente, ningún discurso que hizo, ninguna cosa que imaginó, le pudo quitar del pensamiento no ser verdadera la nueva de su desventura.
Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio; y, hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo, hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon y encubrieron con discreción la pena que les había dado la triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga que sentía; la cual, casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y cristiana resolución que había tomado, ella consolaba a sus padres, a los cuales descubrió su intento, y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término a su venida; que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses y medio que quedaban para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de Santa Paula, donde estaba su prima.
Pasóse el término de los dos años y llegóse el día de tomar el hábito, cuya nueva se estendió por la ciudad; y de los que conocían de vista a Isabela, y de aquéllos que por sola su fama, se llenó el monasterio y la poca distancia que dél a la casa de Isabela había. Y, convidando su padre a sus amigos y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de los más honrados acompañamientos que en semejantes actos se había visto en Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia y vicario del arzobispo, con todas las señoras y señores de título que había en la ciudad: tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos meses se les había eclipsado. Y, como es costumbre de las doncellas que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría y se descarta della, quiso Isabela ponerse la más bizarra que le fue posible; y así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas y el famoso diamante, con el collar y cintura, que asimismo era de mucho valor.
Con este adorno y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca del monasterio escusó los coches y carrozas. El concurso de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres, otros al cielo, que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por verla; otros, habiéndola visto una vez, corrían adelante por verla otra; y el que más solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello, fue un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho, en señal que han sido rescatados por la limosna de sus redemptores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la portería del convento, donde habían salido a recebirla, como es uso, la priora y las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:
-¡Detente, Isabela, detente!; que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser religiosa.
A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos, y vieron que, hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo; que, habiéndosele caído un bonete azul redondo que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco: señales que luego le hicieron conocer y juzgar por estranjero de todos. En efeto, cayendo y levantando, llegó donde Isabela estaba; y, asiéndola de la mano, le dijo:
-¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.
-Sí conozco -dijo Isabela-, si ya no eres fantasma que viene a turbar mi reposo.
Sus padres le asieron y atentamente le miraron, y en resolución conocieron ser Ricaredo el cautivo; el cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la estrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna que ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado. Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a sus ojos y a la verdad que presente tenía; y así, abrazándose con el cautivo, le dijo:
-Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi cristiana determinación. Vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene que por mi parte se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra, y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe católica.
Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo; y de oírlas se admiraron y suspendieron, y quisieron que luego se les dijese qué historia era aquélla, qué estranjero aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el padre de Isabela, diciendo que aquella historia pedía otro lugar y algún término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla, diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la contarían de modo que con la verdad quedasen satisfechos, y con la grandeza y estrañeza de aquel suceso admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:
-Señores, este mancebo es un gran cosario inglés, que yo le conozco; y es aquel que habrá poco más de dos años tomó a los cosarios de Argel la nave de Portugal que venía de las Indias. No hay duda sino que es él, que yo le conozco, porque él me dio libertad y dineros para venirme a España, y no sólo a mí, sino a otros trecientos cautivos.
Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intricadas cosas. Finalmente, la gente más principal, con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en no tener en su compañía a la hermosa Isabela; la cual, estando en su casa, en una gran sala della hizo que aquellos señores se sentasen. Y, aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.
Callaron todos los presentes; y, teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento; el cual le reduzgo yo a que dijo todo aquello que, desde el día que Clotaldo la robó de Cádiz, hasta que entró y volvió a él, le había sucedido, contando asimismo la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había usado con los cristianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había tenido de su muerte: tan ciertas a su parecer, que la pusieron en el término que habían visto de ser religiosa. Engrandeció la liberalidad de la reina, la cristiandad de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le había sucedido después que salió de Londres hasta el punto presente, donde le veían con hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por limosna.
-Así es -dijo Ricaredo-, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos míos:
«Después que me partí de Londres, por escusar el casamiento que no podía hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa católica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querían casar, llevando en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma, donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al Sumo Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como inumerables que hay en aquella ciudad santa; y de dos mil escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio, que me los libró en esta ciudad sobre un tal Roqui Florentín. Con los cuatrocientos que me quedaron, con intención de venir a España, me partí para Génova, donde había tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.
»Llegué con Guillarte, mi criado, a un lugar que se llama Aquapendente, que, viniendo de Roma a Florencia, es el último que tiene el Papa, y en una hostería o posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados disfrazado y encubierto, más por ser curioso que por ser católico, entiendo que iba a Roma. Creí sin duda que no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche. No lo hice ansí, porque el descuido grande que yo pensé que tenían el conde y sus criados, me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento, cerré la puerta, apercebí mi espada, encomendéme a Dios y no quise acostarme. Durmióse mi criado, y yo sobre una silla me quedé medio dormido; mas, poco después de la media noche, me despertaron, para hacerme dormir el eterno sueño, cuatro pistoletes que, como después supe, dispararon contra mí el conde y sus criados; y, dejándome por muerto, teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal; y, con esto, se fueron.
»Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido, y con el miedo se arrojó por una ventana que caía a un patio; y, diciendo ''¡desventurado de mí, que han muerto a mi señor!'', se salió del mesón; y debió de ser con tal miedo, que no debió de parar hasta Londres, pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte. Subieron los de la hostería y halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones; pero todas por partes, que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los sacramentos como católico cristiano; diéronmelos, curáronme, y no estuve para ponerme en camino en dos meses; al cabo de los cuales vine a Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en dos falugas que fletamos yo y otros dos principales españoles: la una para que fuese delante descubriendo, y la otra donde nosotros fuésemos.
»Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra con intención de no engolfarnos; pero, llegando a un paraje que llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluga descubriendo, a deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas; y, tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota, nos desnudaron hasta dejarnos en carnes. Despojaron las falugas de cuanto llevaban, y dejáronlas embestir en tierra sin echallas a fondo, diciendo que aquéllas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos a los despojos que de los cristianos toman. Bien se me podrá creer si digo que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos ducados; mas la buena suerte quiso que viniese a manos de un cristiano cautivo español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.
»Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la Santísima Trinidad. Hablélos, díjeles quién era, y, movidos de caridad, aunque yo era estranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí trecientos ducados, los ciento luego y los docientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la redempción, que se quedaba en Argel empeñado en cuatro mil ducados, que había gastado más de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se estiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena, y se quedan cautivos por rescatar los cautivos. Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más de los de mi rescate para ayuda de su empeño.
»Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna; y lo que en este año me pasó, a poderlo contar ahora, fuera otra nueva historia. Sólo diré que fui conocido de uno de los veinte turcos que di libertad con los demás cristianos ya referidos, y fue tan agradecido y tan hombre de bien, que no quiso descubrirme; porque, a conocerme los turcos por aquél que había echado a fondo sus dos bajeles, y quitádoles de las manos la gran nave de la India, o me presentaran al Gran Turco o me quitaran la vida; y de presentarme al Gran Señor redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo y con otros cincuenta cristianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde allí cada uno se partió donde más le plugo, con las insignias de su libertad, que son estos habiticos. Hoy llegué a esta ciudad, con tanto deseo de ver a Isabela, mi esposa, que, sin detenerme a otra cosa, pregunté por este monasterio, donde me habían de dar nuevas de mi esposa. Lo que en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos, para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.»
Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decía, y se los puso en manos del provisor, que los vio junto con el señor asistente; y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo había contado. Y, para más confirmación della, ordenó el cielo que se hallase presente a todo esto el mercader Florentín, sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula; y, mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego, porque él muchos meses había que tenía aviso desta partida. Todo esto fue añadir admiración a admiración y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus padres de Isabela y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos, y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que la leyese su señor el arzobispo; y ella lo prometió.
El grande silencio que todos los circunstantes habían tenido, escuchando el estraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes maravillas; y, dando desde el mayor hasta el más pequeño el parabién a Isabela, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron; y ellos suplicaron al asistente honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente, y, de allí a ocho días, acompañado de los más principales de la ciudad, se halló en ellas.
Por estos rodeos y por estas circunstancias, los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de Santa Paula, que después las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés que se llamaba Hernando de Cifuentes.
Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos; y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.
PASEÁNDOSE dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.
-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria.
-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.
-Con mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero.
Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria que era cosa de espanto, e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo cómo llevaba su mismo viaje. Hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dio de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca.
Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri e li macarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de la minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas, que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si fuese necesario, su bandera, porque su alférez la había de dejar presto.
Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos; y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que, añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos que impidiesen volver a sus estudios. Y, como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera; y, aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que obligado.
-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero, comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más de los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas.
Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la estraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de León, que tuvieron dos; que la una los echó en Córcega y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y, desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.
Y, habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en leyes.
Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademécum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y, por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él, sin echar de ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero, como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora; la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman veneficios; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies a cabeza.
Para sacarle desta estraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más promptitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre.
Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía; y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer, sin que a él llegasen, fue poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto con las manos; cuando andaba por las calles iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad.
Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condecender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre; y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos los que le conocían.
Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él decía. Pero él daba tantas voces y hacía tales estremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen.
Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo:
-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y tejas?
Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oílle que tiralle.
Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero, ¿qué haré, que no puedo llorar?
Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:
-Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho y díjole:
-Hermano licenciado Vidriera (que así decía él que se llamaba), más tenéis de bellaco que de loco.
-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que estaban alojados en el mesón del infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro.
A lo cual respondió:
-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.
-Luego, ¿no irá a buscarla? -dijo el otro.
-¡Ni por pienso! -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.
-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
-Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no sufras que ella te mande a ti.
Díjole un muchacho:
-Señor licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar de mi padre porque me azota muchas veces.
Y respondióle:
-Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos honran, y los del verdugo afrentan.
Estando a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba en tan buena opinión como el primero; y el Licenciado dio grandes voces al labrador, diciendo:
-Esperad, Domingo, a que pase el Sábado.
De los maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles; y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se estendió por toda Castilla; y, llegando a noticia de un príncipe, o señor, que estaba en la Corte, quiso enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo enviase; y, topándole el caballero un día, le dijo:
-Sepa el señor licenciado Vidriera que un gran personaje de la Corte le quiere ver y envía por él.
A lo cual respondió:
-Vuesa merced me escuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención: pusiéronle en unas árguenas de paja, como aquéllas donde llevan el vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid; entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por él, de quien fue muy bien recebido, diciéndole:
-Sea muy bien venido el señor licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino? ¿Cómo va de salud?
A lo cual respondió:
-Ningún camino hay malo, como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían; entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para todo.
A lo cual respondió:
-Hasta ahora no he sido tan necio ni tan venturoso.
-No entiendo eso de necio y venturoso -dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
-No he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que haya merecido serlo bueno.
Preguntóle otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
Añadió más:
-Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de Ovidio que dicen:
Cum ducum fuerant olim Regnumque poeta:
premiaque antiqui magna tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat venerabile nomen
vatibus; et large sape dabantur opes.
»Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los dioses, y dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.
»Y también dice:
At sacri vates, et Divum cura vocamus.
»Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir, sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
-¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!» Y en esto tuerce los labios, pone en arco las cejas y se rasca la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al fin le dice con tono melifluo y alfenicado. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: «O vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y así, será bien recitarle otra vez y que vuesas mercedes le presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece». Y vuelve como primero a recitarle con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los mastinazos antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía; que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende, y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores imitaban a naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
Arrimóse un día con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un librero, y díjole:
-Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Preguntóle el librero se la dijese. Respondióle:
-Los melindres que hacen cuando compran un privilegio de un libro, y de la burla que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y quinientos, imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que se venden los suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el pregón: «Al primero, por ladrón», dio grandes voces a los que estaban delante dél, diciéndoles:
-¡Apartaos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros!
Y cuando el pregonero llegó a decir: «Al trasero...», dijo:
-Aquel debe de ser el fiador de los muchachos.
Un muchacho le dijo:
-Hermano Vidriera, mañana sacan a azotar a una alcagüeta.
Respondióle:
-Si dijeras que sacaban a azotar a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar un coche.
Hallóse allí uno destos que llevan sillas de manos, y díjole:
-De nosotros, Licenciado, ¿no tenéis qué decir?
-No -respondió Vidriera-, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; más es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros para publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando contino, y díjole:
-De nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien y necesaria en la república.
A lo cual respondió Vidriera:
-La honra del amo descubre la del criado. Según esto, mira a quién sirves y verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes. Si sus amos (que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados: si son estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; y si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la otra mitad reniega; y en decir: «Háganse a zaga» se les pasa otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos que, a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír ninguna.
Cuando esto decía, estaba a la puerta de un boticario, y, volviéndose al dueño, le dijo:
-Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus candiles.
-¿En qué modo soy enemigo de mis candiles? -preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
-Esto digo porque, en faltando cualquiera aceite, la suple la del candil que está más a mano; y aún tiene otra cosa este oficio bastante a quitar el crédito al más acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la bien ordenada.
Preguntóle entonces uno que qué sentía de los médicos, y respondió esto:
-Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo enim est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltavit caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens non abhorrebit illam. Esto dice -dijo- el Eclesiástico de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría decir todo al revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos puede torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero quitarnos la vida, sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno. Sólo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe. Y no hay descubrirse sus delictos, porque al momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él había dejado, y que si le había receptado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que allí tenía una recepta de purga que el día siguiente había de tomar el enfermo. Dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba escrito: Sumat dilúculo; y dijo: «Todo lo que lleva esta purga me contenta, si no es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente».
Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a nadie. Respondióle:
-Duerme; que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión que había dos años que la pretendía. Y díjole:
-Parte a caballo y a la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión que iba de camino a una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era, y, como se lo dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntéle que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamóSeñor Licenciado; y, sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título de bachiller, le dijo:
-Guardaos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la redempción de cautivos, que os le llevarán por mostrenco.
A lo cual dijo el amigo:
-Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y de profundas letras.
Respondióle Vidriera:
-Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van por altas y no las alcanzáis de profundas.
Estando una vez arrimado a la tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre mano, y díjole:
-Sin duda, señor maeso, que estáis en camino de salvación.
-¿En qué lo veis? -preguntó el sastre.
-¿En qué lo veo? -respondió Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer, no tendréis ocasión de mentir.
Y añadió:
-Desdichado del sastre que no miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que casi en todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas vendrían más anchos que alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor de la gota.
Un muchacho agudo que escribía en un oficio de Provincia le apretaba mucho con preguntas y demandas, y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba y a todo respondía. Éste le dijo una vez:
-Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado ahorcar.
A lo cual respondió:
-Él hizo bien a darse priesa a morir antes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco estaba un corro de ginoveses; y, pasando por allí, uno dellos le llamó, diciéndole:
-Lléguese acá el señor Vidriera y cuéntenos un cuento.
Él respondió:
-No quiero, porque no me le paséis a Génova.
Topó una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de dijes, de galas y de perlas; y díjole a la madre:
-Muy bien habéis hecho en empedralla, porque se pueda pasear.
De los pasteleros dijo que había muchos años que jugaban a la dobladilla, sin que les llevasen a la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de a cuatro de a ocho, y el de a ocho de a medio real, por sólo su albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino.
Acertó a pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un príncipe, y, en viéndole, dijo:
-Yo me acuerdo haber visto a éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del revés; y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe de hijodalgo.
-Débelo de ser -respondió uno-, porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y hijosdalgo.
-Así será verdad -replicó Vidriera-, pero lo que menos ha menester la farsa es personas bien nacidas; galanes sí, gentileshombres y de espeditas lenguas. También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble, y su cuidado, extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean.
Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en sola una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces caía la suerte en que serviese en ella a un paje y a un lacayo: que todas estas y más figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió queNemo; porque Nemo novit Patrem, Nemo sine crimine vivit, Nemo sua sorte contentus, Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o arte que cuando la habían menester no la sabían, y que tocaban algo en presumptuosos, pues querían reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía particular enemistad; y, riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugués, éste dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:
-¡Por istas barbas que teño no rostro...!
A lo cual acudió Vidriera:
-¡Ollay, home, naon digáis teño, sino tiño!
Otro traía las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien dijo Vidriera que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía las barbas por mitad blancas y negras, por haberse descuidado, y los cañones crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba aparejado a que le dijesen que mentía por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir a la voluntad de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la noche antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como dicen las viejas, sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la doncella conoció por la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habían mostrado, que no quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía delante era el mismo que le habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y trujo testigos cómo el que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de canas; y que, pues el presente no las tenía, no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a esto, corrióse el teñido y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabechados: decía maravillas de su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su extraordinaria miseria. Amohinábanle sus flaquezas de estómago, su vaguidos de cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus tocas; y, finalmente, su inutilidad y sus vainillas.
Uno le dijo:
-¿Qué es esto, señor licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y jamás lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?
A lo cual respondió:
-Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores y el la, la, la de los que cantan son los escribanos; porque, así como no se puede pasar a otras ciencias, si no es por la puerta de la gramática, y como el músico primero murmura que canta, así, los maldicientes, por donde comienzan a mostrar la malignidad de sus lenguas es por decir mal de los escribanos y alguaciles y de los otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el cual andaría la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y así, dice el Eclesiástico: In manu Dei potestas hominis est, et super faciem scribe imponet honorem. Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no esclavos, ni hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza nacidos. Juran de secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni amistad ni enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque, finalmente, digo que es la gente más necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, y que destos dos estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio, o prenderte, o sacarte la hacienda de casa, o tenerte en la suya en guarda y comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los cuales, que sane o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los procuradores y solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con el pleito que ayudan.
Preguntóle uno cuál era la mejor tierra. Respondió que la temprana y agradecida. Replicó el otro:
-No pregunto eso, sino que cuál es mejor lugar: ¿Valladolid o Madrid?
Y respondió:
-De Madrid, los estremos; de Valladolid, los medios.
-No lo entiendo -repitió el que se lo preguntaba.
Y dijo:
-De Madrid, cielo y suelo; de Valladolid, los entresuelos.
Oyó Vidriera que dijo un hombre a otro que, así como había entrado en Valladolid, había caído su mujer muy enferma, porque la había probado la tierra.
A lo cual dijo Vidriera:
-Mejor fuera que se la hubiera comido, si acaso es celosa.
De los músicos y de los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a caballo, y los otros con alcanzar a ser músicos del rey. De las damas que llaman cortesanas decía que todas, o las más, tenían más de corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba, dijo uno de sus oyentes:
-De hético no se puede mover el padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
-Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo:Nolite tangere christos meos.
Y, subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de don Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas del águila: que roen y menoscaban todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía milagros: decía que los gariteros eran públicos prevaricadores, porque, en sacando el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser de condición colérico y endemoniado, a trueco de que su contrario no se alzase, no descosía la boca, y sufría lo que un mártir de Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los que consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en la del punto.
En resolución, él decía tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del mundo.
Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad; y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y, así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así; y, llamándose el licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde, apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle y decían unos a otros:
-¿Éste no es el loco Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien puede ser loco bien vestido como mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.
Todo esto oía el licenciado y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda; sucesos y desgracias que acontecen en el mundo, por permisión del cielo, me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte. Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada con poco menos acompañamiento que había llevado.
Salió otro día y fue lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa; y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio.
Y, poniéndolo en efeto, dijo al salir de la Corte:
-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.
UNA NOCHE de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río en Toledo un anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años y una criada. La noche era clara; la hora, las once; el camino, solo, y el paso, tardo, por no pagar con cansancio la pensión que traen consigo las holguras que en el río o en la vega se toman en Toledo.
Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien inclinada gente de aquella ciudad, venía el buen hidalgo con su honrada familia, lejos de pensar en desastre que sucederles pudiese. Pero, como las más de las desdichas que vienen no se piensan, contra todo su pensamiento, les sucedió una que les turbó la holgura y les dio que llorar muchos años.
Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido. Este caballero, pues (que por ahora, por buenos respectos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que el hidalgo subía.
Encontráronse los dos escuadrones: el de las ovejas con el de los lobos; y, con deshonesta desenvoltura, Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los de la madre, y de la hija y de la criada. Alborotóse el viejo y reprochóles y afeóles su atrevimiento. Ellos le respondieron con muecas y burla, y, sin desmandarse a más, pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas, y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo; que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos. Y así, el nacer el mal propósito, el comunicarle y el aprobarle y el determinarse de robar a Leocadia y el robarla, casi todo fue en un punto.
Pusiéronse los pañizuelos en los rostros, y, desenvainadas las espadas, volvieron, y a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a Dios, que de las manos de aquellos atrevidos les había librado.
Arremetió Rodolfo con Leocadia, y, cogiéndola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse, y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido, ni vio quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dio voces su padre, gritó su madre, lloró su hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oídas, ni los gritos escuchados, ni movió a compasión el llanto, ni los araños fueron de provecho alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la noche, y las crueles entrañas de los malhechores.
Finalmente, alegres se fueron los unos y tristes se quedaron los otros. Rodolfo llegó a su casa sin impedimento alguno, y los padres de Leocadia llegaron a la suya lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la lumbre de los suyos; solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía; confusos, sin saber si sería bien dar noticia de su desgracia a la justicia, temerosos no fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra. Veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres. No sabían de quién quejarse, sino de su corta ventura. Rodolfo, en tanto, sagaz y astuto, tenía ya en su casa y en su aposento a Leocadia; a la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la había cubierto los ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba, ni la casa ni el aposento donde estaba; en el cual, sin ser visto de nadie, a causa que él tenía un cuarto aparte en la casa de su padre, que aún vivía, y tenía de su estancia la llave y las de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos), antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo; que los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en comodidades y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y, como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra del término del cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba. Y, yéndolo a poner en obra, sintió que volvía en sí, diciendo:
-¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es ésta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora que la honra que está puesta en opinión de las gentes. Ya me acuerdo (¡que nunca yo me acordara!) que ha poco que venía en la compañía de mis padres; ya me acuerdo que me saltearon, ya me imagino y veo que no es bien que me vean las gentes. ¡Oh tú, cualquiera que seas, que aquí estás comigo (y en esto tenía asido de las manos a Rodolfo), si es que tu alma admite género de ruego alguno, te ruego que, ya que has triunfado de mi fama, triunfes también de mi vida! ¡Quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra! ¡Mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme se templará con la piedad que usarás en matarme; y así, en un mismo punto, vendrás a ser cruel y piadoso!
Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo; y, como mozo poco experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la que con ella estaba. Pero, como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le había hecho, viniendo con sus padres, caía en la verdad del cuento de su desgracia. Y con este pensamiento tornó a añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros habían interrumpido, diciendo:
-Atrevido mancebo, que de poca edad hacen tus hechos que te juzgue, yo te perdono la ofensa que me has hecho con sólo que me prometas y jures que, como la has cubierto con esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio sin decirla a nadie. Poca recompensa te pido de tan grande agravio, pero para mí será la mayor que yo sabré pedirte ni tú querrás darme. Advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni quiero vértele; porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi ofensor ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño. Entre mí y el cielo pasarán mis quejas, sin querer que las oiga el mundo, el cual no juzga por los sucesos las cosas, sino conforme a él se le asienta en la estimación. No sé cómo te digo estas verdades, que se suelen fundar en la experiencia de muchos casos y en el discurso de muchos años, no llegando los míos a diez y siete; por do me doy a entender que el dolor de una misma manera ata y desata la lengua del afligido: unas veces exagerando su mal, para que se le crean, otras veces no diciéndole, porque no se le remedien. De cualquiera manera, que yo calle o hable, creo que he de moverte a que me creas o que me remedies, pues el no creerme será ignorancia, y el no remediarme, imposible de tener algún alivio. No quiero desesperarme, porque te costará poco el dármele; y es éste: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la justa saña que contra ti tengo, ni quieras amontonar los agravios: mientras menos me gozares, y habiéndome ya gozado, menos se encenderán tus malos deseos. Haz cuenta que me ofendiste por accidente, sin dar lugar a ningún buen discurso; yo la haré de que no nací en el mundo, o que si nací, fue para ser desdichada. Ponme luego en la calle, o a lo menos junto a la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme a mi casa; pero también has de jurar de no seguirme, ni saberla, ni preguntarme el nombre de mis padres, ni el mío, ni de mis parientes, que, a ser tan ricos como nobles, no fueran en mí tan desdichados. Respóndeme a esto; y si temes que te pueda conocer en la habla, hágote saber que, fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con hombre alguno en mi vida, y a pocos he oído hablar con tanta comunicación que pueda distinguirles por el sonido de la habla.
La respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con más fuerzas de las que su tierna edad prometían, se defendió con los pies, con las manos, con los dientes y con la lengua, diciéndole:
-Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quienquiera que seas, que los despojos que de mí has llevado son los que podiste tomar de un tronco o de una coluna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y menosprecio. Pero el que ahora pretendes no le has de alcanzar sino con mi muerte. Desmayada me pisaste y aniquilaste; mas, ahora que tengo bríos, antes podrás matarme que vencerme: que si ahora, despierta, sin resistencia concediese con tu abominable gusto, podrías imaginar que mi desmayo fue fingido cuando te atreviste a destruirme.
Finalmente, tan gallarda y porfiadamente se resistió Leocadia, que las fuerzas y los deseos de Rodolfo se enflaquecieron; y, como la insolencia que con Leocadia había usado no tuvo otro principio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor, que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa, queda, si no el arrepentimiento, a lo menos una tibia voluntad de segundalle. Frío, pues, y cansado Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó a Leocadia en su cama y en su casa; y, cerrando el aposento, se fue a buscar a sus camaradas para aconsejarse con ellos de lo que hacer debía.
Sintió Leocadia que quedaba sola y encerrada; y, levantándose del lecho, anduvo todo el aposento, tentando las paredes con las manos, por ver si hallaba puerta por do irse o ventana por do arrojarse. Halló la puerta, pero bien cerrada, y topó una ventana que pudo abrir, por donde entró el resplandor de la luna, tan claro, que pudo distinguir Leocadia las colores de unos damascos que el aposento adornaban. Vio que era dorada la cama, y tan ricamente compuesta que más parecía lecho de príncipe que de algún particular caballero. Contó las sillas y los escritorios; notó la parte donde la puerta estaba, y, aunque vio pendientes de las paredes algunas tablas, no pudo alcanzar a ver las pinturas que contenían. La ventana era grande, guarnecida y guardada de una gruesa reja; la vista caía a un jardín que también se cerraba con paredes altas; dificultades que se opusieron a la intención que de arrojarse a la calle tenía. Todo lo que vio y notó de la capacidad y ricos adornos de aquella estancia le dio a entender que el dueño della debía de ser hombre principal y rico, y no comoquiera, sino aventajadamente. En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un crucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo. Hecho esto, cerró la ventana como antes estaba y volvióse al lecho, esperando qué fin tendría el mal principio de su suceso.
No habría pasado, a su parecer, media hora, cuando sintió abrir la puerta del aposento y que a ella se llegó una persona; y, sin hablarle palabra, con un pañuelo le vendó los ojos, y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia, y sintió que volvía a cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque había ido a buscar a sus camaradas, no quiso hallarlas, pareciéndole que no le estaba bien hacer testigos de lo que con aquella doncella había pasado; antes, se resolvió en decirles que, arrepentido del mal hecho y movido de sus lágrimas, la había dejado en la mitad del camino. Con este acuerdo volvió tan presto a poner a Leocadia junto a la iglesia mayor, como ella se lo había pedido, antes que amaneciese y el día le estorbase de echalla, y le forzase a tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo ni él quería volver a usar de sus fuerzas ni dar ocasión a ser conocido. Llevóla, pues, hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento; y allí, en voz trocada y en lengua medio portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podía irse a su casa, porque de nadie sería seguida; y, antes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se había puesto en parte donde no pudiese ser visto.
Quedó sola Leocadia, quitóse la venda, reconoció el lugar donde la dejaron. Miró a todas partes, no vio a persona; pero, sospechosa que desde lejos la siguiesen, a cada paso se detenía, dándolos hacia su casa, que no muy lejos de allí estaba. Y, por desmentir las espías, si acaso la seguían, se entró en una casa que halló abierta, y de allí a poco se fue a la suya, donde halló a sus padres atónitos y sin desnudarse, y aun sin tener pensamiento de tomar descanso alguno.
Cuando la vieron, corrieron a ella con brazos abiertos, y con lágrimas en los ojos la recibieron. Leocadia, llena de sobresalto y alboroto, hizo a sus padres que se tirasen con ella aparte, como lo hicieron; y allí, en breves palabras, les dio cuenta de todo su desastrado suceso, con todas la circunstancias dél y de la ninguna noticia que traía del salteador y robador de su honra. Díjoles lo que había visto en el teatro donde se representó la tragedia de su desventura: la ventana, el jardín, la reja, los escritorios, la cama, los damascos; y a lo último les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo ansimismo que, aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen; y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo.
A esto replicó el padre:
-Bien habías dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera a tu discreto discurso, pues está claro que esta imagen hoy, en este día, se ha de echar menos en el aposento que dices, y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él estuvo se la llevó; y, de llegar a su noticia que la tiene algún religioso, antes ha de servir de conocer quién se la dio al tal que la tiene, que no de declarar el dueño que la perdió, porque puede hacer que venga por ella otro a quien el dueño haya dado las señas. Y, siendo esto ansí, antes quedaremos confusos que informados; puesto que podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso por tercera persona. Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella; que, pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y, pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo.
Con estas prudentes razones consoló su padre a Leocadia, y, abrazándola de nuevo su madre, procuró también consolarla. Ella gimió y lloró de nuevo, y se redujo a cubrir la cabeza, como dicen, y a vivir recogidamente debajo del amparo de sus padres, con vestido tan honesto como pobre.
Rodolfo, en tanto, vuelto a su casa, echando menos la imagen del crucifijo, imaginó quién podía haberla llevado; pero no se le dio nada, y, como rico, no hizo cuenta dello, ni sus padres se la pidieron cuando de allí a tres días, que él se partió a Italia, entregó por cuenta a una camarera de su madre todo lo que en el aposento dejaba.
Muchos días había que tenía Rodolfo determinado de pasar a Italia; y su padre, que había estado en ella, se lo persuadía, diciéndole que no eran caballeros los que solamente lo eran en su patria, que era menester serlo también en las ajenas. Por estas y otras razones, se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual le dio crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles; y él, con dos de sus camaradas, se partió luego, goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, y de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie, con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fue con tan poca memoria de lo que con Leocadia le había sucedido, como si nunca hubiera pasado.
Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con el mismo recato y secreto que había nacido, le llevaron a una aldea, donde se crió cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino, le trujo su abuela a su casa, donde se criaba, si no muy rica, a lo menos muy virtuosamente.
Era el niño (a quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo), de rostro hermoso, de condición mansa, de ingenio agudo, y, en todas las acciones que en aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado; y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones: unos bendecían su hermosura, otros la madre que lo había parido, éstos el padre que le engendró, aquéllos a quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocían y no conocían, llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y romance y escribir formada y muy buena letra; porque la intención de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico; como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdición los ladrones, ni la que llaman Fortuna.
Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo de su abuela a una parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros. Púsose a mirar, y, por mejorarse de puesto, pasó de una parte a otra, a tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo, a cuyo dueño no fue posible detenerle en la furia de su carrera. Pasó por encima dél, y dejóle como muerto, tendido en el suelo, derramando mucha sangre de la cabeza. Apenas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su caballo y fue donde estaba el niño; y, quitándole de los brazos de uno que ya le tenía, le puso en los suyos, y, sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era mucha, a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen a buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron, lastimados de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando a su abuelo. Esta voz corrió de boca en boca hasta que llegó a los oídos de sus abuelos y de su encubierta madre; los cuales, certificados bien del caso, como desatinados y locos, salieron a buscar a su querido; y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le había llevado, muchos de los que encontraron les dijeron su casa, a la cual llegaron a tiempo que ya estaba el niño en poder del cirujano.
El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron a los que pensaron ser sus padres que no llorasen ni alzasen la voz a quejarse, porque no le sería al niño de ningún provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio había temido. En la mitad de la cura volvió Luis a su acuerdo, que hasta allí había estado sin él, y alegróse en ver a sus tíos, los cuales le preguntaron llorando que cómo se sentía. Respondió que bueno, sino que le dolía mucho el cuerpo y la cabeza. Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar. Hízose ansí, y su abuelo comenzó a agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino había usado. A lo cual respondió el caballero que no tenía qué agradecelle, porque le hacía saber que, cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente, y que esto le movió a tomarle en sus brazos y traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo mismo y hizo aun más encarecidas promesas.
Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos, pero la madre quedó más admirada; porque, habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algún tanto su alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente, por muchas señales, conoció que aquella era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura; y, aunque no estaba adornada de los damascos que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al jardín; y, por estar cerrada a causa del herido, preguntó si aquella ventana respondía a algún jardín, y fuele respondido que sí; pero lo que más conoció fue que aquélla era la misma cama que tenía por tumba de su sepultura; y más, que el propio escritorio, sobre el cual estaba la imagen que había traído, se estaba en el mismo lugar.
Finalmente, sacaron a luz la verdad de todas sus sospechas los escalones, que ella había contado cuando la sacaron del aposento tapados los ojos (digo los escalones que había desde allí a la calle, que con advertencia discreta contó). Y, cuando volvió a su casa, dejando a su hijo, los volvió a contar y halló cabal el número. Y, confiriendo unas señales con otras, de todo punto certificó por verdadera su imaginación, de la cual dio por estenso cuenta a su madre, que, como discreta, se informó si el caballero donde su nieto estaba había tenido o tenía algún hijo. Y halló que el que llamamos Rodolfo lo era, y que estaba en Italia; y, tanteando el tiempo que le dijeron que había faltado de España, vio que eran los mismos siete años que el nieto tenía.
Dio aviso de todo esto a su marido, y entre los dos y su hija acordaron de esperar lo que Dios hacía del herido, el cual dentro de quince días estuvo fuera de peligro y a los treinta se levantó; en todo el cual tiempo fue visitado de la madre y de la abuela, y regalado de los dueños de la casa como si fuera su mismo hijo. Y algunas veces, hablando con Leocadia doña Estefanía, que así se llamaba la mujer del caballero, le decía que aquel niño parecía tanto a un hijo suyo que estaba en Italia, que ninguna vez le miraba que no le pareciese ver a su hijo delante. Destas razones tomó ocasión de decirle una vez, que se halló sola con ella, las que con acuerdo de sus padres había determinado de decille, que fueron éstas o otras semejantes:
-El día, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba tan malparado, creyeron y pensaron que se les había cerrado el cielo y caído todo el mundo a cuestas. Imaginaron que ya les faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de su vejez, faltándoles este sobrino, a quien ellos quieren con amor de tal manera, que con muchas ventajas excede al que suelen tener otros padres a sus hijos. Mas, como decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la medicina, la halló el niño en esta casa, y yo en ella el acuerdo de unas memorias que no las podré olvidar mientras la vida me durare. Yo, señora, soy noble porque mis padres lo son y lo han sido todos mis antepasados, que, con una medianía de los bienes de fortuna, han sustentado su honra felizmente dondequiera que han vivido.
Admirada y suspensa estaba doña Estefanía, escuchando las razones de Leocadia, y no podía creer, aunque lo veía, que tanta discreción pudiese encerrarse en tan pocos años, puesto que, a su parecer, la juzgaba por de veinte, poco más a menos. Y, sin decirle ni replicarle palabra, esperó todas las que quiso decirle, que fueron aquellas que bastaron para contarle la travesura de su hijo, la deshonra suya, el robo, el cubrirle los ojos, el traerla a aquel aposento, las señales en que había conocido ser aquel mismo que sospechaba. Para cuya confirmación sacó del pecho la imagen del crucifijo que había llevado, a quien dijo:
-Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer. De encima de aquel escritorio te llevé con propósito de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte venganza dél, que no la pretendo, sino para rogarte me dieses algún consuelo con que llevar en paciencia mi desgracia.
»Este niño, señora, con quien habéis mostrado el estremo de vuestra caridad, es vuestro verdadero nieto. Permisión fue del cielo el haberle atropellado, para que, trayéndole a vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el remedio que mejor convenga, y cuando no con mi desventura, a lo menos el medio con que pueda sobrellevalla.
Diciendo esto, abrazada con el crucifijo, cayó desmayada en los brazos de Estefanía, la cual, en fin, como mujer y noble, en quien la compasión y misericordia suele ser tan natural como la crueldad en el hombre, apenas vio el desmayo de Leocadia, cuando juntó su rostro con el suyo, derramando sobre él tantas lágrimas que no fue menester esparcirle otra agua encima para que Leocadia en sí volviese.
Estando las dos desta manera, acertó a entrar el caballero marido de Estefanía, que traía a Luisico de la mano; y, viendo el llanto de Estefanía y el desmayo de Leocadia, preguntó a gran priesa le dijesen la causa de do procedía. El niño abrazaba a su madre por su prima y a su abuela por su bienhechora, y asimismo preguntaba por qué lloraban.
-Grandes cosas, señor, hay que deciros -respondió Estefanía a su marido-, cuyo remate se acabará con deciros que hagáis cuenta que esta desmayada es hija vuestra y este niño vuestro nieto. Esta verdad que os digo me ha dicho esta niña, y la ha confirmado y confirma el rostro deste niño, en el cual entrambos habemos visto el de nuestro hijo.
-Si más no os declaráis, señora, yo no os entiendo -replicó el caballero.
En esto volvió en sí Leocadia, y, abrazada del crucifijo, parecía estar convertida en un mar de llanto. Todo lo cual tenía puesto en gran confusión al caballero, de la cual salió contándole su mujer todo aquello que Leocadia le había contado; y él lo creyó, por divina permisión del cielo, como si con muchos y verdaderos testigos se lo hubieran probado. Consoló y abrazó a Leocadia, besó a su nieto, y aquel mismo día despacharon un correo a Nápoles, avisando a su hijo se viniese luego, porque le tenían concertado casamiento con una mujer hermosa sobremanera y tal cual para él convenía. No consintieron que Leocadia ni su hijo volviesen más a la casa de sus padres, los cuales, contentísimos del buen suceso de su hija, daban sin cesar infinitas gracias a Dios por ello.
Llegó el correo a Nápoles, y Rodolfo, con la golosina de gozar tan hermosa mujer como su padre le significaba, de allí a dos días que recibió la carta, ofreciéndosele ocasión de cuatro galeras que estaban a punto de venir a España, se embarcó en ellas con sus dos camaradas, que aún no le habían dejado, y con próspero suceso en doce días llegó a Barcelona, y de allí, por la posta, en otros siete se puso en Toledo y entró en casa de su padre, tan galán y tan bizarro, que los estremos de la gala y de la bizarría estaban en él todos juntos.
Alegráronse sus padres con la salud y bienvenida de su hijo. Suspendióse Leocadia, que de parte escondida le miraba, por no salir de la traza y orden que doña Estefanía le había dado. Las camaradas de Rodolfo quisieran irse a sus casas luego, pero no lo consintió Estefanía por haberlos menester para su designio. Estaba cerca la noche cuando Rodolfo llegó, y, en tanto que se aderezaba la cena, Estefanía llamó aparte las camaradas de su hijo, creyendo, sin duda alguna, que ellos debían de ser los dos de los tres que Leocadia había dicho que iban con Rodolfo la noche que la robaron, y con grandes ruegos les pidió le dijesen si se acordaban que su hijo había robado a una mujer tal noche, tanto años había; porque el saber la verdad desto importaba la honra y el sosiego de todos sus parientes. Y con tales y tantos encarecimientos se lo supo rogar, y de tal manera les asegurar que de descubrir este robo no les podía suceder daño alguno, que ellos tuvieron por bien de confesar ser verdad que una noche de verano, yendo ellos dos y otro amigo con Rodolfo, robaron en la misma que ella señalaba a una muchacha, y que Rodolfo se había venido con ella, mientras ellos detenían a la gente de su familia, que con voces la querían defender, y que otro día les había dicho Rodolfo que la había llevado a su casa; y sólo esto era lo que podían responder a lo que les preguntaban.
La confesión destos dos fue echar la llave a todas las dudas que en tal caso le podían ofrecer; y así, determinó de llevar al cabo su buen pensamiento, que fue éste: poco antes que se sentasen a cenar, se entró en un aposento a solas su madre con Rodolfo, y, poniéndole un retrato en las manos, le dijo:
-Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte a tu esposa: éste es su verdadero retrato, pero quiérote advertir que lo que le falta de belleza le sobra de virtud; es noble y discreta y medianamente rica, y, pues tu padre y yo te la hemos escogido, asegúrate que es la que te conviene.
Atentamente miró Rodolfo el retrato, y dijo:
-Si los pintores, que ordinariamente suelen ser pródigos de la hermosura con los rostros que retratan, lo han sido también con éste, sin duda creo que el original debe de ser la misma fealdad. A la fe, señora y madre mía, justo es y bueno que los hijos obedezcan a sus padres en cuanto les mandaren; pero también es conveniente, y mejor, que los padres den a sus hijos el estado de que más gustaren. Y, pues el del matrimonio es nudo que no le desata sino la muerte, bien será que sus lazos sean iguales y de unos mismos hilos fabricados. La virtud, la nobleza, la discreción y los bienes de la fortuna bien pueden alegrar el entendimiento de aquel a quien le cupieron en suerte con su esposa; pero que la fealdad della alegre los ojos del esposo, paréceme imposible. Mozo soy, pero bien se me entiende que se compadece con el sacramento del matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan, y que si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intención. Pues pensar que un rostro feo, que se ha de tener a todas horas delante de los ojos, en la sala, en la mesa y en la cama, pueda deleitar, otra vez digo que lo tengo por casi imposible. Por vida de vuesa merced, madre mía, que me dé compañera que me entretenga y no enfade; porque, sin torcer a una o a otra parte, igualmente y por camino derecho llevemos ambos a dos el yugo donde el cielo nos pusiere. Si esta señora es noble, discreta y rica, como vuesa merced dice, no le faltará esposo que sea de diferente humor que el mío: unos hay que buscan nobleza, otros discreción, otros dineros y otros hermosura; y yo soy destos últimos. Porque la nobleza, gracias al cielo y a mis pasados y a mis padres, que me la dejaron por herencia; discreción, como una mujer no sea necia, tonta o boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las riquezas, también las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir a ser pobre. La hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y buenas costumbres; que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto y daré buena vejez a mis padres.
Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por ellas que iba saliendo bien con su designio. Respondióle que ella procuraría casarle conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo, y, por ser llegada la hora de cenar, se fueron a la mesa. Y, habiéndose ya sentado a ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al descuido:
-¡Pecadora de mí, y qué bien que trato a mi huéspeda! Andad vos -dijo a un criado-, decid a la señora doña Leocadia que, sin entrar en cuentas con su mucha honestidad, nos venga a honrar esta mesa, que los que a ella están todos son mis hijos y sus servidores.
Todo esto era traza suya, y de todo lo que había de hacer estaba avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de sí la improvisa y más hermosa muestra que pudo dar jamás compuesta y natural hermosura.
Venía vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes. Sus mismos cabellos, que eran luengos y no demasiadamente rubios, le servían de adorno y tocas, cuya invención de lazos y rizos y vislumbres de diamantes que con ellas se entretejían, turbaban la luz de los ojos que los miraban. Era Leocadia de gentil disposición y brío; traía de la mano a su hijo, y delante della venían dos doncellas, alumbrándola con dos velas de cera en dos candeleros de plata.
Levantáronse todos a hacerla reverencia, como si fuera a alguna cosa del cielo que allí milagrosamente se había aparecido. Ninguno de los que allí estaban embebecidos mirándola parece que, de atónitos, no acertaron a decirle palabra. Leocadia, con airosa gracia y discreta crianza, se humilló a todos; y, tomándola de la mano Estefanía la sentó junto a sí, frontero de Rodolfo. Al niño sentaron junto a su abuelo.
Rodolfo, que desde más cerca miraba la incomparable belleza de Leocadia, decía entre sí: «Si la mitad desta hermosura tuviera la que mi madre me tiene escogida por esposa, tuviérame yo por el más dichoso hombre del mundo. ¡Válame Dios! ¿Qué es esto que veo? ¿Es por ventura algún ángel humano el que estoy mirando?» Y en esto, se le iba entrando por los ojos a tomar posesión de su alma la hermosa imagen de Leocadia, la cual, en tanto que la cena venía, viendo también tan cerca de sí al que ya quería más que a la luz de los ojos, con que alguna vez a hurto le miraba, comenzó a revolver en su imaginación lo que con Rodolfo había pasado. Comenzaron a enflaquecerse en su alma las esperanzas que de ser su esposo su madre le había dado, temiendo que a la cortedad de su ventura habían de corresponder las promesas de su madre. Consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa o sin dicha para siempre. Y fue la consideración tan intensa y los pensamientos tan revueltos, que le apretaron el corazón de manera que comenzó a sudar y a perderse de color en un punto, sobreviniéndole un desmayo que le forzó a reclinar la cabeza en los brazos de doña Estefanía, que, como ansí la vio, con turbación la recibió en ellos.
Sobresaltáronse todos, y, dejando la mesa, acudieron a remediarla. Pero el que dio más muestras de sentirlo fue Rodolfo, pues por llegar presto a ella tropezó y cayó dos veces. Ni por desabrocharla ni echarla agua en el rostro volvía en sí; antes, el levantado pecho y el pulso, que no se le hallaban, iban dando precisas señales de su muerte; y las criadas y criados de casa, como menos considerados, dieron voces y la publicaron por muerta. Estas amargas nuevas llegaron a los oídos de los padres de Leocadia, que para más gustosa ocasión los tenía doña Estefanía escondidos. Los cuales, con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el orden de Estefanía, salieron a la sala.
Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse de sus pecados, para absolverla dellos; y donde pensó hallar un desmayado halló dos, porque ya estaba Rodolfo, puesto el rostro sobre el pecho de Leocadia. Diole su madre lugar que a ella llegase, como a cosa que había de ser suya; pero, cuando vio que también estaba sin sentido, estuvo a pique de perder el suyo, y le perdiera si no viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido de que le hubiesen visto hacer tan estremados estremos.
Pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentía, le dijo:
-No te corras, hijo, de los estremos que has hecho, sino córrete de los que no hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta más alegre coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa.
Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo, y quitándole el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le podían poner, se abalanzó al rostro de Leocadia, y, juntando su boca con la della, estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero, cuando más las lágrimas de todos por lástima crecían, y por dolor las voces se aumentaban, y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados venían a menos, y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia, y con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se había ausentado.
Hallóse Leocadia entre los brazos de Rodolfo, y quisiera con honesta fuerza desasirse dellos; pero él le dijo:
-No, señora, no ha de ser ansí. No es bien que punéis por apartaros de los brazos de aquel que os tiene en el alma.
A esta razón acabó de todo en todo de cobrar Leocadia sus sentidos, y acabó doña Estefanía de no llevar más adelante su determinación primera, diciendo al cura que luego luego desposase a su hijo con Leocadia. Él lo hizo ansí, que por haber sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio, no hubo dificultad que impidiese el desposorio. El cual hecho, déjese a otra pluma y a otro ingenio más delicado que el mío el contar la alegría universal de todos los que en él se hallaron: los abrazos que los padres de Leocadia dieron a Rodolfo, las gracias que dieron al cielo y a sus padres, los ofrecimientos de las partes, la admiración de las camaradas de Rodolfo, que tan impensadamente vieron la misma noche de su llegada tan hermoso desposorio, y más cuando supieron, por contarlo delante de todos doña Estefanía, que Leocadia era la doncella que en su compañía su hijo había robado, de que no menos suspenso quedó Rodolfo. Y, por certificarse más de aquella verdad, preguntó a Leocadia le dijese alguna señal por donde viniese en conocimiento entero de lo que no dudaba, por parecerles que sus padres lo tendrían bien averiguado. Ella respondió:
-Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé, señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues, al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos de entonces, pero honrada. Y si esta señal no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo, si es que por la mañana le echastes menos y si es el mismo que tiene mi señora.
-Vos lo sois de mi alma, y lo seréis los años que Dios ordenare, bien mío.
Y, abrazándola de nuevo, de nuevo volvieron las bendiciones y parabienes que les dieron.
Vino la cena, y vinieron músicos que para esto estaban prevenidos. Viose Rodolfo a sí mismo en el espejo del rostro de su hijo; lloraron sus cuatro abuelos de gusto; no quedó rincón en toda la casa que no fuese visitado del júbilo, del contento y de la alegría. Y, aunque la noche volaba con sus ligeras y negras alas, le parecía a Rodolfo que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse a solas con su querida esposa.
Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico.
NO HA MUCHOS años que de un lugar de Estremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles, el cual, como un otro Pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda; y, al fin de muchas peregrinaciones, muertos ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a la gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.
En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto; y, embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.
Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme resolución de mudar manera de vida, y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres.
La flota estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales, que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos, que no dejó a nadie en sus asientos; y así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.
Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar; llegó a Sevilla, tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras; buscó sus amigos: hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte. Y si cuando iba a Indias, pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos, sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.
Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en ser era cosa infrutuosa, y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los ladrones.
Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que, conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte, consideraba que la estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino, y más cuando no hay otro en el lugar a quien acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus días, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio; y, en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y deshacía como hace a la niebla el viento; porque de su natural condición era el más celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.
Y, estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su suerte que, pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego, sin más detenerse, comenzó a hacer un gran montón de discursos; y, hablando consigo mismo, decía:
-Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarme he con ella; encerraréla y haréla a mis mañas, y con esto no tendrá otra condición que aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos; y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto: que el gusto alarga la vida, y los disgustos entre los casados la acortan. Alto, pues: echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere que yo tenga.
Y así hecho este soliloquio, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló con los padres de Leonora, y supo como, aunque pobres, eran nobles; y, dándoles cuenta de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía, y que él también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho. Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron; y, finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotado primero en veinte mil ducados: tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual, apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa fue no querer que sastre alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así, anduvo mirando cuál otra mujer tendría, poco más a menos, el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa, y, probándosela su esposa, halló que le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán.
La segunda señal que dio Filipo fue no querer juntarse con su esposa hasta tenerla puesta casa aparte, la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados, en un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera, que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa; hizo torno que de la casapuerta respondía al patio.
Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles ricos mostraba ser de un gran señor. Compró, asimismo, cuatro esclavas blancas, y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en casa ni entrase en ella sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo, situada en diversas y buenas partes, otra puso en el banco, y quedóse con alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo, asimismo, llave maestra para toda la casa, y encerró en ella todo lo que suele comprarse en junto y en sus sazones, para la provisión de todo el año; y, teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus suegros y pidió a su mujer, que se la entregaron no con pocas lágrimas, porque les pareció que la llevaban a la sepultura.
La tierna Leonora aún no sabía lo que la había acontecido; y así, llorando con sus padres, les pidió su bendición, y, despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas y criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa; y, en entrando en ella, les hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles la guarda de Leonora y que por ninguna vía ni en ningún modo dejasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese al negro eunuco. Y a quien más encargó la guarda y regalo de Leonora fue a una dueña de mucha prudencia y gravedad, que recibió como para aya de Leonora, y para que fuese superintendente de todo lo que en la casa se hiciese, y para que mandase a las esclavas y a otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se entretuviese con las de sus mismos años asimismo había recebido. Prometióles que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen su encerramiento, y que los días de fiesta, todos, sin faltar ninguno, irían a oír misa; pero tan de mañana, que apenas tuviese la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y esclavas de hacer todo aquello que les mandaba, sin pesadumbre, con prompta voluntad y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó la cabeza y dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su esposo y señor, a quien estaba siempre obediente.
Hecha esta prevención y recogido el buen estremeño en su casa, comenzó a gozar como pudo los frutos del matrimonio, los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de otros, ni eran gustosos ni desabridos; y así, pasaba el tiempo con su dueña, doncellas y esclavas, y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas, y pocos días se pasaban sin hacer mil cosas a quien la miel y el azúcar hacen sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habían menester, y no menos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tenía entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su encerramiento.
Leonora andaba a lo igual con sus criadas, y se entretenía en lo mismo que ellas, y aun dio con su simplicidad en hacer muñecas y en otras niñerías, que mostraban la llaneza de su condición y la terneza de sus años; todo lo cual era de grandísima satisfación para el celoso marido, pareciéndole que había acertado a escoger la vida mejor que se la supo imaginar, y que por ninguna vía la industria ni la malicia humana podía perturbar su sosiego. Y así, sólo se desvelaba en traer regalos a su esposa y en acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que de todos sería servida. Los días que iba a misa, que, como está dicho, era entre dos luces, venían sus padres y en la iglesia hablaban a su hija, delante de su marido, el cual les daba tantas dádivas que, aunque tenían lástima a su hija por la estrecheza en que vivía, la templaban con las muchas dádivas que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Levantábase de mañana y aguardaba a que el despensero viniese, a quien de la noche antes, por una cédula que ponían en el torno, le avisaban lo que había de traer otro día; y, en viniendo el despensero, salía de casa Carrizales, las más veces a pie, dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en medio, y entre las dos quedaba el negro. Íbase a sus negocios, que eran pocos, y con brevedad daba la vuelta; y, encerrándose, se entretenía en regalar a su esposa y acariciar a sus criadas, que todas le querían bien, por ser de condición llana y agradable, y, sobre todo, por mostrarse tan liberal con todas.
Desta manera pasaron un año de noviciado y hicieron profesión en aquella vida, determinándose de llevarla hasta el fin de las suyas: y así fuera si el sagaz perturbador del género humano no lo estorbara, como ahora oiréis.
Dígame ahora el que se tuviere por más discreto y recatado qué más prevenciones para su seguridad podía haber hecho el anciano Felipo, pues aun no consintió que dentro de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones della jamás los persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro: todos eran del género femenino. De día pensaba, de noche no dormía; él era la ronda y centinela de su casa y el Argos de lo que bien quería. Jamás entró hombre de la puerta adentro del patio. Con sus amigos negociaba en la calle. Las figuras de los paños que sus salas y cuadras adornaban, todas eran hembras, flores y boscajes. Toda su casa olía a honestidad, recogimiento y recato: aun hasta en las consejas que en las largas noches del invierno en la chimenea sus criadas contaban, por estar él presente, en ninguna ningún género de lascivia se descubría. La plata de las canas del viejo, a los ojos de Leonora, parecían cabellos de oro puro, porque el amor primero que las doncellas tienen se les imprime en el alma como el sello en la cera. Su demasiada guarda le parecía advertido recato: pensaba y creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién casadas. No se desmandaban sus pensamientos a salir de las paredes de su casa, ni su voluntad deseaba otra cosa más de aquella que la de su marido quería; sólo los días que iba a misa veía las calles, y esto era tan de mañana que, si no era al volver de la iglesia, no había luz para mirallas.
No se vio monasterio tan cerrado, ni monjas más recogidas, ni manzanas de oro tan guardadas; y con todo esto, no pudo en ninguna manera prevenir ni escusar de caer en lo que recelaba; a lo menos, en pensar que había caído.
Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana, a quien comúnmente suelen llamar gente de barrio. Éstos son los hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos della; gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera de vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que decir; pero por buenos respectos se deja.
Uno destos galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo soltero, que a los recién casados llaman mantones), asestó a mirar la casa del recatado Carrizales; y, viéndola siempre cerrada, le tomó gana de saber quién vivía dentro; y con tanto ahínco y curiosidad hizo la diligencia, que de todo en todo vino a saber lo que deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura de su esposa y el modo que tenía en guardarla; todo lo cual le encendió el deseo de ver si sería posible expunar, por fuerza o por industria, fortaleza tan guardada. Y, comunicándolo con dos virotes y un mantón, sus amigos, acordaron que se pusiese por obra; que nunca para tales obras faltan consejeros y ayudadores.
Dificultaban el modo que se tendría para intentar tan dificultosa hazaña; y, habiendo entrado en bureo muchas veces, convinieron en esto: que, fingiendo Loaysa, que así se llamaba el virote, que iba fuera de la ciudad por algunos días, se quitase de los ojos de sus amigos, como lo hizo; y, hecho esto, se puso unos calzones de lienzo limpio y camisa limpia; pero encima se puso unos vestidos tan rotos y remendados, que ningún pobre en toda la ciudad los traía tan astrosos. Quitóse un poco de barba que tenía, cubrióse un ojo con un parche, vendóse una pierna estrechamente, y, arrimándose a dos muletas, se convirtió en un pobre tullido: tal, que el más verdadero estropeado no se le igualaba.
Con este talle se ponía cada noche a la oración a la puerta de la casa de Carrizales, que ya estaba cerrada, quedando el negro, que Luis se llamaba, cerrado entre las dos puertas. Puesto allí Loaysa, sacaba una guitarrilla algo grasienta y falta de algunas cuerdas, y, como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos sones alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto, se daba priesa a cantar romances de moros y moras, a la loquesca, con tanta gracia, que cuantos pasaban por la calle se ponían a escucharle; y siempre, en tanto que cantaba, estaba rodeado de muchachos; y Luis, el negro, poniendo los oídos por entre las puertas, estaba colgado de la música del virote, y diera un brazo por poder abrir la puerta y escucharle más a su placer: tal es la inclinación que los negros tienen a ser músicos. Y, cuando Loaysa quería que los que le escuchaban le dejasen, dejaba de cantar y recogía su guitarra, y, acogiéndose a sus muletas, se iba.
Cuatro o cinco veces había dado música al negro (que por solo él la daba), pareciéndole que, por donde se había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había y debía ser por el negro; y no le salió vano su pensamiento, porque, llegándose una noche, como solía, a la puerta, comenzó a templar su guitarra, y sintió que el negro estaba ya atento; y, llegándose al quicio de la puerta, con voz baja, dijo:
-¿Será posible, Luis, darme un poco de agua, que perezco de sed y no puedo cantar?
-No -dijo el negro-, porque no tengo la llave desta puerta, ni hay agujero por donde pueda dárosla.
-Pues, ¿quién tiene la llave? -preguntó Loaysa.
-Mi amo -respondió el negro-, que es el más celoso hombre del mundo. Y si él supiese que yo estoy ahora aquí hablando con nadie, no sería más mi vida. Pero, ¿quién sois vos que me pedís el agua?
-Yo -respondió Loaysa- soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida pidiendo por Dios a la buena gente; y, juntamente con esto, enseño a tañer a algunos morenos y a otra gente pobre; y ya tengo tres negros, esclavos de tres veinticuatros, a quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebién.
-Harto mejor os lo pagara yo -dijo Luis- a tener lugar de tomar lición; pero no es posible, a causa que mi amo, en saliendo por la mañana, cierra la puerta de la calle, y cuando vuelve hace lo mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
-¡Por Dios!, Luis -replicó Loaysa, que ya sabía el nombre del negro-, que si vos diésedes traza a que yo entrase algunas noches a daros lición, en menos de quince días os sacaría tan diestro en la guitarra, que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en cualquiera esquina; porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y más, que he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y, a lo que siento y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada, debéis de cantar muy bien.
-No canto mal -respondió el negro-; pero, ¿qué aprovecha?, pues no sé tonada alguna, si no es la de La Estrella de Venus y la de Por un verde prado, y aquélla que ahora se usa que dice:
A los hierros de una reja
la turbada mano asida...
-Todas ésas son aire -dijo Loaysa- para las que yo os podría enseñar, porque sé todas las del moro Abindarráez, con las de su dama Jarifa, y todas las que se cantan de la historia del gran sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que son tales, que hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño con tales modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender, apenas habréis comido tres o cuatro moyos de sal, cuando ya os veáis músico corriente y moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro y dijo:
-¿Qué aprovecha todo eso, si no sé cómo meteros en casa?
-Buen remedio -dijo Loaysa-: procurad vos tomar las llaves a vuestro amo, y yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis de manera que queden señaladas las guardas en la cera; que, por la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero amigo mío haga las llaves, y así podré entrar dentro de noche y enseñaros mejor que al Preste Juan de las Indias, porque veo ser gran lástima que se pierda una tal voz como la vuestra, faltándole el arrimo de la guitarra; que quiero que sepáis, hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando no se acompaña con el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano, de órganos o de arpa; pero el que más a vuestra voz le conviene es el instrumento de la guitarra, por ser el más mañero y menos costoso de los instrumentos.
-Bien me parece eso -replicó el negro-; pero no puede ser, pues jamás entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta de la mano de día, y de noche duermen debajo de su almohada.
-Pues haced otra cosa, Luis -dijo Loaysa-, si es que tenéis gana de ser músico consumado; que si no la tenéis, no hay para qué cansarme en aconsejaros.
-¡Y cómo si tengo gana! -replicó Luis-. Y tanta, que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea posible salir con ella, a trueco de salir con ser músico.
-Pues ansí es -dijo el virote-, yo os daré por entre estas puertas, haciendo vos lugar quitando alguna tierra del quicio; digo que os daré unas tenazas y un martillo, con que podáis de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha facilidad, y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche de ver que ha sido desclavada; y, estando yo dentro, encerrado con vos en vuestro pajar, o adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo de hacer, que vos veáis aun más de lo que os he dicho, con aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra suficiencia. Y de lo que hubiéremos de comer no tengáis cuidado, que yo llevaré matalotaje para entrambos y para más de ocho días; que discípulos tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
-De la comida -replicó el negro- no habrá de qué temer, que, con la ración que me da mi amo y con los relieves que me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos. Venga ese martillo y tenazas que decís, que yo haré por junto a este quicio lugar por donde quepa, y le volveré a cubrir y tapar con barro; que, puesto que dé algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme tan lejos desta puerta, que será milagro, o gran desgracia nuestra, si los oye.
-Pues, a la mano de Dios -dijo Loaysa-: que de aquí a dos días tendréis, Luis, todo lo necesario para poner en ejecución nuestro virtuoso propósito; y advertid en no comer cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho, sino mucho daño a la voz.
-Ninguna cosa me enronquece tanto -respondió el negro- como el vino, pero no me lo quitaré yo por todas cuantas voces tiene el suelo.
-No digo tal -dijo Loaysa-, ni Dios tal permita. Bebed, hijo Luis, bebed, y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida jamás fue causa de daño alguno.
-Con medida lo bebo -replicó el negro-: aquí tengo un jarro que cabe una azumbre justa y cabal; éste me llenan las esclavas, sin que mi amo lo sepa, y el despensero, a solapo, me trae una botilla, que también cabe justas dos azumbres, con que se suplen las faltas del jarro.
-Digo -dijo Loaysa- que tal sea mi vida como eso me parece, porque la seca garganta ni gruñe ni canta.
-Andad con Dios -dijo el negro-; pero mirad que no dejéis de venir a cantar aquí las noches que tardáredes en traer lo que habéis de hacer para entrar acá dentro, que ya me comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
-Y ¡cómo si vendré! -replicó Loaysa-. Y aun con tonadicas nuevas.
-Eso pido -dijo Luis-; y ahora no me dejéis de cantar algo, porque me vaya a acostar con gusto; y, en lo de la paga, entienda el señor pobre que le he de pagar mejor que un rico.
-No reparo en eso -dijo Loaysa-; que, según yo os enseñaré, así me pagaréis, y por ahora escuchad esta tonadilla, que cuando esté dentro veréis milagros.
-Sea en buen hora -respondió el negro.
Y, acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito agudo, con que dejó al negro tan contento y satisfecho, que ya no veía la hora de abrir la puerta.
Apenas se quitó Loaysa de la puerta, cuando, con más ligereza que el traer de sus muletas prometía, se fue a dar cuenta a sus consejeros de su buen comienzo, adivino del buen fin que por él esperaba. Hallólos y contó lo que con el negro dejaba concertado, y otro día hallaron los instrumentos, tales que rompían cualquier clavo como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver a dar música al negro, ni menos tuvo descuido el negro en hacer el agujero por donde cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de manera que, a no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se podía caer en el agujero.
La segunda noche le dio los instrumentos Loaysa, y Luis probó sus fuerzas; y, casi sin poner alguna, se halló rompidos los clavos y con la chapa de la cerradura en las manos: abrió la puerta y recogió dentro a su Orfeo y maestro; y, cuando le vio con sus dos muletas, y tan andrajoso y tan fajada su pierna, quedó admirado. No llevaba Loaysa el parche en el ojo, por no ser necesario, y, así como entró, abrazó a su buen discípulo y le besó en el rostro, y luego le puso una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas. Y, dejando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a hacer cabriolas, de lo cual se admiró más el negro, a quien Loaysa dijo:
-Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace de enfermedad, sino de industria, con la cual gano de comer pidiendo por amor de Dios, y ayudándome della y de mi música paso la mejor vida del mundo, en el cual todos aquellos que no fueren industriosos y tracistas morirán de hambre; y esto lo veréis en el discurso de nuestra amistad.
-Ello dirá -respondió el negro-; pero demos orden de volver esta chapa a su lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
-En buen hora -dijo Loaysa.
Y, sacando clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de suerte que estaba tan bien como de antes, de lo cual quedó contentísimo el negro; y, subiéndose Loaysa al aposento que en el pajar tenía el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal de cera y, sin más aguardar, sacó su guitarra Loaysa; y, tocándola baja y suavemente, suspendió al pobre negro de manera que estaba fuera de sí escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación y diola a su discípulo; y, aunque con dulce, bebió con tan buen talante de la bota, que le dejó más fuera de sentido que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase lición Luis, y, como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino sobre los sesos, no acertaba traste; y, con todo eso, le hizo creer Loaysa que ya sabía por lo menos dos tonadas; y era lo bueno que el negro se lo creía, y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.
Durmieron lo poco que de la noche les quedaba, y, a obra de las seis de la mañana, bajó Carrizales y abrió la puerta de en medio, y también la de la calle, y estuvo esperando al despensero, el cual vino de allí a un poco, y, dando por el torno la comida se volvió a ir, y llamó al negro, que bajase a tomar cebada para la mula y su ración; y, en tomándola, se fue el viejo Carrizales, dejando cerradas ambas puertas, sin echar de ver lo que en la de la calle se había hecho, de que no poco se alegraron maestro y discípulo.
Apenas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató la guitarra y comenzó a tocar de tal manera que todas las criadas le oyeron, y por el torno le preguntaron:
-¿Qué es esto, Luis? ¿De cuándo acá tienes tú guitarra, o quién te la ha dado?
-¿Quién me la ha dado? -respondió Luis-. El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar en menos de seis días más de seis mil sones.
-Y ¿dónde está ese músico? -preguntó la dueña.
-No está muy lejos de aquí -respondió el negro-; y si no fuera por vergüenza y por el temor que tengo a mi señor, quizá os le enseñara luego, y a fe que os holgásedes de verle.
-Y ¿adónde puede él estar que nosotras le podamos ver -replicó la dueña-, si en esta casa jamás entró otro hombre que nuestro dueño?
-Ahora bien -dijo el negro-, no os quiero decir nada hasta que veáis lo que yo sé y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
-Por cierto -dijo la dueña- que, si no es algún demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién te pueda sacar músico con tanta brevedad.
-Andad -dijo el negro-, que lo oiréis y lo veréis algún día.
-No puede ser eso -dijo otra doncella-, porque no tenemos ventanas a la calle para poder ver ni oír a nadie.
-Bien está -dijo el negro-; que para todo hay remedio si no es para escusar la muerte; y más si vosotras sabéis o queréis callar.
-¡Y cómo que callaremos, hermano Luis! -dijo una de las esclavas-. Callaremos más que si fuésemos mudas; porque te prometo, amigo, que me muero por oír una buena voz, que después que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros habemos oído.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo contento, pareciéndole que todas se encaminaban a la consecución de su gusto, y que la buena suerte había tomado la mano en guiarlas a la medida de su voluntad.
Despidiéronse las criadas con prometerles el negro que, cuando menos se pensasen, las llamaría a oír una muy buena voz; y, con temor que su amo volviese y le hallase hablando con ellas, las dejó y se recogió a su estancia y clausura. Quisiera tomar lición, pero no se atrevió a tocar de día, porque su amo no le oyese, el cual vino de allí a poco espacio, y, cerrando las puertas según su costumbre, se encerró en casa. Y, al dar aquel día de comer por el torno al negro, dijo Luis a una negra que se lo daba, que aquella noche, después de dormido su amo, bajasen todas al torno a oír la voz que les había prometido, sin falta alguna. Verdad es que antes que dijese esto había pedido con muchos ruegos a su maestro fuese contento de cantar y tañer aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir la palabra que había dado de hacer oír a las criadas una voz estremada, asegurándole que sería en estremo regalado de todas ellas. Algo se hizo de rogar el maestro de hacer lo que él más deseaba; pero al fin dijo que haría lo que su buen discípulo pedía, sólo por darle gusto, sin otro interés alguno. Abrazóle el negro y diole un beso en el carrillo, en señal del contento que le había causado la merced prometida; y aquel día dio de comer a Loaysa tan bien como si comiera en su casa, y aun quizá mejor, pues pudiera ser que en su casa le faltara.
Llegóse la noche, y en la mitad della, o poco menos, comenzaron a cecear en el torno, y luego entendió Luis que era la cáfila, que había llegado; y, llamando a su maestro, bajaron del pajar, con la guitarra bien encordada y mejor templada. Preguntó Luis quién y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que todas, sino su señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó a Loaysa; pero, con todo eso, quiso dar principio a su disignio y contentar a su discípulo; y, tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo que dejó admirado al negro y suspenso el rebaño de las mujeres que le escuchaba.
Pues, ¿qué diré de lo que ellas sintieron cuando le oyeron tocar el Pésame dello y acabar con el endemoniado son de la zarabanda, nuevo entonces en España? No quedó vieja por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo a la sorda y con silencio estraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el viejo despertaba. Cantó asimismo Loaysa coplillas de la seguida, con que acabó de echar el sello al gusto de las escuchantes, que ahincadamente pidieron al negro les dijese quién era tan milagroso músico. El negro les dijo que era un pobre mendigante: el más galán y gentil hombre que había en toda la pobrería de Sevilla. Rogáronle que hiciese de suerte que ellas le viesen, y que no le dejase ir en quince días de casa, que ellas le regalarían muy bien y darían cuanto hubiese menester. Preguntáronle qué modo había tenido para meterle en casa. A esto no les respondió palabra; a lo demás dijo que, para poderle ver, hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo taparían con cera; y que, a lo de tenerle en casa, que él lo procuraría.
Hablólas también Loaysa, ofreciéndoseles a su servicio, con tan buenas razones, que ellas echaron de ver que no salían de ingenio de pobre mendigante. Rogáronle que otra noche viniese al mismo puesto; que ellas harían con su señora que bajase a escucharle, a pesar del ligero sueño de su señor, cuya ligereza no nacía de sus muchos años, sino de sus muchos celos. A lo cual dijo Loaysa que si ellas gustaban de oírle sin sobresalto del viejo, que él les daría unos polvos que le echasen en el vino, que le harían dormir con pesado sueño más tiempo del ordinario.
-¡Jesús, valme -dijo una de las doncellas-, y si eso fuese verdad, qué buena ventura se nos habría entrado por las puertas, sin sentillo y sin merecello! No serían ellos polvos de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras y para la pobre de mi señora Leonora, su mujer, que no la deja a sol ni a sombra, ni la pierde de vista un solo momento. ¡Ay, señor mío de mi alma, traiga esos polvos: así Dios le dé todo el bien que desea! Vaya y no tarde; tráigalos, señor mío, que yo me ofrezco a mezclarlos en el vino y a ser la escanciadora; y pluguiese a Dios que durmiese el viejo tres días con sus noches, que otros tantos tendríamos nosotras de gloria.
-Pues yo los trairé -dijo Loaysa-; y son tales, que no hacen otro mal ni daño a quien los toma si no es provocarle a sueño pesadísimo.
Todas le rogaron que los trujese con brevedad, y, quedando de hacer otra noche con una barrena el agujero en el torno, y de traer a su señora para que le viese y oyese, se despidieron; y el negro, aunque era casi el alba, quiso tomar lición, la cual le dio Loaysa, y le hizo entender que no había mejor oído que el suyo en cuantos discípulos tenía: y no sabía el pobre negro, ni lo supo jamás, hacer un cruzado.
Tenían los amigos de Loaysa cuidado de venir de noche a escuchar por entre las puertas de la calle, y ver si su amigo les decía algo, o si había menester alguna cosa; y, haciendo una señal que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban a la puerta, y por el agujero del quicio les dio breve cuenta del buen término en que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna cosa que provocase a sueño, para dárselo a Carrizales; que él había oído decir que había unos polvos para este efeto. Dijéronle que tenían un médico amigo que les daría el mejor remedio que supiese, si es que le había; y, animándole a proseguir la empresa y prometiéndole de volver la noche siguiente con todo recaudo, apriesa se despidieron.
Vino la noche, y la banda de las palomas acudió al reclamo de la guitarra. Con ellas vino la simple Leonora, temerosa y temblando de que no despertase su marido; que, aunque ella, vencida deste temor, no había querido venir, tantas cosas le dijeron sus criadas, especialmente la dueña, de la suavidad de la música y de la gallarda disposición del músico pobre (que, sin haberle visto, le alababa y le subía sobre Absalón y sobre Orfeo), que la pobre señora, convencida y persuadida dellas, hubo de hacer lo que no tenía ni tuviera jamás en voluntad. Lo primero que hicieron fue barrenar el torno para ver al músico, el cual no estaba ya en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán leonado, anchos a la marineresca; un jubón de lo mismo con trencillas de oro, y una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado con grandes puntas y encaje; que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.
Era mozo y de gentil disposición y buen parecer; y, como había tanto tiempo que todas tenían hecha la vista a mirar al viejo de su amo, parecióles que miraban a un ángel. Poníase una al agujero para verle, y luego otra; y porque le pudiesen ver mejor, andaba el negro paseándole el cuerpo de arriba abajo con el torzal de cera encendido. Y, después que todas le hubieron visto, hasta las negras bozales, tomó Loaysa la guitarra, y cantó aquella noche tan estremadamente, que las acabó de dejar suspensas y atónitas a todas, así a la vieja como a las mozas; y todas rogaron a Luis diese orden y traza cómo el señor su maestro entrase allá dentro, para oírle y verle de más cerca, y no tan por brújula como por el agujero, y sin el sobresalto de estar tan apartadas de su señor, que podía cogerlas de sobresalto y con el hurto en las manos; lo cual no sucedería ansí si le tuviesen escondido dentro.
A esto contradijo su señora con muchas veras, diciendo que no se hiciese la tal cosa ni la tal entrada, porque le pesaría en el alma, pues desde allí le podían ver y oír a su salvo y sin peligro de su honra.
-¿Qué honra? -dijo la dueña-. ¡El Rey tiene harta! Estése vuesa merced encerrada con su Matusalén y déjenos a nosotras holgar como pudiéremos. Cuanto más, que este señor parece tan honrado que no querrá otra cosa de nosotras más de lo que nosotras quisiéremos.
-Yo, señoras mías -dijo a esto Loaysa-, no vine aquí sino con intención de servir a todas vuesas mercedes con el alma y con la vida, condolido de su no vista clausura y de los ratos que en este estrecho género de vida se pierden. Hombre soy yo, por vida de mi padre, tan sencillo, tan manso y de tan buena condición, y tan obediente, que no haré más de aquello que se me mandare; y si cualquiera de vuesas mercedes dijere: «Maestro, siéntese aquí; maestro, pásese allí; echaos acá, pasaos acullá», así lo haré, como el más doméstico y enseñado perro que salta por el Rey de Francia.
-Si eso ha de ser así -dijo la ignorante Leonora-, ¿qué medio se dará para que entre acá dentro el señor maeso?
-Bueno -dijo Loaysa-: vuesas mercedes pugnen por sacar en cera la llave desta puerta de en medio, que yo haré que mañana en la noche venga hecha otra, tal que nos pueda servir.
-En sacar esa llave -dijo una doncella-, se sacan las de toda la casa, porque es llave maestra.
-No por eso será peor -replicó Loaysa.
-Así es verdad -dijo Leonora-; pero ha de jurar este señor, primero, que no ha de hacer otra cosa cuando esté acá dentro sino cantar y tañer cuando se lo mandaren, y que ha de estar encerrado y quedito donde le pusiéremos.
-Sí juro -dijo Loaysa.
-No vale nada ese juramento -respondió Leonora-; que ha de jurar por vida de su padre, y ha de jurar la cruz y besalla que lo veamos todas.
-Por vida de mi padre juro, -dijo Loaysa-, y por esta señal de cruz, que la beso con mi boca sucia.
Y, haciendo la cruz con dos dedos, la besó tres veces.
Esto hecho, dijo otra de las doncellas:
-Mire, señor, que no se le olvide aquello de los polvos, que es el tuáutem de todo.
Con esto cesó la plática de aquella noche, quedando todos muy contentos del concierto. Y la suerte, que de bien en mejor encaminaba los negocios de Loaysa, trujo a aquellas horas, que eran dos después de la medianoche, por la calle a sus amigos; los cuales, haciendo la señal acostumbrada, que era tocar una trompa de París, Loaysa los habló y les dio cuenta del término en que estaba su pretensión, y les pidió si traían los polvos o otra cosa, como se la había pedido, para que Carrizales durmiese. Díjoles, asimismo, lo de la llave maestra. Ellos le dijeron que los polvos, o un ungüento, vendría la siguiente noche, de tal virtud que, untados los pulsos y las sienes con él, causaba un sueño profundo, sin que dél se pudiese despertar en dos días, si no era lavándose con vinagre todas las partes que se habían untado; y que se les diese la llave en cera, que asimismo la harían hacer con facilidad. Con esto se despidieron, y Loaysa y su discípulo durmieron lo poco que de la noche les quedaba, esperando Loaysa con gran deseo la venidera, por ver si se le cumplía la palabra prometida de la llave. Y, puesto que el tiempo parece tardío y perezoso a los que en él esperan, en fin, corre a las parejas con el mismo pensamiento, y llega el término que quiere, porque nunca para ni sosiega.
Vino, pues, la noche y la hora acostumbrada de acudir al torno, donde vinieron todas las criadas de casa, grandes y chicas, negras y blancas, porque todas estaban deseosas de ver dentro de su serrallo al señor músico; pero no vino Leonora, y, preguntando Loaysa por ella, le respondieron que estaba acostada con su velado, el cual tenía cerrada la puerta del aposento donde dormía con llave, y después de haber cerrado se la ponía debajo de la almohada; y que su señora les había dicho que, en durmiéndose el viejo, haría por tomarle la llave maestra y sacarla en cera, que ya llevaba preparada y blanda, y que de allí a un poco habían de ir a requerirla por una gatera.
Maravillado quedó Loaysa del recato del viejo, pero no por esto se le desmayó el deseo. Y, estando en esto, oyó la trompa de París; acudió al puesto; halló a sus amigos, que le dieron un botecico de ungüento de la propiedad que le habían significado; tomólo Loaysa y díjoles que esperasen un poco, que les daría la muestra de la llave; volvióse al torno y dijo a la dueña, que era la que con más ahínco mostraba desear su entrada, que se lo llevase a la señora Leonora, diciéndole la propiedad que tenía, y que procurase untar a su marido con tal tiento, que no lo sintiese, y que vería maravillas. Hízolo así la dueña, y, llegándose a la gatera, halló que estaba Leonora esperando tendida en el suelo de largo a largo, puesto el rostro en la gatera. Llegó la dueña, y, tendiéndose de la misma manera, puso la boca en el oído de su señora, y con voz baja le dijo que traía el ungüento y de la manera que había de probar su virtud. Ella tomó el ungüento, y respondió a la dueña como en ninguna manera podía tomar la llave a su marido, porque no la tenía debajo de la almohada, como solía, sino entre los dos colchones y casi debajo de la mitad de su cuerpo; pero que dijese al maeso que si el ungüento obraba como él decía, con facilidad sacarían la llave todas las veces que quisiesen, y ansí no sería necesario sacarla en cera. Dijo que fuese a decirlo luego y volviese a ver lo que el ungüento obraba, porque luego luego le pensaba untar a su velado.
Bajó la dueña a decirlo al maeso Loaysa, y él despidió a sus amigos, que esperando la llave estaban. Temblando y pasito, y casi sin osar despedir el aliento de la boca, llegó Leonora a untar los pulsos del celoso marido, y asimismo le untó las ventanas de las narices; y cuando a ellas le llegó, le parecía que se estremecía, y ella quedó mortal, pareciéndole que la había cogido en el hurto. En efeto, como mejor pudo, le acabó de untar todos los lugares que le dijeron ser necesarios, que fue lo mismo que haberle embalsamado para la sepultura.
Poco espacio tardó el alopiado ungüento en dar manifiestas señales de su virtud, porque luego comenzó a dar el viejo tan grandes ronquidos, que se pudieran oír en la calle: música, a los oídos de su esposa, más acordada que la del maeso de su negro. Y, aún mal segura de lo que veía, se llegó a él y le estremeció un poco, y luego más, y luego otro poquito más, por ver si despertaba; y a tanto se atrevió, que le volvió de una parte a otra sin que despertase. Como vio esto, se fue a la gatera de la puerta y, con voz no tan baja como la primera, llamó a la dueña, que allí la estaba esperando, y le dijo:
-Dame albricias, hermana, que Carrizales duerme más que un muerto.
-Pues, ¿a qué aguardas a tomar la llave, señora? -dijo la dueña-. Mira que está el músico aguardándola más ha de una hora.
-Espera, hermana, que ya voy por ella -respondió Leonora.
Y, volviendo a la cama, metió la mano por entre los colchones y sacó la llave de en medio dellos sin que el viejo lo sintiese; y, tomándola en sus manos, comenzó a dar brincos de contento, y sin más esperar abrió la puerta y la presentó a la dueña, que la recibió con la mayor alegría del mundo.
Mandó Leonora que fuese a abrir al músico, y que le trujese a los corredores, porque ella no osaba quitarse de allí, por lo que podía suceder; pero que, ante todas cosas, hiciese que de nuevo ratificase el juramento que había hecho de no hacer más de lo que ellas le ordenasen, y que, si no le quisiese confirmar y hacer de nuevo, en ninguna manera le abriesen.
-Así será -dijo la dueña-; y a fe que no ha de entrar si primero no jura y rejura y besa la cruz seis veces.
-No le pongas tasa -dijo Leonora-: bésela él y sean las veces que quisiere; pero mira que jure la vida de sus padres y por todo aquello que bien quiere, porque con esto estaremos seguras y nos hartaremos de oírle cantar y tañer, que en mi ánima que lo hace delicadamente; y anda, no te detengas más, porque no se nos pase la noche en pláticas.
Alzóse las faldas la buena dueña, y con no vista ligereza se puso en el torno, donde estaba toda la gente de casa esperándola; y, habiéndoles mostrado la llave que traía, fue tanto el contento de todas, que la alzaron en peso, como a catredático, diciendo: «¡Viva, viva!»; y más, cuando les dijo que no había necesidad de contrahacer la llave, porque, según el untado viejo dormía, bien se podían aprovechar de la de casa todas las veces que la quisiesen.
-¡Ea, pues, amiga -dijo una de las doncellas-, ábrase esa puerta y entre este señor, que ha mucho que aguarda, y démonos un verde de música que no haya más que ver!
-Más ha de haber que ver -replicó la dueña-; que le hemos de tomar juramento, como la otra noche.
-Él es tan bueno -dijo una de las esclavas-, que no reparará en juramentos.
Abrió en esto la dueña la puerta, y, teniéndola entreabierta, llamó a Loaysa, que todo lo había estado escuchando por el agujero del torno; el cual, llegándose a la puerta, quiso entrarse de golpe; mas, poniéndole la dueña la mano en el pecho, le dijo:
-Sabrá vuesa merced, señor mío, que, en Dios y en mi conciencia, todas las que estamos dentro de las puertas desta casa somos doncellas como las madres que nos parieron, excepto mi señora; y, aunque yo debo de parecer de cuarenta años, no teniendo treinta cumplidos, porque les faltan dos meses y medio, también lo soy, mal pecado; y si acaso parezco vieja, corrimientos, trabajos y desabrimientos echan un cero a los años, y a veces dos, según se les antoja. Y, siendo esto ansí, como lo es, no sería razón que, a trueco de oír dos, o tres, o cuatro cantares, nos pusiésemos a perder tanta virginidad como aquí se encierra; porque hasta esta negra, que se llama Guiomar, es doncella. Así que, señor de mi corazón, vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer más de lo que nosotras le ordenáremos; y si le parece que es mucho lo que se le pide, considere que es mucho más lo que se aventura. Y si es que vuesa merced viene con buena intención, poco le ha de doler el jurar, que al buen pagador no le duelen prendas.
-Bien y rebién ha dicho la señora Marialonso -dijo una de las doncellas-; en fin, como persona discreta y que está en las cosas como se debe; y si es que el señor no quiere jurar, no entre acá dentro.
A esto dijo Guiomar, la negra, que no era muy ladina:
-Por mí, mas que nunca jura, entre con todo diablo; que, aunque más jura, si acá estás, todo olvida.
Oyó con gran sosiego Loaysa la arenga de la señora Marialonso, y con grave reposo y autoridad respondió:
-Por cierto, señoras hermanas y compañeras mías, que nunca mi intento fue, es, ni será otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así, no se me hará cuesta arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que hacer una obligación guarentigia; y quiero hacer saber a vuesa merced que debajo del sayal hay ál, y que debajo de mala capa suele estar un buen bebedor. Mas, para que todas estén seguras de mi buen deseo, determino de jurar como católico y buen varón; y así, juro por la intemerata eficacia, donde más santa y largamente se contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte, y por todo aquello que en su prohemio encierra la verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás, de no salir ni pasar del juramento hecho y del mandamiento de la más mínima y desechada destas señoras, so pena que si otra cosa hiciere o quisiere hacer, desde ahora para entonces y desde entonces para ahora, lo doy por nulo y no hecho ni valedero.
Aquí llegaba con su juramento el buen Loaysa, cuando una de las dos doncellas, que con atención le había estado escuchando, dio una gran voz diciendo:
-¡Este sí que es juramento para enternecer las piedras! ¡Mal haya yo si más quiero que jures, pues con sólo lo jurado podías entrar en la misma sima de Cabra!
Y, asiéndole de los gregüescos, le metió dentro, y luego todas las demás se le pusieron a la redonda. Luego fue una a dar las nuevas a su señora, la cual estaba haciendo centinela al sueño de su esposo; y, cuando la mensajera le dijo que ya subía el músico, se alegró y se turbó en un punto, y preguntó si había jurado. Respondióle que sí, y con la más nueva forma de juramento que en su vida había visto.
-Pues si ha jurado -dijo Leonora-, asido le tenemos. ¡Oh, qué avisada que anduve en hacelle que jurase!
En esto, llegó toda la caterva junta, y el músico en medio, alumbrándolos el negro y Guiomar la negra. Y, viendo Loaysa a Leonora, hizo muestras de arrojársele a los pies para besarle las manos. Ella, callando y por señas, le hizo levantar, y todas estaban como mudas, sin osar hablar, temerosas que su señor las oyese; lo cual considerado por Loaysa, les dijo que bien podían hablar alto, porque el ungüento con que estaba untado su señor tenía tal virtud que, fuera de quitar la vida, ponía a un hombre como muerto.
-Así lo creo yo -dijo Leonora-; que si así no fuera, ya él hubiera despertado veinte veces, según le hacen de sueño ligero sus muchas indisposiciones; pero, después que le unté, ronca como un animal.
-Pues eso es así -dijo la dueña-, vámonos a aquella sala frontera, donde podremos oír cantar aquí al señor y regocijarnos un poco.
-Vamos -dijo Leonora-; pero quédese aquí Guiomar por guarda, que nos avise si Carrizales despierta.
A lo cual respondió Guiomar:
-¡Yo, negra, quedo; blancas, van! ¡Dios perdone a todas!
Quedóse la negra; fuéronse a la sala, donde había un rico estrado, y, cogiendo al señor en medio, se sentaron todas. Y, tomando la buena Marialonso una vela, comenzó a mirar de arriba abajo al bueno del músico, y una decía: «¡Ay, qué copete que tiene tan lindo y tan rizado!» Otra: «¡Ay, qué blancura de dientes! ¡Mal año para piñones mondados, que más blancos ni más lindos sean!» Otra: «¡Ay, qué ojos tan grandes y tan rasgados! Y, por el siglo de mi madre, que son verdes; que no parecen sino que son de esmeraldas!» Ésta alababa la boca, aquélla los pies, y todas juntas hicieron dél una menuda anotomía y pepitoria. Sola Leonora callaba y le miraba, y le iba pareciendo de mejor talle que su velado.
En esto, la dueña tomó la guitarra, que tenía el negro, y se la puso en las manos de Loaysa, rogándole que la tocase y que cantase unas coplillas que entonces andaban muy validas en Sevilla, que decían:
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis.
Cumplióle Loaysa su deseo. Levantáronse todas y se comenzaron a hacer pedazos bailando. Sabía la dueña las coplas, y cantólas con más gusto que buena voz; y fueron éstas:
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis;
que si yo no me guardo,
no me guardaréis.
Dicen que está escrito,
y con gran razón,
ser la privación
causa de apetito;
crece en infinito
encerrado amor;
por eso es mejor
que no me encerréis;
que si yo, etc.
Si la voluntad
por sí no se guarda,
no la harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
por la misma muerte,
hasta hallar la suerte
que vos no entendéis;
que si yo, etc.
Quien tiene costumbre
de ser amorosa,
como mariposa
se irá tras su lumbre,
aunque muchedumbre
de guardas le pongan,
y aunque más propongan
de hacer lo que hacéis;
que si yo, etc.
Es de tal manera
la fuerza amorosa,
que a la más hermosa
la vuelve en quimera;
el pecho de cera,
de fuego la gana,
las manos de lana,
de fieltro los pies;
que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.
Al fin llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado por la buena dueña, cuando llegó Guiomar, la centinela, toda turbada, hiriendo de pie y de mano como si tuviera alferecía; y, con voz entre ronca y baja, dijo:
-¡Despierto señor, señora; y, señora, despierto señor, y levantas y viene!
Quien ha visto banda de palomas estar comiendo en el campo, sin miedo, lo que ajenas manos sembraron, que al furioso estrépito de disparada escopeta se azora y levanta, y, olvidada del pasto, confusa y atónita, cruza por los aires, tal se imagine que quedó la banda y corro de las bailadoras, pasmadas y temerosas, oyendo la no esperada nueva que Guiomar había traído; y, procurando cada una su disculpa y todas juntas su remedio, cuál por una y cuál por otra parte, se fueron a esconder por los desvanes y rincones de la casa, dejando solo al músico; el cual, dejando la guitarra y el canto, lleno de turbación, no sabía qué hacerse.
Torcía Leonora sus hermosas manos; abofeteábase el rostro, aunque blandamente, la señora Marialonso. En fin, todo era confusión, sobresalto y miedo. Pero la dueña, como más astuta y reportada, dio orden que Loaysa se entrase en un aposento suyo, y que ella y su señora se quedarían en la sala, que no faltaría escusa que dar a su señor si allí las hallase.
Escondióse luego Loaysa, y la dueña se puso atenta a escuchar si su amo venía; y, no sintiendo rumor alguno, cobró ánimo, y poco a poco, paso ante paso, se fue llegando al aposento donde su señor dormía y oyó que roncaba como primero; y, asegurada de que dormía, alzó las faldas y volvió corriendo a pedir albricias a su señora del sueño de su amo, la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la buena dueña perder la coyuntura que la suerte le ofrecía de gozar, primero que todas, las gracias que ésta se imaginaba que debía tener el músico; y así, diciéndole a Leonora que esperase en la sala, en tanto que iba a llamarlo, la dejó y se entró donde él estaba, no menos confuso que pensativo, esperando las nuevas de lo que hacía el viejo untado. Maldecía la falsedad del ungüento, y quejábase de la credulidad de sus amigos y del poco advertimiento que había tenido en no hacer primero la experiencia en otro antes de hacerla en Carrizales.
En esto, llegó la dueña y le aseguró que el viejo dormía a más y mejor; sosegó el pecho y estuvo atento a muchas palabras amorosas que Marialonso le dijo, de las cuales coligió la mala intención suya, y propuso en sí de ponerla por anzuelo para pescar a su señora. Y, estando los dos en sus pláticas, las demás criadas, que estaban escondidas por diversas partes de la casa, una de aquí y otra de allí, volvieron a ver si era verdad que su amo había despertado; y, viendo que todo estaba sepultado en silencio, llegaron a la sala donde habían dejado a su señora, de la cual supieron el sueño de su amo; y, preguntándole por el músico y por la dueña, les dijo dónde estaban, y todas, con el mismo silencio que habían traído, se llegaron a escuchar por entre las puertas lo que entrambos trataban.
No faltó de la junta Guiomar, la negra; el negro sí, porque, así como oyó que su amo había despertado, se abrazó con su guitarra y se fue a esconder en su pajar, y, cubierto con la manta de su pobre cama, sudaba y trasudaba de miedo; y, con todo eso, no dejaba de tentar las cuerdas de la guitarra: tanta era (encomendado él sea a Satanás) la afición que tenía a la música.
Entreoyeron las mozas los requiebros de la vieja, y cada una le dijo el nombre de las Pascuas: ninguna la llamó vieja que no fuese con su epítecto y adjetivo de hechicera y de barbuda, de antojadiza y de otros que por buen respecto se callan; pero lo que más risa causara a quien entonces las oyera eran las razones de Guiomar, la negra, que por ser portuguesa y no muy ladina, era extraña la gracia con que la vituperaba. En efeto, la conclusión de la plática de los dos fue que él condecendería con la voluntad della, cuando ella primero le entregase a toda su voluntad a su señora.
Cuesta arriba se le hizo a la dueña ofrecer lo que el músico pedía; pero, a trueco de cumplir el deseo que ya se le había apoderado del alma y de los huesos y médulas del cuerpo, le prometiera los imposibles que pudieran imaginarse. Dejóle y salió a hablar a su señora; y, como vio su puerta rodeada de todas las criadas, les dijo que se recogiesen a sus aposentos, que otra noche habría lugar para gozar con menos o con ningún sobresalto del músico, que ya aquella noche el alboroto les había aguado el gusto.
Bien entendieron todas que la vieja se quería quedar sola, pero no pudieron dejar de obedecerla, porque las mandaba a todas. Fuéronse las criadas y ella acudió a la sala a persuadir a Leonora acudiese a la voluntad de Loaysa, con una larga y tan concertada arenga, que pareció que de muchos días la tenía estudiada. Encarecióle su gentileza, su valor, su donaire y sus muchas gracias. Pintóle de cuánto más gusto le serían los abrazos del amante mozo que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duración del deleite, con otras cosas semejantes a éstas, que el demonio le puso en la lengua, llenas de colores retóricos, tan demonstrativos y eficaces, que movieran no sólo el corazón tierno y poco advertido de la simple e incauta Leonora, sino el de un endurecido mármol. ¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición de mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh, luengas y repulgadas tocas, escogidas para autorizar las salas y los estrados de señoras principales, y cuán al revés de lo que debíades usáis de vuestro casi ya forzoso oficio! En fin, tanto dijo la dueña, tanto persuadió la dueña, que Leonora se rindió, Leonora se engañó y Leonora se perdió, dando en tierra con todas las prevenciones del discreto Carrizales, que dormía el sueño de la muerte de su honra.
Tomó Marialonso por la mano a su señora, y, casi por fuerza, preñados de lágrimas los ojos, la llevó donde Loaysa estaba; y, echándoles la bendición con una risa falsa de demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados, y ella se puso a dormir en el estrado, o, por mejor decir, a esperar su contento de recudida. Pero, como el desvelo de las pasadas noches la venciese, se quedó dormida en el estrado.
Bueno fuera en esta sazón preguntar a Carrizales, a no saber que dormía, que adónde estaban sus advertidos recatos, sus recelos, sus advertimientos, sus persuasiones, los altos muros de su casa, el no haber entrado en ella, ni aun en sombra, alguien que tuviese nombre de varón, el torno estrecho, las gruesas paredes, las ventanas sin luz, el encerramiento notable, la gran dote en que a Leonora había dotado, los regalos continuos que la hacía, el buen tratamiento de sus criadas y esclavas; el no faltar un punto a todo aquello que él imaginaba que habían menester, que podían desear... Pero ya queda dicho que no había que preguntárselo, porque dormía más de aquello que fuera menester; y si él lo oyera y acaso respondiera, no podía dar mejor respuesta que encoger los hombros y enarcar las cejas y decir: «¡Todo aqueso derribó por los fundamentos la astucia, a lo que yo creo, de un mozo holgazán y vicioso, y la malicia de una falsa dueña, con la inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida!» Libre Dios a cada uno de tales enemigos, contra los cuales no hay escudo de prudencia que defienda ni espada de recato que corte.
Pero, con todo esto, el valor de Leonora fue tal, que, en el tiempo que más le convenía, le mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron bastantes a vencerla, y él se cansó en balde, y ella quedó vencedora y entrambos dormidos. Y, en esto, ordenó el cielo que, a pesar del ungüento, Carrizales despertase, y, como tenía de costumbre, tentó la cama por todas partes; y, no hallando en ella a su querida esposa, saltó de la cama despavorido y atónito, con más ligereza y denuedo que sus muchos años prometían. Y cuando en el aposento no halló a su esposa, y le vio abierto y que le faltaba la llave de entre los colchones, pensó perder el juicio. Pero, reportándose un poco, salió al corredor, y de allí, andando pie ante pie por no ser sentido, llegó a la sala donde la dueña dormía; y, viéndola sola, sin Leonora, fue al aposento de la dueña, y, abriendo la puerta muy quedo, vio lo que nunca quisiera haber visto, vio lo que diera por bien empleado no tener ojos para verlo: vio a Leonora en brazos de Loaysa, durmiendo tan a sueño suelto como si en ellos obrara la virtud del ungüento y no en el celoso anciano.
Sin pulsos quedó Carrizales con la amarga vista de lo que miraba; la voz se le pegó a la garganta, los brazos se le cayeron de desmayo, y quedó hecho una estatua de mármol frío; y, aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los casi muertos espíritus, pudo tanto el dolor, que no le dejó tomar aliento. Y, con todo eso, tomara la venganza que aquella grande maldad requería si se hallara con armas para poder tomarla; y así, determinó volverse a su aposento a tomar una daga y volver a sacar las manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos, y aun con toda aquella de toda la gente de su casa. Con esta determinación honrosa y necesaria volvió, con el mismo silencio y recato que había venido, a su estancia, donde le apretó el corazón tanto el dolor y la angustia que, sin ser poderoso a otra cosa, se dejó caer desmayado sobre el lecho.
Llegóse en esto el día, y cogió a los nuevos adúlteros enlazados en la red de sus brazos. Despertó Marialonso y quiso acudir por lo que, a su parecer, le tocaba; pero, viendo que era tarde, quiso dejarlo para la venidera noche. Alborotóse Leonora, viendo tan entrado el día, y maldijo su descuido y el de la maldita dueña; y las dos, con sobresaltados pasos, fueron donde estaba su esposo, rogando entre dientes al cielo que le hallasen todavía roncando; y, cuando le vieron encima de la cama callando, creyeron que todavía obraba la untura, pues dormía, y con gran regocijo se abrazaron la una a la otra. Llegóse Leonora a su marido, y asiéndole de un brazo le volvió de un lado a otro, por ver si despertaba sin ponerles en necesidad de lavarle con vinagre, como decían era menester para que en sí volviese. Pero con el movimiento volvió Carrizales de su desmayo, y, dando un profundo suspiro, con una voz lamentable y desmayada dijo:
-¡Desdichado de mí, y a qué tristes términos me ha traído mi fortuna!
No entendió bien Leonora lo que dijo su esposo; mas, como le vio despierto y que hablaba, admirada de ver que la virtud del ungüento no duraba tanto como habían significado, se llegó a él, y, poniendo su rostro con el suyo, teniéndole estrechamente abrazado, le dijo:
-¿Qué tenéis, señor mío, que me parece que os estáis quejando?
Oyó la voz de la dulce enemiga suya el desdichado viejo, y, abriendo los ojos desencasadamente, como atónito y embelesado, los puso en ella, y con grande ahínco, sin mover pestaña, la estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la cual le dijo:
-Hacedme placer, señora, que luego luego enviéis a llamar a vuestros padres de mi parte, porque siento no sé qué en el corazón que me da grandísima fatiga, y temo que brevemente me ha de quitar la vida, y querríalos ver antes que me muriese.
Sin duda creyó Leonora ser verdad lo que su marido le decía, pensando antes que la fortaleza del ungüento, y no lo que había visto, le tenía en aquel trance; y, respondiéndole que haría lo que la mandaba, mandó al negro que luego al punto fuese a llamar a sus padres, y, abrazándose con su esposo, le hacía las mayores caricias que jamás le había hecho, preguntándole qué era lo que sentía, con tan tiernas y amorosas palabras, como si fuera la cosa del mundo que más amaba. Él la miraba con el embelesamiento que se ha dicho, siéndole cada palabra o caricia que le hacía una lanzada que le atravesaba el alma.
Ya la dueña había dicho a la gente de casa y a Loaysa la enfermedad de su amo, encareciéndoles que debía de ser de momento, pues se le había olvidado de mandar cerrar las puertas de la calle cuando el negro salió a llamar a los padres de su señora; de la cual embajada asimismo se admiraron, por no haber entrado ninguno dellos en aquella casa después que casaron a su hija.
En fin, todos andaban callados y suspensos, no dando en la verdad de la causa de la indisposición de su amo; el cual, de rato en rato, tan profunda y dolorosamente suspiraba, que con cada suspiro parecía arrancársele el alma.
Lloraba Leonora por verle de aquella suerte, y reíase él con una risa de persona que estaba fuera de sí, considerando la falsedad de sus lágrimas.
En esto, llegaron los padres de Leonora, y, como hallaron la puerta de la calle y la del patio abiertas y la casa sepultada en silencio y sola, quedaron admirados y con no pequeño sobresalto. Fueron al aposento de su yerno y halláronle, como se ha dicho, siempre clavados los ojos en su esposa, a la cual tenía asida de las manos, derramando los dos muchas lágrimas: ella, con no más ocasión de verlas derramar a su esposo; él, por ver cuán fingidamente ella las derramaba.
Así como sus padres entraron, habló Carrizales, y dijo:
-Siéntense aquí vuesas mercedes, y todos los demás dejen desocupado este aposento, y sólo quede la señora Marialonso.
Hiciéronlo así; y, quedando solos los cinco, sin esperar que otro hablase, con sosegada voz, limpiándose los ojos, desta manera dijo Carrizales:
-Bien seguro estoy, padres y señores míos, que no será menester traeros testigos para que me creáis una verdad que quiero deciros. Bien se os debe acordar (que no es posible se os haya caído de la memoria) con cuánto amor, con cuán buenas entrañas, hace hoy un año, un mes, cinco días y nueve horas que me entregastes a vuestra querida hija por legítima mujer mía. También sabéis con cuánta liberalidad la doté, pues fue tal la dote, que más de tres de su misma calidad se pudieran casar con opinión de ricas. Asimismo, se os debe acordar la diligencia que puse en vestirla y adornarla de todo aquello que ella se acertó a desear y yo alcancé a saber que le convenía. Ni más ni menos habéis visto, señores, cómo, llevado de mi natural condición y temeroso del mal de que, sin duda, he de morir, y experimentado por mi mucha edad en los estraños y varios acaescimientos del mundo, quise guardar esta joya, que yo escogí y vosotros me distes, con el mayor recato que me fue posible. Alcé las murallas desta casa, quité la vista a las ventanas de la calle, doblé las cerraduras de las puertas, púsele torno como a monasterio; desterré perpetuamente della todo aquello que sombra o nombre de varón tuviese. Dile criadas y esclavas que la sirviesen, ni les negué a ellas ni a ella cuanto quisieron pedirme; hícela mi igual, comuniquéle mis más secretos pensamientos, entreguéla toda mi hacienda. Todas éstas eran obras para que, si bien lo considerara, yo viviera seguro de gozar sin sobresalto lo que tanto me había costado y ella procurara no darme ocasión a que ningún género de temor celoso entrara en mi pensamiento. Mas, como no se puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar a los que en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo quede defraudado en las mías, y que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me va quitando la vida. Pero, porque veo la suspensión en que todos estáis, colgados de las palabras de mi boca, quiero concluir los largos preámbulos desta plática con deciros en una palabra lo que no es posible decirse en millares dellas. Digo, pues, señores, que todo lo que he dicho y hecho ha parado en que esta madrugada hallé a ésta, nacida en el mundo para perdición de mi sosiego y fin de mi vida (y esto, señalando a su esposa), en los brazos de un gallardo mancebo, que en la estancia desta pestífera dueña ahora está encerrado.
Apenas acabó estas últimas palabras Carrizales, cuando a Leonora se le cubrió el corazón, y en las mismas rodillas de su marido se cayó desmayada. Perdió la color Marialonso, y a las gargantas de los padres de Leonora se les atravesó un nudo que no les dejaba hablar palabra. Pero, prosiguiendo adelante Carrizales, dijo:
-La venganza que pienso tomar desta afrenta no es, ni ha de ser, de las que ordinariamente suelen tomarse, pues quiero que, así como yo fui estremado en lo que hice, así sea la venganza que tomaré, tomándola de mí mismo como del más culpado en este delito; que debiera considerar que mal podían estar ni compadecerse en uno los quince años desta muchacha con los casi ochenta míos. Yo fui el que, como el gusano de seda, me fabriqué la casa donde muriese, y a ti no te culpo, ¡oh niña mal aconsejada! (y, diciendo esto, se inclinó y besó el rostro de la desmayada Leonora). No te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas y requiebros de mozos enamorados fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio que los pocos años encierran. Mas, porque todo el mundo vea el valor de los quilates de la voluntad y fe con que te quise, en este último trance de mi vida quiero mostrarlo de modo que quede en el mundo por ejemplo, si no de bondad, al menos de simplicidad jamás oída ni vista; y así, quiero que se traiga luego aquí un escribano, para hacer de nuevo mi testamento, en el cual mandaré doblar la dote a Leonora y le rogaré que, después de mis días, que serán bien breves, disponga su voluntad, pues lo podrá hacer sin fuerza, a casarse con aquel mozo, a quien nunca ofendieron las canas deste lastimado viejo; y así verá que, si viviendo jamás salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la muerte hago lo mismo, y quiero que le tenga con el que ella debe de querer tanto. La demás hacienda mandaré a otras obras pías; y a vosotros, señores míos, dejaré con que podáis vivir honradamente lo que de la vida os queda. La venida del escribano sea luego, porque la pasión que tengo me aprieta de manera que, a más andar, me va acortando los pasos de la vida.
Esto dicho, le sobrevino un terrible desmayo, y se dejó caer tan junto de Leonora, que se juntaron los rostros: ¡estraño y triste espectáculo para los padres, que a su querida hija y a su amado yerno miraban! No quiso la mala dueña esperar a las reprehensiones que pensó le darían los padres de su señora; y así, se salió del aposento y fue a decir a Loaysa todo lo que pasaba, aconsejándole que luego al punto se fuese de aquella casa, que ella tendría cuidado de avisarle con el negro lo que sucediese, pues ya no había puertas ni llaves que lo impidiesen. Admiróse Loaysa con tales nuevas, y, tomando el consejo, volvió a vestirse como pobre, y fuese a dar cuenta a sus amigos del estraño y nunca visto suceso de sus amores.
En tanto, pues, que los dos estaban transportados, el padre de Leonora envió a llamar a un escribano amigo suyo, el cual vino a tiempo que ya habían vuelto hija y yerno en su acuerdo. Hizo Carrizales su testamento en la manera que había dicho, sin declarar el yerro de Leonora, más de que por buenos respectos le pedía y rogaba se casase, si acaso él muriese, con aquel mancebo que él la había dicho en secreto. Cuando esto oyó Leonora, se arrojó a los pies de su marido y, saltándole el corazón en el pecho, le dijo:
-Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo, que, puesto caso que no estáis obligado a creerme ninguna cosa de las que os dijere, sabed que no os he ofendido sino con el pensamiento.
Y, comenzando a disculparse y a contar por extenso la verdad del caso, no pudo mover la lengua y volvió a desmayarse. Abrazóla así desmayada el lastimado viejo; abrazáronla sus padres; lloraron todos tan amargamente, que obligaron y aun forzaron a que en ellas les acompañase el escribano que hacía el testamento, en el cual dejó de comer a todas las criadas de casa, horras las esclavas y el negro, y a la falsa de Marialonso no le mandó otra cosa que la paga de su salario; mas, sea lo que fuere, el dolor le apretó de manera que al seteno día le llevaron a la sepultura.
Quedó Leonora viuda, llorosa y rica; y cuando Loaysa esperaba que cumpliese lo que ya él sabía que su marido en su testamento dejaba mandado, vio que dentro de una semana se entró monja en uno de los más recogidos monasterios de la ciudad. Él, despechado y casi corrido, se pasó a las Indias. Quedaron los padres de Leonora tristísimos, aunque se consolaron con lo que su yerno les había dejado y mandado por su testamento. Las criadas se consolaron con lo mismo, y las esclavas y esclavo con la libertad; y la malvada de la dueña, pobre y defraudada de todos sus malos pensamientos.
Y yo quedé con el deseo de llegar al fin deste suceso: ejemplo y espejo de lo poco que hay que fiar de llaves, tornos y paredes cuando queda la voluntad libre; y de lo menos que hay que confiar de verdes y pocos años, si les andan al oído exhortaciones destas dueñas de monjil negro y tendido, y tocas blancas y luengas. Sólo no sé qué fue la causa que Leonora no puso más ahínco en desculparse, y dar a entender a su celoso marido cuán limpia y sin ofensa había quedado en aquel suceso; pero la turbación le ató la lengua, y la priesa que se dio a morir su marido no dio lugar a su disculpa.
EN BURGOS, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivían dos caballeros principales y ricos: el uno se llamaba don Diego de Carriazo y el otro don Juan de Avendaño. El don Diego tuvo un hijo, a quien llamó de su mismo nombre, y el don Juan otro, a quien puso don Tomás de Avendaño. A estos dos caballeros mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por escusar y ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño.
Trece años, o poco más, tendría Carriazo cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por su gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que, en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echaba menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba. Para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera; tan bien dormía en parvas como en colchones; con tanto gusto se soterraba en un pajar de un mesón, como si se acostara entre dos sábanas de holanda. Finalmente, él salió tan bien con el asumpto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache.
En tres años que tardó en parecer y volver a su casa, aprendió a jugar a la taba en Madrid, y al rentoy en las Ventillas de Toledo, y a presa y pinta en pie en las barbacanas de Sevilla; pero, con serle anejo a este género de vida la miseria y estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas: a tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas. Visitaba pocas veces las ermitas de Baco, y, aunque bebía vino, era tan poco que nunca pudo entrar en el número de los que llaman desgraciados, que, con alguna cosa que beban demasiada, luego se les pone el rostro como si se le hubiesen jalbegado con bermellón y almagre. En fin, en Carriazo vio el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto. Pasó por todos los grados de pícaro hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterraede la picaresca.
¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva inumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro!, bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes. ¡Allí, allí, que está en su centro el trabajo junto con la poltronería! Allí está la suciedad limpia, la gordura rolliza, la hambre prompta, la hartura abundante, sin disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la poesía sin acciones. Aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta. Allí campea la libertad y luce el trabajo; allí van o envían muchos padres principales a buscar a sus hijos y los hallan; y tanto sienten sacarlos de aquella vida como si los llevaran a dar la muerte.
Pero toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que la amarga, y es no poder dormir sueño seguro, sin el temor de que en un instante los trasladan de Zahara a Berbería. Por esto, las noches se recogen a unas torres de la marina, y tienen sus atajadores y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los suyos, puesto que tal vez ha sucedido que centinelas y atajadores, pícaros, mayorales, barcos y redes, con toda la turbamulta que allí se ocupa, han anochecido en España y amanecido en Tetuán. Pero no fue parte este temor para que nuestro Carriazo dejase de acudir allí tres veranos a darse buen tiempo. El último verano le dijo tan bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso vestirse y volverse a Burgos, y a los ojos de su madre, que habían derramado por él muchas lágrimas. Despidióse de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos; prometióles que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no lo estorbase. Dejó con ellos la mitad de su alma, y todos sus deseos entregó a aquellas secas arenas, que a él le parecían más frescas y verdes que los Campos Elíseos. Y, por estar ya acostumbrado de caminar a pie, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates, se llegó desde Zahara hasta Valladolid cantando Tres ánades, madre.
Estúvose allí quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a flamenca, y para trastejarse y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de caballero. Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó a Valladolid; y aun dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó a sus padres honrado y contento. Ellos le recibieron con mucha alegría, y todos sus amigos y parientes vinieron a darles el parabién de la buena venida del señor don Diego de Carriazo, su hijo. Es de advertir que, en su peregrinación, don Diego mudó el nombre de Carriazo en el de Urdiales, y con este nombre se hizo llamar de los que el suyo no sabían.
Entre los que vinieron a ver el recién llegado, fueron don Juan de Avendaño y su hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad estrechísima. Contó Carriazo a sus padres y a todos mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por pienso, en las almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la imaginación: especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo donde había prometido a sus amigos la vuelta. Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el que había recebido en las almadrabas.
Avendaño, su amigo, viéndole muchas veces melancólico e imaginativo, fiado en su amistad, se atrevió a preguntarle la causa, y se obligó a remediarla, si pudiese y fuese menester, con su sangre misma. No quiso Carriazo tenérsela encubierta, por no hacer agravio a la grande amistad que profesaban; y así, le contó punto por punto la vida de la jábega, y cómo todas sus tristezas y pensamientos nacían del deseo que tenía de volver a ella; pintósela de modo que Avendaño, cuando le acabó de oír, antes alabó que vituperó su gusto.
En fin, el de la plática fue disponer Carriazo la voluntad de Avendaño de manera que determinó de irse con él a gozar un verano de aquella felicísima vida que le había descrito, de lo cual quedó sobremodo contento Carriazo, por parecerle que había ganado un testigo de abono que calificase su baja determinación. Trazaron, ansimismo, de juntar todo el dinero que pudiesen; y el mejor modo que hallaron fue que de allí a dos meses había de ir Avendaño a Salamanca, donde por su gusto tres años había estado estudiando las lenguas griega y latina, y su padre quería que pasase adelante y estudiase la facultad que él quisiese, y que del dinero que le diese habría para lo que deseaban.
En este tiempo, propuso Carriazo a su padre que tenía voluntad de irse con Avendaño a estudiar a Salamanca. Vino su padre con tanto gusto en ello que, hablando al de Avendaño, ordenaron de ponerles juntos casa en Salamanca, con todos los requisitos que pedían ser hijos suyos.
Llegóse el tiempo de la partida; proveyéronles de dineros y enviaron con ellos un ayo que los gobernase, que tenía más de hombre de bien que de discreto. Los padres dieron documentos a sus hijos de lo que habían de hacer y de cómo se habían de gobernar para salir aprovechados en la virtud y en las ciencias, que es el fruto que todo estudiante debe pretender sacar de sus trabajos y vigilias, principalmente los bien nacidos. Mostráronse los hijos humildes y obedientes; lloraron las madres; recibieron la bendición de todos; pusiéronse en camino con mulas propias y con dos criados de casa, amén del ayo, que se había dejado crecer la barba porque diese autoridad a su cargo.
En llegando a la ciudad de Valladolid, dijeron al ayo que querían estarse en aquel lugar dos días para verle, porque nunca le habían visto ni estado en él. Reprehendiólos mucho el ayo, severa y ásperamente, la estada, diciéndoles que los que iban a estudiar con tanta priesa como ellos no se habían de detener una hora a mirar niñerías, cuanto más dos días, y que él formaría escrúpulo si los dejaba detener un solo punto, y que se partiesen luego, y si no, que sobre eso, morena.
Hasta aquí se estendía la habilidad del señor ayo, o mayordomo, como más nos diere gusto llamarle. Los mancebitos, que tenían ya hecho su agosto y su vendimia, pues habían ya robado cuatrocientos escudos de oro que llevaba su mayor, dijeron que sólo los dejase aquel día, en el cual querían ir a ver la fuente de Argales, que la comenzaban a conducir a la ciudad por grandes y espaciosos acueductos. En efeto, aunque con dolor de su ánima, les dio licencia, porque él quisiera escusar el gasto de aquella noche y hacerle en Valdeastillas, y repartir las diez y ocho leguas que hay desde Valdeastillas a Salamanca en dos días, y no las veinte y dos que hay desde Valladolid; pero, como uno piensa el bayo y otro el que le ensilla, todo le sucedió al revés de lo que él quisiera.
Los mancebos, con solo un criado y a caballo en dos muy buenas y caseras mulas, salieron a ver la fuente de Argales, famosa por su antigüedad y sus aguas, a despecho del Caño Dorado y de la reverenda Priora, con paz sea dicho de Leganitos y de la estremadísima fuente Castellana, en cuya competencia pueden callar Corpa y la Pizarra de la Mancha. Llegaron a Argales, y cuando creyó el criado que sacaba Avendaño de las bolsas del cojín alguna cosa con que beber, vio que sacó una carta cerrada, diciéndole que luego al punto volviese a la ciudad y se la diese a su ayo, y que en dándosela les esperase en la puerta del Campo.
Obedeció el criado, tomó la carta, volvió a la ciudad, y ellos volvieron las riendas y aquella noche durmieron en Mojados, y de allí a dos días en Madrid; y en otros cuatro se vendieron las mulas en pública plaza, y hubo quien les fiase por seis escudos de prometido, y aun quien les diese el dinero en oro por sus cabales. Vistiéronse a lo payo, con capotillos de dos haldas, zahones o zaragüelles y medias de paño pardo. Ropero hubo que por la mañana les compró sus vestidos y a la noche los había mudado de manera que no los conociera la propia madre que los había parido. Puestos, pues, a la ligera y del modo que Avendaño quiso y supo, se pusieron en camino de Toledo ad pedem literae y sin espadas; que también el ropero, aunque no atañía a su menester, se las había comprado.
Dejémoslos ir, por ahora, pues van contentos y alegres, y volvamos a contar lo que el ayo hizo cuando abrió la carta que el criado le llevó y halló que decía desta manera:
Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la vuelta a Burgos, donde dirá a nuestros padres que, habiendo nosotros sus hijos, con madura consideración, considerado cuán más propias son de los caballeros las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas y a España por Flandes. Los cuatrocientos escudos llevamos; las mulas pensamos vender. Nuestra hidalga intención y el largo camino es bastante disculpa de nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal si no es cobarde. Nuestra partida es ahora; la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced como puede y estos sus menores discípulos deseamos.
De la fuente de Argales, puesto ya el pie en el estribo para caminar a Flandes.
Carriazo y Avendaño.
Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola y acudió presto a su valija, y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta; y luego al punto, en la mula que le había quedado, se partió a Burgos a dar las nuevas a sus amos con toda presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar a sus hijos. Pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque, así como dejó puesto a caballo a Pedro Alonso, volvió a contar de lo que les sucedió a Avendaño y a Carriazo a la entrada de Illescas, diciendo que al entrar de la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en calzones de lienzo anchos, jubones acuchillados de anjeo, sus coletos de ante, dagas de ganchos y espadas sin tiros; al parecer, el uno venía de Sevilla y el otro iba a ella. El que iba estaba diciendo al otro:
-Si no fueran mis amos tan adelante, todavía me detuviera algo más a preguntarte mil cosas que deseo saber, porque me has maravillado mucho con lo que has contado de que el conde ha ahorcado a Alonso Genís y a Ribera, sin querer otorgarles la apelación.
-¡Oh pecador de mí! -replicó el sevillano-. Armóles el conde zancadilla y cogiólos debajo de su jurisdición, que eran soldados, y por contrabando se aprovechó dellos, sin que la Audiencia se los pudiese quitar. Sábete, amigo, que tiene un Bercebú en el cuerpo este conde de Puñonrostro, que nos mete los dedos de su puño en el alma. Barrida está Sevilla y diez leguas a la redonda de jácaros; no para ladrón en sus contornos. Todos le temen como al fuego, aunque ya se suena que dejará presto el cargo de Asistente, porque no tiene condición para verse a cada paso en dimes ni diretes con los señores de la Audiencia.
-¡Vivan ellos mil años -dijo el que iba a Sevilla-, que son padres de los miserables y amparo de los desdichados! ¡Cuántos pobretes están mascando barro no más de por la cólera de un juez absoluto, de un corregidor, o mal informado o bien apasionado! Más veen muchos ojos que dos: no se apodera tan presto el veneno de la injusticia de muchos corazones como se apodera de uno solo.
-Predicador te has vuelto -dijo el de Sevilla-, y, según llevas la retahíla, no acabarás tan presto, y yo no te puedo aguardar; y esta noche no vayas a posar donde sueles, sino en la posada del Sevillano, porque verás en ella la más hermosa fregona que se sabe. Marinilla, la de la venta Tejada, es asco en su comparación; no te digo más sino que hay fama que el hijo del Corregidor bebe los vientos por ella. Uno desos mis amos que allá van jura que, al volver que vuelva al Andalucía, se ha de estar dos meses en Toledo y en la misma posada, sólo por hartarse de mirarla. Ya le dejo yo en señal un pellizco, y me llevo en contracambio un gran torniscón. Es dura como un mármol, y zahareña como villana de Sayago, y áspera como una ortiga; pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles, y en entrambas hay también azucenas y jazmines. No te digo más, sino que la veas, y verás que no te he dicho nada, según lo que te pudiera decir, acerca de su hermosura. En las dos mulas rucias que sabes que tengo mías, la dotara de buena gana, si me la quisieran dar por mujer; pero yo sé que no me la darán, que es joya para un arcipreste o para un conde. Y otra vez torno a decir que allá lo verás. Y adiós, que me mudo.
Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversación dejó mudos a los dos amigos que escuchado la habían, especialmente Avendaño, en quien la simple relación que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona despertó en él un intenso deseo de verla. También le despertó en Carriazo; pero no de manera que no desease más llegar a sus almadrabas que detenerse a ver las pirámides de Egipto, o otra de las siete maravillas, o todas juntas.
En repetir las palabras de los mozos, y en remedar y contrahacer el modo y los ademanes con que las decían, entretuvieron el camino hasta Toledo; y luego, siendo la guía Carriazo, que ya otra vez había estado en aquella ciudad, bajando por la Sangre de Cristo, dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron a pedirla allí, porque su traje no lo pedía.
Era ya anochecido, y, aunque Carriazo importunaba a Avendaño que fuesen a otra parte a buscar posada, no le pudo quitar de la puerta de la del Sevillano, esperando si acaso parecía la tan celebrada fregona. Entrábase la noche y la fregona no salía; desesperábase Carriazo, y Avendaño se estaba quedo; el cual, por salir con su intención, con escusa de preguntar por unos caballeros de Burgos que iban a la ciudad de Sevilla, se entró hasta el patio de la posada; y, apenas hubo entrado, cuando de una sala que en el patio estaba vio salir una moza, al parecer de quince años, poco más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero.
No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles. Quedó suspenso y atónito de su hermosura, y no acertó a preguntarle nada: tal era su suspensión y embelesamiento. La moza, viendo aquel hombre delante de sí, le dijo:
-¿Qué busca, hermano? ¿Es por ventura criado de alguno de los huéspedes de casa?
-No soy criado de ninguno, sino vuestro -respondió Avendaño, todo lleno de turbación y sobresalto.
La moza, que de aquel modo se vio responder, dijo:
-Vaya, hermano, norabuena, que las que servimos no hemos menester criados.
Y, llamando a su señor, le dijo:
-Mire, señor, lo que busca este mancebo.
Salió su amo y preguntóle qué buscaba. Él respondió que a unos caballeros de Burgos que iban a Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le había enviado delante por Alcalá de Henares, donde había de hacer un negocio que les importaba; y que junto con esto le mandó que se viniese a Toledo y le esperase en la posada del Sevillano, donde vendría a apearse; y que pensaba que llegaría aquella noche o otro día a más tardar. Tan buen color dio Avendaño a su mentira, que a la cuenta del huésped pasó por verdad, pues le dijo:
-Quédese, amigo, en la posada, que aquí podrá esperar a su señor hasta que venga.
-Muchas mercedes, señor huésped -respondió Avendaño-; y mande vuesa merced que se me dé un aposento para mí y un compañero que viene conmigo, que está allí fuera, que dineros traemos para pagarlo tan bien como otro.
-En buen hora -respondió el huésped.
Y, volviéndose a la moza, dijo:
-Costancica, di a Argüello que lleve a estos galanes al aposento del rincón y que les eche sábanas limpias.
-Sí haré, señor -respondió Costanza, que así se llamaba la doncella.
Y, haciendo una reverencia a su amo, se les quitó delante, cuya ausencia fue para Avendaño lo que suele ser al caminante ponerse el sol y sobrevenir la noche lóbrega y escura. Con todo esto, salió a dar cuenta a Carriazo de lo que había visto y de lo que dejaba negociado; el cual por mil señales conoció cómo su amigo venía herido de la amorosa pestilencia; pero no le quiso decir nada por entonces, hasta ver si lo merecía la causa de quien nacían las extraordinarias alabanzas y grandes hipérboles con que la belleza de Costanza sobre los mismos cielos levantaba.
Entraron, en fin, en la posada, y la Argüello, que era una mujer de hasta cuarenta y cinco años, superintendente de las camas y aderezo de los aposentos, los llevó a uno que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que podía hacer medio entre los dos estremos. Pidieron de cenar; respondióles Argüello que en aquella posada no daban de comer a nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes traían de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado había cerca, donde sin escrúpulo de conciencia podían ir a cenar lo que quisiesen.
Tomaron los dos el consejo de Argüello, y dieron con sus cuerpos en un bodego, donde Carriazo cenó lo que le dieron y Avendaño lo que con él llevaba: que fueron pensamientos e imaginaciones. Lo poco o nada que Avendaño comía admiraba mucho a Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, al volverse a la posada, le dijo:
-Conviene que mañana madruguemos, porque antes que entre la calor estemos ya en Orgaz.
-No estoy en eso -respondió Avendaño-, porque pienso antes que desta ciudad me parta ver lo que dicen que hay famoso en ella, como es el Sagrario, el artificio de Juanelo, las Vistillas de San Agustín, la Huerta del Rey y la Vega.
-Norabuena -respondió Carriazo-: eso en dos días se podrá ver.
-En verdad que lo he de tomar de espacio, que no vamos a Roma a alcanzar alguna vacante.
-¡Ta, ta! -replicó Carriazo-. A mí me maten, amigo, si no estáis vos con más deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería.
-Así es la verdad -respondió Avendaño-; y tan imposible será apartarme de ver el rostro desta doncella, como no es posible ir al cielo sin buenas obras.
-¡Gallardo encarecimiento -dijo Carriazo- y determinación digna de un tan generoso pecho como el vuestro! ¡Bien cuadra un don Tomás de Avendaño, hijo de don Juan de Avendaño (caballero, lo que es bueno; rico, lo que basta; mozo, lo que alegra; discreto, lo que admira), con enamorado y perdido por una fregona que sirve en el mesón del Sevillano!
-Lo mismo me parece a mí que es -respondió Avendaño- considerar un don Diego de Carriazo, hijo del mismo, caballero del hábito de Alcántara el padre, y el hijo a pique de heredarle con su mayorazgo, no menos gentil en el cuerpo que en el ánimo, y con todos estos generosos atributos, verle enamorado, ¿de quién, si pensáis? ¿De la reina Ginebra? No, por cierto, sino de la almadraba de Zahara, que es más fea, a lo que creo, que un miedo de santo Antón.
-¡Pata es la traviesa, amigo! -respondió Carriazo-; por los filos que te herí me has muerto; quédese aquí nuestra pendencia, y vámonos a dormir, y amanecerá Dios y medraremos.
-Mira, Carriazo, hasta ahora no has visto a Costanza; en viéndola, te doy licencia para que me digas todas las injurias o reprehensiones que quisieres.
-Ya sé yo en qué ha de parar esto -dijo Carriazo.
-¿En qué? -replicó Avendaño.
-En que yo me iré con mi almadraba, y tú te quedarás con tu fregona -dijo Carriazo.
-No seré yo tan venturoso -dijo Avendaño.
-Ni yo tan necio -respondió Carriazo- que, por seguir tu mal gusto, deje de conseguir el bueno mío.
En estas pláticas llegaron a la posada, y aun se les pasó en otras semejantes la mitad de la noche. Y, habiendo dormido, a su parecer, poco más de una hora, los despertó el son de muchas chirimías que en la calle sonaban. Sentáronse en la cama y estuvieron atentos, y dijo Carriazo:
-Apostaré que es ya de día y que debe de hacerse alguna fiesta en un monasterio de Nuestra Señora del Carmen que esta aquí cerca, y por eso tocan estas chirimías.
-No es eso -respondió Avendaño-, porque no ha tanto que dormimos que pueda ser ya de día.
Estando en esto, sintieron llamar a la puerta de su aposento, y, preguntando quién llamaba, respondieron de fuera diciendo:
-Mancebos, si queréis oír una brava música, levantaos y asomaos a una reja que sale a la calle, que está en aquella sala frontera, que no hay nadie en ella.
Levantáronse los dos, y cuando abrieron no hallaron persona ni supieron quién les había dado el aviso; mas, porque oyeron el son de una arpa, creyeron ser verdad la música; y así en camisa, como se hallaron, se fueron a la sala, donde ya estaban otros tres o cuatro huéspedes puestos a las rejas; hallaron lugar, y de allí a poco, al son de la arpa y de una vihuela, con maravillosa voz, oyeron cantar este soneto, que no se le pasó de la memoria a Avendaño:
Raro, humilde sujeto, que levantas
a tan excelsa cumbre la belleza,
que en ella se excedió naturaleza
a sí misma, y al cielo la adelantas;
si hablas, o si ríes, o si cantas,
si muestras mansedumbre o aspereza
(efeto sólo de tu gentileza),
las potencias del alma nos encantas.
Para que pueda ser más conocida
la sin par hermosura que contienes
y la alta honestidad de que blasonas,
deja el servir, pues debes ser servida
de cuantos veen sus manos y sus sienes
resplandecer por cetros y coronas.
No fue menester que nadie les dijese a los dos que aquella música se daba por Costanza, pues bien claro lo había descubierto el soneto, que sonó de tal manera en los oídos de Avendaño, que diera por bien empleado, por no haberle oído, haber nacido sordo y estarlo todos los días de la vida que le quedaba, a causa que desde aquel punto la comenzó a tener tan mala como quien se halló traspasado el corazón de la rigurosa lanza de los celos. Y era lo peor que no sabía de quién debía o podía tenerlos. Pero presto le sacó deste cuidado uno de los que a la reja estaban, diciendo:
-¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando músicas a una fregona...! Verdad es que ella es de las más hermosas muchachas que yo he visto, y he visto muchas; mas no por esto había de solicitarla con tanta publicidad.
A lo cual añadió otro de los de la reja:
-Pues en verdad que he oído yo decir por cosa muy cierta que así hace ella cuenta dél como si no fuese nadie: apostaré que se está ella agora durmiendo a sueño suelto detrás de la cama de su ama, donde dicen que duerme, sin acordársele de músicas ni canciones.
-Así es la verdad -replicó el otro-, porque es la más honesta doncella que se sabe; y es maravilla que, con estar en esta casa de tanto tráfago y donde hay cada día gente nueva, y andar por todos los aposentos, no se sabe della el menor desmán del mundo.
Con esto que oyó, Avendaño tornó a revivir y a cobrar aliento para poder escuchar otras muchas cosas, que al son de diversos instrumentos los músicos cantaron, todas encaminadas a Costanza, la cual, como dijo el huésped, se estaba durmiendo sin ningún cuidado.
Por venir el día, se fueron los músicos, despidiéndose con las chirimías. Avendaño y Carriazo se volvieron a su aposento, donde durmió el que pudo hasta la mañana, la cual venida, se levantaron los dos, entrambos con deseo de ver a Costanza; pero el deseo del uno era deseo curioso, y el del otro deseo enamorado. Pero a entrambos se los cumplió Costanza, saliendo de la sala de su amo tan hermosa, que a los dos les pareció que todas cuantas alabanzas le había dado el mozo de mulas eran cortas y de ningún encarecimiento.
Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes del mismo paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro, que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; el color salía de castaño y tocaba en rubio; pero, al parecer, tan limpio, tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio que parecían perlas; los mismos cabellos le servían de garbín y de tocas.
Cuando salió de la sala se persignó y santiguó, y con mucha devoción y sosiego hizo una profunda reverencia a una imagen de Nuestra Señora que en una de las paredes del patio estaba colgada; y, alzando los ojos, vio a los dos, que mirándola estaban, y, apenas los hubo visto, cuando se retiró y volvió a entrar en la sala, desde la cual dio voces a Argüello que se levantase.
Resta ahora por decir qué es lo que le pareció a Carriazo de la hermosura de Costanza, que de lo que le pareció a Avendaño ya está dicho, cuando la vio la vez primera. No digo más, sino que a Carriazo le pareció tan bien como a su compañero, pero enamoróle mucho menos; y tan menos, que quisiera no anochecer en la posada, sino partirse luego para sus almadrabas.
En esto, a las voces de Costanza salió a los corredores la Argüello, con otras dos mocetonas, también criadas de casa, de quien se dice que eran gallegas; y el haber tantas lo requería la mucha gente que acude a la posada del Sevillano, que es una de las mejores y más frecuentadas que hay en Toledo. Acudieron también los mozos de los huéspedes a pedir cebada; salió el huésped de casa a dársela, maldiciendo a sus mozas, que por ellas se le había ido un mozo que la solía dar con muy buena cuenta y razón, sin que le hubiese hecho menos, a su parecer, un solo grano. Avendaño, que oyó esto, dijo:
-No se fatigue, señor huésped, déme el libro de la cuenta, que los días que hubiere de estar aquí yo la tendré tan buena en dar la cebada y paja que pidieren, que no eche menos al mozo que dice que se le ha ido.
-En verdad que os lo agradezca, mancebo -respondió el huésped-, porque yo no puedo atender a esto, que tengo otras muchas cosas a que acudir fuera de casa. Bajad; daros he el libro, y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo y hacen trampantojos un celemín de cebada con menos conciencia que si fuese de paja.
Bajó al patio Avendaño y entregóse en el libro, y comenzó a despachar celemines como agua, y a asentarlos por tan buena orden que el huésped, que lo estaba mirando, quedó contento; y tanto, que dijo:
-Pluguiese a Dios que vuestro amo no viniese y que a vos os diese gana de quedaros en casa, que a fe que otro gallo os cantase, porque el mozo que se me fue vino a mi casa, habrá ocho meses, roto y flaco, y ahora lleva dos pares de vestidos muy buenos y va gordo como una nutria. Porque quiero que sepáis, hijo, que en esta casa hay muchos provechos, amén de los salarios.
-Si yo me quedase -replicó Avendaño- no repararía mucho en la ganancia; que con cualquiera cosa me contentaría a trueco de estar en esta ciudad, que me dicen que es la mejor de España.
-A lo menos -respondió el huésped- es de las mejores y más abundantes que hay en ella; mas otra cosa nos falta ahora, que es buscar quien vaya por agua al río; que también se me fue otro mozo que, con un asno que tengo famoso, me tenía rebosando las tinajas y hecha un lago de agua la casa. Y una de las causas por que los mozos de mulas se huelgan de traer sus amos a mi posada es por la abundancia de agua que hallan siempre en ella; porque no llevan su ganado al río, sino dentro de casa beben las cabalgaduras en grandes barreños.
Todo esto estaba oyendo Carriazo; el cual, viendo que ya Avendaño estaba acomodado y con oficio en casa, no quiso él quedarse a buenas noches; y más, que consideró el gran gusto que haría a Avendaño si le seguía el humor; y así, dijo al huésped:
-Venga el asno, señor huésped, que tan bien sabré yo cinchalle y cargalle, como sabe mi compañero asentar en el libro su mercancía.
-Sí -dijo Avendaño-, mi compañero Lope Asturiano servirá de traer agua como un príncipe, y yo le fío.
La Argüello, que estaba atenta desde el corredor a todas estas pláticas, oyendo decir a Avendaño que él fiaba a su compañero, dijo:
-Dígame, gentilhombre, ¿y quién le ha de fiar a él? Que en verdad que me parece que más necesidad tiene de ser fiado que de ser fiador.
-Calla, Argüello -dijo el huésped-, no te metas donde no te llaman; yo los fío a entrambos, y, por vida de vosotras, que no tengáis dares ni tomares con los mozos de casa, que por vosotras se me van todos.
-Pues qué -dijo otra moza-, ¿ya se quedan en casa estos mancebos? Para mi santiguada, que si yo fuera camino con ellos, que nunca les fiara la bota.
-Déjese de chocarrerías, señora Gallega -respondió el huésped-, y haga su hacienda, y no se entremeta con los mozos, que la moleré a palos.
-¡Por cierto, sí! -replicó la Gallega-. ¡Mirad qué joyas para codiciallas! Pues en verdad que no me ha hallado el señor mi amo tan juguetona con los mozos de la casa, ni de fuera, para tenerme en la mala piñón que me tiene: ellos son bellacos y se van cuando se les antoja, sin que nosotras les demos ocasión alguna. ¡Bonica gente es ella, por cierto, para tener necesidad de apetites que les inciten a dar un madrugón a sus amos cuando menos se percatan!
-Mucho habláis, Gallega hermana -respondió su amo-; punto en boca, y atended a lo que tenéis a vuestro cargo.
Ya en esto tenía Carriazo enjaezado el asno; y, subiendo en él de un brinco, se encaminó al río, dejando a Avendaño muy alegre de haber visto su gallarda resolución.
He aquí: tenemos ya -en buena hora se cuente- a Avendaño hecho mozo del mesón, con nombre de Tomás Pedro, que así dijo que se llamaba, y a Carriazo, con el de Lope Asturiano, hecho aguador: transformaciones dignas de anteponerse a las del narigudo poeta.
A malas penas acabó de entender la Argüello que los dos se quedaban en casa, cuando hizo designio sobre el Asturiano, y le marcó por suyo, determinándose a regalarle de suerte que, aunque él fuese de condición esquiva y retirada, le volviese más blando que un guante. El mismo discurso hizo la Gallega melindrosa sobre Avendaño; y, como las dos, por trato y conversación, y por dormir juntas, fuesen grandes amigas, al punto declaró la una a la otra su determinación amorosa, y desde aquella noche determinaron de dar principio a la conquista de sus dos desapasionados amantes. Pero lo primero que advirtieron fue en que les habían de pedir que no las habían de pedir celos por cosas que las viesen hacer de sus personas, porque mal pueden regalar las mozas a los de dentro si no hacen tributarios a los de fuera de casa. «Callad, hermanos -decían ellas (como si los tuvieran presentes y fueran ya sus verdaderos mancebos o amancebados)-; callad y tapaos los ojos, y dejad tocar el pandero a quien sabe y que guíe la danza quien la entiende, y no habrá par de canónigos en esta ciudad más regalados que vosotros lo seréis destas tributarias vuestras».
Estas y otras razones desta sustancia y jaez dijeron la Gallega y la Argüello; y, en tanto, caminaba nuestro buen Lope Asturiano la vuelta del río, por la cuesta del Carmen, puestos los pensamientos en sus almadrabas y en la súbita mutación de su estado. O ya fuese por esto, o porque la suerte así lo ordenase, en un paso estrecho, al bajar de la cuesta, encontró con un asno de un aguador que subía cargado; y, como él descendía y su asno era gallardo, bien dispuesto y poco trabajado, tal encuentro dio al cansado y flaco que subía, que dio con él en el suelo; y, por haberse quebrado los cántaros, se derramó también el agua, por cuya desgracia el aguador antiguo, despechado y lleno de cólera, arremetió al aguador moderno, que aún se estaba caballero; y, antes que se desenvolviese y hubiese apeado, le había pegado y asentado una docena de palos tales, que no le supieron bien al Asturiano.
Apeóse, en fin; pero con tan malas entrañas, que arremetió a su enemigo, y, asiéndole con ambas manos por la garganta, dio con él en el suelo; y tal golpe dio con la cabeza sobre una piedra, que se la abrió por dos partes, saliendo tanta sangre que pensó que le había muerto.
Otros muchos aguadores que allí venían, como vieron a su compañero tan malparado, arremetieron a Lope, y tuviéronle asido fuertemente, gritando:
-¡Justicia, justicia; que este aguador ha muerto a un hombre!
Y, a vuelta destas razones y gritos, le molían a mojicones y a palos. Otros acudieron al caído, y vieron que tenía hendida la cabeza y que casi estaba espirando. Subieron las voces de boca en boca por la cuesta arriba, y en la plaza del Carmen dieron en los oídos de un alguacil; el cual, con dos corchetes, con más ligereza que si volara, se puso en el lugar de la pendencia, a tiempo que ya el herido estaba atravesado sobre su asno, y el de Lope asido, y Lope rodeado de más de veinte aguadores, que no le dejaban rodear, antes le brumaban las costillas de manera que más se pudiera temer de su vida que de la del herido, según menudeaban sobre él los puños y las varas aquellos vengadores de la ajena injuria.
Llegó el alguacil, apartó la gente, entregó a sus corchetes al Asturiano, y antecogiendo a su asno y al herido sobre el suyo, dio con ellos en la cárcel, acompañado de tanta gente y de tantos muchachos que le seguían, que apenas podía hender por las calles.
Al rumor de la gente, salió Tomás Pedro y su amo a la puerta de casa, a ver de qué procedía tanta grita, y descubrieron a Lope entre los dos corchetes, lleno de sangre el rostro y la boca; miró luego por su asno el huésped, y viole en poder de otro corchete que ya se les había juntado. Preguntó la causa de aquellas prisiones; fuele respondida la verdad del suceso; pesóle por su asno, temiendo que le había de perder, o a lo menos hacer más costas por cobrarle que él valía.
Tomás Pedro siguió a su compañero, sin que le dejasen llegar a hablarle una palabra: tanta era la gente que lo impedía, y el recato de los corchetes y del alguacil que le llevaba. Finalmente, no le dejó hasta verle poner en la cárcel, y en un calabozo, con dos pares de grillos, y al herido en la enfermería, donde se halló a verle curar, y vio que la herida era peligrosa, y mucho, y lo mismo dijo el cirujano.
El alguacil se llevó a su casa los dos asnos, y más cinco reales de a ocho que los corchetes habían quitado a Lope.
Volvióse a la posada lleno de confusión y de tristeza; halló al que ya tenía por amo con no menos pesadumbre que él traía, a quien dijo de la manera que quedaba su compañero, y del peligro de muerte en que estaba el herido, y del suceso de su asno. Díjole más: que a su desgracia se le había añadido otra de no menor fastidio; y era que un grande amigo de su señor le había encontrado en el camino, y le había dicho que su señor, por ir muy de priesa y ahorrar dos leguas de camino, desde Madrid había pasado por la barca de Azeca, y que aquella noche dormía en Orgaz; y que le había dado doce escudos que le diese, con orden de que se fuese a Sevilla, donde le esperaba.
-Pero no puede ser así -añadió Tomás-, pues no será razón que yo deje a mi amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro. Mi amo me podrá perdonar por ahora; cuanto más, que él es tan bueno y honrado, que dará por bien cualquier falta que le hiciere, a trueco que no la haga a mi camarada. Vuesa merced, señor amo, me la haga de tomar este dinero y acudir a este negocio; y, en tanto que esto se gasta, yo escribiré a mi señor lo que pasa, y sé que me enviará dineros que basten a sacarnos de cualquier peligro.
Abrió los ojos de un palmo el huésped, alegre de ver que, en parte, iba saneando la pérdida de su asno. Tomó el dinero y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad, que valían mucho con la justicia: especialmente una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie; y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa. «Y, como ésta pida a su hija, que sí pedirá, hable a la hermana del fraile que hable a su hermano que hable al confesor, y el confesor a la monja y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso. Y esto ha de ser con tal que el aguador no muera, y con que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados, gruñen más que carretas de bueyes».
En gracia le cayó a Tomás los ofrecimientos del favor que su amo le había hecho, y los infinitos y revueltos arcaduces por donde le había derivado; y, aunque conoció que antes lo había dicho de socarrón que de inocente, con todo eso, le agradeció su buen ánimo y le entregó el dinero, con promesa que no faltaría mucho más, según él tenía la confianza en su señor, como ya le había dicho.
La Argüello, que vio atraillado a su nuevo cuyo, acudió luego a la cárcel a llevarle de comer; mas no se le dejaron ver, de que ella volvió muy sentida y malcontenta; pero no por esto disistió de su buen propósito.
En resolución, dentro de quince días estuvo fuera de peligro el herido, y a los veinte declaró el cirujano que estaba del todo sano; y ya en este tiempo había dado traza Tomás cómo le viniesen cincuenta escudos de Sevilla, y, sacándolos él de su seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo; y, como al huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogía el dinero, que por ser en escudos de oro le alegraba mucho.
Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez, y en el asno y las costas, sentenciaron al Asturiano. Salió de la cárcel, pero no quiso volver a estar con su compañero, dándole por disculpa que en los días que había estado preso le había visitado la Argüello y requerídole de amores: cosa para él de tanta molestia y enfado, que antes se dejara ahorcar que corresponder con el deseo de tan mala hembra; que lo que pensaba hacer era, ya que él estaba determinado de seguir y pasar adelante con su propósito, comprar un asno y usar el oficio de aguador en tanto que estuviesen en Toledo; que, con aquella cubierta, no sería juzgado ni preso por vagamundo, y que, con sola una carga de agua, se podía andar todo el día por la ciudad a sus anchuras, mirando bobas.
-Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama de tener las más discretas mujeres de España, y que andan a una su discreción con su hermosura; y si no, míralo por Costancica, de cuyas sobras de belleza puede enriquecer no sólo a las hermosas desta ciudad, sino a las de todo el mundo.
-Paso, señor Tomás -replicó Lope-: vámonos poquito a poquito en esto de las alabanzas de la señora fregona, si no quiere que, como le tengo por loco, le tenga por hereje.
-¿Fregona has llamado a Costanza, hermano Lope? -respondió Tomás-. Dios te lo perdone y te traiga a verdadero conocimiento de tu yerro.
-Pues ¿no es fregona? -replicó el Asturiano.
-Hasta ahora le tengo por ver fregar el primer plato.
-No importa -dijo Lope- no haberle visto fregar el primer plato, si le has visto fregar el segundo y aun el centésimo.
-Yo te digo, hermano -replicó Tomás-, que ella no friega ni entiende en otra cosa que en su labor, y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es mucha.
-Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad -dijo Lope- la fregona ilustre, si es que no friega? Mas sin duda debe de ser que, como friega plata, y no loza, la dan nombre de ilustre. Pero, dejando esto aparte, dime, Tomás: ¿en qué estado están tus esperanzas?
-En el de perdición -respondió Tomás-, porque, en todos estos días que has estado preso, nunca la he podido hablar una palabra, y, a muchas que los huéspedes le dicen, con ninguna otra cosa responde que con bajar los ojos y no desplegar los labios; tal es su honestidad y su recato, que no menos enamora con su recogimiento que con su hermosura. Lo que me trae alcanzado de paciencia es saber que el hijo del corregidor, que es mozo brioso y algo atrevido, muere por ella y la solicita con músicas; que pocas noches se pasan sin dársela, y tan al descubierto, que en lo que cantan la nombran, la alaban y la solenizan. Pero ella no las oye, ni desde que anochece hasta la mañana no sale del aposento de su ama, escudo que no deja que me pase el corazón la dura saeta de los celos.
-Pues ¿qué piensas hacer con el imposible que se te ofrece en la conquista desta Porcia, desta Minerva y desta nueva Penélope, que en figura de doncella y de fregona te enamora, te acobarda y te desvanece?
-Haz la burla que de mí quisieres, amigo Lope, que yo sé que estoy enamorado del más hermoso rostro que pudo formar naturaleza, y de la más incomparable honestidad que ahora se puede usar en el mundo. Costanza se llama, y no Porcia, Minerva o Penélope; en un mesón sirve, que no lo puedo negar, pero, ¿qué puedo yo hacer, si me parece que el destino con oculta fuerza me inclina, y la elección con claro discurso me mueve a que la adore? Mira, amigo: no sé cómo te diga -prosiguió Tomás- de la manera con que amor el bajo sujeto desta fregona, que tú llamas, me le encumbra y levanta tan alto, que viéndole no le vea, y conociéndole le desconozca. No es posible que, aunque lo procuro, pueda un breve término contemplar, si así se puede decir, en la bajeza de su estado, porque luego acuden a borrarme este pensamiento su belleza, su donaire, su sosiego, su honestidad y recogimiento, y me dan a entender que, debajo de aquella rústica corteza, debe de estar encerrada y escondida alguna mina de gran valor y de merecimiento grande. Finalmente, sea lo que se fuere, yo la quiero bien; y no con aquel amor vulgar con que a otras he querido, sino con amor tan limpio, que no se estiende a más que a servir y a procurar que ella me quiera, pagándome con honesta voluntad lo que a la mía, también honesta, se debe.
A este punto, dio una gran voz el Asturiano y, como exclamando, dijo:
-¡Oh amor platónico! ¡Oh fregona ilustre! ¡Oh felicísimos tiempos los nuestros, donde vemos que la belleza enamora sin malicia, la honestidad enciende sin que abrase, el donaire da gusto sin que incite, la bajeza del estado humilde obliga y fuerza a que le suban sobre la rueda de la que llaman Fortuna! ¡Oh pobres atunes míos, que os pasáis este año sin ser visitados deste tan enamorado y aficionado vuestro! Pero el que viene yo haré la enmienda, de manera que no se quejen de mí los mayorales de las mis deseadas almadrabas.
A esto dijo Tomás:
-Ya veo, Asturiano, cuán al descubierto te burlas de mí. Lo que podías hacer es irte norabuena a tu pesquería, que yo me quedaré en mi caza, y aquí me hallarás a la vuelta. Si quisieres llevarte contigo el dinero que te toca, luego te lo daré; y ve en paz, y cada uno siga la senda por donde su destino le guiare.
-Por más discreto te tenía -replicó Lope-; y ¿tú no vees que lo que digo es burlando? Pero, ya que sé que tú hablas de veras, de veras te serviré en todo aquello que fuere de tu gusto. Una cosa sola te pido, en recompensa de las muchas que pienso hacer en tu servicio: y es que no me pongas en ocasión de que la Argüello me requiebre ni solicite; porque antes romperé con tu amistad que ponerme a peligro de tener la suya. Vive Dios, amigo, que habla más que un relator y que le huele el aliento a rasuras desde una legua: todos los dientes de arriba son postizos, y tengo para mí que los cabellos son cabellera; y, para adobar y suplir estas faltas, después que me descubrió su mal pensamiento, ha dado en afeitarse con albayalde, y así se jalbega el rostro, que no parece sino mascarón de yeso puro.
-Todo eso es verdad -replicó Tomás-, y no es tan mala la Gallega que a mí me martiriza. Lo que se podrá hacer es que esta noche sola estés en la posada, y mañana comprarás el asno que dices y buscarás dónde estar; y así huirás los encuentros de Argüello, y yo quedaré sujeto a los de la Gallega y a los irreparables de los rayos de la vista de mi Costanza.
En esto se convinieron los dos amigos y se fueron a la posada, adonde de la Argüello fue con muestras de mucho amor recebido el Asturiano. Aquella noche hubo un baile a la puerta de la posada, de muchos mozos de mulas que en ella y en las convecinas había. El que tocó la guitarra fue el Asturiano; las bailadoras, amén de las dos gallegas y de la Argüello, fueron otras tres mozas de otra posada. Juntáronse muchos embozados, con más deseo de ver a Costanza que el baile, pero ella no pareció ni salió a verle, con que dejó burlados muchos deseos.
De tal manera tocaba la guitarra Lope, que decían que la hacía hablar. Pidiéronle las mozas, y con más ahínco la Argüello, que cantase algún romance; él dijo que, como ellas le bailasen al modo como se canta y baila en las comedias, que le cantaría, y que, para que no lo errasen, que hiciesen todo aquello que él dijese cantando y no otra cosa.
Había entre los mozos de mulas bailarines, y entre las mozas ni más ni menos. Mondó el pecho Lope, escupiendo dos veces, en el cual tiempo pensó lo que diría; y, como era de presto, fácil y lindo ingenio, con una felicísima corriente, de improviso comenzó a cantar desta manera:
Salga la hermosa Argüello,
moza una vez, y no más;
y, haciendo una reverencia,
dé dos pasos hacia trás.
De la mano la arrebate
el que llaman Barrabás:
andaluz mozo de mulas,
canónigo del Compás.
De las dos mozas gallegas
que en esta posada están,
salga la más carigorda
en cuerpo y sin devantal.
Engarráfela Torote,
y todos cuatro a la par,
con mudanzas y meneos,
den principio a un contrapás.
Todo lo que iba cantando el Asturiano hicieron al pie de la letra ellos y ellas; mas, cuando llegó a decir que diesen principio a un contrapás, respondió Barrabás, que así le llamaban por mal nombre al bailarín mozo de mulas:
-Hermano músico, mire lo que canta y no moteje a naide de mal vestido, porque aquí no hay naide con trapos, y cada uno se viste como Dios le ayuda.
El huésped, que oyó la ignorancia del mozo, le dijo:
-Hermano mozo, contrapás es un baile extranjero, y no motejo de mal vestidos.
-Si eso es -replicó el mozo-, no hay para qué nos metan en dibujos: toquen sus zarabandas, chaconas y folías al uso, y escudillen como quisieren, que aquí hay presonas que les sabrán llenar las medidas hasta el gollete.
El Asturiano, sin replicar palabra, prosiguió su canto diciendo:
Entren, pues, todas las ninfas
y los ninfos que han de entrar,
que el baile de la chacona
es más ancho que la mar.
Requieran las castañetas
y bájense a refregar
las manos por esa arena
o tierra del muladar.
Todos lo han hecho muy bien,
no tengo qué les rectar;
santígüense, y den al diablo
dos higas de su higueral.
Escupan al hideputa
por que nos deje holgar,
puesto que de la chacona
nunca se suele apartar.
Cambio el son, divina Argüello,
más bella que un hospital;
pues eres mi nueva musa,
tu favor me quieras dar.
El baile de la chacona
encierra la vida bona.
Hállase allí el ejercicio
que la salud acomoda,
sacudiendo de los miembros
a la pereza poltrona.
Bulle la risa en el pecho
de quien baila y de quien toca,
del que mira y del que escucha
baile y música sonora.
Vierten azogue los pies,
derrítese la persona
y con gusto de sus dueños
las mulillas se descorchan.
El brío y la ligereza
en los viejos se remoza,
y en los mancebos se ensalza
y sobremodo se entona.
Que el baile de la chacona
encierra la vida bona.
¡Qué de veces ha intentado
aquesta noble señora,
con la alegre zarabanda,
el pésame y perra mora,
entrarse por los resquicios
de las casas religiosas
a inquietar la honestidad
que en las santas celdas mora!
¡Cuántas fue vituperada
de los mismos que la adoran!
Porque imagina el lascivo
y al que es necio se le antoja,
que el baile de chacona
encierra la vida bona.
Esta indiana amulatada,
de quien la fama pregona
que ha hecho más sacrilegios
e insultos que hizo Aroba;
ésta, a quien es tributaria
la turba de las fregonas,
la caterva de los pajes
y de lacayos las tropas,
dice, jura y no revienta,
que, a pesar de la persona
del soberbio zambapalo,
ella es la flor de la olla,
y que sola la chacona
encierra la vida bona.
En tanto que Lope cantaba, se hacían rajas bailando la turbamulta de los mulantes y fregatrices del baile, que llegaban a doce; y, en tanto que Lope se acomodaba a pasar adelante cantando otras cosas de más tomo, sustancia y consideración de las cantadas, uno de los muchos embozados que el baile miraban dijo, sin quitarse el embozo:
-¡Calla, borracho! ¡Calla, cuero! ¡Calla, odrina, poeta de viejo, músico falso!
Tras esto, acudieron otros, diciéndole tantas injurias y muecas, que Lope tuvo por bien de callar; pero los mozos de mulas lo tuvieron tan mal, que si no fuera por el huésped, que con buenas razones los sosegó, allí fuera la de Mazagatos; y aun con todo eso, no dejaran de menear las manos si a aquel instante no llegara la justicia y los hiciera recoger a todos.
Apenas se habían retirado, cuando llegó a los oídos de todos los que en el barrio despiertos estaban una voz de un hombre que, sentado sobre una piedra, frontero de la posada del Sevillano, cantaba con tan maravillosa y suave armonía, que los dejó suspensos y les obligó a que le escuchasen hasta el fin. Pero el que más atento estuvo fue Tomás Pedro, como aquel a quien más le tocaba, no sólo el oír la música, sino entender la letra, que para él no fue oír canciones, sino cartas de excomunión que le acongojaban el alma; porque lo que el músico cantó fue este romance:
¿Dónde estás, que no pareces,
esfera de la hermosura,
belleza a la vida humana
de divina compostura?
Cielo impíreo, donde amor
tiene su estancia segura;
primer moble, que arrebata
tras sí todas las venturas;
lugar cristalino, donde
transparentes aguas puras
enfrían de amor las llamas,
las acrecientan y apuran;
nuevo hermoso firmamento,
donde dos estrellas juntas,
sin tomar la luz prestada,
al cielo y al suelo alumbran;
alegría que se opone
a las tristezas confusas
del padre que da a sus hijos
en su vientre sepultura;
humildad que se resiste
de la alteza con que encumbran
el gran Jove, a quien influye
su benignidad, que es mucha.
Red invisible y sutil,
que pone en prisiones duras
al adúltero guerrero
que de las batallas triunfa;
cuarto cielo y sol segundo,
que el primero deja a escuras
cuando acaso deja verse:
que el verle es caso y ventura;
grave embajador, que hablas
con tan estraña cordura,
que persuades callando,
aún más de lo que procuras;
del segundo cielo tienes
no más que la hermosura,
y del primero, no más
que el resplandor de la luna;
esta esfera sois, Costanza,
puesta, por corta fortuna,
en lugar que, por indigno,
vuestras venturas deslumbra.
Fabricad vos vuestra suerte,
consintiendo se reduzga
la entereza a trato al uso,
la esquividad a blandura.
Con esto veréis, señora,
que envidian vuestra fortuna
las soberbias por linaje;
las grandes por hermosura.
Si queréis ahorrar camino,
la más rica y la más pura
voluntad en mí os ofrezco
que vio amor en alma alguna.
El acabar estos últimos versos y el llegar volando dos medios ladrillos fue todo uno; que, si como dieron junto a los pies del músico le dieran en mitad de la cabeza, con facilidad le sacaran de los cascos la música y la poesía. Asombróse el pobre, y dio a correr por aquella cuesta arriba con tanta priesa, que no le alcanzara un galgo. ¡Infelice estado de los músicos, murciégalos y lechuzos, siempre sujetos a semejantes lluvias y desmanes!
A todos los que escuchado habían la voz del apedreado, les pareció bien; pero a quien mejor, fue a Tomás Pedro, que admiró la voz y el romance; mas quisiera él que de otra que Costanza naciera la ocasión de tantas músicas, puesto que a sus oídos jamás llegó ninguna. Contrario deste parecer fue Barrabás, el mozo de mulas, que también estuvo atento a la música; porque, así como vio huir al músico, dijo:
-¡Allá irás, mentecato, trovador de Judas, que pulgas te coman los ojos! Y ¿quién diablos te enseñó a cantar a una fregona cosas de esferas y de cielos, llamándola lunes y martes, y de ruedas de Fortuna? Dijérasla, noramala para ti y para quien le hubiere parecido bien tu trova, que es tiesa como un espárrago, entonada como un plumaje, blanca como una leche, honesta como un fraile novicio, melindrosa y zahareña como una mula de alquiler, y más dura que un pedazo de argamasa; que, como esto le dijeras, ella lo entendiera y se holgara; pero llamarla embajador, y red, y moble, y alteza y bajeza, más es para decirlo a un niño de la dotrina que a una fregona. Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda. Yo, a lo menos, aunque soy Barrabás, éstas que ha cantado este músico de ninguna manera las entrevo: ¡miren qué hará Costancica! Pero ella lo hace mejor; que se está en su cama haciendo burla del mismo Preste Juan de las Indias. Este músico, a lo menos, no es de los del hijo del Corregidor, que aquéllos son muchos, y una vez que otra se dejan entender; pero éste, ¡voto a tal que me deja mohíno!
Todos los que escucharon a Barrabás recibieron gran gusto, y tuvieron su censura y parecer por muy acertado.
Con esto, se acostaron todos; y, apenas estaba sosegada la gente, cuando sintió Lope que llamaban a la puerta de su aposento muy paso. Y, preguntando quién llamaba, fuele respondido con voz baja:
-La Argüello y la Gallega somos: ábrannos que mos morimos de frío.
-Pues en verdad -respondió Lope- que estamos en la mitad de los caniculares.
-Déjate de gracias, Lope -replicó la Gallega-: levántate y abre, que venimos hechas unas archiduquesas.
-¿Archiduquesas y a tal hora? -respondió Lope-. No creo en ellas; antes entiendo que sois brujas, o unas grandísimas bellacas: idos de ahí luego; si no, por vida de..., hago juramento que si me levanto, que con los hierros de mi pretina os tengo de poner las posaderas como unas amapolas.
Ellas, que se vieron responder tan acerbamente, y tan fuera de aquello que primero se imaginaron, temieron la furia del Asturiano; y, defraudadas sus esperanzas y borrados sus designios, se volvieron tristes y malaventuradas a sus lechos; aunque, antes de apartarse de la puerta, dijo la Argüello, poniendo los hocicos por el agujero de la llave:
-No es la miel para la boca del asno.
Y con esto, como si hubiera dicho una gran sentencia y tomado una justa venganza, se volvió, como se ha dicho, a su triste cama.
Lope, que sintió que se habían vuelto, dijo a Tomás Pedro, que estaba despierto:
-Mirad, Tomás: ponedme vos a pelear con dos gigantes, y en ocasión que me sea forzoso desquijarar por vuestro servicio media docena o una de leones, que yo lo haré con más facilidad que beber una taza de vino; pero que me pongáis en necesidad que me tome a brazo partido con la Argüello, no lo consentiré si me asaetean. ¡Mirad qué doncellas de Dinamarca nos había ofrecido la suerte esta noche! Ahora bien, amanecerá Dios y medraremos.
-Ya te he dicho, amigo -respondió Tomás-, que puedes hacer tu gusto, o ya en irte a tu romería, o ya en comprar el asno y hacerte aguador, como tienes determinado.
-En lo de ser aguador me afirmo -respondió Lope-. Y durmamos lo poco que queda hasta venir el día, que tengo esta cabeza mayor que una cuba, y no estoy para ponerme ahora a departir contigo.
Durmiéronse; vino el día, levantáronse, y acudió Tomás a dar cebada y Lope se fue al mercado de las bestias, que es allí junto, a comprar un asno que fuese tal como bueno.
Sucedió, pues, que Tomás, llevado de sus pensamientos y de la comodidad que le daba la soledad de las siestas, había compuesto en algunas unos versos amorosos y escrítolos en el mismo libro do tenía la cuenta de la cebada, con intención de sacarlos aparte en limpio y romper o borrar aquellas hojas. Pero, antes que esto hiciese, estando él fuera de casa y habiéndose dejado el libro sobre el cajón de la cebada, le tomó su amo, y, abriéndole para ver cómo estaba la cuenta, dio con los versos, que leídos le turbaron y sobresaltaron. Fuese con ellos a su mujer, y, antes que se los leyese, llamó a Costanza; y, con grandes encarecimientos, mezclados con amenazas, le dijo le dijese si Tomás Pedro, el mozo de la cebada, la había dicho algún requiebro, o alguna palabra descompuesta o que diese indicio de tenerla afición. Costanza juró que la primera palabra, en aquella o en otra materia alguna, estaba aún por hablarla, y que jamás, ni aun con los ojos, le había dado muestras de pensamiento malo alguno.
Creyéronla sus amos, por estar acostumbrados a oírla siempre decir verdad en todo cuanto le preguntaban. Dijéronla que se fuese de allí, y el huésped dijo a su mujer:
-No sé qué me diga desto. Habréis de saber, señora, que Tomás tiene escritas en este libro de la cebada unas coplas que me ponen mala espina que está enamorado de Costancica.
-Veamos las coplas -respondió la mujer-, que yo os diré lo que en eso debe de haber.
-Así será, sin duda alguna -replicó su marido-; que, como sois poeta, luego daréis en su sentido.
-No soy poeta -respondió la mujer-, pero ya sabéis vos que tengo buen entendimiento y que sé rezar en latín las cuatro oraciones.
-Mejor haríades de rezallas en romance: que ya os dijo vuestro tío el clérigo que decíades mil gazafatones cuando rezábades en latín y que no rezábades nada.
-Esa flecha, de la ahijada de su sobrina ha salido, que está envidiosa de verme tomar las Horas de latín en la mano y irme por ellas como por viña vendimiada.
-Sea como vos quisiéredes -respondió el huésped-. Estad atenta, que las coplas son éstas:
¿Quién de amor venturas halla?
El que calla.
¿Quién triunfa de su aspereza?
La firmeza.
¿Quién da alcance a su alegría?
La porfía.
Dese modo, bien podría
esperar dichosa palma
si en esta empresa mi alma
calla, está firme y porfía.
¿Con quién se sustenta amor?
Con favor.
¿Y con qué mengua su furia?
Con la injuria.
¿Antes con desdenes crece?
Desfallece.
Claro en esto se parece
que mi amor será inmortal,
pues la causa de mi mal
ni injuria ni favorece.
Quien desespera, ¿qué espera?
Muerte entera.
Pues, ¿qué muerte el mal remedia?
La que es media.
Luego, ¿bien será morir?
Mejor sufrir.
Porque se suele decir,
y esta verdad se reciba,
que tras la tormenta esquiva
suele la calma venir.
¿Descubriré mi pasión?
En ocasión.
¿Y si jamás se me da?
Sí hará.
Llegará la muerte en tanto.
Llegue a tanto
tu limpia fe y esperanza,
que, en sabiéndolo Costanza,
convierta en risa tu llanto.
-¿Hay más? -dijo la huéspeda.
-No -respondió el marido-; pero, ¿qué os parece destos versos?
-Lo primero -dijo ella-, es menester averiguar si son de Tomás.
-En eso no hay que poner duda -replicó el marido-, porque la letra de la cuenta de la cebada y la de las coplas toda es una, sin que se pueda negar.
-Mirad, marido -dijo la huéspeda-: a lo que yo veo, puesto que las coplas nombran a Costancica, por donde se puede pensar que se hicieron para ella, no por eso lo habemos de afirmar nosotros por verdad, como si se los viéramos escribir; cuanto más, que otras Costanzas que la nuestra hay en el mundo; pero, ya que sea por ésta, ahí no le dice nada que la deshonre ni la pide cosa que le importe. Estemos a la mira y avisemos a la muchacha, que si él está enamorado della, a buen seguro que él haga más coplas y que procure dárselas.
-¿No sería mejor -dijo el marido- quitarnos desos cuidados y echarle de casa?
-Eso -respondió la huéspeda- en vuestra mano está; pero en verdad que, según vos decís, el mozo sirve de manera que sería conciencia el despedille por tan liviana ocasión.
-Ahora bien -dijo el marido-, estaremos alerta, como vos decís, y el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer.
Quedaron en esto, y tornó a poner el huésped el libro donde le había hallado. Volvió Tomás ansioso a buscar su libro, hallóle, y porque no le diese otro sobresalto, trasladó las coplas y rasgó aquellas hojas, y propuso de aventurarse a descubrir su deseo a Costanza en la primera ocasión que se le ofreciese. Pero, como ella andaba siempre sobre los estribos de su honestidad y recato, a ninguno daba lugar de miralla, cuanto más de ponerse a pláticas con ella; y, como había tanta gente y tantos ojos de ordinario en la posada, aumentaba más la dificultad de hablarla, de que se desesperaba el pobre enamorado.
Mas, habiendo salido aquel día Costanza con una toca ceñida por las mejillas, y dicho a quien se lo preguntó que por qué se la había puesto, que tenía un gran dolor de muelas, Tomás, a quien sus deseos avivaban el entendimiento, en un instante discurrió lo que sería bueno que hiciese, y dijo:
-Señora Costanza, yo le daré una oración en escrito, que a dos veces que la rece se le quitará como con la mano su dolor.
-Norabuena -respondió Costanza-; que yo la rezaré, porque sé leer.
-Ha de ser con condición -dijo Tomás- que no la ha de mostrar a nadie, porque la estimo en mucho, y no será bien que por saberla muchos se menosprecie.
-Yo le prometo -dijo Costanza-, Tomás, que no la dé a nadie; y démela luego, porque me fatiga mucho el dolor.
-Yo la trasladaré de la memoria -respondió Tomás- y luego se la daré.
Estas fueron las primeras razones que Tomás dijo a Costanza, y Costanza a Tomás, en todo el tiempo que había que estaba en casa, que ya pasaban de veinte y cuatro días. Retiróse Tomás y escribió la oración, y tuvo lugar de dársela a Costanza sin que nadie lo viese; y ella, con mucho gusto y más devoción, se entró en un aposento a solas, y abriendo el papel vio que decía desta manera:
Señora de mi alma:
Yo soy un caballero natural de Burgos; si alcanzo de días a mi padre, heredo un mayorazgo de seis mil ducados de renta. A la fama de vuestra hermosura, que por muchas leguas se estiende, dejé mi patria, mudé vestido, y en el traje que me veis vine a servir a vuestro dueño; si vos lo quisiéredes ser mío, por los medios que más a vuestra honestidad convengan, mirad qué pruebas queréis que haga para enteraros desta verdad; y, enterada en ella, siendo gusto vuestro, seré vuestro esposo y me tendré por el más bien afortunado del mundo. Sólo, por ahora, os pido que no echéis tan enamorados y limpios pensamientos como los míos en la calle; que si vuestro dueño los sabe y no los cree, me condenará a destierro de vuestra presencia, que sería lo mismo que condenarme a muerte. Dejadme, señora, que os vea hasta que me creáis, considerando que no merece el riguroso castigo de no veros el que no ha cometido otra culpa que adoraros. Con los ojos podréis responderme, a hurto de los muchos que siempre os están mirando; que ellos son tales, que airados matan y piadosos resucitan.
En tanto que Tomás entendió que Costanza se había ido a leer su papel, le estuvo palpitando el corazón, temiendo y esperando, o ya la sentencia de su muerte o la restauración de su vida. Salió en esto Costanza, tan hermosa, aunque rebozada, que si pudiera recebir aumento su hermosura con algún accidente, se pudiera juzgar que el sobresalto de haber visto en el papel de Tomás otra cosa tan lejos de la que pensaba había acrecentado su belleza. Salió con el papel entre las manos hecho menudas piezas, y dijo a Tomás, que apenas se podía tener en pie:
-Hermano Tomás, ésta tu oración más parece hechicería y embuste que oración santa; y así, yo no la quiero creer ni usar della, y por eso la he rasgado, porque no la vea nadie que sea más crédula que yo. Aprende otras oraciones más fáciles, porque ésta será imposible que te sea de provecho.
En diciendo esto, se entró con su ama, y Tomás quedó suspenso, pero algo consolado, viendo que en solo el pecho de Costanza quedaba el secreto de su deseo; pareciéndole que, pues no había dado cuenta dél a su amo, por lo menos no estaba en peligro de que le echasen de casa. Parecióle que en el primero paso que había dado en su pretensión había atropellado por mil montes de inconvenientes, y que, en las cosas grandes y dudosas, la mayor dificultad está en los principios.
En tanto que esto sucedió en la posada, andaba el Asturiano comprando el asno donde los vendían; y, aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano anduvo muy solícito por encajalle uno que más caminaba por el azogue que le había echado en los oídos que por ligereza suya; pero lo que contentaba con el paso desagradaba con el cuerpo, que era muy pequeño y no del grandor y talle que Lope quería, que le buscaba suficiente para llevarle a él por añadidura, ora fuesen vacíos o llenos los cántaros.
Llegóse a él en esto un mozo y díjole al oído:
-Galán, si busca bestia cómoda para el oficio de aguador, yo tengo un asno aquí cerca, en un prado, que no le hay mejor ni mayor en la ciudad; y aconséjole que no compre bestia de gitanos, porque, aunque parezcan sanas y buenas, todas son falsas y llenas de dolamas; si quiere comprar la que le conviene, véngase conmigo y calle la boca.
Creyóle el Asturiano y díjole que guiase adonde estaba el asno que tanto encarecía. Fuéronse los dos mano a mano, como dicen, hasta que llegaron a la Huerta del Rey, donde a la sombra de una azuda hallaron muchos aguadores, cuyos asnos pacían en un prado que allí cerca estaba. Mostró el vendedor su asno, tal que le hinchó el ojo al Asturiano, y de todos los que allí estaban fue alabado el asno de fuerte, de caminador y comedor sobremanera. Hicieron su concierto, y, sin otra seguridad ni información, siendo corredores y medianeros los demás aguadores, dio diez y seis ducados por el asno, con todos los adherentes del oficio.
Hizo la paga real en escudos de oro. Diéronle el parabién de la compra y de la entrada en el oficio, y certificáronle que había comprado un asno dichosísimo, porque el dueño que le dejaba, sin que se le mancase ni matase, había ganado con él en menos tiempo de un año, después de haberse sustentado a él y al asno honradamente, dos pares de vestidos y más aquellos diez y seis ducados, con que pensaba volver a su tierra, donde le tenían concertado un casamiento con una media parienta suya.
Amén de los corredores del asno, estaban otros cuatro aguadores jugando a la primera, tendidos en el suelo, sirviéndoles de bufete la tierra y de sobremesa sus capas. Púsose el Asturiano a mirarlos y vio que no jugaban como aguadores, sino como arcedianos, porque tenía de resto cada uno más de cien reales en cuartos y en plata. Llegó una mano de echar todos el resto, y si uno no diera partido a otro, él hiciera mesa gallega. Finalmente, a los dos en aquel resto se les acabó el dinero y se levantaron; viendo lo cual el vendedor del asno, dijo que si hubiera cuarto, que él jugara, porque era enemigo de jugar en tercio. El Asturiano, que era de propiedad del azúcar, que jamás gastó menestra, como dice el italiano, dijo que él haría cuarto. Sentáronse luego, anduvo la cosa de buena manera; y, queriendo jugar antes el dinero que el tiempo, en poco rato perdió Lope seis escudos que tenía; y, viéndose sin blanca, dijo que si le querían jugar el asno, que él le jugaría. Acetáronle el envite, y hizo de resto un cuarto del asno, diciendo que por cuartos quería jugarle. Díjole tan mal, que en cuatro restos consecutivamente perdió los cuatro cuartos del asno, y ganóselos el mismo que se le había vendido; y, levantándose para volverse a entregarse en él, dijo el Asturiano que advirtiesen que él solamente había jugado los cuatro cuartos del asno, pero la cola, que se la diesen y se le llevasen norabuena.
Causóles risa a todos la demanda de la cola, y hubo letrados que fueron de parecer que no tenía razón en lo que pedía, diciendo que cuando se vende un carnero o otra res alguna no se saca ni quita la cola, que con uno de los cuartos traseros ha de ir forzosamente. A lo cual replicó Lope que los carneros de Berbería ordinariamente tienen cinco cuartos, y que el quinto es de la cola; y, cuando los tales carneros se cuartean, tanto vale la cola como cualquier cuarto; y que a lo de ir la cola junto con la res que se vende viva y no se cuartea, que lo concedía; pero que la suya no fue vendida, sino jugada, y que nunca su intención fue jugar la cola, y que al punto se la volviesen luego con todo lo a ella anejo y concerniente, que era desde la punta del celebro, contada la osamenta del espinazo, donde ella tomaba principio y decendía, hasta parar en los últimos pelos della.
-Dadme vos -dijo uno- que ello sea así como decís y que os la den como la pedís, y sentaos junto a lo que del asno queda.
-¡Pues así es! -replicó Lope-. Venga mi cola; si no, por Dios que no me lleven el asno si bien viniesen por él cuantos aguadores hay en el mundo; y no piensen que por ser tantos los que aquí están me han de hacer superchería, porque soy yo un hombre que me sabré llegar a otro hombre y meterle dos palmos de daga por las tripas sin que sepa de quién, por dónde o cómo le vino; y más, que no quiero que me paguen la cola rata por cantidad, sino que quiero que me la den en ser y la corten del asno como tengo dicho.
Al ganancioso y a los demás les pareció no ser bien llevar aquel negocio por fuerza, porque juzgaron ser de tal brío el Asturiano, que no consentiría que se la hiciesen; el cual, como estaba hecho al trato de las almadrabas, donde se ejercita todo género de rumbo y jácara y de extraordinarios juramentos y boatos, voleó allí el capelo y empuñó un puñal que debajo del capotillo traía, y púsose en tal postura, que infundió temor y respecto en toda aquella aguadora compañía. Finalmente, uno dellos, que parecía de más razón y discurso, los concertó en que se echase la cola contra un cuarto del asno a una quínola o a dos y pasante. Fueron contentos, ganó la quínola Lope; picóse el otro, echó el otro cuarto, y a otras tres manos quedó sin asno. Quiso jugar el dinero; no quería Lope, pero tanto le porfiaron todos, que lo hubo de hacer, con que hizo el viaje del desposado, dejándole sin un solo maravedí; y fue tanta la pesadumbre que desto recibió el perdidoso, que se arrojó en el suelo y comenzó a darse de calabazadas por la tierra. Lope, como bien nacido y como liberal y compasivo, le levantó y le volvió todo el dinero que le había ganado y los diez y seis ducados del asno, y aun de los que él tenía repartió con los circunstantes, cuya estraña liberalidad pasmó a todos; y si fueran los tiempos y las ocasiones del Tamorlán, le alzaran por rey de los aguadores.
Con grande acompañamiento volvió Lope a la ciudad, donde contó a Tomás lo sucedido, y Tomás asimismo le dio cuenta de sus buenos sucesos. No quedó taberna, ni bodegón, ni junta de pícaros donde no se supiese el juego del asno, el esquite por la cola y el brío y la liberalidad del Asturiano. Pero, como la mala bestia del vulgo, por la mayor parte, es mala, maldita y maldiciente, no tomó de memoria la liberalidad, brío y buenas partes del gran Lope, sino solamente la cola. Y así, apenas hubo andado dos días por la ciudad echando agua, cuando se vio señalar de muchos con el dedo, que decían: «Este es el aguador de la cola». Estuvieron los muchachos atentos, supieron el caso; y, no había asomado Lope por la entrada de cualquiera calle, cuando por toda ella le gritaban, quién de aquí y quién de allí: «¡Asturiano, daca la cola! ¡Daca la cola, Asturiano!» Lope, que se vio asaetear de tantas lenguas y con tantas voces, dio en callar, creyendo que en su mucho silencio se anegara tanta insolencia. Mas ni por ésas, pues mientras más callaba, más los muchachos gritaban; y así, probó a mudar su paciencia en cólera, y apeándose del asno dio a palos tras los muchachos, que fue afinar el polvorín y ponerle fuego, y fue otro cortar las cabezas de la serpiente, pues en lugar de una que quitaba, apaleando a algún muchacho, nacían en el mismo instante, no otras siete, sino setecientas, que con mayor ahínco y menudeo le pedían la cola. Finalmente, tuvo por bien de retirarse a una posada que había tomado fuera de la de su compañero, por huir de la Argüello, y de estarse en ella hasta que la influencia de aquel mal planeta pasase, y se borrase de la memoria de los muchachos aquella demanda mala de la cola que le pedían.
Seis días se pasaron sin que saliese de casa, si no era de noche, que iba a ver a Tomás y a preguntarle del estado en que se hallaba; el cual le contó que, después que había dado el papel a Costanza, nunca más había podido hablarla una sola palabra; y que le parecía que andaba más recatada que solía, puesto que una vez tuvo lugar de llegar a hablarla, y, viéndolo ella, le había dicho antes que llegase: ''Tomás, no me duele nada; y así, ni tengo necesidad de tus palabras ni de tus oraciones: conténtate que no te acuso a la Inquisición, y no te canses''; pero que estas razones las dijo sin mostrar ira en los ojos ni otro desabrimiento que pudiera dar indicio de reguridad alguna. Lope le contó a él la priesa que le daban los muchachos, pidiéndole la cola porque él había pedido la de su asno, con que hizo el famoso esquite. Aconsejóle Tomás que no saliese de casa, a lo menos sobre el asno, y que si saliese, fuese por calles solas y apartadas; y que, cuando esto no bastase, bastaría dejar el oficio, último remedio de poner fin a tan poco honesta demanda. Preguntóle Lope si había acudido más la Gallega. Tomás dijo que no, pero que no dejaba de sobornarle la voluntad con regalos y presentes de lo que hurtaba en la cocina a los huéspedes. Retiróse con esto a su posada Lope, con determinación de no salir della en otros seis días, a lo menos con el asno.
Las once serían de la noche cuando, de improviso y sin pensarlo, vieron entrar en la posada muchas varas de justicia, y al cabo el Corregidor. Alborotóse el huésped y aun los huéspedes; porque, así como los cometas cuando se muestran siempre causan temores de desgracias e infortunios, ni más ni menos la justicia, cuando de repente y de tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpadas. Entróse el Corregidor en una sala y llamó al huésped de casa, el cual vino temblando a ver lo que el señor Corregidor quería. Y, así como le vio el Corregidor, le preguntó con mucha gravedad:
-¿Sois vos el huésped?
-Sí señor -respondió él-, para lo que vuesa merced me quisiere mandar.
Mandó el Corregidor que saliesen de la sala todos los que en ella estaban, y que le dejasen solo con el huésped. Hiciéronlo así; y, quedándose solos, dijo el Corregidor al huésped:
-Huésped, ¿qué gente de servicio tenéis en esta vuestra posada?
-Señor -respondió él-, tengo dos mozas gallegas, y una ama y un mozo que tiene cuenta con dar la cebada y paja.
-¿No más? -replicó el Corregidor.
-No señor -respondió el huésped.
-Pues decidme, huésped -dijo el Corregidor-, ¿dónde está una muchacha que dicen que sirve en esta casa, tan hermosa que por toda la ciudad la llaman la ilustre fregona; y aun me han llegado a decir que mi hijo don Periquito es su enamorado, y que no hay noche que no le da músicas?
-Señor -respondió el huésped-, esa fregona ilustre que dicen es verdad que está en esta casa, pero ni es mi criada ni deja de serlo.
-No entiendo lo que decís, huésped, en eso de ser y no ser vuestra criada la fregona.
-Yo he dicho bien -añadió el huésped-; y si vuesa merced me da licencia, le diré lo que hay en esto, lo cual jamás he dicho a persona alguna.
-Primero quiero ver a la fregona que saber otra cosa; llamadla acá -dijo el Corregidor.
Asomóse el huésped a la puerta de la sala y dijo:
-¡Oíslo, señora: haced que entre aquí Costancica!
Cuando la huéspeda oyó que el Corregidor llamaba a Costanza, turbóse y comenzó a torcerse las manos, diciendo:
-¡Ay desdichada de mí! ¡El Corregidor a Costanza y a solas! Algún gran mal debe de haber sucedido, que la hermosura desta muchacha trae encantados los hombres.
Costanza, que lo oía, dijo:
-Señora, no se congoje, que yo iré a ver lo que el señor Corregidor quiere; y si algún mal hubiere sucedido, esté segura vuesa merced que no tendré yo la culpa.
Y, en esto, sin aguardar que otra vez la llamasen, tomó una vela encendida sobre un candelero de plata, y, con más vergüenza que temor, fue donde el Corregidor estaba.
Así como el Corregidor la vio, mandó al huésped que cerrase la puerta de la sala; lo cual hecho, el Corregidor se levantó, y, tomando el candelero que Costanza traía, llegándole la luz al rostro, la anduvo mirando toda de arriba abajo; y, como Costanza estaba con sobresalto, habíasele encendido la color del rostro, y estaba tan hermosa y tan honesta, que al Corregidor le pareció que estaba mirando la hermosura de un ángel en la tierra; y, después de haberla bien mirado, dijo:
-Huésped, ésta no es joya para estar en el bajo engaste de un mesón; desde aquí digo que mi hijo Periquito es discreto, pues tan bien ha sabido emplear sus pensamientos. Digo, doncella, que no solamente os pueden y deben llamar ilustre, sino ilustrísima; pero estos títulos no habían de caer sobre el nombre de fregona, sino sobre el de una duquesa.
-No es fregona, señor -dijo el huésped-, que no sirve de otra cosa en casa que de traer las llaves de la plata, que por la bondad de Dios tengo alguna, con que se sirven los huéspedes honrados que a esta posada vienen.
-Con todo eso -dijo el Corregidor-, digo, huésped, que ni es decente ni conviene que esta doncella esté en un mesón. ¿Es parienta vuestra, por ventura?
-Ni es mi parienta ni es mi criada; y si vuesa merced gustare de saber quién es, como ella no esté delante, oirá vuesa merced cosas que, juntamente con darle gusto, le admiren.
-Sí gustaré -dijo el Corregidor-; y sálgase Costancica allá fuera, y prométase de mí lo que de su mismo padre pudiera prometerse; que su mucha honestidad y hermosura obligan a que todos los que la vieren se ofrezcan a su servicio.
No respondió palabra Costanza, sino con mucha mesura hizo una profunda reverencia al Corregidor y salióse de la sala; y halló a su ama desalada esperándola, para saber della qué era lo que el Corregidor la quería. Ella le contó lo que había pasado, y cómo su señor quedaba con él para contalle no sé qué cosas que no quería que ella las oyese. No acabó de sosegarse la huéspeda, y siempre estuvo rezando hasta que se fue el Corregidor y vio salir libre a su marido; el cual, en tanto que estuvo con el Corregidor, le dijo:
-«Hoy hacen, señor, según mi cuenta, quince años, un mes y cuatro días que llegó a esta posada una señora en hábito de peregrina, en una litera, acompañada de cuatro criados de a caballo y de dos dueñas y una doncella, que en un coche venían. Traía asimismo dos acémilas cubiertas con dos ricos reposteros, y cargadas con una rica cama y con aderezos de cocina. Finalmente, el aparato era principal y la peregrina representaba ser una gran señora; y, aunque en la edad mostraba ser de cuarenta o pocos más años, no por eso dejaba de parecer hermosa en todo estremo. Venía enferma y descolorida, y tan fatigada que mandó que luego luego le hiciesen la cama, y en esta misma sala se la hicieron sus criados. Preguntáronme cuál era el médico de más fama desta ciudad. Díjeles que el doctor de la Fuente. Fueron luego por él, y él vino luego; comunicó a solas con él su enfermedad; y lo que de su plática resultó fue que mandó el médico que se le hiciese la cama en otra parte y en lugar donde no le diesen ningún ruido. Al momento la mudaron a otro aposento que está aquí arriba apartado, y con la comodidad que el doctor pedía. Ninguno de los criados entraban donde su señora, y solas las dos dueñas y la doncella la servían.
»Yo y mi mujer preguntamos a los criados quién era la tal señora y cómo se llamaba, de adónde venía y adónde iba; si era casada, viuda o doncella, y por qué causa se vestía aquel hábito de peregrina. A todas estas preguntas, que le hicimos una y muchas veces, no hubo alguno que nos respondiese otra cosa sino que aquella peregrina era una señora principal y rica de Castilla la Vieja, y que era viuda y que no tenía hijos que la heredasen; y que, porque había algunos meses que estaba enferma de hidropesía, había ofrecido de ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por la cual promesa iba en aquel hábito. En cuanto a decir su nombre, traían orden de no llamarla sino la señora peregrina.
»Esto supimos por entonces; pero a cabo de tres días que, por enferma, la señora peregrina se estaba en casa, una de las dueñas nos llamó a mí y a mi mujer de su parte; fuimos a ver lo que quería, y, a puerta cerrada y delante de sus criadas, casi con lágrimas en los ojos, nos dijo, creo que estas mismas razones: ''Señores míos, los cielos me son testigos que sin culpa mía me hallo en el riguroso trance que ahora os diré. Yo estoy preñada, y tan cerca del parto, que ya los dolores me van apretando. Ninguno de los criados que vienen conmigo saben mi necesidad ni desgracia; a estas mis mujeres ni he podido ni he querido encubrírselo. Por huir de los maliciosos ojos de mi tierra, y porque esta hora no me tomase en ella, hice voto de ir a Nuestra Señora de Guadalupe; ella debe de haber sido servida que en esta vuestra casa me tome el parto; a vosotros está ahora el remediarme y acudirme, con el secreto que merece la que su honra pone en vuestras manos. La paga de la merced que me hiciéredes, que así quiero llamarla, si no respondiere al gran beneficio que espero, responderá, a lo menos, a dar muestra de una voluntad muy agradecida; y quiero que comiencen a dar muestras de mi voluntad estos ducientos escudos de oro que van en este bolsillo''. Y, sacando debajo de la almohada de la cama un bolsillo de aguja, de oro y verde, se le puso en las manos de mi mujer; la cual, como simple y sin mirar lo que hacía, porque estaba suspensa y colgada de la peregrina, tomó el bolsillo, sin responderle palabra de agradecimiento ni de comedimiento alguno. Yo me acuerdo que le dije que no era menester nada de aquello: que no éramos personas que por interés, más que por caridad, nos movíamos a hacer bien cuando se ofrecía. Ella prosiguió, diciendo: ''Es menester, amigos, que busquéis donde llevar lo que pariere luego luego, buscando también mentiras que decir a quien lo entregáredes; que por ahora será en la ciudad, y después quiero que se lleve a una aldea. De lo que después se hubiere de hacer, siendo Dios servido de alumbrarme y de llevarme a cumplir mi voto, cuando de Guadalupe vuelva lo sabréis, porque el tiempo me habrá dado lugar de que piense y escoja lo mejor que me convenga. Partera no la he menester, ni la quiero: que otros partos más honrados que he tenido me aseguran que, con sola la ayuda destas mis criadas, facilitaré sus dificultades y ahorraré de un testigo más de mis sucesos''.
»Aquí dio fin a su razonamiento la lastimada peregrina y principio a un copioso llanto, que en parte fue consolado por las muchas y buenas razones que mi mujer, ya vuelta en más acuerdo, le dijo. Finalmente, yo salí luego a buscar donde llevar lo que pariese, a cualquier hora que fuese; y, entre las doce y la una de aquella misma noche, cuando toda la gente de casa estaba entregada al sueño, la buena señora parió una niña, la más hermosa que mis ojos hasta entonces habían visto, que es esta misma que vuesa merced acaba de ver ahora. Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació llorando: en todos había sosiego y silencio maravilloso, y tal cual convenía para el secreto de aquel estraño caso. Otros seis días estuvo en la cama, y en todos ellos venía el médico a visitarla, pero no porque ella le hubiese declarado de qué procedía su mal; y las medicinas que le ordenaba nunca las puso en ejecución, porque sólo pretendió engañar a sus criados con la visita del médico. Todo esto me dijo ella misma, después que se vio fuera de peligro, y a los ochos días se levantó con el mismo bulto, o con otro que se parecía a aquel con que se había echado.
»Fue a su romería y volvió de allí a veinte días, ya casi sana, porque poco a poco se iba quitando del artificio con que después de parida se mostraba hidrópica. Cuando volvió, estaba ya la niña dada a criar por mi orden, con nombre de mi sobrina, en una aldea dos leguas de aquí. En el bautismo se le puso por nombre Costanza, que así lo dejó ordenado su madre; la cual, contenta de lo que yo había hecho, al tiempo de despedirse me dio una cadena de oro, que hasta agora tengo, de la cual quitó seis trozos, los cuales dijo que trairía la persona que por la niña viniese. También cortó un blanco pergamino a vueltas y a ondas, a la traza y manera como cuando se enclavijan las manos y en los dedos se escribiese alguna cosa, que estando enclavijados los dedos se puede leer, y después de apartadas las manos queda dividida la razón, porque se dividen las letras; que, en volviendo a enclavijar los dedos, se juntan y corresponden de manera que se pueden leer continuadamente: digo que el un pergamino sirve de alma del otro, y encajados se leerán, y divididos no es posible, si no es adivinando la mitad del pergamino; y casi toda la cadena quedó en mi poder, y todo lo tengo, esperando el contraseño hasta ahora, puesto que ella me dijo que dentro de dos años enviaría por su hija, encargándome que la criase no como quien ella era, sino del modo que se suele criar una labradora. Encargóme también que si por algún suceso no le fuese posible enviar tan presto por su hija, que, aunque creciese y llegase a tener entendimiento, no la dijese del modo que había nacido, y que la perdonase el no decirme su nombre ni quién era, que lo guardaba para otra ocasión más importante. En resolución, dándome otros cuatrocientos escudos de oro y abrazando a mi mujer con tiernas lágrimas, se partió, dejándonos admirados de su discreción, valor, hermosura y recato.
»Costanza se crió en el aldea dos años, y luego la truje conmigo, y siempre la he traído en hábito de labradora, como su madre me lo dejó mandado. Quince años, un mes y cuatro días ha que aguardo a quien ha de venir por ella, y la mucha tardanza me ha consumido la esperanza de ver esta venida; y si en este año en que estamos no vienen, tengo determinado de prohijalla y darle toda mi hacienda, que vale más de seis mil ducados, Dios sea bendito.
»Resta ahora, señor Corregidor, decir a vuesa merced, si es posible que yo sepa decirlas, las bondades y las virtudes de Costancica. Ella, lo primero y principal, es devotísima de Nuestra Señora: confiesa y comulga cada mes; sabe escribir y leer; no hay mayor randera en Toledo; canta a la almohadilla como unos ángeles; en ser honesta no hay quien la iguale. Pues en lo que toca a ser hermosa, ya vuesa merced lo ha visto. El señor don Pedro, hijo de vuesa merced, en su vida la ha hablado; bien es verdad que de cuando en cuando le da alguna música, que ella jamás escucha. Muchos señores, y de título, han posado en esta posada, y aposta, por hartarse de verla, han detenido su camino muchos días; pero yo sé bien que no habrá ninguno que con verdad se pueda alabar que ella le haya dado lugar de decirle una palabra sola ni acompañada.» Esta es, señor, la verdadera historia de la ilustre fregona, que no friega, en la cual no he salido de la verdad un punto.
Calló el huésped y tardó un gran rato el Corregidor en hablarle: tan suspenso le tenía el suceso que el huésped le había contado. En fin, le dijo que le trujese allí la cadena y el pergamino, que quería verlo. Fue el huésped por ello, y, trayéndoselo, vio que era así como le había dicho; la cadena era de trozos, curiosamente labrada; en el pergamino estaban escritas, una debajo de otra, en el espacio que había de hinchir el vacío de la otra mitad, estas letras: E T E L S N V D D R; por las cuales letras vio ser forzoso que se juntasen con las de la mitad del otro pergamino para poder ser entendidas. Tuvo por discreta la señal del conocimiento, y juzgó por muy rica a la señora peregrina que tal cadena había dejado al huésped; y, teniendo en pensamiento de sacar de aquella posada la hermosa muchacha cuando hubiese concertado un monasterio donde llevarla, por entonces se contentó de llevar sólo el pergamino, encargando al huésped que si acaso viniesen por Costanza, le avisase y diese noticia de quién era el que por ella venía, antes que le mostrase la cadena, que dejaba en su poder. Con esto se fue tan admirado del cuento y suceso de la ilustre fregona como de su incomparable hermosura.
Todo el tiempo que gastó el huésped en estar con el Corregidor, y el que ocupó Costanza cuando la llamaron, estuvo Tomás fuera de sí, combatida el alma de mil varios pensamientos, sin acertar jamás con ninguno de su gusto; pero cuando vio que el Corregidor se iba y que Costanza se quedaba, respiró su espíritu y volviéronle los pulsos, que ya casi desamparado le tenían. No osó preguntar al huésped lo que el Corregidor quería, ni el huésped lo dijo a nadie sino a su mujer, con que ella también volvió en sí, dando gracias a Dios que de tan grande sobresalto la había librado.
El día siguiente, cerca de la una, entraron en la posada, con cuatro hombres de a caballo, dos caballeros ancianos de venerables presencias, habiendo primero preguntado uno de dos mozos que a pie con ellos venían si era aquélla la posada del Sevillano; y, habiéndole respondido que sí, se entraron todos en ella. Apeáronse los cuatro y fueron a apear a los dos ancianos: señal por do se conoció que aquellos dos eran señores de los seis. Salió Costanza con su acostumbrada gentileza a ver los nuevos huéspedes, y, apenas la hubo visto uno de los dos ancianos, cuando dijo al otro:
-Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos a buscar.
Tomás, que acudió a dar recado a las cabalgaduras, conoció luego a dos criados de su padre, y luego conoció a su padre y al padre de Carriazo, que eran los dos ancianos a quien los demás respectaban; y, aunque se admiró de su venida, consideró que debían de ir a buscar a él y a Carriazo a las almadrabas: que no habría faltado quien les hubiese dicho que en ellas, y no en Flandes, los hallarían. Pero no se atrevió a dejarse conocer en aquel traje; antes, aventurándolo todo, puesta la mano en el rostro, pasó por delante dellos, y fue a buscar a Costanza, y quiso la buena suerte que la hallase sola; y, apriesa y con lengua turbada, temeroso que ella no le daría lugar para decirle nada, le dijo:
-Costanza, uno destos dos caballeros ancianos que aquí han llegado ahora es mi padre, que es aquel que oyeres llamar don Juan de Avendaño; infórmate de sus criados si tiene un hijo que se llama don Tomás de Avendaño, que soy yo, y de aquí podrás ir coligiendo y averiguando que te he dicho verdad en cuanto a la calidad de mi persona, y que te la diré en cuanto de mi parte te tengo ofrecido; y quédate a Dios, que hasta que ellos se vayan no pienso volver a esta casa.
No le respondió nada Costanza, ni él aguardó a que le respondiese; sino, volviéndose a salir, cubierto como había entrado, se fue a dar cuenta a Carriazo de cómo sus padres estaban en la posada. Dio voces el huésped a Tomás que viniese a dar cebada; pero, como no pareció, diola él mismo. Uno de los dos ancianos llamó aparte a una de las dos mozas gallegas, y preguntóle cómo se llamaba aquella muchacha hermosa que habían visto, y que si era hija o parienta del huésped o huéspeda de casa. La Gallega le respondió:
-La moza se llama Costanza; ni es parienta del huésped ni de la huéspeda, ni sé lo que es; sólo digo que la doy a la mala landre, que no sé qué tiene que no deja hacer baza a ninguna de las mozas que estamos en esta casa. ¡Pues en verdad que tenemos nuestras faciones como Dios nos las puso! No entra huésped que no pregunte luego quién es la hermosa, y que no diga: «Bonita es, bien parece, a fe que no es mala; mal año para las más pintadas; nunca peor me la depare la fortuna». Y a nosotras no hay quien nos diga: «¿Qué tenéis ahí, diablos, o mujeres, o lo que sois?»
-Luego esta niña, a esa cuenta -replicó el caballero-, debe de dejarse manosear y requebrar de los huéspedes.
-¡Sí! -respondió la Gallega-: ¡tenedle el pie al herrar! ¡Bonita es la niña para eso! Par Dios, señor, si ella se dejara mirar siquiera, manara en oro; es más áspera que un erizo; es una tragaavemarías; labrando está todo el día y rezando. Para el día que ha de hacer milagros quisiera yo tener un cuento de renta. Mi ama dice que trae un silencio pegado a las carnes; ¡tome qué, mi padre!
Contentísimo el caballero de lo que había oído a la Gallega, sin esperar a que le quitasen las espuelas, llamó al huésped; y, retirándose con él aparte en una sala, le dijo:
-Yo, señor huésped, vengo a quitaros una prenda mía que ha algunos años que tenéis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro, y estos trozos de cadena y este pergamino.
Y, diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenía.
Asimismo conoció el pergamino, y, alegre sobremanera con el ofrecimiento de los mil escudos, respondió:
-Señor, la prenda que queréis quitar está en casa; pero no están en ella la cadena ni el pergamino con que se ha de hacer la prueba de la verdad que yo creo que vuesa merced trata; y así, le suplico tenga paciencia, que yo vuelvo luego.
Y al momento fue a avisar al Corregidor de lo que pasaba, y de cómo estaban dos caballeros en su posada que venían por Costanza.
Acababa de comer el Corregidor, y, con el deseo que tenía de ver el fin de aquella historia, subió luego a caballo y vino a la posada del Sevillano, llevando consigo el pergamino de la muestra. Y, apenas hubo visto a los dos caballeros cuando, abiertos los brazos, fue a abrazar al uno, diciendo:
-¡Válame Dios! ¿Qué buena venida es ésta, señor don Juan de Avendaño, primo y señor mío?
El caballero le abrazó asimismo, diciéndole:
-Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo, y con la salud que siempre os deseo. Abrazad, primo, a este caballero, que es el señor don Diego de Carriazo, gran señor y amigo mío.
-Ya conozco al señor don Diego -respondió el Corregidor-, y le soy muy servidor.
Y, abrazándose los dos, después de haberse recebido con grande amor y grandes cortesías, se entraron en una sala, donde se quedaron solos con el huésped, el cual ya tenía consigo la cadena, y dijo:
-Ya el señor Corregidor sabe a lo que vuesa merced viene, señor don Diego de Carriazo; vuesa merced saque los trozos que faltan a esta cadena, y el señor Corregidor sacará el pergamino que está en su poder, y hagamos la prueba que ha tantos años que espero a que se haga.
-Desa manera -respondió don Diego-, no habrá necesidad de dar cuenta de nuevo al señor Corregidor de nuestra venida, pues bien se verá que ha sido a lo que vos, señor huésped, habréis dicho.
-Algo me ha dicho; pero mucho me quedó por saber. El pergamino, hele aquí.
Sacó don Diego el otro, y juntando las dos partes se hicieron una, y a las letras del que tenía el huésped, que, como se ha dicho, eran E T E L S N V D D R, respondían en el otro pergamino éstas: S A S A E AL ER A E A, que todas juntas decían: ESTA ES LA SEÑAL VERDADERA. Cotejáronse luego los trozos de la cadena y hallaron ser las señas verdaderas.
-¡Esto está hecho! -dijo el Corregidor-. Resta ahora saber, si es posible, quién son los padres desta hermosísima prenda.
-El padre -respondió don Diego- yo lo soy; la madre ya no vive: basta saber que fue tan principal que pudiera yo ser su criado. Y, porque como se encubre su nombre no se encubra su fama, ni se culpe lo que en ella parece manifiesto error y culpa conocida, se ha de saber que la madre desta prenda, siendo viuda de un gran caballero, se retiró a vivir a una aldea suya; y allí, con recato y con honestidad grandísima, pasaba con sus criados y vasallos una vida sosegada y quieta. Ordenó la suerte que un día, yendo yo a caza por el término de su lugar, quise visitarla, y era la hora de siesta cuando llegué a su alcázar: que así se puede llamar su gran casa; dejé el caballo a un criado mío; subí sin topar a nadie hasta el mismo aposento donde ella estaba durmiendo la siesta sobre un estrado negro. Era por estremo hermosa, y el silencio, la soledad, la ocasión, despertaron en mí un deseo más atrevido que honesto; y, sin ponerme a hacer discretos discursos, cerré tras mí la puerta, y, llegándome a ella, la desperté; y, teniéndola asida fuertemente, le dije: «Vuesa merced, señora mía, no grite, que las voces que diere serán pregoneras de su deshonra: nadie me ha visto entrar en este aposento; que mi suerte, para que la tenga bonísima en gozaros, ha llovido sueño en todos vuestros criados, y cuando ellos acudan a vuestras voces no podrán más que quitarme la vida, y esto ha de ser en vuestro mismos brazos, y no por mi muerte dejará de quedar en opinión vuestra fama». Finalmente, yo la gocé contra su voluntad y a pura fuerza mía: ella, cansada, rendida y turbada, o no pudo o no quiso hablarme palabra, y yo, dejándola como atontada y suspensa, me volví a salir por los mismos pasos donde había entrado, y me vine a la aldea de otro amigo mío, que estaba dos leguas de la suya. Esta señora se mudó de aquel lugar a otro, y, sin que yo jamás la viese, ni lo procurase, se pasaron dos años, al cabo de los cuales supe que era muerta; y podrá haber veinte días que, con grandes encarecimientos, escribiéndome que era cosa que me importaba en ella el contento y la honra, me envió a llamar un mayordomo desta señora. Fui a ver lo que me quería, bien lejos de pensar en lo que me dijo; halléle a punto de muerte, y, por abreviar razones, en muy breves me dijo cómo al tiempo que murió su señora le dijo todo lo que conmigo le había sucedido, y cómo había quedado preñada de aquella fuerza; y que, por encubrir el bulto, había venido en romería a Nuestra Señora de Guadalupe, y cómo había parido en esta casa una niña, que se había de llamar Costanza. Diome las señas con que la hallaría, que fueron las que habéis visto de la cadena y pergamino. Y diome ansimismo treinta mil escudos de oro, que su señora dejó para casar a su hija. Díjome ansimismo que el no habérmelos dado luego, como su señora había muerto, ni declarádome lo que ella encomendó a su confianza y secreto, había sido por pura codicia y por poderse aprovechar de aquel dinero; pero que ya que estaba a punto de ir a dar cuenta a Dios, por descargo de su conciencia me daba el dinero y me avisaba adónde y cómo había de hallar mi hija. Recebí el dinero y las señales, y, dando cuenta desto al señor don Juan de Avendaño, nos pusimos en camino desta ciudad.
A estas razones llegaba don Diego, cuando oyeron que en la puerta de la calle decían a grandes voces:
-Díganle a Tomás Pedro, el mozo de la cebada, cómo llevan a su amigo el Asturiano preso; que acuda a la cárcel, que allí le espera.
A la voz de cárcel y de preso, dijo el Corregidor que entrase el preso y el alguacil que le llevaba. Dijeron al alguacil que el Corregidor, que estaba allí, le mandaba entrar con el preso; y así lo hubo de hacer.
Venía el Asturiano todos los dientes bañados en sangre, y muy malparado y muy bien asido del alguacil; y, así como entró en la sala, conoció a su padre y al de Avendaño. Turbóse, y, por no ser conocido, con un paño, como que se limpiaba la sangre, se cubrió el rostro. Preguntó el Corregidor que qué había hecho aquel mozo, que tan malparado le llevaban. Respondió el alguacil que aquel mozo era un aguador que le llamaban el Asturiano, a quien los muchachos por las calles decían: «¡Daca la cola, Asturiano: daca la cola!»; y luego, en breves palabras, contó la causa porque le pedían la tal cola, de que no riyeron poco todos. Dijo más: que, saliendo por la puente de Alcántara, dándole los muchachos priesa con la demanda de la cola, se había apeado del asno, y, dando tras todos, alcanzó a uno, a quien dejaba medio muerto a palos; y que, queriéndole prender, se había resistido, y que por eso iba tan malparado.
Mandó el Corregidor que se descubriese el rostro; y, porfiando a no querer descubrirse, llegó el alguacil y quitóle el pañuelo, y al punto le conoció su padre, y dijo todo alterado:
-Hijo don Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿Qué traje es éste? ¿Aún no se te han olvidado tus picardías?
Hincó las rodillas Carriazo y fuese a poner a los pies de su padre, que, con lágrimas en los ojos, le tuvo abrazado un buen espacio. Don Juan de Avendaño, como sabía que don Diego había venido con don Tomás, su hijo, preguntóle por él, a lo cual respondió que don Tomás de Avendaño era el mozo que daba cebada y paja en aquella posada. Con esto que el Asturiano dijo se acabó de apoderar la admiración en todos los presentes, y mandó el Corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la cebada.
-Yo creo que no está en casa -respondió el huésped-, pero yo le buscaré.
Y así, fue a buscalle.
Preguntó don Diego a Carriazo que qué transformaciones eran aquéllas, y qué les había movido a ser él aguador y don Tomás mozo de mesón. A lo cual respondió Carriazo que no podía satisfacer a aquellas preguntas tan en público; que él respondería a solas.
Estaba Tomás Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí, sin ser visto, lo que hacían su padre y el de Carriazo. Teníale suspenso la venida del Corregidor y el alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped como estaba allí escondido; subió por él, y más por fuerza que por grado le hizo bajar; y aun no bajara si el mismo Corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:
-Baje vuesa merced, señor pariente, que aquí no le aguardan osos ni leones.
Bajó Tomás, y, con los ojos bajos y sumisión grande, se hincó de rodillas ante su padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, a fuer del que tuvo el padre del Hijo Pródigo cuando le cobró de perdido.
Ya en esto había venido un coche del Corregidor, para volver en él, pues la gran fiesta no permitía volver a caballo. Hizo llamar a Costanza, y, tomándola de la mano, se la presentó a su padre, diciendo:
-Recebid, señor don Diego, esta prenda y estimalda por la más rica que acertárades a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano a vuestro padre y dad gracias a Dios, que con tan honrado suceso ha enmedado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.
Costanza, que no sabía ni imaginaba lo que le había acontecido, toda turbada y temblando, no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre; y, tomándole las manos, se las comenzó a besar tiernamente, bañándoselas con infinitas lágrimas que por sus hermosísimos ojos derramaba.
En tanto que esto pasaba, había persuadido el Corregidor a su primo don Juan que se viniesen todos con él a su casa; y, aunque don Juan lo rehusaba, fueron tantas las persuasiones del Corregidor, que lo hubo de conceder; y así, entraron en el coche todos. Pero, cuando dijo el Corregidor a Costanza que entrase también en el coche, se le anubló el corazón, y ella y la huéspeda se asieron una a otra y comenzaron a hacer tan amargo llanto, que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban. Decía la huéspeda:
-¿Cómo es esto, hija de mi corazón, que te vas y me dejas? ¿Cómo tienes ánimo de dejar a esta madre, que con tanto amor te ha criado?
Costanza lloraba y la respondía con no menos tiernas palabras. Pero el Corregidor, enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche, y que no se apartase de su hija, pues por tal la tenía, hasta que saliese de Toledo. Así, la huéspeda y todos entraron en el coche, y fueron a casa del Corregidor, donde fueron bien recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y sumptuosamente, y después de comer contó Carriazo a su padre cómo por amores de Costanza don Tomás se había puesto a servir en el mesón, y que estaba enamorado de tal manera della, que, sin que le hubiera descubierto ser tan principal, como era siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del Corregidor a Costanza con unos vestidos de una hija que tenía de la misma edad y cuerpo de Costanza; y si parecía hermosa con los de labradora, con los cortesanos parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daba a entender que desde que nació había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.
Pero, entre tantos alegres, no pudo faltar un triste, que fue don Pedro, el hijo del Corregidor, que luego se imaginó que Costanza no había de ser suya; y así fue la verdad, porque, entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño, se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor, y don Pedro, el hijo del Corregidor, con una hija de don Juan de Avendaño; que su padre se ofrecía a traer dispensación del parentesco.
Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se estendió por la ciudad; y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho. Vieron al mozo de la cebada, Tomás Pedro, vuelto en don Tomás de Avendaño y vestido como señor; notaron que Lope Asturiano era muy gentilhombre después que había mudado vestido y dejado el asno y las aguaderas; pero, con todo eso, no faltaba quien, en el medio de su pompa, cuando iba por la calle, no le pidiese la cola.
Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron a Burgos don Diego de Carriazo y su mujer, su padre, y Costanza con su marido don Tomás, y el hijo del Corregidor, que quiso ir a ver su parienta y esposa. Quedó el Sevillano rico con los mil escudos y con muchas joyas que Costanza dio a su señora; que siempre con este nombre llamaba a la que la había criado.
Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón; y Carriazo, ni más ni menos, con tres hijos, que, sin tomar el estilo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca; y su padre, apenas vee algún asno de aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo; y teme que, cuando menos se cate, ha de remanecer en alguna sátira el «¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!»
CINCO leguas de la ciudad de Sevilla, está un lugar que se llama Castiblanco; y, en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que anochecía, entró un caminante sobre un hermoso cuartago, estranjero. No traía criado alguno, y, sin esperar que le tuviesen el estribo, se arrojó de la silla con gran ligereza.
Acudió luego el huésped, que era hombre diligente y de recado; mas no fue tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que en el portal había, desabrochándose muy apriesa los botones del pecho, y luego dejó caer los brazos a una y a otra parte, dando manifiesto indicio de desmayarse. La huéspeda, que era caritativa, se llegó a él, y, rociándole con agua el rostro, le hizo volver en su acuerdo, y él, dando muestras que le había pesado de que así le hubiesen visto, se volvió a abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se recogiese, y que, si fuese posible, fuese solo.
Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa, y que tenía dos camas, y que era forzoso, si algún huésped acudiese, acomodarle en la una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y, sacando un escudo de oro, se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho vacío.
No se descontentó la huéspeda de la paga; antes, se ofreció de hacer lo que le pedía, aunque el mismo deán de Sevilla llegase aquella noche a su casa. Preguntóle si quería cenar, y respondió que no; mas que sólo quería que se tuviese gran cuidado con su cuartago. Pidió la llave del aposento, y, llevando consigo unas bolsas grandes de cuero, se entró en él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun, a lo que después pareció, arrimó a ella dos sillas.
Apenas se hubo encerrado, cuando se juntaron a consejo el huésped y la huéspeda, y el mozo que daba la cebada, y otros dos vecinos que acaso allí se hallaron; y todos trataron de la grande hermosura y gallarda disposición del nuevo huésped, concluyendo que jamás tal belleza habían visto.
Tanteáronle la edad y se resolvieron que tendría de diez y seis a diez y siete años. Fueron y vinieron y dieron y tomaron, como suele decirse, sobre qué podía haber sido la causa del desmayo que le dio; pero, como no la alcanzaron, quedáronse con la admiración de su gentileza.
Fuéronse los vecinos a sus casas, y el huésped a pensar el cuartago, y la huéspeda a aderezar algo de cenar por si otros huéspedes viniesen. Y no tardó mucho cuando entró otro de poca más edad que el primero y no de menos gallardía; y, apenas le hubo visto la huéspeda, cuando dijo:
-¡Válame Dios!, ¿y qué es esto? ¿Vienen, por ventura, esta noche a posar ángeles a mi casa?
-¿Por qué dice eso la señora huéspeda? -dijo el caballero.
-No lo digo por nada, señor -respondió la mesonera-; sólo digo que vuesa merced no se apee, porque no tengo cama que darle, que dos que tenía las ha tomado un caballero que está en aquel aposento, y me las ha pagado entrambas, aunque no había menester más de la una sola, porque nadie le entre en el aposento; y, es que debe de gustar de la soledad; y, en Dios y en mi ánima que no sé yo por qué, que no tiene él cara ni disposición para esconderse, sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
-¿Tan lindo es, señora huéspeda? -replicó el caballero.
-¡Y cómo si es lindo! -dijo ella-; y aun más que relindo.
-Ten aquí, mozo -dijo a esta sazón el caballero-; que, aunque duerma en el suelo tengo de ver hombre tan alabado.
Y, dando el estribo a un mozo de mulas que con él venía, se apeó y hizo que le diesen luego de cenar, y así fue hecho. Y, estando cenando, entró un alguacil del pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa) y sentóse a conversación con el caballero en tanto que cenaba; y no dejó, entre razón y razón, de echar abajo tres cubiletes de vino, y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dio el caballero. Y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la Corte y de las guerras de Flandes y bajada del Turco, no olvidándose de los sucesos del Trasilvano, que Nuestro Señor guarde.
El caballero cenaba y callaba, porque no venía de parte que le pudiese satisfacer a sus preguntas. Ya en esto, había acabado el mesonero de dar recado al cuartago, y sentóse a hacer tercio en la conversación y a probar de su mismo vino no menos tragos que el alguacil; y a cada trago que envasaba volvía y derribaba la cabeza sobre el hombro izquierdo, y alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle mucho en ellas por que no se aguase. De lance en lance, volvieron a las alabanzas del huésped encerrado, y contaron de su desmayo y encerramiento, y de que no había querido cenar cosa alguna. Ponderaron el aparato de las bolsas, y la bondad del cuartago y del vestido vistoso que de camino traía: todo lo cual requería no venir sin mozo que le sirviese. Todas estas exageraciones pusieron nuevo deseo de verle, y rogó al mesonero hiciese de modo como él entrase a dormir en la otra cama y le daría un escudo de oro. Y, puesto que la codicia del dinero acabó con la voluntad del mesonero de dársela, halló ser imposible, a causa que estaba cerrado por de dentro y no se atrevía a despertar al que dentro dormía, y que también tenía pagados los dos lechos. Todo lo cual facilitó el alguacil diciendo:
-Lo que se podrá hacer es que yo llamaré a la puerta, diciendo que soy la justicia, que por mandado del señor alcalde traigo a aposentar a este caballero a este mesón, y que, no habiendo otra cama, se le manda dar aquélla. A lo cual ha de replicar el huésped que se le hace agravio, porque ya está alquilada y no es razón quitarla al que la tiene. Con esto quedará el mesonero desculpado y vuesa merced consiguirá su intento.
A todos les pareció bien la traza del alguacil, y por ella le dio el deseoso cuatro reales.
Púsose luego por obra; y, en resolución, mostrando gran sentimiento, el primer huésped abrió a la justicia, y el segundo, pidiéndole perdón del agravio que al parecer se le había hecho, se fue acostar en el lecho desocupado. Pero ni el otro le respondió palabra, ni menos se dejó ver el rostro, porque apenas hubo abierto cuando se fue a su cama, y, vuelta la cara a la pared, por no responder, hizo que dormía. El otro se acostó, esperando cumplir por la mañana su deseo, cuando se levantasen.
Eran las noches de las perezosas y largas de diciembre, y el frío y el cansancio del camino forzaba a procurar pasarlas con reposo; pero, como no le tenía el huésped primero, a poco más de la media noche, comenzó a suspirar tan amargamente que con cada suspiro parecía despedírsele el alma; y fue de tal manera que, aunque el segundo dormía, hubo de despertar al lastimero son del que se quejaba. Y, admirado de los sollozos con que acompañaba los suspiros, atentamente se puso a escuchar lo que al parecer entre sí murmuraba. Estaba la sala escura y las camas bien desviadas; pero no por esto dejó de oír, entre otras razones, éstas, que, con voz debilitada y flaca, el lastimado huésped primero decía:
-¡Ay sin ventura! ¿Adónde me lleva la fuerza incontrastable de mis hados? ¿Qué camino es el mío, o qué salida espero tener del intricado laberinto donde me hallo? ¡Ay pocos y mal experimentados años, incapaces de toda buena consideración y consejo! ¿Qué fin ha de tener esta no sabida peregrinación mía? ¡Ay honra menospreciada; ay amor mal agradecido; ay respectos de honrados padres y parientes atropellados, y ay de mí una y mil veces, que tan a rienda suelta me dejé llevar de mi deseos! ¡Oh palabras fingidas, que tan de veras me obligastes a que con obras os respondiese! Pero, ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise engañarme? ¿No soy yo la que tomó el cuchillo con sus misma manos, con que corté y eché por tierra mi crédito, con el que de mi valor tenían mis ancianos padres? ¡Oh fementido Marco Antonio! ¿Cómo es posible que en las dulces palabras que me decías viniese mezclada la hiel de tus descortesías y desdenes? ¿Adónde estás, ingrato; adónde te fuiste, desconocido? Respóndeme, que te hablo; espérame, que te sigo; susténtame, que descaezco; págame, que me debes; socórreme, pues por tantas vías te tengo obligado.
Calló, en diciendo esto, dando muestra en los ayes y suspiros que no dejaban los ojos de derramar tiernas lágrimas. Todo lo cual, con sosegado silencio, estuvo escuchando el segundo huésped, coligiendo por las razones que había oído que, sin duda alguna, era mujer la que se quejaba: cosa que le avivó más el deseo de conocella, y estuvo muchas veces determinado de irse a la cama de la que creía ser mujer; y hubiéralo hecho si en aquella sazón no le sintiera levantar: y, abriendo la puerta de la sala, dio voces al huésped de casa que le ensillase el cuartago, porque quería partirse. A lo cual, al cabo de un buen rato que el mesonero se dejó llamar, le respondió que se sosegase, porque aún no era pasada la media noche, y que la escuridad era tanta, que sería temeridad ponerse en camino. Quietóse con esto, y, volviendo a cerrar la puerta, se arrojó en la cama de golpe, dando un recio suspiro.
Parecióle al que escuchaba que sería bien hablarle y ofrecerle para su remedio lo que de su parte podía, por obligarle con esto a que se descubriese y su lastimera historia le contase; y así le dijo:
-Por cierto, señor gentilhombre, que si los suspiros que habéis dado y las palabras que habéis dicho no me hubieran movido a condolerme del mal de que os quejáis, entendiera que carecía de natural sentimiento, o que mi alma era de piedra y mi pecho de bronce duro; y si esta compasión que os tengo y el presupuesto que en mí ha nacido de poner mi vida por vuestro remedio, si es que vuestro mal le tiene, merece alguna cortesía en recompensa, ruégoos que la uséis conmigo declarándome, sin encubrirme cosa, la causa de vuestro dolor.
-Si él no me hubiera sacado de sentido -respondió el que se quejaba-, bien debiera yo de acordarme que no estaba solo en este aposento, y así hubiera puesto más freno a mi lengua y más tregua a mis suspiros; pero, en pago de haberme faltado la memoria en parte donde tanto me importaba tenerla, quiero hacer lo que me pedís, porque, renovando la amarga historia de mis desgracias, podría ser que el nuevo sentimiento me acabase. Mas, si queréis que haga lo que me pedís, habéisme de prometer, por la fe que me habéis mostrado en el ofrecimiento que me habéis hecho y por quien vos sois (que, a lo que en vuestras palabras mostráis, prometéis mucho), que, por cosas que de mí oyáis en lo que os dijere, no os habéis de mover de vuestro lecho ni venir al mío, ni preguntarme más de aquello que yo quisiere deciros; porque si al contrario desto hiciéredes, en el punto que os sienta mover, con una espada que a la cabecera tengo, me pasaré el pecho.
Esotro, que mil imposibles prometiera por saber lo que tanto deseaba, le respondió que no saldría un punto de lo que le había pedido, afirmándoselo con mil juramentos.
-Con ese seguro, pues -dijo el primero-, yo haré lo que hasta ahora no he hecho, que es dar cuenta de mi vida a nadie; y así, escuchad: «Habéis de saber, señor, que yo, que en esta posada entré, como sin duda os habrán dicho, en traje de varón, soy una desdichada doncella: a lo menos una que lo fue no ha ocho días y lo dejó de ser por inadvertida y loca, y por creerse de palabras compuestas y afeitadas de fementidos hombres. Mi nombre es Teodosia; mi patria, un principal lugar desta Andalucía, cuyo nombre callo (porque no os importa a vos tanto el saberlo como a mí el encubrirlo); mis padres son nobles y más que medianamente ricos, los cuales tuvieron un hijo y una hija: él para descanso y honra suya, y ella para todo lo contrario. A él enviaron a estudiar a Salamanca; a mí me tenían en su casa, adonde me criaban con el recogimiento y recato que su virtud y nobleza pedían; y yo, sin pesadumbre alguna, siempre les fui obediente, ajustando mi voluntad a la suya sin discrepar un solo punto, hasta que mi suerte menguada, o mi mucha demasía, me ofreció a los ojos un hijo de un vecino nuestro, más rico que mis padres y tan noble como ellos.
»La primera vez que le miré no sentí otra cosa que fuese más de una complacencia de haberle visto; y no fue mucho, porque su gala, gentileza, rostro y costumbres eran de los alabados y estimados del pueblo, con su rara discreción y cortesía. Pero, ¿de qué me sirve alabar a mi enemigo ni ir alargando con razones el suceso tan desgraciado mío, o, por mejor decir, el principio de mi locura? Digo, en fin, que él me vio una y muchas veces desde una ventana que frontero de otra mía estaba. Desde allí, a lo que me pareció, me envió el alma por los ojos; y los míos, con otra manera de contento que el primero, gustaron de miralle, y aun me forzaron a que creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su rostro leía. Fue la vista la intercesora y medianera de la habla, la habla de declarar su deseo, su deseo de encender el mío y de dar fe al suyo. Llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros y todo aquello que, a mi parecer, puede hacer un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su pecho. Y en mí, desdichada (que jamás en semejantes ocasiones y trances me había visto), cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad; cada suspiro, un furioso viento que el incendio aumentaba, de tal suerte que acabó de consumir la virtud que hasta entonces aún no había sido tocada; y, finalmente, con la promesa de ser mi esposo, a pesar de sus padres, que para otra le guardaban, di con todo mi recogimiento en tierra; y, sin saber cómo, me entregué en su poder a hurto de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino que un paje de Marco Antonio, que éste es el nombre del inquietador de mi sosiego. Y, apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo, sin que sus padres ni otra persona alguna supiesen decir ni imaginar dónde había ido.
»Cual yo quedé, dígalo quien tuviere poder para decirlo, que yo no sé ni supe más de sentillo. Castigué mis cabellos, como si ellos tuvieran la culpa de mi yerro; martiricé mi rostro, por parecerme que él había dado toda la ocasión a mi desventura; maldije mi suerte, acusé mi presta determinación, derramé muchas e infinitas lágrimas, vime casi ahogada entre ellas y entre los suspiros que de mi lastimado pecho salían; quejéme en silencio al cielo, discurrí con la imaginación, por ver si descubría algún camino o senda a mi remedio, y la que hallé fue vestirme en hábito de hombre y ausentarme de la casa de mis padres, y irme a buscar a este segundo engañador Eneas, a este cruel y fementido Vireno, a este defraudador de mis buenos pensamientos y legítimas y bien fundadas esperanzas.
»Y así, sin ahondar mucho en mis discursos, ofreciéndome la ocasión un vestido de camino de mi hermano y un cuartago de mi padre, que yo ensillé, una noche escurísima me salí de casa con intención de ir a Salamanca, donde, según después se dijo, creían que Marco Antonio podía haber venido, porque también es estudiante y camarada del hermano mío que os he dicho. No dejé, asimismo de sacar cantidad de dineros en oro para todo aquello que en mi impensado viaje pueda sucederme. Y lo que más me fatiga es que mis padres me han de seguir y hallar por las señas del vestido y del cuartago que traigo; y, cuando esto no tema, temo a mi hermano, que está en Salamanca, del cual, si soy conocida, ya se puede entender el peligro en que está puesta mi vida; porque, aunque él escuche mis disculpas, el menor punto de su honor pasa a cuantas yo pudiere darle.
»Con todo esto, mi principal determinación es, aunque pierda la vida, buscar al desalmado de mi esposo: que no puede negar el serlo sin que le desmientan las prendas que dejó en mi poder, que son una sortija de diamantes con unas cifras que dicen: ES MARCO ANTONIO ESPOSO DE TEODOSIA. Si le hallo, sabré dél qué halló en mí que tan presto le movió a dejarme; y, en resolución, haré que me cumpla la palabra y fe prometida, o le quitaré la vida, mostrándome tan presta a la venganza como fui fácil al dejar agraviarme; porque la nobleza de la sangre que mis padres me han dado va despertando en mí bríos que me prometen o ya remedio, o ya venganza de mi agravio.» Esta es, señor caballero, la verdadera y desdichada historia que deseábades saber, la cual será bastante disculpa de los suspiros y palabras que os despertaron. Lo que os ruego y suplico es que, ya que no podáis darme remedio, a lo menos me deis consejo con que pueda huir los peligros que me contrastan, y templar el temor que tengo de ser hallada, y facilitar los modos que he de usar para conseguir lo que tanto deseo y he menester.
Un gran espacio de tiempo estuvo sin responder palabra el que había estado escuchando la historia de la enamorada Teodosia; y tanto, que ella pensó que estaba dormido y que ninguna cosa le había oído; y, para certificarse de lo que sospechaba, le dijo:
-¿Dormís, señor? Y no sería malo que durmiésedes, porque el apasionado que cuenta sus desdichas a quien no las siente, bien es que causen en quien las escucha más sueño que lástima.
-No duermo -respondió el caballero-; antes, estoy tan despierto y siento tanto vuestra desventura, que no sé si diga que en el mismo grado me aprieta y duele que a vos misma; y por esta causa el consejo que me pedís, no sólo ha de parar en aconsejaros, sino en ayudaros con todo aquello que mis fuerzas alcanzaren; que, puesto que en el modo que habéis tenido en contarme vuestro suceso se ha mostrado el raro entendimiento de que sois dotada, y que conforme a esto os debió de engañar más vuestra voluntad rendida que las persuasiones de Marco Antonio, todavía quiero tomar por disculpa de vuestro yerro vuestros pocos años, en los cuales no cabe tener experiencia de los muchos engaños de los hombres. Sosegad, señora, y dormid, si podéis, lo poco que debe de quedar de la noche; que, en viniendo el día, nos aconsejaremos los dos y veremos qué salida se podrá dar a vuestro remedio.
Agradecióselo Teodosia lo mejor que supo, y procuró reposar un rato por dar lugar a que el caballero durmiese, el cual no fue posible sosegar un punto; antes, comenzó a volcarse por la cama y a suspirar de manera que le fue forzoso a Teodosia preguntarle qué era lo que sentía, que si era alguna pasión a quien ella pudiese remediar, lo haría con la voluntad misma que él a ella se le había ofrecido. A esto respondió el caballero:
-Puesto que sois vos, señora, la que causa el desasosiego que en mí habéis sentido, no sois vos la que podáis remedialle; que, a serlo, no tuviera yo pena alguna.
No pudo entender Teodosia adónde se encaminaban aquellas confusas razones; pero todavía sospechó que alguna pasión amorosa le fatigaba, y aun pensó ser ella la causa; y era de sospechar y de pensar, pues la comodidad del aposento, la soledad y la escuridad, y el saber que era mujer, no fuera mucho haber despertado en él algún mal pensamiento. Y, temerosa desto, se vistió con grande priesa y con mucho silencio, y se ciñó su espada y daga; y, de aquella manera, sentada sobre la cama, estuvo esperando el día, que de allí a poco espacio dio señal de su venida, con la luz que entraba por los muchos lugares y entradas que tienen los aposentos de los mesones y ventas. Y lo mismo que Teodosia había hecho el caballero; y, apenas vio estrellado el aposento con la luz del día, cuando se levantó de la cama diciendo:
-Levantaos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada, y no dejaros de mi lado hasta que como legítimo esposo tengáis en el vuestro a Marco Antonio, o que él o yo perdamos las vidas; y aquí veréis la obligación y voluntad en que me ha puesto vuestra desgracia.
Y, diciendo esto, abrió las ventanas y puertas del aposento.
Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué talle y parecer tenía aquel con quien había estado hablando toda la noche. Mas, cuando le miró y le conoció, quisiera que jamás hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le hubieran cerrado los ojos; porque, apenas hubo el caballero vuelto los ojos a mirarla (que también deseaba verla), cuando ella conoció que era su hermano, de quien tanto se temía, a cuya vista casi perdió la de sus ojos, y quedó suspensa y muda y sin color en el rostro; pero, sacando del temor esfuerzo y del peligro discreción, echando mano a la daga, la tomó por la punta y se fue a hincar de rodillas delante de su hermano, diciendo con voz turbada y temerosa:
-Toma, señor y querido hermano mío, y haz con este hierro el castigo del que he cometido, satisfaciendo tu enojo, que para tan grande culpa como la mía no es bien que ninguna misericordia me valga. Yo confieso mi pecado, y no quiero que me sirva de disculpa mi arrepentimiento: sólo te suplico que la pena sea de suerte que se estienda a quitarme la vida y no la honra; que, puesto que yo la he puesto en manifiesto peligro, ausentándome de casa de mis padres, todavía quedará en opinión si el castigo que me dieres fuere secreto.
Mirábala su hermano, y, aunque la soltura de su atrevimiento le incitaba a la venganza, las palabras tan tiernas y tan eficaces con que manifestaba su culpa le ablandaron de tal suerte las entrañas, que, con rostro agradable y semblante pacífico, la levantó del suelo y la consoló lo mejor que pudo y supo, diciéndole, entre otras razones, que por no hallar castigo igual a su locura le suspendía por entonces; y, así por esto como por parecerle que aún no había cerrado la fortuna de todo en todo las puertas a su remedio, quería antes procurársele por todas las vías posibles, que no tomar venganza del agravio que de su mucha liviandad en él redundaba.
Con estas razones volvió Teodosia a cobrar los perdidos espíritus; tornó la color a su rostro y revivieron sus casi muertas esperanzas. No quiso más don Rafael (que así se llamaba su hermano) tratarle de su suceso: sólo le dijo que mudase el nombre de Teodosia en Teodoro y que diesen luego la vuelta a Salamanca los dos juntos a buscar a Marco Antonio, puesto que él imaginaba que no estaba en ella, porque siendo su camarada le hubiera hablado; aunque podía ser que el agravio que le había hecho le enmudeciese y le quitase la gana de verle. Remitióse el nuevo Teodoro a lo que su hermano quiso. Entró en esto el huésped, al cual ordenaron que les diese algo de almorzar, porque querían partirse luego.
Entre tanto que el mozo de mulas ensillaba y el almuerzo venía, entró en el mesón un hidalgo que venía de camino, que de don Rafael fue conocido luego. Conocíale también Teodoro, y no osó salir del aposento por no ser visto. Abrazáronse los dos, y preguntó don Rafael al recién venido qué nuevas había en su lugar. A lo cual respondió que él venía del Puerto de Santa María, adonde dejaba cuatro galeras de partida para Nápoles, y que en ellas había visto embarcado a Marco Antonio Adorno, el hijo de don Leonardo Adorno; con las cuales nuevas se holgó don Rafael, pareciéndole que, pues tan sin pensar había sabido nuevas de lo que tanto le importaba, era señal que tendría buen fin su suceso. Rogóle a su amigo que trocase con el cuartago de su padre (que él muy bien conocía) la mula que él traía, no diciéndole que venía, sino que iba a Salamanca, y que no quería llevar tan buen cuartago en tan largo camino. El otro, que era comedido y amigo suyo, se contentó del trueco y se encargó de dar el cuartago a su padre. Almorzaron juntos, y Teodoro solo; y, llegado el punto de partirse, el amigo tomó el camino de Cazalla, donde tenía una rica heredad.
No partió don Rafael con él, que por hurtarle el cuerpo le dijo que le convenía volver aquel día a Sevilla; y, así como le vio ido, estando en orden las cabalgaduras, hecha la cuenta y pagado al huésped, diciendo adiós, se salieron de la posada, dejando admirados a cuantos en ella quedaban de su hermosura y gentil disposición, que no tenía para hombre menor gracia, brío y compostura don Rafael que su hermana belleza y donaire.
Luego en saliendo, contó don Rafael a su hermana las nuevas que de Marco Antonio le habían dado, y que le parecía que con la diligencia posible caminasen la vuelta de Barcelona, donde de ordinario suelen parar algún día las galeras que pasan a Italia o vienen a España, y que si no hubiesen llegado, podían esperarlas, y allí sin duda hallarían a Marco Antonio. Su hermana le dijo que hiciese todo aquello que mejor le pareciese, porque ella no tenía más voluntad que la suya.
Dijo don Rafael al mozo de mulas que consigo llevaba que tuviese paciencia, porque le convenía pasar a Barcelona, asegurándole la paga a todo su contento del tiempo que con él anduviese. El mozo, que era de los alegres del oficio y que conocía que don Rafael era liberal, respondió que hasta el cabo del mundo le acompañaría y serviría. Preguntó don Rafael a su hermana qué dineros llevaba. Respondió que no los tenía contados, y que no sabía más de que en el escritorio de su padre había metido la mano siete o ocho veces y sacádola llena de escudos de oro; y, según aquello, imaginó don Rafael que podía llevar hasta quinientos escudos, que con otros docientos que él tenía y una cadena de oro que llevaba, le pareció no ir muy desacomodado; y más, persuadiéndose que había de hallar en Barcelona a Marco Antonio.
Con esto, se dieron priesa a caminar sin perder jornada, y, sin acaescerles desmán o impedimento alguno, llegaron a dos leguas de un lugar que está nueve de Barcelona, que se llama Igualada. Habían sabido en el camino cómo un caballero, que pasaba por embajador a Roma, estaba en Barcelona esperando las galeras, que aún no habían llegado, nueva que les dio mucho contento. Con este gusto caminaron hasta entrar en un bosquecillo que en el camino estaba, del cual vieron salir un hombre corriendo y mirando atrás, como espantado. Púsosele don Rafael delante, diciéndole:
-¿Por qué huís, buen hombre, o qué cosa os ha acontecido, que con muestras de tanto miedo os hace parecer tan ligero?
-¿No queréis que corra apriesa y con miedo -respondió el hombre-, si por milagro me he escapado de una compañía de bandoleros que queda en ese bosque?
-¡Malo! -dijo el mozo de mulas-. ¡Malo, vive Dios! ¿Bandoleritos a estas horas? Para mi santiguada, que ellos nos pongan como nuevos.
-No os congojéis, hermano -replicó el del bosque-, que ya los bandoleros se han ido y han dejado atados a los árboles deste bosque más de treinta pasajeros, dejándolos en camisa; a sólo un hombre dejaron libre para que desatase a los demás después que ellos hubiesen traspuesto una montañuela que le dieron por señal.
-Si eso es -dijo Calvete, que así se llamaba el mozo de mulas-, seguros podemos pasar, a causa que al lugar donde los bandoleros hacen el salto no vuelven por algunos días, y puedo asegurar esto como aquel que ha dado dos veces en sus manos y sabe de molde su usanza y costumbres.
-Así es -dijo el hombre.
Lo cual oído por don Rafael, determinó pasar adelante; y no anduvieron mucho cuando dieron en los atados, que pasaban de cuarenta, que los estaba desatando el que dejaron suelto. Era estraño espectáculo el verlos: unos desnudos del todo, otros vestidos con los vestidos astrosos de los bandoleros; unos llorando de verse robados, otros riendo de ver los estraños trajes de los otros; éste contaba por menudo lo que le llevaban, aquél decía que le pesaba más de una caja de agnus que de Roma traía que de otras infinitas cosas que llevaban. En fin, todo cuanto allí pasaba eran llantos y gemidos de los miserables despojados. Todo lo cual miraban, no sin mucho dolor, los dos hermanos, dando gracias al cielo que de tan grande y tan cercano peligro los había librado. Pero lo que más compasión les puso, especialmente a Teodoro, fue ver al tronco de una encina atado un muchacho de edad al parecer de diez y seis años, con sola la camisa y unos calzones de lienzo, pero tan hermoso de rostro que forzaba y movía a todos que le mirasen.
Apeóse Teodoro a desatarle, y él le agradeció con muy corteses razones el beneficio; y, por hacérsele mayor, pidió a Calvete, el mozo de mulas, le prestase su capa hasta que en el primer lugar comprasen otra para aquel gentil mancebo. Diola Calvete, y Teodoro cubrió con ella al mozo, preguntándole de dónde era, de dónde venía y adónde caminaba.
A todo esto estaba presente don Rafael, y el mozo respondió que era del Andalucía y de un lugar que, en nombrándole, vieron que no distaba del suyo sino dos leguas. Dijo que venía de Sevilla, y que su designio era pasar a Italia a probar ventura en el ejercicio de las armas, como otros muchos españoles acostumbraban; pero que la suerte suya había salido azar con el mal encuentro de los bandoleros, que le llevaban una buena cantidad de dineros, y tales vestidos, que no se compraran tan buenos con trecientos escudos; pero que, con todo eso, pensaba proseguir su camino, porque no venía de casta que se le había de helar al primer mal suceso el calor de su fervoroso deseo.
Las buenas razones del mozo, junto con haber oído que era tan cerca de su lugar, y más con la carta de recomendación que en su hermosura traía, pusieron voluntad en los dos hermanos de favorecerle en cuanto pudiesen. Y, repartiendo entre los que más necesidad, a su parecer, tenían algunos dineros, especialmente entre frailes y clérigos, que había más de ocho, hicieron que subiese el mancebo en la mula de Calvete; y, sin detenerse más, en poco espacio se pusieron en Igualada, donde supieron que las galeras el día antes habían llegado a Barcelona, y que de allí a dos días se partirían, si antes no les forzaba la poca seguridad de la playa.
Estas nuevas hicieron que la mañana siguiente madrugasen antes que el sol, puesto que aquella noche no la durmieron toda, sino con más sobresalto de los dos hermanos que ellos se pensaron, causado de que, estando a la mesa, y con ellos el mancebo que habían desatado, Teodoro puso ahincadamente los ojos en su rostro, y, mirándole algo curiosamente, le pareció que tenía las orejas horadadas; y, en esto y en un mirar vergonzoso que tenía, sospechó que debía de ser mujer, y deseaba acabar de cenar para certificarse a solas de su sospecha. Y entre la cena le preguntó don Rafael que cúyo hijo era, porque él conocía toda la gente principal de su lugar, si era aquel que había dicho. A lo cual respondió el mancebo que era hijo de don Enrique de Cárdenas, caballero bien conocido. A esto dijo don Rafael que él conocía bien a don Enrique de Cárdenas, pero que sabía y tenía por cierto que no tenía hijo alguno; mas que si lo había dicho por no descubrir sus padres, que no importaba y que nunca más se lo preguntaría.
-Verdad es -replicó el mozo- que don Enrique no tiene hijos, pero tiénelos un hermano suyo que se llama don Sancho.
-Ése tampoco -respondió don Rafael- tiene hijos, sino una hija sola, y aun dicen que es de las más hermosas doncellas que hay en la Andalucía, y esto no lo sé más de por fama; que, aunque muchas veces he estado en su lugar, jamás la he visto.
-Todo lo que, señor, decís es verdad -respondió el mancebo-, que don Sancho no tiene más de una hija, pero no tan hermosa como su fama dice; y si yo dije que era hijo de don Enrique, fue porque me tuviésedes, señores, en algo, pues no lo soy sino de un mayordomo de don Sancho, que ha muchos años que le sirve, y yo nací en su casa; y, por cierto enojo que di a mi padre, habiéndole tomado buena cantidad de dineros, quise venirme a Italia, como os he dicho, y seguir el camino de la guerra, por quien vienen, según he visto, a hacerse ilustres aun los de escuro linaje.
Todas estas razones y el modo con que las decía notaba atentamente Teodoro, y siempre se iba confirmando en su sospecha.
Acabóse la cena, alzaron los manteles; y, en tanto que don Rafael se desnudaba, habiéndole dicho lo que del mancebo sospechaba, con su parecer y licencia se apartó con el mancebo a un balcón de una ancha ventana que a la calle salía, y, en él puestos los dos de pechos, Teodoro así comenzó a hablar con el mozo:
-Quisiera, señor Francisco -que así había dicho él que se llamaba-, haberos hecho tantas buenas obras, que os obligaran a no negarme cualquiera cosa que pudiera o quisiera pediros; pero el poco tiempo que ha que os conozco no ha dado lugar a ello. Podría ser que en el que está por venir conociésedes lo que merece mi deseo, y si al que ahora tengo no gustáredes de satisfacer, no por eso dejaré de ser vuestro servidor, como lo soy también, que antes que os le descubra sepáis que, aunque tengo tan pocos años como los vuestros, tengo más experiencia de las cosas del mundo que ellos prometen, pues con ella he venido a sospechar que vos no sois varón, como vuestro traje lo muestra, sino mujer, y tan bien nacida como vuestra hermosura publica, y quizá tan desdichada como lo da a entender la mudanza del traje, pues jamás tales mudanzas son por bien de quien las hace. Si es verdad lo que sospecho, decídmelo, que os juro, por la fe de caballero que profeso, de ayudaros y serviros en todo aquello que pudiere. De que no seáis mujer no me lo podéis negar, pues por las ventanas de vuestras orejas se vee esta verdad bien clara; y habéis andado descuidada en no cerrar y disimular esos agujeros con alguna cera encarnada, que pudiera ser que otro tan curioso como yo, y no tan honrado, sacara a luz lo que vos tan mal habéis sabido encubrir. Digo que no dudéis de decirme quién sois, con presupuesto que os ofrezco mi ayuda; yo os aseguro el secreto que quisiéredes que tenga.
Con grande atención estaba el mancebo escuchando lo que Teodoro le decía; y, viendo que ya callaba, antes que le respondiese palabra, le tomó las manos y, llegándoselas a la boca, se las besó por fuerza, y aun se las bañó con gran cantidad de lágrimas que de sus hermosos ojos derramaba; cuyo estraño sentimiento le causó en Teodoro de manera que no pudo dejar de acompañarle en ellas (propia y natural condición de mujeres principales, enternecerse de los sentimientos y trabajos ajenos); pero, después que con dificultad retiró sus manos de la boca del mancebo, estuvo atenta a ver lo que le respondía; el cual, dando un profundo gemido, acompañado de muchos suspiros, dijo:
-No quiero ni puedo negaros, señor, que vuestra sospecha no haya sido verdadera: mujer soy, y la más desdichada que echaron al mundo las mujeres, y, pues las obras que me habéis hecho y los ofrecimientos que me hacéis me obligan a obedeceros en cuanto me mandáredes, escuchad, que yo os diré quién soy, si ya no os cansa oír ajenas desventuras.
-En ellas viva yo siempre -replicó Teodoro- si no llegue el gusto de saberlas a la pena que me darán el ser vuestras, que ya las voy sintiendo como propias mías.
Y, tornándole a abrazar y a hacer nuevos y verdaderos ofrecimientos, el mancebo, algo más sosegado, comenzó a decir estas razones:
-«En lo que toca a mi patria, la verdad he dicho; en lo que toca a mis padres, no la dije, porque don Enrique no lo es, sino mi tío, y su hermano don Sancho mi padre: que yo soy la hija desventurada que vuestro hermano dice que don Sancho tiene tan celebrada de hermosa, cuyo engaño y desengaño se echa de ver en la ninguna hermosura que tengo. Mi nombre es Leocadia; la ocasión de la mudanza de mi traje oiréis ahora.
»Dos leguas de mi lugar está otro de los más ricos y nobles de la Andalucía, en el cual vive un principal caballero que trae su origen de los nobles y antiguos Adornos de Génova. Éste tiene un hijo que, si no es que la fama se adelanta en sus alabanzas, como en las mías, es de los gentiles hombres que desearse pueden. Éste, pues, así por la vecindad de los lugares como por ser aficionado al ejercicio de la caza, como mi padre, algunas veces venía a mi casa y en ella se estaba cinco o seis días; que todos, y aun parte de las noches, él y mi padre las pasaban en el campo. Desta ocasión tomó la fortuna, o el amor, o mi poca advertencia, la que fue bastante para derribarme de la alteza de mis buenos pensamientos a la bajeza del estado en que me veo, pues, habiendo mirado, más de aquello que fuera lícito a una recatada doncella, la gentileza y discreción de Marco Antonio, y considerado la calidad de su linaje y la mucha cantidad de los bienes que llaman de fortuna que su padre tenía, me pareció que si le alcanzaba por esposo, era toda la felicidad que podía caber en mi deseo. Con este pensamiento le comencé a mirar con más cuidado, y debió de ser sin duda con más descuido, pues él vino a caer en que yo le miraba, y no quiso ni le fue menester al traidor otra entrada para entrarse en el secreto de mi pecho y robarme las mejores prendas de mi alma.
»Mas no sé para qué me pongo a contaros, señor, punto por punto las menudencias de mis amores, pues hacen tan poco al caso, sino deciros de una vez lo que él con muchas de solicitud granjeó conmigo: que fue que, habiéndome dado su fe y palabra, debajo de grandes y, a mi parecer, firmes y cristianos juramentos de ser mi esposo, me ofrecí a que hiciese de mí todo lo que quisiese. Pero, aún no bien satisfecha de sus juramentos y palabras, porque no se las llevase el viento, hice que las escribiese en una cédula, que él me dio firmada de su nombre, con tantas circunstancias y fuerzas escrita que me satisfizo. Recebida la cédula, di traza cómo una noche viniese de su lugar al mío y entrase por las paredes de un jardín a mi aposento, donde sin sobresalto alguno podía coger el fruto que para él solo estaba destinado. Llegóse, en fin, la noche por mí tan deseada...»
Hasta este punto había estado callando Teodoro, teniendo pendiente el alma de las palabras de Leocadia, que con cada una dellas le traspasaba el alma, especialmente cuando oyó el nombre de Marco Antonio y vio la peregrina hermosura de Leocadia, y consideró la grandeza de su valor con la de su rara discreción: que bien lo mostraba en el modo de contar su historia. Mas, cuando llegó a decir: «Llegó la noche por mí deseada», estuvo por perder la paciencia, y, sin poder hacer otra cosa, le salteó la razón, diciendo:
-Y bien; así como llegó esa felicísima noche, ¿qué hizo? ¿Entró, por dicha? ¿Gozástele? ¿Confirmó de nuevo la cédula? ¿Quedó contento en haber alcanzado de vos lo que decís que era suyo? ¿Súpolo vuestro padre, o en qué pararon tan honestos y sabios principios?
-Pararon -dijo Leocadia- en ponerme de la manera que veis, porque no le gocé, ni me gozó, ni vino al concierto señalado.
Respiró con estas razones Teodosia y detuvo los espíritus, que poco a poco la iban dejando, estimulados y apretados de la rabiosa pestilencia de los celos, que a más andar se le iban entrando por los huesos y médulas, para tomar entera posesión de su paciencia; mas no la dejó tan libre que no volviese a escuchar con sobresalto lo que Leocadia prosiguió diciendo:
-«No solamente no vino, pero de allí a ocho días supe por nueva cierta que se había ausentado de su pueblo y llevado de casa de sus padres a una doncella de su lugar, hija de un principal caballero, llamada Teodosia: doncella de estremada hermosura y de rara discreción; y por ser de tan nobles padres se supo en mi pueblo el robo, y luego llegó a mis oídos, y con él la fría y temida lanza de los celos, que me pasó el corazón y me abrasó el alma en fuego tal, que en él se hizo ceniza mi honra y se consumió mi crédito, se secó mi paciencia y se acabó mi cordura. ¡Ay de mí, desdichada!, que luego se me figuró en la imaginación Teodosia más hermosa que el sol y más discreta que la discreción misma, y, sobre todo, más venturosa que yo, sin ventura. Leí luego las razones de la cédula, vilas firmes y valederas y que no podían faltar en la fe que publicaban; y, aunque a ellas, como a cosa sagrada, se acogiera mi esperanza, en cayendo en la cuenta de la sospechosa compañía que Marco Antonio llevaba consigo, daba con todas ellas en el suelo. Maltraté mi rostro, arranqué mis cabellos, maldije mi suerte; y lo que más sentía era no poder hacer estos sacrificios a todas horas, por la forzosa presencia de mi padre.
»En fin, por acabar de quejarme sin impedimento, o por acabar la vida, que es lo más cierto, determiné dejar la casa de mi padre. Y, como para poner por obra un mal pensamiento parece que la ocasión facilita y allana todos los inconvenientes, sin temer alguno, hurté a un paje de mi padre sus vestidos y a mi padre mucha cantidad de dineros; y una noche, cubierta con su negra capa, salí de casa y a pie caminé algunas leguas y llegué a un lugar que se llama Osuna, y, acomodándome en un carro, de allí a dos días entré en Sevilla: que fue haber entrado en la seguridad posible para no ser hallada, aunque me buscasen. Allí compré otros vestidos y una mula, y, con unos caballeros que venían a Barcelona con priesa, por no perder la comodidad de unas galeras que pasaban a Italia, caminé hasta ayer, que me sucedió lo que ya habréis sabido de los bandoleros, que me quitaron cuanto traía, y entre otras cosas la joya que sustentaba mi salud y aliviaba la carga de mis trabajos, que fue la cédula de Marco Antonio, que pensaba con ella pasar a Italia, y, hallando a Marco Antonio, presentársela por testigo de su poca fe, y a mí por abono de mi mucha firmeza, y hacer de suerte que me cumpliese la promesa. Pero, juntamente con esto, he considerado que con facilidad negará las palabras que en un papel están escritas el que niega las obligaciones que debían estar grabadas en el alma, que claro está que si él tiene en su compañía a la sin par Teodosia, no ha de querer mirar a la desdichada Leocadia; aunque con todo esto pienso morir, o ponerme en la presencia de los dos, para que mi vista les turbe su sosiego. No piense aquella enemiga de mi descanso gozar tan a poca costa lo que es mío; yo la buscaré, yo la hallaré, y yo la quitaré la vida si puedo.»
-Pues ¿qué culpa tiene Teodosia -dijo Teodoro-, si ella quizá también fue engañada de Marco Antonio, como vos, señora Leocadia, lo habéis sido?
-¿Puede ser eso así -dijo Leocadia-, si se la llevó consigo? Y, estando juntos los que bien se quieren, ¿qué engaño puede haber? Ninguno, por cierto: ellos están contentos, pues están juntos, ora estén, como suele decirse, en los remotos y abrasados desiertos de Libia o en los solos y apartados de la helada Scitia. Ella le goza, sin duda, sea donde fuere, y ella sola ha de pagar lo que he sentido hasta que le halle.
-Podía ser que os engañásedes -replico Teodosia-; que yo conozco muy bien a esa enemiga vuestra que decís y sé de su condición y recogimiento: que nunca ella se aventuraría a dejar la casa de sus padres, ni acudir a la voluntad de Marco Antonio; y, cuando lo hubiese hecho, no conociéndoos ni sabiendo cosa alguna de lo que con él teníades, no os agravió en nada, y donde no hay agravio no viene bien la venganza.
-Del recogimiento -dijo Leocadia- no hay que tratarme; que tan recogida y tan honesta era yo como cuantas doncellas hallarse pudieran, y con todo eso hice lo que habéis oído. De que él la llevase no hay duda, y de que ella no me haya agraviado, mirándolo sin pasión, yo lo confieso. Mas el dolor que siento de los celos me la representa en la memoria bien así como espada que atravesada tengo por mitad de las entrañas, y no es mucho que, como a instrumento que tanto me lastima, le procure arrancar dellas y hacerle pedazos; cuanto más, que prudencia es apartar de nosotros las cosas que nos dañan, y es natural cosa aborrecer las que nos hacen mal y aquellas que nos estorban el bien.
-Sea como vos decís, señora Leocadia -respondió Teodosia-; que, así como veo que la pasión que sentís no os deja hacer más acertados discursos, veo que no estáis en tiempo de admitir consejos saludables. De mí os sé decir lo que ya os he dicho, que os he de ayudar y favorecer en todo aquello que fuere justo y yo pudiere; y lo mismo os prometo de mi hermano, que su natural condición y nobleza no le dejarán hacer otra cosa. Nuestro camino es a Italia; si gustáredes venir con nosotros, ya poco más a menos sabéis el trato de nuestra compañía. Lo que os ruego es me deis licencia que diga a mi hermano lo que sé de vuestra hacienda, para que os trate con el comedimiento y respecto que se os debe, y para que se obligue a mirar por vos como es razón. Junto con esto, me parece no ser bien que mudéis de traje; y si en este pueblo hay comodidad de vestiros, por la mañana os compraré los vestidos mejores que hubiere y que más os convengan, y, en lo demás de vuestras pretensiones, dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro de dar y hallar remedio a los casos más desesperados.
Agradeció Leocadia a Teodosia, que ella pensaba ser Teodoro, sus muchos ofrecimientos, y diole licencia de decir a su hermano todo lo que quisiese, suplicándole que no la desamparase, pues veía a cuántos peligros estaba puesta si por mujer fuese conocida. Con esto, se despidieron y se fueron a acostar: Teodosia al aposento de su hermano y Leocadia a otro que junto dél estaba.
No se había aún dormido don Rafael, esperando a su hermana, por saber lo que le había pasado con el que pensaba ser mujer; y, en entrando, antes que se acostase, se lo preguntó; la cual, punto por punto, le contó todo cuanto Leocadia le había dicho: cúya hija era, sus amores, la cédula de Marco Antonio y la intención que llevaba. Admiróse don Rafael y dijo a su hermana:
-Si ella es la que dice, séos decir, hermana, que es de las más principales de su lugar, y una de las más nobles señoras de toda la Andalucía. Su padre es bien conocido del nuestro, y la fama que ella tenía de hermosa corresponde muy bien a lo que ahora vemos en su rostro. Y lo que desto me parece es que debemos andar con recato, de manera que ella no hable primero con Marco Antonio que nosotros; que me da algún cuidado la cédula que dice que le hizo, puesto que la haya perdido; pero sosegaos y acostaos, hermana, que para todo se buscará remedio.
Hizo Teodosia lo que su hermano la mandaba en cuanto al acostarse, mas en lo de sosegarse no fue en su mano, que ya tenía tomada posesión de su alma la rabiosa enfermedad de los celos. ¡Oh, cuánto más de lo que ella era se le representaba en la imaginación la hermosura de Leocadia y la deslealtad de Marco Antonio! ¡Oh, cuántas veces leía o fingía leer la cédula que la había dado! ¡Qué de palabras y razones la añadía, que la hacían cierta y de mucho efecto! ¡Cuántas veces no creyó que se le había perdido, y cuántas imaginó que sin ella Marco Antonio no dejara de cumplir su promesa, sin acordarse de lo que a ella estaba obligado!
Pasósele en esto la mayor parte de la noche sin dormir sueño. Y no la pasó con más descanso don Rafael, su hermano; porque, así como oyó decir quién era Leocadia, así se le abrasó el corazón en su amores, como si de mucho antes para el mismo efeto la hubiera comunicado; que esta fuerza tiene la hermosura, que en un punto, en un momento, lleva tras sí el deseo de quien la mira y la conoce; y, cuando descubre o promete alguna vía de alcanzarse y gozarse, enciende con poderosa vehemencia el alma de quien la contempla: bien así del modo y facilidad con que se enciende la seca y dispuesta pólvora con cualquiera centella que la toca.
No la imaginaba atada al árbol, ni vestida en el roto traje de varón, sino en el suyo de mujer y en casa de sus padres, ricos y de tan principal y rico linaje como ellos eran. No detenía ni quería detener el pensamiento en la causa que la había traído a que la conociese. Deseaba que el día llegase para proseguir su jornada y buscar a Marco Antonio, no tanto para hacerle su cuñado como para estorbar que no fuese marido de Leocadia; y ya le tenían el amor y el celo de manera que tomara por buen partido ver a su hermana sin el remedio que le procuraba, y a Marco Antonio sin vida, a trueco de no verse sin esperanza de alcanzar a Leocadia; la cual esperanza ya le iba prometiendo felice suceso en su deseo, o ya por el camino de la fuerza, o por el de los regalos y buenas obras, pues para todo le daba lugar el tiempo y la ocasión.
Con esto que él a sí mismo se prometía, se sosegó algún tanto; y de allí a poco se dejó venir el día, y ellos dejaron las camas; y, llamando don Rafael al huésped, le preguntó si había comodidad en aquel pueblo para vestir a un paje a quien los bandoleros habían desnudado. El huésped dijo que él tenía un vestido razonable que vender; trújole y vínole bien a Leocadia; pagóle don Rafael, y ella se le vistió y se ciñó una espada y una daga, con tanto donaire y brío que, en aquel mismo traje, suspendió los sentidos de don Rafael y dobló los celos en Teodosia. Ensilló Calvete, y a las ocho del día partieron para Barcelona, sin querer subir por entonces al famoso monasterio de Monserrat, dejándolo para cuando Dios fuese servido de volverlos con más sosiego a su patria.
No se podrá contar buenamente los pensamientos que los dos hermanos llevaban, ni con cuán diferentes ánimos los dos iban mirando a Leocadia, deseándola Teodosia la muerte y don Rafael la vida, entrambos celosos y apasionados. Teodosia buscando tachas que ponerla, por no desmayar en su esperanza; don Rafael hallándole perfecciones, que de punto en punto le obligaban a más amarla. Con todo esto, no se descuidaron de darse priesa, de modo que llegaron a Barcelona poco antes que el sol se pusiese.
Admiróles el hermoso sitio de la ciudad y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los estranjeros, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad y satisfación de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo.
En entrando en ella, oyeron grandísimo ruido, y vieron correr gran tropel de gente con grande alboroto; y, preguntando la causa de aquel ruido y movimiento, les respondieron que la gente de las galeras que estaban en la playa se había revuelto y trabado con la de la ciudad. Oyendo lo cual, don Rafael quiso ir a ver lo que pasaba, aunque Calvete le dijo que no lo hiciese, por no ser cordura irse a meter en un manifiesto peligro; que él sabía bien cuán mal libraban los que en tales pendencias se metían, que eran ordinarias en aquella ciudad cuando a ella llegaban galeras. No fue bastante el buen consejo de Calvete para estorbar a don Rafael la ida; y así, le siguieron todos. Y, en llegando a la marina, vieron muchas espadas fuera de las vainas y mucha gente acuchillándose sin piedad alguna. Con todo esto, sin apearse, llegaron tan cerca, que distintamente veían los rostros de los que peleaban, porque aún no era puesto el sol.
Era infinita la gente que de la ciudad acudía, y mucha la que de las galeras se desembarcaba, puesto que el que las traía a cargo, que era un caballero valenciano llamado don Pedro Viqué, desde la popa de la galera capitana amenazaba a los que se habían embarcado en los esquifes para ir a socorrer a los suyos. Mas, viendo que no aprovechaban sus voces ni sus amenazas, hizo volver las proas de las galeras a la ciudad y disparar una pieza sin bala (señal de que si no se apartasen, otra no iría sin ella).
En esto, estaba don Rafael atentamente mirando la cruel y bien trabada riña, y vio y notó que de parte de los que más se señalaban de las galeras lo hacía gallardamente un mancebo de hasta veinte y dos o pocos más años, vestido de verde, con un sombrero de la misma color adornado con un rico trencillo, al parecer de diamantes; la destreza con que el mozo se combatía y la bizarría del vestido hacía que volviesen a mirarle todos cuantos la pendencia miraban; y de tal manera le miraron los ojos de Teodosia y de Leocadia, que ambas a un mismo punto y tiempo dijeron:
-¡Válame Dios: o yo no tengo ojos, o aquel de lo verde es Marco Antonio!
Y, en diciendo esto, con gran ligereza saltaron de las mulas, y, poniendo mano a sus dagas y espadas, sin temor alguno se entraron por mitad de la turba y se pusieron la una a un lado y la otra al otro de Marco Antonio (que él era el mancebo de lo verde que se ha dicho).
-No temáis -dijo así como llegó Leocadia-, señor Marco Antonio, que a vuestro lado tenéis quien os hará escudo con su propia vida por defender la vuestra.
-¿Quién lo duda? -replicó Teodosia-, estando yo aquí?
Don Rafael, que vio y oyó lo que pasaba, las siguió asimismo y se puso de su parte. Marco Antonio, ocupado en ofender y defenderse, no advirtió en las razones que las dos le dijeron; antes, cebado en la pelea, hacía cosas al parecer increíbles. Pero, como la gente de la ciudad por momentos crecía, fueles forzoso a los de las galeras retirarse hasta meterse en el agua. Retirábase Marco Antonio de mala gana, y a su mismo compás se iban retirando a sus lados las dos valientes y nuevas Bradamante y Marfisa, o Hipólita y Pantasilea.
En esto, vino un caballero catalán de la famosa familia de los Cardonas, sobre un poderoso caballo, y, poniéndose en medio de las dos partes, hacía retirar los de la ciudad, los cuales le tuvieron respecto en conociéndole. Pero algunos desde lejos tiraban piedras a los que ya se iban acogiendo al agua; y quiso la mala suerte que una acertase en la sien a Marco Antonio, con tanta furia que dio con él en el agua, que ya le daba a la rodilla; y, apenas Leocadia le vio caído, cuando se abrazó con él y le sostuvo en sus brazos, y lo mismo hizo Teodosia. Estaba don Rafael un poco desviado, defendiéndose de las infinitas piedras que sobre él llovían, y, queriendo acudir al remedio de su alma y al de su hermana y cuñado, el caballero catalán se le puso delante, diciéndole:
-Sosegaos, señor, por lo que debéis a buen soldado, y hacedme merced de poneros a mi lado, que yo os libraré de la insolencia y demasía deste desmandado vulgo.
-¡Ah, señor! -respondió don Rafael-; ¡dejadme pasar, que veo en gran peligro puestas las cosas que en esta vida más quiero!
Dejóle pasar el caballero, mas no llegó tan a tiempo que ya no hubiesen recogido en el esquife de la galera capitana a Marco Antonio y a Leocadia, que jamás le dejó de los brazos; y, queriéndose embarcar con ellos Teodosia, o ya fuese por estar cansada, o por la pena de haber visto herido a Marco Antonio, o por ver que se iba con él su mayor enemiga, no tuvo fuerzas para subir en el esquife; y sin duda cayera desmayada en el agua si su hermano no llegara a tiempo de socorrerla, el cual no sintió menor pena, de ver que con Marco Antonio se iba Leocadia, que su hermana había sentido (que ya también él había conocido a Marco Antonio). El caballero catalán, aficionado de la gentil presencia de don Rafael y de su hermana (que por hombre tenía), los llamó desde la orilla y les rogó que con él se viniesen; y ellos, forzados de la necesidad y temerosos de que la gente, que aún no estaba pacífica, les hiciese algún agravio, hubieron de aceptar la oferta que se les hacía.
El caballero se apeó, y, tomándolos a su lado, con la espada desnuda pasó por medio de la turba alborotada, rogándoles que se retirasen; y así lo hicieron. Miró don Rafael a todas partes por ver si vería a Calvete con las mulas y no le vio, a causa que él, así como ellos se apearon, las antecogió y se fue a un mesón donde solía posar otras veces.
Llegó el caballero a su casa, que era una de las principales de la ciudad, y preguntando a don Rafael en cuál galera venía, le respondió que en ninguna, pues había llegado a la ciudad al mismo punto que se comenzaba la pendencia, y que, por haber conocido en ella al caballero que llevaron herido de la pedrada en el esquife, se había puesto en aquel peligro, y que le suplicaba diese orden como sacasen a tierra al herido, que en ello le importaba el contento y la vida.
-Eso haré yo de buena gana -dijo el caballero-, y sé que me le dará seguramente el general, que es principal caballero y pariente mío.
Y, sin detenerse más, volvió a la galera y halló que estaban curando a Marco Antonio, y la herida que tenía era peligrosa, por ser en la sien izquierda y decir el cirujano ser de peligro; alcanzó con el general se le diese para curarle en tierra, y, puesto con gran tiento en el esquife, le sacaron, sin quererle dejar Leocadia, que se embarcó con él como en seguimiento del norte de su esperanza. En llegando a tierra, hizo el caballero traer de su casa una silla de manos donde le llevasen. En tanto que esto pasaba, había enviado don Rafael a buscar a Calvete, que en el mesón estaba con cuidado de saber lo que la suerte había hecho de sus amos; y cuando supo que estaban buenos, se alegró en estremo y vino adonde don Rafael estaba.
En esto, llegaron el señor de la casa, Marco Antonio y Leocadia, y a todos alojó en ella con mucho amor y magnificiencia. Ordenó luego como se llamase un cirujano famoso de la ciudad para que de nuevo curase a Marco Antonio. Vino, pero no quiso curarle hasta otro día, diciendo que siempre los cirujanos de los ejércitos y armadas eran muy experimentados, por los muchos heridos que a cada paso tenían entre las manos, y así, no convenía curarle hasta otro día. Lo que ordenó fue le pusiesen en un aposento abrigado, donde le dejasen sosegar.
Llegó en aquel instante el cirujano de las galeras y dio cuenta al de la ciudad de la herida, y de cómo la había curado y del peligro que de la vida, a su parecer, tenía el herido, con lo cual se acabó de enterar el de la ciudad que estaba bien curado; y ansimismo, según la relación que se le había hecho, exageró el peligro de Marco Antonio.
Oyeron esto Leocadia y Teodosia con aquel sentimiento que si oyeran la sentencia de su muerte; mas, por no dar muestras de su dolor, le reprimieron y callaron, y Leocadia determinó de hacer lo que le pareció convenir para satisfación de su honra. Y fue que, así como se fueron los cirujanos, se entró en el aposento de Marco Antonio, y, delante del señor de la casa, de don Rafael, Teodosia y de otras personas, se llegó a la cabecera del herido, y, asiéndole de la mano, le dijo estas razones:
-No estáis en tiempo, señor Marco Antonio Adorno, en que se puedan ni deban gastar con vos muchas palabras; y así, sólo querría que me oyésedes algunas que convienen, si no para la salud de vuestro cuerpo, convendrán para la de vuestra alma; y para decíroslas es menester que me deis licencia y me advirtáis si estáis con sujeto de escucharme; que no sería razón que, habiendo yo procurado desde el punto que os conocí no salir de vuestro gusto, en este instante, que le tengo por el postrero, seros causa de pesadumbre.
A estas razones abrió Marco Antonio los ojos y los puso atentamente en el rostro de Leocadia, y, habiéndola casi conocido, más por el órgano de la voz que por la vista, con voz debilitada y doliente le dijo:
-Decid, señor, lo que quisiéredes, que no estoy tan al cabo que no pueda escucharos, ni esa voz me es tan desagradable que me cause fastidio el oírla.
Atentísima estaba a todo este coloquio Teodosia, y cada palabra que Leocadia decía era una aguda saeta que le atravesaba el corazón, y aun el alma de don Rafael, que asimismo la escuchaba. Y, prosiguiendo Leocadia, dijo:
-Si el golpe de la cabeza, o, por mejor decir, el que a mí me han dado en el alma, no os ha llevado, señor Marco Antonio, de la memoria la imagen de aquella que poco tiempo ha que vos decíades ser vuestra gloria y vuestro cielo, bien os debéis acordar quién fue Leocadia, y cuál fue la palabra que le distes firmada en una cédula de vuestra mano y letra; ni se os habrá olvidado el valor de sus padres, la entereza de su recato y honestidad y la obligación en que le estáis, por haber acudido a vuestro gusto en todo lo que quisistes. Si esto no se os ha olvidado, aunque me veáis en este traje tan diferente, conoceréis con facilidad que yo soy Leocadia, que, temerosa que nuevos accidentes y nuevas ocasiones no me quitasen lo que tan justamente es mío, así como supe que de vuestro lugar os habíades partido, atropellando por infinitos inconvenientes, determiné seguiros en este hábito, con intención de buscaros por todas las partes de la tierra hasta hallaros. De lo cual no os debéis maravillar, si es que alguna vez habéis sentido hasta dónde llegan las fuerzas de un amor verdadero y la rabia de una mujer engañada. Algunos trabajos he pasado en esta mi demanda, todos los cuales los juzgo y tengo por descanso, con el descuento que han traído de veros; que, puesto que estéis de la manera que estáis, si fuere Dios servido de llevaros désta a mejor vida, con hacer lo que debéis a quien sois antes de la partida, me juzgaré por más que dichosa, prometiéndoos, como os prometo, de darme tal vida después de vuestra muerte, que bien poco tiempo se pase sin que os siga en esta última y forzosa jornada. Y así, os ruego primeramente por Dios, a quien mis deseos y intentos van encaminados, luego por vos, que debéis mucho a ser quien sois, últimamente por mí, a quien debéis más que a otra persona del mundo, que aquí luego me recibáis por vuestra legítima esposa, no permitiendo haga la justicia lo que con tantas veras y obligaciones la razón os persuade.
No dijo más Leocadia, y todos los que en la sala estaban guardaron un maravilloso silencio en tanto que estuvo hablando, y con el mismo silencio esperaban la respuesta de Marco Antonio, que fue ésta:
-No puedo negar, señora, el conoceros, que vuestra voz y vuestro rostro no consentirán que lo niegue. Tampoco puedo negar lo mucho que os debo ni el gran valor de vuestros padres, junto con vuestra incomparable honestidad y recogimiento. Ni os tengo ni os tendré en menos por lo que habéis hecho en venirme a buscar en traje tan diferente del vuestro; antes, por esto os estimo y estimaré en el mayor grado que ser pueda; pero, pues mi corta suerte me ha traído a término, como vos decís, que creo que será el postrero de mi vida, y son los semejantes trances los apurados de las verdades, quiero deciros una verdad que, si no os fuere ahora de gusto, podría ser que después os fuese de provecho. Confieso, hermosa Leocadia, que os quise bien y me quisistes, y juntamente con esto confieso que la cédula que os hice fue más por cumplir con vuestro deseo que con el mío; porque, antes que la firmase, con muchos días, tenía entregada mi voluntad y mi alma a otra doncella de mi mismo lugar, que vos bien conocéis, llamada Teodosia, hija de tan nobles padres como los vuestros; y si a vos os di cédula firmada de mi mano, a ella le di la mano firmada y acreditada con tales obras y testigos, que quedé imposibilitado de dar mi libertad a otra persona en el mundo. Los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo, sin que dellos alcanzase otra cosa sino las flores que vos sabéis, las cuales no os ofendieron ni pueden ofender en cosa alguna. Lo que con Teodosia me pasó fue alcanzar el fruto que ella pudo darme y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy. Y si a ella y a vos os dejé en un mismo tiempo, a vos suspensa y engañada, y a ella temerosa y, a su parecer, sin honra, hícelo con poco discurso y con juicio de mozo, como lo soy, creyendo que todas aquellas cosas eran de poca importancia, y que las podía hacer sin escrúpulo alguno, con otros pensamientos que entonces me vinieron y solicitaron lo que quería hacer, que fue venirme a Italia y emplear en ella algunos de los años de mi juventud, y después volver a ver lo que Dios había hecho de vos y de mi verdadera esposa. Mas, doliéndose de mí el cielo, sin duda creo que ha permitido ponerme de la manera que me veis, para que, confesando estas verdades, nacidas de mis muchas culpas, pague en esta vida lo que debo, y vos quedéis desengañada y libre para hacer lo que mejor os pareciere. Y si en algún tiempo Teodosia supiere mi muerte, sabrá de vos y de los que están presentes cómo en la muerte le cumplí la palabra que le di en la vida. Y si en el poco tiempo que de ella me queda, señora Leocadia, os puedo servir en algo, decídmelo; que, como no sea recebiros por esposa, pues no puedo, ninguna otra cosa dejaré de hacer que a mí sea posible por daros gusto.
En tanto que Marco Antonio decía estas razones, tenía la cabeza sobre el codo, y en acabándolas dejó caer el brazo, dando muestras que se desmayaba. Acudió luego don Rafael y, abrazándole estrechamente, le dijo:
-Volved en vos, señor mío, y abrazad a vuestro amigo y a vuestro hermano, pues vos queréis que lo sea. Conoced a don Rafael, vuestro camarada, que será el verdadero testigo de vuestra voluntad y de la merced que a su hermana queréis hacer con admitirla por vuestra.
Volvió en sí Marco Antonio y al momento conoció a don Rafael, y, abrazándole estrechamente y besándole en el rostro, le dijo:
-Ahora digo, hermano y señor mío, que la suma alegría que he recebido en veros no puede traer menos descuento que un pesar grandísimo; pues se dice que tras el gusto se sigue la tristeza; pero yo daré por bien empleada cualquiera que me viniere, a trueco de haber gustado del contento de veros.
-Pues yo os le quiero hacer más cumplido -replicó don Rafael- con presentaros esta joya, que es vuestra amada esposa.
Y, buscando a Teodosia, la halló llorando detrás de toda la gente, suspensa y atónita entre el pesar y la alegría por lo que veía y por lo que había oído decir. Asióla su hermano de la mano, y ella, sin hacer resistencia, se dejó llevar donde él quiso; que fue ante Marco Antonio, que la conoció y se abrazó con ella, llorando los dos tiernas y amorosas lágrimas.
Admirados quedaron cuantos en la sala estaban, viendo tan estraño acontecimiento. Mirábanse unos a otros sin hablar palabra, esperando en qué habían de parar aquellas cosas. Mas la desengañada y sin ventura Leocadia, que vio por sus ojos lo que Marco Antonio hacía, y vio al que pensaba ser hermano de don Rafael en brazos del que tenía por su esposo, viendo junto con esto burlados sus deseos y perdidas sus esperanzas, se hurtó de los ojos de todos (que atentos estaban mirando lo que el enfermo hacía con el paje que abrazado tenía) y se salió de la sala o aposento, y en un instante se puso en la calle, con intención de irse desesperada por el mundo o adonde gentes no la viesen; mas, apenas había llegado a la calle, cuando don Rafael la echó menos, y, como si le faltara el alma, preguntó por ella, y nadie le supo dar razón dónde se había ido. Y así, sin esperar más, desesperado salió a buscarla, y acudió adonde le dijeron que posaba Calvete, por si había ido allá a procurar alguna cabalgadura en que irse; y, no hallándola allí, andaba como loco por las calles buscándola y de unas partes a otras; y, pensando si por ventura se había vuelto a las galeras, llegó a la marina, y un poco antes que llegase oyó que a grandes voces llamaban desde tierra el esquife de la capitana, y conoció que quien las daba era la hermosa Leocadia, la cual, recelosa de algún desmán, sintiendo pasos a sus espaldas, empuñó la espada y esperó apercebida que llegase don Rafael, a quien ella luego conoció, y le pesó de que la hubiese hallado, y más en parte tan sola; que ya ella había entendido, por más de una muestra que don Rafael le había dado, que no la quería mal, sino tan bien que tomara por buen partido que Marco Antonio la quisiera otro tanto.
¿Con qué razones podré yo decir ahora las que don Rafael dijo a Leocadia, declarándole su alma, que fueron tantas y tales que no me atrevo a escribirlas? Mas, pues es forzoso decir algunas, las que entre otras le dijo fueron éstas:
-Si con la ventura que me falta me faltase ahora, ¡oh hermosa Leocadia!, el atrevimiento de descubriros los secretos de mi alma, quedaría enterrada en los senos del perpetuo olvido la más enamorada y honesta voluntad que ha nacido ni puede nacer en un enamorado pecho. Pero, por no hacer este agravio a mi justo deseo (véngame lo que viniere), quiero, señora, que advirtáis, si es que os da lugar vuestro arrebatado pensamiento, que en ninguna cosa se me aventaja Marco Antonio, si no es en el bien de ser de vos querido. Mi linaje es tan bueno como el suyo, y en los bienes que llaman de fortuna no me hace mucha ventaja; en los de naturaleza no conviene que me alabe, y más si a los ojos vuestros no son de estima. Todo esto digo, apasionada señora, porque toméis el remedio y el medio que la suerte os ofrece en el estremo de vuestra desgracia. Ya veis que Marco Antonio no puede ser vuestro porque el cielo le hizo de mi hermana, y el mismo cielo, que hoy os ha quitado a Marco Antonio, os quiere hacer recompensa conmigo, que no deseo otro bien en esta vida que entregarme por esposo vuestro. Mirad que el buen suceso está llamando a las puertas del malo que hasta ahora habéis tenido, y no penséis que el atrevimiento que habéis mostrado en buscar a Marco Antonio ha de ser parte para que no os estime y tenga en lo que mereciérades, si nunca le hubiérades tenido, que en la hora que quiero y determino igualarme con vos, eligiéndoos por perpetua señora mía, en aquella misma se me ha de olvidar, y ya se me ha olvidado, todo cuanto en esto he sabido y visto; que bien sé que las fuerzas que a mí me han forzado a que tan de rondón y a rienda suelta me disponga a adoraros y a entregarme por vuestro, esas mismas os han traído a vos al estado en que estáis, y así no habrá necesidad de buscar disculpa donde no ha habido yerro alguno.
Callando estuvo Leocadia a todo cuanto don Rafael le dijo, sino que de cuando en cuando daba unos profundos suspiros, salidos de lo íntimo de sus entrañas. Tuvo atrevimiento don Rafael de tomarle una mano, y ella no tuvo esfuerzo para estorbárselo; y así, besándosela muchas veces, le decía:
-Acabad, señora de mi alma, de serlo del todo a vista destos estrellados cielos que nos cubren, y deste sosegado mar que nos escucha, y destas bañadas arenas que nos sustentan. Dadme ya el sí, que sin duda conviene tanto a vuestra honra como a mi contento. Vuélvoos a decir que soy caballero, como vos sabéis, y rico, y que os quiero bien (que es lo que más habéis de estimar), y que en cambio de hallaros sola y en traje que desdice mucho del de vuestra honra, lejos de la casa de vuestros padres y parientes, sin persona que os acuda a lo que menester hubiéredes y sin esperanza de alcanzar lo que buscábades, podéis volver a vuestra patria en vuestro propio, honrado y verdadero traje, acompañada de tan buen esposo como el que vos supistes escogeros; rica, contenta, estimada y servida, y aun loada de todos aquellos a cuya noticia llegaren los sucesos de vuestra historia. Si esto es así, como lo es, no sé en qué estáis dudando; acabad (que otra vez os lo digo) de levantarme del suelo de mi miseria al cielo de mereceros, que en ello haréis por vos misma, y cumpliréis con las leyes de la cortesía y del buen conocimiento, mostrándoos en un mismo punto agradecida y discreta.
-Ea, pues -dijo a esta sazón la dudosa Leocadia-, pues así lo ha ordenado el cielo, y no es en mi mano ni en la de viviente alguno oponerse a lo que Él determinado tiene, hágase lo que Él quiere y vos queréis, señor mío; y sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo a condecender con vuestra voluntad, no porque no entienda lo mucho que en obedeceros gano, sino porque temo que, en cumpliendo vuestro gusto, me habéis de mirar con otros ojos de los que quizá hasta agora, mirándome, os han engañado. Mas sea como fuere, que, en fin, el nombre de ser mujer legítima de don Rafael de Villavicencio no se podía perder, y con este título solo viviré contenta. Y si las costumbres que en mí viéredes, después de ser vuestra, fueren parte para que me estiméis en algo, daré al cielo las gracias de haberme traído por tan estraños rodeos y por tantos males a los bienes de ser vuestra. Dadme, señor don Rafael, la mano de ser mío, y veis aquí os la doy de ser vuestra, y sirvan de testigos los que vos decís: el cielo, la mar, las arenas y este silencio, sólo interrumpido de mis suspiros y de vuestros ruegos.
Diciendo esto, se dejó abrazar y le dio la mano, y don Rafael le dio la suya, celebrando el noturno y nuevo desposorio solas las lágrimas que el contento, a pesar de la pasada tristeza, sacaba de sus ojos. Luego se volvieron a casa del caballero, que estaba con grandísima pena de su falta; y lo mismo tenían Marco Antonio y Teodosia, los cuales ya por mano de clérigo estaban desposados, que a persuasión de Teodosia (temerosa que algún contrario acidente no le turbase el bien que había hallado), el caballero envió luego por quien los desposase; de modo que, cuando don Rafael y Leocadia entraron y don Rafael contó lo que con Leocadia le había sucedido, así les aumentó el gozo como si ellos fueran sus cercanos parientes, que es condición natural y propia de la nobleza catalana saber ser amigos y favorecer a los estranjeros que dellos tienen necesidad alguna.
El sacerdote, que presente estaba, ordenó que Leocadia mudase el hábito y se vistiese en el suyo; y el caballero acudió a ello con presteza, vistiendo a las dos de dos ricos vestidos de su mujer, que era una principal señora, del linaje de los Granolleques, famoso y antiguo en aquel reino. Avisó al cirujano, quien por caridad se dolía del herido, como hablaba mucho y no le dejaban solo, el cual vino y ordenó lo que primero: que fue que le dejasen en silencio. Pero Dios, que así lo tenía ordenado, tomando por medio e instrumento de sus obras (cuando a nuestros ojos quiere hacer alguna maravilla) lo que la misma naturaleza no alcanza, ordenó que el alegría y poco silencio que Marco Antonio había guardado fuese parte para mejorarle, de manera que otro día, cuando le curaron, le hallaron fuera de peligro; y de allí a catorce se levantó tan sano que, sin temor alguno, se pudo poner en camino.
Es de saber que en el tiempo que Marco Antonio estuvo en el lecho hizo voto, si Dios le sanase, de ir en romería a pie a Santiago de Galicia, en cuya promesa le acompañaron don Rafael, Leocadia y Teodosia, y aun Calvete, el mozo de mulas (obra pocas veces usada de los de oficios semejantes). Pero la bondad y llaneza que había conocido en don Rafael le obligó a no dejarle hasta que volviese a su tierra; y, viendo que habían de ir a pie como peregrinos, envió las mulas a Salamanca, con la que era de don Rafael, que no faltó con quien enviarlas.
Llegóse, pues, el día de la partida, y, acomodados de sus esclavinas y de todo lo necesario, se despidieron del liberal caballero que tanto les había favorecido y agasajado, cuyo nombre era don Sancho de Cardona, ilustrísimo por sangre y famoso por su persona. Ofreciéronsele todos de guardar perpetuamente ellos y sus decendientes (a quien se lo dejarían mandado), la memoria de las mercedes tan singulares dél recebidas, para agradecelles siquiera, ya que no pudiesen servirlas. Don Sancho los abrazó a todos, diciéndoles que de su natural condición nacía hacer aquellas obras, o otras que fuesen buenas, a todos los que conocía o imaginaba ser hidalgos castellanos.
Reiteráronse dos veces los abrazos, y con alegría mezclada con algún sentimiento triste se despidieron; y, caminando con la comodidad que permitía la delicadeza de las dos nuevas peregrinas, en tres días llegaron a Monserrat; y, estando allí otros tantos, haciendo lo que a buenos y católicos cristianos debían, con el mismo espacio volvieron a su camino, y sin sucederles revés ni desmán alguno llegaron a Santiago. Y, después de cumplir su voto con la mayor devoción que pudieron, no quisieron dejar el hábito de peregrinos hasta entrar en sus casas, a las cuales llegaron poco a poco, descansados y contentos; mas, antes que llegasen, estando a vista del lugar de Leocadia (que, como se ha dicho, era una legua del de Teodosia), desde encima de un recuesto los descubrieron a entrambos, sin poder encubrir las lágrimas que el contento de verlos les trujo a los ojos, a lo menos a las dos desposadas, que con su vista renovaron la memoria de los pasados sucesos.
Descubríase desde la parte donde estaban un ancho valle que los dos pueblos dividía, en el cual vieron, a la sombra de un olivo, un dispuesto caballero sobre un poderoso caballo, con una blanquísima adarga en el brazo izquierdo y una gruesa y larga lanza terciada en el derecho; y, mirándole con atención, vieron que asimismo por entre unos olivares venían otros dos caballeros con las mismas armas y con el mismo donaire y apostura, y de allí a poco vieron que se juntaron todos tres; y, habiendo estado un pequeño espacio juntos, se apartaron, y uno de los que a lo último habían venido, se apartó con el que estaba primero debajo del olivo; los cuales, poniendo las espuelas a los caballos, arremetieron el uno al otro con muestras de ser mortales enemigos, comenzando a tirarse bravos y diestros botes de lanza, ya hurtando los golpes, ya recogiéndolos en las adargas con tanta destreza que daban bien a entender ser maestros en aquel ejercicio. El tercero los estaba mirando sin moverse de un lugar; mas, no pudiendo don Rafael sufrir estar tan lejos, mirando aquella tan reñida y singular batalla, a todo correr bajó del recuesto, siguiéndole su hermana y su esposa, y en poco espacio se puso junto a los dos combatientes, a tiempo que ya los dos caballeros andaban algo heridos; y, habiéndosele caído al uno el sombrero y con él un casco de acero, al volver el rostro conoció don Rafael ser su padre, y Marco Antonio conoció que el otro era el suyo. Leocadia, que con atención había mirado al que no se combatía, conoció que era el padre que la había engendrado, de cuya vista todos cuatro suspensos, atónitos y fuera de sí quedaron; pero, dando el sobresalto lugar al discurso de la razón, los dos cuñados, sin detenerse, se pusieron en medio de los que peleaban, diciendo a voces:
-No más, caballeros, no más, que los que esto os piden y suplican son vuestros propios hijos. Yo soy Marco Antonio, padre y señor mío -decía Marco Antonio-; yo soy aquel por quien, a lo que imagino, están vuestras canas venerables puestas en este riguroso trance. Templad la furia y arrojad la lanza, o volvedla contra otro enemigo, que el que tenéis delante ya de hoy más ha de ser vuestro hermano.
Casi estas mismas razones decía don Rafael a su padre, a las cuales se detuvieron los caballeros, y atentamente se pusieron a mirar a los que se las decían; y volviendo la cabeza vieron que don Enrique, el padre de Leocadia, se había apeado y estaba abrazado con el que pensaban ser peregrino; y era que Leocadia se había llegado a él, y, dándosele a conocer, le rogó que pusiese en paz a los que se combatían, contándole en breves razones cómo don Rafael era su esposo y Marco Antonio lo era de Teodosia.
Oyendo esto su padre, se apeó, y la tenía abrazada, como se ha dicho; pero, dejándola, acudió a ponerlos en paz, aunque no fue menester, pues ya los dos habían conocido a sus hijos y estaban en el suelo, teniéndolos abrazados, llorando todos lágrimas de amor y de contento nacidas. Juntáronse todos y volvieron a mirar a sus hijos, y no sabían qué decirse. Atentábanles los cuerpos, por ver si eran fantásticos, que su improvisa llegada esta y otras sospechas engendraba; pero, desengañados algún tanto, volvieron a las lágrimas y a los abrazos.
Y en esto, asomó por el mismo valle gran cantidad de gente armada, de a pie y de a caballo, los cuales venían a defender al caballero de su lugar; pero, como llegaron y los vieron abrazados de aquellos peregrinos, y preñados los ojos de lágrimas, se apearon y admiraron, estando suspensos, hasta tanto que don Enrique les dijo brevemente lo que Leocadia su hija le había contado.
Todos fueron a abrazar a los peregrinos, con muestras de contento tales que no se pueden encarecer. Don Rafael de nuevo contó a todos, con la brevedad que el tiempo requería, todo el suceso de sus amores, y de cómo venía casado con Leocadia, y su hermana Teodosia con Marco Antonio: nuevas que de nuevo causaron nueva alegría. Luego, de los mismos caballos de la gente que llegó al socorro tomaron los que hubieron menester para los cinco peregrinos, y acordaron de irse al lugar de Marco Antonio, ofreciéndoles su padre de hacer allí las bodas de todos; y con este parecer se partieron, y algunos de los que se habían hallado presentes se adelantaron a pedir albricias a los parientes y amigos de los desposados.
En el camino supieron don Rafael y Marco Antonio la causa de aquella pendencia, que fue que el padre de Teodosia y el de Leocadia habían desafiado al padre de Marco Antonio, en razón de que él había sido sabidor de los engaños de su hijo; y, habiendo venido los dos y hallándole solo, no quisieron combatirse con alguna ventaja, sino uno a uno, como caballeros, cuya pendencia parara en la muerte de uno o en la de entrambos si ellos no hubieran llegado.
Dieron gracias a Dios los cuatro peregrinos del suceso felice. Y otro día después que llegaron, con real y espléndida magnificencia y sumptuoso gasto, hizo celebrar el padre de Marco Antonio las bodas de su hijo y Teodosia y las de don Rafael y de Leocadia. Los cuales luengos y felices años vivieron en compañía de sus esposas, dejando de sí ilustre generación y decendencia, que hasta hoy dura en estos dos lugares, que son de los mejores de la Andalucía, y si no se nombran es por guardar el decoro a las dos doncellas, a quien quizá las lenguas maldicientes, o neciamente escrupulosas, les harán cargo de la ligereza de sus deseos y del súbito mudar de trajes; a los cuales ruego que no se arrojen a vituperar semejantes libertades, hasta que miren en sí, si alguna vez han sido tocados destas que llaman flechas de Cupido; que en efeto es una fuerza, si así se puede llamar, incontrastable, que hace el apetito a la razón.
Calvete, el mozo de mulas, se quedó con la que don Rafael había enviado a Salamanca, y con otras muchas dádivas que los dos desposados le dieron; y los poetas de aquel tiempo tuvieron ocasión donde emplear sus plumas, exagerando la hermosura y los sucesos de las dos tan atrevidas cuanto honestas doncellas, sujeto principal deste estraño suceso.
DON ANTONIO de Isunza y don Juan de Gamboa, caballeros principales, de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca, determinaron de dejar sus estudios por irse a Flandes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre.
Llegaron, pues, a Flandes a tiempo que estaban las cosas en paz, o en conciertos y tratos de tenerla presto. Recibieron en Amberes cartas de sus padres, donde les escribieron el grande enojo que habían recebido por haber dejado sus estudios sin avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedía el ser quien eran. Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse a España, pues no había qué hacer en Flandes; pero, antes de volverse, quisieron ver todas las más famosas ciudades de Italia; y, habiéndolas visto todas, pararon en Bolonia, y, admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento a sus padres, de que se holgaron infinito, y lo mostraron con proveerles magníficamente y de modo que mostrasen en su tratamiento quién eran y qué padres tenían; y, desde el primero día que salieron a las escuelas, fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien criados.
Tendría don Antonio hasta veinte y cuatro años, y don Juan no pasaba de veinte y seis. Y adornaban esta buena edad con ser muy gentiles hombres, músicos, poetas, diestros y valientes: partes que los hacían amables y bien queridos de cuantos los comunicaban.
Tuvieron luego muchos amigos, así estudiantes españoles, de los muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de los estranjeros. Mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles. Y, como eran mozos y alegres, no se desgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad; y, aunque había muchas señoras, doncellas y casadas, con gran fama de ser honestas y hermosas, a todas se aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de los Bentibollis, que un tiempo fueron señores de Bolonia.
Era Cornelia hermosísima en estremo, y estaba debajo de la guarda y amparo de Lorenzo Bentibolli, su hermano, honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre y madre; que, aunque los dejaron solos, los dejaron ricos, y la riqueza es grande alivio de orfanidad.
Era el recato de Cornelia tanto, y la solicitud de su hermano tanta en guardarla, que ni ella se dejaba ver ni su hermano consentía que la viesen. Esta fama traían deseosos a don Juan y a don Antonio de verla, aunque fuera en la iglesia; pero el trabajo que en ello pusieron fue en balde, y el deseo, por la imposibilidad, cuchillo de la esperanza, fue menguando. Y así, con sólo el amor de sus estudios y el entretenimiento de algunas honestas mocedades, pasaban una vida tan alegre como honrada. Pocas veces salían de noche, y si salían, iban juntos y bien armados.
Sucedió, pues, que, habiendo de salir una noche, dijo don Antonio a don Juan que él se quería quedar a rezar ciertas devociones; que se fuese, que luego le seguiría.
-No hay para qué -dijo don Juan-, que yo os aguardaré, y si no saliéremos esta noche, importa poco.
-No, por vida vuestra -replicó don Antonio-: salid a coger el aire, que yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.
-Haced vuestro gusto -dijo don Juan-: quedaos en buena hora; y si saliéredes, las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas.
Fuese don Juan y quedóse don Antonio. Era la noche entre escura, y la hora, las once; y, habiendo andado dos o tres calles, y viéndose solo y que no tenía con quién hablar, determinó volverse a casa; y, poniéndolo en efeto, al pasar por una calle que tenía portales sustentados en mármoles oyó que de una puerta le ceceaban. La escuridad de la noche y la que causaban los portales no le dejaban atinar al ceceo. Detúvose un poco, estuvo atento, y vio entreabrir una puerta; llegóse a ella y oyó una voz baja que dijo:
-¿Sois por ventura Fabio?
Don Juan, por sí o por no, respondió:
-Sí.
-Pues tomad -respondieron de dentro-; y ponedlo en cobro y volved luego, que importa.
Alargó la mano don Juan y topó un bulto, y, queriéndolo tomar, vio que eran menester las dos manos, y así le hubo de asir con entrambas; y, apenas se le dejaron en ellas, cuando le cerraron la puerta, y él se halló cargado en la calle y sin saber de qué. Pero casi luego comenzó a llorar una criatura, al parecer recién nacida, a cuyo lloro quedó don Juan confuso y suspenso, sin saber qué hacerse ni qué corte dar en aquel caso; porque, en volver a llamar a la puerta, le pareció que podía correr algún peligro cuya era la criatura, y, en dejarla allí, la criatura misma; pues el llevarla a su casa, no tenía en ella quién la remediase, ni él conocía en toda la ciudad persona adonde poder llevarla. Pero, viendo que le habían dicho que la pusiese en cobro y que volviese luego, determinó de traerla a su casa y dejarla en poder de una ama que los servía, y volver luego a ver si era menester su favor en alguna cosa, puesto que bien había visto que le habían tenido por otro y que había sido error darle a él la criatura.
Finalmente, sin hacer más discursos, se vino a casa con ella, a tiempo que ya don Antonio no estaba en ella. Entróse en un aposento y llamó al ama, descubrió la criatura y vio que era la más hermosa que jamás hubiese visto. Los paños en que venía envuelta mostraban ser de ricos padres nacida. Desenvolvióla el ama y hallaron que era varón.
-Menester es -dijo don Juan- dar de mamar a este niño, y ha de ser desta manera: que vos, ama, le habéis de quitar estas ricas mantillas y ponerle otras más humildes, y, sin decir que yo le he traído, la habéis de llevar en casa de una partera, que las tales siempre suelen dar recado y remedio a semejantes necesidades. Llevaréis dineros con que la dejéis satisfecha y daréisle los padres que quisiéredes, para encubrir la verdad de haberlo yo traído.
Respondió el ama que así lo haría, y don Juan, con la priesa que pudo, volvió a ver si le ceceaban otra vez; pero, un poco antes que llegase a la casa adonde le habían llamado, oyó gran ruido de espadas, como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo atento y no sintió palabra alguna; la herrería era a la sorda, y, a la luz de las centellas que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran muchos los que a uno solo acometían, y confirmóse en esta verdad oyendo decir:
-¡Ah traidores, que sois muchos, y yo solo! Pero con todo eso no os ha de valer vuestra superchería.
Oyendo y viendo lo cual don Juan, llevado de su valeroso corazón, en dos brincos se puso al lado, y, metiendo mano a la espada y a un broquel que llevaba, dijo al que defendía, en lengua italiana, por no ser conocido por español:
-No temáis, que socorro os ha venido que no os faltará hasta perder la vida; menead los puños, que traidores pueden poco, aunque sean muchos.
A estas razones respondió uno de los contrarios:
-Mientes, que aquí no hay ningún traidor; que el querer cobrar la honra perdida, a toda demasía da licencia.
No le habló más palabras, porque no les daba lugar a ello la priesa que se daban a herirse los enemigos, que al parecer de don Juan debían de ser seis. Apretaron tanto a su compañero, que de dos estocadas que le dieron a un tiempo en los pechos dieron con él en tierra. Don Juan creyó que le habían muerto, y, con ligereza y valor estraño, se puso delante de todos y los hizo arredrar a fuerza de una lluvia de cuchilladas y estocadas. Pero no fuera bastante su diligencia para ofender y defenderse, si no le ayudara la buena suerte con hacer que los vecinos de la calle sacasen lumbres a las ventanas y a grandes voces llamasen a la justicia: lo cual visto por los contrarios, dejaron la calle, y, a espaldas vueltas, se ausentaron.
Ya en esto, se había levantado el caído, porque las estocadas hallaron un peto como de diamante en que toparon. Habíasele caído a don Juan el sombrero en la refriega, y buscándole, halló otro que se puso acaso, sin mirar si era el suyo o no. El caído se llegó a él y le dijo:
-Señor caballero, quienquiera que seáis, yo confieso que os debo la vida que tengo, la cual, con lo que valgo y puedo, gastaré a vuestro servicio. Hacedme merced de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa a quién tengo de mostrarme agradecido.
A lo cual respondió don Juan:
-No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado. Por hacer, señor, lo que me pedís, y por daros gusto solamente, os digo que soy un caballero español y estudiante en esta ciudad; si el nombre os importara saberlo, os le dijera; mas, por si acaso os quisiéredes servir de mí en otra cosa, sabed que me llamo don Juan de Gamboa.
-Mucha merced me habéis hecho -respondió el caído-; pero yo, señor don Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy ni mi nombre, porque he de gustar mucho de que lo sepáis de otro que de mí, y yo tendré cuidado de que os hagan sabidor dello.
Habíale preguntado primero don Juan si estaba herido, porque le había visto dar dos grandes estocadas, y habíale respondido que un famoso peto que traía puesto, después de Dios, le había defendido; pero que, con todo eso, sus enemigos le acabaran si él no se hallara a su lado. En esto, vieron venir hacia ellos un bulto de gente, y don Juan dijo:
-Si éstos son los enemigos que vuelven, apercebíos, señor, y haced como quien sois.
-A lo que yo creo, no son enemigos, sino amigos los que aquí vienen.
Y así fue la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon al caído y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas que don Juan no las pudo oír. Volvió luego el defendido a don Juan y díjole:
-A no haber venido estos amigos, en ninguna manera, señor don Juan, os dejara hasta que acabárades de ponerme en salvo; pero ahora os suplico con todo encarecimiento que os vais y me dejéis, que me importa.
Hablando esto, se tentó la cabeza y vio que estaba sin sombrero, y, volviéndose a los que habían venido, pidió que le diesen un sombrero, que se le había caído el suyo. Apenas lo hubo dicho, cuando don Juan le puso el que había hallado en la cabeza. Tentóle el caído y, volviéndosele a don Juan, dijo:
-Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le lleve por trofeo desta refriega; y guárdele, que creo que es conocido.
Diéronle otro sombrero al defendido, y don Juan, por cumplir lo que le había pedido, pasando otros algunos, aunque breves, comedimientos, le dejó sin saber quién era, y se vino a su casa, sin querer llegar a la puerta donde le habían dado la criatura, por parecerle que todo el barrio estaba despierto y alborotado con la pendencia.
Sucedió, pues, que, volviéndose a su posada, en la mitad del camino encontró con don Antonio de Isunza, su camarada; y, conociéndose, dijo don Antonio:
-Volved conmigo, don Juan, hasta aquí arriba, y en el camino os contaré un estraño cuento que me ha sucedido, que no le habréis oído tal en toda vuestra vida.
-Como esos cuentos os podré contar yo -respondió don Juan-; pero vamos donde queréis y contadme el vuestro.
Guió don Antonio y dijo:
-«Habéis de saber que, poco más de una hora después que salistes de casa, salí a buscaros, y no treinta pasos de aquí vi venir, casi a encontrarme, un bulto negro de persona, que venía muy aguijando; y, llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito largo, la cual, con voz interrumpida de sollozos y de suspiros, me dijo: ''¿Por ventura, señor, sois estranjero o de la ciudad?'' ''Estranjero soy y español'', respondí yo. Y ella: ''Gracias al cielo, que no quiere que muera sin sacramentos''. ''¿Venís herida, señora -repliqué yo-, o traéis algún mal de muerte?''. ''Podría ser que el que traigo lo fuese, si presto no se me da remedio; por la cortesía que siempre suele reinar en los de vuestra nación, os suplico, señor español, que me saquéis destas calles y me llevéis a vuestra posada con la mayor priesa que pudiéredes; que allá, si gustáredes dello, sabréis el mal que llevo y quién soy, aunque sea a costa de mi crédito''. Oyendo lo cual, pareciéndome que tenía necesidad de lo que pedía, sin replicarla más, la así de la mano y por calles desviadas la llevé a la posada. Abrióme Santisteban el paje, hícele que se retirase, y sin que él la viese la llevé a mi estancia, y ella en entrando se arrojó encima de mi lecho desmayada. Lleguéme a ella y descubríla el rostro, que con el manto traía cubierto, y descubrí en él la mayor belleza que humanos ojos han visto; será a mi parecer de edad de diez y ocho años, antes menos que más. Quedé suspenso de ver tal estremo de belleza; acudí a echarle un poco de agua en el rostro, con que volvió en sí suspirando tiernamente, y lo primero que me dijo fue: ''¿Conocéisme, señor?'' ''No -respondí yo-, ni es bien que yo haya tenido ventura de haber conocido tanta hermosura''. ''Desdichada de aquella -respondió ella- a quien se la da el cielo para mayor desgracia suya; pero, señor, no es tiempo éste de alabar hermosuras, sino de remediar desdichas. Por quien sois, que me dejéis aquí encerrada y no permitáis que ninguno me vea, y volved luego al mismo lugar que me topastes y mirad si riñe alguna gente, y no favorezcáis a ninguno de los que riñeren, sino poned paz, que cualquier daño de las partes ha de resultar en acrecentar el mío''. Déjola encerrada y vengo a poner en paz esta pendencia.»
-¿Tenéis más que decir, don Antonio? -preguntó don Juan.
-¿Pues no os parece que he dicho harto? -respondió don Antonio-. Pues he dicho que tengo debajo de llave y en mi aposento la mayor belleza que humanos ojos han visto.
-El caso es estraño, sin duda -dijo don Juan-, pero oíd el mío.
Y luego le contó todo lo que le había sucedido, y cómo la criatura que le habían dado estaba en casa en poder de su ama, y la orden que le había dejado de mudarle las ricas mantillas en pobres y de llevarle adonde le criasen o a lo menos socorriesen la presente necesidad. Y dijo más: que la pendencia que él venía a buscar ya era acabada y puesta en paz, que él se había hallado en ella; y que, a lo que él imaginaba, todos los de la riña debían de ser gentes de prendas y de gran valor.
Quedaron entrambos admirados del suceso de cada uno y con priesa se volvieron a la posada, por ver lo que había menester la encerrada. En el camino dijo don Antonio a don Juan que él había prometido a aquella señora que no la dejaría ver de nadie, ni entraría en aquel aposento sino él solo, en tanto que ella no gustase de otra cosa.
-No importa nada -respondió don Juan-, que no faltará orden para verla, que ya lo deseo en estremo, según me la habéis alabado de hermosa.
Llegaron en esto, y, a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían, alzó los ojos don Antonio al sombrero que don Juan traía, y viole resplandeciente de diamantes; quitósele, y vio que las luces salían de muchos que en un cintillo riquísimo traía. Miráronle y remiráronle entrambos, y concluyeron que, si todos eran finos, como parecían, valía más de doce mil ducados. Aquí acabaron de conocer ser gente principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de don Juan, de quien se acordó haberle dicho que trujese el sombrero y le guardase, porque era conocido. Mandaron retirar los pajes y don Antonio abrió su aposento, y halló a la señora sentada en la cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas lágrimas. Don Juan, con el deseo que tenía de verla, se asomó a la puerta tanto cuanto pudo entrar la cabeza, y al punto la lumbre de los diamantes dio en los ojos de la que lloraba, y, alzándolos, dijo:
-Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me queréis dar con tanta escaseza el bien de vuestra vista?
A esto dijo don Antonio:
-Aquí, señora, no hay ningún duque que se escuse de veros.
-¿Cómo no? -replicó ella-. El que allí se asomó ahora es el duque de Ferrara, que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.
-En verdad, señora, que el sombrero que vistes no le trae ningún duque; y si queréis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.
-Entre enhorabuena -dijo ella-, aunque si no fuese el duque, mis desdichas serían mayores.
Todas estas razones había oído don Juan, y, viendo que tenía licencia de entrar, con el sombrero en la mano entró en el aposento, y, así como se le puso delante y ella conoció no ser quien decía el del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa, dijo:
-¡Ay, desdichada de mí! Señor mío, decidme luego, sin tenerme más suspensa: ¿conocéis el dueño dese sombrero? ¿Dónde le dejastes o cómo vino a vuestro poder? ¿Es vivo por ventura, o son ésas las nuevas que me envía de su muerte? ¡Ay, bien mío!, ¿qué sucesos son éstos? ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin ti encerrada y en poder que, a no saber que es de gentiles hombres españoles, el temor de perder mi honestidad me hubiera quitado la vida!
-Sosegaos señora -dijo don Juan-, que ni el dueño deste sombrero es muerto ni estáis en parte donde se os ha de hacer agravio alguno, sino serviros con cuanto las fuerzas nuestras alcanzaren, hasta poner las vidas por defenderos y ampararos; que no es bien que os salga vana la fe que tenéis de la bondad de los españoles; y, pues nosotros lo somos y principales (que aquí viene bien ésta que parece arrogancia), estad segura que se os guardará el decoro que vuestra presencia merece.
-Así lo creo yo -respondió ella-; pero con todo eso, decidme, señor: ¿cómo vino a vuestro poder ese rico sombrero, o adónde está su dueño, que, por lo menos, es Alfonso de Este, duque de Ferrara?
Entonces don Juan, por no tenerla más suspensa, le contó cómo le había hallado en una pendencia, y en ella había favorecido y ayudado a un caballero que, por lo que ella decía, sin duda debía de ser el duque de Ferrara, y que en la pendencia había perdido el sombrero y hallado aquél, y que aquel caballero le había dicho que le guardase, que era conocido, y que la refriega se había concluido sin quedar herido el caballero ni él tampoco; y que, después de acabada, había llegado gente que al parecer debían de ser criados o amigos del que él pensaba ser el duque, el cual le había pedido le dejase y se viniese, «mostrándose muy agradecido al favor que yo le había dado».
-De manera, señora mía, que este rico sombrero vino a mi poder por la manera que os he dicho, y su dueño, si es el duque, como vos decís, no ha una hora que le dejé bueno, sano y salvo; sea esta verdad parte para vuestro consuelo, si es que le tendréis con saber del buen estado del duque.
-Para que sepáis, señores, si tengo razón y causa para preguntar por él, estadme atentos y escuchad la, no sé si diga, mi desdichada historia.
Todo el tiempo en que esto pasó le entretuvo el ama en paladear al niño con miel y en mudarle las mantillas de ricas en pobres; y, ya que lo tuvo todo aderezado, quiso llevarla en casa de una partera, como don Juan se lo dejó ordenado, y, al pasar con ella por junto a la estancia donde estaba la que quería comenzar su historia, lloró la criatura de modo que lo sintió la señora; y, levantándose en pie, púsose atentamente a escuchar, y oyó más distintamente el llanto de la criatura y dijo:
-Señores míos, ¿qué criatura es aquella, que parece recién nacida?
Don Juan respondió:
-Es un niño que esta noche nos han echado a la puerta de casa y va el ama a buscar quién le dé de mamar.
-Tráiganmele aquí, por amor de Dios -dijo la señora-, que yo haré esa caridad a los hijos ajenos, pues no quiere el cielo que la haga con los propios.
Llamó don Juan al ama y tomóle el niño, y entrósele a la que le pedía y púsosele en los brazos, diciendo:
-Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche; y no ha sido éste el primero, que pocos meses se pasan que no hallamos a los quicios de nuestras puertas semejantes hallazgos.
Tomóle ella en los brazos y miróle atentamente, así el rostro como los pobres aunque limpios paños en que venía envuelto, y luego, sin poder tener las lágrimas, se echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de mamar a la criatura, y, aplicándosela a ellos, juntó su rostro con el suyo, y con la leche le sustentaba y con las lágrimas le bañaba el rostro; y desta manera estuvo sin levantar el suyo tanto espacio cuanto el niño no quiso dejar el pecho. En este espacio guardaban todos cuatro silencio; el niño mamaba, pero no era ansí, porque las recién paridas no pueden dar el pecho; y así, cayendo en la cuenta la que se lo daba, se le volvió a don Juan, diciendo:
-En balde me he mostrado caritativa: bien parezco nueva en estos casos. Haced, señor, que a este niño le paladeen con un poco de miel, y no consintáis que a estas horas le lleven por las calles. Dejad llegar el día, y antes que le lleven vuélvanmele a traer, que me consuelo en verle.
Volvió el niño don Juan al ama y ordenóle le entretuviese hasta el día, y que le pusiese las ricas mantillas con que le había traído, y que no le llevase sin primero decírselo. Y volviendo a entrar, y estando los tres solos, la hermosa dijo:
-Si queréis que hable, dadme primero algo que coma, que me desmayo, y tengo bastante ocasión para ello.
Acudió prestamente don Antonio a un escritorio y sacó dél muchas conservas, y de algunas comió la desmayada, y bebió un vidrio de agua fría, con que volvió en sí; y, algo sosegada, dijo:
-Sentaos, señores, y escuchadme.
Hiciéronlo ansí, y ella, recogiéndose encima del lecho y abrigándose bien con las faldas del vestido, dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traía, dejando el rostro esento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna, o, por mejor decir, del mismo sol, cuando más hermoso y más claro se muestra. Llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura. Finalmente, después de haber dado muchos suspiros y después de haber procurado sosegar algún tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada, dijo:
-«Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis, sin duda alguna, oído nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen. Soy, en efeto, Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli, que con deciros esto quizá habré dicho dos verdades: la una, de mi nobleza; la otra, de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y madre, en poder de mi hermano, el cual desde niña puso en mi guarda al recato mismo, puesto que más confiaba de mi honrada condición que de la solicitud que ponía en guardarme.
»Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañadas no más que de mis criadas, fui creciendo, y juntamente conmigo crecía la fama de mi gentileza, sacada en público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban y de un retrato que mi hermano mandó hacer a un famoso pintor, para que, como él decía, no quedase sin mí el mundo, ya que el cielo a mejor vida me llevase. Pero todo esto fuera poca parte para apresurar mi perdición si no sucediera venir el duque de Ferrara a ser padrino de unas bodas de una prima mía, donde me llevó mi hermano con sana intención y por honra de mi parienta. Allí miré y fui vista; allí, según creo, rendí corazones, avasallé voluntades: allí sentí que daban gusto las alabanzas, aunque fuesen dadas por lisonjeras lenguas; allí, finalmente, vi al duque y él me vio a mí, de cuya vista ha resultado verme ahora como me veo. No os quiero decir, señores, porque sería proceder en infinito, los términos, las trazas, y los modos por donde el duque y yo venimos a conseguir, al cabo de dos años, los deseos que en aquellas bodas nacieron, porque ni guardas, ni recatos, ni honrosas amonestaciones, ni otra humana diligencia fue bastante para estorbar el juntarnos: que en fin hubo de ser debajo de la palabra que él me dio de ser mi esposo, porque sin ella fuera imposible rendir la roca de la valerosa y honrada presunción mía. Mil veces le dije que públicamente me pidiese a mi hermano, pues no era posible que me negase; y que no había que dar disculpas al vulgo de la culpa que le pondrían de la desigualdad de nuestro casamiento, pues no desmentía en nada la nobleza del linaje Bentibolli a la suya Estense. A esto me respondió con escusas, que yo las tuve por bastantes y necesarias, y, confiada como rendida, creí como enamorada y entreguéme de toda mi voluntad a la suya por intercesión de una criada mía, más blanda a las dádivas y promesas del duque que lo que debía a la confianza que de su fidelidad mi hermano hacía.
»En resolución, a cabo de pocos días, me sentí preñada; y, antes que mis vestidos manifestasen mis libertades, por no darles otro nombre, me fingí enferma y malencólica, y hice con mi hermano me trujese en casa de aquella mi prima de quien había sido padrino el duque. Allí le hice saber en el término en que estaba, y el peligro que me amenazaba y la poca seguridad que tenía de mi vida, por tener barruntos de que mi hermano sospechaba mi desenvoltura. Quedó de acuerdo entre los dos que en entrando en el mes mayor se lo avisase: que él vendría por mí con otros amigos suyos y me llevaría a Ferrara, donde en la sazón que esperaba se casaría públicamente conmigo.
»Esta noche en que estamos fue la del concierto de su venida, y esta misma noche, estándole esperando, sentí pasar a mi hermano con otros muchos hombres, al parecer armados, según les crujían las armas, de cuyo sobresalto de improviso me sobrevino el parto, y en un instante parí un hermoso niño. Aquella criada mía, sabidora y medianera de mis hechos, que estaba ya prevenida para el caso, envolvió la criatura en otros paños que no los que tiene la que a vuestra puerta echaron; y, saliendo a la puerta de la calle, la dio, a lo que ella dijo, a un criado del duque. Yo, desde allí a un poco, acomodándome lo mejor que pude, según la presente necesidad, salí de la casa, creyendo que estaba en la calle el duque, y no lo debiera hacer hasta que él llegara a la puerta; mas el miedo que me había puesto la cuadrilla armada de mi hermano, creyendo que ya esgrimía su espada sobre mi cuello, no me dejó hacer otro mejor discurso; y así, desatentada y loca, salí donde me sucedió lo que habéis visto; y, aunque me veo sin hijo y sin esposo y con temor de peores sucesos, doy gracias al cielo, que me ha traído a vuestro poder, de quien me prometo todo aquello que de la cortesía española puedo prometerme, y más de la vuestra, que la sabréis realzar por ser tan nobles como parecéis.»
Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho, y, acudiendo los dos a ver si se desmayaba, vieron que no, sino que amargamente lloraba, y díjole don Juan:
-Si hasta aquí, hermosa señora, yo y don Antonio, mi camarada, os teníamos compasión y lástima por ser mujer, ahora, que sabemos vuestra calidad, la lástima y compasión pasa a ser obligación precisa de serviros. Cobrad ánimo y no desmayéis; y, aunque no acostumbrada a semejantes casos, tanto más mostraréis quién sois cuanto más con paciencia supiéredes llevarlos. Creed, señora, que imagino que estos tan estraños sucesos han de tener un felice fin: que no han de permitir los cielos que tanta belleza se goce mal y tan honestos pensamientos se malogren. Acostaos, señora, y curad de vuestra persona, que lo habéis menester; que aquí entrará una criada nuestra que os sirva, de quien podéis hacer la misma confianza que de nuestras personas: tan bien sabrá tener en silencio vuestras desgracias como acudir a vuestras necesidades.
-Tal es la que tengo, que a cosas más dificultosas me obliga -respondió ella-. Entre, señor, quien vos quisiéredes, que, encaminada por vuestra parte, no puedo dejar de tenerla muy buena en la que menester hubiere; pero, con todo eso, os suplico que no me vean más que vuestra criada.
-Así será -respondió don Antonio.
Y dejándola sola se salieron, y don Juan dijo al ama que entrase dentro y llevase la criatura con los ricos paños, si se los había puesto. El ama dijo que sí, y que ya estaba de la misma manera que él la había traído. Entró el ama, advertida de lo que había de responder a lo que acerca de aquella criatura la señora que hallaría allí dentro le preguntase.
En viéndola Cornelia, le dijo:
-Vengáis en buen hora, amiga mía; dadme esa criatura y llegadme aquí esa vela.
Hízolo así el ama, y, tomando el niño Cornelia en sus brazos, se turbó toda y le miró ahincadamente, y dijo al ama:
-Decidme, señora, ¿este niño y el que me trajistes o me trujeron poco ha es todo uno?
-Sí señora -respondió el ama.
-Pues ¿cómo trae tan trocadas las mantillas? -replicó Cornelia-. En verdad, amiga, que me parece o que éstas son otras mantillas, o que ésta no es la misma criatura.
-Todo podía ser -respondió el ama.
-Pecadora de mí -dijo Cornelia-, ¿cómo todo podía ser? ¿Cómo es esto, ama mía?; que el corazón me revienta en el pecho hasta saber este trueco. Decídmelo, amiga, por todo aquello que bien queréis. Digo que me digáis de dónde habéis habido estas tan ricas mantillas, porque os hago saber que son mías, si la vista no me miente o la memoria no se acuerda. Con estas mismas o otras semejantes entregué yo a mi doncella la prenda querida de mi alma: ¿quién se las quitó? ¡Ay, desdichada! Y ¿quién las trujo aquí? ¡Ay, sin ventura!
Don Juan y don Antonio, que todas estas quejas escuchaban, no quisieron que más adelante pasase en ellas, ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas más la tuviese en pena; y así, entraron, y don Juan le dijo:
-Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.
Y luego le contó punto por punto cómo él había sido la persona a quien su doncella había dado el niño, y de cómo le había traído a casa, con la orden que había dado al ama del trueco de las mantillas y la ocasión por que lo había hecho; aunque, después que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquél era su hijo, y que si no se lo había dicho, había sido porque, tras el sobresalto del estar en duda de conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.
Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de Cornelia, infinitos los besos que dio a su hijo, infinitas las gracias que rindió a sus favorecedores, llamándolos ángeles humanos de su guarda y otros títulos que de su agradecimiento daban notoria muestra. Dejáronla con el ama, encomendándola mirase por ella y la sirviese cuanto fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba, para que acudiese a su remedio, pues ella, por ser mujer, sabía más de aquel menester que no ellos.
Con esto, se fueron a reposar lo que faltaba de la noche, con intención de no entrar en el aposento de Cornelia si no fuese o que ella los llamase o a necesidad precisa. Vino el día y el ama trujo a quien secretamente y a escuras diese de mamar al niño, y ellos preguntaron por Cornelia. Dijo el ama que reposaba un poco. Fuéronse a las escuelas, y pasaron por la calle de la pendencia y por la casa de donde había salido Cornelia, por ver si era ya pública su falta o si se hacían corrillos della; pero en ningún modo sintieron ni oyeron cosa ni de la riña ni de la ausencia de Cornelia. Con esto, oídas sus lecciones, se volvieron a su posada.
Llamólos Cornelia con el ama, a quien respondieron que tenían determinado de no poner los pies en su aposento, para que con más decoro se guardase el que a su honestidad se debía; pero ella replicó con lágrimas y con ruegos que entrasen a verla, que aquél era el decoro más conveniente, si no para su remedio, a lo menos para su consuelo. Hiciéronlo así, y ella los recibió con rostro alegre y con mucha cortesía; pidióles le hiciesen merced de salir por la ciudad y ver si oían algunas nuevas de su atrevimiento. Respondiéronle que ya estaba hecha aquella diligencia con toda curiosidad, pero que no se decía nada.
En esto, llegó un paje, de tres que tenían, a la puerta del aposento, y desde fuera dijo:
-A la puerta está un caballero con dos criados que dice se llama Lorenzo Bentibolli, y busca a mi señor don Juan de Gamboa.
A este recado cerró Cornelia ambos puños y se los puso en la boca, y por entre ellos salió la voz baja y temerosa, y dijo:
-¡Mi hermano, señores; mi hermano es ése! Sin duda debe de haber sabido que estoy aquí, y viene a quitarme la vida. ¡Socorro, señores, y amparo!
-Sosegaos, señora -le dijo don Antonio-, que en parte estáis y en poder de quien no os dejará hacer el menor agravio del mundo. Acudid vos, señor don Juan, y mirad lo que quiere ese caballero, y yo me quedaré aquí a defender, si menester fuere, a Cornelia.
Don Juan, sin mudar semblante, bajó abajo, y luego don Antonio hizo traer dos pistoletes armados, y mandó a los pajes que tomasen sus espadas y estuviesen apercebidos.
El ama, viendo aquellas prevenciones, temblaba; Cornelia, temerosa de algún mal suceso, tremía; solos don Antonio y don Juan estaban en sí y muy bien puestos en lo que habían de hacer. En la puerta de la calle halló don Juan a don Lorenzo, el cual, en viendo a don Juan, le dijo:
-Suplico a V. S. -que ésta es la merced de Italia- me haga merced de venirse conmigo a aquella iglesia que está allí frontero, que tengo un negocio que comunicar con V. S. en que me va la vida y la honra.
-De muy buena gana -respondió don Juan- vamos, señor, donde quisiéredes.
Dicho esto, mano a mano se fueron a la iglesia; y, sentándose en un escaño y en parte donde no pudiesen ser oídos, Lorenzo habló primero y dijo:
-«Yo, señor español, soy Lorenzo Bentibolli, si no de los más ricos, de los más principales desta ciudad. Ser esta verdad tan notoria servirá de disculpa del alabarme yo propio. Quedé huérfano algunos años ha, y quedó en mi poder una mi hermana: tan hermosa, que a no tocarme tanto quizá os la alabara de manera que me faltaran encarecimientos por no poder ningunos corresponder del todo a su belleza. Ser yo honrado y ella muchacha y hermosa me hacían andar solícito en guardarla; pero todas mis prevenciones y diligencias las ha defraudado la voluntad arrojada de mi hermana Cornelia, que éste es su nombre.
»Finalmente, por acortar, por no cansaros, éste que pudiera ser cuento largo, digo que el duque de Ferrara, Alfonso de Este, con ojos de lince venció a los de Argos, derribó y triunfo de mi industria venciendo a mi hermana, y anoche me la llevó y sacó de casa de una parienta nuestra, y aun dicen que recién parida. Anoche lo supe y anoche le salí a buscar, y creo que le hallé y acuchillé; pero fue socorrido de algún ángel, que no consintió que con su sangre sacase la mancha de mi agravio. Hame dicho mi parienta, que es la que todo esto me ha dicho, que el duque engañó a mi hermana, debajo de palabra de recebirla por mujer. Esto yo no lo creo, por ser desigual el matrimonio en cuanto a los bienes de fortuna, que en los de naturaleza el mundo sabe la calidad de los Bentibollis de Bolonia. Lo que creo es que él se atuvo a lo que se atienen los poderosos que quieren atropellar una doncella temerosa y recatada, poniéndole a la vista el dulce nombre de esposo, haciéndola creer que por ciertos respectos no se desposa luego: mentiras aparentes de verdades, pero falsas y malintencionadas.» Pero sea lo que fuere, yo me veo sin hermana y sin honra, puesto que todo esto hasta agora por mi parte lo tengo puesto debajo de la llave del silencio, y no he querido contar a nadie este agravio hasta ver si le puedo remediar y satisfacer en alguna manera; que las infamias mejor es que se presuman y sospechen que no que se sepan de cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda, cada uno puede inclinarse a la parte que más quisiere, y cada una tendrá sus valedores. Finalmente, yo tengo determinado de ir a Ferrara y pedir al mismo duque la satisfación de mi ofensa, y si la negare, desafiarle sobre el caso; y esto no ha de ser con escuadrones de gente, pues no los puedo ni formar ni sustentar, sino de persona a persona, para lo cual querría el ayuda de la vuestra y que me acompañásedes en este camino, confiado en que lo haréis por ser español y caballero, como ya estoy informado; y por no dar cuenta a ningún pariente ni amigo mío, de quien no espero sino consejos y disuasiones, y de vos puedo esperar los que sean buenos y honrosos, aunque rompan por cualquier peligro. Vos, señor, me habéis de hacer merced de venir conmigo, que, llevando un español a mi lado, y tal como vos me parecéis, haré cuenta que llevo en mi guarda los ejércitos de Jerjes. Mucho os pido, pero a más obliga la deuda de responder a lo que la fama de vuestra nación pregona.
-No más, señor Lorenzo -dijo a esta sazón don Juan (que hasta allí, sin interrumpirle palabra, le había estado escuchando)-, no más, que desde aquí me constituyo por vuestro defensor y consejero, y tomo a mi cargo la satisfación o venganza de vuestro agravio; y esto no sólo por ser español, sino por ser caballero y serlo vos tan principal como habéis dicho, y como yo sé y como todo el mundo sabe. Mirad cuándo queréis que sea nuestra partida; y sería mejor que fuese luego, porque el hierro se ha de labrar mientras estuviere encendido, y el ardor de la cólera acrecienta el ánimo, y la injuria reciente despierta la venganza.
Levantóse Lorenzo y abrazó apretadamente a don Juan, y dijo:
-A tan generoso pecho como el vuestro, señor don Juan, no es menester moverle con ponerle otro interés delante que el de la honra que ha de ganar en este hecho, la cual desde aquí os la doy si salimos felicemente deste caso, y por añadidura os ofrezco cuanto tengo, puedo y valgo. La ida quiero que sea mañana, porque hoy pueda prevenir lo necesario para ella.
-Bien me parece -dijo don Juan-; y dadme licencia, señor Lorenzo, que yo pueda dar cuenta deste hecho a un caballero, camarada mía, de cuyo valor y silencio os podéis prometer harto más que del mío.
-Pues vos, señor don Juan, según decís, habéis tomado mi honra a vuestro cargo, disponed della como quisiéredes, y decid della lo que quisiéredes y a quien quisiéredes, cuanto más que camarada vuestra, ¿quién puede ser que muy bueno no sea?
Con esto se abrazaron y despidieron, quedando que otro día por la mañana le enviaría a llamar para que fuera de la ciudad se pusiesen a caballo y siguiesen disfrazados su jornada.
Volvió don Juan, y dio cuenta a don Antonio y a Cornelia de lo que con Lorenzo había pasado y el concierto que quedaba hecho.
-¡Válame Dios! -dijo Cornelia-; grande es, señor, vuestra cortesía y grande vuestra confianza. ¿Cómo, y tan presto os habéis arrojado a emprender una hazaña llena de inconvenientes? ¿Y qué sabéis vos, señor, si os lleva mi hermano a Ferrara o a otra parte? Pero dondequiera que os llevare, bien podéis hacer cuenta que va con vos la fidelidad misma, aunque yo, como desdichada, en los átomos del sol tropiezo, de cualquier sombra temo; y ¿no queréis que tema, si está puesta en la respuesta del duque mi vida o mi muerte, y qué sé yo si responderá tan atentadamente que la cólera de mi hermano se contenga en los límites de su discreción? Y, cuando salga, ¿paréceos que tiene flaco enemigo? Y ¿no os parece que los días que tardáredes he de quedar colgada, temerosa y suspensa, esperando las dulces o amargas nuevas del suceso? ¿Quiero yo tan poco al duque o a mi hermano que de cualquiera de los dos no tema las desgracias y las sienta en el alma?
-Mucho discurrís y mucho teméis, señora Cornelia -dijo don Juan-; pero dad lugar entre tantos miedos a la esperanza y fiad en Dios, en mi industria y buen deseo, que habéis de ver con toda felicidad cumplido el vuestro. La ida de Ferrara no se escusa, ni el dejar de ayudar yo a vuestro hermano tampoco. Hasta agora no sabemos la intención del duque, ni tampoco si él sabe vuestra falta; y todo esto se ha de saber de su boca, y nadie se lo podrá preguntar como yo. Y entended, señora Cornelia, que la salud y contento de vuestro hermano y el del duque llevo puestos en las niñas de mis ojos; yo miraré por ellos como por ellas.
-Si así os da el cielo, señor don Juan -respondió Cornelia-, poder para remediar como gracia para consolar, en medio destos mis trabajos me cuento por bien afortunada. Ya querría veros ir y volver, por más que el temor me aflija en vuestra ausencia o la esperanza me suspenda.
Don Antonio aprobó la determinación de don Juan y le alabó la buena correspondencia que en él había hallado la confianza de Lorenzo Bentibolli. Díjole más: que él quería ir a acompañarlos, por lo que podía suceder.
-Eso no -dijo don Juan-: así porque no será bien que la señora Cornelia quede sola, como porque no piense el señor Lorenzo que me quiero valer de esfuerzos ajenos.
-El mío es el vuestro mismo -replicó don Antonio-; y así, aunque sea desconocido y desde lejos, os tengo de seguir, que la señora Cornelia sé que gustará dello, y no queda tan sola que le falte quien la sirva, la guarde y acompañe.
A lo cual Cornelia dijo:
-Gran consuelo será para mí, señores, si sé que vais juntos, o a lo menos de modo que os favorezcáis el uno al otro si el caso lo pidiere; y, pues al que vais a mí se me semeja ser de peligro, hacedme merced, señores, de llevar estas reliquias con vosotros.
Y, diciendo esto, sacó del seno una cruz de diamantes de inestimable valor y un agnus de oro tan rico como la cruz. Miraron los dos las ricas joyas, y apreciáronlas aún más que lo que habían apreciado el cintillo; pero volviéronselas, no queriendo tomarlas en ninguna manera, diciendo que ellos llevarían reliquias consigo, si no tan bien adornadas, a lo menos en su calidad tan buenas. Pesóle a Cornelia el no aceptarlas, pero al fin hubo de estar a lo que ellos querían.
El ama tenía gran cuidado de regalar a Cornelia, y, sabiendo la partida de sus amos (de que le dieron cuenta, pero no a lo que iban ni adónde iban), se encargó de mirar por la señora, cuyo nombre aún no sabía, de manera que sus mercedes no hiciesen falta. Otro día, bien de mañana, ya estaba Lorenzo a la puerta, y don Juan de camino con el sombrero del cintillo, a quien adornó de plumas negras y amarillas, y cubrió el cintillo con una toquilla negra. Despidióse de Cornelia, la cual, imaginando que tenía a su hermano tan cerca, estaba tan temerosa que no acertó a decir palabra a los dos, que della se despidieron.
Salió primero don Juan, y con Lorenzo se fue fuera de la ciudad, y en una huerta algo desviada hallaron dos muy buenos caballos, con dos mozos que de diestro los tenían. Subieron en ellos y, los mozos delante, por sendas y caminos desusados caminaron a Ferrara. Don Antonio sobre un cuartago suyo, y otro vestido y disimulado, los seguía, pero parecióle que se recataban dél, especialmente Lorenzo; y así, acordó de seguir el camino derecho de Ferrara, con seguridad que allí los encontraría.
Apenas hubieron salido de la ciudad, cuando Cornelia dio cuenta al ama de todos sus sucesos, y de cómo aquel niño era suyo y del duque de Ferrara, con todos los puntos que hasta aquí se han contado tocantes a su historia, no encubriéndole cómo el viaje que llevaban sus señores era a Ferrara, acompañando a su hermano, que iba a desafiar al duque Alfonso. Oyendo lo cual el ama (como si el demonio se lo mandara, para intricar, estorbar o dilatar el remedio de Cornelia), dijo:
-¡Ay señora de mi alma! ¿Y todas esas cosas han pasado por vos y estáisos aquí descuidada y a pierna tendida? O no tenéis alma, o tenéisla tan desmazalada que no siente. ¿Cómo, y pensáis vos por ventura que vuestro hermano va a Ferrara? No lo penséis, sino pensad y creed que ha querido llevar a mis amos de aquí y ausentarlos desta casa para volver a ella y quitaros la vida, que lo podrá hacer como quien bebe un jarro de agua. Mirá debajo de qué guarda y amparo quedamos, sino en la de tres pajes, que harto tienen ellos que hacer en rascarse la sarna de que están llenos que en meterse en dibujos; a lo menos, de mí sé decir que no tendré ánimo para esperar el suceso y ruina que a esta casa amenaza. ¡El señor Lorenzo, italiano, y que se fíe de españoles, y les pida favor y ayuda; para mi ojo si tal crea! -y diose ella misma una higa-; si vos, hija mía, quisiésedes tomar mi consejo, yo os le daría tal que os luciese.
Pasmada, atónita y confusa estaba Cornelia oyendo las razones del ama, que las decía con tanto ahínco y con tantas muestras de temor, que le pareció ser todo verdad lo que le decía, y quizá estaban muertos don Juan y don Antonio, y que su hermano entraba por aquellas puertas y la cosía a puñaladas; y así, le dijo:
-¿Y qué consejo me daríades vos, amiga, que fuese saludable y que previniese la sobrestante desventura?
-Y cómo que le daré, tal y tan bueno que no pueda mejorarse -dijo el ama-. Yo, señora, he servido a un piovano; a un cura, digo, de una aldea que está dos millas de Ferrara; es una persona santa y buena, y que hará por mí todo lo que yo le pidiere, porque me tiene obligación más que de amo. Vámonos allá, que yo buscaré quien nos lleve luego, y la que viene a dar de mamar al niño es mujer pobre y se irá con nosotras al cabo del mundo. Y ya, señora, que presupongamos que has de ser hallada, mejor será que te hallen en casa de un sacerdote de misa, viejo y honrado, que en poder de dos estudiantes, mozos y españoles; que los tales, como yo soy buen testigo, no desechan ripio. Y agora, señora, como estás mala, te han guardado respecto; pero si sanas y convaleces en su poder, Dios lo podrá remediar, porque en verdad que si a mí no me hubieran guardado mis repulsas, desdenes y enterezas, ya hubieran dado conmigo y con mi honra al traste; porque no es todo oro lo que en ellos reluce: uno dicen y otro piensan; pero hanlo habido conmigo, que soy taimada y sé dó me aprieta el zapato; y sobre todo soy bien nacida, que soy de los Cribelos de Milán, y tengo el punto de la honra diez millas más allá de las nubes. Y en esto se podrá echar de ver, señora mía, las calamidades que por mí han pasado, pues con ser quien soy, he venido a ser masara de españoles, a quien ellos llaman ama; aunque a la verdad no tengo de qué quejarme de mis amos, porque son unos benditos, como no estén enojados, y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen que lo son. Pero quizá para consigo serán gallegos, que es otra nación, según es fama, algo menos puntual y bien mirada que la vizcaína.
En efeto, tantas y tales razones le dijo, que la pobre Cornelia se dispuso a seguir su parecer; y así, en menos de cuatro horas, disponiéndolo el ama y consintiéndolo ella, se vieron dentro de una carroza las dos y la ama del niño, y, sin ser sentidas de los pajes, se pusieron en camino para la aldea del cura; y todo esto se hizo a persuasión del ama y con sus dineros, porque había poco que la habían pagado sus señores un año de su sueldo, y así no fue menester empeñar una joya que Cornelia le daba. Y, como habían oído decir a don Juan que él y su hermano no habían de seguir el camino derecho de Ferrara, sino por sendas apartadas, quisieron ellas seguir el derecho, y poco a poco, por no encontrarse con ellos; y el dueño de la carroza se acomodó al paso de la voluntad de ellas porque le pagaron al gusto de la suya.
Dejémoslas ir, que ellas van tan atrevidas como bien encaminadas, y sepamos qué les sucedió a don Juan de Gamboa y al señor Lorenzo Bentibolli; de los cuales se dice que en el camino supieron que el duque no estaba en Ferrara, sino en Bolonia. Y así, dejando el rodeo que llevaban, se vinieron al camino real, o a la estrada maestra, como allá se dice, considerando que aquélla había de traer el duque cuando de Bolonia volviese. Y, a poco espacio que en ella habían entrado, habiendo tendido la vista hacia Bolonia por ver si por él alguno venía, vieron un tropel de gente de a caballo; y entonces dijo don Juan a Lorenzo que se desviase del camino, porque si acaso entre aquella gente viniese el duque, le quería hablar allí antes que se encerrase en Ferrara, que estaba poco distante. Hízolo así Lorenzo, y aprobó el parecer de don Juan.
Así como se apartó Lorenzo, quitó don Juan la toquilla que encubría el rico cintillo, y esto no sin falta de discreto discurso, como él después lo dijo. En esto, llegó la tropa de los caminantes, y entre ellos venía una mujer sobre una pía, vestida de camino y el rostro cubierto con una mascarilla, o por mejor encubrirse, o por guardarse del sol y del aire. Paró el caballo don Juan en medio del camino, y estuvo con el rostro descubierto a que llegasen los caminantes; y, en llegando cerca, el talle, el brío, el poderoso caballo, la bizarría del vestido y las luces de los diamantes llevaron tras sí los ojos de cuantos allí venían: especialmente los del duque de Ferrara, que era uno dellos, el cual, como puso los ojos en el cintillo, luego se dio a entender que el que le traía era don Juan de Gamboa, el que le había librado en la pendencia; y tan de veras aprehendió esta verdad que, sin hacer otro discurso, arremetió su caballo hacia don Juan diciendo:
-No creo que me engañaré en nada, señor caballero, si os llamo don Juan de Gamboa, que vuestra gallarda disposición y el adorno dese capelo me lo están diciendo.
-Así es la verdad -respondió don Juan-, porque jamás supe ni quise encubrir mi nombre; pero decidme, señor, quién sois, por que yo no caiga en alguna descortesía.
-Eso será imposible -respondió el duque-, que para mí tengo que no podéis ser descortés en ningún caso. Con todo eso os digo, señor don Juan, que yo soy el duque de Ferrara y el que está obligado a serviros todos los días de su vida, pues no ha cuatro noches que vos se la distes.
No acabó de decir esto el duque cuando don Juan, con estraña ligereza, saltó del caballo y acudió a besar los pies del duque; pero, por presto que llegó, ya el duque estaba fuera de la silla, de modo que le acabó de apear en brazos don Juan. El señor Lorenzo, que desde algo lejos miraba estas ceremonias, no pensando que lo eran de cortesía, sino de cólera, arremetió su caballo; pero en la mitad del repelón le detuvo, porque vio abrazados muy estrechamente al duque y a don Juan, que ya había conocido al duque. El duque, por cima de los hombros de don Juan, miró a Lorenzo y conocióle, de cuyo conocimiento algún tanto se sobresaltó, y así como estaba abrazado preguntó a don Juan si Lorenzo Bentibolli, que allí estaba, venía con él o no. A lo cual don Juan respondió:
-Apartémonos algo de aquí y contaréle a Vuestra Excelencia grandes cosas.
Hízolo así el duque y don Juan le dijo:
-Señor, Lorenzo Bentibolli, que allí veis, tiene una queja de vos no pequeña: dice que habrá cuatro noches que le sacastes a su hermana, la señora Cornelia, de casa de una prima suya, y que la habéis engañado y deshonrado, y quiere saber de vos qué satisfación le pensáis hacer, para que él vea lo que le conviene. Pidióme que fuese su valedor y medianero; yo se lo ofrecí, porque, por los barruntos que él me dio de la pendencia, conocí que vos, señor, érades el dueño deste cintillo, que por liberalidad y cortesía vuestra quisistes que fuese mío; y, viendo que ninguno podía hacer vuestras partes mejor que yo, como ya he dicho, le ofrecí mi ayuda. Querría yo agora, señor, me dijésedes lo que sabéis acerca deste caso y si es verdad lo que Lorenzo dice.
-¡Ay amigo! -respondió el duque-, es tan verdad que no me atrevería a negarla aunque quisiese; yo no he engañado ni sacado a Cornelia, aunque sé que falta de la casa que dice; no la he engañado, porque la tengo por mi esposa; no la he sacado, porque no sé della; si públicamente no celebré mis desposorios, fue porque aguardaba que mi madre (que está ya en lo último) pasase désta a mejor vida, que tiene deseo que sea mi esposa la señora Livia, hija del duque de Mantua, y por otros inconvenientes quizá más eficaces que los dichos, y no conviene que ahora se digan. Lo que pasa es que la noche que me socorristes la había de traer a Ferrara, porque estaba ya en el mes de dar a luz la prenda que ordenó el cielo que en ella depositase; o ya fuese por la riña, o ya por mi descuido, cuando llegué a su casa hallé que salía della la secretaria de nuestros conciertos. Preguntéle por Cornelia, díjome que ya había salido, y que aquella noche había parido un niño, el más bello del mundo, y que se le había dado a un Fabio, mi criado. La doncella es aquella que allí viene; el Fabio está aquí, y el niño y Cornelia no parecen. Yo he estado estos dos días en Bolonia, esperando y escudriñando oír algunas nuevas de Cornelia, pero no he sentido nada.
-Dese modo, señor -dijo don Juan-, cuando Cornelia y vuestro hijo pareciesen, ¿no negaréis ser vuestra esposa y él vuestro hijo?
-No, por cierto; porque, aunque me precio de caballero, más me precio de cristiano; y más, que Cornelia es tal que merece ser señora de un reino. Pareciese ella, y viva o muera mi madre, que el mundo sabrá que si supe ser amante, supe la fe que di en secreto guardarla en público.
-Luego, ¿bien diréis -dijo don Juan- lo que a mí me habéis dicho a vuestro hermano el señor Lorenzo?
-Antes me pesa -respondió el duque- de que tarde tanto en saberlo.
Al instante hizo don Juan de señas a Lorenzo, que se apease y viniese donde ellos estaban, como lo hizo, bien ajeno de pensar la buena nueva que le esperaba. Adelantóse el duque a recebirle con los brazos abiertos, y la primera palabra que le dijo fue llamarle hermano.
Apenas supo Lorenzo responder a salutación tan amorosa ni a tan cortés recibimiento; y, estando así suspenso, antes que hablase palabra, don Juan le dijo:
-El duque, señor Lorenzo, confiesa la conversación secreta que ha tenido con vuestra hermana, la señora Cornelia. Confiesa asimismo que es su legítima esposa, y que, como lo dice aquí, lo dirá públicamente cuando se ofreciere. Concede, asimismo, que fue ha cuatro noches a sacarla de casa de su prima para traerla a Ferrara y aguardar coyuntura de celebrar sus bodas, que las ha dilatado por justísimas causas que me ha dicho. Dice, asimismo, la pendencia que con vos tuvo, y que cuando fue por Cornelia encontró con Sulpicia, su doncella, que es aquella mujer que allí viene, de quien supo que Cornelia no había una hora que había parido, y que ella dio la criatura a un criado del duque, y que luego Cornelia, creyendo que estaba allí el duque, había salido de casa medrosa, porque imaginaba que ya vos, señor Lorenzo, sabíades sus tratos. Sulpicia no dio el niño al criado del duque, sino a otro en su cambio. Cornelia no parece, él se culpa de todo, y dice que, cada y cuando que la señora Cornelia parezca, la recebirá como a su verdadera esposa. Mirad, señor Lorenzo, si hay más que decir ni más que desear si no es el hallazgo de las dos tan ricas como desgraciadas prendas.
A esto respondió el señor Lorenzo, arrojándose a los pies del duque, que porfiaba por levantarlo:
-De vuestra cristiandad y grandeza, serenísimo señor y hermano mío, no podíamos mi hermana y yo esperar menor bien del que a entrambos nos hacéis: a ella, en igualarla con vos, y a mí, en ponerme en el número de vuestro.
Ya en esto se le arrasaban los ojos de lágrimas, y al duque lo mismo, enternecidos, el uno, con la pérdida de su esposa, y el otro, con el hallazgo de tan buen cuñado; pero consideraron que parecía flaqueza dar muestras con lágrimas de tanto sentimiento, las reprimieron y volvieron a encerrar en los ojos, y los de don Juan, alegres, casi les pedían las albricias de haber parecido Cornelia y su hijo, pues los dejaba en su misma casa.
En esto estaban, cuando se descubrió don Antonio de Isunza, que fue conocido de don Juan en el cuartago desde algo lejos; pero cuando llegó cerca se paró y vio los caballos de don Juan y de Lorenzo, que los mozos tenían de diestro y acullá desviados. Conoció a don Juan y a Lorenzo, pero no al duque, y no sabía qué hacerse, si llegaría o no adonde don Juan estaba. Llegándose a los criados del duque, les preguntó si conocían aquel caballero que con los otros dos estaba, señalando al duque. Fuele respondido ser el duque de Ferrara, con que quedó más confuso y menos sin saber qué hacerse, pero sacóle de su perplejidad don Juan, llamándole por su nombre. Apeóse don Antonio, viendo que todos estaban a pie, y llegóse a ellos; recibióle el duque con mucha cortesía, porque don Juan le dijo que era su camarada. Finalmente, don Juan contó a don Antonio todo lo que con el duque le había sucedido hasta que él llegó. Alegróse en estremo don Antonio, y dijo a don Juan:
-¿Por qué, señor don Juan, no acabáis de poner la alegría y el contento destos señores en su punto, pidiendo las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo?
-Si vos no llegárades, señor don Antonio, yo las pidiera; pero pedidlas vos, que yo seguro que os las den de muy buena gana.
Como el duque y Lorenzo oyeron tratar del hallazgo de Cornelia y de albricias, preguntaron qué era aquello.
-¿Qué ha de ser -respondió don Antonio- sino que yo quiero hacer un personaje en esta trágica comedia, y ha de ser el que pide las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo, que quedan en mi casa?
Y luego les contó punto por punto todo lo que hasta aquí se ha dicho, de lo cual el duque y el señor Lorenzo recibieron tanto placer y gusto, que don Lorenzo se abrazó con don Juan y el duque con don Antonio. El duque prometió todo su estado en albricias, y el señor Lorenzo su hacienda, su vida y su alma. Llamaron a la doncella que entregó a don Juan la criatura, la cual, habiendo conocido a Lorenzo, estaba temblando. Preguntáronle si conocería al hombre a quien había dado el niño; dijo que no, sino que ella le había preguntado si era Fabio, y él había respondido que sí, y con esta buena fe se le había entregado.
-Así es la verdad -respondió don Juan-; y vos, señora, cerrastes la puerta luego, y me dijistes que la pusiese en cobro y diese luego la vuelta.
-Así es, señor -respondió la doncella llorando.
Y el duque dijo:
-Ya no son menester lágrimas aquí, sino júbilos y fiestas. El caso es que yo no tengo de entrar en Ferrara, sino dar la vuelta luego a Bolonia, porque todos estos contentos son en sombra hasta que los haga verdaderos la vista de Cornelia.
Y sin más decir, de común consentimiento, dieron la vuelta a Bolonia.
Adelantóse don Antonio para apercebir a Cornelia, por no sobresaltarla con la improvisa llegada del duque y de su hermano; pero, como no la halló ni los pajes le supieron decir nuevas della, quedó el más triste y confuso hombre del mundo; y, como vio que faltaba el ama, imaginó que por su industria faltaba Cornelia. Los pajes le dijeron que faltó el ama el mismo día que ellos habían faltado, y que la Cornelia por quien preguntaba nunca ellos la vieron. Fuera de sí quedó don Antonio con el no pensado caso, temiendo que quizá el duque los tendría por mentirosos o embusteros, o quizá imaginaría otras peores cosas que redundasen en perjuicio de su honra y del buen crédito de Cornelia. En esta imaginación estaba, cuando entraron el duque, y don Juan y Lorenzo, que por calles desusadas y encubiertas, dejando la demás gente fuera de la ciudad, llegaron a la casa de don Juan, y hallaron a don Antonio sentado en una silla, con la mano en la mejilla y con una color de muerto.
Preguntóle don Juan qué mal tenía y adónde estaba Cornelia.
Respondió don Antonio:
-¿Qué mal queréis que no tenga? Pues Cornelia no parece, que con el ama que le dejamos para su compañía, el mismo día que de aquí faltamos, faltó ella.
Poco le faltó al duque para espirar, y a Lorenzo para desesperarse, oyendo tales nuevas. Finalmente, todos quedaron turbados, suspensos e imaginativos. En esto, se llegó un paje a don Antonio y al oído le dijo:
-Señor, Santisteban, el paje del señor don Juan, desde el día que vuesas mercedes se fueron, tiene una mujer muy bonita encerrada en su aposento, y yo creo que se llama Cornelia, que así la he oído llamar.
Alborotóse de nuevo don Antonio, y más quisiera que no hubiera parecido Cornelia, que sin duda pensó que era la que el paje tenía escondida, que no que la hallaran en tal lugar. Con todo eso no dijo nada, sino callando se fue al aposento del paje, y halló cerrada la puerta y que el paje no estaba en casa. Llegóse a la puerta y dijo con voz baja:
-Abrid, señora Cornelia, y salid a recebir a vuestro hermano y al duque vuestro esposo, que vienen a buscaros.
Respondiéronle de dentro:
-¿Hacen burla de mí? Pues en verdad que no soy tan fea ni tan desechada que no podían buscarme duques y condes, y eso se merece la presona que trata con pajes.
Por las cuales palabra entendió don Antonio que no era Cornelia la que respondía. Estando en esto, vino Santisteban el paje, y acudió luego a su aposento, y, hallando allí a don Antonio, que pedía que le trujesen las llaves que había en casa, por ver si alguna hacía a la puerta, el paje, hincado de rodillas y con la llave en la mano, le dijo:
-El ausencia de vuesas mercedes, y mi bellaquería, por mejor decir, me hizo traer una mujer estas tres noches a estar conmigo. Suplico a vuesa merced, señor don Antonio de Isunza, así oiga buenas nuevas de España, que si no lo sabe mi señor don Juan de Gamboa que no se lo diga, que yo la echaré al momento.
-Y ¿cómo se llama la tal mujer? -preguntó don Antonio.
-Llámase Cornelia -respondió el paje.
El paje que había descubierto la celada, que no era muy amigo de Santisteban, ni se sabe si simplemente o con malicia, bajó donde estaban el duque, don Juan y Lorenzo, diciendo:
-Tómame el paje, por Dios, que le han hecho gormar a la señora Cornelia; escondidita la tenía; a buen seguro que no quisiera él que hubieran venido los señores para alargar más el gaudeamus tres o cuatro días más.
Oyó esto Lorenzo y preguntóle:
-¿Qué es lo que decís, gentilhombre? ¿Dónde está Cornelia?
-Arriba -respondió el paje.
Apenas oyó esto el duque, cuando como un rayo subió la escalera arriba a ver a Cornelia, que imaginó que había parecido, y dio luego con el aposento donde estaba don Antonio, y, entrando, dijo:
-¿Dónde está Cornelia, adónde está la vida de la vida mía?
-Aquí está Cornelia -respondió una mujer que estaba envuelta en una sábana de la cama y cubierto el rostro, y prosiguió diciendo-: ¡Válamos Dios! ¿Es éste algún buey de hurto? ¿Es cosa nueva dormir una mujer con un paje, para hacer tantos milagrones?
Lorenzo, que estaba presente, con despecho y cólera tiró de un cabo de la sábana y descubrió una mujer moza y no de mal parecer, la cual, de vergüenza, se puso las manos delante del rostro y acudió a tomar sus vestidos, que le servían de almohada, porque la cama no la tenía, y en ellos vieron que debía de ser alguna pícara de las perdidas del mundo.
Preguntóle el duque que si era verdad que se llamaba Cornelia; respondió que sí y que tenía muy honrados parientes en la ciudad, y que nadie dijese «desta agua no beberé». Quedó tan corrido el duque, que casi estuvo por pensar si hacían los españoles burla dél; pero, por no dar lugar a tan mala sospecha, volvió las espaldas, y, sin hablar palabra, siguiéndole Lorenzo, subieron en sus caballos y se fueron, dejando a don Juan y a don Antonio harto más corridos que ellos iban; y determinaron de hacer las diligencias posibles y aun imposibles en buscar a Cornelia, y satisfacer al duque de su verdad y buen deseo. Despidieron a Santisteban por atrevido, y echaron a la pícara Cornelia, y en aquel punto se les vino a la memoria que se les había olvidado de decir al duque las joyas del agnus y la cruz de diamantes que Cornelia les había ofrecido, pues con estas señas creería que Cornelia había estado en su poder y que si faltaba, no había estado en su mano. Salieron a decirle esto, pero no le hallaron en casa de Lorenzo, donde creyeron que estaría. A Lorenzo sí, el cual les dijo que, sin detenerse un punto, se había vuelto a Ferrara, dejándole orden de buscar a su hermana.
Dijéronle lo que iban a decirle, pero Lorenzo les dijo que el duque iba muy satisfecho de su buen proceder, y que entrambos habían echado la falta de Cornelia a su mucho miedo, y que Dios sería servido de que pareciese, pues no había de haber tragado la tierra al niño y al ama y a ella. Con esto se consolaron todos y no quisieron hacer la inquisición de buscalla por bandos públicos, sino por diligencias secretas, pues de nadie sino de su prima se sabía su falta; y entre los que no sabían la intención del duque correría riesgo el crédito de su hermana si la pregonasen, y ser gran trabajo andar satisfaciendo a cada uno de las sospechas que una vehemente presumpción les infunde.
Siguió su viaje el duque, y la buena suerte, que iba disponiendo su ventura, hizo que llegase a la aldea del cura, donde ya estaban Cornelia, el niño y su ama y la consejera; y ellas le habían dado cuenta de su vida y pedídole consejo de lo que harían.
Era el cura grande amigo del duque, en cuya casa, acomodada a lo de clérigo rico y curioso, solía el duque venirse desde Ferrara muchas veces, y desde allí salía a caza, porque gustaba mucho, así de la curiosidad del cura como de su donaire, que le tenía en cuanto decía y hacía. No se alborotó por ver al duque en su casa, porque, como se ha dicho, no era la vez primera; pero descontentóle verle venir triste, porque luego echó de ver que con alguna pasión traía ocupado el ánimo.
Entreoyó Cornelia que el duque de Ferrara estaba allí y turbóse en estremo, por no saber con qué intención venía; torcíase las manos y andaba de una parte a otra, como persona fuera de sentido. Quisiera hablar Cornelia al cura, pero estaba entreteniendo al duque y no tenía lugar de hablarle.
El duque le dijo:
-Yo vengo, padre mío, tristísimo, y no quiero hoy entrar en Ferrara, sino ser vuestro huésped; decid a los que vienen conmigo que pasen a Ferrara y que sólo se quede Fabio.
Hízolo así el buen cura, y luego fue a dar orden cómo regalar y servir al duque; y con esta ocasión le pudo hablar Cornelia, la cual, tomándole de las manos, le dijo:
-¡Ay, padre y señor mío! Y ¿qué es lo que quiere el duque? Por amor de Dios, señor, que le dé algún toque en mi negocio, y procure descubrir y tomar algún indicio de su intención; en efeto, guíelo como mejor le pareciere y su mucha discreción le aconsejare.
A esto le respondió el cura:
-El duque viene triste; hasta agora no me ha dicha la causa. Lo que se ha de hacer es que luego se aderece ese niño muy bien, y ponedle, señora, las joyas todas que tuviéredes, principalmente las que os hubiere dado el duque, y dejadme hacer, que yo espero en el cielo que hemos de tener hoy un buen día.
Abrazóle Cornelia y besóle la mano, y retiróse a aderezar y componer el niño. El cura salió a entretener al duque en tanto que se hacía hora de comer, y en el discurso de su plática preguntó el cura al duque si era posible saberse la causa de su melancolía, porque sin duda de una legua se echaba de ver que estaba triste.
-Padre -respondió el duque-, claro está que las tristezas del corazón salen al rostro; en los ojos se lee la relación de lo que está en el alma, y lo que peor es, que por ahora no puedo comunicar mi tristeza con nadie.
-Pues en verdad, señor -respondió el cura-, que si estuviérades para ver cosas de gusto, que os enseñara yo una, que tengo para mí que os le causara y grande.
-Simple sería -respondió el duque- aquél que, ofreciéndole el alivio de su mal, no quisiese recebirle. Por vida mía, padre, que me mostréis eso que decís, que debe de ser alguna de vuestras curiosidades, que para mí son todas de grandísimo gusto.
Levantóse el cura y fue donde estaba Cornelia, que ya tenía adornado a su hijo y puéstole las ricas joyas de la cruz y del agnus, con otras tres piezas preciosísimas, todas dadas del duque a Cornelia; y, tomando al niño entre sus brazos, salió adonde el duque estaba, y, diciéndole que se levantase y se llegase a la claridad de una ventana, quitó al niño de sus brazos y le puso en los del duque, el cual, cuando miró y reconoció las joyas y vio que eran las mismas que él había dado a Cornelia, quedó atónito; y, mirando ahincadamente al niño, le pareció que miraba su mismo retrato, y lleno de admiración preguntó al cura cúya era aquella criatura, que en su adorno y aderezo parecía hijo de algún príncipe.
-No sé -respondió el cura-; sólo sé que habrá no sé cuántas noches que aquí me le trujo un caballero de Bolonia, y me encargó mirase por él y le criase, que era hijo de un valeroso padre y de una principal y hermosísima madre. También vino con el caballero una mujer para dar leche al niño, a quien he yo preguntado si sabe algo de los padres desta criatura, y responde que no sabe palabra; y en verdad que si la madre es tan hermosa como el ama, que debe de ser la más hermosa mujer de Italia.
-¿No la veríamos? -preguntó el duque.
-Sí, por cierto -respondió el cura-; veníos, señor, conmigo, que si os suspende el adorno y la belleza desa criatura, como creo que os ha suspendido, el mismo efeto entiendo que ha de hacer la vista de su ama.
Quísole tomar la criatura el cura al duque, pero él no la quiso dejar, antes la apretó en sus brazos y le dio muchos besos. Adelantóse el cura un poco, y dijo a Cornelia que saliese sin turbación alguna a recebir al duque. Hízolo así Cornelia, y con el sobresalto le salieron tales colores al rostro, que sobre el modo mortal la hermosearon. Pasmóse el duque cuando la vio, y ella, arrojándose a sus pies, se los quiso besar. El duque, sin hablar palabra, dio el niño al cura, y, volviendo las espaldas, se salió con gran priesa del aposento. Lo cual visto por Cornelia, volviéndose al cura, dijo:
-¡Ay señor mío! ¿Si se ha espantado el duque de verme? ¿Si me tiene aborrecida? ¿Si le he parecido fea? ¿Si se le han olvidado las obligaciones que me tiene? ¿No me hablará siquiera una palabra? ¿Tanto le cansaba ya su hijo que así le arrojó de sus brazos?
A todo lo cual no respondía palabra el cura, admirado de la huida del duque, que así le pareció, que fuese huida antes que otra cosa; y no fue sino que salió a llamar a Fabio y decirle:
-Corre, Fabio amigo, y a toda diligencia vuelve a Bolonia y di que al momento Lorenzo Bentibolli y los dos caballeros españoles, don Juan de Gamboa y don Antonio de Isunza, sin poner escusa alguna, vengan luego a esta aldea. Mira, amigo, que vueles y no te vengas sin ellos, que me importa la vida el verlos.
No fue perezoso Fabio, que luego puso en efeto el mandamiento de su señor.
El duque volvió luego a donde Cornelia estaba derramando hermosas lágrimas. Cogióla el duque en sus brazos, y, añadiendo lágrimas a lágrimas, mil veces le bebió el aliento de la boca, teniéndoles el contento atadas las lenguas. Y así, en silencio honesto y amoroso, se gozaban los dos felices amantes y esposos verdaderos.
El ama del niño y la Cribela, por lo menos como ella decía, que por entre las puertas de otro aposento habían estado mirando lo que entre el duque y Cornelia pasaba, de gozo se daban de calabazadas por las paredes, que no parecía sino que habían perdido el juicio. El cura daba mil besos al niño, que tenía en sus brazos, y, con la mano derecha, que desocupó, no se hartaba de echar bendiciones a los dos abrazados señores. El ama del cura, que no se había hallado presente al grave caso por estar ocupada aderezando la comida, cuando la tuvo en su punto, entró a llamarlos que se sentasen a la mesa. Esto apartó los estrechos abrazos, y el duque desembarazó al cura del niño y le tomó en sus brazos, y en ellos le tuvo todo el tiempo que duró la limpia y bien sazonada, más que sumptuosa comida; y, en tanto que comían, dio cuenta Cornelia de todo lo que le había sucedido hasta venir a aquella casa por consejo de la ama de los dos caballeros españoles, que la habían servido, amparado y guardado con el más honesto y puntual decoro que pudiera imaginarse. El duque le contó asimismo a ella todo lo que por él había pasado hasta aquel punto. Halláronse presentes las dos amas, y hallaron en el duque grandes ofrecimientos y promesas. En todos se renovó el gusto con el felice fin del suceso, y sólo esperaban a colmarle y a ponerle en el estado mejor que acertara a desearse con la venida de Lorenzo, de don Juan y don Antonio, los cuales de allí a tres días vinieron desalados y deseosos por saber si alguna nueva sabía el duque de Cornelia; que Fabio, que los fue a llamar, no les pudo decir ninguna cosa de su hallazgo, pues no la sabía.
Saliólos a recebir el duque una sala antes de donde estaba Cornelia, y esto sin muestras de contento alguno, de que los recién venidos se entristecieron. Hízolos sentar el duque, y él se sentó con ellos, y, encaminando su plática a Lorenzo, le dijo:
-Bien sabéis, señor Lorenzo Bentibolli, que yo jamás engañé a vuestra hermana, de lo que es buen testigo el cielo y mi conciencia. Sabéis asimismo la diligencia con que la he buscado y el deseo que he tenido de hallarla para casarme con ella, como se lo tengo prometido. Ella no parece y mi palabra no ha de ser eterna. Yo soy mozo, y no tan experto en las cosas del mundo, que no me deje llevar de las que me ofrece el deleite a cada paso. La misma afición que me hizo prometer ser esposo de Cornelia me llevó también a dar antes que a ella palabra de matrimonio a una labradora desta aldea, a quien pensaba dejar burlada por acudir al valor de Cornelia, aunque no acudiera a lo que la conciencia me pedía, que no fuera pequeña muestra de amor. Pero, pues nadie se casa con mujer que no parece, ni es cosa puesta en razón que nadie busque la mujer que le deja, por no hallar la prenda que le aborrece, digo que veáis, señor Lorenzo, qué satisfación puedo daros del agravio que no os hice, pues jamás tuve intención de hacérosle, y luego quiero que me deis licencia para cumplir mi primera palabra y desposarme con la labradora, que ya está dentro desta casa.
En tanto que el duque esto decía, el rostro de Lorenzo se iba mudando de mil colores, y no acertaba a estar sentado de una manera en la silla: señales claras que la cólera le iba tomando posesión de todos sus sentidos. Lo mismo pasaba por don Juan y por don Antonio, que luego propusieron de no dejar salir al duque con su intención aunque le quitasen la vida. Leyendo, pues, el duque en sus rostros sus intenciones, dijo:
-Sosegaos, señor Lorenzo, que, antes que me respondáis palabra, quiero que la hermosura que veréis en la que quiero recebir por mi esposa os obligue a darme la licencia que os pido; porque es tal y tan estremada, que de mayores yerros será disculpa.
Esto dicho, se levantó y entró donde Cornelia estaba riquísimamente adornada, con todas la joyas que el niño tenía y muchas más. Cuando el duque volvió las espaldas, se levantó don Juan, y, puestas ambas manos en los dos brazos de la silla donde estaba sentado Lorenzo, al oído le dijo:
-Por Santiago de Galicia, señor Lorenzo, y por la fe de cristiano y de caballero que tengo, que así deje yo salir con su intención al duque como volverme moro. ¡Aquí, aquí y en mis manos ha de dejar la vida, o ha de cumplir la palabra que a la señora Cornelia, vuestra hermana, tiene dada, o a lo menos nos ha de dar tiempo de buscarla, y hasta que de cierto se sepa que es muerta, él no ha de casarse!
-Yo estoy dese parecer mismo -respondió Lorenzo.
-Pues del mismo estará mi camarada don Antonio -replicó don Juan.
En esto, entró por la sala adelante Cornelia, en medio del cura y del duque, que la traía de la mano, detrás de los cuales venían Sulpicia, la doncella de Cornelia, que el duque había enviado por ella a Ferrara, y las dos amas, del niño y la de los caballeros.
Cuando Lorenzo vio a su hermana, y la acabó de rafigurar y conocer, que al principio la imposibilidad, a su parecer, de tal suceso no le dejaba enterar en la verdad, tropezando en sus mismos pies, fue a arrojarse a los del duque, que le levantó y le puso en los brazos de su hermana; quiero decir que su hermana le abrazó con las muestras de alegría posibles. Don Juan y don Antonio dijeron al duque que había sido la más discreta y más sabrosa burla del mundo. El duque tomó al niño, que Sulpicia traía, y dándosele a Lorenzo le dijo:
-Recebid, señor hermano, a vuestro sobrino y mi hijo, y ved si queréis darme licencia que me case con esta labradora, que es la primera a quien he dado palabra de casamiento.
Sería nunca acabar contar lo que respondió Lorenzo, lo que preguntó don Juan, lo que sintió don Antonio, el regocijo del cura, la alegría de Sulpicia, el contento de la consejera, el júbilo del ama, la admiración de Fabio y, finalmente, el general contento de todos.
Luego el cura los desposó, siendo su padrino don Juan de Gamboa; y entre todos se dio traza que aquellos desposorios estuviesen secretos, hasta ver en qué paraba la enfermedad que tenía muy al cabo a la duquesa su madre, y que en tanto la señora Cornelia se volviese a Bolonia con su hermano. Todo se hizo así; la duquesa murió, Cornelia entró en Ferrara, alegrando al mundo con su vista, los lutos se volvieron en galas, las amas quedaron ricas, Sulpicia por mujer de Fabio, don Antonio y don Juan contentísimos de haber servido en algo al duque, el cual les ofreció dos primas suyas por mujeres con riquísima dote. Ellos dijeron que los caballeros de la nación vizcaína por la mayor parte se casaban en su patria; y que no por menosprecio, pues no era posible, sino por cumplir su loable costumbre y la voluntad de sus padres, que ya los debían de tener casados, no aceptaban tan ilustre ofrecimiento.
El duque admitió su disculpa, y, por modos honestos y honrosos, y buscando ocasiones lícitas, les envió muchos presentes a Bolonia, y algunos tan ricos y enviados a tan buena sazón y coyuntura, que, aunque pudieran no admitirse, por no parecer que recebían paga, el tiempo en que llegaban lo facilitaba todo: especialmente los que les envió al tiempo de su partida para España, y los que les dio cuando fueron a Ferrara a despedirse dél; ya hallaron a Cornelia con otras dos criaturas hembras, y al duque más enamorado que nunca. La duquesa dio la cruz de diamantes a don Juan y el agnus a don Antonio, que, sin ser poderosos a hacer otra cosa, las recibieron.
Llegaron a España y a su tierra, adonde se casaron con ricas, principales y hermosas mujeres, y siempre tuvieron correspondencia con el duque y la duquesa y con el señor Lorenzo Bentibolli, con grandísimo gusto de todos.
SALÍA del Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, un soldado que, por servirle su espada de báculo y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés, como convaleciente; y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía un su amigo, a quien no había visto en más de seis meses; el cual, santiguándose como si viera alguna mala visión, llegándose a él, le dijo:
-¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra? ¡Como quien soy que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que arrastrando aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es ésa?
A lo cual respondió Campuzano:
-A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde; a las demás preguntas no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que non debiera.
-¿Luego casóse vuesa merced? -replicó Peralta.
-Sí, señor -respondió Campuzano.
-Sería por amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución del arrepentimiento.
-No sabré decir si fue por amores -respondió el alférez-, aunque sabré afirmar que fue por dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone; que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.
-No ha de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo a mi posada, y allí haremos penitencia juntos; que la olla es muy de enfermo, y, aunque está tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute nos harán la salva, y, sobre todo, la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos.
Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa, diole lo prometido y ofrecióselo de nuevo, y pidióle, en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le había encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir desta manera:
-«Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como yo hacía en esta ciudad camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
-Bien me acuerdo -respondió Peralta.
-«Pues un día -prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer en aquella posada de la Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas: la una se puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y, para acrecentarle más, o ya fuese de industria o acaso, sacó la señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado, y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: ''No seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga; que, aunque yo soy más honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis''. Beséle las manos por la grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas se fueron, siguiólas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino su galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones que me pareció ser necesarias para hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores como soldado que está en víspera de mudar, apuré a mi señora doña Estefanía de Caicedo (que éste es el nombre de la que así me tiene) y respondíome: ''Señor alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa: pecadora he sido, y aún ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren ni los apartados me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna, y con todo esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda, lo que se tardare en ponellas se tardará en convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala; en efeto, sé mandar y sé hacer que me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y los de mis criadas la hilaron; y si pudiera tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco marido que me ampare, me mande y me honre, y no galán que me sirva y me vitupere. Si vuesa merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí estoy moliente y corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo como las mismas partes''.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca que no valiese, con aquella cadena que traía al cuello y con otras joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural y adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que, sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.
»En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza cómo los dos hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron luego juntos en una Pascua se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos desposamos, hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a mi nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar; porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré en él, delante della, mi magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alhombras, ahajé sábanas de holanda, alumbréme con candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a las once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado; bailábanme doña Estefanía y la moza el agua delante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores, según olían, bañados en la agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse estos días volando, como se pasan los años, que están debajo de la jurisdición del tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala intención con que aquel negocio había comenzado. Al cabo de los cuales, una mañana, que aún estaba con doña Estefanía en la cama, llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse la moza a la ventana y, quitándose al momento, dijo: ''¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han visto, y cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro día?'' ''¿Quién es la que ha venido, moza?'', le pregunté. ''¿Quién?'', respondió ella. ''Es mi señora doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consigo''. ''¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!'', dijo a este punto doña Estefanía; ''y vos, señor, por mi amor que no os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes''. ''Pues ¿quién ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo delante? Decidme: ¿qué gente es ésta?, que me parece que os ha alborotado su venida''. ''No tengo lugar de responderos'', dijo doña Estefanía: ''sólo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido y que tira a cierto designio y efeto que después sabréis''.
»Y, aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa Bueso, que se entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos de oro, capotillo de lo mismo y con la misma guarnición, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y con rico cintillo de oro, y con un delgado velo cubierta la mitad del rostro. Entró con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de camino. La dueña Hortigosa fue la primera que habló, diciendo: ''¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿Ocupado el lecho de mi señora doña Clementa, y más con ocupación de hombre? ¡Milagros veo hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano la señora doña Estefanía, fiada en la amistad de mi señora!'' ''Yo te lo prometo, Hortigosa'', replicó doña Clementa; ''pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente yo en tomar amigas que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!'' A todo lo cual respondió doña Estefanía: ''No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa Bueso, y entienda que no sin misterio vee lo que vee en esta su casa: que, cuando lo sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa merced sin ninguna queja''.
»En esto, ya me había puesto yo en calzas y en jubón; y, tomándome doña Estefanía por la mano, me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería hacer una burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse; y que la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote; y que hecho el casamiento se le daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el don Lope la tenía. ''Y luego se me volverá lo que es mío, y no se le tendrá a mal a ella, ni a otra mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea por medio de cualquier embuste''.
»Yo le respondí que era grande estremo de amistad el que quería hacer, y que primero se mirase bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse de la justicia para cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa, aun en cosas de más importancia, que, mal de mi grado y con remordimiento de mi juicio, hube de condecender con el gusto de doña Estefanía, asegurándome ella que solos ocho días podía durar el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya. Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir de la señora doña Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez de Almendárez, hizo a mi criado que se cargase el baúl y que la siguiese, a quien yo también seguí, sin despedirme de nadie.
»Paró doña Estefanía en casa de una amiga suya, y, antes que entrásemos dentro, estuvo un buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que entrásemos yo y mi criado. Llevónos a un aposento estrecho, en el cual había dos camas tan juntas que parecían una, a causa que no había espacio que las dividiese, y las sábanas de entrambas se besaban. En efeto, allí estuvimos seis días, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos pendencia, diciéndole la necedad que había hecho en haber dejado su casa y su hacienda, aunque fuera a su misma madre.
»En esto, iba yo y venía por momentos; tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña Estefanía dijo que iba a ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la causa que me movía a reñir tanto con ella, y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba, diciéndole que había sido necedad notoria más que amistad perfeta. Contéle todo el cuento, y cuando llegué a decir que me había casado con doña Estefanía, y la dote que trujo y la simplicidad que había hecho en dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con tan sana intención como era alcanzar tan principal marido como don Lope, se comenzó a santiguar y a hacerse cruces con tanta priesa, y con tanto ''¡Jesús, Jesús, de la mala hembra!'', que me puso en gran turbación; y al fin me dijo: ''Señor alférez, no sé si voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que también la cargaría si lo callase; pero, a Dios y a ventura, sea lo que fuere, ¡viva la verdad y muera la mentira! La verdad es que doña Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron la dote; la mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía: que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido del que trae puesto. Y el haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste fue que doña Clementa fue a visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y de allí fue a tener novenas en Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entretanto dejó en su casa a doña Estefanía, que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque, bien mirado, no hay que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una tal persona como la del señor alférez por marido''.
»Aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación, por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena inspiración me conhortó algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y espada y salir a buscar a doña Estefanía, con prosupuesto de hacer en ella un ejemplar castigo; pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime a San Llorente, encomendéme a Nuestra Señora, sentéme sobre un escaño, y con la pesadumbre me tomó un sueño tan pesado, que no despertara tan presto si no me despertaran.
»Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo como señora de su casa; no le osé decir nada, porque estaba el señor don Lope delante. Volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía como yo sabía toda su maraña y embuste; y que ella le preguntó qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había respondido que muy malo, y que, a su parecer, había salido yo con mala intención y con peor determinación a buscarla. Díjome, finalmente, que doña Estefanía se había llevado cuanto en el baúl tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido de camino. ¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano! Fui a ver mi baúl, y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón había de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia.»
-Bien grande fue -dijo a esta sazón el licenciado Peralta- haberse llevado doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo; que, como suele decirse, todos los duelos..., etc.
-Ninguna pena me dio esa falta -respondió el alférez-, pues también podré decir: «Pensóse don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado».
-No sé a qué propósito puede vuesa merced decir eso -respondió Peralta.
-El propósito es -respondió el alférez- de que toda aquella balumba y aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta diez o doce escudos.
-Eso no es posible -replicó el licenciado-; porque la que el señor alférez traía al cuello mostraba pesar más de docientos ducados.
-Así fuera -respondió el alférez- si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas y brincos, con sólo ser de alquimia se contentaron; pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el fuego podía descubrir su malicia.
-Desa manera -dijo el licenciado-, entre vuesa merced y la señora doña Estefanía, pata es la traviesa.
-Y tan pata -respondió el alférez-, que podemos volver a barajar; pero el daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la falsía de su término; y en efeto, mal que me pese, es prenda mía.
-Dad gracias a Dios, señor Campuzano -dijo Peralta-, que fue prenda con pies, y que se os ha ido, y que no estáis obligado a buscarla.
-Así es -respondió el alférez-; pero, con todo eso, sin que la busque, la hallo siempre en la imaginación, y, adondequiera que estoy, tengo mi afrenta presente.
-No sé qué responderos -dijo Peralta-, si no es traeros a la memoria dos versos de Petrarca, que dicen:
Ché, qui prende dicleto di far fiode;
Non si de lamentar si altri l’ingana.
Que responden en nuestro castellano: «Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro no se debe quejar cuando es engañado».
-Yo no me quejo -respondió el alférez-, sino lastímome: que el culpado no por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado, porque me hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento que no me queje de mí mismo. «Finalmente, por venir a lo que hace más al caso a mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis sucesos), digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a todo ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé posada y mudé el pelo dentro de pocos días, porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente hecho pelón, porque ni tenía barbas que peinar ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y, como la pobreza atropella a la honra, y a unos lleva a la horca y a otros al hospital, y a otros les hace entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones (que es una de las mayores miserias que puede suceder a un desdichado), por no gastar en curarme los vestidos que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano si me guardo: espada tengo, lo demás Dios lo remedie.»
Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.
-Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta -dijo el alférez-; que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de naturaleza: no quiera vuesa merced saber más, sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea.
Todos estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía, antes de contar lo que había visto, encendían el deseo de Peralta de manera que, con no menores encarecimientos, le pidió que luego luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.
-Ya vuesa merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con dos lanternas andan de noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna.
-Sí he visto -respondió Peralta.
-También habrá visto o oído vuesa merced -dijo el alférez- lo que dellos se cuenta: que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo, ellos acuden luego a alumbrar y a buscar lo que se cae, y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de darles limosna; y, con ir allí con tanta mansedumbre que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones, guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.
-Yo he oído decir -dijo Peralta- que todo es así, pero eso no me puede ni debe causar maravilla.
-Pues lo que ahora diré dellos es razón que la cause, y que, sin hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo; y es que yo oí y casi vi con mis ojos a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás de mi cama en unas esteras viejas; y, a la mitad de aquella noche, estando a escuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído escuchando, por ver si podía venir en conocimiento de los que hablaban y de lo que hablaban; y a poco rato vine a conocer, por lo que hablaban, los que hablaban, y eran los dos perros, Cipión y Berganza.
Apenas acabó de decir esto Campuzano, cuando, levantándose el licenciado, dijo:
-Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado; y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.
-No me tenga vuesa merced por tan ignorante -replicó Campuzano- que no entienda que, si no es por milagro, no pueden hablar los animales; que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no son sino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por esto pueden hablar y responder con discurso concertado, como estos perros hablaron; y así, muchas veces, después que los oí, yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto, con todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro Señor fue servido dármelos, oí, escuché, noté y, finalmente, escribí, sin faltar palabra, por su concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío, a mi pesar y contra mi opinión, vengo a creer que no soñaba y que los perros hablaban.
-¡Cuerpo de mí! -replicó el licenciado-. ¡Si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, o el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros!
-Uno dellos sería yo, y el mayor -replicó el alférez-, si creyese que ese tiempo ha vuelto; y aun también lo sería si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce, a que lo crea la misma incredulidad. Pero, puesto caso que me haya engañado, y que mi verdad sea sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron?
-Como vuesa merced -replicó el licenciado- no se canse más en persuadirme que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que por ser escrito y notado del buen ingenio del señor alférez, ya le juzgo por bueno.
-Pues hay en esto otra cosa -dijo el alférez-: que, como yo estaba tan atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había comido), todo lo tomé de coro; y, casi por las mismas palabras que había oído, lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza; y la del compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) cuando viere, o que ésta se crea, o, a lo menos, no se desprecie. El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la escritura.
Y, en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del licenciado, el cual le tomó riyéndose, y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo que pensaba leer.
-Yo me recuesto -dijo el alférez- en esta silla en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos sueños o disparates, que no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos dejar cuando enfaden.
-Haga vuesa merced su gusto -dijo Peralta-, que yo con brevedad me despediré desta letura.
Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título:
Novela del coloquio de los perros
El acabar el Coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a un tiempo; y el licenciado dijo:
-Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.
-Con ese parecer -respondió el alférez- me animaré y disporné a escribirle, sin ponerme más en disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo el licenciado:
-Señor alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención, y basta. Vámonos al Espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento.
-Vamos -dijo el alférez.
Y, con esto, se fueron.
NOVELA Y COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,
PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURECCIÓN,
QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID,
FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO,
A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN
«LOS PERROS DE MAHUDES»
CIPIÓN.- Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.- Cipión hermano, óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPIÓN.- Así es la verdad, Berganza; y viene a ser mayor este milagro en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional.
BERGANZA.- Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que, en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir grandes prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han querido sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas, que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento capaz de discurso.
CIPIÓN.- Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo de la amistad; y así, habrás visto (si has mirado en ello) que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida amistad y fidelidad inviolable.
BERGANZA.- Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé también que, después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN.- Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se muestran y parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande amenaza a las gentes.
BERGANZA.- Desa manera, no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo que oí decir los días pasados a un estudiante, pasando por Alcalá de Henares.
CIPIÓN.- ¿Qué le oíste decir?
BERGANZA.- Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los dos mil oían Medicina.
CIPIÓN.- Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA.- Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
CIPIÓN.- Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; y así, no hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este buen día, o buena noche, la metamos en nuestra casa; y, pues la tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.- Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban. Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.- Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.- Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por amigo; y ahora más que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos, y como discreto has repartido el tiempo donde podamos manifestallos. Pero advierte primero si nos oye alguno.
CIPIÓN.- Ninguno, a lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando sudores; pero en esta sazón más estará para dormir que para ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA.- Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha; y si te cansare lo que te fuere diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN.- Habla hasta que amanezca, o hasta que seamos sentidos; que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.- «Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su Matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto.»
CIPIÓN.- No me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA.- ¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo que vi en aquel Matadero y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero, has de presuponer que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al Rey ni a su justicia; los más, amancebados; son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. Todas las mañanas que son días de carne, antes que amanezca, están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne, y las criadas con criadillas y lomos medio enteros. No hay res alguna que se mate de quien no lleve esta gente diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado. Y, como en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que quisiere; y la que primero se mata, o es la mejor, o la de más baja postura, y con este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños se encomiendan a esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras. Pero ninguna cosa me admiraba más ni me parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes; no hay ninguno que no tenga su ángel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca. Finalmente, oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPIÓN.- Si en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas de sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año, y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
BERGANZA.- Yo lo haré así, si pudiere y si me da lugar la grande tentación que tengo de hablar; aunque me parece que con grandísima dificultad me podré ir a la mano.
CIPIÓN.- Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.
BERGANZA.- «Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta en la boca y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme también la casa de su amiga, y con esto se escusó la venida de su criada al Matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él había hurtado las noches. Y un día que, entre dos luces, iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me llamaban por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa en estremo; detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de la calle, y me tornó a llamar. Lleguéme a ella, como si fuera a ver lo que me quería, que no fue otra cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un chapín viejo. Entonces dije entre mí: ''La carne se ha ido a la carne''. Díjome la moza, en habiéndome quitado la carne: ''Andad Gavilán, o como os llamáis, y decid a Nicolás el Romo, vuestro amo, que no se fíe de animales, y que del lobo un pelo, y ése de la espuerta''. Bien pudiera yo volver a quitar lo que me quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas manos limpias y blancas.»
CIPIÓN.- Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de la hermosura que siempre se le tenga respecto.
BERGANZA.- «Así lo hice yo; y así, me volví a mi amo sin la porción y con el chapín. Parecióle que volví presto, vio el chapín, imaginó la burla, sacó uno de cachas y tiróme una puñalada que, a no desviarme, nunca tú oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse pies en polvorosa, y, tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San Bernardo, me fui por aquellos campos de Dios adonde la fortuna quisiese llevarme.
»Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro día me deparó la suerte un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como le vi, creí que había hallado en él el centro de mi reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban, cuando diciendo ''¡To, to!'' me llamó; y yo, que otra cosa no deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola. Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre una yegua rucia a la jineta, con lanza y adarga: que más parecía atajador de la costa que señor de ganado. Preguntó el pastor: ''¿Qué perro es éste, que tiene señales de ser bueno?'' ''Bien lo puede vuesa merced creer -respondió el pastor-, que yo le he cotejado bien y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda''. ''Pues así es -respondió el señor-, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la ración que a los demás, y acaríciale, porque tome cariño al hato y se quede en él''. En diciendo esto, se fue; y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas en leche. Y, asimismo, me puso nombre, y me llamó Barcino.
»Vime harto y contento con el segundo amo y con el nuevo oficio; mostréme solícito y diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a pasarlas o ya a la sombra de algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a la de alguna mata, a la margen de algún arroyo de los muchos que por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido en el Matadero, y en la que tenía mi amo y todos los como él, que están sujetos a cumplir los gustos impertinentes de sus amigas.»
¡Oh, qué de cosas te pudiera decir ahora de las que aprendí en la escuela de aquella jifera dama de mi amo! Pero habrélas de callar, porque no me tengas por largo y por murmurador.
CIPIÓN.- Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada: que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.- Yo tomaré tu consejo, y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se puede esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten a un mismo punto.
«Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos extraordinarios. Deteníame a oírla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso cantaba estremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis; y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su ganado, se entraba en los cuidados ajenos. Decía también que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato, había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame de otros muchos libros que deste jaez la había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.»
CIPIÓN.- Aprovechándote vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA.- En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la intención; pero si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé a quien me reprehendiere lo que respondió Mauleón, poeta tonto y académico de burla de la Academia de los Imitadores, a uno que le preguntó que qué quería decir Deum de Deo; y respondió que «dé donde diere».
CIPIÓN.- Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA.- «Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un "Cata el lobo dó va, Juanica" y otras cosas semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»
CIPIÓN.- Basta, Berganza; vuelve a tu senda y camina.
BERGANZA.- Agradézcotelo, Cipión amigo; porque si no me avisaras, de manera se me iba calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro entero destos que me tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga todo con mejores razones y con mejor discurso que ahora.
CIPIÓN.- Mírate a los pies y desharás la rueda, Berganza; quiero decir que mires que eres un animal que carece de razón, y si ahora muestras tener alguna, ya hemos averiguado entre los dos ser cosa sobrenatural y jamás vista.
BERGANZA.- Eso fuera ansí si yo estuviera en mi primera ignorancia; mas ahora que me ha venido a la memoria lo que te había de haber dicho al principio de nuestra plática, no sólo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo de hablar.
CIPIÓN.- Pues ¿ahora no puedes decir lo que ahora se te acuerda?
BERGANZA.- Es una cierta historia que me pasó con una grande hechicera, discípula de la Camacha de Montilla.
CIPIÓN.- Digo que me la cuentes antes que pases más adelante en el cuento de tu vida.
BERGANZA.- Eso no haré yo, por cierto, hasta su tiempo: ten paciencia y escucha por su orden mis sucesos, que así te darán más gusto, si ya no te fatiga querer saber los medios antes de los principios.
CIPIÓN.- Sé breve, y cuenta lo que quisieres y como quisieres.
BERGANZA.- «Digo, pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por parecerme que comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz y madre de todos los vicios, no tenía que ver conmigo, a causa que si los días holgaba, las noches no dormía, dándonos asaltos a menudo y tocándonos a arma los lobos; y, apenas me habían dicho los pastores ''¡al lobo, Barcino!'', cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que me señalaban que estaba el lobo: corría los valles, escudriñaba los montes, desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y a la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro dél, anhelando, cansado, hecho pedazos y los pies abiertos de los garranchos; y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o un carnero degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver de cuán poco servía mi mucho cuidado y diligencia. Venía el señor del ganado; salían los pastores a recebirle con las pieles de la res muerta; culpaba a los pastores por negligentes, y mandaba castigar a los perros por perezosos: llovían sobre nosotros palos, y sobre ellos reprehensiones; y así, viéndome un día castigado sin culpa, y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él; que, pues el lobo allí venía, allí sería más cierta la presa.
»Cada semana nos tocaban a rebato, y en una escurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agachéme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que le habían de guardar. Al punto, hacían saber a su amo la presa del lobo, dábanle el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo más y lo mejor. Volvía a reñirles el señor, y volvía también el castigo de los perros. No había lobos, menguaba el rebaño; quisiera yo descubrillo, hallábame mudo. Todo lo cual me traía lleno de admiración y de congoja. ''¡Válame Dios! -decía entre mí-, ¿quién podrá remediar esta maldad? ¿Quién será poderoso a dar a entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el que os guarda os mata?''»
CIPIÓN.- Y decías muy bien, Berganza, porque no hay mayor ni más sotil ladrón que el doméstico, y así, mueren muchos más de los confiados que de los recatados; pero el daño está en que es imposible que puedan pasar bien las gentes en el mundo si no se fía y se confía. Mas quédese aquí esto, que no quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA.- «Paso adelante, y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque parecía tan bueno, y escoger otro donde por hacerle bien, ya que no fuese remunerado, no fuese castigado. Volvíme a Sevilla, y entré a servir a un mercader muy rico.»
CIPIÓN.- ¿Qué modo tenías para entrar con amo? Porque, según lo que se usa, con gran dificultad el día de hoy halla un hombre de bien señor a quien servir. Muy diferentes son los señores de la tierra del Señor del cielo: aquéllos, para recebir un criado, primero le espulgan el linaje, examinan la habilidad, le marcan la apostura, y aun quieren saber los vestidos que tiene; pero, para entrar a servir a Dios, el más pobre es más rico; el más humilde, de mejor linaje; y, con sólo que se disponga con limpieza de corazón a querer servirle, luego le manda poner en el libro de sus gajes, señalándoselos tan aventajados que, de muchos y de grandes, apenas pueden caber en su deseo.
BERGANZA.- Todo eso es predicar, Cipión amigo.
CIPIÓN.- Así me lo parece a mí; y así, callo.
BERGANZA.- A lo que me preguntaste del orden que tenía para entrar con amo, digo que ya tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas virtudes, y que sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los pecados.
«Désta, pues, me aprovechaba yo cuando quería entrar a servir en alguna casa, habiendo primero considerado y mirado muy bien ser casa que pudiese mantener y donde pudiese entrar un perro grande. Luego arrimábame a la puerta, y cuando, a mi parecer, entraba algún forastero, le ladraba, y cuando venía el señor bajaba la cabeza y, moviendo la cola, me iba a él, y con la lengua le limpiaba los zapatos. Si me echaban a palos, sufríalos, y con la misma mansedumbre volvía a hacer halagos al que me apaleaba, que ninguno segundaba, viendo mi porfía y mi noble término. Desta manera, a dos porfías me quedaba en casa: servía bien, queríanme luego bien, y nadie me despidió, si no era que yo me despidiese, o, por mejor decir, me fuese; y tal vez hallé amo que éste fuera el día que yo estuviera en su casa, si la contraria suerte no me hubiera perseguido.»
CIPIÓN.- De la misma manera que has contado entraba yo con los amos que tuve, y parece que nos leímos los pensamientos.
BERGANZA.- Como en esas cosas nos hemos encontrado, si no me engaño, y yo te las diré a su tiempo, como tengo prometido; y ahora escucha lo que me sucedió después que dejé el ganado en poder de aquellos perdidos.
«Volvíme a Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de desechados, que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes. Arriméme a la puerta de una gran casa de un mercader, hice mis acostumbradas diligencias, y a pocos lances me quedé en ella. Recibiéronme para tenerme atado detrás de la puerta de día y suelto de noche; servía con gran cuidado y diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los que no eran muy conocidos; no dormía de noche, visitando los corrales, subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía y de las casas ajenas. Agradóse tanto mi amo de mi buen servicio, que mandó que me tratasen bien y me diesen ración de pan y los huesos que se levantasen o arrojasen de su mesa, con las sobras de la cocina, a lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos saltos cuando veía a mi amo, especialmente cuando venía de fuera; que eran tantas las muestras de regocijo que daba y tantos los saltos, que mi amo ordenó que me desatasen y me dejasen andar suelto de día y de noche. Como me vi suelto, corrí a él, rodeéle todo, sin osar llegarle con las manos, acordándome de la fábula de Isopo, cuando aquel asno, tan asno que quiso hacer a su señor las mismas caricias que le hacía una perrilla regalada suya, que le granjearon ser molido a palos. Parecióme que en esta fábula se nos dio a entender que las gracias y donaires de algunos no están bien en otros.»
Apode el truhán, juegue de manos y voltee el histrión, rebuzne el pícaro, imite el canto de los pájaros y los diversos gestos y acciones de los animales y los hombres el hombre bajo que se hubiere dado a ello, y no lo quiera hacer el hombre principal, a quien ninguna habilidad déstas le puede dar crédito ni nombre honroso.
CIPIÓN.- Basta; adelante, Berganza, que ya estás entendido.
BERGANZA.- ¡Ojalá que como tú me entiendes me entendiesen aquellos por quien lo digo; que no sé qué tengo de buen natural, que me pesa infinito cuando veo que un caballero se hace chocarrero y se precia que sabe jugar los cubiletes y las agallas, y que no hay quien como él sepa bailar la chacona! Un caballero conozco yo que se alababa que, a ruegos de un sacristán, había cortado de papel treinta y dos florones para poner en un monumento sobre paños negros, y destas cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus amigos a verlas como si los llevara a ver las banderas y despojos de enemigos que sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas.
«Este mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban con autoridad, con ayo y con pajes, que les llevaban los libros y aquel que llaman vademécum. El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado.»
CIPIÓN.- Has de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que en sí mismos. Y, como ellos por maravilla atienden a otra cosa que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y, como la ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos, y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya.
BERGANZA.- Ambición es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende mejorar su estado sin perjuicio de tercero.
CIPIÓN.- Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.
BERGANZA.- Ya hemos dicho que no hemos de murmurar.
CIPIÓN.- Sí, que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA.- Ahora acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oído decir. Acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de caluniar veinte buenos, y si alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde que él no ha dicho nada, y que si ha dicho algo, no lo ha dicho por tanto, y que si pensara que alguno se había de agraviar, no lo dijera. A la fe, Cipión, mucho ha de saber, y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he dicho: que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche. Vese claro en que, apenas ha sacado el niño el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse de quien, a su parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada que habla es llamar puta a su ama o a su madre.
CIPIÓN.- Así es verdad, y yo confieso mi yerro y quiero que me le perdones, pues te he perdonado tantos. Echemos pelillos a la mar, como dicen los muchachos, y no murmuremos de aquí adelante; y sigue tu cuento, que le dejaste en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo iban al estudio de la Compañía de Jesús.
BERGANZA.- A Él me encomiendo en todo acontecimiento; y, aunque el dejar de murmurar lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio que oí decir que usaba un gran jurador, el cual, arrepentido de su mala costumbre, cada vez que después de su arrepentimiento juraba, se daba un pellizco en el brazo, o besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo esto, juraba. Así yo, cada vez que fuere contra el precepto que me has dado de que no murmure y contra la intención que tengo de no murmurar, me morderé el pico de la lengua de modo que me duela y me acuerde de mi culpa para no volver a ella.
CIPIÓN.- Tal es ese remedio, que si usas dél espero que te has de morder tantas veces que has de quedar sin lengua, y así, quedarás imposibilitado de murmurar.
BERGANZA.- A lo menos, yo haré de mi parte mis diligencias, y supla las faltas el cielo.
«Y así, digo que los hijos de mi amo se dejaron un día un cartapacio en el patio, donde yo a la sazón estaba; y, como estaba enseñado a llevar la esportilla del jifero mi amo, así del vademécum y fuime tras ellos, con intención de no soltalle hasta el estudio. Sucedióme todo como lo deseaba: que mis amos, que me vieron venir con el vademécum en la boca, asido sotilmente de las cintas, mandaron a un paje me le quitase; mas yo no lo consentí ni le solté hasta que entré en el aula con él, cosa que causó risa a todos los estudiantes. Lleguéme al mayor de mis amos, y, a mi parecer, con mucha crianza se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leía. No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco o nada della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura; y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.»
CIPIÓN.- Muy bien dices, Berganza; porque yo he oído decir desa bendita gente que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos les llegan. Son espejos donde se mira la honestidad, la católica dotrina, la singular prudencia, y, finalmente, la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza.
BERGANZA.- Todo es así como lo dices.
«Y, siguiendo mi historia, digo que mis amos gustaron de que les llevase siempre el vademécum, lo que hice de muy buena voluntad; con lo cual tenía una vida de rey, y aun mejor, porque era descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y domestiquéme con ellos de tal manera, que me metían la mano en la boca y los más chiquillos subían sobre mí. Arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los volvía a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en darme de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que, cuando me daban nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno. Tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que más de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo almorzase. Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose.
»Desta gloria y desta quietud me vino a quitar una señora que, a mi parecer, llaman por ahí razón de estado; que, cuando con ella se cumple, se ha de descumplir con otras razones muchas. Es el caso que aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay de lición a lición la ocupaban los estudiantes, no en repasar las liciones, sino en holgarse conmigo; y así, ordenaron a mis amos que no me llevasen más al estudio. Obedecieron, volviéronme a casa y a la antigua guarda de la puerta, y, sin acordarse señor el viejo de la merced que me había hecho de que de día y de noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena y el cuerpo a una esterilla que detrás de la puerta me pusieron.»
¡Ay, amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice a un desdichado! Mira: cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto, con la muerte, o la continuación dellas hace un hábito y costumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de alivio; mas, cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de improviso, se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de allí a poco se vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso que si no acaba la vida, es por atormentarla más viviendo.
«Digo, en fin, que volví a mi ración perruna y a los huesos que una negra de casa me arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos romanos; que, como sueltos y ligeros, érales fácil quitarme lo que no caía debajo del distrito que alcanzaba mi cadena.»
Cipión hermano, así el cielo te conceda el bien que deseas, que, sin que te enfades, me dejes ahora filosofar un poco; porque si dejase de decir las cosas que en este instante me han venido a la memoria de aquellas que entonces me ocurrieron, me parece que no sería mi historia cabal ni de fruto alguno.
CIPIÓN.- Advierte, Berganza, no sea tentación del demonio esa gana de filosofar que dices te ha venido, porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprehensión y el descubrir los defetos ajenos buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante que, si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias. Y debajo de saber esto, filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA.- Seguro puedes estar, Cipión, de que más murmure, porque así lo tengo prosupuesto.
«Es, pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso y la ociosidad sea madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria algunos latines que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fui con mis amos al estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado de entendimiento, y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones que se me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se suelen aprovechar algunos ignorantes.»
Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.
CIPIÓN.- Por menor daño tengo ése que el que hacen los que verdaderamente saben latín, de los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando con un zapatero o con un sastre, arrojan latines como agua.
BERGANZA.- Deso podremos inferir que tanto peca el que dice latines delante de quien los ignora, como el que los dice ignorándolos.
CIPIÓN.- Pues otra cosa puedes advertir, y es que hay algunos que no les escusa el ser latinos de ser asnos.
BERGANZA.- Pues ¿quién lo duda? La razón está clara, pues cuando en tiempo de los romanos hablaban todos latín, como lengua materna suya, algún majadero habría entre ellos, a quien no escusaría el hablar latín dejar de ser necio.
CIPIÓN.- Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester, hermano Berganza.
BERGANZA.- Así es, porque también se puede decir una necedad en latín como en romance, y yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden enfadar al mundo, no una sino muchas veces.
CIPIÓN.- Dejemos esto, y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA.- Ya las he dicho: éstas son que acabo de decir.
CIPIÓN.- ¿Cuáles?
BERGANZA.- Estas de los latines y romances, que yo comencé y tú acabaste.
CIPIÓN.- ¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración, y dale el nombre que quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos, que quiere decir perros murmuradores; y por tu vida que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA.- ¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN.- Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
BERGANZA.- Habla con propiedad: que no se llaman colas las del pulpo.
CIPIÓN.- Ése es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus mismos nombres. Las honestas palabras dan indicio de la honestidad del que las pronuncia o las escribe.
BERGANZA.- Quiero creerte; «y digo que, no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquinidad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía.»
Mira, Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra.
«Dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo esclavo de casa, el cual negro dormía en el zaguán, que es entre la puerta de la calle y la de en medio, detrás de la cual yo estaba; y no se podían juntar sino de noche, y para esto habían hurtado o contrahecho las llaves; y así, las más de las noches bajaba la negra, y, tapándome la boca con algún pedazo de carne o queso, abría al negro, con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio, y a costa de muchas cosas que la negra hurtaba. Algunos días me estragaron la conciencia las dádivas de la negra, pareciéndome que sin ellas se me apretarían las ijadas y daría de mastín en galgo. Pero, en efeto, llevado de mi buen natural, quise responder a lo que a mi amo debía, pues tiraba sus gajes y comía su pan, como lo deben hacer no sólo los perros honrados, a quien se les da renombre de agradecidos, sino todos aquellos que sirven.»
CIPIÓN.- Esto sí, Berganza, quiero que pase por filosofía, porque son razones que consisten en buena verdad y en buen entendimiento; y adelante y no hagas soga, por no decir cola, de tu historia.
BERGANZA.- Primero te quiero rogar me digas, si es que lo sabes, qué quiere decir filosofía; que, aunque yo la nombro, no sé lo que es; sólo me doy a entender que es cosa buena.
CIPIÓN.- Con brevedad te la diré. Este nombre se compone de dos nombres griegos, que son filos y sofía; filos quiere decir amor, y sofía, la ciencia; así que filosofía significa «amor de la ciencia», y filósofo, «amador de la ciencia».
BERGANZA.- Mucho sabes, Cipión. ¿Quién diablos te enseñó a ti nombres griegos?
CIPIÓN.- Verdaderamente, Berganza, que eres simple, pues desto haces caso; porque éstas son cosas que las saben los niños de la escuela, y también hay quien presuma saber la lengua griega sin saberla, como la latina ignorándola.
BERGANZA.- Eso es lo que yo digo, y quisiera que a estos tales los pusieran en una prensa, y a fuerza de vueltas les sacaran el jugo de lo que saben, porque no anduviesen engañando el mundo con el oropel de sus gregüescos rotos y sus latines falsos, como hacen los portugueses con los negros de Guinea.
CIPIÓN.- Ahora sí, Berganza, que te puedes morder la lengua, y tarazármela yo, porque todo cuanto decimos es murmurar.
BERGANZA.- Sí, que no estoy obligado a hacer lo que he oído decir que hizo uno llamado Corondas, tirio, el cual puso ley que ninguno entrase en el ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida. Descuidóse desto, y otro día entró en el cabildo ceñida la espada; advirtiéronselo y, acordándose de la pena por él puesta, al momento desenvainó su espada y se pasó con ella el pecho, y fue el primero que puso y quebrantó la ley y pagó la pena. Lo que yo dije no fue poner ley, sino prometer que me mordería la lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y rigor de las antiguas: hoy se hace una ley y mañana se rompe, y quizá conviene que así sea. Ahora promete uno de enmendarse de sus vicios, y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa es alabar la disciplina y otra el darse con ella, y, en efeto, del dicho al hecho hay gran trecho. Muérdase el diablo, que yo no quiero morderme ni hacer finezas detrás de una estera, donde de nadie soy visto que pueda alabar mi honrosa determinación.
CIPIÓN.- Según eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de la virtud, sólo porque te alabaran, como todos los hipócritas hacen.
BERGANZA.- No sé lo que entonces hiciera; esto sé que quiero hacer ahora: que es no morderme, quedándome tantas cosas por decir que no sé cómo ni cuándo podré acabarlas; y más, estando temeroso que al salir del sol nos hemos de quedar a escuras, faltándonos la habla.
CIPIÓN.- Mejor lo hará el cielo. Sigue tu historia y no te desvíes del camino carretero con impertinentes digresiones; y así, por larga que sea, la acabarás presto.
BERGANZA.- «Digo, pues, que, habiendo visto la insolencia, ladronicio y deshonestidad de los negros, determiné, como buen criado, estorbarlo, por los mejores medios que pudiese; y pude tan bien, que salí con mi intento. Bajaba la negra, como has oído, a refocilarse con el negro, fiada en que me enmudecían los pedazos de carne, pan o queso que me arrojaba...»
¡Mucho pueden las dádivas, Cipión!
CIPIÓN.- Mucho. No te diviertas, pasa adelante.
BERGANZA.- Acuérdome que cuando estudiaba oí decir al precetor un refrán latino, que ellos llaman adagio, que decía: Habet bovem in lingua.
CIPIÓN.- ¡Oh, que en hora mala hayáis encajado vuestro latín! ¿Tan presto se te ha olvidado lo que poco ha dijimos contra los que entremeten latines en las conversaciones de romance?
BERGANZA.- Este latín viene aquí de molde; que has de saber que los atenienses usaban, entre otras, de una moneda sellada con la figura de un buey, y cuando algún juez dejaba de decir o hacer lo que era razón y justicia, por estar cohechado, decían: «Este tiene el buey en la lengua».
CIPIÓN.- La aplicación falta.
BERGANZA.- ¿No está bien clara, si las dádivas de la negra me tuvieron muchos días mudo, que ni quería ni osaba ladrarla cuando bajaba a verse con su negro enamorado? Por lo que vuelvo a decir que pueden mucho las dádivas.
CIPIÓN.- Ya te he respondido que pueden mucho, y si no fuera por no hacer ahora una larga digresión, con mil ejemplos probara lo mucho que las dádivas pueden; mas quizá lo diré, si el cielo me concede tiempo, lugar y habla para contarte mi vida.
BERGANZA.- Dios te dé lo que deseas, y escucha.
«Finalmente, mi buena intención rompió por las malas dádivas de la negra; a la cual, bajando una noche muy escura a su acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se alborotasen los de casa, y en un instante le hice pedazos toda la camisa y le arranqué un pedazo de muslo: burla que fue bastante a tenerla de veras más de ocho días en la cama, fingiendo para con sus amos no sé qué enfermedad. Sanó, volvió otra noche, y yo volví a la pelea con mi perra, y, sin morderla, la arañé todo el cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras batallas eran a la sorda, de las cuales salía siempre vencedor, y la negra, malparada y peor contenta. Pero sus enojos se parecían bien en mi pelo y en mi salud: alzóseme con la ración y los huesos, y los míos poco a poco iban señalando los nudos del espinazo. Con todo esto, aunque me quitaron el comer, no me pudieron quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una vez, me trujo una esponja frita con manteca; conocí la maldad; vi que era peor que comer zarazas, porque a quien la come se le hincha el estómago y no sale dél sin llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome ser imposible guardarme de las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé de poner tierra en medio, quitándomeles delante de los ojos.
»Halléme un día suelto, y sin decir adiós a ninguno de casa, me puse en la calle, y a menos de cien pasos me deparó la suerte al alguacil que dije al principio de mi historia, que era grande amigo de mi amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me conoció y me llamó por mi nombre; también le conocí yo y, al llamarme, me llegué a él con mis acostumbradas ceremonias y caricias. Asióme del cuello y dijo a dos corchetes suyos: ''Éste es famoso perro de ayuda, que fue de un grande amigo mío; llevémosle a casa''. Holgáronse los corchetes, y dijeron que si era de ayuda a todos sería de provecho. Quisieron asirme para llevarme, y mi amo dijo que no era menester asirme, que yo me iría, porque le conocía.
»Háseme olvidado decirte que las carlancas con puntas de acero que saqué cuando me desgarré y ausenté del ganado me las quitó un gitano en una venta, y ya en Sevilla andaba sin ellas; pero el alguacil me puso un collar tachonado todo de latón morisco.»
Considera, Cipión, ahora esta rueda variable de la fortuna mía: ayer me vi estudiante y hoy me vees corchete.
CIPIÓN.- Así va el mundo, y no hay para qué te pongas ahora a esagerar los vaivenes de fortuna, como si hubiera mucha diferencia de ser mozo de un jifero a serlo de un corchete. No puedo sufrir ni llevar en paciencia oír las quejas que dan de la fortuna algunos hombres que la mayor que tuvieron fue tener premisas y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué maldiciones la maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran! Y no por más de que porque piense el que los oye que de alta, próspera y buena ventura han venido a la desdichada y baja en que los miran.
BERGANZA.- Tienes razón; «y has de saber que este alguacil tenía amistad con un escribano, con quien se acompañaba; estaban los dos amancebados con dos mujercillas, no de poco más a menos, sino de menos en todo; verdad es que tenían algo de buenas caras, pero mucho de desenfado y de taimería putesca. Éstas les servían de red y de anzuelo para pescar en seco, en esta forma: vestíanse de suerte que por la pinta descubrían la figura, y a tiro de arcabuz mostraban ser damas de la vida libre; andaban siempre a caza de estranjeros, y, cuando llegaba la vendeja a Cádiz y a Sevilla, llegaba la huella de su ganancia, no quedando bretón con quien no embistiesen; y, en cayendo el grasiento con alguna destas limpias, avisaban al alguacil y al escribano adónde y a qué posada iban, y, en estando juntos, les daban asalto y los prendían por amancebados; pero nunca los llevaban a la cárcel, a causa que los estranjeros siempre redimían la vejación con dineros.
»Sucedió, pues, que la Colindres, que así se llamaba la amiga del alguacil, pescó un bretón unto y bisunto; concertó con él cena y noche en su posada; dio el cañuto a su amigo; y, apenas se habían desnudado, cuando el alguacil, el escribano, dos corchetes y yo dimos con ellos. Alborotáronse los amantes; esageró el alguacil el delito; mandólos vestir a toda priesa para llevarlos a la cárcel; afligióse el bretón; terció, movido de caridad, el escribano, y a puros ruegos redujo la pena a solos cien reales. Pidió el bretón unos follados de camuza que había puesto en una silla a los pies de la cama, donde tenía dineros para pagar su libertad, y no parecieron los follados, ni podían parecer; porque, así como yo entré en el aposento, llegó a mis narices un olor de tocino que me consoló todo; descubríle con el olfato, y halléle en una faldriquera de los follados. Digo que hallé en ella un pedazo de jamón famoso, y, por gozarle y poderle sacar sin rumor, saqué los follados a la calle, y allí me entregué en el jamón a toda mi voluntad, y cuando volví al aposento hallé que el bretón daba voces diciendo en lenguaje adúltero y bastardo, aunque se entendía, que le volviesen sus calzas, que en ellas tenía cincuenta escuti d’oro in oro. Imaginó el escribano o que la Colindres o los corchetes se los habían robado; el alguacil pensó lo mismo; llamólos aparte, no confesó ninguno, y diéronse al diablo todos. Viendo yo lo que pasaba, volví a la calle donde había dejado los follados, para volverlos, pues a mí no me aprovechaba nada el dinero; no los hallé, porque ya algún venturoso que pasó se los había llevado. Como el alguacil vio que el bretón no tenía dinero para el cohecho, se desesperaba, y pensó sacar de la huéspeda de casa lo que el bretón no tenía; llamóla, y vino medio desnuda, y como oyó las voces y quejas del bretón, y a la Colindres desnuda y llorando, al alguacil en cólera y al escribano enojado y a los corchetes despabilando lo que hallaban en el aposento, no le plugo mucho. Mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con él a la cárcel, porque consentía en su casa hombres y mujeres de mal vivir. ¡Aquí fue ello! Aquí sí que fue cuando se aumentaron las voces y creció la confusión; porque dijo la huéspeda: ''Señor alguacil y señor escribano, no conmigo tretas, que entrevo toda costura; no conmigo dijes ni poleos: callen la boca y váyanse con Dios; si no, por mi santiguada que arroje el bodegón por la ventana y que saque a plaza toda la chirinola desta historia; que bien conozco a la señora Colindres y sé que ha muchos meses que es su cobertor el señor alguacil; y no hagan que me aclare más, sino vuélvase el dinero a este señor, y quedemos todos por buenos; porque yo soy mujer honrada y tengo un marido con su carta de ejecutoria, y con a perpenan rei de memoria, con sus colgaderos de plomo, Dios sea loado, y hago este oficio muy limpiamente y sin daño de barras. El arancel tengo clavado donde todo el mundo le vea; y no conmigo cuentos, que, por Dios, que sé despolvorearme. ¡Bonita soy yo para que por mi orden entren mujeres con los huéspedes! Ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo no soy quince, que tengo de ver tras siete paredes''.
»Pasmados quedaron mis amos de haber oído la arenga de la huéspeda y de ver cómo les leía la historia de sus vidas; pero, como vieron que no tenían de quién sacar dinero si della no, porfiaban en llevarla a la cárcel. Quejábase ella al cielo de la sinrazón y justicia que la hacían, estando su marido ausente y siendo tan principal hidalgo. El bretón bramaba por sus cincuenta escuti. Los corchetes porfiaban que ellos no habían visto los follados, ni Dios permitiese lo tal. El escribano, por lo callado, insistía al alguacil que mirase los vestidos de la Colindres, que le daba sospecha que ella debía de tener los cincuenta escuti, por tener de costumbre visitar los escondrijos y faldriqueras de aquellos que con ella se envolvían. Ella decía que el bretón estaba borracho y que debía de mentir en lo del dinero. En efeto, todo era confusión, gritos y juramentos, sin llevar modo de apaciguarse, ni se apaciguaran si al instante no entrara en el aposento el teniente de asistente, que, viniendo a visitar aquella posada, las voces le llevaron adonde era la grita. Preguntó la causa de aquellas voces; la huéspeda se la dio muy por menudo: dijo quién era la ninfa Colindres, que ya estaba vestida; publicó la pública amistad suya y del alguacil; echó en la calle sus tretas y modo de robar; disculpóse a sí misma de que con su consentimiento jamás había entrado en su casa mujer de mala sospecha; canonizóse por santa y a su marido por un bendito, y dio voces a una moza que fuese corriendo y trujese de un cofre la carta ejecutoria de su marido, para que la viese el señor tiniente, diciéndole que por ella echaría de ver que mujer de tan honrado marido no podía hacer cosa mala; y que si tenía aquel oficio de casa de camas, era a no poder más: que Dios sabía lo que le pesaba, y si quisiera ella tener alguna renta y pan cuotidiano para pasar la vida, que tener aquel ejercicio. El teniente, enfadado de su mucho hablar y presumir de ejecutoria, le dijo: ''Hermana camera, yo quiero creer que vuestro marido tiene carta de hidalguía con que vos me confeséis que es hidalgo mesonero''. ''Y con mucha honra -respondió la huéspeda-. Y ¿qué linaje hay en el mundo, por bueno que sea, que no tenga algún dime y direte?'' ''Lo que yo os digo, hermana, es que os cubráis, que habéis de venir a la cárcel''. La cual nueva dio con ella en el suelo; arañóse el rostro; alzó el grito; pero, con todo eso, el teniente, demasiadamente severo, los llevó a todos a la cárcel; conviene a saber: al bretón, a la Colindres y a la huéspeda. Después supe que el bretón perdió sus cincuenta escuti, y más diez, en que le condenaron en las costas; la huéspeda pagó otro tanto, y la Colindres salió libre por la puerta afuera. Y el mismo día que la soltaron pescó a un marinero, que pagó por el bretón, con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipión, cuántos y cuán grandes inconvenientes nacieron de mi golosina.»
CIPIÓN.- Mejor dijeras de la bellaquería de tu amo.
BERGANZA.- Pues escucha, que aún más adelante tiraban la barra, puesto que me pesa de decir mal de alguaciles y de escribanos.
CIPIÓN.- Sí, que decir mal de uno no es decirlo de todos; sí, que muchos y muy muchos escribanos hay buenos, fieles y legales, y amigos de hacer placer sin daño de tercero; sí, que no todos entretienen los pleitos, ni avisan a las partes, ni todos llevan más de sus derechos, ni todos van buscando e inquiriendo las vidas ajenas para ponerlas en tela de juicio, ni todos se aúnan con el juez para «háceme la barba y hacerte he el copete», ni todos los alguaciles se conciertan con los vagamundos y fulleros, ni tienen todos las amigas de tu amo para sus embustes. Muchos y muy muchos hay hidalgos por naturaleza y de hidalgas condiciones; muchos no son arrojados, insolentes, ni mal criados, ni rateros, como los que andan por los mesones midiendo las espadas a los estranjeros, y, hallándolas un pelo más de la marca, destruyen a sus dueños. Sí, que no todos como prenden sueltan, y son jueces y abogados cuando quieren.
BERGANZA.- «Más alto picaba mi amo; otro camino era el suyo; presumía de valiente y de hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro de su persona, pero a costa de su bolsa. Un día acometió en la Puerta de Jerez él solo a seis famosos rufianes, sin que yo le pudiese ayudar en nada, porque llevaba con un freno de cordel impedida la boca (que así me traía de día, y de noche me le quitaba). Quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brío y su denuedo; así se entraba y salía por las seis espadas de los rufos como si fueran varas de mimbre; era cosa maravillosa ver la ligereza con que acometía, las estocadas que tiraba, los reparos, la cuenta, el ojo alerta porque no le tomasen las espaldas. Finalmente, él quedó en mi opinión y en la de todos cuantos la pendencia miraron y supieron por un nuevo Rodamonte, habiendo llevado a sus enemigos desde la Puerta de Jerez hasta los mármoles del Colegio de Mase Rodrigo, que hay más de cien pasos. Dejólos encerrados, y volvió a coger los trofeos de la batalla, que fueron tres vainas, y luego se las fue a mostrar al asistente, que, si mal no me acuerdo, lo era entonces el licenciado Sarmiento de Valladares, famoso por la destruición de La Sauceda. Miraban a mi amo por las calles do pasaba, señalándole con el dedo, como si dijeran: ''Aquél es el valiente que se atrevió a reñir solo con la flor de los bravos de la Andalucía''. En dar vueltas a la ciudad, para dejarse ver, se pasó lo que quedaba del día, y la noche nos halló en Triana, en una calle junto al Molino de la Pólvora; y, habiendo mi amo avizorado (como en la jácara se dice) si alguien le veía, se entró en una casa, y yo tras él, y hallamos en un patio a todos los jayanes de la pendencia, sin capas ni espadas, y todos desabrochados; y uno, que debía de ser el huésped, tenía un gran jarro de vino en la una mano y en la otra una copa grande de taberna, la cual, colmándola de vino generoso y espumante, brindaba a toda la compañía. Apenas hubieron visto a mi amo, cuando todos se fueron a él con los brazos abiertos, y todos le brindaron, y él hizo la razón a todos, y aun la hiciera a otros tantos si le fuera algo en ello, por ser de condición afable y amigo de no enfadar a nadie por pocas cosas.
»Quererte yo contar ahora lo que allí se trató, la cena que cenaron, las peleas que se contaron, los hurtos que se refirieron, las damas que de su trato se calificaron y las que se reprobaron, las alabanzas que los unos a los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la destreza que allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la cena a poner en prática las tretas que se les ofrecían, esgrimiendo con las manos, los vocablos tan exquisitos de que usaban; y, finalmente, el talle de la persona del huésped, a quien todos respetaban como a señor y padre, sería meterme en un laberinto donde no me fuese posible salir cuando quisiese.
»Finalmente, vine a entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien llamaban Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes, y que la gran pendencia de mi amo había sido primero concertada con ellos, con las circunstancias del retirarse y de dejar las vainas, las cuales pagó mi amo allí, luego, de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que había costado la cena, que se concluyó casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y fue su postre dar soplo a mi amo de un rufián forastero que, nuevo y flamante, había llegado a la ciudad; debía de ser más valiente que ellos, y de envidia le soplaron. Prendióle mi amo la siguiente noche, desnudo en la cama: que si vestido estuviera, yo vi en su talle que no se dejara prender tan a mansalva. Con esta prisión que sobrevino sobre la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi amo más que una liebre, y a fuerza de meriendas y tragos sustentaba la fama de ser valiente, y todo cuanto con su oficio y con sus inteligencias granjeaba se le iba y desaguaba por la canal de la valentía.
»Pero ten paciencia, y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir ni quitar de la verdad una tilde. Dos ladrones hurtaron en Antequera un caballo muy bueno; trujéronle a Sevilla, y para venderle sin peligro usaron de un ardid que, a mi parecer, tiene del agudo y del discreto. Fuéronse a posar a posadas diferentes, y el uno se fue a la justicia y pidió por una petición que Pedro de Losada le debía cuatrocientos reales prestados, como parecía por una cédula firmada de su nombre, de la cual hacía presentación. Mandó el tiniente que el tal Losada reconociese la cédula, y que si la reconociese, le sacasen prendas de la cantidad o le pusiesen en la cárcel; tocó hacer esta diligencia a mi amo y al escribano su amigo; llevóles el ladrón a la posada del otro, y al punto reconoció su firma y confesó la deuda, y señaló por prenda de la ejecución el caballo, el cual visto por mi amo, le creció el ojo; y le marcó por suyo si acaso se vendiese. Dio el ladrón por pasados los términos de la ley, y el caballo se puso en venta y se remató en quinientos reales en un tercero que mi amo echó de manga para que se le comprase. Valía el caballo tanto y medio más de lo que dieron por él. Pero, como el bien del vendedor estaba en la brevedad de la venta, a la primer postura remató su mercaduría. Cobró el un ladrón la deuda que no le debían, y el otro la carta de pago que no había menester, y mi amo se quedó con el caballo, que para él fue peor que el Seyano lo fue para sus dueños. Mondaron luego la haza los ladrones, y, de allí a dos días, después de haber trastejado mi amo las guarniciones y otras faltas del caballo, pareció sobre él en la plaza de San Francisco, más hueco y pomposo que aldeano vestido de fiesta. Diéronle mil parabienes de la buena compra, afirmándole que valía ciento y cincuenta ducados como un huevo un maravedí; y él, volteando y revolviendo el caballo, representaba su tragedia en el teatro de la referida plaza. Y, estando en sus caracoles y rodeos, llegaron dos hombres de buen talle y de mejor ropaje, y el uno dijo: ''¡Vive Dios, que éste es Piedehierro, mi caballo, que ha pocos días que me le hurtaron en Antequera!''. Todos los que venían con él, que eran cuatro criados, dijeron que así era la verdad: que aquél era Piedehierro, el caballo que le habían hurtado. Pasmóse mi amo, querellóse el dueño, hubo pruebas, y fueron las que hizo el dueño tan buenas, que salió la sentencia en su favor y mi amo fue desposeído del caballo. Súpose la burla y la industria de los ladrones, que por manos e intervención de la misma justicia vendieron lo que habían hurtado, y casi todos se holgaban de que la codicia de mi amo le hubiese rompido el saco.
»Y no paró en esto su desgracia; que aquella noche, saliendo a rondar el mismo asistente, por haberle dado noticia que hacia los barrios de San Julián andaban ladrones, al pasar de una encrucijada vieron pasar un hombre corriendo, y dijo a este punto el asistente, asiéndome por el collar y zuzándome: ''¡Al ladrón, Gavilán! ¡Ea, Gavilán, hijo, al ladrón, al ladrón!'' Yo, a quien ya tenían cansado las maldades de mi amo, por cumplir lo que el señor asistente me mandaba sin discrepar en nada, arremetí con mi propio amo, y sin que pudiese valerse, di con él en el suelo; y si no me le quitaran, yo hiciera a más de a cuatro vengados; quitáronme con mucha pesadumbre de entrambos. Quisieran los corchetes castigarme, y aun matarme a palos, y lo hicieran si el asistente no les dijera: ''No le toque nadie, que el perro hizo lo que yo le mandé''.
»Entendióse la malicia, y yo, sin despedirme de nadie, por un agujero de la muralla salí al campo, y antes que amaneciese me puse en Mairena, que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla. Quiso mi buena suerte que hallé allí una compañía de soldados que, según oí decir, se iban a embarcar a Cartagena. Estaban en ella cuatro rufianes de los amigos de mi amo, y el atambor era uno que había sido corchete y gran chocarrero, como lo suelen ser los más atambores. Conociéronme todos y todos me hablaron; y así, me preguntaban por mi amo como si les hubiera de responder; pero el que más afición me mostró fue el atambor, y así, determiné de acomodarme con él, si él quisiese, y seguir aquella jornada, aunque me llevase a Italia o a Flandes; porque me parece a mí, y aun a ti te debe parecer lo mismo, que, puesto que dice el refrán "quien necio es en su villa, necio es en Castilla", el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.»
CIPIÓN.- Es eso tan verdad, que me acuerdo haber oído decir a un amo que tuve de bonísimo ingenio que al famoso griego llamado Ulises le dieron renombre de prudente por sólo haber andado muchas tierras y comunicado con diversas gentes y varias naciones; y así, alabo la intención que tuviste de irte donde te llevasen.
BERGANZA.- «Es, pues, el caso que el atambor, por tener con qué mostrar más sus chacorrerías, comenzó a enseñarme a bailar al son del atambor y a hacer otras monerías, tan ajenas de poder aprenderlas otro perro que no fuera yo como las oirás cuando te las diga.
»Por acabarse el distrito de la comisión, se marchaba poco a poco; no había comisario que nos limitase; el capitán era mozo, pero muy buen caballero y gran cristiano; el alférez no hacía muchos meses que había dejado la Corte y el tinelo; el sargento era matrero y sagaz y grande arriero de compañías, desde donde se levantan hasta el embarcadero. Iba la compañía llena de rufianes churrulleros, los cuales hacían algunas insolencias por los lugares do pasábamos, que redundaban en maldecir a quien no lo merecía. Infelicidad es del buen príncipe ser culpado de sus súbditos por la culpa de sus súbditos, a causa que los unos son verdugos de los otros, sin culpa del señor; pues, aunque quiera y lo procure no puede remediar estos daños, porque todas o las más cosas de la guerra traen consigo aspereza, riguridad y desconveniencia.
»En fin, en menos de quince días, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que había escogido por patrón, supe saltar por el Rey de Francia y a no saltar por la mala tabernera. Enseñóme a hacer corvetas como caballo napolitano y a andar a la redonda como mula de atahona, con otras cosas que, si yo no tuviera cuenta en no adelantarme a mostrarlas, pusiera en duda si era algún demonio en figura de perro el que las hacía. Púsome nombre del "perro sabio", y no habíamos llegado al alojamiento cuando, tocando su atambor, andaba por todo el lugar pregonando que todas las personas que quisiesen venir a ver las maravillosas gracias y habilidades del perro sabio en tal casa o en tal hospital las mostraban, a ocho o a cuatro maravedís, según era el pueblo grande o chico. Con estos encarecimientos no quedaba persona en todo el lugar que no me fuese a ver, y ninguno había que no saliese admirado y contento de haberme visto. Triunfaba mi amo con la mucha ganancia, y sustentaba seis camaradas como unos reyes. La codicia y la envidia despertó en los rufianes voluntad de hurtarme, y andaban buscando ocasión para ello: que esto del ganar de comer holgando tiene muchos aficionados y golosos; por esto hay tantos titereros en España, tantos que muestran retablos, tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen todo, no llega a poderse sustentar un día; y, con esto, los unos y los otros no salen de los bodegones y tabernas en todo el año; por do me doy a entender que de otra parte que de la de sus oficios sale la corriente de sus borracheras. Toda esta gente es vagamunda, inútil y sin provecho; esponjas del vino y gorgojos del pan.»
CIPIÓN.- No más, Berganza; no volvamos a lo pasado: sigue, que se va la noche, y no querría que al salir del sol quedásemos a la sombra del silencio.
BERGANZA.- Tenle y escucha.
«Como sea cosa fácil añadir a lo ya inventado, viendo mi amo cuán bien sabía imitar el corcel napolitano, hízome unas cubiertas de guadamací y una silla pequeña, que me acomodó en las espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre con una lancilla de correr sortija, y enseñóme a correr derechamente a una sortija que entre dos palos ponía; y el día que había de correrla pregonaba que aquel día corría sortija el perro sabio y hacía otras nuevas y nunca vistas galanterías, las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacía por no sacar mentiroso a mi amo.
»Llegamos, pues, por nuestras jornadas contadas a Montilla, villa del famoso y gran cristiano Marqués de Priego, señor de la casa de Aguilar y de Montilla. Alojaron a mi amo, porque él lo procuró, en un hospital; echó luego el ordinario bando, y, como ya la fama se había adelantado a llevar las nuevas de las habilidades y gracias del perro sabio, en menos de una hora se llenó el patio de gente. Alegróse mi amo viendo que la cosecha iba de guilla, y mostróse aquel día chacorrero en demasía. Lo primero en que comenzaba la fiesta era en los saltos que yo daba por un aro de cedazo, que parecía de cuba: conjurábame por las ordinarias preguntas, y cuando él bajaba una varilla de membrillo que en la mano tenía, era señal del salto; y cuando la tenía alta, de que me estuviese quedo. El primer conjuro deste día (memorable entre todos los de mi vida) fue decirme: ''Ea, Gavilán amigo, salta por aquel viejo verde que tú conoces que se escabecha las barbas; y si no quieres, salta por la pompa y el aparato de doña Pimpinela de Plafagonia, que fue compañera de la moza gallega que servía en Valdeastillas. ¿No te cuadra el conjuro, hijo Gavilán? Pues salta por el bachiller Pasillas, que se firma licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh, perezoso estás! ¿Por qué no saltas? Pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías: ahora salta por el licor de Esquivias, famoso al par del de Ciudad Real, San Martín y Ribadavia''. Bajó la varilla y salté yo, y noté sus malicias y malas entrañas.
»Volvióse luego al pueblo y en voz alta dijo: ''No piense vuesa merced, senado valeroso, que es cosa de burla lo que este perro sabe: veinte y cuatro piezas le tengo enseñadas que por la menor dellas volaría un gavilán; quiero decir que por ver la menor se pueden caminar treinta leguas. Sabe bailar la zarabanda y chacona mejor que su inventora misma; bébese una azumbre de vino sin dejar gota; entona un sol fa mi retan bien como un sacristán; todas estas cosas, y otras muchas que me quedan por decir, las irán viendo vuesas mercedes en los días que estuviere aquí la compañía; y por ahora dé otro salto nuestro sabio, y luego entraremos en lo grueso''. Con esto suspendió el auditorio, que había llamado senado, y les encendió el deseo de no dejar de ver todo lo que yo sabía.
»Volvióse a mí mi amo y dijo: ''Volved, hijo Gavilán, y con gentil agilidad y destreza deshaced los saltos que habéis hecho; pero ha de ser a devoción de la famosa hechicera que dicen que hubo en este lugar''. Apenas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era una vieja, al parecer, de más de sesenta años, diciendo: ''¡Bellaco, charlatán, embaidor y hijo de puta, aquí no hay hechicera alguna! Si lo decís por la Camacha, ya ella pagó su pecado, y está donde Dios se sabe; si lo decís por mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y si he tenido fama de haberlo sido, merced a los testigos falsos, y a la ley del encaje, y al juez arrojadizo y mal informado, ya sabe todo el mundo la vida que hago en penitencia, no de los hechizos que no hice, sino de otros muchos pecados: otros que como pecadora he cometido. Así que, socarrón tamborilero, salid del hospital: si no, por vida de mi santiguada que os haga salir más que de paso''. Y, con esto, comenzó a dar tantos gritos y a decir tantas y tan atropelladas injurias a mi amo, que le puso en confusión y sobresalto; finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta en ningún modo. No le pesó a mi amo del alboroto, porque se quedó con los dineros y aplazó para otro día y en otro hospital lo que en aquél había faltado. Fuese la gente maldiciendo a la vieja, añadiendo al nombre de hechicera el de bruja, y el de barbuda sobre vieja. Con todo esto, nos quedamos en el hospital aquella noche; y, encontrándome la vieja en el corral solo, me dijo: ''¿Eres tú, hijo Montiel? ¿Eres tú, por ventura, hijo?''. Alcé la cabeza y miréla muy de espacio; lo cual visto por ella, con lágrimas en los ojos se vino a mí y me echó los brazos al cuello, y si la dejara me besara en la boca; pero tuve asco y no lo consentí.»
CIPIÓN.- Bien hiciste, porque no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse de una vieja.
BERGANZA.- Esto que ahora te quiero contar te lo había de haber dicho al principio de mi cuento, y así escusáramos la admiración que nos causó el vernos con habla.
«Porque has de saber que la vieja me dijo: ''Hijo Montiel, vente tras mí y sabrás mi aposento, y procura que esta noche nos veamos a solas en él, que yo dejaré abierta la puerta; y sabe que tengo muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho''. Bajé yo la cabeza en señal de obedecerla, por lo cual ella se acabó de enterar en que yo era el perro Montiel que buscaba, según después me lo dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche, por ver en lo que paraba aquel misterio, o prodigio, de haberme hablado la vieja; y, como había oído llamarla de hechicera, esperaba de su vista y habla grandes cosas. Llegóse, en fin, el punto de verme con ella en su aposento, que era escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con la débil luz de un candil de barro que en él estaba; atizóle la vieja, y sentóse sobre una arquilla, y llegóme junto a sí, y, sin hablar palabra, me volvió a abrazar, y yo volví a tener cuenta con que no me besase. Lo primero que me dijo fue:
»''Bien esperaba yo en el cielo que, antes que estos mis ojos se cerrasen con el último sueño, te había de ver, hijo mío; y, ya que te he visto, venga la muerte y lléveme desta cansada vida. Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la más famosa hechicera que hubo en el mundo, a quien llamaron la Camacha de Montilla; fue tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes, las Medeas, de quien he oído decir que están las historias llenas, no la igualaron. Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejas tierras, remediaba maravillosamente las doncellas que habían tenido algún descuido en guardar su entereza, cubría a las viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una criatura, los vivos o los muertos que le pedían que mostrase. Tuvo fama que convertía los hombres en animales, y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con su mucha hermosura y con sus halagos, atraían los hombres de manera a que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte, sirviéndose dellos en todo cuanto querían, que parecían bestias. Pero en ti, hijo mío, la experiencia me muestra lo contrario: que sé que eres persona racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra. Sea lo que fuere, lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos discípulas de la buena Camacha, nunca llegamos a saber tanto como ella; y no por falta de ingenio, ni de habilidad, ni de ánimo, que antes nos sobraba que faltaba, sino por sobra de su malicia, que nunca quiso enseñarnos las cosas mayores, porque las reservaba para ella.
»''Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fue famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera dellas. Verdad es que el ánimo que tu madre tenía de hacer y entrar en un cerco y encerrarse en él con una legión de demonios, no le hacía ventaja la misma Camacha. Yo fui siempre algo medrosilla; con conjurar media legión me contentaba, pero, con paz sea dicho de entrambas, en esto de conficionar las unturas con que las brujas nos untamos, a ninguna de las dos diera ventaja, ni la daré a cuantas hoy siguen y guardan nuestras reglas. Que has de saber, hijo, que como yo he visto y veo que la vida, que corre sobre las ligeras alas del tiempo, se acaba, he querido dejar todos los vicios de la hechicería, en que estaba engolfada muchos años había, y sólo me he quedado con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosísimo de dejar. Tu madre hizo lo mismo: de muchos vicios se apartó, muchas buenas obras hizo en esta vida, pero al fin murió bruja; y no murió de enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha, su maestra, de envidia que la tuvo porque se le iba subiendo a las barbas en saber tanto como ella (o por otra pendenzuela de celos, que nunca pude averiguar), estando tu madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió, y mostróle que había parido dos perritos; y, así como los vio, dijo: ‘¡Aquí hay maldad, aquí hay bellaquería!’. ‘Pero, hermana Montiela, tu amiga soy; yo encubriré este parto, y atiende tú a estar sana, y haz cuenta que esta tu desgracia queda sepultada en el mismo silencio; no te dé pena alguna este suceso, que ya sabes tú que puedo yo saber que si no es con Rodríguez, el ganapán tu amigo, días ha que no tratas con otro; así que, este perruno parto de otra parte viene y algún misterio contiene’. Admiradas quedamos tu madre y yo, que me hallé presente a todo, del estraño suceso. La Camacha se fue y se llevó los cachorros; yo me quedé con tu madre para asistir a su regalo, la cual no podía creer lo que le había sucedido.
»''Llegóse el fin de la Camacha, y, estando en la última hora de su vida, llamó a tu madre y le dijo como ella había convertido a sus hijos en perros por cierto enojo que con ella tuvo; pero que no tuviese pena, que ellos volverían a su ser cuando menos lo pensasen; mas que no podía ser primero que ellos por sus mismos ojos viesen lo siguiente:
Volverán en su forma verdadera
cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados,
y alzar a los humildes abatidos,
con poderosa mano para hacello.
»''Esto dijo la Camacha a tu madre al tiempo de su muerte, como ya te he dicho. Tomólo tu madre por escrito y de memoria, y yo lo fijé en la mía para si sucediese tiempo de poderlo decir a alguno de vosotros; y, para poder conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo con el nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si respondían a ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros. Y esta tarde, como te vi hacer tantas cosas y que te llaman el perro sabio, y también como alzaste la cabeza a mirarme cuando te llamé en el corral, he creído que tú eres hijo de la Montiela, a quien con grandísimo gusto doy noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera; el cual modo quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice de Apuleyo en El asno de oro, que consistía en sólo comer una rosa. Pero este tuyo va fundado en acciones ajenas y no en tu diligencia. Lo que has de hacer, hijo, es encomendarte a Dios allá en tu corazón, y espera que éstas, que no quiero llamarlas profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente; que, pues la buena de la Camacha las dijo, sucederán sin duda alguna, y tú y tu hermano, si es vivo, os veréis como deseáis.
»''De lo que a mí me pesa es que estoy tan cerca de mi acabamiento que no tendré lugar de verlo. Muchas veces he querido preguntar a mi cabrón qué fin tendrá vuestro suceso, pero no me he atrevido, porque nunca a lo que le preguntamos responde a derechas, sino con razones torcidas y de muchos sentidos. Así que, a este nuestro amo y señor no hay que preguntarle nada, porque con una verdad mezcla mil mentiras; y, a lo que yo he colegido de sus respuestas, él no sabe nada de lo por venir ciertamente, sino por conjeturas. Con todo esto, nos trae tan engañadas a las que somos brujas, que, con hacernos mil burlas, no le podemos dejar. Vamos a verle muy lejos de aquí, a un gran campo, donde nos juntamos infinidad de gente, brujos y brujas, y allí nos da de comer desabridamente, y pasan otras cosas que en verdad y en Dios y en mi ánima que no me atrevo a contarlas, según son sucias y asquerosas, y no quiero ofender tus castas orejas. Hay opinión que no vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido. Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima; y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente. Algunas experiencias desto han hecho los señores inquisidores con algunas de nosotras que han tenido presas, y pienso que han hallado ser verdad lo que digo.
»''Quisiera yo, hijo, apartarme deste pecado, y para ello he hecho mis diligencias: heme acogido a ser hospitalera; curo a los pobres, y algunos se mueren que me dan a mí la vida con lo que me mandan o con lo que se les queda entre los remiendos, por el cuidado que yo tengo de espulgarlos los vestidos. Rezo poco y en público, murmuro mucho y en secreto. Vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada: las apariencias de mis buenas obras presentes van borrando en la memoria de los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida no hace daño a ningún tercero, sino al que la usa. Mira, hijo Montiel, este consejo te doy: que seas bueno en todo cuanto pudieres; y si has de ser malo, procura no parecerlo en todo cuanto pudieres. Bruja soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu madre, que tampoco te lo puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos podían acreditarnos en todo el mundo. Tres días antes que muriese habíamos estado las dos en un valle de los Montes Perineos en una gran gira, y, con todo eso, cuando murió fue con tal sosiego y reposo, que si no fueron algunos visajes que hizo un cuarto de hora antes que rindiese el alma, no parecía sino que estaba en aquélla como en un tálamo de flores. Llevaba atravesados en el corazón sus dos hijos, y nunca quiso, aun en el artículo de la muerte, perdonar a la Camacha: tal era ella de entera y firme en sus cosas. Yo le cerré los ojos y fui con ella hasta la sepultura; allí la dejé para no verla más, aunque no tengo perdida la esperanza de verla antes que me muera, porque se ha dicho por el lugar que la han visto algunas personas andar por los cimenterios y encrucijadas en diferentes figuras, y quizá alguna vez la toparé yo, y le preguntaré si manda que haga alguna cosa en descargo de su conciencia''.
»Cada cosa destas que la vieja me decía en alabanza de la que decía ser mi madre era una lanzada que me atravesaba el corazón, y quisiera arremeter a ella y hacerla pedazos entre los dientes; y si lo dejé de hacer fue porque no le tomase la muerte en tan mal estado. Finalmente, me dijo que aquella noche pensaba untarse para ir a uno de sus usados convites, y que cuando allá estuviese pensaba preguntar a su dueño algo de lo que estaba por sucederme. Quisiérale yo preguntar qué unturas eran aquellas que decía, y parece que me leyó el deseo, pues respondió a mi intención como si se lo hubiera preguntado, pues dijo:
»''Este ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de yerbas en todo estremo fríos, y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos. Aquí pudieras también preguntarme qué gusto o provecho saca el demonio de hacernos matar las criaturas tiernas, pues sabe que, estando bautizadas, como inocentes y sin pecado, se van al cielo, y él recibe pena particular con cada alma cristiana que se le escapa; a lo que no te sabré responder otra cosa sino lo que dice el refrán: ‘que tal hay que se quiebra dos ojos porque su enemigo se quiebre uno’; y por la pesadumbre que da a sus padres matándoles los hijos, que es la mayor que se puede imaginar. Y lo que más le importa es hacer que nosotras cometamos a cada paso tan cruel y perverso pecado; y todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que sin su permisión yo he visto por experiencia que no puede ofender el diablo a una hormiga; y es tan verdad esto que, rogándole yo una vez que destruyese una viña de un mi enemigo, me respondió que ni aun tocar a una hoja della no podía, porque Dios no quería; por lo cual podrás venir a entender, cuando seas hombre, que todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a los pueblos: las muertes repentinas, los naufragios, las caídas, en fin, todos los males que llaman de daño, vienen de la mano del Altísimo y de su voluntad permitente; y los daños y males que llaman de culpa vienen y se causan por nosotros mismos. Dios es impecable, de do se infiere que nosotros somos autores del pecado, formándole en la intención, en la palabra y en la obra; todo permitiéndolo Dios, por nuestros pecados, como ya he dicho.
»''Dirás tú ahora, hijo, si es que acaso me entiendes, que quién me hizo a mí teóloga, y aun quizá dirás entre ti: '¡Cuerpo de tal con la puta vieja! ¿Por qué no deja de ser bruja, pues sabe tanto, y se vuelve a Dios, pues sabe que está más prompto a perdonar pecados que a permitirlos?' A esto te respondo, como si me lo preguntaras, que la costumbre del vicio se vuelve en naturaleza; y éste de ser brujas se convierte en sangre y carne, y en medio de su ardor, que es mucho, trae un frío que pone en el alma tal, que la resfría y entorpece aun en la fe, de donde nace un olvido de sí misma, y ni se acuerda de los temores con que Dios la amenaza ni de la gloria con que la convida; y, en efeto, como es pecado de carne y de deleites, es fuerza que amortigüe todos los sentidos, y los embelese y absorte, sin dejarlos usar sus oficios como deben; y así, quedando el alma inútil, floja y desmazalada, no puede levantar la consideración siquiera a tener algún buen pensamiento; y así, dejándose estar sumida en la profunda sima de su miseria, no quiere alzar la mano a la de Dios, que se la está dando, por sola su misericordia, para que se levante. Yo tengo una destas almas que te he pintado: todo lo veo y todo lo entiendo, y como el deleite me tiene echados grillos a la voluntad, siempre he sido y seré mala.
»''Pero dejemos esto y volvamos a lo de las unturas; y digo que son tan frías, que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces, acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos forma, y convertidas en gallos, lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera, y allí cobramos nuestra primera forma y gozamos de los deleites que te dejo de decir, por ser tales, que la memoria se escandaliza en acordarse dellos, y así, la lengua huye de contarlos; y, con todo esto, soy bruja, y cubro con la capa de la hipocresía todas mis muchas faltas. Verdad es que si algunos me estiman y honran por buena, no faltan muchos que me dicen, no dos dedos del oído, el nombre de las fiestas, que es el que les imprimió la furia de un juez colérico que en los tiempos pasados tuvo que ver conmigo y con tu madre, depositando su ira en las manos de un verdugo que, por no estar sobornado, usó de toda su plena potestad y rigor con nuestras espaldas. Pero esto ya pasó, y todas las cosas se pasan; las memorias se acaban, las vidas no vuelven, las lenguas se cansan, los sucesos nuevos hacen olvidar los pasados. Hospitalera soy, buenas muestras doy de mi proceder, buenos ratos me dan mis unturas, no soy tan vieja que no pueda vivir un año, puesto que tengo setenta y cinco; y, ya que no puedo ayunar, por la edad, ni rezar, por los vaguidos, ni andar romerías, por la flaqueza de mis piernas, ni dar limosna, porque soy pobre, ni pensar en bien, porque soy amiga de murmurar, y para haberlo de hacer es forzoso pensarlo primero, así que siempre mis pensamientos han de ser malos, con todo esto, sé que Dios es bueno y misericordioso y que Él sabe lo que ha de ser de mí, y basta; y quédese aquí esta plática, que verdaderamente me entristece. Ven, hijo, y verásme untar, que todos los duelos con pan son buenos, el buen día, meterle en casa, pues mientras se ríe no se llora; quiero decir que, aunque los gustos que nos da el demonio son aparentes y falsos, todavía nos parecen gustos, y el deleite mucho mayor es imaginado que gozado, aunque en los verdaderos gustos debe de ser al contrario''.
»Levantóse, en diciendo esta larga arenga, y, tomando el candil, se entró en otro aposentillo más estrecho; seguíla, combatido de mil varios pensamientos y admirado de lo que había oído y de lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares el candil de la pared y con mucha priesa se desnudó hasta la camisa; y, sacando de un rincón una olla vidriada, metió en ella la mano, y, murmurando entre dientes, se untó desde los pies a la cabeza, que tenía sin toca. Antes que se acabase de untar me dijo que, ora se quedase su cuerpo en aquel aposento sin sentido, ora desapareciese dél, que no me espantase, ni dejase de aguardar allí hasta la mañana, porque sabría las nuevas de lo que me quedaba por pasar hasta ser hombre. Díjele bajando la cabeza que sí haría, y con esto acabó su untura y se tendió en el suelo como muerta. Llegué mi boca a la suya y vi que no respiraba poco ni mucho.»
Una verdad te quiero confesar, Cipión amigo: que me dio gran temor verme encerrado en aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te la pintaré como mejor supiere.
«Ella era larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada, la mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente, toda era flaca y endemoniada. Púseme de espacio a mirarla y apriesa comenzó a apoderarse de mí el miedo, considerando la mala visión de su cuerpo y la peor ocupación de su alma. Quise morderla, por ver si volvía en sí, y no hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con todo esto, la así de un carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto dio muestras de tener sentido. Allí, con mirar el cielo y verme en parte ancha, se me quitó el temor; a lo menos, se templó de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo que paraba la ida y vuelta de aquella mala hembra, y lo que me contaba de mis sucesos. En esto me preguntaba yo a mí mismo: ''¿quién hizo a esta mala vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles son males de daño y cuáles de culpa? ¿Cómo entiende y habla tanto de Dios, y obra tanto del diablo? ¿Cómo peca tan de malicia, no escusándose con ignorancia?''
»En estas consideraciones se pasó la noche y se vino el día, que nos halló a los dos en mitad del patio: ella no vuelta en sí y a mí junto a ella, en cuclillas, atento, mirando su espantosa y fea catadura. Acudió la gente del hospital, y, viendo aquel retablo, unos decían: ''Ya la bendita Cañizares es muerta; mirad cuán disfigurada y flaca la tenía la penitencia''; otros, más considerados, la tomaron el pulso, y vieron que le tenía, y que no era muerta, por do se dieron a entender que estaba en éxtasis y arrobada, de puro buena. Otros hubo que dijeron: ''Esta puta vieja sin duda debe de ser bruja, y debe de estar untada; que nunca los santos hacen tan deshonestos arrobos, y hasta ahora, entre los que la conocemos, más fama tiene de bruja que de santa''. Curiosos hubo que se llegaron a hincarle alfileres por las carnes, desde la punta hasta la cabeza: ni por eso recordaba la dormilona, ni volvió en sí hasta las siete del día; y, como se sintió acribada de los alfileres, y mordida de los carcañares, y magullada del arrastramiento fuera de su aposento, y a vista de tantos ojos que la estaban mirando, creyó, y creyó la verdad, que yo había sido el autor de su deshonra; y así, arremetió a mí, y, echándome ambas manos a la garganta, procuraba ahogarme diciendo: ''¡Oh bellaco, desagradecido, ignorante y malicioso! ¿Y es éste el pago que merecen las buenas obras que a tu madre hice y de las que te pensaba hacer a ti?'' Yo, que me vi en peligro de perder la vida entre las uñas de aquella fiera arpía, sacudíme, y, asiéndole de las luengas faldas de su vientre, la zamarreé y arrastré por todo el patio; ella daba voces que la librasen de los dientes de aquel maligno espíritu.
»Con estas razones de la mala vieja, creyeron los más que yo debía de ser algún demonio de los que tienen ojeriza continua con los buenos cristianos, y unos acudieron a echarme agua bendita, otros no osaban llegar a quitarme, otros daban voces que me conjurasen; la vieja gruñía, yo apretaba los dientes, crecía la confusión, y mi amo, que ya había llegado al ruido, se desesperaba oyendo decir que yo era demonio. Otros, que no sabían de exorcismos, acudieron a tres o cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a santiguarme los lomos; escocióme la burla, solté la vieja, y en tres saltos me puse en la calle, y en pocos más salí de la villa, perseguido de una infinidad de muchachos, que iban a grandes voces diciendo: ''¡Apártense que rabia el perro sabio!''; otros decían: ''¡No rabia, sino que es demonio en figura de perro!'' Con este molimiento, a campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas que me habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo cuando despertó de su maldito sueño.
»Dime tanta priesa a huir y a quitarme delante de sus ojos, que creyeron que me había desparecido como demonio: en seis horas anduve doce leguas, y llegué a un rancho de gitanos que estaba en un campo junto a Granada. Allí me reparé un poco, porque algunos de los gitanos me conocieron por el perro sabio, y con no pequeño gozo me acogieron y escondieron en una cueva, porque no me hallasen si fuese buscado; con intención, a lo que después entendí, de ganar conmigo como lo hacía el atambor mi amo. Veinte días estuve con ellos, en los cuales supe y noté su vida y costumbres, que por ser notables es forzoso que te las cuente.»
CIPIÓN.- Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te dijo la bruja, y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira a quien das crédito. Mira, Berganza, grandísimo disparate sería creer que la Camacha mudase los hombres en bestias y que el sacristán en forma de jumento la serviese los años que dicen que la sirvió. Todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras o apariencias del demonio; y si a nosotros nos parece ahora que tenemos algún entendimiento y razón, pues hablamos siendo verdaderamente perros, o estando en su figura, ya hemos dicho que éste es caso portentoso y jamás visto, y que, aunque le tocamos con las manos, no le habemos de dar crédito hasta tanto que el suceso dél nos muestre lo que conviene que creamos. ¿Quiéreslo ver más claro? Considera en cuán vanas cosas y en cuán tontos puntos dijo la Camacha que consistía nuestra restauración; y aquellas que a ti te deben parecer profecías no son sino palabras de consejas o cuentos de viejas, como aquellos del caballo sin cabeza y de la varilla de virtudes, con que se entretienen al fuego las dilatadas noches del invierno; porque, a ser otra cosa, ya estaban cumplidas, si no es que sus palabras se han de tomar en un sentido que he oído decir se llama alegórico, el cual sentido no quiere decir lo que la letra suena, sino otra cosa que, aunque diferente, le haga semejanza; y así, decir:
Volverán a su forma verdadera
cuando vieren con presta diligencia
derribar los soberbios levantados,
y alzar a los humildes abatidos,
por mano poderosa para hacello,
tomándolo en el sentido que he dicho, paréceme que quiere decir que cobraremos nuestra forma cuando viéremos que los que ayer estaban en la cumbre de la rueda de la fortuna, hoy están hollados y abatidos a los pies de la desgracia, y tenidos en poco de aquellos que más los estimaban. Y, asimismo, cuando viéremos que otros que no ha dos horas que no tenían deste mundo otra parte que servir en él de número que acrecentase el de las gentes, y ahora están tan encumbrados sobre la buena dicha que los perdemos de vista; y si primero no parecían por pequeños y encogidos, ahora no los podemos alcanzar por grandes y levantados. Y si en esto consistiera volver nosotros a la forma que dices, ya lo hemos visto y lo vemos a cada paso; por do me doy a entender que no en el sentido alegórico, sino en el literal, se han de tomar los versos de la Camacha; ni tampoco en éste consiste nuestro remedio, pues muchas veces hemos visto lo que dicen y nos estamos tan perros como vees; así que, la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca, con perdón sea dicho, si acaso es nuestra madre de entrambos, o tuya, que yo no la quiero tener por madre. Digo, pues, que el verdadero sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los que están en pie y vuelven a alzar los caídos, y esto por la mano de quien lo puede hacer. Mira, pues, si en el discurso de nuestra vida habremos visto jugar a los bolos, y si hemos visto por esto haber vuelto a ser hombres, si es que lo somos.
BERGANZA.- Digo que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto de lo que pensaba; y de lo que has dicho vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado y lo que estamos pasando es sueño, y que somos perros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la habla que tenemos y de la excelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que pudiéremos; y así, no te canse el oírme contar lo que me pasó con los gitanos que me escondieron en la cueva.
CIPIÓN.- De buena gana te escucho, por obligarte a que me escuches cuando te cuente, si el cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
BERGANZA.- «La que tuve con los gitanos fue considerar en aquel tiempo sus muchas malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan, así gitanas como gitanos, desde el punto casi que salen de las mantillas y saben andar. ¿Vees la multitud que hay dellos esparcida por España? Pues todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros, y trasiegan y trasponen los hurtos déstos en aquéllos y los de aquéllos en éstos. Dan la obediencia, mejor que a su rey, a uno que llaman Conde, al cual, y a todos los que dél suceden, tienen el sobrenombre de Maldonado; y no porque vengan del apellido deste noble linaje, sino porque un paje de un caballero deste nombre se enamoró de una gitana, la cual no le quiso conceder su amor si no se hacía gitano y la tomaba por mujer. Hízolo así el paje, y agradó tanto a los demás gitanos, que le alzaron por señor y le dieron la obediencia; y, como en señal de vasallaje, le acuden con parte de los hurtos que hacen, como sean de importancia.
»Ocúpanse, por dar color a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con que facilitan sus hurtos; y así, los verás siempre traer a vender por las calles tenazas, barrenas, martillos; y ellas, trébedes y badiles. Todas ellas son parteras, y en esto llevan ventaja a las nuestras, porque sin costa ni adherentes sacan sus partos a luz, y lavan las criaturas con agua fría en naciendo; y, desde que nacen hasta que mueren, se curten y muestran a sufrir las inclemencias y rigores del cielo; y así, verás que todos son alentados, volteadores, corredores y bailadores. Cásanse siempre entre ellos, porque no salgan sus malas costumbres a ser conocidas de otros; ellas guardan el decoro a sus maridos, y pocas hay que les ofendan con otros que no sean de su generación. Cuando piden limosna, más la sacan con invenciones y chocarrerías que con devociones; y, a título que no hay quien se fíe dellas, no sirven y dan en ser holgazanas. Y pocas o ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna gitana a pie de altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las iglesias.
»Son sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde han de hurtar; confieren sus hurtos y el modo que tuvieron en hacellos; y así, un día contó un gitano delante de mí a otros un engaño y hurto que un día había hecho a un labrador, y fue que el gitano tenía un asno rabón, y en el pedazo de la cola que tenía sin cerdas le ingirió otra peluda, que parecía ser suya natural. Sacóle al mercado, comprósele un labrador por diez ducados, y, en habiéndosele vendido y cobrado el dinero, le dijo que si quería comprarle otro asno hermano del mismo, y tan bueno como el que llevaba, que se le vendería por más buen precio. Respondióle el labrador que fuese por él y le trujese, que él se le compraría, y que en tanto que volviese llevaría el comprado a su posada. Fuese el labrador, siguióle el gitano, y sea como sea, el gitano tuvo maña de hurtar al labrador el asno que le había vendido, y al mismo instante le quitó la cola postiza y quedó con la suya pelada. Mudóle la albarda y jáquima, y atrevióse a ir a buscar al labrador para que se le comprase, y hallóle antes que hubiese echado menos el asno primero, y a pocos lances compró el segundo. Fuésele a pagar a la posada, donde halló menos la bestia a la bestia; y, aunque lo era mucho, sospechó que el gitano se le había hurtado, y no quería pagarle. Acudió el gitano por testigos, y trujo a los que habían cobrado la alcabala del primer jumento, y juraron que el gitano había vendido al labrador un asno con una cola muy larga y muy diferente del asno segundo que vendía. A todo esto se halló presente un alguacil, que hizo las partes del gitano con tantas veras que el labrador hubo de pagar el asno dos veces. Otros muchos hurtos contaron, y todos, o los más, de bestias, en quien son ellos graduados y en lo que más se ejercitan. Finalmente, ella es mala gente, y, aunque muchos y muy prudentes jueces han salido contra ellos, no por eso se enmiendan.
»A cabo de veinte días, me quisieron llevar a Murcia; pasé por Granada, donde ya estaba el capitán, cuyo atambor era mi amo. Como los gitanos lo supieron, me encerraron en un aposento del mesón donde vivían; oíles decir la causa, no me pareció bien el viaje que llevaban, y así, determiné soltarme, como lo hice; y, saliéndome de Granada, di en una huerta de un morisco, que me acogió de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me querría para más de para guardarle la huerta: oficio, a mi cuenta, de menos trabajo que el de guardar ganado. Y, como no había allí altercar sobre tanto más cuanto al salario, fue cosa fácil hallar el morisco criado a quien mandar y yo amo a quien servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la vida que tenía, sino por el que me daba saber la de mi amo, y por ella la de todos cuantos moriscos viven en España.»
¡Oh cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en dos semanas! Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos meses; mas, en efeto, habré de decir algo; y así, oye en general lo que yo vi y noté en particular desta buena gente.
Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirle trabajan y no comen; en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua y a escuridad eterna; de modo que, ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas; todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos y que cada día ganan y esconden, poco o mucho, y que una calentura lenta acaba la vida como la de un tabardillo; y, como van creciendo, se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito, como la experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo son de sí mismos; no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos. De los doce hijos de Jacob que he oído decir que entraron en Egipto, cuando los sacó Moisés de aquel cautiverio, salieron seiscientos mil varones, sin niños y mujeres. De aquí se podrá inferir lo que multiplicarán las déstos, que, sin comparación, son en mayor número.
CIPIÓN.- Buscado se ha remedio para todos los daños que has apuntado y bosquejado en sombra: que bien sé que son más y mayores los que callas que los que cuentas, y hasta ahora no se ha dado con el que conviene; pero celadores prudentísimos tiene nuestra república que, considerando que España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios, hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida. Di adelante.
BERGANZA.- «Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame con pan de mijo y con algunas sobras de zahínas, común sustento suyo; pero esta miseria me ayudó a llevar el cielo por un modo tan estraño como el que ahora oirás.
»Cada mañana, juntamente con el alba, amanecía sentado al pie de un granado, de muchos que en la huerta había, un mancebo, al parecer estudiante, vestido de bayeta, no tan negra ni tan peluda que no pareciese parda y tundida. Ocupábase en escribir en un cartapacio y de cuando en cuando se daba palmadas en la frente y se mordía las uñas, estando mirando al cielo; y otras veces se ponía tan imaginativo, que no movía pie ni mano, ni aun las pestañas: tal era su embelesamiento. Una vez me llegué junto a él, sin que me echase de ver; oíle murmurar entre dientes, y al cabo de un buen espacio dio una gran voz, diciendo: ''¡Vive el Señor, que es la mejor octava que he hecho en todos los días de mi vida!'' Y, escribiendo apriesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento; todo lo cual me dio a entender que el desdichado era poeta. Hícele mis acostumbradas caricias, por asegurarle de mi mansedumbre; echéme a sus pies, y él, con esta seguridad, prosiguió en sus pensamientos y tornó a rascarse la cabeza y a sus arrobos, y a volver a escribir lo que había pensado. Estando en esto, entró en la huerta otro mancebo, galán y bien aderezado, con unos papeles en la mano, en los cuales de cuando en cuando leía. Llegó donde estaba el primero y díjole: ''¿Habéis acabado la primera jornada?'' ''Ahora le di fin -respondió el poeta-, la más gallardamente que imaginarse puede''. ''¿De qué manera?'', preguntó el segundo. ''Désta -respondió el primero-: Sale Su Santidad del Papa vestido de pontifical, con doce cardenales, todos vestidos de morado, porque cuando sucedió el caso que cuenta la historia de mi comedia era tiempo de mutatio caparum, en el cual los cardenales no se visten de rojo, sino de morado; y así, en todas maneras conviene, para guardar la propiedad, que estos mis cardenales salgan de morado; y éste es un punto que hace mucho al caso para la comedia; y a buen seguro dieran en él, y así hacen a cada paso mil impertinencias y disparates. Yo no he podido errar en esto, porque he leído todo el ceremonial romano, por sólo acertar en estos vestidos''. ''Pues ¿de dónde queréis vos -replicó el otro- que tenga mi autor vestidos morados para doce cardenales?'' ''Pues si me quita uno tan sólo -respondió el poeta-, así le daré yo mi comedia como volar. ¡Cuerpo de tal! ¿Esta apariencia tan grandiosa se ha de perder? Imaginad vos desde aquí lo que parecerá en un teatro un Sumo Pontífice con doce graves cardenales y con otros ministros de acompañamiento que forzosamente han de traer consigo. ¡Vive el cielo, que sea uno de los mayores y más altos espectáculos que se haya visto en comedia, aunque sea la del Ramillete de Daraja!''
»Aquí acabé de entender que el uno era poeta y el otro comediante. El comediante aconsejó al poeta que cercenase algo de los cardenales, si no quería imposibilitar al autor el hacer la comedia. A lo que dijo el poeta que le agradeciesen que no había puesto todo el cónclave que se halló junto al acto memorable que pretendía traer a la memoria de las gentes en su felicísima comedia. Rióse el recitante y dejóle en su ocupación por irse a la suya, que era estudiar un papel de una comedia nueva. El poeta, después de haber escrito algunas coplas de su magnífica comedia, con mucho sosiego y espacio sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan y obra de veinte pasas, que, a mi parecer, entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas, porque juntamente con ellas hacían bulto ciertas migajas de pan que las acompañaban. Sopló y apartó las migajas, y una a una se comió las pasas y los palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que morados con la borra de la faldriquera, parecían mohosos, y eran tan duros de condición que, aunque él procuró enternecerlos, paseándolos por la boca una y muchas veces, no fue posible moverlos de su terquedad; todo lo cual redundó en mi provecho, porque me los arrojó, diciendo: ''¡To, to! Toma, que buen provecho te hagan''. ''¡Mirad -dije entre mí- qué néctar o ambrosía me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los dioses y su Apolo allá en el cielo!'' En fin, por la mayor parte, grande es la miseria de los poetas, pero mayor era mi necesidad, pues me obligó a comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composición de su comedia, no dejó de venir a la huerta ni a mí me faltaron mendrugos, porque los repartía conmigo con mucha liberalidad, y luego nos íbamos a la noria, donde, yo de bruces y él con un cangilón, satisfacíamos la sed como unos monarcas. Pero faltó el poeta y sobró en mí la hambre tanto, que determiné dejar al morisco y entrarme en la ciudad a buscar ventura, que la halla el que se muda.
»Al entrar de la ciudad vi que salía del famoso monasterio de San Jerónimo mi poeta, que como me vio se vino a mí con los brazos abiertos, y yo me fui a él con nuevas muestras de regocijo por haberle hallado. Luego, al instante comenzó a desembaular pedazos de pan, más tiernos de los que solía llevar a la huerta, y a entregarlos a mis dientes sin repasarlos por los suyos: merced que con nuevo gusto satisfizo mi hambre. Los tiernos mendrugos, y el haber visto salir a mi poeta del monasterio dicho, me pusieron en sospecha de que tenía las musas vergonzantes, como otros muchos las tienen.
»Encaminóse a la ciudad, y yo le seguí con determinación de tenerle por amo si él quisiese, imaginando que de las sobras de su castillo se podía mantener mi real; porque no hay mayor ni mejor bolsa que la de la caridad, cuyas liberales manos jamás están pobres; y así, no estoy bien con aquel refrán que dice: "Más da el duro que el desnudo", como si el duro y avaro diese algo, como lo da el liberal desnudo, que, en efeto, da el buen deseo cuando más no tiene. De lance en lance, paramos en la casa de un autor de comedias que, a lo que me acuerdo, se llamaba Angulo el Malo, ... de otro Angulo, no autor, sino representante, el más gracioso que entonces tuvieron y ahora tienen las comedias. Juntóse toda la compañía a oír la comedia de mi amo, que ya por tal le tenía; y, a la mitad de la jornada primera, uno a uno y dos a dos, se fueron saliendo todos, excepto el autor y yo, que servíamos de oyentes. La comedia era tal, que, con ser yo un asno en esto de la poesía, me pareció que la había compuesto el mismo Satanás, para total ruina y perdición del mismo poeta, que ya iba tragando saliva, viendo la soledad en que el auditorio le había dejado; y no era mucho, si el alma, présaga, le decía allá dentro la desgracia que le estaba amenazando, que fue volver todos los recitantes, que pasaban de doce, y, sin hablar palabra, asieron de mi poeta, y si no fuera porque la autoridad del autor, llena de ruegos y voces, se puso de por medio, sin duda le mantearan. Quedé yo del caso pasmado; el autor, desabrido; los farsantes, alegres, y el poeta, mohíno; el cual, con mucha paciencia, aunque algo torcido el rostro, tomó su comedia, y, encerrándosela en el seno, medio murmurando, dijo: ''No es bien echar las margaritas a los puercos''. Y con esto se fue con mucho sosiego.
»Yo, de corrido, ni pude ni quise seguirle; y acertélo, a causa que el autor me hizo tantas caricias que me obligaron a que con él me quedase, y en menos de un mes salí grande entremesista y gran farsante de figuras mudas. Pusiéronme un freno de orillos y enseñáronme a que arremetiese en el teatro a quien ellos querían; de modo que, como los entremeses solían acabar por la mayor parte en palos, en la compañía de mi amo acababan en zuzarme, y yo derribaba y atropellaba a todos, con que daba que reír a los ignorantes y mucha ganancia a mi dueño.»
¡Oh Cipión, quién te pudiera contar lo que vi en ésta y en otras dos compañías de comediantes en que anduve! Mas, por no ser posible reducirlo a narración sucinta y breve, lo habré de dejar para otro día, si es que ha de haber otro día en que nos comuniquemos ¿Vees cuán larga ha sido mi plática? ¿Vees mis muchos y diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos y mis amos tantos? Pues todo lo que has oído es nada, comparado a lo que te pudiera contar de lo que noté, averigüé y vi desta gente: su proceder, su vida, sus costumbres, sus ejercicios, su trabajo, su ociosidad, su ignorancia y su agudeza, con otras infinitas cosas: unas para decirse al oído y otras para aclamallas en público, y todas para hacer memoria dellas y para desengaño de muchos que idolatran en figuras fingidas y en bellezas de artificio y de transformación.
CIPIÓN.- Bien se me trasluce, Berganza, el largo campo que se te descubría para dilatar tu plática, y soy de parecer que la dejes para cuento particular y para sosiego no sobresaltado.
BERGANZA.- Sea así, y escucha.
«Con una compañía llegué a esta ciudad de Valladolid, donde en un entremés me dieron una herida que me llegó casi al fin de la vida; no pude vengarme, por estar enfrenado entonces, y después, a sangre fría, no quise: que la venganza pensada arguye crueldad y mal ánimo. Cansóme aquel ejercicio, no por ser trabajo, sino porque veía en él cosas que juntamente pedían enmienda y castigo; y, como a mí estaba más el sentillo que el remediallo, acordé de no verlo; y así, me acogí a sagrado, como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitallos, aunque más vale tarde que nunca. Digo, pues, que, viéndote una noche llevar la linterna con el buen cristiano Mahudes, te consideré contento y justa y santamente ocupado; y lleno de buena envidia quise seguir tus pasos, y con esta loable intención me puse delante de Mahudes, que luego me eligió para tu compañero y me trujo a este hospital. Lo que en él me ha sucedido no es tan poco que no haya menester espacio para contallo, especialmente lo que oí a cuatro enfermos que la suerte y la necesidad trujo a este hospital, y a estar todos cuatro juntos en cuatro camas apareadas.»
Perdóname, porque el cuento es breve, y no sufre dilación, y viene aquí de molde.
CIPIÓN.- Sí perdono. Concluye, que, a lo que creo, no debe de estar lejos el día.
BERGANZA.- «Digo que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería, en la una estaba un alquimista, en la otra un poeta, en la otra un matemático y en la otra uno de los que llaman arbitristas.»
CIPIÓN.- Ya me acuerdo haber visto a esa buena gente.
BERGANZA.- «Digo, pues, que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas las ventanas y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos, el poeta se comenzó a quejar lastimosamente de su fortuna, y, preguntándole el matemático de qué se quejaba, respondió que de su corta suerte. ''¿Cómo, y no será razón que me queje -prosiguió-, que, habiendo yo guardado lo que Horacio manda en su Poética, que no salga a luz la obra que, después de compuesta, no hayan pasado diez años por ella, y que tenga yo una de veinte años de ocupación y doce de pasante, grande en el sujeto, admirable y nueva en la invención, grave en el verso, entretenida en los episodios, maravillosa en la división, porque el principio responde al medio y al fin, de manera que constituyen el poema alto, sonoro, heroico, deleitable y sustancioso; y que, con todo esto, no hallo un príncipe a quien dirigirle? Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo. ¡Mísera edad y depravado siglo nuestro!'' ''¿De qué trata el libro?'', preguntó el alquimista. Respondió el poeta: ''Trata de lo que dejó de escribir el Arzobispo Turpín del Rey Artús de Inglaterra, con otro suplemento de la Historia de la demanda del Santo Brial, y todo en verso heroico, parte en octavas y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo en esdrújulos de nombres sustantivos, sin admitir verbo alguno''. ''A mí -respondió el alquimista- poco se me entiende de poesía; y así, no sabré poner en su punto la desgracia de que vuesa merced se queja, puesto que, aunque fuera mayor, no se igualaba a la mía, que es que, por faltarme instrumento, o un príncipe que me apoye y me dé a la mano los requisitos que la ciencia de la alquimia pide, no estoy ahora manando en oro y con más riquezas que los Midas, que los Crasos y Cresos''. ''¿Ha hecho vuesa merced -dijo a esta sazón el matemático-, señor alquimista, la experiencia de sacar plata de otros metales?'' ''Yo -respondió el alquimista- no la he sacado hasta agora, pero realmente sé que se saca, y a mí no me faltan dos meses para acabar la piedra filosofal, con que se puede hacer plata y oro de las mismas piedras''. ''Bien han exagerado vuesas mercedes sus desgracias -dijo a esta sazón el matemático-; pero, al fin, el uno tiene libro que dirigir y el otro está en potencia propincua de sacar la piedra filosofal; más, ¿qué diré yo de la mía, que es tan sola que no tiene dónde arrimarse? Veinte y dos años ha que ando tras hallar el punto fijo, y aquí lo dejo y allí lo tomo; y, pareciéndome que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato, me hallo tan lejos dél, que me admiro. Lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo: que he llegado tan al remate de hallarla, que no sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya en la faldriquera; y así, es mi pena semejable a las de Tántalo, que está cerca del fruto y muere de hambre, y propincuo al agua y perece de sed. Por momentos pienso dar en la coyuntura de la verdad, y por minutos me hallo tan lejos della, que vuelvo a subir el monte que acabé de bajar, con el canto de mi trabajo a cuestas, como otro nuevo Sísifo''.
»Había hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió diciendo: ''Cuatro quejosos tales que lo pueden ser del Gran Turco ha juntado en este hospital la pobreza, y reniego yo de oficios y ejercicios que ni entretienen ni dan de comer a sus dueños. Yo, señores, soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino; y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo: tal, que ha de ser la total restauración de sus empeños; pero, por lo que me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que éste también ha de parar en el carnero. Mas, porque vuesas mercedes no me tengan por mentecapto, aunque mi arbitrio quede desde este punto público, le quiero decir, que es éste: Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzga a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado. Porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno déstos dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada día real y medio; y yo quiero que sea no más de un real, que no puede ser menos, aunque coma alholvas. Pues ¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener cada mes tres millones de reales como ahechados? Y esto antes sería provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le fuese conveniente para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de paja, y podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios, que destruyen la república''. Riyéronse todos del arbitrio y del arbitrante, y él también se riyó de sus disparates; y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la mayor parte, los de semejantes humores venían a morir en los hospitales.»
CIPIÓN.- Tienes razón, Berganza. Mira si te queda más que decir.
BERGANZA.- Dos cosas no más, con que daré fin a mi plática, que ya me parece que viene el día.
«Yendo una noche mi mayor a pedir limosna en casa del corregidor desta ciudad, que es un gran caballero y muy gran cristiano, hallámosle solo; y parecióme a mí tomar ocasión de aquella soledad para decirle ciertos advertimientos que había oído decir a un viejo enfermo deste hospital, acerca de cómo se podía remediar la perdición tan notoria de las mozas vagamundas, que por no servir dan en malas, y tan malas, que pueblan los veranos todos los hospitales de los perdidos que las siguen: plaga intolerable y que pedía presto y eficaz remedio. Digo que, queriendo decírselo, alcé la voz, pensando que tenía habla, y en lugar de pronunciar razones concertadas ladré con tanta priesa y con tan levantado tono que, enfadado el corregidor, dio voces a sus criados que me echasen de la sala a palos; y un lacayo que acudió a la voz de su señor, que fuera mejor que por entonces estuviera sordo, asió de una cantimplora de cobre que le vino a la mano, y diómela tal en mis costillas, que hasta ahora guardo las reliquias de aquellos golpes.»
CIPIÓN.- Y ¿quéjaste deso, Berganza?
BERGANZA.- Pues ¿no me tengo de quejar, si hasta ahora me duele, como he dicho, y si me parece que no merecía tal castigo mi buena intención?
CIPIÓN.- Mira, Berganza, nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de querer usar del oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presumpción de aconsejar a los grandes y a los que piensan que se lo saben todo. La sabiduría en el pobre está asombrada; que la necesidad y miseria son las sombras y nubes que la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio.
BERGANZA.- Tienes razón, y, escarmentando en mi cabeza, de aquí adelante seguiré tus consejos.
«Entré asimismo otra noche en casa de una señora principal, la cual tenía en los brazos una perrilla destas que llaman de falda, tan pequeña que la pudiera esconder en el seno; la cual, cuando me vio, saltó de los brazos de su señora y arremetió a mí ladrando, y con tan gran denuedo, que no paró hasta morderme de una pierna. Volvíla a mirar con respecto y con enojo, y dije entre mí: ''Si yo os cogiera, animalejo ruin, en la calle, o no hiciera caso de vos o os hiciera pedazos entre los dientes''. Consideré en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.»
CIPIÓN.- Una muestra y señal desa verdad que dices nos dan algunos hombrecillos que a la sombra de sus amos se atreven a ser insolentes; y si acaso la muerte o otro accidente de fortuna derriba el árbol donde se arriman, luego se descubre y manifiesta su poco valor; porque, en efeto, no son de más quilates sus prendas que los que les dan sus dueños y valedores. La virtud y el buen entendimiento siempre es una y siempre es uno: desnudo o vestido, solo o acompañado. Bien es verdad que puede padecer acerca de la estimación de las gentes, mas no en la realidad verdadera de lo que merece y vale. Y, con esto, pongamos fin a esta plática, que la luz que entra por estos resquicios muestra que es muy entrado el día, y esta noche que viene, si no nos ha dejado este grande beneficio de la habla, será la mía, para contarte mi vida.
BERGANZA.- Sea ansí, y mira que acudas a este mismo puesto.
Jornada primera
Segunda jornada
Tercera jornada
Jornada cuarta
Interlucutores:
AURELIO.
FÁTIMA, criada de Zahara.
ZAHARA, ama de Aurelio.
YZUF, amo de Aurelio.
AURELIO ¡Triste y miserable estado!¡Triste esclavitud amarga,donde es la pena tan largacuan corto el bien y abreviado! ¡Oh purgatorio en la vida, 5infierno puesto en el mundo,mal que no tiene segundo,estrecho do no hay salida! ¡Cifra de cuanto dolorse reparte en los dolores, 10daño que entre los mayoresse ha de tener por mayor! ¡Necesidad increíble,muerte creíble y palpable,trato mísero intratable, 15mal visible e invisible! ¡Toque que nuestra pacienciadescubre si es valerosa;pobre vida trabajosa,retrato de penitencia! 20 Cállese aquí este tormento,que, según me es enemigo,no llegará cuanto digoa un punto de lo que siento. Pondérase mi dolor 25con decir, bañado en lloros,que mi cuerpo está entre morosy el alma en poder de Amor. Del cuerpo y alma es mi pena:el cuerpo ya veis cual va, 30mi alma rendida estáa la amorosa cadena. Pensé yo que no teníaAmor poder entre esclavos,pero en mí sus recios clavos 35muestran más su gallardía. ¿Qué buscas en la miseria,Amor, de gente cautiva?Déjala que muera o vivacon su pobreza y laceria. 40 ¿No ves que el hilo se cortadesa tu amorosa estambre,aquí con sed o con hambre,a la larga o a la corta? Mas creo que no has querido 45olvidarme en este estrecho,que has visto sano mi pecho,aunque tan roto el vestido. Desde agora claro entiendoque el poder que en ti se encierra 50abraza el cielo y la tierra,y más que no comprehendo. Una cosa te pidiera,si en esa tu condiciónuna sombra de razón 55por entre mil sombras viera; y es que, pues fuiste la causade acabarme y destruirme,que en el contino herirmehagas un momento pausa. 60 Yo no te pido que salgasde mi pecho, pues no puedes;antes, te pido que quedes,y en este trance me valgas. Mira que se me apareja 65una muy fiera batalla,y que no he de atropellallasi tu consejo me deja. Del lugar do me pusiste,me procuran derribar; 70pero, ¿quién podrá bajarlo que tú una vez subiste? Ya viene Zahara y su arenga;¡ay, enfadosa porfía;cómo que me falta el día 75antes que la noche venga! ¡Valedme, Silvia, bien mío,que, si vos me dais ayuda,de guerra más ardua y crudallevar la palma confío! 80
(Entra agora ZAHARA, ama de AURELIO, y FÁTIMA, criada de ZAHARA.)
ZAHARA ¡Aurelio!
AURELIOSeñora mía...
ZAHARASi tú por tal me tuvieras,a fe que luego hicieraslo que ruega mi porfía.
AURELIO Lo que tú quieres yo quiero, 85porque al fin te soy esclavo.
ZAHARAEsas palabras alabo,mas tus obras vitupero.
AURELIO ¿Cuál ha sido por mí hechaque en ella no te complaces? 90
ZAHARAAquellas que no me hacesme tienen mal satisfecha.
AURELIO Señora, no puedo más;por agua me parto luego.
ZAHARAOtra agua pide mi fuego, 95que no la que tú trairás. No te vayas; está quedo.
AURELIODe leña hay falta en la casa.
ZAHARABasta la que a mí me abrasa.
AURELIOMi amo...
ZAHARANo tengas miedo. 100
AURELIO Déjame, señora, ir,no venga Yzuf, mi señor.
ZAHARAQuien queda con tanto amor,mal te dejará partir.
AURELIO No hay para qué más porfíes, 105señora: déjame ya.
ZAHARAAurelio, llégate acá.
AURELIOMejor es que te desvíes.
ZAHARA ¿Ansí, Aurelio, me despides?
AURELIOAntes te hago favor, 110si con el compás de honorlo compasas y lo mides. ¿No miras que soy cristianocon suerte y desdicha mala?
ZAHARAEl amor todo lo iguala: 115dame por señor la mano.
FÁTIMA Zahara, señora mía,dígote que me ha admiradomirar en lo que ha paradotu altivez y fantasía. 120 Ver, por cierto, es gentil cosa,y digna de ser notada,de un cristiano enamoradauna mora tan hermosa. Y lo que más llega al cabo 125tu afición tan sin medida,es mirarte estar rendidaa un cristiano que es tu esclavo. ¡Y monta que correspondeel perro a lo que le quieres! 130Perdóname; frágil eres.
ZAHARA¿Dónde vas?
FÁTIMABien sé yo adonde.
ZAHARA Dulce amiga verdadera,lo que dices no lo niego;mas ¿qué haré?, que amor es fuego 135y mi voluntad es cera. Y, puesto que el daño veoy el fin do habré de parar,imposible es contrastarlas fuerzas de mi deseo. 140 Vuelve tu lengua e intentoa combatir esta roca,que no será gloria pocagozar de su vencimiento.
FÁTIMA Quiero en esto complacerte, 145pues al fin puedes mandarme.Cristiano, vuelve a mirarme,que no es mi rostro de muerte.
AURELIO Más que muerte me causáiscon vuestros inducimientos. 150Dejadme con mis tormentos,porque en vano trabajáis.
FÁTIMA ¿No ves cómo se retirael perro en su pundonor?Ansí entiende él del amor 155como el asno de la lira.
AURELIO ¿Cómo queréis que yo entiendade amor en esta cadena?
ZAHARAEso no te cause pena,que luego se hará la enmienda: 160 las dos te la quitaremos.
AURELIOMuy mejor será dejalla;que no quiero con quitalla,pasar de un estremo a estremos.
ZAHARA ¿A qué estremos pasarás? 165
AURELIOQuitando al cuerpo este hierro,cairé en otro mayor hierro,que al alma fatigue más.
FÁTIMA ¿Almas tenéis los cristianos?
AURELIOSí, y tan ricas y estremadas 170cuanto por Dios rescatadas.
FÁTIMA¡Que son pensamientos vanos! Pero si almas tenéis,de diamante es su valor,pues en la fragua de amor 175muy más os endurecéis. Aurelio, ¡resulución!Ten cuenta en lo que te digo:no quieras ser tan amigode tu obstinada opinión. 180 Ya te ves sin libertad,entre hierros apretado,pobre, desnudo, cansado,lleno de necesidad, subjeto a mil desventuras, 185a palos, a bofetones,a mazmorras, a prisiones,donde estás contino a escuras. Libertad se te promete;los hierros se quitarán, 190y después te vestirán.No hay temor de escuro brete. Cuzcuz, pan blanco a comer,gallinas en abundancia,y aun habrá vino de Francia 195si vino quieres beber. No te pido lo imposible,ni trabajos demasiados,sino blandos, regalados,dulces lo más que es posible. 200 Goza de la coyunturaque se te ríe delante;no hagas del ignorante,pues muestras tener cordura. Mira tu señora Zahara 205y lo mucho que merece:mira que al sol escurecela luz de su rostro clara. Contempla su juventud,su riqueza, nombre y fama; 210mira bien que agora llamaa tu puerta la salud. Considera el interésque en hacer esto te toca,que hay mil que pondrían la boca 215donde tú pondrás los pies.
AURELIO ¿Has dicho, Fátima?
FÁTIMASí.
AURELIO¿Quieres que responda yo?
FÁTIMAResponde.
AURELIODigo que no.
ZAHARA¡Ay, Alá! ¿Qué es lo que oí? 220
AURELIO Yo digo que no convienepedirme lo que pedís,porque muy poco advertísel peligro que contiene.
FÁTIMA ¿Qué peligro puede haber, 225quiriéndolo tu señora?
AURELIOLa ofensa que, siendo mora,a Mahoma viene a hacer.
ZAHARA ¡Déjame a mí con Mahoma,que agora no es mi señor, 230porque soy sierva de Amor,que el alma subjeta y doma! ¡Echa ya el pecho por tierray levantarte he a mi cielo!
AURELIOSeñora, tengo un recelo 235que me consume y atierra.
FÁTIMA ¿De qué te recelas? Di.
AURELIOSeñora, de que no veoningún camino o rodeocomo complacerte a ti. 240 En mi ley no se recibehacer yo lo que me ordenas;antes, con muy graves penasy amenazas lo prohíbe; y aun si batismo tuvieras, 245siendo, como eres, casada,fuera cosa harto escusadasi tal cosa me pidieras. Por eso yo determinoantes morir que hacer 250lo que pide tu querer,y en esto estaré contino.
ZAHARA Aurelio, ¿estás en tu seso?
AURELIOY aun por estar tan en élsoy para vos tan cruel. 255
ZAHARA¡Ay, desdichado suceso! ¿Que es posible que tan pocovalgan mis ruegos contigo?
FÁTIMASin duda que este enemigoes muy cuerdo, o es muy loco. 260 ¡Perro! ¿Tanta fantasía?¿Pensáis que hablamos de veras?¡Antes de mal rayo muerasprimero que pase el día! ¡Ruin sin razón ni compás, 265nacido de vil canalla!¿Pensábades ya triunfalla,perrazo, sin más ni más? Comigo las has de haber,y de modo que te aviso 270que dirá el que nunca quiso:«¡Más le valiera querer!» No estés, Zahara, descontenta,deja el remedio en mi mano,que a este perro cristiano 275yo le haré que se arrepienta.
ZAHARA No es bien que por mal se lleve.
FÁTIMANi aun bien llevado por bien.
ZAHARACese, Aurelio, tu desdén.
FÁTIMACon eso el perro se atreve. 280 Ven, señora, al aposento;que, en esta pena crecida,o yo perderé la vida,o tú ternás tu contento.
(Sálense las dos y queda AURELIO solo.)
AURELIO ¡Padre del cielo, en cuya fuerte diestra 285está el gobierno de la tierra y cielo,cuyo poder acá y allá se muestracon amoroso, justo y sancto celo,Si tu luz, si tu mano no me adiestraa salir deste caos, temo y recelo 290que, como el cuerpo está en prisión esquiva,también el alma ha de quedar cautiva! En Vos, Virgen Santísima María,entre Dios y los hombres medianera,de mi mar incïerto cierta guía, 295virgen entre las vírgenes primera;en Vos, Virgen y Madre, en Vos confíami alma, que sin Vos en nadie espera,que la habéis de guiar con vuestra lumbredeste hondo valle a la más alta cumbre. 300 Bien sé que no merezco que se acuerdevuestra eterna memoria de mi daño,porque tengo en el alma fresco y verdeel dulce fructo del amor estraño;mas vuestra alta clemencia, que no pierde 305ocasión de hacer bien, mi mal tamañoremedie, que ya estoy casi perdido,de Scila y de Caribdis combatido. Si el cuerpo esclavo está, está libre el alma,puesto que Silvia tiene parte en ella, 310y la amorosa trunfadora palmaha de llevar sola mi Silvia della.Ponga Zahara su amor, póngale en calma,que mi firmeza no hay pensar rompella,y aquello que a mi Dios y a Silvia debo, 315me hace que aun mirarla no me atrevo. ¿Dó estás, Silvia hermosa? ¿Qué destino,qué fuerza insana de implacable hadoel curso de aquel próspero caminotan sin causa y razón nos ha cortado? 320¡Oh estrella, oh suerte, oh fortuna, oh signo!,si alguno de vosotros ha causadotamaña perdición, desde aquí digoque mil cuentos de veces le maldigo. Yo moriré por lo que al alma toca, 325antes que hacer lo que mi ama quiere;firme he de estar cual bien fundada rocaque en torno el viento, el mar combate y hiere.Que sea mi vida mucha, o que sea poca,importa poco; sólo el que bien muere 330puede decir que tiene larga vida,y el que mal, una muerte sin medida.
(Éntrase AURELIO, y sale SAYAVEDRA, soldado cativo; LEONARDO, cativo, y SEBASTIÁN, muchacho cativo, a su tiempo.)
SAYAVEDRA En la veloz carrera, apresuradaslas horas del ligero tiempo veo,contra mí con el cielo conjuradas. 335 Queda atrás la esperanza, y no el deseo,y así la vida dél, la muerte della,el daño, el mal aunmentan que poseo. ¡Ay dura, inicua, inexorable estrella,cómo de los cabellos me has traído 340al terrible dolor que me atropella!
LEONARDO El llanto en tales tiempos es perdido,pues si llorando el cielo se ablandara,ya le hubieran mis lágrimas movido. A la triste fortuna alegre cara 345debe mostrar el pecho generoso:que a cualquier mal, buen ánimo repara.
SAYAVEDRA El cuello enflaquecido al trabajosoyugo de esclavitud amarga puesto,bien ves que a cuerpo y alma es peligroso; 350 y más aquel que tiene prosupuestode dejarse morir antes que paseun punto el modo del vivir honesto.
LEONARDO Si acaso yo tus obras imitase,forzoso me sería que al momento 355en brazos de la hambre me entregase. Bien sé que en el cativo no hay contento;mas no quiero crecer yo mi fatiga,tiniendo en ella siempre el pensamiento. A mi patrona tengo por amiga; 360trátame cual me ves: huelgo y paseo;«cautivo soy», el que quisiere diga.
SAYAVEDRA Triunfa, Leonardo, y goza ese trofeo;que, si por ser cautivo le hermoseas,yo sé que es torpe, desgraciado y feo. 365
LEONARDO Amigo Sayavedra, si te arreasde ser predicador, ésta no es tierrado alcanzarás el fructo que deseas. Déjate deso y escucha de la guerraque el gran Filipo hace nueva cierta, 370y un poco la pasión de ti destierra. Dicen que una fragata de Bisertallegó esta noche allí con un cativoque ha dado vida a mi esperanza muerta. Quitóle libertad el hado esquivo, 375de Málaga pasando a Barcelona;cativóle Mamí, cosario esquivo. En su manera muestra ser personade calidad, y que es ejercitadoen el duro ejercicio de Belona. 380 Dice el número cierto que ha pasadode soldados a España forasteros,sin los tres tercios nuestros que han bajado; los príncipes, señores, caballeros,que a servir a Filipo van de gana; 385los naturales y los estranjeros, y la muestra hermosísima lozanaque en Badajoz hacer el rey pretendede la pujanza de la Unión Cristiana. Dice con esto que ninguno entiende 390el disinio del rey, y el hablar desto,al grande y al pequeño se defiende.
SAYAVEDRA Rompeos ya, cielos, y llovednos prestoel librador de nuestra amarga guerrasi ya en el suelo no le tenéis puesto. 395 Cuando llegué cativo y vi esta tierratan nombrada en el mundo, que en su senotantos piratas cubre, acoge y cierra, no pude al llanto detener el freno,que, a pesar mío, sin saber lo que era, 400me vi el marchito rostro de agua lleno. Ofrecióse a mis ojos la riberay el monte donde el grande Carlo tuvolevantada en el aire su bandera, y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo, 405pues, movido de envidia de su gloria,airado entonces más que nunca estuvo. Estas cosas volviendo en mi memoria,las lágrimas trujeran a los ojos,forzados de desgracia tan notoria. 410 Pero si el alto Cielo en darme enojosno está con mi ventura conjurado,y aquí no lleva muerte mis despojos, cuando me vea en más seguro estado,o si la suerte o si el favor me ayuda 415a verme ante Filipo arrodillado, mi lengua balbuciente y casi mudapienso mover en la real presencia,de adulación y de mentir desnuda, diciendo: «Alto señor, cuya potencia 420sujetas trae las bárbaras nacionesal desabrido yugo de obediencia: a quien los negros indios con sus donesreconocen honesto vasallaje,trayendo el oro acá de sus rincones; 425 despierte en tu real pecho corajela desvergüenza con que una bicocaaspira de contino a hacerte ultraje. Su gente es mucha, mas su fuerza es poca,desnuda, mal armada, que no tiene 430en su defensa fuerte muro o roca. Cada uno mira si tu Armada viene,para dar a los pies el cargo y curade conservar la vida que sostiene. De la esquiva prisión, amarga y dura, 435adonde mueren quince mil cristianos,tienes la llave de su cerradura. Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,las rodillas por tierra, sollozando,cerrados de tormentos inhumanos, 440 poderoso señor, t'están rogandovuelvas los ojos de misericordiaa los suyos, que están siempre llorando; y, pues te deja agora la discordiaque tanto te ha oprimido y fatigado, 445y Amor en darte sigue la concordia, haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabadolo que con tanta audacia y valor tantofue por tu amado padre comenzado. El sólo ver que vas pondrá un espanto 450en la bárbara gente, que adivinoya desde aquí su pérdida y quebranto». ¿Quién duda que el real pecho begninono se muestre, oyendo la tristezadonde están estos míseros contino? 455 Mas, ¡ay, cómo se muestra la bajezade mi tan rudo ingenio, pues pretendehablar tan bajo ante tan alta alteza! Mas la ocasión es tal, que me defiende.Pero a todo silencio poner quiero, 460que creo que mi plática te ofende,y al trabajo he de ir adonde muero.
(Aquí entra SEBASTIÁN, muchacho, en hábito de esclavo.)
SEBASTIÁN ¿Hase visto tal maldad?¿Hay tierra tan sin concordia,do falta misericordia 465y sobra la crueldad? ¿Dónde se hallará disculpade maldad tan insolente:que pague el que es inocentepor el que tiene la culpa? 470 ¡Oh cielos! ¿Qué es lo que he visto?¡Éste sí que es pueblo injusto,donde se tiene por gustomatar los siervos de Cristo! ¡Oh España, patria querida!, 475mira cuál es nuestra suerte,que si allá das justa muerte,quitas acá justa vida.
LEONARDO Sebastián, dinos qué tienes,que hablas razones tales. 480
SEBASTIÁNUna infinidad de malesy una penuria de bienes.
LEONARDO En ser, como eres, esclavose encierra todo dolor.
SEBASTIÁNOtra pena muy mayor 485me tiene a mí tan al cabo.
SAYAVEDRA ¿De dónde puede causarsela pena que dices brava?
SEBASTIÁNDe una vida que hoy se acabapara jamás acabarse. 490 «Ya sabés que aquí en Argelse supo cómo en Valenciamurió por justa sentenciaun morisco de Sargel; digo que en Sargel vivía, 495puesto que era de Aragón,y, al olor de su nación,pasó el perro en Berbería; y aquí cosario se hizo,con tan prestas crueles manos, 500que con sangre de cristianosla suya bien satisfizo. Andando en corso fue preso,y, como fue conocido,fue en la Inquisición metido, 505do le formaron proceso; y allí se le averiguócómo, siendo batizado,de Cristo había renegadoy en África se pasó, 510 y que, por su industria y manos,traidores tratos esquivos,habían sido cautivosmás de seiscientos cristianos; y, como se le probaron 515tantas maldades y errores,los justos inquisidoresal fuego le condenaron. Súpose del moro acá,y la muerte que le dieron, 520porque luego la escribieronlos moriscos que hay allá. La triste nueva sabidade los parientes del muerto,juran y hacen concierto 525de dar al fuego otra vida. Buscaron luego un cristianopara pagar este escote,y halláronle sacerdote,y de nación valenciano. 530 Prendieron éste a gran priesapara ejecutar su hecho,porque vieron que en el pechotraía la cruz de Montesa, y esta señal de victoria 535que le cupo en buena suerte,si le dio en el suelo muerte,en el cielo le dio gloria; porque estos ciegos sin luz,que en él tal señal han visto, 540pensando matar a Cristo,matan al que trae su cruz. De su amo lo compraron,y, aunque eran pobres, a un puntoel dinero todo junto 545de limosna lo allegaron. En nuestro pueblo cristiano,por Dios se pide a la gente,para sanar al doliente,no para matar al sano; 550 mas entre esta descreídagente y maldito lugar,no piden para sanar,mas para quitar la vida. Hoy en poder de sayones 555he visto al siervo de Dios,no sólo puesto entre dos,sino entre dos mil sayones. Iba el sacerdote justoentre injusta gente puesto, 560marchito y humilde el gesto,a morir por Dios con gusto. En darle penas dobladastodo el pueblo se desvela:cual sus blancas canas pela, 565cual le da mil bofetadas. Las manos que a Dios tuvieronmil veces, hoy son tenidasde dos sogas retorcidascon que atrás se las asieron; 570 al yugo de otro cordel,puesto el cuello humilde lleva,haciendo seis moros pruebacuánto pueden tirar dél. A ningún lado miraba 575que descubra un solo amigo:que todo el pueblo enemigoen torno le rodeaba. Con voluntad tan dañadaprocuran su pena y lloro, 580que se tuvo por mal moroquien no le dio bofetada. A la marina llegaroncon la víctima inocente,do con barbaria insolente 585a un áncora le ligaron. Dos áncoras a una manovi yo allí en contrario celo:una, de hierro, en el suelo;otra, de fe, en el cristiano. 590 Y, la una a la otra asida,la de hierro se conviertea dar cruda y presta muerte;la de fe, a dar larga vida. Ved si es bien contrario el celo 595de las dos en esta guerra:la una en el süelo afierra;la otra se ase del cielo; y, aunque corra tal fortunaque espante al cuerpo y al alma, 600como si estuviera en calma,no hay desasirse la una. Sin hierro al hierro ligado,el siervo de Dios se hallaba,y en su cuerpo atado estaba 605espíritu desatado. El cuerpo no se rodea,que le ata más de un cordel;mas el espíritu déltodos los cielos pasea. 610 La canalla, que se enseñaa hacer nueva crueldad,trujo luego cantidadde seca y humosa leña, y una espaciosa corona 615hicieron luego con ella,dejando encerrada en ellala sancta humilde persona; y, aunque no tienen sosiegohasta verle ya espirar, 620para más le atormentar,encienden lejos el fuego. Quieren, como el cocineroque a su oficio más mirase,que se ase y no se abrase 625la carne de aquel cordero. Sube el humo al aire vano,y a veces le da en los ojos;quema el fuego los despojosque le vienen más a mano; 630 vase arrugando el vestidocon el calor violento,y el fuego, poco contento,busca lo más escondido. Esperad, simple cordero, 635que esta ardiente llama insana,si os ha quemado la lana,os quiere abrasar el cuero. Combátenle fuegos dos:el uno, humano y visible; 640el otro, sancto invisible,que es fuego de amor de Dios. Yo no sé a cuál más debía,puesto que a los dos pagaba:al que el cuerpo le abrasaba 645o al que el alma le encendía. Los que estaban a miralle,la ira ansí les pervierte,que mueren por darle muertey entretiénense en matalle. 650 Y, en medio deste tormento,no movió el sancto varónla lengua a formar razónque fuese de sentimiento; antes dicen, y yo he visto, 655que, si alguna vez hablaba,en el aire resonabael eco o nombre de Cristo; y cuando en el agoníaúltima el triste se vio, 660cinco o seis veces llamóla Virgen Sancta María. Al fuego el aire le atiza,y con tal ardor revuelve,que poco a poco resuelve 665el sancto cuerpo en ceniza. Mas, ya que morir le vieron,tantas piedras le tiraron,que las piedras acabaronlo que las llamas no hicieron. 670 ¡Oh Santisteban segundo,que me asegura tu celoque miraste abierto el cieloen tu muerte desde el mundo! Queda el cuerpo en la marina, 675quemado y apedreado;el alma el vuelo ha tomadohacia la región divina. Queda el moro muy gozosodel injusto y crudo hecho; 680el turco está satisfecho;el cristiano, temeroso.» Yo he venido a referiroslo que no pudistes ver,si os lo ha dejado entender 685mis lágrimas y suspiros.
SAYAVEDRA Deja el llanto, amigo, ya;que no es bien que se haga duelopor los que se van al cielo,sino por quien queda acá: 690 que, aunque parece ofendidaa humanos ojos su suerte,el acabar con tal muertees comenzar mejor vida. Mide por otro nivel 695tu llanto, que no hay pacienciaque las muertes de Valenciase venguen acá en Argel. Muéstrase allá la justiciaen castigar la maldad; 700muestra acá la crueldadcuánto puede la injusticia.
SEBASTIÁN En tan amarga querella,¿quién detendrá los gemidos?Ellos con culpa punidos; 705nosotros, muertos sin ella.
LEONARDO Bastábanos ser cautivos,sin temer más desconciertos,pues si allá queman los muertos,abrasan acá los vivos. 710 Usa Valencia otros modosen castigar renegados,no en público sentenciados:¡mueran a tósico todos! Mas un moro viene acá: 715no estemos juntos aquí;Sayavedra, por allí,tú, Sebastián, por allá.
YZUF y AURELIO.
YZUF Trecientos escudos di,Aurelio, por la doncella.Esto di al turco, que a ellaalma y vida le rendí;y es poco, según es bella. 5 Vendiómela de aburrido,que dice que no ha podido,mientras la tuvo en poder,en ningún modo atraeral amoroso partido. 10 Púsela en casa de un moro,sin osarla traer acá,y allí está donde ella estátodo mi bien y tesoro,y la gloria que amor da. 15 Allí se ve la bondadjunto con la crueldadmayor que se vio en la tierra;y juntas, sin hacer guerra,belleza y honestidad. 20 No pueden prometimientosablandar su duro pecho.Veme en lágrimas deshecho,y ofrece siempre a los vientoscuantos servicios la he hecho. 25 No echa de ver su ventura,ni cómo el dolor me apurapoco a poco sospirando;antes, cuando yo más blando,entonces ella más dura. 30 A casa quiero traellay reclinar en tu manomi gozo más soberano:quizá tú podrás movella,siendo, como ella, cristiano; 35 y desde aquí te prometoque, si conduces a efectomi amorosa voluntad,de darte la libertady serte amigo perfecto. 40
AURELIO En todo lo que quisieres,he, señor, de complacerte,por ser tu esclavo y por verteque melindres de mujereste tengan de aquesa suerte. 45 ¿De qué nación es la damaque te enciende en esa llamasin mirar a su interés?
YZUFEspañola dicen que es.
AURELIO¿Y el nombre?
YZUFSilvia se llama. 50
AURELIO ¿Silvia? Una Silvia veníaadonde yo cautivé,y, según que la miré,no en tanto allá se tenía.
YZUFÉsa es: yo la compré. 55
AURELIO Si ella es, yo sé decirque es hermosa sin mentir,y que no es tan cruda altiva,que su condición esquivaa ninguno hace morir. 60 Traéla a casa, señor, luego,y ten las riendas al miedo;y tú verás, si yo puedo,cómo a mis manos y ruegoamaina el casto denuedo. 65
YZUF Yo voy; y, mientras se ordenasu venida, por estrenadel contento que me has dado,yo diré a mi renegadoque te quite esa cadena. 70
(Vase YZUF y queda AURELIO solo.)
AURELIO ¿Qué es esto, cielos? ¿Qué he oído?¿Es mi Silvia? Silvia es, cierto.¿Es posible, oh hado incierto,que he de ver quien me ha tenidovivo en muerte, en vida muerto? 75 Ésta es mi Silvia, a quien llamo,a quien quiero y a quien amomás que a todo lo del suelo.¡Gracias hago y doy al cielo,que a los dos ha dado un amo! 80 Tregua tendrán mis enojosentre tanta desventura,pues, por estraña ventura,vendrán a mirar mis ojostu sin igual hermosura. 85 Y si della está rendidomi amo, está conocidoque quien la supo mirares imposible escaparde preso o de malherido. 90 Y, pues que con tales bríosél descubre sus amores,si nos vemos, sus doloresse callarán y los míoste diré, que son mayores. 95 Y, mientras pudiere vertu hermosura y gentil ser,templaré mi desconsuelo,hasta que disponga el cielode entrambos lo que ha de ser. 100
(Vase AURELIO, y entran mercaderes moros, primero y segundo; y padre y madre y dos hijos cautivos. Un pregonero; MAMÍ, soldado cosario.)
MERCADER En fin, Aydar, ¿que en Cerdeñahabéis hecho la galima?
MAMÍSí; y aun no de poca estima,según se vio en la reseña.
MERCADER 2.º Dícennos que os dieron caza 105de Nápoles las galeras.
MAMÍSí dieron, mas no de veras,que el peso las embaraza. El ladrón que va a hurtar,para no dar en el lazo, 110ha de ir muy sin embarazopara huir, para alcanzar. Las galeras de cristianos,sabed, si no lo sabéis,que tienen falta de pies 115y que no les sobran manos; y esto lo causa que vantan llenas de mercancías,que, si bogasen dos días,un pontón no tomarán. 120 Nosotros, a la ligera,listos, vivos como el fuego,y, en dándonos caza, luegopico al viento y ropa fuera, las obras muertas abajo, 125árbol y entena en crujía,y así hacemos nuestra víacontra el viento sin trabajo; y el soldado más lucido,el más flaco y más membrudo, 130luego se muestra desnudoy del bogavante asido. Pero allá tiene la honrael cristiano en tal estremo,que asir en un trance el remo 135le parece que es deshonra; y, mientras ellos alláen sus trece están honrados,nosotros, dellos cargados,venimos sin honra acá. 140
MERCADER 1.º Esa honra y ese engañonunca salga de su pecho,pues nuestro mayor provechonace de su propio daño. Un mozo de poca edad 145destos sardos comprar quiero.
MAMÍYa los trae el pregonerovendiendo por la ciudad.
MERCADER 2.º ¿Hay españoles entre ellos?
MAMÍSí hay; que también tomamos 150una nave, y allí hallamoshasta viente y cuatro dellos.
(Entra el pregonero, con el padre y la madre y los dos muchachos y un niño de teta a los pechos.)
PREGONERO ¿Hay quien compre los perritos,y el viejo, que es el perrazo,y la vieja y su embarazo? 155Pues, ¡a fe que son bonitos! Déste me dan ciento y dos;déste docientos me dan;pero no los llevarán.¡Pasá acá, perrazo, vos! 160
HIJO ¿Qué es esto, madre? ¿Por dichavéndennos aquestos moros?
MADRESí, hijo; que sus tesoroslos crece nuestra desdicha.
PREGONERO ¿Hay quien a comprar acierte 165el niño y la madre junto?
MADRE¡Oh amargo y terrible punto,más terrible que la muerte!
PADRE ¡Sosegad, señora, el pecho;que si mi Dios ha ordenado 170ponernos en este estado,Él sabe por qué lo ha hecho!
MADRE Destos hijos tengo pena,que no sé por dónde han de ir.
PADREDejad, señora, cumplir 175lo que el alto cielo ordena.
MERCADER 1.º ¿Qué han de dar déste, decí?
PREGONEROCiento y dos escudos dan.
MERCADER ¿Por ciento y diez darlo han?
PREGONERONo, si no pasáis de ahí. 180
MERCADER ¿Está sano?
PREGONEROSano está.
MERCADER Ábrele la boca.
Abre; no tengas temor.
HIJO¡No me la saque, señor;que ella misma se cairá!
MERCADER ¿Piensa que sacalle quiero 185el rapaz alguna muela?
HIJO¡Paso, señor, no me duela;tenga, quedo, que me muero!
MERCADER 2.º Destotro, ¿cuánto dan dél?
PREGONERODocientos escudos dan. 190
MERCADER 2.º¿Y por cuánto le darán?
PREGONEROTrecientos piden por él.
MERCADER 1.º Si te compro, ¿serás bueno?
HIJOAunque vos no me compréis,seré bueno.
MERCADER 2.º¿Serlo heis? 195
HIJOYa lo soy, sin ser ajeno.
MERCADER 1.º Por éste doy ciento y treinta.
PREGONEROVuestro es: venga el dinero.
MERCADER 1.ºEn casa dároslo quiero.
MADREEl corazón me revienta. 200
MERCADER 1.º Comprad, compañero, esotro.Ven, niño, vente a holgar.
HIJONo, señor; no he de dejarmi madre por ir con otro.
MADRE Ve, hijo, que ya no eres 205sino del que te ha comprado.
HIJO¡Ay, madre! ¿Habéisme dejado?
MADRE¡Ay, cielo, cuán crudo eres!
MORO Anda, rapaz, ven conmigo.
HIJOVámonos juntos, hermano. 210
HERMANONo puedo, ni está en mi mano.
PADREEl cielo vaya contigo.
MADRE ¡Oh, mi bien y mi alegría,no se olvide de ti Dios!
HIJO¿Dónde me llevan sin vos, 215padre mío y madre mía?
MADRE ¿Quïeres que hable, señor,a mi hijo aun no un momento?Dame este breve contento,pues es eterno el dolor. 220
MORO Cuanto quisieres le di,pues será la vez postrera.
MADRESí, pues ésta es la primeraque en este trance me vi.
HIJO Tenedme con vos aquí, 225madre, que voy no sé dónde.
MADRELa ventura se te asconde,hijo, pues yo te parí. Hase escurecido el cielo,turbado los elementos, 230conjurado mar y vientostodos en tu desconsuelo No conoces tu desdicha,aunque estás bien dentro della,puesto que el no conocella 235lo puedes tener a dicha. Lo que te ruego, alma mía,pues el verte se me impide,es que nunca se te olviderezar el Avemaría; 240 que esta reina de bondad,de virtud y gracia llena,ha de limar tu cadenay volver tu libertad.
MORO ¡Mirad la perra cristiana 245qué consejo da al muchacho!¡Sí que no estaba él borrachocomo tú, sin seso, vana!
HIJO Madre, al fin, ¿que no me quedo?¿Que me llevan estos moros? 250
MADREContigo van mis tesoros.
HIJOA fe que me ponen miedo.
MADRE Más miedo me queda a míde verte ir donde vas,que nunca te acordarás 255de Dios, de ti, ni de mí; porque esos tus tiernos años,¿qué prometen sino aquesto,entre inicua gente puesto,fabricadora de engaños? 260
PREGONERO ¡Calla, vieja y mala pieza,si no quieres, por más mengua,que lo que dice tu lenguaque lo pague la cabeza! ¿Destotro hay quien me dé mas? 265Que es mas bello y más lozanoque no es el otro su hermano.
MERCADER 2.º¡Sus!, ¿en cuánto le darás?
PREGONERO ¿No os he dicho que trecientosescudos de oro por cuenta? 270
MERCADER 2.º¿Quies docientos y cincuenta?
PREGONEROEs dar voces a los vientos.
MERCADER 2.º Enamorado me hael donaire del garzón;yo los doy en conclusión. 275
PREGONERODinero o señal me da.
MERCADER 2.º Cómo te llamas me di.
HIJOSeñor, Francisco me llamo.
MERCADER 2.ºPues que has mudado de amo,muda el Francisco en Mamí. 280
HIJO ¿Para qué es mudar el nombre,si no ha de mudar la fe?
MERCADER 2.ºEso agora no lo sé.
HIJONo hay castigo que me asombre.
MERCADER 2.º Alto, venidos tras mí. 285
HIJO¡Amados padres, adiós!
PADRE¡El mesmo vaya con vos!
MADRE¡Francisco!
MERCADER 2.ºNo, no: Mamí.
HIJO Eso no, señor patrón:Francisco me has de llamar. 290
MERCADER 2.ºEl palo os hará trocarel nombre y aun la intención.
HIJO Pues me aparta el hado insanode vos, señor, ¿qué mandáis?
PADRESólo, hijo, que viváis 295como bueno y fiel cristiano.
MADRE Hijo, no las amenazas,no los gustos y regalos,no los azotes y palos,no los conciertos y trazas, 300 no todo cuanto tesorocubre el suelo, el cielo visto,te mueva a dejar a Cristopor seguir al pueblo moro.
HIJO En mí se verá, si puedo, 305y mi buen Jesús me ayuda,cómo en mi alma no mudala fe, la promesa o miedo.
PREGONERO ¡Oh, qué cristiano se muestrael rapaz! Pues ¡yo os prometo 310que alcéis con sancto aprïetola flecha y la mano diestra! Estos rapaces cristianos,al principio muchos lloros,y luego se hacen moros 315mejor que los más ancianos.
(Sálense, y entran YZUF y SILVIA.)
YZUF Dejad, Silvia, el llanto agora;poned tregua al ansia brava,que no os compré para esclava,sino para ser señora. 320 Mirad que imagino y creoque vuestra gran desventura,para daros más venturaha traído este rodeo. Con vos Fortuna en su ley 325no usa de nuevas leyes:que esclavos se han visto reyes,aunque vos sois más que rey. Limpiad los húmedos ojos,que sujectan cuanto miran, 330y, al tiempo que se retiran,llevan de almas los despojos; y no cubra el blanco veloesa divina hermosura,que es como la nieve pura, 335que impide la luz del cielo.
SILVIA Esme ya tan natural,señor, el llanto y tormento,que, si me deja un momento,lo tengo por mayor mal; 340 y, aunque así estoy, estaréalegre al obedeceros,pues distes tantos dinerospor mí sin saber por qué; que, si acaso lo habéis hecho 345pensando sacar de mígran rescate, desde aquíse apoca vuestro provecho; porque os prometo, señor,que de miseria y pobreza 350tengo cuanto de riqueza,si la riqueza es dolor; y de dolor soy tan rica,cuanto, por darme pasión,este caudal la ocasión 355por puntos le multiplica.
YZUF Silvia, vives engañada:que yo no quiero de tisino que quieras de míser servida y respectada; 360 que el provecho que yo espero,Silvia, de haberte comprado,es ver tu rostro estremadoy no doblar el dinero; que el Amor, que se mejora 365en mostrar su fuerza brava,me ha hecho esclavo de mi esclava,esclava que es mi señora; y quedo tan satisfechode perder la libertad, 370que alabo la crueldaddeste crudo y nuevo hecho. Y, porque lo que aquí digolo entiendas, Silvia, mejor,nunca me llames señor, 375sino siervo o caro amigo.
SILVIA Aunque tamaña mudanzahace fortuna en mi estado,no creo se me ha olvidadoel término de crianza. 380 Bien sé cómo he de llamarte,y sé que es de obligaciónque en lo que fuera razónprocure de contentarte.
YZUF Tu habla tan comedida, 385tu donaire, gracia y ser,claro me dan a entenderque eres, Silvia, bien nacida; y, aunque pudiera esperarde ti un rescate crecido, 390a tal término he venido,que tú me has de rescatar. Mas, en tanto que a la claraveas cuanto hago por ti,ven, Silvia, vente tras mí: 395verás a tu ama Zahara.
SILVIA Vamos, señor, en buen hora.
YZUFSilvia, no tanto «señor»,pues mi ventura y amoros ha hecho a vos mi señora. 400
(Sale ZAHARA.)
ZAHARA Seáis, Yzuf, bien llegado.¿Cúya es la esclava rumía?
SILVIAVuestra soy, señora mía.
YZUFVerdad es: yo la he comprado.
ZAHARA Por cierto, la compra es bella 405si cual hermosa es honesta.Decid, señor, ¿cuánto os cuesta?
YZUFDado he mil doblas por ella.
ZAHARA ¿Espera ser rescatada?
YZUFDe muy rica tiene fama. 410
ZAHARA¿Su nombre?
YZUFSilvia se llama.
ZAHARA¿Es doncella o es casada?
SILVIA Casada soy y doncella.
ZAHARA¿Cómo es eso, Silvia? Di.
SILVIASeñora, ello es ansí, 415que ansí lo quiso mi estrella. El cielo me dio marido,no para que le gozase,sino para que quedaseyo perdida y él perdido. 420
(Aquí entra un moro diciendo:)
MORO Yzuf, a llamarte envíaapriesa el rey nuestro, Azán.
YZUF¿Dónde está agora?
MOROEn Duán,metido en grande agonía. Amet, jenízar agá, 425y los bolucos bajíes,y también los debajíesy oldajes están allá. Hanse juntado a consejosobre que es averiguado 430que el rey de España ha juntadode guerra grande aparejo. Dicen que va a Portugal,mas témese no sea maña;y es bien que tema su saña 435Argel, que le hace más mal. En la guerra hay mil ensayosde fraude y de astucia llenos:acullá suenan los truenosy acá disparan los rayos. 440
YZUF Vamos: quel cielo, que tomapor suya nuestra defensa,a España hará, con su ofensa,sujecta y sierva a Mahoma. Y vos, señora, ordenad 445a Silvia lo que ha de hacer;y vos, Silvia, a su querersujetad la voluntad.
(Vanse los dos, y quedan SILVIA y ZAHARA solas.)
ZAHARA Cristiana, di: ¿de adónde eres?¿Eres pobre, o eres rica? 450¿De suerte ensalzada, o chica?No me lo niegues, si quieres, porque soy, cual tú, mujer,y no de entrañas tan durasque tus tristes desventuras 455no me hayan de enternecer.
SILVIA Señora, soy de Granada,y de suerte ansí abatida,cual lo muestra el ser vendidaa cada paso y comprada. 460 Dicen que fui rica un tiempo,pero toda mi riquezase ha vuelto en mayor pobrezay ha pasado con el tiempo.
ZAHARA ¿Has algún tiempo tenido 465enamorado deseo?
SILVIAAl estado en que me veo,el crudo Amor me ha traído.
ZAHARA ¿Fuiste acaso bien querida?
SILVIAFuilo; y quise con ventaja 470tal, que apenas la mortajaborrará fe tan subida.
ZAHARA ¿Fuiste querida primero,o empezó el amor de ti?
SILVIAPrimero querida fui 475del que quise, querré y quiero.
ZAHARA ¿Es mozo?
SILVIAY aun gentilhombre.
ZAHARA¿Es cristiano?
SILVIAPues ¡qué!, ¿moro?¡No sale de su decoroquien ha de cristiano el nombre! 480
ZAHARA ¿Y es pecado querer biena un moro?
SILVIAYo no sé nada;sé que es cosa reprobada,y a cristianas no está bien.
ZAHARA ¿Y querer mora a cristiano? 485
SILVIAEso tú mejor lo entiendes.
ZAHARA¡Ay, Silvia, cómo me ofendesy me lastimas temprano!
SILVIA ¿Yo, mi señora? ¿En qué suerte?
ZAHARAEscucha y te lo diré; 490que, en oyéndome, bien séque vendrás de mí a dolerte. «Has de saber, ¡oh Silvia!, que estos díaspartieron deste puerto con buen tiempodoce bajeles, de cosarios todos, 495y con próspero viento caminaronla vuelta de las islas de Cerdeña;y allí, en las calas, vueltas y revueltas,y puntas que la mar hace y la tierra,se fueron a esconder, estando alerta 500si algún bajel de Génova o de España,o de otra nación, con que no fuesefrancesa, por el mar se descubría.En esto, un bravo viento se levanta,que maestral se llama, cuya furia 505dicen los marineros que es tan fuerte,que las tupidas velas y las jarciasdel más recio navío y más armadono pueden resistirla, y es forzosoacudir al abrigo más cercano, 510si su rigor acaso lo concede.Las levantadas ondas, el rüidodel atrevido viento deteníalos cosarios bajeles en las calas,sin dejarles salir al mar abierto; 515y en otra parte, con furor insano,mostrando su braveza fatigabauna galera de cristiana gentey de riquezas llena, que, corriendopor el hinchado mar sin remo alguno, 520venía a su albedrío, temerosade ser sorbida de las bravas ondas;pero después, a cabo de tres días,del recio mar y viento contrastada,descubrió tierra, y fue el descubrimiento 525de su mayor dolor y desventura,porque a la misma isla de San Pedrovino a parar, adonde recogidosestaban los bajeles enemigos,los cuales, de la presa cudiciosos, 530salen, y de furor bélico armados,la galera acometen destrozaday de solos deseos defendida.Una pelota pasa en el momentoal capitán el pecho, y a su lado 535del lusitano fuerte, muerto caeun caballero ilustre valenciano.El robo, las riquezas, los cativosque los turcos hallaron en el senode la triste galera me ha contado 540un cristiano que allí perdió la dulcey amada libertad, para quitarlaa quien quiere rendirse a su rendido.»Este cristiano, Silvia, este cristiano;este cristiano es, Silvia, quien me tiene 545fuera del ser que a moras es debido,fuera de mi contento y alegría,fuera de todo gusto, y estoy fuera,que es lo peor, de todo mi sentido.Compróle mi marido, y está en casa; 550y, puesto que con lágrimas y ruegos,con sospiros, ternezas y con dádivas,procuro de ablandar su duro pecho,al mío, que contino es blanda cera,el suyo se me muestra de diamante; 555ansí que, Silvia, hermana, como has dichoque al cristiano no es lícito dé gustoen cosas del amor a mora alguna,tus razones me tienen ofendida,y con aquesas mesmas se defiende 560Aurelio, a quien ha hecho tan cristianoel cielo para darme a mí la muerte.
SILVIA¿Aurelio dices que por nombre tiene,señora, ese cristiano?
ZAHARAAnsí se llama.
SILVIALa galera que dices, según creo, 565se llamaba San Pablo, y era nuevay de la sacra religión de Malta.Yo en ella me perdí, y aun imaginoque conozco a ese Aurelio, y es un mozode rostro hermoso y de nación hispana. 570
ZAHARASin duda has acertado, ¡ay, Silvia mía!¿Quién es este enemigo de mi gloria?¿Es caballero, o rústico villano?Que todo lo parece en su aposturay dura condición: el talle ilustre, 575de la ciudad; la condición, del monte.
SILVIAA mí, pobre escudero me parece,según en la galera se trataba;que de su hacienda no sé más, señora.
ZAHARANi yo sé qué te diga, ¡oh Silvia, Silvia!, 580sino que a tal estremo soy venida,que le tengo de amar, sea quien se fuere.Sólo te ruego que procures, Silvia,de ablandar esta tigre y fiera hircana,y atraerla con dulces sentimientos 585a que sienta la pena que padeceesta mísera esclava de su esclavo;y si esto, Silvia, haces, yo te juropor todo el Alcorán de buscar modocómo con brevedad alegre vuelvas 590al patrio dulce suelo deseado.
SILVIADeja, señora, al cargo a Silvia dello,que tu verás lo que mi industria hacepor gusto tuyo y por provecho mío.
(AURELIO, solo.)
AURELIO ¡Oh sancta edad, por nuestro mal pasada, 595a quien nuestros antiguos le pusieronel dulce nombre de la Edad dorada! ¡Cuán seguros y libres discurrieronla redondez del suelo los quen ellala caduca mortal vida vivieron! 600 No sonaba en los aires la querelladel mísero cautivo, cuando alzabala voz a maldecir su dura estrella. Entonces libertad dulce reinabay el nombre odioso de la servidumbre 605en ningunos oídos resonaba. Pero, después que sin razón, sin lumbre,ciegos de la avaricia, los mortales,cargados de terrena pesadumbre, descubrieron los rubios minerales 610del oro que en la tierra se escondía,ocasión principal de nuestros males, este que menos oro poseía,envidioso de aquel que, con más maña,más riquezas en uno recogía, 615 sembró la cruda y la mortal cizañadel robo, de la fraude y del engaño,del cambio injusto y trato con maraña. Mas con ninguno hizo mayor dañoque con la hambrienta, despiadada guerra, 620que al natural destruye y al estraño. Ésta consume, abrasa, y echa por tierra,los reinos, los imperios populosos,y la paz hermosísima destierra, y sus fieros ministros, codiciosos 625más del rubio metal que de otra cosa,turban nuestros contentos y reposos. Y, en la sangrienta guerra peligrosa,pudiendo con el filo de la espadaacabar nuestra vida temerosa, 630 la guardan de prisiones rodeada,por ver si prometemos por librallanuestra pobre riqueza mal lograda. Y así, puede el que es pobre y que se hallapuesto entre esta canalla al daño cierto 635su libertad a Dios encomendalla, o contarse, viviendo, ya por muerto,como el que en rota nave y mar airadose halla solo, sin saber dó hay puerto. Y no tengo por menos desdichado 640al que tiene con qué y el modo ignoracómo llegar al punto deseado, porque esta gente, do bondad no mora,no dio jamás palabra que cumpliese,como falsa, sin ley, sin fe y traidora. 645 Guardará por su dios al interese,y do éste no interviene, no se espereque por sola virtud bondad hiciese. Aquí en diverso traje veo que muereel ministro de Dios, y por su oficio 650más abatido es, peor se quiere, y el mancebo cristiano al torpe vicioes dedicado desta gente perra,do consiste su gloria y ejercicio. ¡Oh cielo santo! ¡Oh dulce, amada tierra! 655¡Oh Silvia! ¡Oh gloria de mi pensamiento!¿Quién de tu alegre vista me destierra? Pero, si no me engaño, pasos siento.Yzuf, mi amo, es éste que aquí viene.¡Cuán ajeno de sí le trae el tormento! 660
YZUF Quien con amor amargo se entretiene,y al duro yugo de su servidumbreel flaco cuello ya inclinado tiene, si del cielo no viene nueva lumbreque aquella ceguedad de los sentidos 665con claros rayos de razón alumbre, todos estos remedios son perdidos;que al fin irán por tierra derribadoslos amigos consejos más sabidos. Más viejos y más pláticos soldados 670tiene el rey a su mando y su servicio;déjeme a mí, que tengo otros cuidados; mejor será que el trabajoso oficiode reparar los fosos y murallaentregue al que de Amor aún es novicio; 675 que yo más cruda y más fiera batallaespero a cada paso, ¡ay suerte dura!,que teme el alma y ha de atropellalla. ¡Oh Silvia, reina de la hermosura!,por vos a los oficios doy de mano 680que pudieran honrarme y dar ventura. Pero, ¿qué es lo que he dicho? ¡Oh ciego insano!¿No vale más gozar de aquellos ojos,que ser señor del áureo suelo hispano?Tu beldad, Silvia, adoro aquí de hinojos. 685
(AURELIO vuelve y, hallándole de rodillas, le dice:)
AURELIO ¿Son éstos los despojos, señor mío,que el gran cuidado mío te procura?Por cierto que es locura averiguadamostrar tan derribada la esperanza.Ten, señor, confianza; espera un poco, 690que das muestras de loco en lo que haces.
YZUFPoco me satisfaces y contentas,si consolarme tientas con razones.¿Has visto las faciones de mi diosa?
AURELIOSeñor, no he visto cosa. ¿Es ya venida? 695Si lo es, retraída está allá dentro.
YZUFSí está, y aun en el centro de mi pecho.
AURELIOTen cierto tu provecho desde hoy más.
YZUFVamos, y verla has, y ten cuidadode lo que te he rogado, Aurelio amigo. 700
AURELIOEl cielo será dello buen testigo.
(Vanse, y sale FÁTIMA sola.)
FÁTIMA El esperado punto es ya llegadoque pide la no vista hechiceríapara poder domar el no domadopecho, que domará la ciencia mía. 705Por la región del cielo, el estrelladocarro lleva la noche obscura y fría,y la ocasión me llama do haré cosashorrendas, estupendas, espantosas. El cabello dorado al aire suelto 710tiene de estar, y el cuerpo desceñido,descalzo el pie derecho, el rostro vueltoal mar adonde el sol se ha zabullido;al brazo este sartal será revueltode las piedras preñadas que en el nido 715del águila se hallan, y esta cuerdacon mi intención la virtud suya acuerda. Aquestas cinco cañas, que cortadasfueron en luna llena por mi mano,en esta mesma forma acomodadas, 720lo que quiero harán fácil y llano;también estas cabezas, arrancadasdel jáculo, serpiente, en el veranoardiente allá en la Libia, me aprovechan,y aun estos granos si en el suelo se echan. 725 Esta carne, quitada de la frentedel ternecillo potro cuando nace,cuya virtud rarísima, excelente,en todo a mi deseo satisface,envuelta en esta yerba, a quien el diente 730tocó del corderillo cuando pace,hará que Aurelio venga cual corderomansísimo y humilde a lo que quiero. Esta figura, que de cera es hecha,en el nombre de Aurelio fabricada, 735será con blanda mano y dura flecha,por medio el corazón atravesada.Quedará luego Zahara satisfechade aquella voluntad desordenada,y el helado cristiano vendrá luego 740ardiendo en amoroso y dulce fuego. A vosotros, ¡oh justos Radamantoy Minos!, que con leyes inmutablesen los escuros reinos del espantoregís las almas tristes miserables; 745si acaso tiene fuerza el ronco cantoo mormurio de versos detestables,por ellos os conjuro, ruego y pidoablandéis este pecho endurecido. ¡Rápida, Ronca, Run, Raspe, Riforme, 750Gandulandín, Clifet, Pantasilonte,ladrante tragador, falso triforme,herbárico pastífero del monte,Herebo, engendrador del rostro inormede todo fiero dios, a punto ponte 755y ven sin detenerte a mi presencia,si no desprecias la zoroastra ciencia!
(Sale un DEMONIO y dice:)
DEMONIO La fuerza incontrastable de tus versosy mormurios perversos me han traídodel reino del olvido a obedecerte; 760mas, ¡oh mora!, quel verte en esta empresainfinito me pesa, porque entiendoque es ir tiempo perdiendo.
FÁTIMA¿Por qué causa?
DEMONIOPon al conjuro pausa, y al momentosatisfaré tu intento en lo que pides, 765si acaso tú te mides y acomodasa mis palabras todas y consejos.Todos tus aparejos son en vano,porque un pecho cristiano, que se arrimaa Cristo, en poco estima hechicerías. 770Por muy diversas vías te convieneatraerle a que pene por tu amiga.
FÁTIMA¿Ansí questa fatiga no aprovecha?
DEMONIOEn balde ha sido hecha. Mas escucha,que con presteza mucha y sin rodeo 775cumplirás tu deseo en este modo:en el infierno todo no hay quien hagamás cruda y fiera plaga entre cristianos,aunque muestren más sanos corazonesy limpias intenciones, que es la dura 780necesidad que apura la paciencia;no tiene resistencia esta pasión;la otra es la ocasión. Si estas dos vieneny con Aurelio tienen estrecheza,verás a su braveza derribada 785y en blandura tornada, y con sosiego,regalarse en el fuego de Cupido.
FÁTIMAPues esas dos te pido que me invíes,y que no te desvíes desta empresa.
DEMONIOTu mandado se hará con toda priesa. 790
(Vanse.)
Salen dos esclavos y dos muchachillos moros, que les salen diciendo estas palabras, que se usan decir en Argel: «Joan, o Juan, non rescatar, non fugir. Don Juan no venir; acá morir, perro, acá morir; don Juan no venir; acá, morir».
ESCLAVO 1.º ¡Bien decís, perros; bien decís, traidores!Que si don Juan el valeroso de Austriagozara del vital amado aliento,a sólo él, a sola su ventura,la destruición de vuestra infame tierra 5guardara el justo y pïadoso cielo.Mas no le mereció gozar el mundo;antes, en pena de tan graves culpascomo en él se comenten, quiso el hadocortar el hilo de su dulce vida 10y arrebatar el alma el alto cielo.
MUCHACHOS¡Don Juan no venir; acá morir!
ESCLAVO 2.º¡Si él acaso viniera, yo sé ciertoque huyérades vosotros, gente infame!
MUCHACHOS¡Don Juan no venir; acá morir! 15
ESCLAVO 1.º¡Tú morirás, y no podrás huirtedel duro cativerio del infierno!
MUCHACHOS¡Don Juan no venir; acá morir!
ESCLAVO 2.ºVendrá su hermano, el ínclito Filipo,el cual, sin duda, ya venido hubiera 20si la cerviz indómita y erguidadel luterano Flandes no ofendiesetan sin vergüenza a su real corona.
MUCHACHOS¡Acá morir!
ESCLAVO 1.ºPrimero espero ver puestas por tierra 25estas flacas murallas, y este nidoy cueva de ladrones abrasado,pena que justamente le es debidaa sus continos y nefandos vicios.
ESCLAVO 2.ºSerá nunca acabar si respondemos; 30déjalos ya, Pedro Álvarez, amigo,que ellos se cansarán, y dime agorasi todavía piensas de huirte.
ESCLAVO 1.º¡Y cómo!
ESCLAVO 2.º¿En qué manera?
ESCLAVO 1.º¿En qué manera?Por tierra, pues no puedo de otra suerte. 35
ESCLAVO 2.º¡Dificultosa empresa, cierto, emprendes!
ESCLAVO 1.ºPues, ¿qué quieres que haga? Dime, hermano;que mis ancianos padres, que son muertos,y un hermano que tengo se ha entregadoen la hacienda y bienes que dejaron, 40el cual es tan avaro, que, aunque sabela esclavitud amarga que padezco,no quiere dar, para librarme della,un real de mi mismo patrimonio.Como esto considero, y veo que tengo 45un amo tan cruel como tú sabes,y que piensa que yo soy caballero,y que no hay modo que limosna algunallegue a dar el dinero que él me pide,y la insufrible vida que padezco, 50de hambre, desnudez, cansancio y frío,determino morir antes huyendo,que vivir una vida tan mezquina.
ESCLAVO 2.º¿Has hecho la mochila?
ESCLAVO 1.ºSí, ya tengocasi diez libras de bizcocho bueno. 55
ESCLAVO 2.º¿Pues hay desde aquí a Orán sesenta leguasy no piensas llevar más de diez libras?
ESCLAVO 1.ºNo, porque tengo hecha ya una pastade harina y huevos, y con miel mezclada,y cocida muy bien, la cual me dicen 60que da muy poco della gran sustento;y si esto me faltare, algunas yerbaspienso comer con sal, que también llevo.
ESCLAVO 2.º¿Zapatos llevas?
ESCLAVO 1.ºSí, tres pares buenos.
ESCLAVO 2.º¿Sabes bien el camino?
ESCLAVO 1.º¡Ni por pienso! 65
ESCLAVO 2.ºPues, ¿cómo piensas ir?
ESCLAVO 1.ºPor la marina;que agora, como es tiempo de verano,los alárabes todos a la sierrase retiran, buscando el fresco viento.
ESCLAVO 2.º¿Llevas algunas señas por do entiendas 70cuál es de Orán la deseada tierra?
ESCLAVO 1.ºSí llevo, y sé que he de pasar primerodos ríos: uno del Bates nombrado,río del azafrán, que está aquí junto;otro, el de Hiqueznaque, que es más lejos. 75Cerca de Mostagán, y a man derecha,está una levantada y grande cuesta,que dicen que se llama el Cerro Gordo,y puesto encima della se descubrefrente por frente un monte, que es la Silla, 80que sobre Orán levanta la cabeza.
ESCLAVO 2.º¿Caminarás de noche?
ESCLAVO 1.º¿Quién lo duda?
ESCLAVO 2.º¿Por montañas, por riscos, por honduraste atreves a pasar, en las tinieblasde la cerrada noche, sin camino 85ni senda que te guíe adonde quieres?¡Oh libertad, y cuánto eres amada!Amigo dulce, el cielo sancto hagasalir con buen suceso tu trabajo.Dios te acompañe.
ESCLAVO 1.ºY Él vaya contigo. 90
(AURELIO y SILVIA.)
AURELIO Dádome ha la Fortuna por descuentode todo mi trabajo, Silvia mía,la gloria de mirarte y el contento. Mi pena será vuelta en alegríade hoy más, pues que te veo, Silvia amada, 95y mi cerrada noche en claro día.
SILVIA Yo soy, mi bien, la bien afortunada,pues que torno a gozar de tu presencia,de lo que estaba ya desconfiada.
AURELIO ¿Cómo os ha ido, esposa, en esta ausencia, 100en poder desta gente que no alcanzarazón, virtud, valor, almas, conciencia?
SILVIA Como he tenido y tengo la esperanzapuesta en el Hacedor de tierra y cielocon cristiana y segura confianza, 105 por su bondad, aun tengo el casto veloguardado, y con su ayuda sancta esperono tener de mancharle algún recelo.
AURELIO Sabrás, esposa dulce, que el arteroy vengativo Amor ha salteado 110con áspero rigor, airado y fiero, el pecho de mi ama, y le ha llagadode una llaga incurable, pues le tienedeste pecho, que es tuyo, enamorado, y a doquiera que voy comigo viene; 115y, según que la mora me declara,con el solo mirarme se entretiene.
SILVIA Todo ese cuento ya me ha dicho Zahara,y me ha pedido que yo a ti te pidano quieras desdeñarla así a la clara. 120 También no pasa menos triste vidaYzuf, nuestro amo, que también me adora,con fe que, a lo que creo, no es fingida.
AURELIO ¡Oh pobre moro!
SILVIA¡Oh desdichada mora!
AURELIO¡Cómo enviáis en vano al vano viento 125vuestros vanos suspiros de hora en hora! También me ha dicho Yzuf todo su intentoy me ha rogado que yo a vos os rueguealgún alivio deis a su tormento. Mas antes con airada furia llegue 130una saeta que me pase el pecho,y esta alma de las carnes se despegue, que tan a costa mía su provechoy tan en daño vuestro procurase,aunque él quede de mí mal satisfecho. 135
SILVIA Si en este caso, Aurelio, nos bastasemostrar a éstos voluntad trocada,sin que el daño adelante más pasase, tendríalo por cosa yo acertada,porque deste fingir se granjearía 140el no estorbarnos nuestra vista amada. Dirás a Zahara que por causa míano te muestras tan áspero, y yo al morodiré que mucho puede tu porfía; y, guardando los dos este decoro 145con discreción podremos fácilmenteaplacar con el vernos nuestro lloro.
AURELIO El parecer que has dado es excelente,y haráse cual lo ordenas, y entre tanto,quizá se aplacará el hado inclemente. 150 Yo escribiré a mi padre en el quebrantoen que estamos los dos; tú, Silvia, puedesescribir a los tuyos otro tanto. Y, porque a veces tienen las paredes,según se dice, oídos, Silvia mía, 155agradeciendo al cielo estas mercedes,pasemos esta plática a otro día.
(OCASIÓN, NECESIDAD, AURELIO, ZAHARA y FÁTIMA. Sale primero la OCASIÓN y la NECESIDAD.)
OCASIÓN Necesidad, fiel ejecutorade cualquiera delicto que te ofrecela pública ocasión o la secreta, 160ya ves cuán apremiadas y forzadasdel Herebo infernal habemos sido,para venir a combatir la rocadel pecho encastillado de un cristiano,que está rebelde y muestra que no teme 165del niño y ciego dios la grande fuerza.Es menester que tú le solicitesy te le muestres, siempre a todas horas,en el comer, y en el vestir y en todaslas cosas que pensare o pretendiere. 170Yo, por mi parte, de contino piensoponérmele delante y la melenade mis pocos cabellos ofrecerle,y detenerme un rato, porque puedaasirme della, cosa poco usada 175de mi ligera condición y presta.
NECESIDADBien puedes, Ocasión, estar seguraque yo haré por mi parte maravillassi tu favor y ayuda no me falta.Pero ves, aquí viene el indomable; 180aprecíbete, hermana, y derribemosla vana presunción deste cristiano.
(Sale AURELIO.)
AURELIO¿Que no ha de ser posible, pobre Aurelio,el defenderte desta mora infame,que por tantos caminos te persigue? 185Sí será, sí, si no me niega el cieloel favor que hasta aquí no me ha negado.De mil astucias usa y de mil mañaspara traerme a su lascivo intento:ya me regala, ya me vitupera, 190ya me da de comer en abundancia,ya me mata de hambre y de miseria.
NECESIDADGrande es, por cierto, Aurelio, la que tienes.
AURELIOGrande necesidad, cierto, padezco.
NECESIDADRotos traes los zapatos y vestido. 195
AURELIOZapatos y vestidos tengo rotos.
NECESIDADEn un pellejo duermes, y en el suelo.
AURELIOEn el suelo me acuesto en un pellejo.
NECESIDADCorta traes la camisa, sucia y rota.
AURELIOSucia, corta camisa y rota traigo. 200
OCASIÓNPues yo sé, si quisieses, que hallaríasocasión de salir dese trabajo.
AURELIOPues yo sé, si quisiese, que podríasalir desta miseria a poca costa.
OCASIÓNCon no más de querer a tu ama Zahara, 205o con dar muestras sólo de quererla.
AURELIOCon no más de querer bien a mi ama,o fingir que la quiero, me bastaba.Mas, ¿quién podrá fingir lo que no quiere?
NECESIDADNecesidad te fuerza a que lo hagas. 210
AURELIONecesidad me fuerza a que lo haga.
OCASIÓN¡Oh, cuán rica que es Zahara y cuán hermosa!
AURELIO¡Cuán hermosa y cuán rica que es mi ama!
NECESIDADY liberal, que hace mucho al caso,que te dará a montón lo que quisieres. 215
AURELIOY, siendo liberal y enamorada,daráme todo cuanto le pidiere.
OCASIÓNEstraña es la ocasión que se te ofrece.
AURELIOEstraña es la ocasión que se me ofrece,mas no podrá torcer mi hidalga sangre 220de lo que es justo y a sí misma debe.
OCASIÓN¿Quién tiene de saber lo que tú haces?Y un pecado secreto, aunque sea grave,cerca tiene el remedio y la disculpa.
AURELIO¿Quién tiene de saber lo que yo hago? 225Y una secreta culpa no merecela pena que a la pública le es dada.
OCASIÓNY más, que la ocasión mil ocasioneste ofrecerá secretas y escondidas.
AURELIOY más, que a cada paso se me ofrecen 230secretas ocasiones infinitas.¡Cerrar quiero con una! ¡Aurelio, paso,que no es de caballero lo que piensas,sino de mal cristiano, descuidadode lo que a Cristo y a su sangre debe! 235
NECESIDADMisericordia tuvo y tiene Cristocon que perdona siempre las ofensasque por necesidad pura le hacen.
AURELIOPero bien sabe Dios que aquí me fuerzapura necesidad, y esto reciba 240el cielo por disculpa de mi culpa.
OCASIÓNAgora es tiempo, Aurelio; agora puedesasir a la ocasión por los cabellos.¡Mira cuán linda, dulce y amorosala mora hermosa viene a tu mandado! 245
(Sale ZAHARA.)
ZAHARAAurelio, ¿solo estás?
AURELIO¡Y acompañado!
ZAHARA¿De quién?
AURELIODe un amoroso pensamiento.
ZAHARA¿Quién es la causa? Di.
AURELIOSi te la digo,podría ser que ya no me llamasesriguroso, cruel, desamorado. 250
NECESIDAD¡Obrando va tu fuerza, compañera!
OCASIÓN¿Pues no ha de obrar? Escucha en lo que para.
ZAHARASi eso ansí fuese, Aurelio, dichosísimasería mi ventura, y tú seríasno menos venturoso, dulce Aurelio. 255Y, porque más de espacio y más a solasme puedas descubrir tu pensamiento,sígueme, Aurelio, agora que se ofrecela ocasión de no estar Yzuf en casa.
AURELIOSí siguiré, señora; que ya es tiempo 260de obedecerte, pues que soy tu esclavo.
NECESIDADPor tierra va, Ocasión, el fundamentodel bizarro cristiano. ¡Ya se rinde!
OCASIÓN¡Tales combates juntas le hemos dado!Entrémonos con Zahara en su aposento, 265y allí de nuevo, cuando Aurelio entrare,tornaremos a darle tientos nuevos.
(Éntranse, y queda AURELIO solo.)
AURELIO Aurelio, ¿dónde vas? ¿Para dó muevesel vagaroso paso? ¿Quién te guía?¿Con tan poco temor de Dios te atreves 270a contentar tu loca fantasía?Las ocasiones fáciles y levesque el lascivo regalo al alma envíatienen de persuadirte y derribartey al vano y torpe amor blando entregarte. 275 ¿Es éste el levantado pensamientoy el propósito firme que teníasde no ofender a Dios, aunque en tormentoacabases tus cortos, tristes días?¿Tan presto has ofrecido y dado al viento 280las justas, amorosas fantasías,y ocupas la memoria de otras vanas,inhonestas, infames y livianas? ¡Vaya lejos de mí el intento vano!¡Afuera, pensamiento malnacido! 285¡Que el lazo enredador de amor insano,de otro más limpio amor será rompido!¡Cristiano soy, y he de vivir cristiano;y, aunque a términos tristes conducido,dádivas o promesa, astucia o arte, 290no harán que un punto de mi Dios me aparte!
(Sale FRANCISCO, el muchacho hermano del niño que vendieron en la segunda jornada, y dice:)
FRANCISCO ¿Has visto, Aurelio, a mi hermano?
AURELIO¿Dices a Juanico?
FRANCISCOSí.
AURELIOPoquito habrá que le vi.
FRANCISCO¡Oh sancto Dios soberano! 295
AURELIO ¿Padeces algún tormento,Francisco?
FRANCISCOSí; una fatigaque no sé como la diga,aunque sé cómo la siento; y no quieras saber más, 300para entender mi cuidado,sino que mi hermano ha dadoel ánima a Satanás.
AURELIO ¿Ha renegado, por dicha?
FRANCISCO¿Dicha llamas renegar? 305Si él lo viene a efectuar,ello será por desdicha. Ha dado ya la palabrade ser moro, y este intentoen su tierno pensamiento 310con regalos siempre labra.
AURELIO Vesle, Francisco, a do asoma.¡Bizarro viene, por cierto!
FRANCISCOEstos vestidos le han muerto:que él ¿qué sabe qué es Mahoma? 315
AURELIO Vengáis norabuena, Juan.
JUAN¿No saben ya que me llamo...
AURELIO¿Cómo?
JUAN...ansí como mi amo?
FRANCISCO¿En qué modo?
JUANSolimán.
FRANCISCO ¡Tósigo fuera mejor, 320que envenenara aquel hombreque ansí te ha mudado el nombre!¿Qué es lo que dices, traidor?
JUAN Perro, poquito de aqueso,que se lo diré a mi amo. 325¿Porque Solimán me llamo,me amenaza? ¡Bueno es eso!
FRANCISCO ¡Abrázame, dulce hermano!
JUAN¿Hermano? ¿De cuándo acá?¡Apártase el perro allá; 330no me toque con la mano!
FRANCISCO¿Por qué conviertes en lloromi contento, hermano mío?
JUANÉse es grande desvarío.¿Hay más gusto que ser moro? 335 Mira este galán vestido,que mi amo me le ha dado,y otro tengo de brocado,más bizarro y más polido. Alcuzcuz como sabroso, 340sorbeta de azúcar bebo,y el corde, que es dulce, pruebo,y pilao, que es provechoso. Y en vano trabajarásde aplacarme con tu lloro; 345mas, si tú quieres ser moro,a fe que lo acertarás. Toma mis consejos sanos,y veráste mejorado.Adiós, porque es gran pecado 350hablar tanto con cristianos.
(Vase.)
FRANCISCO ¿Hay desventura igual en todo el suelo?¿Qué red tiene el demonio aquí tendidacon que estorba el camino de ir al cielo? ¡Oh tierna edad, cuán presto eres vencida, 355siendo en esta Sodoma recuestaday con falsos regalos combatida!
AURELIO ¡Oh, cuán bien la limosna es empleadaen rescatar muchachos, que en sus pechosno está la santa fe bien arraigada! 360 ¡Oh, si de hoy más, en caridad deshechosse viesen los cristianos corazones,y fuesen en el dar no tan estrechos, para sacar de grillos y prisionesal cristiano cativo, especialmente 365a los niños de flacas intenciones! En esta sancta obra ansí excelente,que en ella sola están todas las obrasque a cuerpo y alma tocan juntamente. Al que rescatas, de perdido cobras, 370reduces a su patria el peregrino,quítasle de cien mil y más zozobras: de hambre, que le aflige de contino;de la sed insufrible, y de consejosque procuran cerrarle el buen camino; 375 de muchos y continos aparejosque aquí el demonio tiende, con que tomaa muchachos cristianos y aun a viejos. ¡Oh secta fementida de Mahoma;ancha casaca poco escrupulosa, 380con qué facilidad los simples doma!
FRANCISCO ¡Mándasme, buen Aurelio, alguna cosa?
AURELIODios te guíe, Francisco, y ten paciencia;que la mano bendita poderosacurará de tu hermano la dolencia. 385
(Vase FRANCISCO, y, yéndose a salir AURELIO, sale SILVIA y dice:)
SILVIA ¿Dó vas, Aurelio, dulce amado esposo?
AURELIOA verte, Silvia, pues tu vista solaes el perfecto alivio a mis trabajos.
SILVIATambién el verte yo, mi caro Aurelio,es el remedio de mis graves daños. 390
(Abrázanse, y estánlo mirando sus amos; y ZAHARA va a dar a SILVIA, YZUF a AURELIO.)
ZAHARA¡Perra! ¿Y esto se sufre ante mis ojos?
YZUFPerro, traidor esclavo! ¿Con la esclava?
ZAHARANo, no señor; no tiene culpa Aurelio,que al fin es hombre, sino esta perra esclava.
YZUF¿La esclava? No señora. ¡Este maldito, 395forjador e inventor de mil embustes,tiene la culpa destas desvergüenzas!
ZAHARASi esta lamida, si esta descaradano le diera ocasión, no se atrevieraAurelio ansí abrazarla estrechamente. 400
AURELIONo, por cierto, señores; no ha nacidonuestra desenvoltura de ocasioneslascivas, según da las muestras dello,sino que a Silvia le rogaba agorame hiciese una merced que ha muchos días 405que se la pido, y no por mi interese;y ella también a mí me ha persuadidoun servicio le hiciese que convienepara mejor servir la casa vuestra.Y, por habernos concedido entrambos 410aquello que pedía el uno al otro,en señal de contento nos hallastesde aquel modo que vistes abrazados,sin manchar los honestos pensamientos.
YZUF¿Es verdad esto, Silvia?
SILVIAVerdad dice. 415
YZUF¿Qué pediste tú a él?
SILVIAPoco te importasaber lo que yo a Aurelio le pedía.
ZAHARA¿Concediótelo, en fin?
SILVIAComo yo quise.
YZUFEntraos adentro, que por fuerza os creo;porque, si no os creyese, convendría 420castigar vuestro exceso con mil penas.
(Éntranse AURELIO y SILVIA.)
Sabréis, señora, que en este mismo punto,viniendo por el Zoco, me fue dichocómo el rey me mandaba que llevasea Silvia con Aurelio a su presencia; 425y tengo para mí que algún tresleñoy mal cristiano, que a los dos conoce,al rey debe de haber significadocómo son de rescate estos cativos;y, como el rey está tan mal conmigo, 430porque acetar no quise el cargo y honrade reparar los fosos y murallas,quiéremelos quitar, sin duda alguna.
ZAHARAEl remedio que en esto se me ofrecees advertir a Aurelio que no diga 435al rey que es caballero, sino un pobresoldado que iba a Italia, y que esta Silviaes su mujer; y si esto el rey creyese,no querrá por el tanto que costaronquitártelos, que el precio es muy subido. 440
YZUFMuy bien dices, señora; ven, entremosy demos este aviso a los dos juntos.
(Vanse.)
Entra el cautivo que se huyó, descalzo, roto el vestido, y las piernas señaladas como que trae muchos rasgones de las espinas y zarzas por do ha pasado.
CAUTIVO Este largo camino,tanto pasar de breñas y montañas,y el bramido continode fieras alimañasme tiene de tal suerte, 5que pienso de acabarle con mi muerte. El pan se me ha acabado,y roto entre jarales el vestido;los zapatos, rasgado;el brío, consumido; 10de modo que no puedoun pie del otro pie pasar un dedo. Ya la hambre me aqueja,y la sed insufrible me atormenta;ya la fuerza me deja; 15ya espero desta afrentasalir con entregarmea quien de nuevo quiera cautivarme. He ya perdido el tino;no sé cuál es de Orán la cierta vía, 20ni senda ni caminola triste suerte míame ofrece; mas, ¡ay laso!,que, aunque la hallase, no hay mover el paso, ¡Virgen bendita y bella, 25remediadora del linaje humano,sed Vos aquí la estrellaque en este mar insanomi pobre barca guíey de tantos peligros me desvíe! 30 ¡Virgen de Monserrate,que esas ásperas sierras hacéis cielo,enviadme rescate,sacadme deste duelo,pues es hazaña vuestra 35al mísero caído dar la diestra! Entre estas matas quieroasconderme, porque es entrado el día;aquí morir espero.Santísima María, 40en este trance amargo,el cuerpo y alma dejo a vuestro cargo.
(Échase a dormir entre unas matas, y sale un león y échase junto a él muy manso, y luego sale otro cristiano, que también se ha huido de Argel, y dice:)
CRISTIANO Estas pisadas no son,por cierto, de moro, no;cristiano las estampó, 45que con la misma intencióndebe de ir que llevo yo. De alárabes las pisadasson anchas y mal formadas,porque es ancho su calzado; 50el nuestro más escotado,y ansí son diferenciadas. Yo seguro que no estámuy lejos de aquí escondido,porque el rastro he ya perdido; 55mas el sol alto está ya,y yo mal apercebido. Aquí me quiero esconderhasta que al anochecertorne a seguir mi viaje; 60que en este mismo parajeMostagán viene a caer. Pues el sol sale de allí,el norte hacia aquí se inclina:no está lejos la marina. 65¡Oh, qué mal que estoy aquí!¡Buen Jesús, tú me encamina, que mucho alárabe pasapor esta campaña rasa!Si hoy me he acertado a esconder, 70no me despido de ver,mis hijos, mujer y casa.
(Escóndese, y luego sale un morillo, como que va buscando yerbas, y ve escondido a este segundo cristiano, y comienza a dar voces: «¡Nizara, nizara!», a las cuales acuden otros moros y cogen al cristiano, y dándole de mojicones se entran.)
(En entrando, despierta el primer cristiano, que está junto al león, y viéndole, se espanta y dice:)
CRISTIANO ¡Sancto Dios! ¿Qué es lo que veo?¡Qué manso y fiero león!Saltos me da el corazón; 75cumplido se ha mi deseo;libre soy ya de pasión, pues lo quiere mi ventura.Éste, con su fuerza dura,mis días acabará, 80y su vientre serviráal cuerpo de sepultura. Pero tanta mansedumbreno se ve ansí fácilmenteen animal tan valiente, 85aunque su fiera costumbre,muestra a las veces clemente. Mas, ¿quién sabe si movidoel cielo de mi gemido,este león me ha enviado 90para ser por él tornadoal camino que he perdido? Sin duda es divina cosa,y asegúrame este intentoque en mis espíritus siento, 95con fuerza maravillosa,un nuevo crecido aliento; y ya es caso averiguadoque otro león ha llevadoa la Goleta a un cativo 100que le halló en un monte esquivo,huido y descaminado. ¡Obra es ésta, Virgen pía,de vuestra divina mano,porque ya está claro y llano 105que el hombre que en vos confíano espera y confía en vano! Espérame, compañero,que yo determino y quieroseguirte doquier que fueres; 110que ya me parece que eres,no león, sino cordero.
(Éntrase y vuelve a salir en la cuarta jornada con el león que le guía. Dice:)
Nunca con menos afánhe caminado camino;y, aquello que yo imagino, 115no está muy lejos Orán.¡Gracias te doy, Rey divino! ¡Virgen pura, a Vos alabo!Yo ruego llevéis al cabotan estraña caridad; 120que, si me dais libertad,prometo seros esclavo.
(Vase, y en la cuarta jornada salen dos cautivos: PEDRO y SAYAVEDRA.)
PEDRO Siete escudos de oro he granjeadocon mi solicitud, industria y maña,y aun son pocos, según he trabajado. 125 Nunca tuve otros tantos en España,cuando anduve en la guerra de Granada,armado nueve meses en campaña.
SAYAVEDRA ¿Cómo cayeron, Pedro en la celadalos siete escudos hoy, por vida mía, 130cualque nueva campaña fabricada?
PEDRO Muy mal se negará a tu cortesíacualquier secreto mío. Escucha agora,y verás lo que he hecho en este día. En esta casa grande do Yzuf mora, 135renegado español que está casadocon Zahara, la ilustre hermosa mora, está un cativo nuevo, que es llamadoAurelio, y una Silvia, hermosa dama,de quién está el Aurelio enamorado. 140 Los dos de principales tienen fama,y helo dicho yo al rey, y mandó darmelos tres escudos déstos.
SAYAVEDRA¡Gentil trama!
PEDRO Gentil o no gentil, si remediarmeno puedo de otra suerte, y cada día 145he de dar mi jornal y sustentarme, ¿quieres que cate y guarde cortesíaa quien puede pagar bien su rescate?¡No reza esa oración mi ledanía!
SAYAVEDRA ¿Los otros cuatro?
PEDROSon de un jaque y mate 150que he dado en una bolsa de un cristianocon un muy concertado disparate. Hele hecho tocar casi con manoque tengo ya una barca medio hecha,debajo de la tierra, allá en un llano. 155 Queda desta verdad bien satisfecha,su voluntad, y, cierto, el bobo piensaalcanzar libertad ya desta hecha; y para ayuda, el gasto y la despensade tablas, vela, pez, clavos y estopa, 160los cuatro dio con que compró su ofensa.
SAYAVEDRA ¡Desdichado de aquel que acaso topacontigo, Pedro, y tú más desdichado,que así cudicias la cristiana ropa! ¡En peligroso golfo has engolfado 165tu barca, de mentiras fabricada,y en ella tú serás sólo anegado!
PEDRO La de Noé, que está bien ancoradaen las sierras de Armeña, sería buena,si no vale la mía acaso nada. 170 Quizá nos llevará a Sierra Morena,pero, por cuatro escudos, buena es ésta,si acuden otros cuatro a caer carena. Ajenos pies han de subir la cuestaagria de mi trabajo, y yo, holgando, 175haré agasajo, regocijo y fiesta. ¿Qué piensas, Sayavedra?
SAYAVEDRAEstoy pensandocómo se echa a perder aquí un cristiano,y más, mientras más va, va peorando. Cautivo he visto yo que da de mano 180a todo aquello que su ley le obliga,y vive a veces vida de pagano. A otro le avasalla su fatiga,y en Dios y en ella ocupa el pensamiento;la abraza y la quiere como amiga. 185 Y de ti sé que tienes el intentoholgazán, embaidor y cudicioso,fundado sobre embustes sin cimiento. Tarde habrá libertad...
PEDRO¡Estás donoso!Antes la tengo ya cierta y segura, 190sino que estoy un poco vergonzoso. Pienso mudar de nombre y vestidura,y llamarme Mamí.
SAYAVEDRA¿Renegar quieres?
PEDROSí quiero, mas entiende de qué hechura.
SAYAVEDRA Reniega tú del modo que quisieres, 195que ello es muy gran maldad y horrible culpa,y correspondes mal a ser quien eres.
PEDRO Bien sé que la conciencia ya me culpa,pero tanto el salir de aquí deseo,que esta razón daré por mi disculpa. 200 Ni niego a Cristo ni en Mahoma creo:con la voz y el vestido seré moro,por alcanzar el bien que no poseo. Si voy en corso, séme yo de coroque, en tocando en la tierra de cristianos, 205me huiré, y aun no vacío de tesoro.
SAYAVEDRA Lazos son ésos cudiciosos, vanos,con que el demonio tienta fácilmentecon el alma ligarte pies y manos. Un falso bien se muestra aquí aparente, 210que es tener libertad, y, en renegando,se te irá el procurarla de la mente, que siempre esperarás el cómo y cuándo:«Este año, no; el otro será cierto»;y ansí lo irás por años dilatando. 215 Tiéneme en estos casos bien espertomuchos que he visto con tu mismo intento,y a ninguno llegar nunca a buen puerto. Y, puesto que llegases, ¿es buen cuentoponer un tan inorme y falso medio 220para alcanzar el fin de tu contento?Daño puedes llamarle a tal remedio.
PEDRO Si no puede esperarse, ni es posiblede mi necesidad otra salidapara alcanzar la libertad gozosa, 225¿es mucho aventurarse algunos díasa ser moro no más de en la aparencia,si con esta cautela se granjeala amada libertad que se va huyendo?
SAYAVEDRASi tú supieses, Pedro, a dó se estiende 230la perfectión de nuestra ley cristiana,verías cómo en ella se nos mandaque un pecado mortal no se cometa,aunque se interesase en cometerlela universal salud de todo el mundo. 235Pues, ¿cómo quieres tú, por verte librede libertad del cuerpo, echar mil hierrosal alma miserable, desdichada,cometiendo un pecado tan inormecomo es negar a Cristo y a su Iglesia? 240
PEDRO¿Dónde se niega Cristo ni su Iglesia?¿Hay más de retajarse y decir ciertaspalabras de Mahoma, y no otra cosa,sin que se miente a Cristo ni a sus santos,ni yo le negaré por todo el mundo, 245que acá en mi corazón estará siemprey Él sólo el corazón quiere del hombre?
SAYAVEDRA¿Quieres ver si lo niegas? Está atento.Fíngete ya vestido a la turquesca,y que vas por la calle y que yo llego 250delante de otros turcos y te digo:«Sea loado Cristo, amigo Pedro.¿No sabéis cómo el martes es vigiliay que manda la Iglesia que ayunemos?»A esto, dime: ¿qué responderías? 255Sin duda que me dieses mil puñadas,y dijeses que a Cristo no conoces,ni tienes con su Iglesia cuenta alguna,porque eres muy buen moro, y que te llamas,no Pedro, sino Aydar o Mahometo. 260
PEDROEso haríalo yo, mas no con saña,sino porque los turcos que lo oyesenpensasen que, pues dello me pesaba,que era perfecto moro y no cristiano;pero acá, en mi intención, cristiano siempre. 265
SAYAVEDRA¿No sabes tú que el mismo Cristo dice:«Aquel que me negare ante los hombres,de Mí será negado ante mi Padre;y el que ante ellos a Mí me confesare,será de Mí ayudado ante el Eterno 270Padre mío?» ¿Es prueba ésta bastanteque te convenza y desengañe, amigo,del engaño en que estás en ser cristianocon sólo el corazón, como tú dices?¿Y no sabes también que aquel arrimo 275con que el cristiano se levanta al cieloes la cruz y pasión de Jesucristo,en cuya muerte nuestra vida vive,y que el remedio, para que aprovechea nuestras almas el tesoro inmenso 280de su vertida sangre por bien nuestro,depositado está en la penitencia,la cual tiene tres partes esenciales,que la hacen perfecta y acabada:contrición de corazón la una, 285confesión de la boca la segunda,satisfación de obras la tercera?Y aquel que contrición dice que tiene,como algunos cristianos renegados,y con la boca y con las obras niegan 290a Cristo y a sus sanctos, no la llamesaquella contrición, sino un deseode salir del pecado; y es tan flojo,que respectos humanos le detienende ejecutar lo que razón le dice; 295y así, con esta sombra y aparenciadeste vano deseo, se les pasaun año y otro, y llega al fin la muertea ponerle en perpetua servidumbrepor aquel mismo modo que él pensaba 300alcanzar libertad en esta vida.¡Oh cuántas cosas puras, excelentes,verdaderas, sin réplica, sencillas,te pudiera decir que hacen al caso,para poder borrar de tu sentido 305esta falsa opinión que en él se imprime!Mas el tiempo y lugar no lo permite.
PEDROBastan las que me has dicho, amigo; bastan,y bastarán de modo que te juro,por todo lo que es lícito jurarse, 310de seguir tu consejo y no apartarmedel santísimo gremio de la Iglesia,aunque en la dura esclavitud amargaacabe mis amargos tristes días.
SAYAVEDRASi a ese parecer llegas las obras, 315el día llegará, sabroso y dulce,do tengas libertad; que el cielo sabedarnos gusto y placer por cien mil víasocultas al humano entendimiento;y así, no es bien ponerse en contingencia 320que por sola una senda y un caminotan áspero, tan malo y trabajosonos venga el bien de muchos procurado,y hasta aquí conseguido de muy pocos.
PEDRO¡Mis obras te darán señales ciertas 325de mi arrepentimiento y mi mudanza!
SAYAVEDRA¡El cielo te dé fuerzas y te quitelas ocasiones malas que te incitana tener tan malvado y ruin propósito!
PEDROEl mesmo a ti te ayude, cual merece 330la sana voluntad con que me enseñas.Adïós, que es tarde.
SAYAVEDRA¡Adiós, amigo!
(Sale el REY con cuatro turcos.)
REY De ira y de dolor hablar no puedo;y es la ocasión de mi pesar insanoel ver que don Antonio de Toledo 335ansí se me ha escapado de la mano.Los arraces, sus amos, con el miedoque yo no les tomase su cristiano,a Tetuán con priesa le enviaron,y en cinco mil ducados le tallaron. 340 ¿Un tan ilustre y rico caballeropor tan vil precio distes, vil canalla?¿Tanto os acudiciastes al dinero,tan grande os pareció que era la tallaque le añedistes otro compañero, 345el cual solo pudiera bien pagalla?¿Francisco de Valencia no podíapagar solo por sí mayor cuantía? En fin, favorecióles la ventura,que pudo más que no mi diligencia; 350que ésta es la que concierta y aseguralo que no puede hacer humana ciencia.Conocieron el tiempo y coyuntura,y huyeron de no verse en mi presencia:que si yo a don Antonio aquí hallara, 355cincuenta mil ducados me pagara. Es hermano de un conde y es sobrinode una principalísima duquesa,y en perderse, perdió en este caminoser coronel en una ilustre empresa. 360Airado el cielo se mostró y begninoen hacerle cautivo y darse priesaa darle libertad por tal rodeo,que no pudo pedir más el deseo. Pero, pues ya no puede remediarse, 365el tratar más en ello es escusado.Mirad si viene alguno a querellarse.
MOROSeñor, aquí está Yzuf, el renegado.
REYEntre con intención de aparejarsea obedecer en todo mi mandado; 370si no, a fe que le trate en mi presenciacual merece su necia inobidencia.
(Entra YZUF.)
¿Dónde están tus cristianos?
YZUFAllí fuera.
REY¿Cuánto diste por ellos?
YZUFMil ducados.
REYYo los daré por ellos.
YZUFNo se espera, 375de tu bondad agravios tan sobrados.
REY¿En esto me replicas?
YZUFDa siquieraalgún alivio en parte a mis cuidados.Al esclavo te doy, rey, sin dinero,y déjame la esclava, por quien muero. 380
REY ¿Tal osaste decir, oh moro infame?Llevalde abajo, y dalde tanto palo,hasta que con su sangre se derrameel deseo que tiene torpe y malo.
YZUFDame, señor, mi esclava, y luego dame 385la muerte en fuego, a hierro, a gancho, en palo.
REY¡Quitádmelo delante! ¡Acabad presto!
YZUF¿Por pedirte mi hacienda soy molesto?
(Sacan fuera a YZUF a empujones, y entran luego dos alárabes con el cristiano que se huyó, que asieron en el campo, y estos dos moros dicen al REY: «Alicun çalema çultam adareimi guanaran çal çul».)
REY ¿Adónde ibas, cristiano?
CRISTIANOProcuraballegarme a Orán, si el cielo lo quisiera. 390
REY¿Adónde cautivaste?
CRISTIANOEn la almadraba.
REY¿Tu amo?
CRISTIANOYa murió; que no debiera,pues me dejó en poder de una tan bravamujer, que no la iguala alguna fiera.
REY¿Español eres?
CRISTIANOEn Málaga nacido. 395
REYBien lo muestras en ser ansí atrevido. ¡Oh yuraja caur! Dalde seiscientospalos en las espaldas muy bien dados,y luego le daréis otros quinientosen la barriga y en los pies cansados. 400
CRISTIANO¿Tan sin razón ni ley tantos tormentostienes para el que huye aparejados?
REY¡Cito cifuti breguedi! ¡Atalde,abrilde, desollalde y aun matalde!
(Átanle con cuatro cordeles de pies y de manos, y tiran cada uno de su parte, y dos le están dando; y, de cuando en cuando, el cristiano se encomienda a Nuestra Señora, y el REY se enoja y dice en turquesco, con cólera: «Laguedi denicara, bacinaf; ¡a la testa, a la testa!», y está diciendo, mientras le están dando:)
¡No sé qué raza es ésta destos perros 405cautivos españoles! ¿Quién se huye?Español. ¿Quién no cura de los hierros?Español. ¿Quién hurtando nos destruye?Español. ¿Quién comete otros mil hierros?Español, que en su pecho el cielo influye 410un ánimo indomable, acelerado,al bien y al mal contino aparejado. Una virtud en ellos he notado:que guardan su palabra sin reveses,y en esta mi opinión me han confirmado 415dos caballeros Sosas portugueses.Don Francisco también la ha sigurado,que tiene el sobrenombre de Meneses,los cuales sobre su palabra han sidoenviados a España, y la han cumplido. 420 Don Fernando de Ormaza también fuesesobre su fe y palabra, y ansí ha hecho,un mes antes que el término cumpliese,la paga, con que bien me ha satisfecho.De darles libertad, un interese 425se sigue tal, que dobla mi provecho:que, como van sobre su fe prendados,les pido los rescates tresdoblados. Y éste dalde a su amo, y llamad luegoun cristiano de Yzuf, que está allí fuera, 430que quiero que granjee su sosiegopor ver si mi opinión es verdadera.De pérdida y ganancia es este juego.
MOROSeñor, del bien hacer siempre se esperagalardón, y si falta deste suelo, 435la paga se dilata para el cielo.
(Entra AURELIO y dícele el REY:)
REY Ya sé quién eres, cristiano;tu virtud, valor y suerte,y sé que presto has de verteen el patrio suelo hispano. 440 Esta Silvia, ¿es tu mujer?
AURELIOSí, señor.
REYY ¿adónde ibascuando en las ondas esquivasperdiste todo el placer?
AURELIO Yo se lo diré, señor, 445en verdaderas razones.De otro rey y otras prisionesfui yo esclavo, que es Amor. Desta Silvia enamoradoanduve un tiempo en mi tierra, 450y la fuerza desta guerrame ha traído en este estado. A su padre la pedímuchas veces por mujer,pero nunca a mi querer 455sólo un punto le rendí; y, viendo que no podíapor aquel modo alcanzalla,determiné de roballa,que era la más fácil vía. 460 Cumplí en esto mi deseo,y, pensando ir a Milán,trújome el hado al afány esclavitud do me veo.
REY No pierdas la confianza 465en esta vida importuna,pues sabes que de Fortunala condición es mudanza. Yo te daré libertada ti y a Silvia al momento, 470si tienes conocimientode pagar tal voluntad. Mil ducados he de darpor los dos, y sólo quieroque me deis dos mil; empero, 475habéismelo de jurar, y así, sobre vuestra fe,os partiréis luego a España.
AURELIOSeñor, a merced tamaña,¿qué gracias te rendiré? 480 Yo prometo de enviallosdentro de un mes, sin mentir,aunque los sepa pedirpor Dios, y si no, hurtallos.
REY Pues, luego os aparejad, 485y en la primera saetíatomad de España la vía,que a los dos doy libertad.
AURELIO El suelo y cielo te tratecual merece tu bondad, 490y tomá mi voluntadpor prenda deste rescate; que yo perderé la vidao cumpliré mi palabra:que este bien ya escarba y labra 495en mi sangre bien nacida.
MORO Señor, un navío viene.
REY¿De qué parte?
MORODe Ocidente.
REYMejor es que no de Oriente.¿Es de gavia?
MOROGavia tiene. 500
REY Debe ser de mercancía.
MOROPodría ser, aunque se suenaque la mercancía es buenasi es limosna.
REYSí sería. Vamos. Tú, Aurelio, procura 505tu partida, y ten cuidadode aquello que me has jurado.
AURELIOCrezca el cielo tu ventura.
(Éntrase el REY y queda AURELIO.)
¡Gracias te doy, eterno Rey del cielo,que tan sin merecerlo has permitido 510que, por la mano de quien más temía,tanto bien, tanta gloria me viniese!
(Entra FRANCISCO y dice:)
FRANCISCO¡Albricias, caro Aurelio!, que es llegadoun navío de España, y todos dicenque es de limosna cierto, y que en él viene 515un fraile trinitario cristianísimo,amigo de hacer bien, y conocido,porque ha estado otra vez en esta tierrarescatando cristianos, y da ejemplode mucha cristiandad y gran prudencia. 520Su nombre es fray Juan Gil.
AURELIOMira no sea,fray Jorge de Olivar, que es de la Ordende la Merced, que aquí también ha estado,de no menos bondad y humano pecho;tanto, que ya después que hubo espendido 525bien veinte mil ducados que traía,en otros siete mil quedó empeñado.¡Oh caridad estraña! ¡Oh sancto pecho!
(Entran tres esclavos, asidos en sus cadenas.)
ESCLAVO 1.º ¡Qué buen día, compañeros!La limosna está en el puerto. 530Mi remedio tengo cierto,porque aquí me traen dineros.
ESCLAVO 2.º No tengo bien, ni le espero,ni siento en mi tierra quienme pueda hacer algún bien. 535
ESCLAVO 3.ºPues yo no me desespero
FRANCISCO Dios nos ha de remediar,hermanos: mostrad buen pecho,que el Señor que nos ha hecho,no nos tiene de olvidar. 540 Roguémosle, como a Padre,nos vuelva a nuestra mejora,pues es nuestra intercesorasu Madre, que es nuestra Madre; porque, con tan sancto medio, 545nuestro bien está seguro:que ella es nuestra fuerza y muro,nuestra luz, nuestro remedio.
(Echan todos las cadenas al suelo y híncanse de rodillas, y dice el uno:)
UNO ¡Vuelve, Virgen Santísima María,tus ojos que dan luz y gloria al cielo, 550a los tristes que lloran noche y díay riegan con sus lágrimas el suelo!Socórrenos, bendita Virgen pía,antes que este mortal corpóreo veloquede sin alma en esta tierra dura 555y carezca de usada sepultura.
OTRO Reina de las alturas celestiales,Madre y Madre de Dios, Virgen y Madre,espanto de las furias infernales,Madre y Esposa de tu mismo Padre, 560remedio universal de nuestros males:si con tu condición es bien que cuadreusar misericordia, úsala agora,y sácame de entre esta gente mora.
OTRO En Vos, Virgen dulcísima María, 565entre Dios y los hombres medianera,de nuestro mar incierto cierta guía,Virgen entre las vírgenes primera;en vos, Virgen y Madre; en Vos confíami alma, que sin Vos en nadie espera, 570que me habréis de sacar con vuestras manosde dura servidumbre de paganos.
AURELIO Si yo, Virgen bendita, he conseguidode tu misericordia un bien tan alto,¿cuándo podré mostrarme agradecido, 575tanto que, al fin, no quede corto y falto?Recibe mi deseo, que, subidosobre un cristiano obrar, dará tal salto,que toque ya, olvidado deste suelo,el alto trono del impereo cielo. 580 Y, en tanto que se llega el tiempo y puntode poner en efecto mi deseo,al ilustre auditorio que está junto,en quien tanta bondad discierno y veo,si ha estado mal sacado este trasunto 585de la vida de Argel y trato feo,pues es bueno el deseo que ha tenido,en nombre del autor, perdón les pido.
Tragedia de Numancia
Jornada I
Scena II
Jornada II
Scena II
Jornada III
Scena II
Jornada IV
Scena II
Scena III
Scena IV
Interlocutores:
CIPIÓN.
JUGURTA.
GAYO MARIO.Dos embajadores de Numancia.Soldados romanos.
QUINTO FABIO.
MÁXIMO, hermano de Cipión.
Scena I
Salen primero CIPIÓN y JUGURTA.
CIPIÓN Esta difícil y pesada carga,que el Senado romano me ha encargado,tanto me aprieta, me fatiga y carga,que ya sale de quicio mi cuidado.Guerra de curso tan estraño y larga, 5y que tantos romanos ha costado,¿quién no estará suspenso al acabarla,o quién no temerá de renovarla?
JUGURTA ¿Quién, Cipión? Quien tiene la venturay el valor nunca visto que en ti encierras, 10pues con ella y con él está sigurala victoria y el triunfo destas guerras.
CIPIÓNEl esfuerzo regido con corduraallana al suelo las más altas sierras,y la fuerza feroz de loca mano 15áspero vuelve lo que está más llano. Mas no hay que reprimir, a lo que veo,la furia del ejército presente,que, olvidado de gloria y de trofeo,yace embebido en la lascivia ardiente. 20Esto sólo pretendo, esto deseo:volver a nuevo trato a nuestra gente;que, enmendado primero el que es amigo,sujetaré más presto al enemigo. ¡Mario!
(Sale GAYO MARIO.)
GAYO MARIO¿Señor?
CIPIÓNHaz que a noticia venga 25de todo nuestro ejército, en un punto,que, sin que estorbo alguno le detenga,parezca en este sitio todo junto,porque una breve plática o arengales quiero hacer.
GAYO MARIOHarélo en este punto. 30
CIPIÓNCamina, porque es bien que sepan todosmis nuevas trazas y sus viejos modos.
(Vase GAYO MARIO.)
JUGURTA Séte decir, señor, que no hay soldadoque no te tema juntamente y te ame;y, porque ese valor tuyo extremado 35de Antártico a Calisto se derrame,cada cual con feroz ánimo osado,cuando la trompa a la ocasión le llame,piensa de hacer en tu servicio cosasque pasen las hazañas fabulosas. 40
CIPIÓN Primero es menester que se refreneel vicio que entre todos se derrama;que si éste no se quita, en nada tienecon ellos que hacer la buena fama.Si este daño común no se previene, 45y se deja arraigar su ardiente llama,el vicio solo puede hacernos guerramás que los enemigos desta tierra.
(Dentro se echa este bando, habiendo primero tocado a recoger el atambor:)
Manda nuestro general que se recojan, armados, 50 luego todos los soldados en la plaza principal; y que ninguno no quede de parecer a esta vista, so pena que de la lista 55 al punto borrado quede.
JUGURTA No dudo yo, señor, sino que importaregir con duro freno la milicia,y que se dé al soldado rienda cortacuando él se precipita en la injusticia: 60la fuerza del ejército se acortacuando va sin arrimo de justicia,aunque más le acompañen a montonesmil pintadas banderas y escuadrones.
(A este punto han de entrar los más soldados que pudieren, y GAYO MARIO, armados a la antigua, sin arcabuces; y CIPIÓN se sube sobre una peñuela que está en el tablado, y, mirando a los soldados, dice:)
CIPIÓN En el fiero ademán, en los lozanos 65marciales aderezos y vistosos,bien os conozco, amigos, por romanos:romanos, digo, fuertes y animosos;mas, en las blancas delicadas manosy en las teces de rostros tan lustrosos, 70allá en Bretaña parecéis criadosy de padres flamencos engendrados. El general descuido vuestro, amigos,el no mirar por lo que tanto os toca,levanta los caídos enemigos 75y vuestro esfuerzo y opinión apoca;desta ciudad los muros son testigos,que aún hoy están cual bien fundada roca,de vuestras perezosas fuerzas vanas,que sólo el nombre tienen de romanas. 80 ¿Paréceos, hijos, que es gentil hazañaque tiemble del romano nombre el mundo,y que vosotros solos en Españale aniquiléis y echéis en el profundo?¿Qué flojedad es esta tan extraña? 85¿Qué flojedad? Si mal yo no me fundo,es flojedad nacida de pereza,enemiga mortal de fortaleza. La blanda Venus con el duro Martejamás hacen durable ayuntamiento: 90ella regalos sigue; él sigue el arteque incita a daños y a furor sangriento.La cipria diosa estése agora aparte;deje su hijo nuestro alojamiento;que mal se aloja en las marciales tiendas 95quien gusta de banquetes y meriendas. ¿Pensáis que sólo atierra la murallael ariete de ferrada punta,y que sólo atropella la batallala multitud de gente y armas junta? 100Si el esfuerzo y cordura no se halla,que todo lo previene y lo barrunta,poco aprovechan muchos escuadrones,y menos, infinitas municiones. Si a militar concierto se reduce 105cualquier pequeño ejército que sea,veréis que como sol claro reluce,y alcanza las victorias que desea;pero si a flojedad él se conduce,aunque abreviado el mundo en él se vea, 110en un momento quedará deshechopor más reglada mano y fuerte pecho. Avergüénceos, varones esforzados,ver que, a nuestro pesar, con arrogancia,tan pocos españoles, y encerrados, 115defiendan este nido de Numancia.Diez y seis años son, y más, pasados,que mantienen la guerra y la jactanciade haber vencido con feroces manosmillares de millares de romanos. 120 Vosotros os vencéis; que estáis vencidosdel bajo antojo femenil liviano,con Venus y con Baco entretenidos,sin que a las armas extendáis la mano.Correos agora, si no estáis corridos, 125de ver que este pequeño pueblo hispanocontra el poder romano se defienda,y cuando más rendido, más ofenda. De nuestro campo quiero, en todo caso,que salgan las infames meretrices; 130que de ser reducidos a este pasoellas solas han sido las raíces.Para beber no quede más de un vaso,y los lechos, un tiempo ya felices,llenos de concubinas, se deshagan 135y de fajina y en el suelo se hagan. No me hüela el soldado a otros oloresque al olor de la pez y de resina,ni por gulosidad de los saborestraiga aparato alguno de cocina, 140que el que busca en la guerra estos primores,muy mal podrá sufrir la coracina;no quiero otro primor ni otra fragancia,en tanto que español viva en Numancia. No os parezca, varones, escabroso 145ni duro este mi justo mandamiento:que, al fin, conoceréis ser provechoso,cuando aquel consigáis de vuestro intento.Bien sé se os ha de hacer dificultosodar a vuestras costumbres nuevo asiento; 150mas, si no las mudáis, estará firmela guerra, que esta afrenta más confirme. En blandas camas, entre juego y vino,hállase mal el trabajoso Marte;otro aparejo busca, otro camino; 155otros brazos levantan su estandarte;cada cual se fabrica su destino,no tiene aquí Fortuna alguna parte:la pereza fortuna baja cría;la diligencia, imperio y monarquía. 160 Estoy, con todo esto, tan segurode que al fin mostraréis que sois romanos,que tengo en nada el defendido murodestos rebeldes bárbaros hispanos;y así, os prometo por mi diestra y juro 165que si igualáis al ánimo las manos,que las mías se alarguen en pagaros,y mi lengua también en alabaros.
(Míranse los soldados unos a otros, y hacen señas a uno de ellos, GAYO MARIO, que responda por todos, y así dice:)
GAYO MARIO Si con atentos ojos has mirado,ínclito general, en los semblantes 170que a tus breves razones han mostradolos que tienes agora circunstantes,cual habrás visto sin color, turbado,y cual con ella: indicios bien bastantesde que el temor y la vergüenza, a una, 175los aflige, molesta e importuna. Vergüenza de mirarse reducidosa términos tan bajos por su culpa;que, viendo ser por ti reprehendidos,no saben a su falta hallar disculpa; 180temor de tantos yerros cometidos,y la torpe pereza, que los culpa,los tiene de tal modo, que se holgaranantes morir que en esto se hallaran. Pero el lugar y tiempo que les queda 185para mostrar alguna recompensa,es causa que con menos fuerza puedafatigar el rigor de tal ofensa:de hoy más, con presta voluntad y leda,el más mínimo de estos cuida y piensa 190de ofrecer sin revés a tu serviciola hacienda, vida y honra en sacrificio. Admite, pues, de sus intentos sanosel justo ofrecimiento, señor mío,y considera, al fin, que son romanos, 195en quien nunca faltó del todo el brío.Vosotros, levantad las diestras manosen señas que aprobáis el voto mío.
SOLDADO 1.ºTodo lo que aquí has dicho confirmamos.
SOLDADO 2.ºY lo juramos todos.
TODOS¡Sí juramos! 200
CIPIÓN Pues, arrimada a tal ofrecimiento,crecerá desde hoy más mi confianza,creciendo en vuestros pechos ardimientoy del viejo vivir nueva mudanza.Vuestras promesas no se lleve el viento; 205hacedlas verdaderas con la lanza,que las mías saldrán tan verdaderas,cuanto fuere el valor de vuestras veras.
SOLDADO Dos numantinos con seguro vienena darte, Cipión, una embajada. 210
CIPIÓN¿Por qué no llegan ya? ¿En qué se detienen?
SOLDADOEsperan que licencia les sea dada.
CIPIÓNSi son embajadores, ya la tienen.
SOLDADOEmbajadores son.
CIPIÓNDales entrada;que, aunque descubra cierto o falso pecho 215el enemigo, siempre es de provecho. Jamás la falsedad vino cubiertatanto con la verdad, que no mostrasealgún pequeño indicio, alguna puertapor donde su maldad se investigase; 220oír al enemigo es cosa ciertaque siempre aprovechó antes que dañase,y en las cosas de guerra, la experienciamuestra que lo que digo es cierta ciencia.
(Entran dos embajadores numantinos: PRIMERO y SEGUNDO.)
PRIMERO Si nos das, buen señor, grata licencia 225de decir la embajada que traemos,do estamos, o ante sola tu presencia,todo a lo que venimos te diremos.
CIPIÓNDecid, que adondequiera doy audiencia.
PRIMEROPues con ese seguro que tenemos 230de tu real grandeza concedido,daré principio a lo que soy venido. Numancia, de quien yo soy ciudadano,ínclito general, a ti me envía,como al más fuerte capitán romano 235que ha cubierto la noche o visto el día,a pedirte, señor, la amiga mano,en señal de que cesa la porfíatan trabada y cruel de tantos años,que ha causado sus propios y tus daños. 240 Dice que nunca de la ley y fuerosdel romano Senado se apartara,si el insufrible mando y desafuerosde un cónsul y otro no la fatigara:ellos, con duros estatutos fieros 245y con su estrecha condición avara,pusieron tan gran yugo a nuestros cuellos,que forzados salimos dél y de ellos; y, en todo el largo tiempo que ha duradoentre ambas partes la contienda, es cierto 250que ningún general hemos halladocon quien poder tratar de algún concierto.Empero agora, que ha querido el hadoreducir nuestra nave a tan buen puerto,las velas de la guerra recogemos, 255y a cualquiera partido nos ponemos. Y no imagines que temor nos llevaa pedirte las paces con instancia,pues la larga experiencia ha dado pruebadel poder valeroso de Numancia. 260Tu virtud y valor es quien nos ceba,y nos declara que será gananciamayor de cuantas desear podremos,si por señor y amigo te tenemos. A esto ha sido la venida nuestra: 265respóndenos, señor, lo que te place.
CIPIÓNTarde de arrepentidos dais la muestra;poco vuestra amistad me satisface.De nuevo ejercitad la fuerte diestra,que quiero ver lo que la mía hace, 270ya que ha puesto en ella la venturala gloria mía y vuestra desventura. A desvergüenza de tan largos años,es poca recompensa pedir paces:seguid la guerra, renovad los daños, 275salgan de nuevo las valientes haces.
SEGUNDOLa falsa confianza mil engañosconsigo trae; advierte lo que haces,señor, que esa arrogancia que nos muestrasrenovará el valor en nuestras diestras. 280 Y, pues niegas la paz que con buen celote ha sido por nosotros demandada,de hoy más la causa nuestra con el cieloquedará por mejor calificada;y, antes que pises de Numancia el suelo, 285probarás dó se extiende la indignadafuria de aquel que, siéndote enemigo,quiere serte vasallo y fiel amigo.
CIPIÓN ¿Tenéis más que decir?
PRIMERONo; más tenemosque hacer, pues tú, señor, ansí lo quieres, 290sin querer la amistad que te ofrecemos,correspondiendo mal a ser quien eres.Pero entonces verás lo que podemos,cuando nos muestres tú lo que pudieres;que es una cosa razonar de paces, 295y otra romper por las armadas haces.
CIPIÓN Verdad dices; y ansí, para mostrarossi sé tratar en paz y obrar en guerra,no quiero por amigos aceptaros,ni lo seré jamás de vuestra tierra. 300Y, con esto, podéis luego tornaros.
SEGUNDO¿Que en esto tu querer, señor, se encierra?
CIPIÓNYa he dicho que sí.
SEGUNDOPues, ¡sus, al hecho,que guerras ama el numantino pecho!
(Sálense los embajadores, y QUINTO FABIO, hermano de CIPIÓN, dice:)
QUINTO FABIO El descuido pasado nuestro ha sido 305el que os hace hablar de aquesa suerte,mas ya ha llegado el tiempo, ya es venido,do veréis nuestra gloria y vuestra muerte.
CIPIÓNEl vano blasonar no es admitidode pecho valeroso, honrado y fuerte: 310templa las amenazas, Fabio, y calla,y tu valor descubre en la batalla. Aunque yo pienso hacer que el numantinonunca a las manos con nosotros venga,buscando de vencerle tal camino, 315que más a mi provecho le convenga;yo haré que abaje el brío y pierda el tino,y que en sí mesmo su furor detenga:pienso de un hondo foso rodeallos,y por hambre insufrible subjetallos. 320 No quiero ya que sangre de romanoscolore más el suelo desta tierra:basta la que han vertido estos hispanosen tan larga, reñida y cruda guerra;ejercítense agora vuestras manos 325en romper y cavar la dura tierra,y cúbranse de polvo los amigosque no lo están de sangre de enemigos. No quede de este oficio reservadoninguno que le tenga preminente: 330trabaje el decurión como el soldado,y no se muestre en esto diferente.Yo mismo tomaré el hierro pesado,y romperé la tierra fácilmente.Haced todos cual yo, y veréis que hago 335tal obra con que a todos satisfago.
QUINTO FABIO Valeroso señor y hermano mío,bien nos muestras en esto tu cordura,pues fuera conocido desvaríoy temeraria muestra de locura 340pelear contra el loco airado bríodestos desesperados sin ventura.Mejor será encerrallos, como dices,y quitarles al brío las raíces. Bien puede la ciudad toda cercarse, 345si no es la parte por do el río la baña.
CIPIÓNVamos, y venga luego a efectuarseesta mi nueva poco usada hazaña;y si en nuestro favor quiere mostrarseel cielo, quedará subjeta España 350al Senado romano, solamentecon vencer la soberbia de esta gente.
Vanse.
Sale una doncella coronada con unas torres y trae un castillo en la mano, la cual significa ESPAÑA, y dice:
ESPAÑA ¡Alto, sereno y espacioso cielo,que con tus influencias enriquecesla parte que es mayor deste mi suelo, 355y sobre muchos otros le engrandeces,muévate a compasión mi amargo duelo;y, pues al afligido favoreces,favoréceme a mí en ansia tamaña,que soy la sola desdichada España! 360 Bástete ya que un tiempo me tuvistetodos mis flacos miembros abrasados,y al sol por mis entrañas descubristeel reino escuro de los condenados.A mil tiranos, mil riquezas diste; 365a fenices y griegos entregadosmis reinos fueron, porque tú has querido,o porque mi maldad lo ha merecido. ¿Será posible que contino seaesclava de naciones estranjeras, 370y que un pequeño tiempo yo no veade libertad tendidas mis banderas?Con justísimo título se empleaen mí el rigor de tantas penas fieras,pues mis famosos hijos y valientes 375andan entre sí mesmos diferentes. Jamás en su provecho concertaronlos divididos ánimos briosos;antes, entonces más los apartaroncuando se vieron más menesterosos; 380y ansí, con sus discordias convidaronlos bárbaros de pechos codiciososa venir y entregarse en mis riquezas,usando en mí y en ellos mil crüezas. Sola Numancia es la que sola ha sido 385quien la luciente espada sacó fuera,y a costa de su sangre ha mantenidola amada libertad suya primera.Mas, ¡ay!, que veo el término cumplido,y llegada la hora postrimera, 390do acabará su vida y no su fama,cual Fénix renovándose en la llama. Estos tan muchos temidos romanosque buscan de vencer cien mil caminos,rehuyen de venir más a las manos 395con los pocos valientes numantinos.¡Oh, si saliesen sus intentos vanos,y fuesen sus quimeras desatinos,y esta pequeña tierra de Numanciasacase de su pérdida ganancia! 400 Mas, ¡ay!, que el enemigo la ha cercado,no sólo con las armas contrapuestasal flaco muro suyo, mas ha obradocon diligencia estraña y manos prestas,que un foso, por la margen trincheado, 405rodea la ciudad por llano y cuestas;sola la parte por do el río se extiendede este ardid nunca visto se defiende. Ansí, están encogidos y encerradoslos tristes numantinos en sus muros: 410ni ellos pueden salir, ni ser entrados,y están de los asaltos bien seguros;pero, en sólo mirar que están privadosde ejercitar sus fuertes brazos duros,con horrendos acentos y feroces 415la guerra piden, o la muerte a voces. Y, pues sola la parte por do correy toca a la ciudad el ancho Duero,es aquella que ayuda y que socorreen algo al numantino prisionero, 420antes que alguna máquina o gran torreen sus aguas se funde, rogar quieroal caudaloso conocido río,en lo que puede ayude el pueblo mío. Duero gentil, que con torcidas vueltas 425humedeces gran parte de mi seno,ansí en tus aguas siempre veas envueltasarenas de oro, cual el Tajo ameno,y ansí las ninfas fugitivas sueltas,de que está el verde prado y bosque lleno, 430vengan humildes a tus aguas claras,y en prestarte favor no sean avaras, que prestes a mis ásperos lamentosatento oído, o que a escucharlos vengas;y, aunque dejes un rato tus contentos, 435suplícote que en nada te detengas.Si tú con tus continos crecimientos,destos fieros romanos no me vengas,cerrado veo ya cualquier caminoa la salud del pueblo numantino. 440
(Sale el río DUERO, con otros muchachos vestidos de río como él, que son tres riachuelos que entran en DUERO.)
DUERO Madre y querida España, rato habíaque hirieron mis oídos tus querellas;y si en salir acá me detenía,fue por no poder dar remedio a ellas.El fatal, miserable y triste día, 445según el disponer de las estrellas,se llega de Numancia, y cierto temoque no hay dar medio a su dolor extremo. Con Orvión, Minuesa y también Tera,cuyas aguas las mías acrecientan, 450he llenado mi seno en tal manera,que los usados márgenes revientan;mas, sin temor de mi veloz carrera,cual si fuera un arroyo, veo que intentande hacer lo que tú, España, nunca veas: 455sobre mis aguas, torres y trincheas. Mas, ya que el revolver del duro hadotenga el último fin estatuidodeste tu pueblo numantino amado,pues a términos tales ha venido, 460un consuelo le queda en este estado:que no podrán las sombras del olvidooscurecer el sol de sus hazañas,en toda edad tenidas por estrañas. Y, puesto que el feroz romano tiende 465el paso agora por tu fértil suelo,y que te oprime aquí, y allí te ofende,con arrogante y ambicioso celo,tiempo vendrá, según que ansí lo entiendeel saber que a Proteo ha dado el cielo, 470que esos romanos sean oprimidospor los que agora tienen abatidos. De remotas naciones venir veogentes que habitarán tu dulce seno,después que, como quiere tu deseo, 475habrán a los romanos puesto freno;godos serán, que, con vistoso arreo,dejando de su fama al mundo lleno,vendrán a recogerse en tus entrañas,dando de nuevo vida a sus hazañas. 480 Estas injurias vengará la manodel fiero Atila en tiempos venideros,poniendo al pueblo tan feroz romanosujeto a obedecer todos sus fueros;y, portillos abriendo en Vaticano, 485tus bravos hijos y otros estranjerosharán que para huir vuelva la plantael gran Piloto de la nave santa. Y también vendrá tiempo en que se mireestar blandiendo el español cuchillo 490sobre el cuello romano, y que respiresólo por la bondad de su caudillo.El grande Albano hará que se retireel español ejército, sencillo,no de valor sino de poca gente, 495que iguala al mayor número en valiente. Y cuando fuere ya más conocidoel propio Hacedor de tierra y cielo,aquél que ha de quedar estatuidopor visorrey de Dios en todo el suelo, 500a tus reyes dará tal apellido,cual viere que más cuadra con su celo:católicos serán llamados todos,sucesión digna de los fuertes godos. Pero el que más levantará la mano 505en honra tuya y general contento,haciendo que el valor del nombre hispanotenga entre todos el mejor asiento,un rey será, de cuyo intento sanograndes cosas me muestra el pensamiento: 510será llamado, siendo suyo el mundo,el Segundo Filipo, sin segundo. Debajo deste imperio tan dichoso,serán a una corona reducidos,por bien universal y tu reposo, 515tus reinos hasta entonces divididos;el jirón lusitano tan famoso,que un tiempo se cortó de los vestidosde la ilustre Castilla, ha de zurcirsede nuevo y a su estado antiguo unirse. 520 ¡Qué envidia y qué temor, España amada,te tendrán las naciones estranjeras,en quién tu teñirás tu aguda espaday tenderás, triunfando, tus banderas!Sírvate esto de alivio en la pesada 525ocasión por quien lloras tan de veras,pues no puede faltar lo que ordenadoya tiene de Numancia el duro hado.
ESPAÑA Tus razones alivio han dado en parte,famoso Duero, a las pasiones mías, 530sólo porque imagino que no hay partede engaño alguno en estas profecías.
DUEROBien puedes de eso, España, asegurarte,puesto que tarden tan dichosos días.Y adiós, porque me esperan ya mis ninfas. 535
ESPAÑA¡El cielo aumente tus sabrosas linfas!
Scena I
Interlocutores: TEÓGENES y CORABINO, con otros cuatro numantinos, gobernadores de Numancia, y MARQUINO, hechicero, y un cuerpo muerto, que saldrá a su tiempo. Siéntanse a consejo, y los cuatro numantinos que no tienen nombres se señalan así: PRIMERO, SEGUNDO, TERCERO, CUARTO.
TEÓGENES Paréceme, varones esforzados,que en nuestros daños con rigor influyenlos tristes signos y contrarios hados,pues nuestra fuerza y maña desminuyen.Tiénennos los romanos encerrados, 5y con cobardes mañas nos destruyen;ni con matar muriendo no hay vengarnos,ni podemos sin alas escaparnos. Y no sólo a vencernos se despiertanlos que habemos vencido veces tantas, 10que también españoles se conciertancon ellos a segar nuestras gargantas;tan gran maldad los cielos no consientan:con rayos hieran las ligeras plantasque se mueven en daño del amigo, 15favoreciendo al pérfido enemigo. Mirad si imagináis algún remediopara salir de tanta desventura,porque este largo y trabajoso asediosólo promete presta sepultura; 20el ancho foso nos estorba el mediode probar con las armas la ventura,aunque a veces valientes, fuertes brazos,rompen mil contrapuestos embarazos.
CORABINO ¡A Júpiter pluguiera soberano 25que nuestra juventud sola se vieracon todo el bravo ejército romano,adonde el brazo rodear pudiera!Que allí al valor de la española manola mesma muerte poco estorbo fuera, 30para dejar de abrir ancho caminoa la salud del pueblo numantino. Mas, pues en tales términos nos vemos,que estamos como damas encerrados,hagamos todo cuanto hacer podremos 35para mostrar los ánimos osados:a nuestros enemigos convidemosa singular batalla; que, cansadosde este cerco tan largo, ser podríaquisiesen acabarle por tal vía. 40 Y, cuando este remedio no sucedaa la justa medida del deseo,otro camino de intentar nos queda,aunque más trabajoso, a lo que creo:este foso y muralla que nos veda 45el paso al enemigo que allí veo,en un tropel de noche le rompamos,y por ayuda a los amigos vamos.
NUMANTINO PRIMERO O sea por el foso o por la muerte,de abrir tenemos paso a nuestra vida; 50que es dolor insufrible el de la muerte,si llega cuando más vive la vida;remedio a las miserias es la muerte,si se acrecientan ellas con la vida,y suele tanto más ser excelente, 55cuanto se muere más honradamente.
SEGUNDO ¿Con qué más honra pueden apartarsede nuestros cuerpos estas almas nuestras,que en las romanas armas arrojarsey en su daño mover las fuertes diestras? 60En la ciudad podrá muy bien quedarsequien gusta de cobarde dar las muestras;que yo mi gusto pongo en quedar muertoen el cerrado foso o campo abierto.
TERCERO Esta insufrible hambre macilenta, 65que tanto nos persigue y nos rodea,hace que en vuestro parecer consienta,puesto que temerario y duro sea.Muriendo escusaremos tanta afrenta;mas quien morir de hambre no desea, 70arrójese conmigo al foso, y hagacamino a su remedio con la daga.
CUARTO Primero que vengáis al trance durodesta resolución que habéis tomado,paréceme ser bien que desde el muro 75nuestro fiero enemigo sea avisado,diciéndole que dé campo seguroa un numantino y otro su soldado,y que la muerte de uno sea sentenciaque acabe nuestra antigua diferencia. 80 Son los romanos tan soberbia gente,que luego aceptarán este partido;y si lo aceptan, creo firmementeque nuestro amargo daño ha fenecido,pues está Corabino aquí presente, 85cuyo valor me tiene persuadidoque él solo contra tres bravos romanosquitará la victoria de las manos. También será acertado que Marquino,pues es un agorero tan famoso, 90mire qué estrella, qué planeta o signonos amenaza muerte o fin honroso,y si puede hallar algún caminoque nos pueda mostrar si del dudosocerco cruel do estamos oprimidos 95saldremos vencedores o vencidos. También primero encargo que se hagaa Júpiter solene sacrificio,de quien podremos esperar la pagaharto mayor que nuestro beneficio; 100cúrese luego la profunda llagadel arraigado acostumbrado vicio:quizá con esto mudará de intentoel hado esquivo y nos dará contento. Para morir, jamás le falta tiempo 105al que quiere morir desesperado:siempre seremos a sazón y a tiempopara mostrar, muriendo, el pecho osado;mas, porque no se pase en balde el tiempo,mirad si os cuadra lo que aquí he ordenado; 110y si no os pareciere, dad un modoque mejor venga y que convenga a todo.
MARQUINO Esa razón que muestran tus razoneses aprobada del intento mío.Háganse sacrificios y oblaciones 115y póngase en efeto el desafío;que yo no perderé las ocasionesde mostrar de mi ciencia el poderío:yo sacaré del hondo centro escuroquien nos declare el bien o el mal futuro. 120
TEÓGENES Yo desde aquí me ofrezco, si os pareceque puede de mi esfuerzo algo fiarse,de salir a este duelo que se ofrece,si por ventura viene a efectuarse.
CORABINOMás honra tu valor raro merece: 125bien pueden de tu esfuerzo confiarsemás difíciles cosas y mayores,por ser el que es mejor de los mejores. Y, pues tú ocupas el lugar primerode la honra y valor con causa justa, 130yo, que en todo me cuento por postrero,quiero ser el haraldo desta justa.
PRIMEROPues yo, con todo el pueblo, me prefierohacer de lo que Júpiter más gusta,que son los sacrificios y oraciones, 135si van con enmendados corazones.
SEGUNDO Vámonos, y con presta diligenciahagamos cuanto aquí propuesto habemos,antes que la pestífera dolenciade la hambre nos ponga en los extremos. 140
TERCEROSi tiene el Cielo dada la sentenciade que en este rigor fiero acabemos,revóquela, si acaso lo merecela justa enmienda que Numancia ofrece.
Vanse.
Salen primero dos soldados numantinos: MORANDRO y LEONCIO.
LEONCIO Morandro, amigo, ¿a dó vas, 145o hacia dó mueves el pie?
MORANDROSi yo mismo no lo sé,tampoco tú lo sabrás.
LEONCIO ¡Cómo te saca de sesotu amoroso pensamiento! 150
MORANDROAntes, después que le sientotengo más razón y peso.
LEONCIO Eso ya está averiguado:que el que sirviere al Amorha de ser, por su dolor, 155con razón muy más pesado.
MORANDRO De malicia o de agudezano escapa lo que dijiste.
LEONCIOTú mi agudeza entendiste,mas yo entiendo tu simpleza. 160
MORANDRO ¿Que soy simple en querer bien?
LEONCIOSí, si al querer no se mide,como la razón lo pide,con cuándo, cómo y a quién.
MORANDRO ¿Reglas quiés poner a amor? 165
LEONCIOLa razón puede ponellas.
MORANDRORazonables serán ellas,mas no de mucho primor.
LEONCIO En la amorosa porfía,a razón no hay conocella. 170
MORANDROAmor no va contra ella,aunque de ella se desvía.
LEONCIO ¿No es ya contra la razón,siendo tú tan buen soldado,andar tan enamorado 175en esta estrecha ocasión? ¿Al tiempo que del dios Martehas de pedir el furor,te entretienes con Amor,que mil blanduras reparte? 180 ¿Ves la patria consumiday de enemigos cercada,y tu memoria, turbadapor amor, de ella se olvida?
MORANDRO En ira mi pecho se arde 185por verte hablar sin cordura:¿hizo el amor, por ventura,a ningún pecho cobarde? ¿Dejo yo la centinelapor ir dónde está mi dama, 190o estoy durmiendo en la camacuando mi capitán vela? ¿Hasme tú visto faltarde lo que debo a mi oficiopor algún regalo o vicio, 195ni menos por bien amar? Y si nada me has halladode que deba dar disculpa,¿por qué me das tanta culpade que sea enamorado? 200 Y si de conversaciónme ves que ando siempre ajeno,mete la mano en tu seno,verás si tengo razón. ¿No sabes los muchos años 205que tras Lira ando perdido?¿No sabes que era venidoel fin de mis tristes daños, porque su padre ordenabade dármela por mujer, 210y que Lira su querercon el mío concertaba? También sabes que llegóen tan dulce coyunturaesta fuerte guerra dura, 215por quien mi gloria cesó. Dilatóse el casamientohasta acabar esta guerra,porque no está nuestra tierrapara fiestas y contento. 220 Mira cuán poca esperanzapuedo tener de mi gloria,pues está nuestra victoriatoda en la enemiga lanza. De la hambre fatigados, 225sin medio de algún remedio,tal muralla y foso en medio,pocos, y esos encerrados. Pues, como veo llevarmis esperanzas del viento, 230ando triste y descontento,ansí cual me ves andar.
LEONCIO Sosiega, Morandro, el pecho;vuelve al brío que tenías:quizá por ocultas vías 235se ordena nuestro provecho; que Júpiter soberanonos descubrirá camino,por do el pueblo numantinoquede libre del romano; 240 y, en dulce paz y sosiego,de tu esposa gozarás,y las llamas templarásdeste tu amoroso fuego; que, para tener propicio 245al gran Júpiter Tonante,hoy Numancia, en este instante,le quiere hacer sacrificio. Ya el pueblo viene y se muestracon las víctimas e incienso. 250¡Oh Júpiter, padre imenso,mira la miseria nuestra!
Apártanse a un lado.
(Han de salir agora dos numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un PAJE con una fuente de plata y una toalla al hombro; otro, con un jarro de plata lleno de agua; otro, con otro lleno de vino; otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; otro, con fuego y leña; otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga:)
SACERDOTE PRIMERO Señales ciertas de dolores ciertosse me han representado en el camino,y los canos cabellos tengo yertos. 255
SACERDOTE SEGUNDO Si acaso yo no soy mal adevino,nunca con bien saldremos desta impresa.¡Ay, desdichado pueblo numantino!
PRIMERO Hagamos nuestro oficio con la priesaque nos incitan los agüeros tristes. 260
SEGUNDOPoned, amigos, hacia aquí esa mesa: el vino, encienso y agua que trujistes,poneldo encima y apartaos afuera,y arrepentíos de cuanto mal hicistes; que la oblación mejor y la primera 265que se debe ofrecer al alto cielo,es alma limpia y voluntad sincera.
PRIMERO El fuego no le hagáis vos en el suelo,que aquí viene brasero para ello;que ansí lo pide el religioso celo. 270
SEGUNDO Lavaos las manos y limpiaos el cuello.
PRIMERODad acá el agua... ¿El fuego no se enciende?
UNO¡No hay quien pueda, señores, encendello!
SEGUNDO ¡Oh Júpiter! ¿Qué es esto que pretendede hacer en nuestro daño el hado esquivo? 275¿Cómo el fuego en la tea no se emprende?
UNO Ya parece, señor, que está algo vivo.
PRIMERO¡Quítate afuera, oh flaca llama escura,que dolor en mirarte ansí recibo! ¿No miras cómo el humo se apresura 280a caminar al lado del poniente,y la amarilla llama mal sigura sus puntas encamina hacia el oriente?¡Desdichada señal! ¡Señal notoriaque nuestro mal y daño está presente! 285
SEGUNDO Aunque lleven romanos la victoriade nuestra muerte, en humo ha de tornarsey en llamas vivas nuestra muerte y gloria.
PRIMERO Pues debe con el vino rociarseel sacro fuego, dad acá ese vino, 290y el incienso también, que ha de quemarse.
(Rocían el fuego, y a la redonda, con el vino, y luego ponen el incienso en el fuego y dice el)
SEGUNDO Al bien del triste pueblo numantinoendereza, ¡oh gran Júpiter!, la fuerzapropicia del contrario amargo signo.
PRIMERO Ansí como este ardiente fuego fuerza 295a que en humo se vaya el sacro incienso,ansí se haga al enemigo fuerza, para que en humo eterno, padre inmenso,todo su bien, toda su gloria vaya,ansí como tú puedes y yo pienso. 300
SEGUNDO Tengan los cielos su poder a raya,ansí como esta víctima tenemos,y lo que ella ha de haber, él también haya.
PRIMERO ¡Mal responde el agüero: mal podremosofrecer esperanza al pueblo triste, 305para salir del mal que poseemos!
(Hágase ruido debajo del tablado con un barril lleno de piedras, y dispárese un cohete volador.)
SEGUNDO ¿No oyes un ruido, amigo? Di, ¿no visteel rayo ardiente que pasó volando?Présago verdadero desto fuiste.
PRIMERO Turbado estoy; de miedo estoy temblando. 310¡Oh, qué señales en el aire veo,qué amargo fin nos van pronosticando! ¿No ves un escuadrón airado y feode unas águilas fieras, que peleancon otras aves en marcial rodeo? 315
SEGUNDO Sólo su esfuerzo y su rigor empleanen encerrar las aves en un cabo,y con astucia y arte las rodean.
PRIMERO Tal señal vitupero, y no la alabo:¡Águilas imperiales vencedoras! 320¡Tú verás de Numancia presto el cabo!
SEGUNDO ¡Águilas, de gran mal anunciadoras,partíos, que ya el agüero vuestro entiendo;ya el efecto: contadas son las horas!
PRIMERO Con todo, el sacrificio hacer pretendo 325desta inocente víctima, guardadapara aplacar el dios del rostro horrendo. ¡Oh gran Plutón, a quien por suerte dadale fue la habitación del reino oscuro,y el mando en la infernal triste morada, 330 ansí vivas en paz, cierto y segurode que la hija de la sacra Cerescorresponde a tu amor con amor puro, que todo aquello que en provecho vieresvenir del pueblo triste que te invoca, 335lo allegues cual se espera de quien eres. Atapa la profunda escura bocapor do salen las tres fieras hermanasa hacernos el daño que nos toca; y sean de dañarnos tan livianas 340(Quite algunos pelos al carnero y échelos al aire.)
sus intenciones, que las lleve el viento,como se lleva el pelo de estas lanas. Y, ansí como yo baño y ensangrientoeste cuchillo en esta sangre pura,con alma limpia y limpio pensamiento, 345 ansí la tierra de Numancia durase bañe con la sangre de romanos,y aun les sirva también de sepultura.
(Aquí ha de salir por los huecos del tablado un DEMONIO hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatar el carnero, y meterle dentro, y tornar luego a salir, y derramar y esparcir el fuego y todos los sacrificios.)
Mas, ¿quién me ha arrebatado de las manosla víctima? ¿Qué es esto, dioses santos? 350¿Qué prodigios son esos tan insanos? ¿No os han enternecido ya los llantosdeste pueblo lloroso y afligido,ni la sagrada voz de nuestros cantos?
SEGUNDO Antes creo que se han endurecido, 355cual se puede inferir de las señalestan fieras como aquí han acontecido. Nuestros vivos remedios son mortales:toda es pereza nuestra diligencia,y los bienes ajenos, nuestros males. 360
UNO DEL PUEBLO En fin, dado han los cielos la sentenciade nuestro fin amargo y miserable;no nos quiere valer ya su clemencia.
OTRO Lloremos, pues, en son tan lamentablenuestra desdicha, que en la edad postrera 365dél y de nuestro esfuerzo siempre se hable. Marquino haga la experiencia enterade todo su saber, y sepa cuantonos promete de mal la lastimerasuerte, que ha vuelto nuestra risa en llanto. 370
(Sálense todos, y quedan solos MORANDRO y LEONCIO.)
MORANDRO Leoncio, ¿qué te parece?¿Tendrán remedio mis malescon estas buenas señalesque aquí el cielo nos ofrece? ¿Tendrá fin mi desventura 375cuando se acabe la guerra,que será cuando la tierrame sirva de sepultura?
LEONCIO Morandro, al que es buen soldadoagüeros no le dan pena, 380que pone la suerte buenaen el ánimo esforzado; y esas vanas aparienciasnunca le turban el tino:su brazo es su estrella y signo; 385su valor, sus influencias. Pero si quieres creeren este notorio engaño,aún quedan, si no me engaño,experiencias más que hacer; 390 que Marquino las hará,las mejores de su ciencia,y el fin de nuestra dolenciaser bueno o malo sabrá. Paréceme que le veo: 395¡en qué estraño traje viene!
MORANDROQuien con feos se entretiene,no es mucho que venga feo. ¿Será acertado seguirle?
LEONCIOAcertado me parece, 400por si acaso se le ofrecealgo en que poder servirle.
(Aquí sale MARQUINO con una ropa negra de bocací ancha, y una cabellera negra, y los pies descalzos; y en la cinta traerá, de modo que se le vean, tres redomillas llenas de agua: la una negra, la otra teñida con azafrán y la otra clara; y en la una mano, una lanza barnizada de negro, y en la otra, un libro; y viene MILVIO con él, y, así como entran, se ponen a un lado LEONCIO y MORANDRO.)
MARQUINO ¿Dó dices, Milvio, que está el joven triste?
MILVIOEn esta sepultura está enterrado.
MARQUINONo yerres el lugar do le pusiste. 405
MILVIO No, que con esta piedra señaladodejé el lugar adonde el mozo tiernofue con lágrimas tiernas sepultado.
MARQUINO ¿De qué murió?
MILVIOMurió de mal gobierno:la flaca hambre le acabó la vida, 410peste cruel salida del infierno.
MARQUINO En fin, ¿que dices que ninguna heridale cortó el hilo del vital aliento,ni fue cáncer ni llaga su homicida? Esto te digo, porque hace al cuento 415de mi saber que esté este cuerpo entero,organizado todo y en su asiento.
MILVIO Habrá tres horas que le di el postreroreposo, y le entregué a la sepultura,y de hambre murió, como refiero. 420
MARQUINO Está muy bien, y es buena coyunturala que me ofrecen los propicios signospara invocar de la región oscuralos feroces espíritus malignos. Presta atentos oídos a mis versos, 425fiero Plutón, que en la región oscura,entre ministros de ánimos perversos,te cupo de reinar suerte y ventura;haz, aunque sean de tu gusto adversos,cumplidos mis deseos, y en la dura 430ocasión que te invoco no te tardes,ni a ser más oprimido de mí aguardes. Quiero que al cuerpo que aquí está enterradovuelvas el alma que le daba vida,aunque el fiero Carón del otro lado 435la tenga en la ribera denegrida;y, aunque en las tres gargantas del airadoCerbero esté penada y escondida,salga, y torne a la luz del mundo nuestro;que luego tornará al escuro vuestro. 440 Y, pues ha de salir, salga informadadel fin que ha de tener guerra tan cruda,y desto no me encubra o calle nada,ni me deje confuso y con más duda:la plática desta alma desdichada, 445de toda ambigüidad libre y desnudatiene de ser. ¡Invíala...! ¿Qué esperas?¿Esperas a que hable con más veras? ¿No revolvéis la piedra, desleales?Decid, ministros falsos, ¿qué os detiene? 450¿Cómo no me habéis dado ya señalesde que hacéis lo que digo y me conviene?¿Buscáis, con deteneros, vuestros males,o gustáis de que yo al momento ordenede poner en efecto los conjuros 455que ablandan vuestros fieros pechos duros? Ea, pues, vil canalla mentirosa,aparejaos a duro sentimiento,pues sabéis que mi voz es poderosade doblaros la rabia y el tormento. 460Dime, traidor esposo de la esposaque seis meses del año, a su contento,está sin ti, haciéndote cornudo:¿por qué a mis peticiones estás mudo? Este hierro, bañado en agua clara 465que al suelo no tocó en el mes de mayo,herirá en esta piedra y hará claray patente la fuerza deste ensayo.
(Con el agua de la redoma clara baña el hierro de la lanza, y luego hiere en la tabla; y debajo, o suéltense cohetes o hágase el rumor con el barril de piedras.)
Ya parece, canalla, que a la claradais muestras de que os toma cruel desmayo. 470¿Qué rumores son estos? ¡Ea, malvados,que al fin venís, aunque venís forzados! Levantad esta piedra, fementidos,y descubridme el cuerpo que aquí yace.¿Qué es esto? ¿Qué tardáis? ¿A dó sois idos? 475¿Cómo mi mandado al punto no se hace?¿No os curáis de amenazas, descreídos?Pues no esperéis que más os amenace:esta agua negra del Estigio lagodará a vuestra tardanza presto el pago. 480 Agua de la fatal negra laguna,cogida en triste noche, escura y negra,por el poder que en ti junto se aúna,a quien otro poder ninguno quiebra,a la banda diabólica importuna, 485y a quien la primer forma de culebratomó, conjuro, apremio, pido y mandoque venga a obedecerme aquí volando.
(Rocía con el agua la sepultura y ábrese.)
¡Oh mal logrado mozo!, sal ya fueray vuelve a ver el sol claro y sereno; 490deja aquella región do no se esperaen ella un día sosegado y bueno.Dame, pues puedes, relación enterade lo que has visto en el profundo seno;digo, de aquello a que mandado eres, 495y más, si al caso toca y tú pudieres.
(Sale EL CUERPO amortajado, con un rostro de máscara descolorido, como de muerto, y va saliendo poco a poco, y, en saliendo, déjase caer en el teatro, sin mover pie ni mano hasta su tiempo.)
¿Qué es esto? ¿No respondes? ¿No revives?¿Otra vez has gustado de la muerte?Pues yo haré que con tu pena avivesy tengas el hablarme a buena suerte. 500Pues eres de los nuestros, no te esquivesde hablarme y responderme: mira, advierteque si callas, haré que, con tu mengua,sueltes la atada y encogida lengua.
(Rocía EL CUERPO con el agua amarilla, y luego le azota con un azote.) Espíritus malignos, ¿no aprovecha? 505Pues esperad: saldrá el agua encantada,que hará mi voluntad tan satisfechacuanto es la vuestra pérfida y dañada;y, aunque esta carne fuera polvos hecha,siendo con este azote castigada, 510cobrará nueva, aunque ligera vida,del áspero rigor suyo oprimida.
(Menéase y estremécese EL CUERPO a este punto.)
Alma rebelde, vuelve al aposentoque pocas horas ha desocupaste.Ya vuelves, ya lo muestras, ya te siento; 515que, al fin, a tu pesar, en él te entraste.
EL CUERPOCese la furia del rigor violentotuyo, Marquino; baste, triste, bastela que yo paso en la región escura,sin que tú crezcas más mi desventura. 520 Engáñaste si piensas que recibocontento de volver a esta penosa,mísera y corta vida que ahora vivo,que ya me va faltando presurosa;antes me causas un dolor esquivo, 525pues otra vez la muerte rigurosatriunfará de mi vida y de mi alma;mi enemigo tendrá doblada palma. El cual, con otros del escuro bando,de los que son sujetos a aguardarte, 530está con rabia en torno, aquí esperandoa que acabe, Marquino, de informartedel lamentable fin, del mal nefandoque de Numancia puedo asegurarte;la cual acabará a las mismas manos 535de los que son a ella más cercanos. No llevarán romanos la victoriade la fuerte Numancia, ni ella menostendrá del enemigo triunfo o gloria,amigos y enemigos siendo buenos; 540no entiendas que de paz habrá memoria,que rabia alberga en sus contrarios senos:el amigo cuchillo, el homicidade Numancia será, y será su vida.
(Arrójase en la sepultura y dice:)
Y quédate, Marquino, que los hados 545no me conceden más hablar contigo;y, aunque mis dichos tengas por trocados,al fin saldrá verdad lo que te digo.
MARQUINO¡Oh tristes signos; signos desdichados!Si esto ha de suceder del pueblo amigo, 550primero que mirar tal desventura,mi vida acabe en esta sepultura.
(Arrójase MARQUINO en la sepultura.)
MORANDRO Mira, Leoncio, si vespor dó yo pueda decirque no me haya de salir 555todo mi gusto al revés. De toda nuestra venturacerrado está ya el camino;si no, dígalo Marquino,el muerto y la sepultura. 560
LEONCIO Que todas son ilusiones,quimeras y fantasías,agüeros y hechicerías,diabólicas invenciones. No muestres que tienes poca 565ciencia en creer desconciertos;que poco cuidan los muertosde lo que a los vivos toca.
MILVIO Nunca Marquino hicieradesatino tan estraño, 570si nuestro futuro dañocomo presente no viera. Avisemos este casoal pueblo, que está mortal;mas, para dar nueva tal, 575¿quién podrá mover el paso?
Scena I
Interlocutores: CIPIÓN, JUGURTA y GAYO MARIO.
CIPIÓN En forma estoy contento en mirar cómocorresponde a mi gusto la ventura,y esta libre nación soberbia domosin fuerzas, solamente con cordura.En viendo la ocasión, luego la tomo, 5porque sé cuánto corre y se apresura;y si se pasa, en cosas de la guerra,el crédito consume y vida atierra. ¿Juzgábades a loco desvaríotener los enemigos encerrados, 10y que era mengua del romano bríono vencellos con modos más usados?Bien sé que lo habrán dicho; mas yo fíoque los que fueren prácticos soldadosdirán que es de tener en mayor cuenta 15la victoria que menos es sangrienta. ¿Qué gloria puede haber más levantadaen las cosas de guerra que aquí digo,que, sin quitar de su lugar la espada,vencer y sujetar al enemigo? 20Que, cuando la victoria es granjeadacon la sangre vertida del amigo,el gusto mengua que causar pudierala que sin sangre tal ganada fuera.
(Aquí ha de sonar una trompeta desde el muro de Numancia.)
QUINTO FABIO Oye, señor, que de Numancia suena 25el son de una trompeta, y me asiguroque decirte algo desde allá se ordena,pues el salir de acá lo estorba el muro.Corabino se ha puesto en una almena,y una señal ha hecho de seguro; 30lleguémonos más cerca.
CIPIÓNSea, lleguemos.
GAYO MARIONo más, que dende aquí le entenderemos.
(Pónese CORABINO encima de la muralla con bandera blanca puesta en una lanza.)
CORABINO ¡Romanos! ¡Ah, romanos! ¿Puede acasoser de vosotros esta voz oída?
GAYOMARIOPuesto que más la bajes y hables paso, 35cualquiera tu razón será entendida.
CORABINODecid al general que acerque el pasoal foso, porque viene dirigidaa él una embajada.
CIPIÓNDila presto,que yo soy Cipión.
CORABINOEscucha el resto. 40 Dice Numancia, general prudente,que consideres bien que ha muchos añosque entre la nuestra y tu romana genteduran los males de la guerra estraños;y que, por evitar que no se aumente 45la dura pestilencia destos daños,quiere, si tú quisieres, acaballacon una breve y singular batalla. Un soldado se ofrece de los nuestrosa combatir, cerrado en estacada, 50con cualquiera esforzado de los vuestros,por acabar contienda tan pesada;y si los hados fueren tan siniestros,que el uno quede sin la vida amada,si fuere el nuestro, darse ha la tierra; 55si el tuyo fuere, acábese la guerra. Y, por seguridad deste concierto,daremos a tu gusto los rehenes.Bien sé que en él vendrás, porque estás ciertode los soldados que a tu cargo tienes, 60y sabes que el menor, en campo abierto,hará sudar el pecho, el rostro y sienesal más aventajado de Numancia:ansí que, está sigura tu ganancia. Porque a la ejecución se venga luego, 65respóndeme, señor, si estás en ello.
CIPIÓNDonaire es lo que dices, risa, juego,y loco el que pensase de hacello.Usad el medio del humilde ruego,si queréis que se escape vuestro cuello 70de probar el rigor y filos diestrosdel romano cuchillo y brazos nuestros. La fiera que en la jaula está encerradapor su selvatiquez y fuerza dura,si puede allí con maña ser domada 75y con el tiempo y medios de cordura,quien la dejase ir libre y desatadadaría grandes muestras de locura.Bestias sois, y por tales, encerradosos tengo donde habéis de ser domados. 80 Mía será Numancia, a pesar vuestro,sin que me cueste un mínimo soldado,y el que tenéis vosotros por más diestrorompa por ese foso trincheado;y si en esto os parece que yo muestro 85un poco mi valor acobardado,el viento lleve agora esta vergüenza,y vuélvale la fama cuando os venza.
(Vanse CIPIÓN y los suyos.)
CORABINO ¿No escuchas más, cobarde? ¿Ya te escondes?¿Enfádate la igual justa batalla? 90Mal con tu nombradía correspondes,mal podrás deste modo sustentalla;en fin, como cobarde me respondes.¡Cobardes sois, romanos, vil canalla,en vuestra muchedumbre confiados, 95y no en los diestros brazos levantados! ¡Pérfidos, desleales, fementidos,crueles, revoltosos y tiranos;ingratos, codiciosos, malnacidos,pertinaces, feroces y villanos; 100adúlteros, infames, conocidospor de industriosas, mas cobardes manos!,¿qué gloria alcanzaréis en darnos muerteteniéndonos atados desta suerte? En cerrado escuadrón, o manga suelta, 105en la campaña rasa, do no puedaestorbar la mortal fiera revueltael ancho foso y muro que la veda,fuere bien que, sin dar el pie la vueltay sin tener jamás la espada queda, 110ese ejército mucho, bravo, vuestrose viera con el poco, flaco, nuestro. Mas, como siempre estáis acostumbradosa vencer con ventajas y con mañas,estos conciertos, en valor fundados, 115no los admiten bien vuestras marañas.¡Liebres en pieles fieras disfrazados,load y engrandeced vuestras hazañas;que espero en el gran Júpiter de verossujetos a Numancia y a sus fueros! 120
(Bájase, y torna a salir luego con todos los numantinos que salieron en el principio de la segunda jornada, excepto MARQUINO, que se arrojó en la sepultura, y sale también MORANDRO.)
TEÓGENES En términos nos tiene nuestra suerte,dulces amigos, que será venturaacabar nuestros daños con la muerte. Por nuestro mal, por nuestra desventura,vistes del sacrificio el triste agüero, 125y a Marquino tragar la sepultura. El desafío no ha importado un cero;de intentar qué nos queda no lo siento,si no es acelerar el fin postrero. Esta noche se muestre el ardimiento 130del numantino acelerado pecho,y póngase por obra nuestro intento: el enemigo muro sea deshecho;salgamos a morir a la campaña,y no, como cobardes, en estrecho. 135 Bien sé que sólo sirve esta hazañade que a nuestro morir se mude el modo;que con ella la muerte se acompaña.
CORABINO Con ese parecer yo me acomodo:morir quiero rompiendo el fuerte muro, 140y deshacelle por mi mano todo; mas tiéneme una cosa mal seguro:que si nuestras mujeres saben esto,de que no haremos nada os aseguro. Cuando otra vez tuvimos presupuesto 145de salir y dejallas, cada unofiado en su caballo y brazo diestro, ellas, que el trato a ellas importunosupieron, al momento nos robaronlos frenos, sin dejarnos sólo uno. 150 Entonces el salir nos estorbaron,y ansí lo harán agora fácilmentesi las lágrimas muestran que mostraron.
MORANDRO Nuestro designio a todas es patente;todas lo saben; ya no queda alguna 155que no se queja dello amargamente, y dicen que en la buena o ruin fortunaquieren, en vida y muerte, acompañarnos,aunque su compañía es importuna.
(Aquí entran cuatro o más mujeres de Numancia, y con ellas LIRA. Las mujeres traen unas figuras de niños en los brazos, y otros de las manos, excepto LIRA, que no trae ninguno.)
Veislas aquí do vienen a rogaros, 160no la dejéis en tantos embarazos;aunque seáis de acero, han de ablandaros. Los tiernos hijos vuestros en los brazoslas tristes traen; ¿no veis con qué señalesde amor les dan los últimos abrazos? 165
PRIMERO Dulces señores nuestros, si en los maleshasta aquí de Numancia padecidos,que son menores los que son mortales, y en los bienes también, que ya son idos,siempre mostramos ser mujeres vuestras, 170y vosotros también nuestros maridos, ¿por qué en las ocasiones tan siniestrasque el cielo airado agora nos ofrece,nos dais de aquel amor tan cortas muestras? Hemos sabido, y claro se parece, 175que en las romanas armas arrojarosqueréis, pues su rigor menos empece que no la hambre de que veis cercaros,de cuyas flacas manos desabridaspor imposible tengo el escaparos. 180 Peleando queréis dejar las vidas,y dejarnos también desamparadas,a deshonras y muertes ofrecidas. Nuestro cuello ofreced a las espadasvuestras primero; que es mejor partido 185que vernos de enemigos deshonradas. Yo tengo en mi intención estatuidoque, si puedo, haré cuanto en mí fuerepor morir do muriere mi marido. Y esto mesmo hará la que quisiere 190mostrar que no los miedos de la muertele estorban de querer a quien bien quiere,en buena o mala, en dulce o amarga suerte.
OTRA ¿Qué pensáis, varones claros?¿Revolvéis aun todavía 195en la triste fantasíade dejarnos y ausentaros? ¿Queréis dejar por venturaa la romana arrogancialas vírgenes de Numancia 200para mayor desventura? Y a los libres hijos nuestros¿queréis esclavos dejallos?¿No será mejor ahogalloscon los propios brazos vuestros? 205 ¿Queréis hartar el deseode la romana codicia,y que triunfe su injusticiade nuestro justo trofeo? ¿Serán por ajenas manos 210nuestras casas derribadas?Y las bodas esperadas,¿hanlas de gozar romanos? En salir hacéis error,que acarrea cien mil yerros, 215porque dejáis sin los perrosel ganado, y sin señor. Si al foso queréis salir,llevadnos en tal salida,porque tendremos por vida 220a vuestros lados morir. No apresuréis el caminoal morir, porque su estambrecuidado tiene la hambrede cercenarla contino. 225
OTRAS Hijos destas tristes madres,¿qué es esto? ¿Cómo no habláis,y con lágrimas rogáisque no os dejen vuestros padres? Basta que la hambre insana 230os acabe con dolor,sin esperar el rigorde la aspereza romana. Decidles que os engendraronlibres, y libres nacisteis, 235y que vuestras madres tristestambién libres os criaron. Decidles que, pues la suertenuestra va tan de caída,que, como os dieron la vida, 240ansimismo os den la muerte. ¡Oh muros desta ciudad!,si podéis, hablad; decid,y mil veces repetid:«¡Numantinos, libertad!» 245 Los templos, las casas nuestras,levantadas en concordia;os piden misericordia,hijos y mujeres vuestras. Ablandad, claros varones, 250esos pechos diamantinos,y mostrad, cual numantinos,amorosos corazones; que no por romper el muroremediáis un mal tamaño; 255antes en ello está el dañomás propincuo y más seguro.
LIRA También las tiernas doncellasponen en vuestra defensael remedio de su ofensa 260y el alivio a sus querellas; no dejéis tan ricos robosa las codiciosas manos:mirad que son los romanoshambrientos y fieros lobos. 265 Desesperación notoriaes esta que hacer queréis,adonde sólo hallaréisbreve muerte y larga gloria. Mas, ya que salga mejor 270que yo pienso esta hazaña,¿qué ciudad hay en Españaque quiera daros favor? Mi pobre ingenio os advierteque si hacéis esta salida, 275al enemigo dais viday a toda Numancia muerte. De vuestro acuerdo gentillos romanos burlarán;porque, decidme: ¿qué harán 280tres mil contra ochenta mil? Aunque estuviesen abiertoslos muros y sin defensa,seríades con ofensamal vengados y bien muertos. 285 Mejor es que la venturao el daño que el cielo ordene,o nos salve o nos condene,dé la vida o sepultura.
TEÓGENES Limpiad los ojos húmidos del llanto, 290mujeres tiernas, y tené entendidoque vuestra angustia la sentimos tanto,que responde al amor nuestro subido;ora crezca el dolor, ora el quebrantosea, por nuestro bien, disminuido, 295jamás en vida o muerte os dejaremos;antes, en muerte y vida os serviremos. Pensábamos salir al foso, ciertosantes de allí morir que de escaparnos,pues fuera quedar vivos, aunque muertos, 300si muriendo pudiéramos vengarnos;mas, pues nuestros disignios descubiertoshan sido, y es locura aventurarnos,amados hijos y mujeres nuestras,nuestras vidas serán, de hoy más, las vuestras. 305 Sólo se ha de mirar que el enemigono alcance de nosotros triunfo y gloria:antes ha de servir él de testigoque apruebe y eternice nuestra historia;y si todos venís en lo que digo, 310mil siglos durará nuestra memoria:y es que no quede cosa aquí en Numanciade do el contrario pueda haber ganancia. En medio de la plaza se haga un fuego,en cuya ardiente llama licenciosa 315nuestras riquezas todas se echen luego,desde la pobre a la más rica cosa;y esto podéis tener a dulce juego,cuando os declare la intención honrosaque se ha de efectuar, después que sea 320abrasada cualquier rica presea. Y, para entretener por alguna horala hambre, que ya roe nuestros huesos,haréis descuartizar luego a la horaesos tristes romanos que están presos, 325y, sin del chico al grande hacer mejora,repártanse entre todos; que con esosserá nuestra comida celebradapor estraña, cruel, necesitada. Amigos, ¿qué os parece? ¿Estáis en esto? 330
CORABINODigo que a mí me tiene satisfecho,y que a la ejecución se venga prestode tan estraño y tan honroso hecho.
TEÓGENESPues yo de mi intención os diré el resto:después que sea lo que digo hecho, 335vamos a ser ministros todos luegode encender el ardiente y rico fuego.
MUJER PRIMERA Nosotras desde aquí ya comenzamosa dar con voluntad nuestros arreos,y a las vuestras las vidas entregamos, 340como se han entregado los deseos.
LIRAEa, pues, caminemos; vamos, vamos,y abrásense en un punto los trofeosque pudieran hacer ricas las manos,y aun hartar la codicia de romanos. 345
(Vanse todos, y al salir MORANDRO, ase a LIRA por el brazo y detiénela.)
MORANDRO No vayas tan de corrida,Lira; déjame gozardel bien que me puede daren la muerte alegre vida; deja que miren mis ojos 350un rato tu hermosura,pues tanto mi desventurase entretiene en mis enojos. ¡Oh dulce Lira, que suenascontino en mi fantasía 355con tan süave armoníaque vuelve en gloria mis penas! ¿Qué tienes? ¿Qué estás pensando,gloria de mi pensamiento?
LIRAPienso cómo mi contento 360y el tuyo se va acabando. Y no será su homicidael cerco de nuestra tierra;que primero que la guerrase me acabará la vida. 365
MORANDRO ¿Qué dices, bien de mi alma?
LIRAQue me tiene tal la hambre,que de mi vital estambrellevará presto la palma. ¿Qué tálamo has de esperar 370de quien está en tal extremo,que te aseguro que temoantes de una hora espirar? Mi hermano ayer espiró,de la hambre fatigado, 375y mi madre ya ha acabado,que la hambre la acabó. Y si la hambre y su fuerzano ha rendido mi salud,es porque la juventud 380contra su rigor se esfuerza; pero, como ha tantos díasque no le hago defensa,no pueden contra su ofensalas débiles fuerzas mías. 385
MORANDRO Enjuga, Lira, los ojos;deja que los tristes míosse vuelvan corrientes ríosnacidos de tus enojos; y, aunque la hambre ofendida 390te tenga tan sin compás,de hambre no morirásmientras yo tuviere vida. Yo me ofrezco de saltarel foso y el muro fuerte, 395y entrar por la misma muerte,para la tuya escusar. El pan que el romano toca,sin que el temor me destruya,lo quitaré de la suya 400para ponerlo en tu boca. Con mi brazo haré carreraa tu vida y a mi muerte,porque más me mata el verte,señora, de esa manera. 405 Yo te traeré de comera pesar de los romanos,si ya son estas mis manoslas mismas que solían ser.
LIRA Hablas como enamorado, 410Morandro; pero no es justoque ya tome gusto el gustocon tu peligro comprado. Poco podrá sustentarmecualquier robo que harás, 415aunque más cierto hallarásel perderte que ganarme. Goza de tu mocedaden fresca edad y crecida,que más importa tu vida 420que la mía a la ciudad. Tú podrás bien defendellade la enemiga asechanza,que no la flaca pujanzadesta tan triste doncella. 425 Ansí que, mi dulce amor,despide ese pensamiento,que yo no quiero sustentoganado con tu sudor; que, aunque puedas alargar 430mi muerte por algún día,esta hambre que porfíaen fin nos ha de acabar.
MORANDRO En vano trabajas, Lira,de impidirme este camino, 435do mi voluntad y signoallá me convida y tira. Tú rogarás entretantoa los dioses que me vuelvancon despojos que resuelvan 440tu miseria y mi quebranto.
LIRA Morandro, mi dulce amigo,no vayas; que se me antojaque de tu sangre veo rojala espada del enemigo. 445 No hagas esta jornada,Morandro, bien de mi vida;que si es mala la salida,es muy peor la tornada. Si quiero aplacar tu brío, 450por testigo pongo al cielo;que de tu daño recelo,y no del provecho mío; mas si acaso, amado amigo,prosigues esta contienda, 455lleva este abrazo por prendade que me llevas contigo.
MORANDRO Lira, el cielo te acompañe.Vete, que a Leoncio veo.
LIRAY a ti te cumpla el deseo 460y en ninguna parte dañe.
(LEONCIO ha de estar escuchando todo lo que ha pasado entre su amigo MORANDRO y LIRA.)
LEONCIO Terrible ofrecimiento es el que has hecho,y en él, Morandro, se nos muestra claroque no hay cobarde enamorado pecho, aunque de tu virtud y valor raro 465debe más esperarse; mas yo temoque el hado infeliz se nos muestre avaro. He estado atento al miserable extremoen que te ha dicho Lira que se halla,indigno, cierto, a su valor supremo, 470 y que tú has prometido de libralladeste presente daño, y arrojarteen las armas romanas a batalla. Yo quiero, buen amigo, acompañarte,y en empresa tan justa y tan forzosa 475con mis pequeñas fuerzas ayudarte.
MORANDRO ¡Oh mitad de mi alma! ¡Oh venturosaamistad, no en trabajos dividida,ni en la ocasión más próspera y dichosa! Goza, Leoncio, de la dulce vida; 480quédate en la ciudad, que yo no quieroser de tus verdes años homicida. Yo solo tengo de ir; yo solo esperovolver con los despojos merecidosa mi inviolable fe y amor sincero. 485
LEONCIO Pues ya tienes, Morandro, conocidosmis deseos, que en buena o mala suerteal sabor de los tuyos van medidos; sabrás que no los miedos de la muertede ti me apartarán un solo punto, 490ni otra cosa, si la hay, que sea mas fuerte. Contigo tengo de ir; contigo juntohe de volver, si ya el cielo no ordenaque quede en tu defensa allá difunto.
MORANDRO Quédate, amigo; queda en hora buena, 495porque si yo acabare aquí la vidaen esta empresa de peligro llena, tú puedas a mi madre doloridaconsolar en el trance riguroso,y a la esposa de mí tanto querida. 500
LEONCIO Cierto que estás, amigo, muy donosoen pensar que, tú muerto, quedaríayo con tal quietud y tal reposo, que de consuelo alguno serviríaa la doliente madre y triste esposa. 505Pues en la tuya está la muerte mía, seguirte tengo en la ocasión dudosa:mira cómo ha de ser, Morandro amigo,y en el quedarme no me hables cosa.
MORANDRO Pues no puedo estorbarte el ir conmigo, 510en el silencio de la noche oscuratenemos de asaltar al enemigo. Lleva ligeras armas; que venturaes la que ha de ayudar al alto intento,que no la malla entretejida y dura. 515 Lleva ansí mismo puesto el pensamientoen robar y traer a buen recadolo que pudieres más de bastimento.
LEONCIOVamos, que no saldré de tu mandado.
Vanse.
Dos numantinos.
PRIMERO ¡Derrama, oh dulce hermano, por los ojos 520el alma en llanto amargo convertida!Venga la muerte y lleve los despojosde nuestra miserable y triste vida.
SEGUNDOBien poco durarán estos enojos;que ya la muerte viene apercebida 525para llevar en presto y breve vueloa cuantos pisan de Numancia el suelo. Principios veo que prometen prestoamargo fin a nuestra dulce tierra,sin que tengan cuidado de hacer esto 530los contrarios ministros de la guerra:nosotros mismos, a quien ya es molestoy enfadoso el vivir que nos atierra,hemos dado sentencia inrevocablede nuestra muerte, aunque cruel, loable. 535 En la plaza mayor ya levantadaqueda una ardiente cudiciosa hoguera,que, de nuestras riquezas ministrada,sus llamas sube hasta la cuarta esfera.Allí con triste priesa acelerada 540y con mortal y tímida carreraacuden todos, como a santa ofrenda,a sustentar sus llamas con su hacienda. Allí la perla del rosado oriente,y el oro en mil vasijas fabricado, 545y el diamante y rubí más excelente,y la extremada púrpura y brocado,en medio del rigor fogoso ardientede la encendida llama es arrojado:despojos do pudieran los romanos 550henchir los senos y ocupar las manos.
(Aquí salen algunos cargados de ropa, y entran por una puerta y salen por otra.)
Vuelve al triste espectáculo la vista:verás con cuánta priesa y cuánta ganatoda Numancia en numerosa listaaguija a sustentar la llama insana; 555y no con verde leño y seca arista,no con materia al consumir liviana,sino con sus haciendas mal gozadas,pues se ganaron para ser quemadas.
PRIMERO Si con esto acabara nuestro daño, 560pudiéramos llevallo con paciencia;mas, ¡ay!, que se ha de dar, si no me engaño,de que muramos todos cruel sentencia.Primero que el rigor bárbaro estrañomuestre en nuestras gargantas su inclemencia, 565verdugos de nosotros nuestras manosserán, y no los pérfidos romanos. Han acordado que no quede algunamujer, niño ni viejo con la vida,pues, al fin, la cruel hambre importuna 570con más fiero rigor es su homicida.Mas ves allí do asoma, hermano, unaque, como sabes, fue de mí queridaun tiempo, con extremo tal de amores,cual es el que ella tiene de dolores. 575
(Sale una mujer con una criatura en los brazos y otra de la mano.)
MADRE ¡Oh duro vivir molesto,terrible y triste agonía!
HIJOMadre, ¿por ventura, habríaquien nos diese pan por esto?
MADRE ¿Pan, hijo? Ni aun otra cosa 580que semeje de comer.
HIJOPues, ¿tengo de perecerde dura hambre rabiosa? Con poco pan que me deis,madre, no os pediré más. 585
MADREHijo, ¡qué pena me das!
HIJO¿Pues qué, madre, no queréis?
MADRE Sí quiero; mas, ¿qué haré,que no sé dónde buscallo?
HIJOBien podéis, madre, comprallo; 590si no, yo lo compraré; mas, por quitarme de afán,si alguno conmigo topa,le daré toda esta ropapor un mendrugo de pan. 595
MADRE ¿Qué mamas, triste criatura?¿No sientes que a mi despechosacas ya del flaco pecho,por leche, la sangre pura? Lleva la carne a pedazos 600y procura de hartarte,que no pueden más llevartemis flojos, cansados brazos. Hijos del ánima mía,¿con qué os podré sustentar, 605si apenas tengo qué os darde la propia carne mía? ¡Oh hambre terrible y fuerte,cómo me acabas la vida!¡Oh guerra, sólo venida 610para causarme la muerte!
HIJO ¡Madre mía, que me fino!Aguijemos a do vamos,que parece que alargamosla hambre con el camino. 615
MADRE Hijo, cerca está la plazaadonde echaremos luegoen mitad del vivo fuegoel peso que te embaraza.
(Éntranse.)
Scena I
Tócase al arma con gran priesa, y a este rumor salen CIPIÓN con JUGURTA y GAYO MARIO, alborotados.
CIPIÓN ¿Qué es esto, capitanes? ¿Quién nos tocaal arma en tal sazón? ¿Es por venturaalguna gente desmandada y loca,que viene a procurar su sepultura?O no sea algún motín el que provoca 5tocar al arma en recia coyuntura:que tan seguro estoy del enemigo,que tengo más temor al que es amigo.
(Sale QUINTO FABIO, con la espada desnuda, y dice:)
QUINTO FABIO Sosiega el pecho, general prudente,que ya desta arma la ocasión se sabe, 10puesto que ha sido a costa de tu gente:de aquella en quien más brío y fuerza cabe.Dos numantinos, con soberbia fuerte,cuyo valor será razón se alabe,saltando el ancho foso y la muralla, 15han movido a tu campo cruel batalla. A las primeras guardias imbistieron,y en medio de mil lanzas se arrojaron,y con tal furia y rabia arremetieron,que libre paso al campo les dejaron; 20las tiendas de Fabricio acometieron,y allí su fuerza y su valor mostraron,de modo que en un punto seis soldadosfueron de agudas puntas traspasados. No con tanta presteza el rayo ardiente 25pasa rompiendo el aire en presto vuelo,ni tanto la cometa reluciente,se muestra ir presurosa por el cielo,como estos dos por medio de tu gentepasaron, colorando el duro suelo 30con la sangre romana que sacabansus espadas doquiera que llegaban. Queda Fabricio traspasado el pecho;abierta la cabeza tiene Horacio;Olmida ya perdió el brazo derecho 35y de vivir le queda poco espacio.Fuele ansí mismo poco de provechola ligereza al valeroso Estacio,pues el correr al numantino fuertefue abreviar el camino de su muerte. 40 Con presta ligereza discurriendoiban de tienda en tienda, hasta que hallaronun poco de bizcocho, el cual cogieron;el paso, y no el furor, atrás volvieron:el uno dellos se escapó huyendo, 45al otro mil espadas le acabaron;por donde infiero que la hambre ha sidoquien les dio atrevimiento tan subido.
CIPIÓN Si estando deshambridos y encerradosmuestran tan demasiado atrevimiento, 50¿qué hicieran siendo libres y enteradosen sus fuerzas primeras y ardimiento?¡Indómitos, al fin seréis domados,porque contra el furor vuestro violentose tiene de poner la industria nuestra, 55que de domar soberbios es maestra!
(Éntrase CIPIÓN y los suyos, y luego tócase al arma en la ciudad, y al rumor sale MORANDRO, herido y lleno de sangre, con una cestilla blanca en el brazo izquierdo con algún poco de bizcocho ensangrentado, y dice:)
MORANDRO ¿No vienes, Leoncio? Di:¿qué es esto, mi dulce amigo?Si tú no vienes conmigo,¿cómo vengo yo sin ti? 60 Amigo, ¿que te has quedado?Amigo, ¿que te quedaste?¡No eres tú el que me dejaste,sino yo el que te he dejado! ¿Que es posible que ya dan 65tus carnes despedazadasseñales averiguadasde lo que cuesta este pan? ¿Y es posible que la heridaque a ti te dejó difunto, 70en aquel instante y puntono me quitó a mí la vida? No quiso el hado cruelacabarme en paso tal,por hacerme a mí más mal 75y hacerte a ti más fiel. Tú, en fin, llevarás la palmade más verdadero amigo;yo a desculparme contigoenviaré bien presto el alma; 80 y tan presto, que el afána morir me llama y tira,en dando a mi dulce Liraeste tan amargo pan. Pan ganado de enemigos; 85pero no ha sido ganado,sino con sangre compradode dos sin ventura amigos.
(Sale LIRA con alguna ropa, como que la lleva a quemar, y dice:)
LIRA ¿Qué es esto que ven mis ojos?
MORANDROLo que presto no verán, 90según la priesa se dande acabarme mis enojos. Ves aquí, Lira, cumplidami palabra y mis porfíasde que tú no morirías 95mientras yo tuviese vida. Y aun podré mejor decirque presto vendrás a verque a ti sobrará el comery a mí faltará el vivir. 100
LIRA ¿Qué dices, Morandro amado?
MORANDROLira, que acortes la hambre,entre tanto que la estambrede mi vida corta el hado; pero mi sangre vertida, 105y con este pan mezclada,te ha de dar, mi dulce amada,triste y amarga comida. Ves aquí el pan que guardabanochenta mil enemigos, 110que cuesta de dos amigoslas vidas que más amaban. Y, porque lo entiendas ciertoy cuánto tu amor merezco,ya yo, señora, perezco, 115y Leoncio ya está muerto. Mi voluntad sana y justarecíbela con amor,que es la comida mejory de que el alma más gusta. 120 Y, pues en tormenta y calmasiempre has sido mi señora,recibe este cuerpo agora,como recibiste el alma.
(Cáese muerto y cógele en las faldas LIRA.)
LIRA Morandro, dulce bien mío, 125¿qué sentís, o qué tenéis?¿Cómo tan presto perdéisvuestro acostumbrado brío? Mas, ¡ay, triste sin ventura,que ya está muerto mi esposo! 130¡Oh caso, el más lastimosoque se vio en la desventura! ¿Quién os hizo, dulce amado,con valor tan excelente,enamorado valiente 135y soldado desdichado? ¡Hicistes una salidaesposo mío, de suerte,que por escusar mi muerte,me habéis quitado la vida! 140 ¡Oh pan de la sangre llenoque por mí se derramó,no te tengo en cuenta yode pan, sino de veneno; ¡No te llegaré a mi boca 145por poderme sustentar,si ya no es para besaresta sangre que te toca!
(A este punto ha de entrar un muchacho hablando desmayadamente, el cual es HERMANO de LIRA.)
HERMANO Lira, hermana, ya expirómi padre, y mi madre está 150en términos que ya yamorirá cual muero yo: la hambre los ha acabado.Hermana mía, ¿pan tienes?¡Oh pan, y cuán tarde vienes, 155que ya no hay pasar bocado! Tiene la hambre apretadami garganta en tal manera,que, aunque este pan agua fuera,no pudiera pasar nada. 160 Tómalo, hermana querida;que, por más crecer mi afán,veo que me sobra el pancuando me falta la vida.
(Cáese muerto.)
LIRA ¿Espiraste, hermano amado? 165Ni aliento ni vida tiene:¡bien es el mal cuando vienesin venir acompañado! Fortuna, ¿por qué me aquejascon un daño y otro junto, 170y por qué en un solo puntohuérfana y viuda me dejas? ¡Oh duro escuadrón romano,cómo me tiene tu espadade dos muertos rodeada: 175uno esposo y otro hermano! ¿A cuál volveré la caraen este trance importuno,si en la vida cada unofue prenda del alma cara? 180 ¡Dulce esposo, hermano tierno,yo os igualaré en quereros,porque pienso presto verosen el cielo o el infierno! En el modo de morir 185a entrambos he de imitar,porque el hierro ha de acabar,y la hambre, mi vivir. Primero daré a mi pechouna daga que este pan: 190que a quien vive con afán,es la muerte de provecho. ¿Qué aguardo? ¡Cobarde estoy!Brazo, ¿ya os habéis turbado?¡Dulce esposo, hermano amado, 195esperadme, que ya voy!
(A este punto, sale una MUJER huyendo, y tras ella un SOLDADO numantino con una daga en la mano para matarla.)
MUJER ¡Eterno padre, Júpiter piadoso,favorecedme en tan adversa suerte!
SOLDADO¡Aunque más lleves vuelo presuroso,mi dura mano te ha de dar la muerte! 200
(Éntrase la MUJER adentro y dice LIRA:)
LIRAEl hierro agudo, el brazo belicoso,contra mí, buen soldado, le convierte:deja vivir a quien la vida agrada,y quítame la mía, que me enfada.
SOLDADO Puesto que es el decreto del Senado 205que ninguna mujer quede con vida,¿cuál será el bravo pecho aceleradoque en ese hermoso vuestro dé herida?Yo, señora, no soy tan mal mirado,que me precie de ser vuestro homicida: 210otra mano, otro hierro ha de acabaros,que yo sólo nací para adoraros.
LIRA Esa piedad que quiés usar conmigo,valeroso soldado, yo te juro,y al alto Cielo pongo por testigo, 215que yo la estimo por rigor muy duro;tuviérate yo entonces por amigocuando, con pecho y ánimo seguro,este mío afligido traspasarasy de la amarga vida me privaras. 220 Pero, pues quiés mostrarte piadoso,tan en daño, señor, de mi contento,muéstralo agora en que a mi triste esposodemos el funeral último asiento;también a este mi hermano, que en reposo 225yace, ya libre del vital aliento:mi esposo feneció por darme vida;de mi hermano, la hambre fue homicida.
SOLDADO Hacer lo que me mandas está llano,con condición que en el camino cuentes 230quién a tu amado esposo y caro hermanotrujo a los postrimeros accidentes.
LIRAAmigo, ya el hablar no está en mi mano.
SOLDADO¿Que tan al cabo estás? ¿Que tal te sientes?Lleva a tu hermano, pues que es menor carga, 235y yo a tu esposo, que más pesa y carga.
(Sálense llevando los dos cuerpos.)
Sale una mujer armada, con un escudo en el brazo izquierdo y una lancilla en la mano, que significa la GUERRA; trae consigo a la ENFERMEDAD, arrimada a una muleta, y rodeada de paños la cabeza, con una máscara amarilla, y la HAMBRE saldrá vestida con una ropa de bocací amarillo, y una máscara amarilla o descolorida.
Pueden estas figuras hacellas hombres, pues llevan máscaras.
GUERRA Hambre y Enfermedad, ejecutorasde mis terribles mandos y severos,de vidas y salud consumidoras,con quien no vale ruego, mando o fueros, 240pues ya de mi intención sois sabidoras,no hay para qué de nuevo encarecerosde cuánto gusto me será y contentoque, luego luego, hagáis mi mandamiento. La fuerza incontrastable de los hados, 245cuyos efectos nunca salen vanos,me fuerza a que de mí sean ayudadosestos sagaces mílites romanos:ellos serán un tiempo levantados,y abatidos también estos hispanos; 250pero tiempo vendrá en que yo me mudey dañe al alto y al pequeño ayude. Que yo, que soy la poderosa Guerra,de tantas madres detestada en vano,aunque quien me maldice a veces yerra, 255pues no sabe el valor desta mi mano,sé bien que en todo el orbe de la tierraseré llevada del valor hispano,en la dulce sazón que estén reinandoun Carlos, un Filipo y un Fernando. 260
ENFERMEDAD Si ya la Hambre, nuestra amiga fida,no tuviera tomado con instanciaa su cargo de ser fiera homicidade todos cuantos viven en Numancia,fuera de mí tu voluntad cumplida, 265de modo que se viera la gananciafácil y rica que el romano hubieraharto mejor de aquella que se espera. Mas ella, en cuanto su poder alcanza,ya tiene tal al pueblo numantino, 270que de esperar alguna buena andanzale ha tomado las sendas y el camino;mas del furor la rigurosa lanzay la influencia del contrario signole trata con tan áspera violencia, 275que no es menester hambre ni dolencia. El Furor y la Rabia, tus secuaces,han tomado en sus pechos tal asiento,que, cual si fuese de romanas haces,cada cual de su sangre está sediento. 280Muertes, incendios, iras son sus paces;en el morir han puesto su contento,y por quitar el triunfo a los romanos,ellos mesmos se matan con sus manos.
HAMBRE Volved los ojos y veréis ardiendo 285de la ciudad los encumbrados techos;escuchad los suspiros que saliendovan de mil tristes lastimados pechos;oíd la voz y lamentable estruendode bellas damas a quien, ya deshechos 290los tiernos miembros en ceniza y fuego,no valen padre, amigo, amor ni ruego. Cual suelen las ovejas descuidadas,siendo del fiero lobo acometidas,andar aquí y allí descarriadas, 295con temor de perder las simples vidas,tal niños y mujeres delicadas,huyendo las espadas homicidas,andan de calle en calle, ¡oh hado insano!,su cierta muerte dilatando en vano. 300 Al pecho de la amada nueva esposatraspasa del esposo el hierro agudo;contra la madre, ¡oh nunca vista cosa!,se muestra el hijo de piedad desnudo,y contra el hijo el padre, con rabiosa 305clemencia levantando el brazo crudo,rompe aquellas entrañas que ha engendrado,quedando satisfecho y lastimado. No hay plaza, no hay rincón, no hay calle o casa,que de sangre y de muertos no esté llena; 310el hierro mata, el duro fuego abrasa,y el rigor ferocísimo condena.Presto veréis que por el suelo rasaestá la más subida y alta almena,y las casas y templos más crecidos 315en polvo y en ceniza convertidos. Venid: veréis que en los amados cuellosde tiernos hijos y mujer querida,Teógenes afila y prueba en ellosde su espada el cruel corte homicida, 320y como ya, después de muertos ellos,estima en poco la cansada vida,buscando de morir un modo estraño,que causó, con el suyo, más de un daño.
GUERRA Vamos, pues, y ninguno se descuide 325de ejecutar por eso aquí su fuerza,y a lo que digo sólo atienda y cuide,sin que de mi intención un punto tuerza.
(Vanse.)
Sale TEÓGENES, con dos hijos pequeños y una hija y su MUJER.
TEÓGENES Cuando el paterno amor no me detienede ejecutar la furia de mi intento, 330considerad, mis hijos, cuál me tieneel celo de mi honroso pensamiento.Terrible es el dolor que se previenecon acabar la vida en fin violento,y más el mío, pues al hado plugo 335que yo sea de vosotros cruel verdugo. No quedaréis, ¡oh hijos de mi alma!,esclavos, ni el romano poderíollevará de vosotros triunfo o palma,por más que a sujetarnos alce el brío; 340el camino, más llano que la palma,de nuestra libertad el cielo píonos ofrece, nos muestra y nos advierteque sólo está en las manos de la muerte. Ni vos, dulce consorte, amada mía, 345os veréis en peligro que romanospongan en vuestro pecho y gallardíalos vanos ojos y las torpes manos.Mi espada os sacará desta agonía,y hará que sus intentos salgan vanos, 350pues, por más que codicia los atiza,triunfarán de Numancia en la ceniza. Yo soy, consorte amada, el que primerodi el parecer que todos pereciésemos,antes que al insufrible desafuero 355del romano poder sujetos fuésemos,y en el morir no pienso ser postrero,ni lo serán mis hijos.
MUJER¡Si pudiésemosescaparnos, señor, por otra vía,el cielo sabe si me holgaría! 360 Mas, pues no puede ser, según yo veo,y está ya mi muerte tan cercana,lleva de nuestras vidas tú el trofeo,y no la espada pérfida romana.Mas, pues que he de morir, morir deseo 365en el sagrado templo de Dïana.Allá nos lleva, buen señor, y luegoentréganos al hierro, al lazo, y fuego.
TEÓGENES Ansí se haga, y no nos detengamos;que ya a morir me incita el triste hado. 370
HIJOMadre, ¿por qué lloráis? ¿Adónde vamos?Teneos, que andar no puedo de cansado.Mejor será, mi madre, que comamos,que la hambre me tiene fatigado.
MADREVen en mis brazos, hijo de mi vida, 375do te daré la muerte por comida.
(Vanse luego, y salen dos muchachos huyendo; y el uno de ellos ha de ser el que se arroja de la torre, que se llama VIRIATO, y el otro, SERVIO.)
VIRIATO ¿Por dónde quieres que huyamos,Servio?
SERVIO¿Yo? Por do quisieres.
VIRIATOCamina; ¡qué flojo eres!¡Tú ordenas que aquí muramos! 380 ¿No ves, triste, que nos siguenmil hierros para matarnos?
SERVIOImposible de escaparnosde aquéllos que nos persiguen. Mas di: ¿qué piensas hacer, 385o qué medio hay que nos cuadre?
VIRIATOA una torre de mi padreme pienso ir a esconder.
SERVIO Amigo, bien puedes irte;que yo estoy tan flaco y laso 390de hambre, que un solo pasono puedo dar, ni seguirte.
VIRIATO ¿Que no quiés venir?
SERVIO¡No puedo!
VIRIATOSi no puedes caminar,ahí te habrá de acabar 395la hambre, la espada o miedo. Y voyme, porque ya temolo que el vivir desbarata:o que la espada me mata,o que en el fuego me quemo. 400
(Vase y sale TEÓGENES con dos espadas desnudas, y ensangrentadas las manos, y como SERVIO le ve venir, húyese y éntrase dentro.)
TEÓGENES Sangre de mis entrañas derramada,pues sois aquella de los hijos míos;mano contra ti mesma acelerada,llena de honrosos y crueles bríos;Fortuna, en daño nuestro conjurada; 405cielos, de justa piedad vacíos,ofrecedme en tan dura amarga suertealguna honrosa aunque cercana muerte. ¡Valientes numantinos, haced cuentaque yo soy algún pérfido romano, 410y vengad en mi pecho vuestra afrenta,ensangrentando en él la espada y mano!
(Arroja la una espada de la mano.)
Una de estas espadas os presentami airada furia y mi dolor insano;que muriendo en batalla, no se siente 415tanto el rigor del último acidente; y el que privare del vital sosiegoal otro, por señal de beneficio,entregue el desdichado cuerpo al fuego;que éste será bien piadoso oficio. 420Venid; ¿qué os detenéis? Acudid luego;haced ya de mi vida sacrificio,y esa terneza que tenéis de amigosvolved en rabia fiera de enemigos.
UN NUMANTINO ¿A quién, fuerte Teógenes, invocas? 425¿Qué nuevo modo de morir procuras?¿Para qué nos incitas y provocasa tantas desiguales desventuras?
TEÓGENESValiente numantino, si no apocascon el miedo tus bravas fuerzas duras, 430toma esa espada y mátate conmigo,ansí como si fuese tu enemigo; que esta manera de morir me aplaceen este trance más que no otra alguna.
NUMANTINOTambién a mí me agrada y satisface, 435pues que lo quiere ansí nuestra fortuna;mas vamos a la plaza, adonde yacela hoguera a nuestras vidas importuna,porque el que allí venciere, pueda luegoentregar el vencido al duro fuego. 440
TEÓGENES Bien dices; y camina, que se tardael tiempo de morir como deseo,ora me mate el hierro o el fuego me arda,que gloria nuestra en cualquier muerte veo.
(Éntranse.)
(CIPIÓN, JUGURTA, QUINTO FABIO y GAYO MARIO, y algunos soldados romanos.)
CIPIÓN Si no me engaña el pensamiento mío, 445o salen mentirosas las señalesque habéis visto en Numancia, del estruendoy lamentable son y ardientes llamas,sin duda alguna que recelo y temoque el bárbaro furor del enemigo 450contra su propio pecho no se vuelva.Ya no parece gente en la muralla,ni suenan las usadas centinelas:todo está en calma y en silencio puesto,como si en paz tranquila y sosegada 455estuviesen los fieros numantinos.
GAYO MARIOPresto podrás salir de aquesa duda;porque, si tú lo quieres, yo me ofrezcode subir sobre el muro, aunque me pongaal riguroso trance que se ofrece, 460sólo por ver aquello que en Numanciahacen nuestros soberbios enemigos.
CIPIÓNArrima, pues, ¡oh Mario!, alguna escalaa la muralla y haz lo que prometes.
GAYO MARIOId por la escala luego. Y vos, Ermilio, 465haced que mi rodela se me traigay la celada blanca de las plumas;que a fe que tengo de perder la vidao sacar desta duda al campo todo.
ERMILIOVes aquí la rodela y la celada; 470la escala, vesla allí: la trae Olimpio.
GAYO MARIOEncomendadme a Júpiter inmenso,que yo voy a cumplir lo prometido.
CIPIÓNAlza más alta la rodela, Mario,y encoge el cuerpo y cubre la cabeza. 475¡Ánimo, que ya llegas a lo alto!¿Qué ves?
GAYO MARIO¡Oh, santos dioses! ¿Y qué es esto?
JUGURTA¿De qué te admiras?
GAYO MARIODe mirar de sangreun rojo lago, y de ver mil cuerpostendidos por las calles de Numancia. 480
CIPIÓN¿Que no hay ninguno vivo?
GAYO MARIONi por pienso.A lo menos, ninguno se me ofreceen todo cuanto alcanzo con la vista.
CIPIÓNSalta, pues, dentro y míralo bien todo.
(Salta GAYO MARIO en la ciudad.)
Síguele tú también, Jugurta amigo. 485Mas sigámosle todos.
JUGURTANo convieneal oficio que tienes esta impresa:sosiega el pecho, buen señor, y esperaque Mario vuelva, o yo, con la respuestade lo que pasa en la ciudad soberbia. 490Tened bien esa escala... ¡Oh cielos justos,y cuán triste espectáculo y horrendose me ofrece a la vista! ¡Oh caso estraño!Caliente sangre baña todo el suelo;cuerpos muertos ocupan plaza y calles; 495dentro quiero saltar y verlo todo.
(Salta JUGURTA en la ciudad, y dice QUINTO FABIO.)
QUINTO FABIO Sin duda que los fieros numantinos,del bárbaro furor suyo incitados,viéndose sin remedio de salvarse,antes quisieron entregar las vidas 500al filo agudo de sus propios hierros,que no a las vencedoras manos nuestras,aborrecidas dellos lo posible.
CIPIÓNCon uno solo que quedase vivo,no se me negaría el triunfo en Roma 505de haber domado esta nación soberbia,enemiga mortal de nuestro nombre,constante en su opinión, presta, arrojadaal peligro mayor y duro trance,de quien jamás se alabará romano 510que vio la espalda vuelta al numantino,cuyo valor, cuya destreza en armas,me forzó con razón a usar el mediode encerrarlos cual fieras indomables,y triunfar dellos con industria y maña, 515pues era con las fuerzas imposible.Pero ya me parece vuelve Mario.
(GAYO MARIO torna a salir por las murallas y dice:)
GAYO MARIO En balde, ilustre general prudente,han sido nuestras fuerzas ocupadas;en balde te has mostrado diligente, 520 pues en humo y en viento son tornadaslas ciertas esperanzas de victoria,de tu industria contino aseguradas. Del lamentable fin y triste historiade la ciudad invicta de Numancia 525merece ser eterna la memoria. Sacado han de su pérdida ganancia;quitado te han el triunfo de las manos,muriendo con magnánima constancia. Nuestros disignios han salido vanos, 530pues ha podido más su honroso intentoque toda la potencia de romanos. El fatigado pueblo en fin violentoacabó la miseria de su vida,dando triste remate al largo cuento. 535 Numancia está en un lago convertidade roja sangre, y de mil cuerpos llena,de quien fue su rigor propio homicida; de la pesada y sin igual cadenadura de esclavitud se han escapado 540con presta audacia de temor ajena. En medio de la plaza levantadoestá un ardiente fuego temeroso,de sus cuerpos y haciendas sustentado. A tiempo llegué a verle, que el furioso 545Teógenes, valiente numantino,de fenecer su vida deseoso, maldiciendo su corto amargo signo,en medio se arrojaba de la llama,lleno de temerario desatino; 550 y, al arrojarse, dijo: «¡Oh clara Fama,ocupa aquí tus lenguas y tus ojosen esta hazaña, que a cantar te llama! ¡Venid, romanos, ya por los despojosdesta ciudad, en polvo y humo vueltos, 555y sus flores y frutos en abrojos!» De allí, con pies y pensamientos sueltos,gran parte de la tierra he rodeado,por las calles y pasos mal revueltos, y a un solo numantino no he hallado 560que poderte traer vivo, siquierapara que fueras dél bien informado por qué ocasión, de qué suerte o manera,cometieron tan grande desvarío,apresurando la mortal carrera. 565
CIPIÓN ¿Estaba por ventura el pecho míode bárbara arrogancia y muertes lleno,y de piedad justísima vacío? ¿Es de mi condición, por dicha, ajenousar benignidad con el rendido, 570como conviene al vencedor que es bueno? Mal, por cierto, tenían conocidoel valor en Numancia de mi pecho,para vencer y perdonar nacido.
QUINTO FABIO Jugurta te hará más satisfecho, 575señor, de aquello que saber deseas;que, vesle, vuelve lleno de despecho.
(Torna JUGURTA por la mesma muralla.)
JUGURTA Prudente general, en vano empleasmás aquí tu valor: vuelve a otra partela industria sin igual de que te arreas. 580 No hay en Numancia cosa en que ocuparte:todos son muertos ya, sólo uno creoque queda vivo, para el triunfo darte. Allí, en aquella torre, según veo,allí denantes un muchacho estaba, 585turbado en vista y de gentil arreo.
CIPIÓN Si eso fuese verdad, eso bastabapara triunfar en Roma de Numancia,que es lo que más agora deseaba. Lleguémonos allá, y haced instancia 590cómo el muchacho venga a nuestras manosvivo, que es lo que agora es de importancia.
VIRIATO (Desde la torre.)
¿Dónde venís, o qué buscáis, romanos?Si en Numancia queréis entrar por suerte,haréislo sin contraste, a pasos llanos; 595 pero mi lengua desde aquí os advierteque yo las llaves mal guardadas tengodesta ciudad, de quien triunfó la muerte.
CIPIÓN Por ésas, joven, deseoso vengo,y más de que tú hagas experiencia 600si en este pecho piedad sostengo.
VIRIATO ¡Tarde, cruel, ofreces tu clemencia,pues no hay en quien usarla; que yo quieropasar por el rigor de la sentencia que, con suceso amargo, lastimero, 605de mis padres y patria tan querida,causó el último fin, terrible y fiero!
QUINTO FABIO Dime: ¿tienes, por suerte, aborrecida,ciego de un temerario desvarío,tu floreciente edad, tu tierna vida? 610
CIPIÓN Templa, pequeño joven, templa el brío,y subjeta el valor tuyo y pequeño,al mayor de mi honroso poderío; que desde aquí te doy mi fe, y empeñomi palabra, que sólo de ti seas 615tú mismo el propio y conocido dueño, y que de ricas joyas y preseasvivas lo que vivieres abastado,como yo podré darte y tú deseas,si a mi te entregas y te das de grado. 620
VIRIATO Todo el furor de cuantos ya son muertosen este pueblo, en polvo reducido;todo el huir los pactos y conciertos,ni el dar a sujeción jamás oído,sus iras y rencores descubiertos, 625está en mi pecho, todo junto, unido.Yo heredé de Numancia todo el brío;¡ved si pensar vencerme es desvarío! Patria querida, pueblo desdichado,no temas ni imagines que me admire 630de lo que debo hacer, en ti engendrado,ni que promesa o miedo me retire,ora me falte el suelo, el cielo, el hado;ora a vencerme todo el mundo aspire;que imposible será que yo no haga 635a tu valor la merecida paga. Que, si a esconderme aquí me trujo el miedode la cercana y espantosa muerte,ella me sacará con más denuedo,con el deseo de seguir tu suerte: 640del vil temor pasado, como puedo,haré ahora la enmienda, osado y fuerte,y el error de mi edad tierna, inocente,pagaré con morir osadamente. Yo os aseguro, ¡oh fuertes ciudadanos!, 645que no falte por mí la intención vuestrade que no triunfen pérfidos romanos,si ya no fuere de ceniza nuestra.Saldrán conmigo sus intentos vanos:ora levanten contra mí su diestra, 650o me aseguren con promesa ciertaa vida y a regalos ancha puerta. Teneos, romanos; sosegad el brío,y no os canséis en asaltar el muro;que, aunque fuera mayor el poderío 655vuestro, de no vencerme os aseguro.Pero muéstrese ya el intento mío;y si ha sido el amor perfecto y puroque yo tuve a mi patria tan querida,asegúrelo luego esta caída. 660
(Aquí se arroja de la torre, y dice CIPIÓN:)
CIPIÓN ¡Oh nunca vista, memorable hazaña!¡Niño de anciano y valeroso pecho,que no sólo a Numancia, mas a Españahas adquerido gloria en este hecho!¡Con tu viva virtud y heroica, estraña, 665queda muerto y perdido mi derecho!¡Tú con esta caída levantastetu fama, y mis victorias derribaste! Que fuera aún viva y en su ser Numancia,sólo porque vivieras, me holgara, 670que tú solo has llevado la gananciadesta larga contienda, ilustre y rara.¡Lleva, pues, niño, lleva la jactanciay la gloria que el cielo te prepara,por haber, derribándote, vencido 675al que, subiendo, queda más caído!
(Suena una trompeta, y sale la FAMA.)
FAMA Vaya mi clara voz de gente en gente,y en dulce y suavísimo sonidollene las almas de un deseo ardientede eternizar un hecho tan subido. 680Alzad, romanos, la inclinada frente;llevad de aquí este cuerpo, que ha podido,en tan pequeña edad, arrebatarosel triunfo que pudiera tanto honraros; que yo, que soy la Fama pregonera, 685tendré cuidado, en cuanto el alto cielomoviere el paso en la subida esfera,dando fuerza y vigor al bajo suelo,de publicar con lengua verdadera,con justo intento y presuroso vuelo, 690el valor de Numancia, único y solo,de Batro a Tile y de uno al otro polo. Indicio ha dado esta no vista hazañadel valor que en los siglos veniderostendrán los hijos de la fuerte España, 695hijos de tales padres herederos.No de la muerte la feroz guadaña,ni los cursos de tiempos, tan ligeros,harán que de Numancia yo no canteel fuerte brazo y ánimo constante. 700 Hallo sola en Numancia todo cuantodebe con justo título cantarse,y lo que puede dar materia al cantopara poder mil siglos ocuparse:la fuerza no vencida, el valor tanto, 705dino de en prosa y verso celebrarse;mas, pues de esto se encarga mi memoria,dése feliz remate a nuestra historia.
FIN DE LA TRAGEDIA
Comedia famosa del Gallardo español
Jornada primera
Segunda jornada
Tercera jornada
Hablan en esta primera jornada las personas siguientes:
ARLAXA, mora.
ALIMUZEL, moro.
DON ALONSO DE CÓRDOBA, conde de Alcaudete, general de Orán.
DON FERNANDO DE SAAVEDRA.
GUZMÁN, capitán.
FRATÍN, ingeniero.
UN SOLDADO.
CEBRIÁN, moro, criado de ALIMUZEL.
NACOR, moro.
DON MARTÍN DE CÓRDOBA.
UNO, con una petición.
BUITRAGO, soldado.
UN PAJECILLO.
OROPESA, cautivo.
ROBLEDO, alférez.
Salen ARLAXA, mora, y ALIMUZEL, moro.
ARLAXA Es el caso, Alimuzel,que, a no traerme el cristiano,te será el Amor tirano,y yo te seré crüel.
Quiérole preso y rendido, 5aunque sano y sin cautela.
ALIMUZEL¿Posible es que te desveladeseo tan mal nacido? Conténtate que le mate,si no pudiere rendille; 10que detener al herilleel brazo, será dislate. Partiréme a Orán al punto,y desafiaré al cristiano,y haré por traerle sano, 15pues no le quieres difunto. Pero, si acaso el rigorde la cólera me incitay su muerte solicita,¿tengo de perder tu amor? 20 ¿Está tan puesto en razónMarte, desnuda la espada,que la tenga niveladaal peso de tu afición?
ARLAXA Alimuzel, yo confieso 25que tienes razón en parte;que, en las hazañas de Marte,hay muy pocas sin exceso, el cual se suele templarcon la cordura y valor. 30Yo he puesto precio en mi amor:mira si le puedes dar. Quiero ver la bizarríadeste que con miedo nombro,deste espanto, deste asombro 35de toda la Berbería; deste Fernando valiente,ensalzador de su crismay coco de la morisma,que nombrar su nombre siente; 40 deste Atlante de su España,su nuevo Cid, su Bernardo,su don Manuel el gallardopor una y otra hazaña. Quiero de cerca miralle, 45pero rendido a mis pies.
ALIMUZELHaz cuenta que ya lo ves,puesto que dé en ayudalle todo el cielo.
ARLAXAPues ¿qué esperas?
ALIMUZELEspero a ver si te burlas; 50aunque para mí tus burlassiempre han sido puras veras. Comedido, como amante,soy, y sólo sé decirteque el deseo de servirte 55me hace ser arrogante. Puedes de mí prometerteimposibles sobrehumanos,mil prisioneros cristianosque vengan a obedecerte. 60
ARLAXA Tráeme solamente al fuertedon Fernando Saavedra,que con él veré que medray se mejora mi suerte; y aun la tuya, pues te doy 65palabra que he de ser tuya,como el hecho se concluyaa mi gusto.
ALIMUZELQuizá hoy oirán los muros de Oránmi voz en el desafío, 70y aun de los cielos confío,que luz y vida nos dan, que han de acudir a mi intentocon suceso venturoso.
ARLAXAParte, Alimuzel famoso. 75
ALIMUZELFuerzas de tu mandamiento me llevan tan alentado,que acabaré con valorel imposible mayorque se hubiere imaginado. 80
ARLAXA Ve en paz, que de aquesta guerrala vitoria te adivino.
(Éntrase ARLAXA.)
ALIMUZEL¡Queda en paz, rostro divino,ángel que mora en la tierra, bizarra sobre los hombres 85que a guerra a Marte provocan,a quien de excelencias tocanmil títulos y renombres; en estremo poderosade dar tormento y placer, 90yelo que nos hace arderen viva llama amorosa! Queda en paz, que, sin tu sol,ya camino en noche escura;resucite mi ventura 95la muerte deste español. Mas, ¡ay, que no he de matalle,sino prendelle y no más!¿Quién tal deseo jamásvio, ni pudo imaginalle? 100
(Éntrase ALIMUZEL.)
(Salen DON ALONSO DE CÓRDOBA, conde de Alcaudete, general de Orán; DON FERNANDO DE SAAVEDRA; GUZMÁN, capitán; FRATÍN, ingeniero.)
FRATÍN Hase de alzar, señor, esta cortinaa peso de aquel cubo, que respondea éste que descubre la marina. De la silla esta parte no se esconde;mas, ¿qué aprovecha, si no está en defensa, 105ni Almarza a nuestro intento corresponde?
DON ALONSO El cerco es cierto, y más cierta la ofensa,si ya no son cortinas y murallade vuestros brazos la virtud inmensa. Donde el deseo de la fama se halla, 110las defensas se estiman en un cero,y a campo abierto salta a la batalla. Venga, pues, la morisma, que yo esperoen Dios y en vuestras manos vencedorasque volverá el león manso cordero. 115 Los Argos, centinelas veladoras,miren al mar y miren a la tierraen las del día y las nocturnas horas. No hay disculpa al descuido que en la guerrase hace, por pequeño que parezca, 120que pierde mucho quien en poco yerra; y si aviniere que el cabello ofrezcala ligera ocasión, ha de tomarse,antes que a espaldas vueltas desparezca: que, en la guerra, el perderse o el ganarse 125suele estar en un punto, que, si pasa,vendrá el de estar quejoso y no vengarse. En su pajiza, pobre y débil casase defiende el pastor del sol ardienteque el campo agosta y la montaña abrasa. 130 Quiero inferir que puede ser valientedetrás de un muro un corazón medroso,cuando a sus lados que le animan siente.
(Entra un SOLDADO.)
SOLDADO Señor, con ademán bravo y airoso,picando un alazán, un moro viene 135y a la ciudad se acerca presuroso. Bien es verdad que a veces se detieney mira a todas partes, recatado,como quien miedo y osadía tiene. Adarga blanca trae, y alfanje al lado, 140lanza con bandereta de seguro,y el bonete con plumas adornado. Puedes, si gustas, verle desde el muro.
DON ALONSOBien de aquí se descubre; ya le veo.Si es embajada, yo le doy seguro. 145
DON FERNANDOAntes es desafío, a lo que creo.
(Entra ALIMUZEL, a caballo, con lanza y adarga.)
ALIMUZEL Escuchadme, los de Orán,caballeros y soldados,que firmáis con nuestra sangrevuestros hechos señalados. 150Alimuzel soy, un morode aquellos que son llamadosgalanes de Melïona,tan valientes como hidalgos.No me trae aquí Mahoma 155a averiguar en el camposi su secta es buena o mala,que Él tiene deso cuidado.Tráeme otro dios más brioso,que es tan soberbio y tan manso, 160que ya parece cordero,y ya león irritado.Y este dios, que así me impele,es de una mora vasallo,que es reina de la hermosura, 165de quien soy humilde esclavo.No quiero decir que hiendo,que destrozo, parto o rajo;que animoso, y no arrogante,es el buen enamorado. 170Amo, en fin, y he dicho muchoen sólo decir que amo,para daros a entenderque puedo estimarme en algo.Pero, sea yo quien fuere, 175basta que me muestro armadoante estos soberbios muros,de tantos buenos guardados;que si no es señal de loco,será indicio de que he dado 180palabra que he de cumplillao quedar muerto en el campo.Y así, a ti te desafío,don Fernando el fuerte, el bravo,tan infamia de los moros 185cuanto prez de los cristianos.Bien se verá en lo que he dichoque, aunque haya otros Fernandos,es aquel de Saavedraa quien a batalla llamo. 190Tu fama, que no se encierraen límites, ha llegadoa los oídos de Arlaxa,de la belleza milagro.Quiere verte; mas no muerto, 195sino preso, y hame dadoel asumpto de prenderte:mira si es pequeño el cargo.Yo prometí de hacello,porque el que está enamorado, 200los más arduos imposiblesfacilita y hace llano.Y, para darte ocasiónde que salgas mano a manoa verte conmigo agora, 205destas cosas te hago cargo:que peleas desde lejos,que el arcabuz es tu amparo,que en comunidad aguijasy a solas te vas de espacio; 210que eres Ulises nocturno,no Telamón al sol claro;que nunca mides tu espadacon otra, a fuer de hidalgo.Si no sales, verdad digo; 215si sales, quedará llano,ya vencido o vencedor,que tu fama no habla en vano.Aquí, junto a Canastel,solo te estaré esperando 220hasta que mañana el solllegue al Poniente su carro.Del que fuere vencedorha de ser el otro esclavo:premio rico y premio honesto. 225Ven, que espero, don Fernando.
(Vase.)
DON ALONSO Don Fernando, ¿qué os parece?
DON FERNANDOQue es el moro comedidoy valiente, y que mereceser de Amor favorecido 230en el trance que se ofrece.
DON ALONSO Luego, ¿pensáis de salir?
DON FERNANDOBien se puede esto inferirde su demanda y mi celo,pues ya se sabe que suelo 235a lo que es honra acudir. Déme vuestra señoríalicencia, que es bien que salgaantes que se pase el día.
DON ALONSONo es posible que ahora os valga 240vuestra noble valentía. No quiero que allá salgáis,porque hallaréis, si miráisa la soldadesca ley,que obligado a vuestro rey 245mucho más que a vos estáis. En la guerra, usanza es vieja,y aun ley casi principala toda razón aneja,que por causa general 250la particular se deja. Porque no es suyo el soldadoque está en presidio encerradosino de aquél que le encierra,y no ha de hacer otra guerra 255sino a la que se ha obligado. En ningún modo sois vuestro,sino del rey, y en su nombresois mío, según lo muestro;y yo no aventuro un hombre 260que es de la guerra maestro por la simple niñeríade una amorosa porfía;don Fernando, esto es verdad.
DON FERNANDO¡De estraña reguridad 265usa vuestra señoría conmigo! ¿Qué dirá el moro?
DON ALONSODiga lo que él más quisiere;que yo guardo aquí el decoroque la guerra pide y quiere; 270y della ninguno ignoro.
DON FERNANDO Respóndasele, a lo menos,y sepa que por tus buenosrespetos allá no salgo.
GUZMÁNNo os tendrá por esto el galgo, 275señor don Fernando, en menos.
DON ALONSO Lleve el capitán Guzmánla respuesta.
GUZMÁNSí haré,y, ¡voto a tal!, si me danlicencia, que yo le dé 280al morico ganapán tal rato, que quede fríode amor con el desafío.
DON ALONSORespondedle cortésmentecon el término prudente 285que de vuestro ingenio fío.
(Vanse DON ALONSO y FRATÍN.)
GUZMÁN ¿Queréis que, en vez de respuesta,os le dé una mano tal,que se concluya la fiesta?
DON FERNANDOQue me estará a mí muy mal 290eso, es cosa manifiesta. Sólo a mí me desafía,y gran mengua me seríaque otro por mí pelease.Mas si el moro me esperase 295allí siquiera otro día, yo le saldré a responder,a pesar de todo el mundoque lo quiera defender.
GUZMÁN¿En qué os fundáis?
DON FERNANDOYo me fundo 300en esto que pienso hacer: el lunes soy yo de ronda,y, cuando la noche escondala luz con su manto escuro,arrojaréme del muro 305a la cava.
GUZMÁNEstá muy honda y podríais peligrar.
DON FERNANDOPóneme en los pies el bríomil alas para volar.Todo aquesto de vos fío. 310
GUZMÁNYa sabéis que sé callar. Dejadme salir primero,porque de mi industria esperoque saldréis bien deste hecho.
DON FERNANDOSois amigo de provecho. 315
GUZMÁNSí, porque soy verdadero.
(Vanse, y salen ALIMUZEL y CEBRIÁN, su criado, que en arábigo quiere decir 'lacayo o mozo de caballos'.)
ALIMUZEL Átale allí, Cebrián,al tronco de aquella palma;repose el fuerte alazánmientras reposa mi alma 320los cuidados que le dan. Aquí a solas daré al llantolas riendas, o al pensar santoen las memorias de Arlaxa,en tanto que al campo baja 325aquél que se estima en tanto.
(Baja la cabeza CEBRIÁN y vase.)
¡Venturoso tú, cristiano,que puedes a tus despojosañadir el más que humano,que es querer verte los ojos 330del cielo que adoro en vano! Y más que pena recibodesto que en el alma escribocon celoso desconcierto:que a mí me quieren ver muerto 335y a ti te quieren ver vivo. Pero yo no haré locurasemejante; que, si venzo,o por fuerza o por ventura,daré a mis glorias comienzo, 340dándote aquí sepultura. Mas, si te hago morir,¿cómo podré yo cumplirlo que Arlaxa me ha mandado?¡Oh triste y dudoso estado, 345insufrible de sufrir! Parleras aves, que al vientoesparcís quejas de amor,¿qué haré en el mal que siento?¿Daré la rienda al rigor, 350o al cortés comedimiento? Mas démosla al sueño agora;perdonadme, hermosa mora,si aplico sin tu licenciaeste alivio a la dolencia 355que en mi alma triste mora.
(Échase a dormir, y sale al instante NACOR, moro, con un turbante verde.)
NACOR Mahoma, ya que el Amoren mis dichas no consiente,muéstrame tú tu favor:mira que soy tu pariente, 360el infelice Nacor. Jarife soy de tu casta,y no me respeta el astade Amor que blande en mi pecho,un blanco a sus tiros hecho, 365do todas sus flechas gasta. Y más, y no sé qué es esto,que, con ser enamorado,soy de tan bajo supuesto,que no hay conejo acosado 370más cobarde ni más presto. Desto será buen testigoel ver aquí mi enemigodormido, y no osar tocalle,deseando de matalle 375por venganza y por castigo. Que esté celoso y con miedo,por Alá, que es cosa nueva.¿Llegaré, o estarme he quedo?¿Cortaré en segura prueba 380este gordïano enredo? Que si éste quito delante,podrá ser que vuelva amanteel pecho de Arlaxa ingrato.Muérome porque no mato; 385oso y tiemblo en un instante.
(Entra el capitán GUZMÁN, con espada y rodela.)
GUZMÁN ¿Eres tú el desafiadorde don Fernando, por dicha?
NACORNo tengo yo ese valor;que el corazón con desdicha 390es morada del temor. Aquél es que está allí echado;moro tan afortunado,que Arlaxa le manda y mira.
GUZMÁNParéceme que suspira. 395
NACORSí hará, que está enamorado.
GUZMÁN ¡Alimuzel!
ALIMUZEL¿Quién me llama?
GUZMÁNMal acudirás, durmiendo,al servicio de tu dama.
ALIMUZELEn el sueño va adquiriendo 400fuerzas la amorosa llama, porque en él se representanvisiones que me atormentan,obligaciones que guarde,miedos que me hacen cobarde 405y celos que más me alientan. Mirándote estoy, y veocuán propio es de la mujertener estraño deseo.Cosas hay en ti que ver, 410no que admirar.
GUZMÁNYo lo creo; pero, ¿por qué dices eso?
ALIMUZELDon Fernando, yo confiesoque tu buen talle y buen bríollega y se aventaja al mío, 415pero no en muy grande exceso; y si no es por el gran nombreque entre la morisma tienesde ser en las armas hombre,ninguna cosa contienes 420que enamores ni que asombre; y yo no sé por qué Arlaxatanto se angustia y trabajapor verte, y vivo, que es más.
GUZMÁNEngañado, moro, estás: 425tu vano discurso ataja, que yo no soy don Fernando.
ALIMUZELPues, ¿quién eres?
GUZMÁNUn su amigoy embajador.
ALIMUZELDime cuándoespera verse conmigo, 430porque le estoy aguardando.
GUZMÁN Has de saber, moro diestro,que el sabio general nuestroque salga no le consiente.
ALIMUZELPues, ¿por qué?
GUZMÁNPorque es prudente 435y en la guerra gran maestro. Teme el cerco que se espera,y no quiere aventuraren empresa tan ligerauna espada que en cortar 440es entre muchas primera. Pero dice don Fernandoque le estés aquí aguardandohasta el lunes, que él te jurasalir en la noche escura, 445aunque rompa cualquier bando. Si aquesto no te contenta,y quieres probar la suertecon menos daño y afrenta,tu brazo gallardo y fuerte 450con éste, que es flaco, tienta, y a tu mora llevarás,si me vences, quizá másque en llevar a don Fernando.
ALIMUZELNo estoy en eso pensando; 455muy descaminado vas. No eres tú por quien me envíaArlaxa, y, aunque te prenda,no saldré con mi porfía.Haz que don Fernando entienda 460que le aguardaré ese día que pide, y si le venciere,y entonces tu gusto fuereprobarme en el marcial juego,mi voluntad hará luego 465lo que la tuya quisiere; que ya sabes que no es dadodejar la empresa primerapor la segunda al soldado.
GUZMÁNEs verdad.
ALIMUZELDesa manera 470bien quedaré desculpado.
GUZMÁN Dices muy bien.
ALIMUZELSí, bien digo.Vuélvete, y dile a tu amigoque le espero y que no tarde.
GUZMÁNTu Mahoma, Alí, te guarde. 475
ALIMUZELTu Cristo vaya contigo.
(Vase GUZMÁN.)
Nacor, ¿qué es esto? ¿A qué vienes?
NACORA ver cómo en esta empresatan peligrosa te avienes;y por Alá que me pesa 480de ver que en punto la tienes, que el de tu muerte está a punto.
ALIMUZEL¿En qué modo?
NACOREn que barruntoque, si de noche peleas,sobre ti no es mucho veas 485todo un ejército junto. Esto de no estar en manode don Fernando el salir,tenlo por ligero y vano;que se suele prevenir 490con astucias el cristiano. De noche quieren cogerte,porque al matarte o prenderte,aun el sol no sea testigo.No creas a tu enemigo; 495Alí, procura volverte, que bien disculpado iráscon Arlaxa, pues has hecholo que es posible, y aun más.
ALIMUZELConsejos de sabio pecho 500son, Nacor, los que me das; pero no puedo admitillos,ni menos con gusto oíllos;que tiene el Amor echadosa mis oídos, candados; 505a los pies y alma, grillos.
NACOR Para mejor ocasiónte guarda, porque es corduraprevenir a la intencióndel que a su salvo procura 510su gloria y tu perdición. Ven, que a Arlaxa daré cuentade modo que diga y sientaque eres vencedor osado,pues si no sale el llamado, 515en sí se queda la afrenta. Cuanto más, que cuando vengael cerco desta ciudad,que ya no hay quien le detenga,podrás, a tu voluntad, 520hacer lo que más convenga; que entonces saldrá el cristiano,si es arrogante y lozano,al campo abierto, sin duda.
ALIMUZELBien es, Nacor, que yo acuda 525a tu consejo, que es sano. Ven y vamos, pues podré,en este cerco que dices,cumplir lo que aquí falté;mas mira que me autorices 530con Arlaxa.
NACORSí haré.
Aparte.
Sentirá Arlaxa la menguaque tanto al cristiano amengua,haciéndole della alarde;vos quedaréis por cobarde, 535o mal me andará la lengua.
(Vanse.)
(Salen DON ALONSO DE CÓRDOBA, general de Orán, conde de Alcaudete, y su hermano, DON MARTÍN DE CÓRDOBA, y DON FERNANDO DE SAAVEDRA.)
CONDE Señor don Martín, convieneque vuesa merced acudaa Mazalquivir, que tienenecesidad de la ayuda 540que vuestro esfuerzo contiene; que allí acudirá primeroel enemigo ligero.Mas, que venzáis no lo dudo;que el cobarde está desnudo, 545aunque se vista de acero. En su muchedumbre estribaaquesta mora canalla,que así se nos muestra esquiva;mas, cuando defensa halla, 550se humilla, prostra y derriba. Sus gustos, sus algazaras,si bien en ello reparas,son el canto del medroso;calla el león animoso 555entre las balas y jaras.
DON MARTÍN Por mi caudillo y mi hermanote obedezco, y haré cuantofuere, señor, en mi mano;que ni de gritos me espanto, 560ni de tumulto pagano. Dame, señor, municiones,que en el trance que me ponespienso, si no faltan ellas,poner sobre las estrellas 565los españoles blasones.
(Entra UNO con una petición.)
UNO Señor, dame licencia que te leaaquesta petición.
CONDELee en buen hora.
UNODoña Isabel de Avellaneda, en nombrede todas las mujeres desta tierra, 570dice que llegó ayer a su noticiaque, por temor del cerco que se espera,quieres que quede la cuidad vacíade gente inútil, enviando a Españalas mujeres, los viejos y los niños: 575resolución prudente, aunque medrosa.Y apelan desto a ti, de ti, diciendoque ellas se ofrecen de acudir al muro,ya con tierra o fajina, o ya con lienzosbañados en vinagre, con que limpien 580el sudor de los fieros combatientesque asistan al rigor de los asaltos;que tomarán la sangre a los heridos;que las más pequeñuelas harán hilas,dando la mano al lienzo y voz al cielo; 585con tiernas virginales rogativas,pidiendo a Dios misericordia, en tantoque los robustos brazos de sus padresdefiendan sus murallas y sus vidas;que los niños darán de buena gana 590para enviar a España con los viejos,pues no pueden servir de cosa alguna;mas ellas, que por útiles se tienen,no irán de ningún modo, porque piensan,por Dios, y por su ley y por su patria, 595morir sirviendo a Dios, y en la muerte,cuando el hado les fuere inexorable,dar el último vale a sus maridos,o ya cerrar los ojos a sus padrescon tristes y cristianos sentimientos. 600En fin, serán, señor, de más provechoque daño, por lo cual te ruegan todasque revoques, señor, lo que ordenaste,en cuanto toca a las mujeres sólo,que en ello harás a Dios servicio grande, 605merced a ellas y favor inmenso.Esto la petición, señor, contiene.
CONDENunca tal me pasó por pensamiento;nunca tanto el temor se ha apoderadode mí, que hiciese prevención tan triste. 610Por respuesta llevad que yo agradezcoy admito su gallardo ofrecimiento,y que de su valor tendrá la famacuidado de escribirle y de grabarleen láminas de bronce, porque viva 615siglos eternos. Y esto les respondo,y andad con Dios.
UNOPor cierto que han mostradode espartanas valor, de argivas brío.
(Entra el capitán GUZMÁN.)
CONDEPues, capitán Guzmán, ¿qué dice el moro?
GUZMÁNYa se fue malcontento.
DON FERNANDO Aparte.
¿Es ido cierto? 620
GUZMÁN Aparte.
Aguardándote está, porque es valientey discreto además en lo que muestra.
DON FERNANDO Aparte.
Saldré, sin duda.
GUZMÁN Aparte.
No sé si lo aciertas,que está muy cerca el cerco.
DON FERNANDO Aparte.
Si le venzo,presto me volveré; si soy vencido, 625poca falta haré, pues poco valgo.
CONDE¡Bravo parece el moro!
GUZMÁNBravo, cierto,y muy enamorado y comedido.
(Entra a esta sazón BUITRAGO, un soldado, con la espada sin vaina, oleada con un orillo, tiros de soga; finalmente, muy malparado. Trae una tablilla con demanda de las ánimas de purgatorio, y pide para ellas. Y esto de pedir para las ánimas es cuento verdadero, que yo lo vi, y la razón porque pedía se dice adelante.)
BUITRAGODenme para las ánimas, señores,pues saben que me importa.
CONDE¡Oh buen Buitrago! 630¿Cuánto ha caído hoy?
BUITRAGOHasta tres cuartos.
DON MARTÍN¿Dellos, qué habéis comprado?
BUITRAGOCasi nada:una asadura sola y cien sardinas.
DON MARTÍNHarto habrá para hoy.
BUITRAGO¡Por Santo Nuflo,que apenas hay para que masque un diente! 635
DON MARTÍNComeréis hoy conmigo.
BUITRAGODese modo,habrá para almorzar en lo comprado.
DON MARTÍN¿Y la ración?
BUITRAGO¿Qué? ¿La ración? Ya asistea un lado del estómago, y no ocupacuanto una casa de ajedrez pequeña. 640
DON FERNANDO¡Gran comedor!
GUZMÁNTan grande, que le ha dadoel conde esta demanda porque puedasustentarse con ella.
BUITRAGO¿Qué aprovecha?Que, como saben todos que no hay ánimaa quien haga decir sólo un responso, 645si me dan medio cuarto, es por milagro;y así, pienso pedir para mi cuerpo,y no para las ánimas.
DON MARTÍNSeríagran discreción.
BUITRAGO¡Oh, pese a mi linaje!,¿No sabe todo el mundo que, si como 650por seis, que suelo pelear por siete?¡Cuerpo de Dios conmigo! Denme ripiosuficiente a la boca, y denme morosa las manos a pares y a millares:verán quién es Buitrago y si merece 655comer por diez, pues que pelea por veinte.
CONDETiene razón Buitrago; mas agora,si llega el cerco, mostrará sus bríos,y haré yo que le den siete racionescon tal que cese la demanda.
BUITRAGOCese, 660que entonces no habrá lengua, y habrá manos;no hay pedir, sino dar; no hay sacar almas,del purgatorio entonces, sino espiches,para meter en el infierno muchasde la mora canalla que se espera. 665
(Un PAJECILLO diga:)
PAJECILLO¡Daca el alma, Buitrago, daca el alma!
BUITRAGO¡Hijo de puta, y puto; y miente, y calle!¿No sabe el cornudillo, sea quien fuere,que, aunque tenga cien cuerpos y cien almaspara dar por mi rey, no daré una 670si me la piden dese modo infame?
DON MARTÍNOtra vez, Cereceda.
PAJECILLO¡Daca el alma!
BUITRAGO¡Por vida de...!
CONDEBuitrago, con paciencia:no la deis vos, por más que os la demanden.
BUITRAGO¡Que tenga atrevimiento un pajecillo 675de pedirme a mí el alma! ¡Voto a Cristo,que, a no estar aquí el conde, don hediondo,que os sacara la vuestra a puntillazos,aunque me lo impidiera el mismo diablopor prenda suya!
CONDENo haya más, Buitrago; 680guardad vuestra alma, y dadnos vuestras manos,que serán menester, yo os lo prometo.
BUITRAGODenme para las ánimas agora,que todo se andará.
DON MARTÍNTomad.
BUITRAGO¡Oh invictodon Martín, generoso! Por mi diestra, 685que he de ser tu soldado, si, por dicha,vas a Mazalquivir, como se ha dicho.
DON MARTÍNSeréis mi camarada y compañero.
BUITRAGO¡Vive Dios, que eres bravo caballero!
(Vanse, y sale ARLAXA y OROPESA, su cautivo.)
ARLAXA ¡Mucho tarda Alimuzel! 690Cristiano, no sé qué sea.
OROPESAFuiste, señora, con élotra segunda Medea,famosa por ser crüel. A una empresa le enviaste 695que parece que mostrasteque te era en odio su vida.
ARLAXAYo fui parte en su partida,tú el todo, pues la causaste. Las alabanzas estrañas 700que aplicaste a aquel Fernando,contándome sus hazañas,se me fueron estampandoen medio de las entrañas; y de allí nació un deseo 705no lascivo, torpe o feo,aunque vano por curioso,de ver a un hombre famosomás de los que siempre veo. Más que discreta, curiosa, 710ordené que Alimuzelfuese a la empresa dudosa;no por mostrarme con élingrata ni rigurosa. Y muéstrame su tardanza 715que me engañó la esperanza,y que es premio merecidodel deseo mal nacidotenelle quien no le alcanza. Yo tengo un alma bizarra 720y varonil, de tal suerte,que gusto del que desgarray más allá de la muertetira atrevido la barra. Huélgome de ver a un hombre 725de tal valor y tal nombre,que con los dientes tarace,con las manos despedacey con los ojos asombre.
OROPESA Pues si viene Alimuzel, 730y a don Fernando trae preso,no verás, señora, en élninguna cosa en excesode las que te he dicho dél. Tendrásme por hablador, 735y será más el valorde Alimuzel conocido,pues la fama del vencidose pasa en el vencedor. Pero si acaso da el cielo 740a don Fernando vitoria,cierto está tu desconsuelo,pues su fama en tu memoriaalzará más alto el vuelo, y de no poderle ver, 745vendrá el deseo a crecerde velle.
ARLAXATienes razón:parienta es la confusióndel discurso de mujer.
(Entran ALIMUZEL y NACOR.)
ALIMUZEL Dadle la mano, señora, 750o los pies a aqueste esclavo,que con el alma os adora.
ARLAXA¿Cómo en corazón tan bravotanta humildad, señor, mora? Alzaos, no estéis dese modo. 755
ALIMUZELA tu gusto me acomodo.
ARLAXA¿Sois vencido, o vencedor?
ALIMUZELTodo lo dirá Nacor,que se halló presente a todo.
NACOR No quiso el desafiado 760acudir al desafío,aunque bien se ha disculpado.
ARLAXA¿Ése es soldado de brío,tan temido y alabado? ¿Cómo pudo dar disculpa 765buena de tan fea culpa?
NACORSu general le detuvo,que él ninguna culpa tuvo,aunque Alimuzel le culpa; que él saliera al campo abierto, 770a esperarle un día más,según quedó en el concierto.
ALIMUZELNacor, endiablado estás;no sé cómo no te he muerto.
NACOR Mal haces de amenazarme, 775ni, soberbio, ocasión darmepara que contigo rife,pues sabes que soy jarife,y que pecas en tocarme.
ARLAXA Paso, mi señor valiente, 780que entiendo deste contraste,sin que ninguno le cuente,que ni él salió, ni esperaste.
NACOREs así.
ALIMUZEL¡Un jarife miente! ¡Por Alá, que es gran maldad! 785
NACOR¿No se muestra la verdaden que te vienes sin él?
ALIMUZEL¿Pude yo verme con él,encerrado en la ciudad? ¿No sabes lo que pasó, 790y la embajada que trajoquien por él me respondió?
NACORSé que a esperar se redujoel trance, y más no sé yo.
ALIMUZEL ¿Por consejo no me diste 795que me volviese?
NACORHicistemal; yo bien, porque pensabaque a un cobarde aconsejaba.
ALIMUZEL¡El diablo se me reviste! ¡Incita a hacerte pedazos! 800
NACORJarife soy; no me toquescon los dientes ni los brazos,ni a que te dé me provoquesduros y fuertes abrazos; que ya sabes que Mahoma 805por suya la causa tomadel jarife, y le defiende,y al soberbio que le ofendea sus pies le humilla y doma.
(Entran dos moros y traen cautivo a DON FERNANDO, en cuerpo y sin espada.)
ALIMUZEL ¿Qué es aquesto?
PRIMER MOROA este cristiano 810cautivó tu escuadra ayerjunto a Orán.
DON FERNANDO¡Miente el villano!Yo me entregué, sin ponerpies a huir ni a espada mano. Si no quisiera entregarme, 815no pudieran cautivarmetres escuadras, ni aun trecientas.
ALIMUZELEstás cautivo y revientasde bravo.
DON FERNANDOPuedo alabarme.
ARLAXA ¿Quién eres?
DON FERNANDOSoy un soldado 820que me he venido a entregara vuestra prisión de grado,por no poder tolerarser valiente y mal pagado.
ARLAXA Luego, ¿quieres ser cautivo? 825
DON FERNANDODe serlo gusto recibo;dadme patrón que me mande.
ARLAXA¡Qué disparate tan grande!
DON FERNANDOYo de disparates vivo.
OROPESA Éste es don Fernando, cierto, 830el que yo tanto alabé,y ni viene preso o muerto,ni cómo viene no sé,ni atino su desconcierto. El callar será acertado, 835hasta hablalle en apartado,que me admira su venida.
ALIMUZEL¿Seréis, Arlaxa, servidade que os sirva este soldado? Que si ayer fue el primer día 840que salió de Orán, dirási hice lo que debía;que yo entiendo que sabrámi valor o cobardía. Dime: ¿oíste un desafío 845que hizo un moro vacíode ventura y de fe lleno?
DON FERNANDOY fue tenido por bueno,bien criado y de gran brío. El retado no salió, 850que lo estorbó el generalpor cierta ley que halló;pero después, por su mal,que vino al campo sé yo, pensando de hallar allí 855al valeroso Alí,porque salimos los dos:él a combatir con vos,yo para venir aquí, que ya os conozco en el talle. 860
ALIMUZELPues esto es verdad, señora,bien será que Nacor calle.
OROPESA¡Oh! Si llegase la horaen que pudiese hablalle, ¡qué de cosas le diría! 865
NACOR¿No se vee tu cobardía,si el cristiano salió a verte,y tú quisiste volvertesin esperar más de un día?
ALIMUZEL Si tú no hicieras alarde 870de tu ingenio caviloso,yo volviera nunca o tarde.
NACORConsejos de religiosopresto los toma el cobarde.
ALIMUZEL Arlaxa, yo volveré, 875y a tu presencia traeré,o muerto o preso, al cristiano.
NACORYa tu vuelta será en vano.
ARLAXANo le quiero, déjale; que, pues a la voz primera 880no saltó de la murallay empuñó la espada fiera,la fama que en él se hallano debe ser verdadera; y así, ya no quiero velle, 885aunque, si puedes traellesin tu daño, darme has gusto.
DON FERNANDOEs don Fernando robustoy habrá que hacer en prendelle. Conózcole como a mí, 890y sé que es de condiciónque sabrá volver por sí,y aun buscará la ocasiónpara responder a Alí.
ARLAXA ¿Es valiente?
DON FERNANDOComo yo. 895
ARLAXA¿De buen rostro?
DON FERNANDOAqueso no,porque me parece mucho.
ALIMUZEL¡Todo esto con rabia escucho!
ARLAXA¿Tiene amor?
DON FERNANDOYa le dejó.
ARLAXA ¿Luego túvole?
DON FERNANDOSí creo. 900
ARLAXA¿Será mudable?
DON FERNANDONo es fuerzaque sea eterno un deseo.
ARLAXA¿Tiene brío?
DON FERNANDOY tiene fuerza.
ARLAXA¿Es galán?
DON FERNANDODe buen aseo.
ARLAXA¿Raja y hiende?
DON FERNANDOTronca y parte. 905
ARLAXA¿Es diestro?
DON FERNANDOComo otro Marte.
ARLAXA¿Atrevido?
DON FERNANDOEs un león.
ARLAXAPartes todas éstas son,cristiano, para adorarle, a ser moro.
ALIMUZELCalla, Arlaxa, 910pues tienes aquí delantequien por tu gusto trabaja.
ARLAXAGusto yo de un arroganteque bravea, hiende y raja. Vuelve, Alí, por el cristiano; 915que te doy mi fe y mi mano,si le traes, de ser tu esposa.
DON FERNANDOTú le mandas una cosadonde ha de sudar en vano.
NACOR ¡Soberbios sois los cristianos! 920
DON FERNANDOEslo, al menos, quien se alaba.
ALIMUZELAquí hay quien con ufanosbríos quitará la clavaa Hércules de las manos; aquí hay quien, a pesar 925de quien lo quiera estorbar,Arlaxa, hará lo que mandas.
DON FERNANDOA veces se mandan mandasque nunca se piensan dar, y a las veces las promete 930quien no las quiere cumplirni puede.
NACOR¿Quién te metea ti en eso?
DON FERNANDOSé decirque en parte a mí me compete; que es don Fernando mi amigo, 935y soy cierto y buen testigodel mucho valor que encierra.
ALIMUZELTraen los casos de la guerradiversos fines consigo. El valiente y fanfarrón 940tal vez se ha visto vencidodel flaco de corazón;que Alá da ayuda al partidoque defiende la razón.
DON FERNANDO Pues, ¿qué razón lleva en éste 945Alí?
OROPESATú harás que te cuestela vida tu lengua necia.
ALIMUZELSi al que ama el Amor precia,su santo favor me preste; que, sin razón y con él, 950a don Fernando el valientevencerá el flaco Muzel.
ARLAXA¡Qué plática impertinente!
ALIMUZEL¡Qué corazón tan crüel!
ARLAXA Quede el cristiano conmigo; 955Alá vaya, Alí, contigoy con Nacor.
NACORÉl te guarde.
ARLAXAVolvedme a ver esta tarde.
(Éntranse todos, sino DON FERNANDO y OROPESA.)
OROPESA¡Hola, soldado! ¿A quién digo? ¿Qué noramala, señor, 960os ha traído a este puestotan contrario a vuestro honor?
DON FERNANDOEn buena te diré prestode mi fortuna el rigor: «No quiso el general mío 965que saliese al desafíoque me hizo aqueste moro.Yo, por guardar el decoroque corresponde a mi brío, me descolgué por el muro, 970y, cuando pensé hallarlo que aun agora procuro,un escuadrón vino a darconmigo, estando seguro. Era la noche cerrada, 975y, como vi defraudadami esperanza tan del todo,con el tiempo me acomodo.Mentí; rendíles la espada; díjeles que mi intención 980era venir a ponermede grado en su sujeción,y que quisiesen traermea reconocer patrón. Dijéronme que este Alí 985era su señor, y así,vine sin fuerza y forzado.»De todo cuenta te he dado;no hay más que saber de mí. Calla mi nombre, que veo 990que aquesta mora hermosatiene de verme deseo.
OROPESADe tu fama valerosaque está enamorada creo. No te des a conocer, 995que deseos de mujerse mudan a cada paso.
DON FERNANDOVuelve Muzel; habla paso.
OROPESANo sé qué pueda querer.
(Entra ALIMUZEL.)
ALIMUZEL Oropesa, escucha y calla, 1000y guárdame aquel secretoque en tu discreción se halla,que a tu bondad le prometocon la mía de premialla. Yo te daré libertad, 1005y a ti, si tu voluntadfuere de volverte a Orán,mis designios te daránhonrosa comodidad. Sólo os pido, en cambio desto, 1010que me descubráis un modotan honroso y tan compuestoque en las partes y en el todoeche de hidalguía el resto, el cual me vaya mostrando 1015en qué parte, cómo o cuándo,ya en el campo o estacada,pueda yo medir mi espadacon la del bravo Fernando. Quizá está en su vencimiento, 1020como Arlaxa significa,de mi bien el cumplimiento,si ya mi esperanza ricano la empobrece su intento; que debe de ser doblado, 1025pues de lo que me ha mandadotodo se puede temer,y no hay bien que venga a serseguro en el desdichado.
DON FERNANDO Yo te daré a tu enemigo 1030a toda tu voluntad,como estoy aquí contigo,sin usar de deslealtad,que nunca albergó conmigo.
ALIMUZEL No es enemigo el cristiano; 1035contrario, sí; que el lozanodeseo de Arlaxa bellapresta para esta querellala voz, el intento y mano.
DON FERNANDO Presto te pondré con él, 1040y fía aquesto de mí,comedido Alimuzel;y aun pienso hacer por tilo que un amigo fiel, porque la ley que divide 1045nuestra amistad no me impidede mostrar hidalgo el pecho;antes, con lo que es bien hechose acomoda, ajusta y mide. Ve en paz, que yo pensaré 1050el tiempo que más convengapara hacer lo que haré.
ALIMUZELMahoma sobre ti venga,y lo que puede te dé.
(Vase.)
DON FERNANDO¡Gentil carga!
OROPESAY gentil presa. 1055
DON FERNANDO¿Pesa mucho?
OROPESAPoco pesa,que está en fuego convertida.
DON FERNANDOMira que importa la vidatener secreto, Oropesa.
(Vanse, y salen riñendo el capitán GUZMÁN con el alférez ROBLEDO.)
GUZMÁN Señor alférez Robledo, 1060póngase luego entredichoa esa plática.
ROBLEDONo puedo;que, lo que sin miedo he dicho,no lo desdigo por miedo. O él se fue a renegar, 1065o hizo mal en dejarsu presidio en tiempos tales.
GUZMÁNDe los hombres principalesno se debe así hablar. El renegar no es posible, 1070y si en ello os afirmáis,mentís.
(Meten mano.)
ROBLEDO¡Oh trance terrible!
GUZMÁNAgora sí que os halláisen más dudoso imposible si queréis satisfaceros. 1075
(Entra el CONDE DE ALCAUDETE y DON MARTÍN DE CÓRDOBA, acompañados.)
CONDE¡Paso! ¡Teneos, caballeros!¿Por qué ha sido la pendencia?
GUZMÁN¡Más agudo es de concienciaeste hidalgo que de aceros! Ha afirmado que se es ido 1080a renegar don Fernando,y, ¡vive Dios!, que ha mentido,y mentirá cada y cuandolo diga.
CONDE¡Descomedido! Llévenle luego a una torre. 1085
GUZMÁNNi me afrenta ni me correeste agravio, porque nacede la justicia que haceal que su amigo socorre.
CONDE Vaya el alférez, también, 1090y mientras que el cerco pasahagan treguas.
ROBLEDOHazme un bien:que sea la torre mi casa.
DON MARTÍNSí, porque juntos no estén.
(Llevan al alférez.)
UNO Señor, la guarda ha descubierto agora 1095un bajel por la banda de Poniente.
DON MARTÍN¿Qué vela trae?
UNOEntiendo que latina.
CONDEVamos a recebirle a la marina.
FIN DEL PRIMER ACTO
Los que hablan en ella son:
ARLAXA.
DON FERNANDO.
OROPESA.
NACOR.
VOZMEDIANO, anciano.
DOÑA MARGARITA, doncella, en hábito de hombre.
BUITRAGO.
DON MARTÍN.
EL CONDE.
GUZMÁN, el capitán.
ALIMUZEL.
BAIRÁN, renegado.
UN MORO.
Salen ARLAXA, DON FERNANDO y OROPESA.
ARLAXA ¿Cómo te llamas, cristiano,que tu nombre aún no he sabido?
DON FERNANDOEs mi nombre Juan Lozano;nombre que es bien conocidopor el distrito africano. 5
ARLAXA Nunca le he oído decir.
DON FERNANDOPues él suele competircon el del bravo Fernando.
ARLAXA¡Mucho te vas alabando!
DON FERNANDOAlábome sin mentir. 10
ARLAXA Pues, ¿qué hazañas has tú hecho?
DON FERNANDOHe hecho las mismas que él,con el mismo esfuerzo y pecho,y ya me he visto con élen más de un marcial estrecho. 15
ARLAXA ¿Es tu amigo?
DON FERNANDOEs otro yo.
ARLAXA¿Por ventura, di, salióa combatir con mi moro?
DON FERNANDOSiempre de bravo el decoroen todo trance guardó. 20
ARLAXA Dese modo, Alí es cobarde.
DON FERNANDOEso no; que pudo sersalir don Fernando tarde,cuando no pudiese hacerAlí de su esfuerzo alarde. 25 Y imagino que este morojarife, no con decorode amigo, a Muzel da culpa.
ARLAXADe su esfuerzo y de su culpatoda la verdad ignoro. 30
DON FERNANDO Haz cuenta que te trae presoa Fernando tu Muzel;¿qué piensas hacer por eso?
ARLAXAEstimaré mucho en élde su esfuerzo el grande exceso. 35 Tendré en menos al cristiano,cuyo nombre sobrehumanome incita y mueve el deseode velle.
OROPESAPues yo le veoen sólo ver a Lozano. 40
ARLAXA ¿Que tanto se le parece?
OROPESAYo no sé qué diferenciaentre los dos se me ofrece;ésta es su misma presencia,y el brazo que le engrandece. 45
ARLAXA ¿Qué hazañas ha hecho ese hombrepara alcanzar tan gran nombrecomo tiene?
OROPESAEscucha unade su esfuerzo y su fortuna,que podrá ser que te asombre: 50 «Dio fondo en una caletade Argel una galeota,casi de Orán cinco millas,poblada de turcos toda.Dieron las guardas aviso 55al general, y, con tropade hasta trecientos soldados,se fue a requerir la costa.Estaba el bajel tan juntode tierra, que se le antoja 60dar sobre él: ved qué batallatan nueva y tan peligrosa.Dispararon los soldadoscon priesa una vez y otra;tanto, que dejan los turcos 65casi la cubierta sola.No hay ganchos para acercara tierra la galeota,pero el bravo don Fernandoligero a la mar se arroja. 70Ase recio de gúmena,que ya el turco apriesa corta,porque no le dan lugarde que el áncora recoja.Tiró hacia sí con tal fuerza, 75que, cual si fuera una góndola,hizo que el bajel besaseel arena con la popa.Salió a tierra y della un saltodio al bajel, cosa espantosa, 80que piensa el turco que el cielocristianos llueve, y se asombra.Reconocido su miedo,don Fernando, con voz roncade la cólera y trabajo, 85grita: "¡Vitoria, vitoria!"La voz da al viento, y la manoa la espada vitoriosa,con que matando y hiriendocorrió de la popa a proa.» 90Él solo rindió el bajel;mira, Arlaxa, si ésta es obrapara que la fama digalos bienes que dél pregona.Probado han bien sus aceros 95los lindos de Melïona,los elches de Tremecény los leventes de Bona.Cien moros ha muerto en trances,siete en estacada sola, 100docientos sirven al remo,ciento tiene en las mazmorras.Es muy humilde en la paz,y en la guerra no hay personaque le iguale, ya cristiana, 105o ya que sirva a Mahoma.
ARLAXA ¡Oh, qué famoso español!
OROPESAHércules, Héctor, Roldánse hicieron en su crisol.
ARLAXAMejor no le ha visto Orán. 110
OROPESANi tal no le ha visto el sol.
(Entra NACOR.)
ARLAXA Aqueste Nacor me enfada;no me dejéis sola.
OROPESAHonradate le muestra y comedida.
DON FERNANDODa a sus razones salida: 115que espere, y no espere en nada.
NACOR Hermosa Arlaxa, yo estoyresuelto en traerte presoal cristiano: y así, voya Orán luego.
ARLAXABuen suceso 120y agüero espero y te doy, porque irás en gracia mía,y en verte tomó alegríadesusada el corazón.
NACORTienes, Arlaxa, razón; 125que yo la tendré algún día de rogarte que me quieras.
ARLAXADéjate agora de burlas,pues partes a tantas veras.
DON FERNANDOHará Nacor, si no burlas, 130sus palabras verdaderas; que amante favorecidoes un león atrevido,y romperá, por su dama,por la muerte y por la llama 135del fuego más encendido.
OROPESA Concluyeras tú esta empresaharto mejor que no él.
DON FERNANDOCalla y escucha, Oropesa.
NACORYa en este caso, Muzel 140por vencido se confiesa, pues no hace diligenciapor traer a tu presenciael que yo te traeré presto.
ARLAXAPártete, Nacor, con esto, 145que gusto y te doy licencia.
NACOR Dame las manos, señora,por el favor con que animasal alma que más te adora.
ARLAXAEn poco, Nacor, te estimas, 150pues te humillas tanto agora. Eres jarife; levanta,que verte a mis pies me espanta.¿Qué dirá desto Mahoma?
NACOREstos rendimientos toma 155él por cosa buena y santa. Queda en paz.
(Vase NACOR.)
ARLAXAVayas con ella,que con el fin deste trancele tendrá el de tu querella.
DON FERNANDO¡Echado ha el moro buen lance! 160
OROPESAElla es falsa cuanto es bella.
ARLAXA Venid, que habemos de irlos tres a ver combatira mis amantes valientes.
OROPESASi nos vieren ir las gentes, 165tarde nos verán venir.
(Vanse y sale VOZMEDIANO, anciano, y DOÑA MARGARITA, en hábito de hombre.)
VOZMEDIANO ¿Priesa por llegar a Orán,y priesa por salir dél?¡Muy bien nuestras cosas van!
MARGARITAPréciase Amor de crüel, 170y tras uno da otro afán.
VOZMEDIANO Ya os he dicho, Margarita,que su daño solicitaquien camina tras un ciego.
MARGARITAAyo y señor, yo no niego 175que esa razón es bendita; pero, ¿qué puedo hacer,si he echado la capa al toroy no la puedo coger?
VOZMEDIANOMenos te la podrá un moro, 180si bien lo miras, volver.
MARGARITA ¿Que sea moro don Fernando?
VOZMEDIANOAsí lo van pregonandolos niños por la ciudad.
MARGARITA¡Que haya hecho tal maldad! 185¡De cólera estoy rabiando! No lo creo, Vozmediano.
VOZMEDIANOHaces bien; pero yo veoque ni moro ni cristianoparece.
MARGARITAVerle deseo. 190
VOZMEDIANOSiempre tu deseo es vano.
MARGARITA Quiérelo así mi ventura,pero no será tan duraque no dé fin a mis penascon darme en estas arenas 195berberisca sepultura.
VOZMEDIANO No dirás, señora, al menos,que no te he dado consejosde bondad y de honor llenos.
MARGARITALos prudentes y los viejos 200siempre dan consejos buenos: pero no vee su bondadla loca y temprana edad,que en sí misma se embaraza,ni cosa prudente traza 205fuera de su voluntad.
(Entra BUITRAGO con la demanda.)
BUITRAGO Vuestras mercedes me denpara las ánimas luego,que les estará muy bien.
MARGARITASi ellas arden en mi fuego. 210
VOZMEDIANOPasito, Anastasio, ten: no digas alguna cosamalsonante, aunque curiosa.
MARGARITAVáyase, señor soldado,que no tenemos trocado. 215
BUITRAGO¡La respuesta está donosa! Denme, ¡pese a mis pecados! (Aparte.
¡Siempre yo de aquesta guisamedro con almidonados!)Denme, que vengo deprisa, 220y ellos están muy pausados. ¡Oh, qué novatos que estánde lo que se usa en Oránen esto de las demandas!Descoja sus manos blandas 225y dé limosna, galán. ¿Qué me mira? Acabe ya:eche mano, y no a la espadaque su tiempo se vendrá.
VOZMEDIANOLa limosna que es rogada 230más fácilmente se da que la que se pide a fuerza.
BUITRAGOÚsase en aquesta fuerzade Orán pedirse deste arte;que son las almas de Marte, 235y piden siempre con fuerza. Nadie muere aquí en el lecho,a almidones y almendradas,a pistos y purgas hecho;aquí se muere a estocadas 240y a balazos roto el pecho. Bajan las almas feroces,tan furibundas y atroces,que piden que acá se pidapara su pena afligida 245a cuchilladas y a voces. En fin: las almas de Orán,que tienen comedimiento,aunque en purgatorio están,dicen que vuelva en sustento 250la limosna que me dan. A la parte voy con ellas,remediando sus querellasa fuerza de avemarías,y mis hambrientas porfías 255con lo que me dan para ellas.
VOZMEDIANO Hermano, yo no os entiendo,y no hay limosna que os dar.
BUITRAGO¡De gana me voy riendo!¿Y adónde se vino a hallar 260el parentesco tremendo? ¿Hace burla en ver el traje,entre pícaro y salvaje?Pues sepa que este sayaltiene encubierto algún al 265que puede honrar un linaje. El conde es éste, ¡qué pieza!;que, cuando me da, le danmil vaguidos de cabeza.Pobretas almas de Orán, 270que estáis en vuestra estrecheza, rogad a Dios que me den,porque si yo como bien,rezaré más de un rosario,y os haré un aniversario 275por siempre jamás. Amén.
(Entra el CONDE, DON MARTÍN, el capitán GUZMÁN y NACOR.)
NACOR Digo, señor, que entregaré sin dudala presa que he contado fácilmenteen el silencio de la noche mudacon muy poquito número de gente; 280y, porque al hecho la verdad acuda,las manos a un cordel daré obediente;dejaréme llevar, siendo yo guíaque os muestre el aduar antes del día. Y sólo quiero desta rica presa, 285por quien mi industria y mi traición trabaja,un cuerpo que a mi alma tiene presa:quiero a la bella sin igual Arlaxa.Por ella tengo tan infame empresapor ilustre, por grande, y no por baja: 290que, por reinar y por amor no hay culpaque no tenga perdón y halle disculpa. No siento ni descubro otro camino,para ser posesor de aquesta mora,que hacer este amoroso desatino, 295puesto que en él crueldad y traición mora.Ámola por la fuerza del destino,y, aunque mi alma su beldad adora,quiérola cautivar para soltalla,por si puedo moverla o obligalla. 300
CONDE No estamos en sazón que nos permitasacar de Orán un mínimo soldado;que el cerco que se espera solicitaque ponga en otras cosas mi cuidado.
NACORLa vitoria en la palma traigo escrita; 305en breves horas te daré acabado,sin peligro, el negocio que he propuesto;si presto vamos, volveremos presto.
CONDE Esta tarde os daré, Nacor, respuesta;esperad hasta entonces.
NACORSoy contento. 310
(Vase NACOR.)
DON MARTÍNEmpresa rica y sin peligro es ésta,si cierta fuese.
GUZMÁNYo por tal la cuento:hace la lengua al alma manifiesta.Declarado ha Nacor su pensamientocon tal demonstración, con tal afecto, 315que, si vamos, el saco me prometo.
DON MARTÍN Cubre el traidor sus malas intencionescon rostro grave y ademán sincero,y adorna su traición con las razonesde que se precia un pecho verdadero. 320De un Sinón aprendieron mil Sinones,y así, el que es general, al blando o fierorazonar del contrario no se rinde,sin que primero la intención deslinde.
CONDE Hermano, así se hará; no tengáis miedo 325que yo me arroje o precipite en nada.¿Hicistes ya las treguas con Robledo,y queda ante escribano confirmada?
DON MARTÍNGran cólera tenéis, Guzmán.
GUZMÁNNo puedotenerla en la ocasión más enfrenada. 330
CONDEPodréis darle la rienda entre enemigos,y es prudencia cogerla con amigos. Pues, Buitrago, ¿qué hacemos?
BUITRAGOAquí asisto,procurando sacar de aqueste espartojugo de algún plus ultra, y no le he visto 335siquiera de una tarja ni de un cuarto.Así guardan la ley de Jesucristoaquéstos como yo cuando estoy harto,que no me acuerdo si hay cielo ni tierra;sólo a mi vientre acudo y a la guerra. 340
MARGARITA Pide limosna en modo este soldado,que parece que grita o que reniega,y yo estoy en España acostumbradoa darla a quien por Dios la pide y ruega.
BUITRAGOQuiérosela pedir arrodillado; 345veré si la concede o si la niega.
VOZMEDIANONi tanto, ni tan poco.
BUITRAGOSoy cristiano.
MARGARITA¿Ya no le han dicho que no hay blanca, hermano?
BUITRAGO ¿Hermano? ¡Lleve el diablo el parentescoy el ladrón que le halló la vez primera! 350Descosa, pese al mundo, ese griguesco,desgarre esa olorosa faltriquera.De aquestas pinturitas a lo fresco,¿qué se puede esperar?
VOZMEDIANOÉsa es manerade hacer sacar la espada y no el dinero. 355
CONDE¡Paso, Buitrago!
MARGARITA¡A fe de caballero!
DON MARTÍN No os enfadéis, galán, que deste modose pide la limosna en esta tierra;todo es aquí braveza, es aquí todorigor y duros términos de guerra. 360
BUITRAGOY yo, que a lo de Marte me acomodo,y a lo de Dios es Cristo, doy por tierracon todo el bodegón, si con floreosresponden a mis gustos y deseos.
DON MARTÍN En fin, ¿que aqueste galán 365es de Jerez?
VOZMEDIANOY de nombre,de los buenos que allí están,y hijo, señor, de un hombreque en Francia fue capitán. Quedó rico y con hacienda; 370dejómele a mí por prendami hermana, que fue su madre,y yo quise que del padresiguiese la honrada senda. Supe el cerco que se espera, 375y con su gusto le truje,que sin él no le trajera,y a esta dura le redujede su vida placentera; que, en los grados de alabanza, 380aunque pervierta la usanzael adulador liviano,no alcanza un gran cortesanolo que un buen soldado alcanza.
CONDE Así es verdad, y agradezco 385venida de tales dos,y a servírosla me ofrezco.
BUITRAGO¡Que no me darán por Dioslo que por mí no merezco! ¡Voto a Cristóbal del Pino, 390que si una vez me amohíno,que han de ver quién es Callejas!Busquen alivio a sus quejas,almas, por otro camino. Buscaréle yo también 395para mi hambre insolente,o me den, o no me den;que nunca muere un valientede hambre.
DON MARTÍNDices muy bien.
BUITRAGO No digo sino muy mal. 400¿Es eso por escusarsede no sacar un real?
CONDEVamos, que ya de enojarseBuitrago nos da señal, y no quiero que lo esté. 405
(Vanse el CONDE y DON MARTÍN.)
BUITRAGOCon aqueso comeré.¡No fuera yo motilón,o mozo de bodegón,y no soldado!
MARGARITA¿Por qué?
BUITRAGO Yo me entiendo, so galán; 410vaya y guarde su dinero.¡Adiós, mi señor Guzmán!
GUZMÁNNo, no; convidaros quiero;¡por vida del capitán!, venid, Buitrago, conmigo. 415
BUITRAGOEn seguirte sé que sigoa un Alejandro y a un Marte.
(Vanse el CAPITÁN y BUITRAGO.)
MARGARITASeñor, llégate a esta parte,que tengo que hablar contigo. Resuelta estoy.
VOZMEDIANOEn tu daño. 420
MARGARITANo me atajes; déjamerelatar mi mal estraño.
VOZMEDIANO¿Ya no sabes que lo sé,por mi mal más ha de un año?
MARGARITA Dime, señor: ¿tú no sientes 425que con nuevos acidentescada día amor me embiste?
VOZMEDIANOY sé que no los resistetu alma, pues los consientes.
MARGARITA Déjate de aconsejarme, 430y dame ayuda, si quieres;que lo demás es matarme.
VOZMEDIANOPor quien soy y por quien eres,siempre te oiré sin cansarme, y siempre te ayudaré, 435porque a ello me obliguécuando de venir contigocomo ayo y como amigote di la palabra y fe. Di, en fin, ¿qué piensas hacer? 440
MARGARITAYo, por soldado a esta empresa,con estraño parecer,pues procuraré ser presa,puesto que vaya a prender. Procuraré ser cautiva; 445que de la dura y esquivatormenta que siente el alma,el sosiego, gusto y palma,en disparates estriba. Sabré ser cautiva de quien 450me cautivó sin sabello,pensando de hacerme bien;daré al moro perro el cuelloporque a mi alma me den. Que no es posible sea moro 455quien guardó tanto el decorode cristiano caballero;y si fuere esclavo, quierodar por él mil montes de oro. De que los halle no dude 460nadie: que el cielo al deseodel aflicto siempre acude.
VOZMEDIANOEl gran Dios dese deseoimpertinente te mude.
MARGARITA ¿Habrá más de rescatarme, 465dando tiempo al informarmede lo que voy a saber?Que en el mal de irme a perderconsiste el bien de ganarme. Venid, señor Vozmediano; 470negociaréis mi salidacon el escuadrón cristiano.
VOZMEDIANO¿Dónde quieres ir, perdida?
MARGARITAAconsejarme es en vano.
VOZMEDIANO Yo haré con su señoría 475que se oponga a tu partida.
MARGARITASi esto me impedís, señor,haré otro yerro mayor,con que lloréis más de un día. Echada está ya la suerte; 480yo he de seguir mi destino,aunque me lleve a la muerte.
VOZMEDIANODel amor el desatinocualquier bien en mal convierte. ¡En mal punto me encargué 485de ti! ¡En mal punto dejéla patria por tus antojos!
MARGARITATal vez, tras nubes de enojos,de esperanza el sol se vee.
(Vanse, y salen ARLAXA, ALIMUZEL, OROPESA y DON FERNANDO.)
ARLAXA ¿Adónde está Alimuzel? 490Oropesa, ¿dó te has ido?Y mi Lozano, ¿qué es dél?¡Cielo, escucha mi gemido;no te me muestres crüel!
ALIMUZEL Bella Arlaxa, aquí me tienes. 495
ARLAXAAmigo, a buen tiempo vienes.
OROPESA¿Qué es lo que mandas, señora?
ARLAXAVengas, amigo, en buen hora.Lozano, ¿en qué te detienes?
DON FERNANDO Aquí estoy, señora mía. 500¿Qué me mandas? Dilo, acaba.
ARLAXA¡Desdichada dicha mía!
ALIMUZEL¿Qué has, Arlaxa?
ARLAXAYo soñabaque esta noche, al alba fría, daban sobre este aduar 505cristianos, y, a mi pesar,Nacor me llevaba presa,y desperté con la presadel asalto y del gritar; y he venido a socorrerme 510de vosotros con el miedoque el sueño pudo ponerme,y, aunque os veo, apenas puedososegarme ni valerme. Tengo a Nacor por traidor, 515y no me deja el temorfiar de vuestra lealtad.
ALIMUZELNo son los sueños verdad;no tengas miedo, mi amor; y si lo son, juzga y piensa 520que a tu lado hallarásquien no consienta tu ofensa.
ARLAXAContra el hado es por demásque valga humana defensa.
DON FERNANDO No te congojes, señora, 525que si llegare la horade verte en aquese aprieto,librarte dél te prometopor el Dios que mi alma adora. Si no quedase cristiano 530en Orán, y aquí viniesetan arrojado y ufanoque la vitoria tuviesetan cierta como en la mano, será esta mía bastante 535para que el más arrogantevuelva humilde y sin despojos.Tiemple aquesto tus enojos,no pase el miedo adelante, que haré más de lo que digo; 540y de que prometo poco,mis obras serán testigo.
OROPESAO está don Fernando loco,o es ya de Cristo enemigo. Pelear contra cristianos 545promete. Venid, hermanos,que yo, con mejor conciencia,pasaré la diligenciaa los pies, y no a las manos.
DON FERNANDO Alí, dame tú una espada 550y un turbante, con que puedala cabeza estar guardada.
OROPESASeñora, ¿dónde se quedatu condición arrojada? Agora verás hender, 555herir, matar y romper.Deja venir al cristiano.
ARLAXAEs accidental y vanotal deseo en la mujer, y fácilmente se trueca; 560y, antes que la espada, agoratomaría ver la rueca.
ALIMUZELEl que te ofende, señora,contra todo el mundo peca. Ven, cristiano, a tomar armas. 565
OROPESAMira contra quién te armas,Lozano.
DON FERNANDO¡Calla, Oropesa!
OROPESAEn armarte a tal empresa,de tu valor te desarmas.
(Éntranse todos.)
(Salen NACOR, atadas las manos atrás con un cordel, y tráenle BUITRAGO, el capitán GUZMÁN, MARGARITA y otros soldados con sus arcabuces.)
NACOR Valeroso Guzmán, éste es, sin duda, 570el vendido aduar, el paraísodo está la gloria que mi alma busca.Con la caballería, como es uso,le puedes coronar a la redonda,porque apenas se escape un solo moro. 575
GUZMÁNNo tengo tanta gente para tanto.
NACORCerca, pues, por lo menos, esta parte,que responde derecha a una montañaque está cerca de aquí, donde, sin duda,harán designio de acogerse cuantos 580sobresaltados fueren esta noche.
GUZMÁNDices muy bien.
NACORPues manda que me suelten,porque vaya a buscar el grande premioque pide la amorosa traición mía.
BUITRAGOEso no, ¡vive Dios!, hasta que vea 585cómo se entabla el juego, ¡so Mahoma!Estése atraillado como galgo,porque hasta ver las liebres no le suelto.
NACORSeñor Guzmán, agravio se me hace.
GUZMÁNBuitrago, suéltale, y a Dios; y embiste. 590
BUITRAGOContra mi voluntad le suelto. Vaya.
NACORVenid, que yo pondré la gente en orden,de modo que no haya algún desorden.
(Vanse, y queda sola MARGARITA.)
MARGARITA ¡Pobre de mí! ¿Dónde quedo?¿Adónde me trae la suerte, 595confusa y llena de miedo?¿Qué cosa haré con que acierte,si ninguna cosa puedo? ¡Oh amoroso desvarío,que ciegas el albedrío 600y la razón tienes presa!¿Qué sacaré desta empresa,de quién temo y de quién fío? Soy mariposa inocenteque, despreciando el sosiego, 605simple y presurosamenteme voy entregando al fuegode la llama más ardiente. Estos pasos son testigosque huyo de los amigos, 610y, llena de ceguedad,de mi propria voluntadme entrego a los enemigos.
(Suena dentro: «¡Arma, arma! ¡Santiago, cierra, cierra España, España!». Salga al teatro NACOR, abrazado con ARLAXA, y, a su encuentro, BUITRAGO.)
BUITRAGO¡Por aqueste portillo se desaguael aduar! ¡Soldados, aquí, amigos! 615¡Tente, perro cargado; tente, galgo!
NACORAmigo soy, señor.
BUITRAGO¡No es éste tiempopara estas amistades! ¡Tente, perro!
NACOR¡Muerto soy, por Alá!
BUITRAGO¡Por San Benito,que he pasado a Nacor de parte a parte, 620y que ésta debe ser su amada ingrata!
ARLAXACristiano, yo me rindo; no ensangrientestu espada en mujeril sangre mezquina.Llévame do quisieres.
(Sale ALÍ.)
ALIMUZELLa voz oigode Arlaxa bella, que socorro pide. 625¡Ah perro, suelta!
BUITRAGO¡Suéltala tú, podenco sin provecho!¿No hay quien me ayude aquí?
ARLAXAMientras peleanaquestos dos, podrá ser escaparme,si acaso acierto de tomar la parte 630que lleva a la montaña.
MARGARITASi me guías,seré tu esclavo, tu defensa y guardahasta ponerte en ella. Ven, señora.
(Vase ARLAXA y MARGARITA. Sale DON FERNANDO y GUZMÁN.)
BUITRAGO ¡Ánimas de purgatorio,favorecedme, señoras, 635que mi peligro es notorio,si ya no estáis a estas horasdurmiendo en el dormitorio! De vuestro divino alientocon mayor fuerza me siento. 640¡Perro, el huir no te cale!¡Ahora verán si valeBuitrago por más de ciento!
(Éntrase ALÍ, y BUITRAGO tras él.)
GUZMÁN ¡O eres diablo, o no eres hombre!¿Quién te dio tal fuerza, perro? 645
DON FERNANDONo os admire ni os asombre,Guzmán, que haga este yerroquien respeta vuestro nombre.
GUZMÁN ¿Sois, a dicha, don Fernando?
DON FERNANDOEl mismo que estáis mirando, 650aunque no me veis, amigo.
GUZMÁN¿Sois ya de Cristo enemigo?
DON FERNANDONi de veras, ni burlando.
GUZMÁN Pues, ¿cómo sacas la espadacontra Él?
DON FERNANDOVendrá sazón 655más llana y acomodada,en que te dé relaciónde mi pretensión honrada. Cristiano soy, no lo dudes.
GUZMÁN¿Por qué a defender acudes 660este aduar?
DON FERNANDOPorque encierrala paz que causa esta guerra,la salud de mis saludes. Dos prendas has de dejar,y carga, amigo, con todo 665cuanto hay en este aduar.
GUZMÁNA tu gusto me acomodo,no quiero más preguntar; pero, porque no se digaque tengo contigo liga, 670tú, pues bastas, lo defiende.
(Vase GUZMÁN, y vuelve BUITRAGO y ALIMUZEL.)
BUITRAGOEn vano, moro, pretendetu miedo que no te siga, que tengo para ofendertedos manos y dos mil almas, 675que a mis pies han de ponerte.
DON FERNANDOOtros despojos y palmaspuedes, amigo, ofrecerte, que éste no.
ALIMUZELDeja, Lozano,que este valiente cristiano 680en grande aprieto me ha puesto.
DON FERNANDOVe tú a socorrer el resto,y éste déjale en mi mano, que yo daré cuenta dél.
(ARLAXA, dentro.)
ARLAXA¡Lozano, que voy cautiva! 685¡Que voy cautiva, Muzel!
ALIMUZEL¡Fortuna, a mi suerte esquiva,cielo envidioso y crüel, ejecutad vuestra rabiaen mi vida, si os agravia; 690dejad libre la de aquélla,que os podéis honrar con ellapor hermosa, honesta y sabia!
(Sale ARLAXA, defendiéndola MARGARITA del capitán GUZMÁN y de otros tres soldados.)
DON FERNANDO ¡Todos sois pocos soldados!
GUZMÁNÉsta es la mora en quien tiene 695don Fernando sus cuidados;dejársela me conviene.
(Vase.)
BUITRAGOAquí hay moros encantados o cristianos fementidos,que ha llegado a mis oídos, 700creo, el nombre de Lozano.
DON FERNANDOVuestro trabajo es en vano,cristianos mal advertidos, que esta mora no ha de ir presa;entrad en el aduar, 705y hallaréis más rica presa.
BUITRAGO¡Désta irás a señalar,perro, el tanto de tu fuesa!
ALIMUZEL ¡Muerto soy; Alá me ayude!
ARLAXA¡Acude, Lozano, acude, 710que han muerto a tu grande amigo!
(Cae ALÍ dentro, y éntrase ARLAXA tras él.)
DON FERNANDOVengaréle en su enemigo,aunque de intención me mude. ¡No te retires, aguarda!
BUITRAGO¿Yo retirar? ¡Bueno es eso! 715Si tuviera una alabarda,le partiera hasta el güeso.¡Oh, cómo el perro se guarda!
DON FERNANDO Éste que va a dar el pagode tus bravatas, Buitrago, 720mejor cristiano es que tú.
BUITRAGO¡Que te valga Bercebú,y a mí Dios y Santiago! Di quién eres, que, sonandoel eco, me trae con miedo 725la habla de don Fernando.
DON FERNANDOEl mismo soy.
BUITRAGO¡Oh Robledo,verdadero y memorando, y cuánta verdad dijiste!Sin razón le desmentiste, 730Guzmán atrevido y fuerte.Yo quiero huir de la muerteque en esas manos asiste.
DON FERNANDO ¿Cómo, di, tú no peleas,te retiras o te vas, 735antes que tu prisión veas?
MARGARITA¡Estraños consejos dasa quien la muerte deseas! Mas no puedo retirarmeni pelear, y he de darme 740de cansado a moras manos,que se van ya los cristianos,y tú no querrás dejarme.
(Dentro, diga GUZMÁN:)
GUZMÁN ¡Al retirar, cristianos! ¡Toca, Robles!¡A retirar, a retirar, amigos! 745No se quede ninguno, y los cansadosa las ancas los suban los jinetes,y en la mitad del escuadrón recojanla presa. ¡Al retirar, que viene el día!
DON FERNANDOYo te pondré en las ancas de un caballo 750de los tuyos, amigo; no desmayes.
MARGARITAMayor merced me harás si aquí me dejas.
DON FERNANDO¿Quieres quedar cautivo por tu gusto?
MARGARITAQuizá mi libertad consiste en eso.
DON FERNANDO¿Hay otros don Fernandos en el mundo? 755Demos lugar que los cristianos pasen;retiraos a esta parte.
MARGARITAYo no puedo.
DON FERNANDODadme la mano, pues.
MARGARITADe buena gana.
DON FERNANDO¡Jesús, y qué desmayo!
MARGARITAGentilhombre,¿lleváisme a los cristianos, o a los moros? 760
DON FERNANDOA los moros os llevo.
MARGARITANo querríaque fuésedes cristiano y me engañásedes.
DON FERNANDOCristiano soy; pero, ¡por Dios!, que os llevoa entregar a los moros.
MARGARITA¡Dios lo haga!
DON FERNANDODe novedades anda el mundo lleno. 765¿Estáis herido acaso?
MARGARITANo estoy bueno.
(Vanse.)
(Sale OROPESA, cargado de despojos.)
OROPESA No, sino estaos atenidoa los consejos de un loco,enamorado y perdido.Mucho llevo en esto poco; 770voy libre y enriquecido. Ya en mi libertad contemploun nuevo y estraño ejemplode los casos de fortuna,y adornarán la coluna 775mis cadenas de algún templo.
(Salen el CONDE y DON MARTÍN y BAIRÁN, el renegado.)
BAIRÁN Digo, señor, que la venida es cierta,y que este mar verás y esta ribera,él de bajeles lleno, ella cubiertade gente inumerable y vocinglera. 780De Barbarroja el hijo se conciertacon Alabez y el Cuco, de maneraque en su favor más moros dan y ofrecenque en clara noche estrellas se parecen. Los turcos son seis mil, y los leventes 785siete mil, toda gente vencedora;veinte y seis las galeras, suficientesa traer municiones de hora en hora.Andan en pareceres diferentessobre cuál destas plazas se mejora 790en fortaleza y sitio, y creo se ordenade dar a San Miguel la buena estrena. Esto es, señor, lo que hay del campo moro,y en Argel el armada queda a punto,y Azán, el rey, guardando su decoro, 795que es diligente, la traerá aquí al punto.
CONDEDe sus designios poco o nada ignoro,mas, por tu relación cuerda, barruntoque a San Miguel el bárbaro amenaza,como más flaca, aunque importante plaza. 800 Pero, puesto le tengo en tal reparo,tales soldados dentro dél he puesto,que al bárbaro el ganarle será caro,muy más que en su designio trae propuesto.Idos a reposar, mi amigo caro, 805y el agradecimiento y paga destoesperadla de mí, con la ventajaque aquel merece que cual vos trabaja.
(Vase BAIRÁN.)
¿No tarda ya Guzmán?
DON MARTÍNLas centinelasle han descubierto ya.
CONDEVenga en buen hora. 810
DON MARTÍNSu premio habrá Nacor de sus cautelascobrado, su adorada ingrata mora.¡Amor, como otro Marte nos desvelas;furia y rigor en tus entrañas mora;hasta las religiosas almas dañas, 815y fundas en traiciones tus hazañas!
(Entra el capitán GUZMÁN, OROPESA, BUITRAGO, VOZMEDIANO y otros soldados.)
GUZMÁN Tus manos pido, y de las mías toma,o, por mejor decir, de tus soldados,amorosos despojos de Mahoma. Volvemos, como fuimos, alentados, 820mejorados en honra y buena fama,y en ropa y en esclavos mejorados. Nacor no trae a su hermosa dama;que Buitrago apagó con fuerte acerodel moro infame la amorosa llama. 825
BUITRAGO Paséle, por la fe de caballero,por entrambas ijadas, ignorandoque fuese el que el aviso dio primero; y si no lo estorbara don Fernando,diera con más de dos patas arriba, 830que con él se me fueron escapando.
CONDE ¿Que, en fin, se volvió moro?
OROPESANo se escriba,se diga o piense tal de quien su intentoen ser honrado y valeroso estriba. Yo sé de don Fernando el pensamiento, 835y sé que presto volverá a servirtecon las veras que ofrece su ardimiento.
GUZMÁN Que él es cristiano sé, señor, decirte;que él se nombró conmigo combatiendo.
DON MARTÍN¿Y procuraba, por ventura, herirte? 840
GUZMÁN Con tiento pareció que iba esgrimiendo,y palabras me dijo en el combatepor quien fui sus designios conociendo.
DON MARTÍN Deste caso, señores, no se trate;ya, por lo menos, ha caído en culpa, 845y no hay disculpa a tanto disparate.
CONDE Salió sin mi licencia: ya le culpa,y más el escalar de la muralla,insulto que jamás tendrá disculpa.
GUZMÁN Precipitóle honor: vistió la malla 850por conservar su crédito famoso;huyóle el moro; fue a buscar batalla.
DON MARTÍN ¡Por cierto, oh buen Guzmán, que estáis donoso!Pues, ¿cómo no se ha vuelto, o cómo muestracontra cristianos ánimo brioso? 855
OROPESA Él dará presto de su intento muestra,sacando, en gloria de la ley cristiana,a luz la fuerza de su honrada diestra.
CONDE Venid; repartiré de buena ganalo que deste despojo a todos toca; 860que el gusto crece lo que así se gana.
(Vanse, y queda BUITRAGO y VOZMEDIANO.)
VOZMEDIANO ¡Válgame Dios, si se quedó la loca,si se quedó la sin ventura y triste,que así su suerte y su valor apoca! Dime, señor, si por ventura viste 865aquel soldado que partió conmigocuando a la empresa do has venido fuiste; aquel bisoño manicorto, digo,que no te quiso dar limosna un día,y habrá hasta seis que vino aquí conmigo. 870
BUITRAGO ¿No es aquel del entono y bizarría,de las plumas volantes y del rizo,que me habló con remoques y acedías?
VOZMEDIANOAquese mismo.
BUITRAGONo sé qué se hizo.
(Vase.)
VOZMEDIANO ¿Adónde estarás agora, 875moza por tus pies llevadado toda miseria mora,de mandar a ser mandada,esclava de ser señora? ¿Que es posible que un deseo 880incite a tal devaneo?Y éste es, en fin, de tal ser,que no lo puedo creer,y con los ojos lo veo.
Vase.
(Sale ARLAXA, DON FERNANDO y MARGARITA.)
DON FERNANDO Para ser mozo y galán 885y al parecer bien nacido,muchos desmayos os dan:señal de que habéis comidomucha liebre y poco pan. Quien se rinde a su enemigo, 890en sí presenta testigode que es cobarde.
MARGARITAEs verdad,pero trae mi poca edadgrande disculpa consigo. El que mis cuitas no siente, 895hará de mi miedo alarde,pero yo sé claramenteque hice más en ser cobardeque no hiciera en ser valiente. ¡Desdichada de la vida 900a términos reducidaque busca con ceguedaden la prisión libertady a lo imposible salida!
ARLAXA ¿Qué sabes si este soldado, 905cual tú, tiene aquella quejade valiente mal pagado?
DON FERNANDOFácil conocer se dejaque le aflige otro cuidado; que sus años, cual él muestra, 910no habrán podido dar muestra,por ser pocos, de los hechosque, por ser mal satisfechos,muestran voluntad siniestra. Y el ofrecerle caballo 915para que volviese a Orán,y el no querer acetallo,unas sospechas me danque por su honra las callo. Quizá la vida le enfada 920soldadesca y desgarrada,y como el vicio le doma,viene tras la de Mahoma,que es más ancha y regalada.
MARGARITA En mi edad, aunque está en flor, 925he alcanzado y conocidoque no hay mal de tal rigorque llegue al verse ofendido,el que es honrado, en su honor. Y más si culpa no tiene; 930que cuando la infamia vienea quien la busca y procura,es menor la desventuraque la deshonra contiene. Y así, me será forzoso 935para huir la infamia y menguade mal cristiano y medroso,que os descubra aquí mi lengualo que apenas pensar oso. Si gustáis de estarme atentos, 940veréis que paran los vientossu veloz curso a escucharme,y veréis que fue el quedarmehonra de mis pensamientos.
(Entra ALIMUZEL.)
ALIMUZEL El remedio que aplicaste, 945bella Arlaxa, de tu mano,fue tal, que en él te mostrasteser un ángel soberanoque a la vida me tornaste. Conságrotela dos veces: 950una porque la mereces,y la otra te consagropor el estraño milagrocon que tu fama engrandeces.
ARLAXA Sosiégate y no me alabes, 955que el médico ha sido Aláde tus heridas tan graves.Comienza, cristiano, yala historia que alegre acabes.
MARGARITA Sí haré; más tú verás, 960en el cuento que me oirás,que no dan los duros hadosa principios desdichadosalegres fines jamás. «Nací en un lugar famoso, 965de los mejores de España,de padres que fueron ricosy de antigua y noble casta;los cuales, como prudentes,apenas mi edad temprana 970dio muestras de entendimiento,cuando me encierran y guardanen un santo monesteriode la virgen Santa Clara;¡que soy mujer sin ventura, 975que soy mujer desdichada!»
ARLAXA¡Santo Alá! ¿Qué es lo que dices?
MARGARITA¿Desto poquito te espantas?Ten silencio, hermosa mora,hasta el fin de mis desgracias; 980que, aunque ellas jamás le tengan,yo me animaré a contallas,si es posible, en breve espacioy con sucintas palabras.«No me encerraron mis padres 985sino para la crianza,y fue su intención que fuese,no monja, sino casada.Faltáronme antes de tiempo;que la inexorable Parca 990cortó el hilo de sus vidaspara añadirle a mis ansias.Quedé con sólo un hermano,de condición tan bizarra,que parece que en él solo 995hizo asiento la arrogancia.Llegó la edad de casarme;hiciéronle mil demandasde mí; no acudió a ninguna,fundándose en leves causas; 1000y, entre los que me pidieron,fue uno que con la espadasatisfizo a la respuesta,según se la dieron mala.»
(Suenan dentro atambores.)
ALIMUZELEscucha, que oigo clarines, 1005oigo trompetas y cajas;algún escuadrón es éstede turcos que hacia Orán marcha.
(Entra uno.)
MOROSi lo que dejó el cristianono quieres, hermosa Arlaxa, 1010no lo acaben de talardiez escuadrones que pasan,ven, señora, a defenderlo;que con tu presencia, Arlaxa,pararás al sol su curso 1015y suspenderás las armas.
ALIMUZELBien dice, señora; vamos,que lugar habrá mañanapara oír si aquesta historiaen fin triste o alegre acaba. 1020
ARLAXAVamos, pues; y vos, hermosay lastimada cristiana,no os pene si a vuestras penasel oíllas se dilata.
(Vanse ARLAXA y ALÍ tras ella, y MARGARITA a lo último, y DON FERNANDO, tras ella, y dicen antes:)
MARGARITAComo no tengo, señora, 1025ningún alivio en contarlas,tengo a ventura el estorboque de tal silencio es causa.
DON FERNANDO¡Válgame Dios, qué sospechasme van encendiendo el alma! 1030Muchas cosas imagino,y todas me sobresaltan.Desesperado esperandohe de estar hasta mañana,o hasta el punto que el fin sepa 1035de la historia comenzada.
FIN DEL SEGUNDO ACTO
Los que hablan en ella son:
ARLAXA.
MARGARITA.
VOZMEDIANO.
DON FERNANDO DE SAAVEDRA.
GUZMÁN.
BUITRAGO.
EL CONDE DE ALCAUDETE.
DON MARTÍN.
DON JUAN DE VALDERRAMA.
ALIMUZEL.
ROAMA, moro.
AZÁN, rey de Argel.
EL REY DEL CUCO.
EL REY DE ALABEZ.Y acompañamiento.
Salen los Reyes del CUCO y ALABEZ, DON FERNANDO, de moro; ALIMUZEL, ARLAXA y MARGARITA.
CUCO Hermosísima Arlaxa: tu bellezapuede volver del mesmo Marte airadoen mansedumbre su mayor braveza,y dar leyes al mundo alborotado.
ALABEZPuedes, con tu estremada gentileza, 5suspender los estremos del cuidadoque amor pone en el alma que cautiva,y hacer que en gloria sosegada viva.
CUCO Puede la luz desos serenos ojosprestarla al sol, y hacerle más hermoso; 10puede colmar el carro de despojosdel dios antojadizo y riguroso.
ALABEZPuede templar la ira, los enojosdel amante olvidado y del celoso;puedes, en fin, parar, sin duda alguna, 15el curso volador de la Fortuna.
ARLAXA Nace de vuestra rara cortesíala sin par que me dais dulce alabanza,porque no llega la bajeza míaadonde su pequeña parte alcanza. 20Tendré por felicísimo este día,pues en él toma fuerzas mi esperanzade ver mis aduares mejorados,viendo a sus robadores castigados. Cien canastos de pan blanco apurado, 25con treinta orzas de miel aún no tocada,y del menudo y más gordo ganadocasi os ofrezco entera una manada;dulce lebení en zaques encerrado,agrio yagurt. Y todo aquesto es nada 30si mi deseo no tomáis en cuenta,que en su virtud la dádiva se aumenta.
CUCO Admitimos tu oferta, y prometemosde vengarte de aquel que te ha ofendido;que, en fe de haberte visto, bien podemos 35mostrar el corazón algo atrevido.
ALABEZArlaxa, queda en paz, porque tenemosel tiempo limitado y encogido.
ARLAXAViváis alegres siglos y infinitos,reyes del Cuco y Alabez invitos. 40
(Vanse los Reyes.)
Vuelve a seguir tu comenzada historia,cristiana, sin que dejes cosa algunaque puedas reducir a la memoriade tu adversa o tu próspera fortuna.
MARGARITAPasadas penas en presente gloria 45el contarlas la lengua no repugna;mas si el mal está en ser que se padece,al contarle, la lengua se enmudece. «Quedé, si mal no me acuerdo,en una mala respuesta 50que dio mi bizarro hermanoa un caballero de prendas,el cual, por satisfacerse,muy malherido le deja.Ausentóse y fuese a Italia, 55según después tuve nuevas.Tardó mi hermano en sanarmucho tiempo, y no se acuerdaen mucho más de su hermana,como si ya muerta fuera. 60Vi que volaban los tiempos,y que encerraban las rejasel cuerpo, mas no el deseo,que es libre y muy mal se encierra.Vi que mi hermano aspiraba, 65codicioso de mi hacienda,a dejarme entre paredes,medio viva y medio muerta.Quise casarme yo misma;mas no supe en qué manera 70ni con quién; que pocos añosen pocos casos aciertan.Dejóme un viejo mi padre,hidalgo y de intención buena,con el cual me aconsejase 75en mis burlas y en mis veras.Comuniquéle mi intento;respondióme que él quisieraque el caballero que tuvocon mi hermano la pendencia, 80fuera aquel que me alcanzarapor su legítima prenda,porque eran tales las suyas,que por estremo se cuentan.Pintómele tan galán, 85tan gallardo en paz y en guerra,que en relación vi a un Adonis,y a otro Marte vi en la Tierra.Dijo que su discreciónigualaba con sus fuerzas, 90puesto que valiente y sabiopocas veces se conciertan.Estaba yo a sus loorestan descuidada y atenta,que tomó el pincel la fama, 95y en el alma las asienta;y amor, que por los oídospocas veces dicen que entra,se entró entonces hasta el almacon blanda y honrada fuerza; 100y fue de tanta eficaciala relación verdadera,que adoré lo que los ojosno vieron ni ver esperan;que, rendida a la inclemencia 105de un antojo honrado y simple,mudé traje y mudé tierra.A mi sabio consejerofuerzo a que conmigo venga;que ánimo determinado, 110de imposibles no hace cuenta.»
ARLAXA No te suspendas; prosiguetu bien comenzado cuento,que ninguna cosa sientoen él que a gusto no obligue, 115 y aun a pesar.
DON FERNANDO Aparte.
Y es de modo,según que voy discurriendo,que al alma va suspendiendocon la parte y con el todo.
MARGARITA «Enamorada de oídas 120del caballero que dije,me salí del monesterio,y en traje de hombre vestíme.Dejé el hermano y la patria,y, entre alegre y entre triste, 125con mi consejero ancianoa la bella Italia vine.De la mitad de mi alma,para que yo más le estime,supe allí que en estacada 130venció a tres, y quedó libre,y que la parlera fama,que más de lo que oye dice,le trujo a encerrar a Orán,que espera el cerco terrible. 135En alas de mi deseo,desde Nápoles partíme;llegué a Orán, facilitandocualquier dudoso imposible,y, apenas pisé su arena, 140cuando alborotada fuimea saber, sin preguntallo,de quien me tiene tan triste.Dél supe, y pluguiera al cielo,que consuela a los que aflige, 145que nunca yo lo supiera.»
DON FERNANDODi presto lo que supiste.
MARGARITA«Supe que a volverse moro,cosa, a pensarla, imposible,dejó los muros de Orán, 150y que en vuestra secta vive.Yo, por no vivir muriendoentre sospechas tan tristes,a trueco de ser cautiva,todo el hecho saber quise; 155y así, arrojada y ansiosa,entre los cristianos vine,de quien fue Nacor la guía,que los trujo a lo que vistes.Ya me quedé, y soy cautiva, 160y ya os pregunto si vistesa este cristiano que busco,o a este moro que acogistes.Llamábase don Fernandode Saavedra, de insignes 165costumbres y claro nombre,como su fama lo dice.Por él y por mi rescate,si dél sabéis, se apercibemi lengua a ofreceros tanto, 170que pase de lo posible.»Ésta es mi historia, señores;nunca alegre, siempre triste;si os he cansado en contalla,lo que me mandastes hice. 175
ARLAXA Cristiana, de tu dolorcasi siento la mitad;que tal vez curiosidadfatiga como el amor. Y al que te enciende en la llama 180de amor con tantos estremos,como tú, le conocemossolamente por la fama.
ALIMUZEL ¿Debajo de cuál estrellaese cristiano ha nacido, 185que aun de quien no es conocidolos deseos atropella? Ese amigo por quien lloras,y en quien pones tus tesoros,las vidas quita a los moros, 190y las almas a las moras.
DON FERNANDO Que no es moro está en razón;que no muda un bien nacido,por más que se vea ofendido,por otra su religión. 195 Puede ser que a ese español,que agora tanto se encubre,alguna causa le encubre,como alguna nube al sol. Mas dime: ¿quién te asegura 200que, después de haberle visto,quede en tu pecho bienquisto?Que engendra amor la hermosura, y si él carece della,como imagino y aun creo, 205faltando causa, el deseofaltará, faltando en ella.
MARGARITA La fama de su corduray valor es la que ha hechola herida dentro del pecho: 210no del rostro la hermosura; que ésa es prenda que la quitael tiempo breve y ligero,flor que se muestra en enero,que a la sombra se marchita. 215 Ansí que, aunque en él hallaseno el rostro y la lozaníaque pinté en mi fantasía,no hay pensar que no le amase.
DON FERNANDO Con esa seguridad, 220presto me ofrezco mostrarteal que puede asegurarteel gusto y la libertad. Muda ese traje indecente,que en parte tu ser desdora, 225y vístete en el de mora,que la ocasión lo consiente; y con Arlaxa y Muzellos muros de Orán veremos,donde, sin duda, hallaremos 230tu piadoso o tu crüel; que no es posible dejarde hallarse en aquesta guerra,si no le ha hundido la tierrao le ha sorbido la mar. 235 Alimuzel, no te tardes;ven, y mira que es razón;que en semejante ocasiónno es bien parecer cobarde.
ALIMUZEL Haz cuenta que a punto estoy. 240
ARLAXAA mí nada me detiene.
MARGARITAYa veis si a mí me convieneseguiros.
DON FERNANDOPues pase hoy; y mañana, cuando danlas aves el alborada, 245demos a nuestra jornadaprincipio y al fin de Orán. ¿Queda así?
ALIMUZELNo hay que dudar.
ARLAXA¿Cómo te llamas, señora?
MARGARITAMargarita; mar do moran 250gustos que me han de amargar.
ARLAXA Ven, que el amor favorecesiempre a honestos pensamientos.
DON FERNANDO¡Qué atropellados contentosla ventura aquí me ofrece! 255
(Éntranse todos.)
(Sale BUITRAGO, solo, a la muralla.)
BUITRAGO ¡Arma, arma, señor, con toda priesa!;porque en el charco azul columbro y veopintados leños de una armada gruesahacer un medio círculo y rodeo;el viento el remo impele, el lienzo atesa; 260el mar tranquilo ayuda a su deseo.Arma, pues, que en un vuelo se avecina,y viene a tomar tierra a la marina.
(A la muralla, el CONDE y GUZMÁN.)
CONDE Turcos cubren el mar, moros la tierra;don Fernando de Cárcamo al momento 265a San Miguel defienda, y a la guerrase dé principio con furor sangriento.Mi hermano, que en Almarza ya se encierra,mostrará de quién es el bravo intento;que este perro, que nunca otra vez ladre, 270es el que en Mostagán mordió a su padre.
GUZMÁN Mal puedes defenderle la ribera.
CONDENo hay para qué, si todo el campo cubredel Cuco y Alabez la gente fiera,tanta, que hace horizonte lo que encubre, 275y los que van poblando la laderade aquel cerro empinado que descubrey mira esento nuestros prados secos,son los moros de Fez y de Marruecos. Coronen las murallas los soldados, 280y reitérese el arma en toda parte;estén los artilleros alistados,y usen certeros de su industria y arte;los a cosas diversas diputadosacudan a su oficio, y dese a Marte 285el que a Venus se daba, y haga cosasque sean increíbles de espantosas.
(Éntrese de la muralla el CONDE y GUZMÁN.)
BUITRAGO Ánimas, si queréis que al ejerciciovuelva de mis plegarias y rosario,pedid que me haga el cielo beneficio 290que siquiera no falte el ordinario;que, aunque de Marte el trabajoso oficioen mi estómago pide estraordinario,con diez hogazas que me envíe, sientaque a seis bravos soldados alimenta. 295
(Éntranse, y suenan chirimías y cajas.)
(Entra AZÁN BAJÁ y BAIRÁN con el REY DEL CUCO y el ALABEZ.)
BAIRÁN Don Francisco, el hermano del valientedon Juan, que naufragó en la Herradura,apercibe gran número de gente,y socorrer a esta ciudad procura.Don Álvaro Bazán, otro excelente 300caballero famoso y de ventura,tiene cuatro galeras a su cargo,y éste ha de ser de tu designio embargo.
AZÁN Su arena piso ya; de Orán colijono aquella lozanía que dijiste: 305sólo por tocar arma ya me aflijo,y ver quién será aquel que me resiste.
ALABEZQuien al padre venció vencerá al hijo.No hay que esperar, ¡oh grande Azán!, embiste;que el tiempo que te tardas, ése quitas 310a tus vitorias raras e infinitas.
(Entren a esta sazón ARLAXA y MARGARITA, en hábito de moro; DON FERNANDO como moro, y ALIMUZEL.)
CUCO Tienes presente, ¡oh rey Azán!, la gloriade la África y la flor de Berbería;un ángel es que anuncia tu vitoria,que el cielo, donde él vive, te le envía. 315
AZÁNTendré yo para siempre en la memoriaesta merced, ¡oh gran señora mía!,bella y sin par Arlaxa, en cuanto el cielopudo de bien comunicar al suelo. ¿Qué buscas entre el áspero ruïdo 320del cóncavo metal, que, el aire hiriendo,no ha de llevar a tu sabroso oídode Apolo el son, mas el de Marte horrendo?
ARLAXAEl tantarán del atabal herido,el bullicio de guerra y el estruendo 325de gruesa y disparada artilleríaes para mí suave melodía. Cuanto más, que yo vengo a ser testigode tus raras hazañas y excelentes,y a servirte estos dos truje conmigo, 330que cuanto son gallardos son valientes.
AZÁNDe agradecer tanta merced me obligocuando corran los tiempos diferentesde aquéstos, porque el fruto de la guerraen la paz felicísima se encierra. 335
(Entra ROAMA, moro, con un cristiano galán atadas las manos.)
ROAMA El bergantín que de la Vez se llamacautivaron anoche tus fragatas;y éste, que es un don Juan de Valderrama,venía en él.
AZÁN¿Por qué no le desatas?
(Como entra el cautivo, se cubre MARGARITA el rostro con un velo.)
ALABEZ¿Cómo sabes su nombre tú, Roama? 340
ROAMAÉl me lo ha dicho así.
AZÁNPues mal le tratas;si es caballero, suéltale las manos.
DON JUAN¿Qué es lo que veo, cielos soberanos?
(Mira a DON FERNANDO.)
AZÁN ¿De qué tierra eres, cristiano?
DON JUANDe Jerez de la Frontera. 345
AZÁN¿Eres hidalgo o villano?
ALABEZVestir de aquella maneralos villanos no es muy llano.
DON JUAN Caballero soy.
AZÁN¿Y rico?
DON JUANEso no; pues que me aplico 350a ser soldado, señalque de bienes me va mal;y esto os juro y certifico.
ALABEZ De cristianos juramentosestá preñada la tierra, 355lleno el mar, densos los vientos.
AZÁN¿Y venías...?
DON JUANA la guerra.
AZÁN¡Honrados son tus intentos!
MARGARITA ¡Éste es mi hermano, señora!
ARLAXADisimula como mora, 360y cúbrete el rostro más.
CUCO¡Buena guerra agora harás!
DON JUAN¿Y cómo la hago agora?
AZÁN ¿Qué nuevas hay en España?
DON JUANNo más de la desta guerra, 365y que ya estás en campaña.
AZÁNDirán que mi intento yerraen emprender tal hazaña; el socorro aprestarán,el mundo amenazarán, 370y, estándole amenazando,llegarán a tiempo cuandoyo esté en sosiego en Orán. Preséntote este cristiano,Arlaxa, como en indicio 375de lo que en servirte gano;y acepta el primer servicioque recibes de mi mano; que otros pienso de hacertecon que mejores la suerte 380de tu aduar saqueado.
ARLAXATenga el grande Alá cuidado,grande Azán, de engrandecerte.
AZÁN Vamos, que Marte nos llamaa ejercitar el rigor 385que enciende tu ardiente llama.
ARLAXAMahoma te dé favorque aumente tu buena fama. Ven, cristiano, y darme has cuentade quién eres.
(Éntranse todos, excepto DON JUAN y DON FERNANDO.)
DON JUAN¡No consienta 390el cielo que éste sea aquelque, enamorado y crüel,pudo hacerme honrada afrenta!
DON FERNANDO Escucha, cristiano, espera.
DON JUANYa espero, ya escucho, y veo 395lo que nunca ver quisiera,si me pinta aquí el deseoesta visión verdadera.
DON FERNANDO ¿Qué murmuras entre dientes?
DON JUAN¿Qué me quieres?
DON FERNANDOQue me cuentes 400quién eres.
DON JUANPues, ¿qué te importa?
DON FERNANDOHacer tu desgracia corta.
DON JUAN Aparte.
¡Podrá ser que me la aumentes! Muestran que no es opiniónlos sobresaltos que paso, 405mas cosa puesta en razón,que, sin duda, hace casotal vez la imaginación, pues pienso que estoy mirandoel rostro de don Fernando, 410su habla, su talle y brío;pero que esto es desvaríosu traje me va mostrando.
DON FERNANDO ¿Todo ha de ser murmurar,cristiano?
DON JUANPerdona, moro, 415que no me dejan guardarel cortesano decorolas ansias de mi pesar. Y más, que tú me enmudeces;porque tanto te pareces 420a un cristiano, que me admiro,que le veo si te miro,y él mismo en ti mismo ofreces.
DON FERNANDO En Orán hay un cristianoque dicen que me parece 425como esta mano a esta mano,y que si acaso se ofrecevestir hábito africano, ningún moro hay que le veaque no diga que yo sea, 430y juzgue con evidenciaque sólo nos diferenciasu vestido y mi librea. No le he visto y voy trazandoverle, que verle deseo, 435ya en paz, o ya peleando.
DON JUAN¿Cómo se llama?
DON FERNANDOYo creoque se llama don Fernando, y tiene por sobrenombreSaavedra.
DON JUANÉse es el hombre 440por quien con mil males lucho.
DON FERNANDODesa manera, no es muchoque mi presencia te asombre.
(Entra ROAMA, el moro.)
ROAMA Arlaxa y Fátima estánesperándote, cautivo. 445
DON FERNANDOVe en paz; que, rendido Orán,si el otro yo queda vivo,tendrá remedio tu afán.
DON JUAN Estimo tu buen deseo;mas, con todo aquesto, creo...; 450pero no, no creo nada;que es cosa desvariadadar crédito a lo que veo.
(Éntrase DON JUAN y ROAMA.)
DON FERNANDOEntre sospechas y antojos,y en gran confusión metido, 455va don Juan lleno de enojos,pues le estorba este vestidono dar crédito a sus ojos. No se puede persuadirque yo pudiese venir 460a ser moro y renegar;y así, se deja llevarde lo que quise fingir. Su confesión está llana,y más lo estará si mira 465y si conoce a su hermana;que entonces no habrá mentiraque no se tenga por vana. Pregunto: ¿en qué ha de parareste mi disimular, 470y este vestirme de moro?En que guardaré el decorocon que más me pueda honrar.
(Éntrase.)
(Tócase arma; salen a la muralla el CONDE y GUZMÁN, y al teatro, AZÁN, el CUCO y ALABEZ.)
CONDE Veinte asaltos creo que sonlos que han dado a San Miguel, 475y éste, según es crüel,me muestra su perdición. No podrá más don Fernandode Cárcamo.
GUZMÁNNo, sin duda;mas, si no se le da ayuda, 480su fin le está amenazando. Fuerza que no se socorre,haz cuenta que está rendida.
AZÁNSan Miguel va de vencida,que gran morisma allá corre. 485
(Suena mucha vocería de «¡Li, li, li!» y atambores; sale ROAMA.)
ROAMA San Miguel se ha entrado ya,y, sobre el muro español,son tus medias lunas sol,el más bello que hizo Alá. Fuéronse a Mazalquivir 490algunos que se escaparon.
AZÁNAlgún tanto dilataronesos perros el vivir.
ALABEZ Desta huida no se arguyeel refrán que el vulgo trata, 495que es hacer puente de plataal enemigo que huye.
CUCO Hoy de aquel gran capilludolas memorias quedaránenterradas con Orán, 500pues tú puedes más que él pudo.
AZÁN ¡Valeroso don Martín,que te precias de otro Marte,espera, que voy a darte,a tu usanza, un San Martín! 505
(Éntranse todos.)
(Salen ARLAXA y MARGARITA, cubierto el rostro con un velo, y DON JUAN, como cautivo.)
DON JUAN Ayer me entró por la vistacruda rabia a los sentidos,y hoy me entra por los oídos,sin haber quien la resista. Ayer la suerte inhumana, 510a quien mil veces maldigo,me hizo ver mi enemigo,y hoy me hace oír mi hermana. Quítate el velo, señora,y sacarme has de una duda 515por quien tiembla el alma y suda.
MARGARITA¿Otra vez? No puedo agora.
DON JUAN ¡Ay Dios, que la voz es éstade mi buscada enemiga!
MARGARITASi el oírme te fatiga, 520jamás te daré respuesta.
DON JUAN No me tengas más suspenso;descúbrete, que me das,mientra que cubierta estás,un dolor que llega a inmenso. 525
ARLAXA Fátima, por vida mía,que te descubras; veremospor qué hace estos estremoseste cristiano.
MARGARITASí haría, si no me importase mucho 530encubrirme desta suerte.
DON JUANLos ecos son de mi muertelos que en esta voz escucho.
ARLAXA Descúbrete, no te asombres;que has de saber, si lo ignoras, 535que nunca para las moraslos cristianos fueron hombres. Ya no es nadie el que es esclavo;no tienes que recelarte.
MARGARITAYo daré, por contentarte, 540con mis designios al cabo.
ARLAXA Aparte.
Que te conozca, no importa;cuanto más, que has de negallo
MARGARITA Aparte.
Dudosa en todo me hallo.
ARLAXA Aparte.
Ten ánimo, no seas corta. 545
MARGARITA Descúbrome; vesme aquí,cristiano; mírame bien.
DON JUAN¡Oh, el mismo rostro de quienaquí me tiene sin mí! ¡Oh hembra la más liviana 550que el sol ha visto jamás!¡Oh hermana de Satanásprimero que no mi hermana! Por ejemplos más de doshe visto puesto en efeto 555que, en perdiéndose el respetoal mundo, se pierde a Dios.
ARLAXA ¿Qué dices, perro?
DON JUANQue es éstami hermana.
ARLAXA¿Fátima?
DON JUANSí.
ARLAXA¡En mi vida vi ni oí 560tan linda y graciosa fiesta! ¡Tuya mi hermana! ¿Estás loco?Mírala bien.
DON JUANYa la miro.
ARLAXA¿Qué dices, pues?
DON JUANQue me admiro,y en el juicio me apoco. 565 Por dicha, ¿hace Mahomamilagros?
ARLAXAMil a montones.
DON JUAN¿Y hace transformaciones?
ARLAXACuando voluntad le toma.
DON JUAN ¿Y suele mudar, tal vez, 570en mora alguna cristiana?
ARLAXASí.
DON JUANPues aquésta es mi hermana,y la tuya está en Jerez.
ARLAXA ¡Roama, Roama, ven!
(Entra ROAMA.)
ROAMASeñora; ¿qué es lo que mandas? 575
ARLAXAQue pongas las carnes blandasa este perro.
ROAMAEstá bien.
(Vuélvese.)
ARLAXA Con un corbacho procurasacarle de la intenciónuna cierta discreción 580que da indicios de locura.
MARGARITA De cualquiera maleficio,Arlaxa, que al hombre culpa,le viene a sobrar disculpaen la falta del juïcio. 585 No le castigues ansípor cosa que es tan liviana.
DON JUAN¡Juro a Dios que eres mi hermana,o el diablo está hablando en ti!
(Suena dentro asalto.)
ARLAXA ¿No oyes, Fátima, que dan 590asalto a Mazalquivir,que hasta aquí se hace sentiren el conflito en que están? Deja a ese perro, y acude,por si lo podremos ver. 595
(Éntranse ARLAXA y MARGARITA.)
MARGARITASiempre te he de obedecer.
DON JUAN¡Y quieren que desto dude! Por ser grande la distanciaque hay de mi hermana a ser mora,imagino que en mí mora 600gran cantidad de ignorancia. Estraño es el devaneocon quien vengo a contender,pues no me deja creerlo que con los ojos veo. 605
(Éntrase.)
(Salen a la muralla DON MARTÍN, el capitán GUZMÁN y BUITRAGO con una mochila a las espaldas y una bota de vino, comiendo un pedazo de pan.)
DON MARTÍN ¡Gente soberbia y crüel,a quien ayuda la suerte,no penséis que es éste el fuertetan flaco de San Miguel! ¡Bravo Guzmán, gran Buitrago, 610hoy ha de ser vuestro día!
BUITRAGO (Bebe.)
Déjeme vueseñoríaque me esfuerce con un trago. ¡Échenme destos alanosagora de dos en dos, 615porque yo les juro a Diosque han de ver si tengo manos!
(Salen al teatro AZÁN, el CUCO, el ALABEZ, DON FERNANDO y otros moros con escalas.)
AZÁN Al embestir no se tarde;porque quiero estar presente,para honrar al que es valiente 620y dar infamia al cobarde. Muzel, una escala toma,y muéstranos que te dan,como a melionés galán,manos las del gran Mahoma. 625 ¡Ea; al embestir, amigos;amigos, al embestir;que hoy será Mazalquivirsepultura de enemigos!
(Embisten; anda la grita; lleva MUZEL una escala; sube por ella, y otro moro por otra; deciende al moro BUITRAGO, y DON FERNANDO ase a MUZEL y derríbale; pelea con otros, y mátalos. Todos han de caer dentro del vestuario. Desde un cabo mira AZÁN, el CUCO y el ALABEZ lo que pasa.)
DON FERNANDO Ya no es tiempo de aguardar 630a designios prevenidos,viendo que están oprimidoslos que yo debo ayudar. ¡Baja, Muzel!
ALIMUZEL¿Por ventura,quiéresme quitar la gloria 635desta ganada vitoria?
DON FERNANDOAún más mi intento procura.
ALIMUZEL ¡Que me derribas! ¡Espera,que ya abajo a castigarte!
DON FERNANDOAunque bajase el dios Marte 640acá de su quinta esfera, no le estimaré en un higo.¡Oh, cómo que trepa el galgo!
(Derriba al otro que sube.)
ALIMUZELPoco puedo y poco valgocon este amigo enemigo. 645 ¿Por qué contra mí, Lozano,esgrimes el fuerte acero?
(Riñen los dos.)
DON FERNANDOPorque soy cristiano, y quieromostrarte que soy cristiano.
DON MARTÍN ¡Disparen la artillería! 650¡Aquí, Buitrago y Guzmán!¡Robledo, venga alquitrán!¡Arrojad esa alcancía! ¡Allí, que se sube aquél!
DON FERNANDODonde yo estoy, este muro 655estará siempre seguro;y, aunque le pese a Muzel, este perro vendrá al suelo.
(Derriba a otro.)
AZÁN¿Quién es aquél que derribaa cuantos suben arriba? 660
CUCOQue es renegado recelo; pero yo lo veré presto,y le haré que se arrepienta.
AZÁNA un rey no toca esa afrenta.
(Vase el del CUCO contra DON FERNANDO.)
CUCOMahoma se sirve en esto. 665
GUZMÁN Buitrago, el que nos defiendees, sin duda, don Fernando.
BUITRAGOAqueso estaba pensando,porque a los moros ofende.
CUCO ¡Renegado, perro, aguarda! 670
DON FERNANDO¡Rey del Cuco, perro, aguardo!
CUCO¿Cómo en tu muerte me tardo?
DON FERNANDOPues la tuya ya se tarda. Alimuzel, désta vas,y tú, rey, irás de aquésta. 675¡Concluyóse ya esta fiesta!
CUCO¡Muy mal herido me has!
ALIMUZEL ¡Muerto me has, moro fingidoy cristiano mal cristiano!
(Caen dentro del vestuario.)
DON FERNANDOTengo pesada la mano 680y alborotado el sentido; Dios sabe si a mí me pesa.Gran don Martín valeroso,haz que deciendan al fosoy recojan esta presa. 685
GUZMÁN Don Fernando, señor, es,que viene a hacer recompensade la cometida ofensa:diez ha herido, y muerto a tres; y el rey del Cuco es aquél 690que yace casi difunto.
DON MARTÍNPues socorrámosle al punto.
GUZMÁNY el otro es Alimuzel.
DONMARTÍN Vayan por la casamataal foso, y retírenlos. 695
BUITRAGOVamos por ellos los dos.
(Quítase del muro GUZMÁN y BUITRAGO.)
AZÁNYa no es la empresa barata, pues me cuesta un rey, y tantosque en veinte asaltos han muerto.¿Alboroto, y en el puerto 700(¿qué podrá ser?) de los Santos?
(Suena todo.)
Campanas en la ciudadsuenan, señal de alegrías,y tocan las chirimías;aquésta es gran novedad. 705 Vamos a ver lo que es esto,y toquen a recoger.
ALABEZNo sé lo que pueda ser.
AZÁNPues yo lo sabré bien presto.
(Éntranse.)
(Salen BUITRAGO y GUZMÁN.)
GUZMÁN Al retirar, don Fernando, 710que en gran peligro estás puesto.
DON FERNANDONo lo pienso hacer tan presto.
BUITRAGOPues, ¿cuándo?
DON FERNANDOMenos sé cuándo. Yo, que escalé estas murallas,aunque no para huir dellas, 715he de morir al pie dellas,y con la vida amparallas. Conozco lo que me culpa,y, aunque a la muerte me entregue,haré la disculpa llegue 720adonde llegó la culpa.
BUITRAGO Yo sé muy poco, y diría,y está muy puesto en razón,que la desesperaciónno puede ser valentía. 725
GUZMÁN Menos riesgo está en ponertedel conde a la voluntadque hacer la temeridaddonde está cierto el perderte. Procúrate retirar, 730pues es cosa conocidaque al mal de perder la vidano hay mal que pueda llegar. En efecto: has de ir por fuerza,si ya no quieres de grado. 735
DON FERNANDODe vuestra fuerza me agrado,pues más obliga que fuerza. Retirad aquesos dosdel foso, que es gente ilustre.
BUITRAGOLocura fuera de lustre 740el quedarte, ¡juro a Dios!
(Éntranse todos.)
(Salen AZÁN, ARLAXA, MARGARITA, DON JUAN, ROAMA, que trae preso a VOZMEDIANO.)
ROAMA Éste, pasando de Orána Mazalquivir, fue preso.
AZÁNÉste nos dirá el sucesoy por qué alegres están. 745
VOZMEDIANO Porque les entró un socorro,que por él, ¡oh gran señor!,a la hambre y al temorhan dado carta de horro. Un don Álvaro Bazán, 750terror de naciones fieras,a pesar de tus galeras,ha dado socorro a Orán. En la cantidad es poco,y en el valor sobrehumano. 755
DON JUANSi aquéste no es Vozmediano,concluyo con que estoy loco.
VOZMEDIANO ¡Suerte airada, por quien vivoen pena casi infinita!Aquélla, ¿no es Margarita, 760y su hermano aquel cautivo?
AZÁN ¿Hay nuevas de otro socorro,cristiano?
VOZMEDIANODicen que sí.
DON JUANDe haber dudado hasta aquíya me avergüenzo y me corro. 765 ¿No os llamáis vos Vozmediano?
VOZMEDIANONo, señor.
DON JUAN¿Qué me decís?
VOZMEDIANOQue no.
DON JUAN¡Por Dios, que mentís!
VOZMEDIANOEstoy preso y soy cristiano, y así, no os respondo nada. 770
DON JUAN¿Aquélla no es Margarita,viejo ruin?
VOZMEDIANOEs infinitavuestra necedad pensada. Pedro Álvarez es mi nombre:ved si os habéis engañado. 775
DON JUANEl seso tengo turbado;no hay cosa que no me asombre. Que si éste no es Vozmedianoy no es Margarita aquélla,y el que causó mi querella 780no es el otro mal cristiano, tampoco soy yo don Juan,sino algún hombre encantado.
(Entra un MORO.)
MORO¿Cómo estás tan sosegado,valeroso y fuerte Azán? 785 Si tardas un momento, no habrá fusta,galera ni bajel de cuantos tienesen este mar que no sea miserablepresa del español, que a remo y velaviene a embestirte. Rey Azán, ¿qué aguardas? 790
AZÁNTodo moro se salve, que los turcossolos se han de embarcar. ¡Adiós, amigos!
(Vase.)
ARLAXAFátima, no me dejes; ven conmigo,que tiempo habrá donde a tu gusto acudas.
MARGARITANo te puedo faltar; guía, señora. 795
(Éntranse las dos.)
DON JUANSolos quedamos, hombre, y sólo quieroque me digas quién eres; que yo piensoque eres un Vozmediano de mi tierra.
VOZMEDIANONo es este tiempo para tantas largas;la libertad tenemos en las manos; 800dejalla de cobrar será locura.Pedro Álvarez me llamo por agora.
(Éntrase.)
DON JUAN¿Cómo podré dejarte, hermana o mora?
(Éntrase.)
(Salen a la muralla DON MARTÍN, GUZMÁN, DON FERNANDO y BUITRAGO.)
DON MARTÍN¡Oh, que se embarca el perro y que se escapa!Dobla la punta, general invicto, 805y embístele.
GUZMÁNPor más que lo procura,no es posible alcanzarle.
DON FERNANDO¡A orza, a orza,con la vela hasta el tope! ¡Oh, que se escapa!De Canastel el cabo dobla, y vase.
DON MARTÍNLos perros de la tierra, en remolinos 810confusos, con el miedo a las espaldas,huyen y dejan la campaña libre.
BUITRAGOToda la artillería se han dejado.
GUZMÁNLas proas endereza nuestra Armadaal puerto, y ya de Orán el conde insigne 815ha salido también.
DON MARTÍNA la marina,que el bravo don Francisco de Mendozano tardará en llegar.
(Éntrase DON MARTÍN y BUITRAGO.)
DON FERNANDOAmigo, escucha:¿no ves aquel montón que va huyendode moros por la falda del ribazo? 820
GUZMÁNMuy bien. ¿Por qué lo dices?
DON FERNANDOAllí creoque va desta alma la mitad.
GUZMÁN¿Va Arlaxa?
DON FERNANDOArlaxa va.
GUZMÁN¡Mahoma la acompañe!
DON FERNANDOVen, que con ella va la que me llevael alma, y me conviene detenellas; 825sígueme, que has de hacer por mí otras cosasque me importan la honra.
GUZMÁNYo te sigo;que hasta la aras he de serte amigo.
(Éntranse.)
(Sale, como que se desembarca, DON FRANCISCO DE MENDOZA; recíbenle el CONDE y DON MARTÍN, BUITRAGO y otros.)
CONDE Sea vuesa señoría bien venido,cuanto ha sido el deseo 830que de verle estas fuerzas han tenido.
DON FRANCISCOEl cielo, a lo que creo,en mi mucha tardanza ha sido parte,porque viese esta tierra más de un Marte; que de aquestas murallas las rüinas 835muestran que aquí hubo brazosde fuerzas que llegaron a divinas.
BUITRAGORompen por embarazosimposibles los hartos y valientes,y esto saben mis brazos y mis dientes. 840
DONMARTÍN ¡Paso, Buitrago!
BUITRAGOYo, señor, bien puedohablar, pues soy soldadotal, que a la hambre sola tengo miedo.Ya el cerco es acabado.
DON MARTÍNNo es para aquí, Buitrago, aqueso. ¡Paso! 845
BUITRAGONadie sabe la hambre que yo paso.
CONDE Cincuenta y siete asaltos reforzadosdieron los turcos fierosa estos terrones por el suelo echados.
BUITRAGOCincuenta y siete aceros 850tajantes respondieron a sus bríos,todos en peso destos brazos míos. Corté y tajé más de una turca estambre.
CONDE¡Buitrago, basta agora!
BUITRAGOBastará, a no morirme yo de hambre. 855
DON FRANCISCO En vuestro pecho mora,famoso don Martín, la valentía.
BUITRAGOY en el mío la hambre y sed se cría.
(Entra el capitán GUZMÁN y lee un billete a DON FRANCISCO; y, en leyéndole, dice:)
DON FRANCISCO Haráse lo que pide don Fernando;que todo lo merece 860lo que dél va la fama publicando.Coyuntura se ofrecedonde alegre y seguro venir puede.
GUZMÁNTu gran valor al que es mayor excede.
(Éntrase GUZMÁN.)
DON FRANCISCO Pido, en albricias deste buen suceso, 865señor conde, una cosaque por algo atrevida la confieso,mas no dificultosa.
CONDE¿Qué me puede mandar vueseñoríaque no haga por deuda o cortesía? 870
DON FRANCISCO De don Fernando Saavedra pidoperdón, porque su culpacon su fogoso corazón la mido,y él dará su disculpa.
CONDEMuy mal la podrá dar; pero, con todo, 875señor, a vuestro gusto me acomodo.
(Entran DON FERNANDO y ALIMUZEL, con una banda, como que está herido; ARLAXA, MARGARITA, DON JUAN y VOZMEDIANO.)
DON FERNANDO Si confesar el delito,con claro arrepentimiento,mitiga en parte la iradel juez que es sabio y recto, 880yo, arrepentido, aunque tarde,el mal que hice confieso,sin dar más disculpa délque un honrado pensamiento.A la voz del desafío 885deste moro corrí ciego,sin echar de ver los bandos,que al más bravo ponen freno.Pero no es éste lugarpara alargarme en el cuento 890de mi estraña y rara historia,que dejo para otro tiempo.
CONDEAgradecedlo al padrinoque habéis tenido, que creoque allí llegará la pena 895do llegó el delito vuestro.Pero, ¿qué moras son éstas?,¿y qué cautivos? ¿Qué es esto?
DON FERNANDOTodo lo sabrás después,y por agora te ruego 900que me des, señor, licencia,para hablar sólo un momentoy acomodar muchas causasde quien verás los efectos.
CONDEHablad lo que os diere gusto, 905que del vuestro le tendremos;que siempre vuestras palabrasresponden a vuestros hechos.
DON FERNANDOYo soy, Arlaxa, el cristiano,y entiende que ya no miento, 910don Fernando, el de la fama,que te enamoró el deseo.La palabra que le distea Alimuzel tenga efecto,que él hará entrego de mí, 915pues yo en sus manos me entrego.Y vos, don Juan valeroso,cuyo honrado y noble intentoos trujo a tal confusiónque os turbó el conocimiento, 920perdonad a vuestra hermana,que el romper del monesterioredundará en su alabanza,señor, si vos gustáis dello.Sin dote será mi esposa; 925que nunca falta el dinerodonde los gustos se mideny se estrechan los deseos.En esta mora en el trajea vuestra hermana os ofrezco, 930y a mi esposa, si ella quiere.
MARGARITAYo sí quiero.
DON FERNANDOYo sí quiero.
DON JUAN¿No es aquéste Vozmediano?
VOZMEDIANOEl mismo.
DON JUAN¡Gracias al cieloque, tras de tantos nublados, 935claro el sol y alegre veo!No es este famoso díade venganzas, y no tengocorazón a quien no ablandetal sumisión y tal ruego. 940Yo perdono a Margarita,y por esposa os la entrego,Alejandro de mi hacienda,pues la mitad os ofrezco.
ARLAXAY yo la mano a Muzel; 945que, aunque mora, valor tengopara cumplir mi palabra;cuanto más, que lo deseo.
CONDETan alegre destas cosasestoy, cuanto estoy suspenso, 950porque dellas veo el fin,y no imagino el comienzo.
DON FERNANDO¿Ya no te he dicho, señor,que te lo diré a su tiempo?
(Entra UNO.)
UNOEn este punto espiró 955el buen alférez Robledo.
GUZMÁNDios le perdone, y mil graciasdoy al piadoso cielo,que me quitó de los hombrostan pesado sobrehueso. 960Quien quiere tener la vidarendida a cualquier encuentro,y no tener gusto en ellani velando ni durmiendo,afrente a algún bien nacido, 965y verá presente luegoel rostro que el temor tiene,la sospechas y el recelo.
BUITRAGOQuien quisiere se le quitetodo temor, todo miedo, 970tenga hambre, y verá comocesa todo en no comiendo.
DON MARTÍNYo añadiré las raciones,Buitrago.
BUITRAGO¡Hágate el cielovencedor nunca vencido 975por casi siglos eternos!
CONDEEntremos en la ciudad,señor don Francisco.
DON FRANCISCOEntremos,porque a la vuelta me llamanestos favorables vientos, 980y quiero deste principioentender estos sucesos,porque, en ser de don Fernando,gustaré de que sean buenos.
BUITRAGOTóquense las chirimías 985y serán, si bien comemos,dulces y alegres las fiestas.
GUZMÁN¿Y si no?
BUITRAGORenegaremos.
UNO¡Buitrago, daca el alma!
BUITRAGO¡Hijo de puta! ¿Tenemos 990más almas que dar, bellaco?
UNO¡Daca el alma!
BUITRAGO¡Por San Pedro,que si os asgo, hi de poltrón,que habéis de saber si tengoalma que daros!
GUZMÁNBuitrago, 995no haya más, que llega el tiempode dar fin a esta comedia,cuyo principal intentoha sido mezclar verdadescon fabulosos intentos. 1000
FIN DESTA COMEDIA
Comedia famosa de La casa de los celos y selvas de Ardenia
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
Los que hablan en ella son:
REINALDOS.
MALGESÍ.
ROLDÁN.
GALALÓN.
EMPERADOR CARLOMAGNO.
ANGÉLICA.
BERNARDO DEL CARPIO.
UNA DUEÑA.
UN ESCUDERO.
ARGALIA.
ESPÍRITU DE MERLÍN.
MARFISA.
LAUSO, pastor.
CORINTO, pastor.
RÚSTICO, pastor.
CLORI, pastora.
EL TEMOR.
LA CURIOSIDAD.
LA DESESPERACIÓN.
LOS CELOS.
LA DIOSA VENUS.
CUPIDO.
MALA FAMA.
BUENA FAMA.
FERRAGUTO.
CASTILLA.
Entra REINALDOS y MALGESÍ.
REINALDOS Sin duda que el ser pobre es causa desto;pues, ¡vive Dios!, que pueden estas manosechar a todas horas todo el restocon bárbaros, franceses y paganos.¿A mí, Roldán, a mí se ha de hacer esto? 5Levántate a los cielos soberanos,el confalón que tienes de la Iglesia.O reniego, o descreo...
MALGESÍ¡Oh, hermano!
REINALDOS¡Oh, pesia...!
MALGESÍ Mira que suenan mal esas razones.
REINALDOSNunca las pasa mi intención del techo. 10
MALGESÍPues, ¿por qué a pronunciallas te dispones?
REINALDOS¡Rabio de enojo y muero de despecho!
MALGESÍPónesme en confusión.
REINALDOSY tú me pones...¡Déjame, que revienta de ira el pecho!
MALGESÍ¡Por Dios!, que has de decirme en este instante 15con quién las has.
REINALDOSCon el señor de Aglante. Con aquese bastardo, malnacido,arrogante, hablador, antojadizo,más de soberbia que de honor vestido.
MALGESÍ¿No me dirás, Reinaldos, qué te hizo? 20
REINALDOS¿Que a tanto desprecio he yo venido,que así ose atrevérseme un mestizo?Pues ¡juro a fe que, aunque le valga Roma,que le mate, y le guise, y me le coma! En un balcón estaba de palacio, 25y con él Galalón junto a su lado;yo entraba por el patio, muy de espacio,cual suelo, de mí mismo acompañado;los dos miraron mi bohemio lacioy no de perlas mi capelo ornado; 30tomáronse a reír, y a lo que creo,la risa fue de ver mi pobre arreo. Subí, como con alas, la escalera,de rabia lleno y de temor vacío;no los hallé donde los vi, y quisiera 35ejecutar en mí mi furia y brío.Entráronse allá dentro, y, si no fueraporque debo respeto al señor mío,en su presencia le sacara el alma,pequeña a tanta injuria, y débil palma. 40 De aquel traidor de Galalón no hagocuenta ninguna, que es cobarde y necio;de Roldán, sí, y en ira me deshago,pues me conoce, y no me tiene en precio.Pero presto tendrán los dos el pago, 45pagando con sus vidas mi desprecio,aunque lo estorbe...
MALGESÍ¿No ves que desatinas?
REINALDOSCon aquesas palabras más me indinas.
MALGESÍ Roldán es éste, vesle aquí que sale,y con él Galalón.
REINALDOSHazte a una parte, 50que quiero ver lo que este infame vale,que es tenido en el mundo por un Marte.
(Entra ROLDÁN y GALALÓN.)
¡Agora, sí, burlón, que no te caleen la estancia de Carlos retirarte,ni a ti forjar traiciones y mentiras 55para volver pacíficas mis iras!
GALALÓN Vuélvome, porque es éste un atrevidoy el decir y hacer pone en un punto.
Vase.
REINALDOS¡Bien os habéis de mi ademán reídolos dos, a fe!
ROLDÁN¡Que está loco barrunto! 60
REINALDOS¿Dónde está aquel cobarde?
MALGESÍYa se ha ido.
REINALDOSTuvo temor de no quedar difuntosi un soplo le alcanzara de mi boca.
ROLDÁN¡A risa su arrogancia me provoca! ¿Con quién las has, Reinaldos?
REINALDOS¿Yo? Contigo. 65
ROLDÁN¿Conmigo? Pues, ¿por qué?
REINALDOSYa tú lo sabes.
ROLDÁNNo sé más de que siempre fui tu amigo,pues de mi voluntad tienes las llaves.
REINALDOSTu risa ha sido deso buen testigo;no hay para qué tan sin porqué te alabes. 70Dime: ¿puede, por dicha, la pobrezaquitar lo que nos da naturaleza? Que yo trujera con anillos de oroadornadas mis manos y trujeracon pompa, a modo de real decoro, 75mi persona compuesta; ¿adondequierarindiera yo con esto al fuerte moroo al gallardo español, que nos espera?No; que no dan costosos atavíosfuerza a los brazos y a los pechos bríos. 80 Mi persona desnuda, y esta espada,y este indomable pecho que conoces,ancha se harán adondequiera entrada,como en la seca mies agudas hoces.Mi fuerza conocida y estimada 85está por todo el orbe dando voces,diciendo quién yo soy; y así, tu burlacontra toda razón de mí se burla. Y, porque veas que en razón me fundo,mete mano a la espada y haz la prueba: 90verás que en nada no te soy segundo,ni es para mí el probarte cosa nueva.¿Que de nuevo te ríes, pese al mundo?
ROLDÁN¿Qué endiablado furor, primo, te llevaa romper nuestras paces, o qué risa 95así el aviso tuyo desavisa?
MALGESÍ Dice que dél hiciste burla cuandoentraba por el patio de palacio,su poco fausto y soledad mirando,y su bohemio, por antiguo, lacio. 100Pensólo, y, su estrecheza contemplando,y creyendo la burla, en poco espaciola escalera subió; y, si allí os hallara,en llanto vuestra risa se tornara.
ROLDÁN Hiciera mal, porque por Dios os juro 105que no me pasó tal por pensamiento;y desto puede estar cierto y seguro,pues yo lo digo y más con juramento.Al pilar de la Iglesia, al fuerte muro,al amparo de Francia y al aliento 110de los pechos valientes, ¿quién osara,aunque en ello la vida le importara? Esta disculpa baste, ¡oh primo amado!,para templar vuestra no vista furia;que no es costumbre de mi pecho honrado 115hacer a nadie semejante injuria.Y más a vos, que solo habéis ganadomás oro que tendrá y tiene Liguria,si es que la honra vale más que el oroque en Tíbar cierne el mal vestido moro. 120 Dadme esa mano, ¡oh primo!, porque, en unoestas dos que imagino sin iguales,no siento yo que habrá valor algunoque de su puerta llegue a los umbrales.
(Vuelve GALALÓN con el EMPERADOR CARLOMAGNO.)
EMPERADOR¿Que así comenzó a hablar el importuno, 125y descubrió en el modo indicios tales,que presto de la lengua desmandadapasaría la cólera a la espada?
GALALÓN No los pongas en paz, porque es prudencia,y en materia de estado esto se advierte, 130tener a tales dos en diferencia,que son ministros de tu vida y muerte;que, habiendo entre dos grandes competenciay entre dos consejeros, de tal suerteel uno y otro a sus contrarios temen, 135que es fuerza que en virtud ambos se estremen, por temor de las ciertas parleríasque te podrá decir aquél de aquéste;y no desprecies las razones mías,si no quieres que caro no te cueste. 140
EMPERADORNo están de aquel talante que decías.Di: ¿Roldán no es aquél? ¿Reinaldos, éste?En paz están, y asidos de la mano.
GALALÓNSeñores, ¿no habéis visto a Carlomano?
ROLDÁN ¡Oh grande emperador!
EMPERADOR¡Oh amados primos! 145¿Habéis tenido algún enojo acaso?
ROLDÁNSin padrinos los dos nos avenimoscuando torcemos de amistad el paso.Muchas veces confieso que reñimos,mas ninguna de veras.
GALALÓNA hablar paso 150Reinaldos y sin cólera, no hicieraque nuestro emperador aquí viniera; que yo le truje imaginando, cierto,que estábades los dos ya en gran batalla.
MALGESÍHolgáraste que el uno fuera muerto, 155y aun los dos; que este intento en ti se halla.
EMPERADORTu temor ha salido en todo incierto.De lo que a mí me place, es que la mallay los aceros destos dos varonesrequieren más honrosas ocasiones. 160
ROLDÁN Reinaldos, no le tengas ojerizaa Galalón, que a fe que es nuestro amigo.
MALGESÍ¡Así le viese yo hecho ceniza,o de la suerte que en mi mente digo!Éste es el soplo que aquel fuego atiza 165y enciende, por quien siempre es enemigonuestro buen rey de nuestro buen linaje.
REINALDOS¡Cuán sin aliento viene aqueste paje!
PAJE Señor, si quieres ver una ventura,que en la vida se ha visto semejante, 170ponte a ese corredor: que te aseguroque es aventicio hermoso y elegante.
REINALDOS¡Donoso ha estado el paje!
PAJEYo lo juropor vida de mi padre. Trae delanteuna diosa del cielo dos salvajes 175que sirven de escuderos y de pajes; una que debe ser su bisabuelaviene detrás sobre una mula puesta.Digo que es cosa de admirar. Mas helado asoma: ved si viene bien compuesta. 180
MALGESÍ¿Si viene con mistura de cautelatan grande novedad?
EMPERADORPoco te cuestasaberlo si tu libro traes a mano.
MALGESÍAquí le tengo, y el saberlo es llano.
(Apártase MALGESÍ a un lado del teatro, saca un libro pequeño, pónese a leer en él, y luego sale una figura de demonio por lo hueco del teatro y pónese al lado de MALGESÍ; y han de haber comenzado a entrar por el patio ANGÉLICA la bella, sobre un palafrén, embozada y la más ricamente vestida que ser pudiere; traen la rienda dos salvajes, vestidos de yedra o de cáñamo teñido de verde; detrás viene una dueña sobre una mula con gualdrapa: trae delante de sí un rico cofrecillo y a una perrilla de falda; en dando una vuelta al patio, la apean los salvajes, y va donde está el EMPERADOR, el cual, como la vee, dice:)
EMPERADOR Digo que trae gallarda compostura 185y que es gallardo el traje y peregrino,y que si llega al brío la hermosura,que pasa de lo humano a lo divino.
MALGESÍ¿Aventura es aquésta? Es desventura.
EMPERADOR¿Qué dices, Malgesí?
MALGESÍNo determino 190aún bien lo que es.
EMPERADORPues mira más atento.
MALGESÍYa procuro cumplir tu mandamiento.
EMPERADOR Salid a la escalera a recebilla,y traed a la dama a mi presencia.
REINALDOSCierto que es ésta estraña maravilla. 195
MALGESÍCierto que no yerra aquí mi ciencia.
EMPERADOR¿Qué es eso, Malgesí?
MALGESÍDarás a oíllagratos oídos, pero no creencia;que esta dama que ves... Aún no sé el resto;escúchala, que yo lo sabré presto. 200
(Entra en el teatro ANGÉLICA con los salvajes y la DUEÑA, acompañada de REINALDOS, ROLDÁN y GALALÓN; viene ANGÉLICA embozada.)
ANGÉLICA Prospere el alto cielo,poderoso señor, tu real estado,y seas en el suelopor uno y otro siglo prolongadode tan rara ventura, 205que del tiempo mudable esté segura. Puesto que tu prescienciade un sí cortés me tiene asegurada,no osaré sin licenciadecirte, ¡oh gran señor!, una embajada, 210que aumentará la famaque a tanto prez y a tanto honor te llama.
EMPERADOR Decid lo que os pluguiere.
ANGÉLICAHizo verdad tu sí mi pensamiento.Presta a lo que dijere, 215sagrado emperador, oído atento,y préstenmele aquéllosa quien la gola señaló sus cuellos. Soy única herederadel gran rey Galafrón, cuyo ancho imperio 220deste mar la ribera,ni aun casi la mitad del hemisferio,sus límites describe;que en otros mares y otros cielos vive. A su grandeza iguala 225su saber, en el cual tuvo noticiaser mi ventura mala,si así como el estado real codicia,a varón me entregaseque en sangre y en grandeza me igualase. 230 Halló por cierto y llanoque el que venciese en singular batallaa un mi pequeño hermanoque viste honrosa, aunque temprana malla,éste, cierto, sería 235bien de su reino y la ventura mía. Por provincias diversashe venido con él, donde he tenidoya prósperas, ya adversasventuras, y a la fin me he conducido 240a este reino de Francia,donde tengo por cierta mi ganancia. De Ardenia en las umbrosasselvas queda mi hermano, allí esperandoquien, ya por codiciosas 245prendas, o esta belleza deseando,
(Desembózase.)
su fuerte brazo pruebe;y es lo que he de decir lo que hacer debe. Quien fuere derribadodel golpe de la lanza, ha de ser preso, 250porque le está vedadoponer mano a la espada; y es expresodel rey este mandato,o, por mejor decir, concierto y pacto. Y si tocare el suelo 255mi hermano, quedará quien le vencierelevantado a mi cielo,o noble sea, o sea el que se fuere,y no de otra manera.
MALGESÍ¡Qué bien que lo relata la hechicera! 260
ANGÉLICA ¡Ea, pues, caballeros!,quien reinos apetece y gentileza,aprestad los aceros,que a poco precio venden la bellezaque veis, venid en vuelo. 265
ROLDÁN¡Por Dios, que encanta!
REINALDOSAdmira, ¡vive el cielo!
ANGÉLICA Ya te he dicho mi intento.Conviéneme que dé la vuelta luego.
(Éntrase la SOMBRA.)
EMPERADORDeteneos un momento,si es que puede con vos mi mando o ruego, 270porque seáis servidasegún vuestra grandeza conocida.
ANGÉLICA Lo imposible me pides;dame licencia y queda en paz.
EMPERADORPues veoque a tu gusto te mides, 275en buen hora te vuelve, y el deseode servirte recibe.
MALGESÍ¡El mismo engaño en esta falsa vive!
(Vase ANGÉLICA y su compañía.)
REINALDOS ¿Para qué vas tras ella,Roldán?
ROLDÁNSon escusadas tus demandas. 280
REINALDOSYo solo he de ir con ella.
ROLDÁN¡Qué impertinente y qué soberbio andas!
REINALDOS¡Detente, no la sigas!
ROLDÁNReinaldos, bueno está; no me persigas.
MALGESÍ Deténlos, no los dejes; 285haz, señor, que se prenda aquella maga.
REINALDOSComo de aquí te alejes,daréte de tu intento justa paga.
EMPERADOR¿Qué desvergüenza es ésta?
MALGESÍManda prender aquella deshonesta, 290 que será, a lo que veo,la ruina de Francia en cierto modo.
ROLDÁNCumpliré mi deseoa tu pesar, y aun al del mundo todo.
REINALDOSCamina, pues, y guarte. 295
EMPERADORAcaba, Malgesí, de declararte.
MALGESÍ Ésta que has visto es hijadel Galafrón, cual dijo; mas su intento,que el cielo le corrija,es diferente del fingido cuento, 300porque su padre ordenatener tus Doce Pares en cadena; y, si los prende, piensavenir sobre tu reino y conquistalle;y trázase esta ofensa 305con enviar su hijo y adornallecon una hermosa lanza,con que de todos la vitoria alcanza. La lanza es encantada,y tiene tal virtud, que, aquel que toca, 310le atierra, y es dorada;por eso pide aquella infame y locaque la espada no pruebenlos que a la empresa con valor se atreven. Por añagaza pone 315aquella incomparable hermosura,que el corazón disponeaun de la más cobarde criaturapara que el hecho intente,do, aunque se pierda, nunca se arrepiente. 320 Serán tus Doce Parespresos si no lo estorbas, señor mío,y otros muchos millaresde los tuyos que tienen fuerza y bríopara mayores cosas. 325
EMPERADORLas que has contado son bien espantosas; mas no sé remediallas,y es porque no las creo. A ti te quedacreellas y estorballas.
MALGESÍHaré cuanto mi industria y ciencia pueda. 330
GALALÓNNo son muy verdaderos,a decirte verdad, tus consejeros.
(Éntrase el EMPERADOR y GALALÓN.)
MALGESÍ Mi hermano va enojadocon Roldán; estorbar quiero su daño.En laberinto he entrado 335que apenas saldré dél. ¡Oh ciego engaño,oh fuerza poderosade la mujer que es, sobre falsa, hermosa!
(Éntrase MALGESÍ, y entra BERNARDO DEL CARPIO, armado, y tráele la celada un VIZCAÍNO, su escudero, con botas y fieltro y su espada.)
BERNARDO Aquí, fuera de camino,podré reposar un poco. 340
VIZCAÍNOSeñor sabio, que estás loco,tino vuelves desatino. Vizcaíno que escuderollevas contigo, te avisacamines no tanta prisa, 345paso lleves de arriero. Tierra buscas, tierra dejas,tanta parece hazaña,pues, metiendo en tierra estraña,por Dios, de propria te alejas. 350 Bien que en España hay que hacer;moros tienes en fronteras,tambores, pitos, banderashay allá; ya puedes ver.
BERNARDO ¿Ya no te he dicho el intento 355que a esta tierra me ha traído?
VIZCAÍNOCurioso mucho atrevidogoza nunca pensamiento. Bien podrás, bien podrás,dejar mala tanto hazaña; 360a las de guerra y Españallama.
BERNARDOYa te entiendo, Blas.
VIZCAÍNO Bien es que sepas de yobuenos que consejos doy;que, por Juan Gaicoa, soy 365vizcaíno; burro, no. Señor, mira, si es que verpoder quieres del francés,camino aqueste no esderecho; puedes volver. 370
BERNARDO Dicen que estas selvas sondonde se hallan de contino,por cualquier senda o camino,venturas de admiración, y que en la mitad o al fin, 375o al principio, o no sé dónde,entre unos bosques se escondeel gran padrón de Merlín, aquel grande encantador,que fue su padre el demonio. 380
VIZCAÍNOEchado está testimonio,y levántanle, señor.
BERNARDO Hele de buscar y hallar,si mil veces rodeaseestas selvas.
VIZCAÍNOTiempo vase; 385duerme, o vuelve a caminar.
BERNARDO Vuelve, y ve si Ferragutoviene, que se quedó atrás,y a do quedo le dirás.
VIZCAÍNOEscudero siempre puto. 390
BERNARDO Dura y detestable guerra,por sólo aquesto eres buena:que en pluma vuelves la arena,y en blanda cama la tierra. Tú ofreces, doquier que estás, 395anchos y estendidos lechos,si no es que hay campos estrechospor donde los pasos das. Eres un cierto beleñoque, entre cuidados y enojos, 400ofreces siempre a los ojosblando, aunque forzoso sueño. Eres de su calidad,según muestra la experiencia,madre de la diligencia, 405madrastra de ociosidad. Venid acá vos, cimera,rica y estremada pieza,y, pues sois de la cabeza,servidme de cabecera, 410 que ya el sueño de rondónva ocupando mis sentidos.¡Bien dicen que los dormidosimagen de muerte son!
(Échase a dormir BERNARDO junto al padrón de MERLÍN, que ha de ser un mármol jaspeado, que se pueda abrir y cerrar, y a este instante parece encima de la montaña el mancebo ARGALIA, hermano de ANGÉLICA la bella, armado y con una lanza dorada.)
ARGALIA Mucha tierra se descubre 415de encima desta montaña:de aquesta parte es campaña,de estotra el bosque la cubre; allí el camino blanquea,y hasta París va derecho. 420¡Si mi hermana hubiese hechoel gran caso que desea! Mas, si no me miente acasola vista, aquélla es, sin duda,que el camino trueca y muda, 425y hacia aquí endereza el paso. Los palafrenes envíapor el camino real.En cuanto hace, no hace mal;recebirla es cortesía. 430
(Éntrase ARGALIA y sale ANGÉLICA con los salvajes y la DUEÑA.)
ANGÉLICA Cierto que es ésta la senda,o no acierto bien las señas,y a la vuelta destas peñassin duda está nuestra tienda.
DUEÑA ¿Cuándo, señora, veremos 435el fin de nuestros caminos?¿Cuándo destos desatinosa buen acuerdo saldremos? ¿Cuándo me veré, ¡ay de mí!,con mi almohadilla, sentada 440en estrado y descansada,como algún tiempo me vi? ¿Cuándo dejaré de andar,cuando el sol salga o tramonte,deste monte en aquel monte, 445de un lugar a otro lugar? ¿Cuándo de mis redomillasveré los blancos afeites,las unturas, los aceites,las adobadas pasillas? 450 ¿Cuándo me daré un buen ratoen reposo y sin sospecha?Que traigo esta cara hechauna suela de zapato. Los crudos aires de Francia 455me tienen de aqueste modo.
ANGÉLICACalla, que bien se hará todo.
DUEÑANo te arriendo la ganancia; que según yo vi el denuedode aquellos dos paladines, 460de tus caminos y finesesperar buen fin no puedo.
ANGÉLICA No atinas con la verdad;calla, que mi hermano viene.
(Entra ARGALIA.)
ARGALIA¡Oh rico archivo, do tiene 465sus tesoros la beldad! ¿Cómo vienes, y en qué modohas salido con tu intento?
ANGÉLICAMidióse a mi pensamientola ventura casi en todo. 470 Vámonos al pabellón,que allí, de espacio y sentada,contaré de mi embajadael principio y conclusión.
ARGALIA Bien dices, hermana; ven, 475que bien cerca de aquí está.
DUEÑALa triste que cual yo va,yo sé que no va muy bien; que de la madre me aprietaun gran dolor en verdad. 480Todo aquesto es frialdaddeste andar a la jineta.
(Éntranse todos, sino es BERNARDO, que aún duerme; suene música de flautas tristes; despierta BERNARDO, ábrese el padrón, pare una figura de muerto, y dice:)
ESPÍRITU Valeroso español, cuyo alto intentode tu patria y amigos te destierra,vuelve a tu amado padre el pensamiento, 485a quien larga prisión y escura encierra.A tal hazaña es gran razón que atentoestés, y no en buscar inútil guerrapor tan remotas partes y escusadas,adonde son las dichas desdichadas. 490 Tiempo vendrá que del francés valiente,al margen de los montes Pireneos,bajes la altiva y generosa frentey goces de honrosísimos trofeos.Sigue de tu ventura la corriente, 495que iguala al gran valor de tus deseos;verás como te sube tu fortunasobre la faz convexa de la luna. Por ti tu patria se verá en sosiego,libre de ajeno mando y señorío; 500tú serás agua al encendido fuegoque arde en el pecho que de casto es frío.Deja estas selvas, do caminas ciego,llevado de un curioso desvarío.Vuelve, vuelve, Bernardo, a do te llama 505un inmortal renombre y clara fama. De Merlín el espíritu encantadosoy, que aquí yago en esta selva obscura,del cielo para bien y mal guardado,aunque en mis males siempre se conjura; 510y no seré deste lugar llevadoa la negra región do el llanto dura,hasta que crucen estas selvas fierasmuchas y cristianísimas banderas. Mil cosas se me quedan por contarte, 515que otra vez te diré, porque ahora importadetrás de aquestas ramas ocultarte,donde será tu estada breve y corta.A dos, que cada cual por sí es un Marte,pondrás en paz, o mostrarás que corta 520tu espada. Y, sin hablar, haz lo que digo,y entiende que te soy y seré amigo.
(Ciérrase el padrón, éntrase en él BERNARDO sin hablar palabra, y luego sale REINALDOS.)
REINALDOS En vano mis pasos muevopues, entre estas flores tantasno hay señales de las plantas 525que por guía y norte llevo. Que si aquí hubieran pisado,claro estaba que este suelofuera un traslado del cielo,de varias lumbres pintado. 530 ¿Qué flor tocará la bellaplanta, a mí tan dulce y cara,que luego no se tornara,o ya en sol, o en clara estrella? Lejos estoy del camino 535que a do está mi cielo guía,pues este suelo no envía,o luz clara, o olor divino. Mas ya no tendré perezaen buscar este sol bello, 540pues me han de guiar a velloya su luz, ya su belleza. Pero, ¿qué es esto, que el sueñoasí me acosa y aprieta?¡Oh fuerza libre, sujeta 545a fuerzas de tan vil dueño! Aquí me habré de acostar,al pie deste risco yerto,haciendo imagen de un muerto,pues estoy para espirar. 550
(Recuéstase REINALDOS, pone el escudo por cabecera, y entra luego ROLDÁN embrazado de el suyo.)
ROLDÁN ¡Tantas vueltas sin provecho!¿Dónde, ¡oh sol!, te tramontastedespués que tu luz dejasteen lo mejor de mi pecho? Descúbrete, sol hermoso, 555que voy buscando tu lumbrepor el llano y por la cumbre,desalentado y ansioso. ¡Oh, Angélica, luz divinade mi humana ceguedad, 560norte cuya claridada nuevo ser me encamina! ¿Cuándo te verán mis ojos,o cuándo, si no he de verte,vendrá la espantosa muerte 565a triunfar de mis despojos? Mas, ¿quién es este holgazánque duerme con tal remanso?No hay quien no viva en descansosino el mísero Roldán. 570 ¿Qué es esto? Reinaldos esel que yace aquí dormido.¡Oh primo, al mundo nacidopara grillos de mis pies, para esposas de mis manos, 575para infierno de mis glorias,para opuesto a mis vitorias,para hacer mis triunfos vanos, para acíbar de mi gusto!Mas yo haré que no lo seas: 580sin que el mundo ni tú veasque paso el término justo, quitarte quiero la vida.Mas, ¡ay, Roldán! ¿Cómo es esto?¿Ansí os arrojáis tan presto 585a ser traidor y homicida? ¿Qué decís, mal pensamiento?¿Decísme que es mi rival,y que consiste en su maltodo el bien de mi tormento? 590 Sí decís; mas yo sé, al fin,que el que es buen enamoradotiene más de pecho honradoque de traidor y de ruin. Yo fui Roldán sin amor, 595y seré Roldán con él,en todo tiempo fïel,pues en todo busco honor. Duerme, pues, primo, en sazón;que arrimo te sea mi escudo; 600que, aunque amor vencerme pudo,no me vence la traición. El tuyo quiero tomar,porque adviertas, si despiertas,que amistades que son ciertas 605nadie las puede turbar.
(Échase ROLDÁN junto a REINALDOS y pone a su cabecera el escudo de REINALDOS, y luego despierta REINALDOS.)
REINALDOS ¡Angélica! ¡Oh estraña vista!¿No es Roldán este que veo,y el que del bien que deseoprocura hacer la conquista? 610 Él es; pero, ¿quién me pusosu escudo para mi arrimo?Tu cortés bondad, ¡oh primo!,sin duda que esto dispuso. Bien me pudieras matar, 615pues durmiendo me hallaste,por quitar aquel contrasteque en mi vida has de hallar; empero tu cortesíamás que amor pudo en tu pecho, 620por la costumbre que has hechode hacer actos de hidalguía. Mas, ¿si fue por menosprecioel dejarme con la vida?No, por ser cosa sabida 625que yo soy hombre de precio; y tú mismo lo has probadouna y otra vez y ciento.No atino cuál pensamientotenga por más acertado: 630 si me deja de arrogante,o si fue por amistad;que tal vez la deslealtadvive en el celoso amante. ¡Oh! Si aquéste me dejase 635señero en mi pretensión,con el alma y corazón,¡vive Dios!, que le adorase; pero si no, no imagines,primo, que por tu bondad 640dejará mi voluntadde seguir sus dulces fines. Y de aquesta intención míano me debes de culpar,porque el amor y el reinar 645nunca admiten compañía. Seguramente a mi ladopudiste echarte a dormir,pues no se puede herirun hombre que es encantado; 650 y así, la ocasión quitasteque tu sueño me ofrecía,para usar la cortesíade que tú conmigo usaste. Pero, despierto, veremos 655tu intención a dó se inclina;y si donde yo camina,pondré medio en sus estremos. Irá el parentesco afuera,la cortesía a una parte, 660si bajase el mismo Martea impedirlo de su esfera. ¡Ah, Roldán! ¡Roldán, despierta!,que es gran descuido el que tienes,y más si, por dicha, vienes 665donde mi sospecha acierta. Toma tu escudo, y el míome vuelve. ¡Despierta agora!
ROLDÁN Soñando.
¡Ay, Angélica, señorade mi vida y mi albedrío! 670 ¿A dó se esconde tu fazque todo mi bien encierra?
REINALDOSDeclarada es nuestra guerra,y perdida nuestra paz. ¡Roldán, acaba, levanta; 675destroquemos los escudos!
ROLDÁN Soñando.
¡Con qué dulces, ciegos nudosme añudaste la garganta; la voluntad decir quiero,y el alma que te entregué! 680
REINALDOS¡Si no despiertas, a feque te despierte este acero, y aun te mate, pues me matas,ahora duermas, ahora veles!Estos intentos crueles 685nacen de entrañas ingratas. Estoy por dejar de serquien soy. ¡Acudid al punto,respetos, que está difuntomi acertado proceder! 690 ¡Ansias que me consumís,sospechas que me cansáis,recelos que me acabáis,celos que me pervertís!
(ROLDÁN despierta.)
ROLDÁN Reinaldos, ¿qué quies hacer? 695
REINALDOS¡Deshacerme, o deshacerte!
ROLDÁN¿Quieres, primo, darme muerte?
REINALDOSTu vida está en mi querer.
ROLDÁN ¿Cómo en mi querer?
REINALDOSDirélo:no más de en querer decirme 700si vienes a perseguirmeen la busca de mi cielo; si es tu venida a buscara Angélica. ¿No me entiendes?
ROLDÁN¿De saber lo que pretendes...? 705
REINALDOS¡Acabarte, o acabar!
ROLDÁN ¿Tanto el vivir te embaraza,que tras tu muerte caminas?
REINALDOSProfeta falso, adivinasel mal que así te amenaza. 710
ROLDÁN Contigo las cortesíassiempre fueron por demás.
REINALDOSDame mi escudo, y veráscomo siempre desvarías. Si a París no te vuelves, 715verás también en un puntotu culpa y castigo junto.
ROLDÁN¡Fácilmente te resuelves! Ni a París he de volver,ni a Angélica he de dejar. 720Mira qué quieres.
REINALDOSCortartu insolente proceder. ¡Desharéte entre mis brazos,aunque seas encantado!
ROLDÁN¡Eres villano atestado, 725y quieres luchar a brazos!
REINALDOS ¡Mientes! Y ven con la espada,que, aunque seas de diamante,verás, infame arrogante,mi verdad averiguada! 730
(Vanse a herir con las espadas; salen del hueco del teatro llamas de fuego, que no los deja llegar.)
ROLDÁN Bien sé que anda por aquí,temeroso de tu muerte,mas no ha de poder valerte,tu hechicero Malgesí; que pasaré de Aqueronte 735la barca por castigarte.
REINALDOSYo pondré por alcanzarteun monte sobre otro monte; arrojaréme en el fuego,como ves que aquí lo hago. 740
ROLDÁNNo te deja dar tu pagotu hermano.
REINALDOS¡Pues dél reniego!
(Dice el espíritu de MERLÍN:)
ESPÍRITU Fuerte Bernardo, sal fuera,y a los dos en paz pondrás.
(Sale BERNARDO.)
BERNARDO¡Caballeros, no haya más! 745¡Guerreros fuertes, afuera!
REINALDOS ¿Hate el cielo aquí llovido?¿Qué quieres, o qué nos mandas?
BERNARDOSon tan justas mis demandas,que he de ser obedecido. 750 Y es que dejéis la dudosalid de tan esquivo trance.
REINALDOSTú has echado muy buen lance,y la demanda es donosa. ¿Eres español, a dicha? 755
BERNARDOPor dicha, soy español.
REINALDOSVete, porque sólo el solha de ver nuestra desdicha; que no queremos testigosmás que el sol en la lid nuestra. 760
BERNARDONo me he de ir sin que la diestraos deis de buenos amigos.
ROLDÁN ¡Pesado estás!
BERNARDOMás pesadosestáis los dos, si advertís.
REINALDOSEspañol, ¿cómo no os is? 765
BERNARDOPor corteses o rogados, vuestra quistión, por ahora,no ha de pasar adelante.
ROLDÁNYo soy el señor de Aglante.
REINALDOSYo, Reinaldos.
BERNARDOSea en buen hora; 770 que ser quien sois os obligaa conceder con mi ruego.
ROLDÁNEsa razón no la niego.
REINALDOSEste español me atosiga; que siempre aquesta nación 775fue arrogante y porfiada.
ROLDÁNSeñor, pues que no os va nada,no impidáis nuestra quistión; dejadnos llevar al finnuestro deseo, que es justo. 780
BERNARDOAquése fuera mi gusto,a serlo así el de Merlín.
ROLDÁN ¡Oh cuerpo de San Dionís,con el español marrano!
BERNARDO¡Mientes, infame villano! 785
REINALDOSA plomo cayó el mentís. ¡Afuera, Roldán, no más!
ROLDÁN¡Deja, que me abraso en ira!¿Qué es esto? ¿Quién me retira?¿El pie de Roldán atrás? 790 ¿Roldán el pie atrás? ¿Qué es esto?¡Ni huyo, ni me retiro!
REINALDOSDe Merlín es este tiro.
BERNARDOPues yo haré que huyáis presto.
(Vase retirando ROLDÁN hacia atrás, y sube por la montaña como por fuerza de oculta virtud.)
REINALDOS ¡Por cierto, a gentiles manos 795te ha traído tu fortuna!
BERNARDOManos, yo no veo ninguna;pies, sí, ligeros y sanos, y que os importa tenellospara huir de mi presencia. 800
REINALDOS¡Sin igual es tu insolencia!
(Sube BERNARDO por la peña arriba, siguiendo a ROLDÁN, y va tras él REINALDOS. Sale MARFISA, armada ricamente; trae por timbre una ave Fénix y una águila blanca pintada en el escudo, y, mirando subir a los tres de la montaña, con las espadas desnudas y que se acaban de desparecer, dice:)
MARFISA¿Si se combaten aquéllos? Si hacen, ponerlos quieroen paz, si fuere posible.¡Oh, qué montaña terrible! 805Subir por ella no espero, ni podré a caballo ir,aunque le vuelva a tomar;mas, con todo, he de probarel trabajo del subir. 810 Bien se queda en la espesurami caballo hasta que vuelva;nunca falta en esta selvao buena o mala ventura.
(Sube MARFISA por la montaña, y vuelven a salir al teatro, riñendo, ROLDÁN, BERNARDO y REINALDOS.)
ROLDÁN No sé yo cómo sea 815que contra ti no tengo alguna saña,ni puedo en tal peleamover la espada. ¡Cosa es ésta estraña!
BERNARDOLa razón que me ayudapone tus fuerzas y tu esfuerzo en duda. 820
REINALDOS De Merlín es el hecho,que no hay razón que valga con su encanto;que, aunque fuera su pecholeón en furia y en dureza un canto,si hechiceros no hubiera, 825nunca mi primo atrás el pie volviera.
(Entra ANGÉLICA, llorando, y con ella el VIZCAÍNO, escudero de BERNARDO.)
VIZCAÍNO ¡Pardiós, echóte al río!¡Tienes Granada, bravo Ferraguto!
ANGÉLICA¡Ay, triste hermano mío!
ROLDÁN¿Por qué ese cielo al suelo da tributo 830de lágrimas tan bellas,si el mismo cielo se le debe a ellas?
ANGÉLICA Un español ha muertoa mi querido hermano; y es un moroque no guardó el concierto 835debido a la milicia y su decoro,y arrojóle en un río.
ROLDÁN¿Quién es el moro?
BERNARDOEs un amigo mío.
ROLDÁN ¿Amigo tuyo? ¡Oh perro,tú llevarás de su maldad la pena! 840
REINALDOSRoldán, no hagas tal yerro;deja a mí el castigo.
ANGÉLICAAquí se ordenami muerte, y más desdichasi de los dos me coge alguno, a dicha. A esta selva escura 845quiero entregar ya mis ligeras plantas,mi guarda y mi ventura.
BERNARDO¿Cómo, Reinaldos, di, no te adelantasa herirme con tu primo?Por la honra, la vida en poco estimo. 850
(Sale MARFISA, poniendo paz y poniendo mano a la espada; éntrase huyendo ANGÉLICA.)
MARFISA ¿Qué es esto? ¡Afuera, afuera;afuera, caballeros!, que os lo pidequien mandarlo pudiera;que, si no es que mi luz la vista impide,mirando esta divisa, 855veréis que soy la sin igual Marfisa.
VIZCAÍNO La puta, la doncella,se es ida.
ROLDÁN¡Oh nunca vista desventura!;forzoso he de ir tras ella.
REINALDOSYo sí; tú no.
ROLDÁN¡Notable es tu locura! 860
REINALDOSNo muevas de aquí el paso.
ROLDÁNNo hago yo de tus locuras caso.
REINALDOS ¡Por Dios que, si te mueves,que te haga pedazos al instante!
ROLDÁN¿Que a estorbarme te atreves, 865fanfarrón, pordiosero y arrogante?¿Cómo te estás tan quedo?¡Que no me tenga este cobarde miedo!
(Éntrase ROLDÁN.)
VIZCAÍNO Señor, déjale vaya;que pues no por allí, que por la senda 870quedan arraz, en playaponed a la dama.
MARFISA¿Por qué fue la contienda?
BERNARDOPor celos sé que ha sido.Dime: ¿Ferraguto quedó herido?
VIZCAÍNO Bueno, puto, y qué sano. 875
BERNARDO¿Con quién tuvo batalla?
VIZCAÍNO¿Ya no oíste?Batalla con hermanode bella huidora, y pobre, y muerto, y triste,de moro enojo, bríoteniendo, dio con él todo en el río, 880 y queda aquí aguardandoespaldas de montaña.
MARFISAIréte acompañando,que quiero saber más de tu hazaña;que descubro en ti muestras 885que muestran que eres más de lo que muestras. Y advierte que contigollevas a la sin par sola Marfisa,que, en señas y testigoque es única en el mundo, la divisa 890trae de aquella ave nuevaque en el fuego la vida se renueva.
BERNARDO Haréte compañíasubas al cielo o bajes al abismo.
MARFISATan grande cortesía 895no puede parecer sino a ti mismo,y, usando deste gusto,yo he de seguir el tuyo, que es muy justo.
Sale LAUSO, pastor, por una parte de la montaña, con su guitarra, y CORINTO, por la otra, con otra.
LAUSO ¡Ah Corinto, Corinto!
CORINTO¿Quién me llama?
LAUSOLauso, tu amigo.
CORINTO¿Adónde estás?
LAUSO¿No miras?
CORINTOAlgún árbol te encubre, alguna rama, o estás en el lugar donde suspirascuando Clori te muestra el rostro airado, 5y en solitaria parte te retiras. Baja, si quieres, Lauso, al verde prado,en tanto que de Febo la carreradeclina desta cumbre al otro lado. Cantaremos de Clori lisonjera, 10al pie de un verde sauce o murto umbroso,que pasa el pensamiento en ser ligera.
LAUSO Ya abajo; pero no a buscar reposo,sino a cumplir lo que amistad me obligay a pasar a la sombra el sol fogoso; 15 que en tanto que la dulce mi enemigase esté fortalecida en su durezano hay mal que huya ni placer que siga.
(Bajan los dos de la montaña.)
CORINTO Pesado contrapeso es la pobrezapara volar de amor, ¡oh Lauso!, al cielo, 20aunque tengas cien alas de firmeza. No hay amor que se abata ya al señuelode un ingenio sutil, de un tierno pecho,de un raro proceder, de un casto celo. Granjería común amor se ha hecho, 25y dél hay feria franca dondequiera,do cada cual atiende a su provecho.
LAUSO ¡Oh Clori, para mí serpiente fierapor mi estrecheza, aunque paloma mansapara un alma de piedra verdadera! 30 ¿Que es posible, cruel, que no te cansade Rústico el ingenio, que es de robre,y que el tuyo estimado en él descansa?
CORINTO Vuélvese el oro más cendrado en cobre,y el ingenio más claro en tonta ciencia, 35si le toca o le tiene el hombre pobre, y desto es buen testigo la esperiencia.Pero escucha; que cantan en la sierra,y aun es la voz bien para dalle audiencia.
(Canta CLORI en la montaña, y sale cogiendo flores.)
CLORI Derramastes el agua, la niña, 40y no dijistes: «¡Agua va!»La justicia os prenderá.
LAUSO De aquella que el placer de mí destierraes el suave y regalado acento,y aun quien sus gustos el amor encierra. 45
CORINTO Escuchémosla, pues.
LAUSOYa estoy atento.
CLORI Derramástesla a deshora,y fue con tan poca cuenta,que mojastes con afrentaal que os sirve y os adora. 50Pero llegada la horadonde el daño se sabrá,la justicia os prenderá.
LAUSOBien es que la ayudemos:acuerda con el mío tu instrumento. 55
CORINTO Yo creo que está bien; mas, ¿qué diremos?
LAUSOSu mismo villancico, trastrocado,cual tú sabrás hacer.
CORINTOLos dos le haremos.
(Canta CORINTO.)
CORINTO Cautivástesme el alma, la niña,y tenéisla siempre allá; 60el Amor me vengará. Vuestros ojos salteadores,sin ser de nadie impedidos,se entraron por mis sentidos,y se hicieron salteadores; 65lleváronme los mejores,y tenéislos siempre allá;el Amor me vengará.
LAUSO Así, Clori gentil, te ofrezca el prado,en mitad del invierno, flores bellas, 70y cuando el campo esté más agostado; y que siempre te halles al cogellascon el júbilo alegre que nos muestrala voz con que se ahuyentan mis querellas; que esa rara beldad, que nos adiestra 75a conocer al Hacedor del cielo,en este sitio haga alegre muestra. Volverás paraíso aqueste suelo,y este calor que nos abrasa, ardiente,en aura blanda y regalado yelo. 80
CLORI Porque no es tu demanda impertinente,cual otras veces suele, haré tu gusto,que es en todo del mío diferente.
CORINTO Dime, Clori gentil, ¿dó está el robusto,el bronce, el robre, el mármol, leño o tronco 85que así a tu gusto le ha venido al justo? Por aquel, digo, desarmado y bronco,calzado de la frente y de pies ancho,corto de zancas y de pecho ronco, cuyo dios es el estendido pancho, 90y a do tiene la crápula su estancia,él tiene siempre su manida y rancho.
CLORI Con él tengo, Corinto, más gananciaque contigo, con Lauso y con Riselo,que vendéis discreción con arrogancia. 95 Rústica el alma, y rústico es el veloque al alma cubre, y Rústico es el nombredel pastor que me tiene por su cielo. Mas, por rústico que es, en fin es hombreque de sus manos llueve plata y oro, 100Júpiter nuevo, y con mejor renombre. Él guarda de mis gustos el decoro,ora le envíe al blanco cita fríoo al tostado, engañoso libio moro. Tiene por justa ley el gusto mío, 105y el levantado cuello humilde inclinaal yugo que le pone mi albedrío. No tiene el rico Oriente otra tal minacomo es la que yo saco de sus manos,ora cruel me muestre, ora benigna. 110 Quédense los pastores cortesanoscon la melifluidad de sus razonesy dichos, aunque agudos, siempre vanos. No se sustenta el cuerpo de intenciones,ni de conceptos trasnochados hace 115sus muchas y forzosas provisiones. El rústico, si es rico, satisfaceaun a los ojos del entendimientoy el más sabio, si es pobre, en nada aplace. Dirán Corinto y Lauso que yo miento, 120y muestra la esperiencia lo contrario,y Rústico lo sabe, y yo lo siento.
LAUSO Es gusto de mujeres ordinario,en lo que es opinión, tener la parteque más descubra ser su ingenio vario. 125 Quisiera dese error, Clori, sacarte;mas ya estás pertinaz en tu locura,y en vano será agora predicarte.
CORINTO Así, pastora, goces tu hermosura,que me dejes hacer una esperiencia; 130quizá te hará volver a tu locura. Verás, pastora, al vivo la inocenciade Rústico, el pastor, por quien nos dejas.
CLORI¿Para qué es el pedirme a mí licencia?
LAUSO Paréceme que llega a mis orejas 135de Rústico la voz.
CORINTOÉl es, sin duda,que a sestear recoge sus ovejas.
(RÚSTICO parece por la montaña.)
RÚSTICO Mirad si se cayó en aquella azudauna oveja, pastores; corred luego,y cada cual a su remedio acuda. 140 Dejad, mal hora, del herrón el juego.Aguija, Coridón. ¡Oh, cómo corre!¡Quién quitara a Damón de su sosiego! Llegó; ya se arrojó; ya la socorrey la saca en los brazos medio muerta, 145y parece que un río de ambos corre. Esta noche tú, ¡hola!, está alerta,no venga, como hizo en la pasada,el lobo que la cabra dejó muerta. Tú acudirás, Cloanto, a la majada 150del valle de la Enceña, y darás ordenque estén todos aquí de madrugada. ¡Oh Compo! Tú harás que se concordenen el pasto Corbato con Francenio;que me da pesadumbre su desorden. 155
CLORI ¡Mirad si tiene Rústico el ingeniopara mandar acomodado y presto!
RÚSTICOTú acude a las colmenas, buen Partenio. Llévese de las vacas todo el restoal padrón de Merlín, y de las cabras 160al monte o soto de ciprés funesto.
CLORI ¿Parécenos de pobre las palabrasque dice?
CORINTOPues aquí, en esta espesura,te has de esconder, y mira que no abras la boca, porque importa a la aventura 165que queremos probar de nuestro intento,por ver si es suya o nuestra la locura.
CLORI Yo enmudezco y me escondo, y vuestro cuentosea, si puede ser, breve y ligero;que, si es pesado y grande, da tormento. 170
(Escóndese CLORI.)
LAUSOCorinto, ¿qué has de hacer?
CORINTOEstáme atento. Rústico amigo, al llano abaja; aguija,que es cosa que te importa; corre, corre.
RÚSTICOYa voy, Corinto amigo; espera, esperamientras que cuento un centenar de bueyes, 175y tres hatos de ovejas, y otros cincode cabras desde encima deste picodo estoy sentado. ¿No me ves?
CORINTO¡Acaba!¿Haces burla de mí?
RÚSTICOPor Dios, no hago;mas yo lo dejo todo por servirte. 180Vesme aquí: ¿qué me mandas?
CORINTOQue me ayudesa alcanzar deste ramo un papagayoque viene del camino de las Indias,y esta noche hizo venta en aquel huecodeste árbol, y alcanzalle me conviene. 185
RÚSTICO¿Qué llamas papagayo? ¿Es un pintado,que al barquero da voces y a la barca,y se llama real por fantasía?
CORINTODesa ralea es éste; pero entiendoque es bachiller y sabe muchas lenguas, 190principal la que llaman bergamasca.
RÚSTICO¿Pues qué se ha de hacer para alcanzalle?
CORINTOConviene que te pongas desta suerte.Daca este brazo, y lígale tú, Lauso,y átale bien, que yo le ataré estotro. 195
RÚSTICO¿Pues yo no estaré quedo sin atarme?
CORINTOSi te meneas, espantarse ha el pájaro;y así, conviene que aun los pies te atemos.
RÚSTICOAtad cuanto quisiéredes; que, a truecode tener esta joya entre mis manos, 200para que luego esté en las de mi Clori,dejaré que me atéis dentro de un saco.Ya bien atado estoy. ¿Qué falta agora?
CORINTOQue yo me suba encima de tus hombros,y que Lauso, pasito y con silencio, 205me ayude a levantar las verdes hojasque cubren, según pienso, el dulce nido.
RÚSTICOSube, pues. ¿A qué esperas?
CORINTOTen paciencia;que no soy tan pesado como piensas.
RÚSTICO¡Vive Dios, que me brumas las costillas! 210¿Has llegado a la cumbre?
CORINTOYa estoy cerca.
RÚSTICOAvisa a Lauso que las ramas muevapasito, no se vaya el pajarote.
LAUSONo se nos puede ir, que ya le he visto.
RÚSTICOPregúntale, Corinto, lo que suelen 215preguntar a los otros papagayos,por ver si entiende bien nuestro lenguaje.
CORINTO¿Cómo estás, loro, di? «¿Cómo? Cautivo».
RÚSTICO¡Hi de puta, qué pieza! Di otra cosa.
CORINTO«¡Daca la barca, hao; daca la barca!» 220
RÚSTICOY aqueso, ¿quién lo dijo?
CORINTOEl papagayo.
RÚSTICO¡Oh Clori, qué presente que te hago!
CORINTO«¡Clori, Clori, Clori, Clori, Clori!»
RÚSTICO¿Es todavía el papagayo aquése?
CORINTOPues, ¿quién había de ser?
RÚSTICO¿Hasle ya asido? 225
CORINTODentro en mi caperuza está ya preso.
RÚSTICODeciende, pues, y véndemele, amigo,que te daré por él cuatro novillosque aún no ha llegado el yugo a sus cervices,no más de porque dél mi Clori goce. 230
LAUSONo se dará por treinta mil florines.
RÚSTICO¡Ah, por amor de Dios, yo daré ciento!Desatadme de aquí, porque a mi gustole vea y le contemple.
CORINTOEs ceremoniaque en semejantes cazas suele usarse, 235que tan sola una mano se desatedel que las dos tuviere y pies atados;con ésta suelta, puedes blandamentealzar mi caperuza venturosa,que tal tesoro encubre. Despabila 240los ojos para ver belleza tanta.Pasito, no le ahajes. Mas espera,que está la mano sucia; con salivate la puedes limpiar.
RÚSTICOYa está bien limpia.
CORINTOAgora sí. ¡Dichoso aquel que llega 245a descubrir tan codiciosa prenda!
RÚSTICO¡Donosa está la burla! Di, Corinto:¿es ése el papagayo?
CORINTOÉste es el pico;las alas, éstas; éstas, las orejasdel asno de mi Rústico y amigo. 250
RÚSTICO¡Desátenme, que a fe que yo me vengue!
(Sale CLORI.)
CLORI¡Ah simple, ah simple!
RÚSTICO¿Y haslo visto, Clori?Por ti la burla siento, y no por otrie.
CLORICalla, que para aquello que me sirves,más sabes que trecientos Salomones. 255Di que se vista Lauso desta burla,o que compre Corinto algún tributo,o me envíe mañana una patenay unos ricos corales, como esperoque podrás y querrás, con tu simpleza, 260enviármelos luego.
RÚSTICO¿Y cómo, Clori?Y aun dos sartas de perlas hermosísimas.
CLORI¿Compárase con esto algún soneto,Lauso? Y dime, Corinto: ¿habrá sonada,aunque se cante a tres ni aun a trecientos, 265que a la patena y sartas se compare?
LAUSOEres mujer y sigues tu costumbre.
CLORISigo lo que es razón.
LAUSOSerá milagrohallarla en las mujeres.
CLORI¿Qué razonespuede decir la lengua que se mueve 270guiada del desdén y de los celos?Tú eres la causa.
(Entra ANGÉLICA, alborotada.)
ANGÉLICA¡Socorredme, cielos, si en vuestros pechos moramisericordia alguna!Hermosa y agradable compañía: 275en mí os ofrece agorael cielo y la fortuna,sujeto igual a vuestra cortesía;que, la desdicha mía sabida, me asegura 280que podrá enternecerosy al remedio moveros,si es que le tiene tanta desventura.
CLORISeñora, di: ¿qué tienes?
ANGÉLICASin tasa males, y ningunos bienes. 285 Pero no estoy en tiempoen que pueda contarosde mi dolor la parte más pequeña;ni vuestro pasatiemposerá bien estorbaros 290contando el mal que ablandará esta peña.¿No hay por aquí una breña donde me esconda, amigos?
LAUSOLuego, ¿quies esconderte?¿Quién podrá aquí ofenderte? 295
ANGÉLICAPersíguenme dos bravos enemigos.
CORINTO¿No somos tres nosotros?
ANGÉLICANi aun a tres mil no temerán los otros. Llevadme a vuestras chozas,mudadme este vestido; 300amigos, escondedme.
LAUSONo te espantes.¿Para qué te alborozas,si has a parte venidodo se estiman en poco los gigantes? 305Montalbanes y Aglantes se tienen aquí en nada;porque, ¡por Dios!, si quiero,que los compre a dinero.
ANGÉLICA¡Hoy acaba mi vida su jornada! 310
CORINTO¿Quieres que te escondamos?
RÚSTICO¿Dice que sí?
LAUSOPues, ¡sus!, ¿en qué tardamos? Ven; mudarás de trajey de lugar y todo.
ANGÉLICADe mis contrarios casi veo la sombra. 315
CORINTOParece de linaje,y su habla y su modoa mí me admira.
RÚSTICOPues a mí me asombra.
(Éntrase ANGÉLICA y LAUSO.)
¿Sabéis cómo se nombra? 320
CORINTO Pues, ¿cómo he de sabello?
RÚSTICOBusca algún nuevo ensayo.
CORINTOBuscaré un papagayoque me lo diga.
CLORIGanarás en ello.
CORINTOGanarás tú patenas. 325
CLORISiempre tus burlas para mí son buenas.
(Éntranse todos, y sale REINALDOS.)
REINALDOS ¿Eres Dafne, por ventura,que de Apolo va huyendo,o eres Juno, que procuralibrarse del monstruo horrendo 330cerrada en la nube obscura? ¡Oh selvas de encantos llenas,do jamás se ha visto apenascosa en su ser verdadero,contar de vosotras quiero 335aun las menudas arenas! Quizá esta fiera homicida,que cual sombra despareceporque padezca mi vida,adonde menos se ofrece 340la tendrá amor escondida. De nuevo vuelvan mis plantasa buscar entre estas plantasa la bella fugitiva.¡Dura ocasión, que yo viva 345muriendo de muertes tantas!
(Crujidos de cadenas, ayes y suspiros dentro.)
¡Válgame Dios! ¿Qué ruidoes este que suena estraño?¿Estoy despierto, o dormido?¿Engáñome o no me engaño? 350Otra vez llega al oído. De entre estas hojas entiendoque sale el horrible estruendo.Mas, ¡ay!, ¿qué boca espantosa,terrible y estraña cosa, 355es aquesta que estoy viendo? Mientras más vomitas llamas,boca horrenda o cueva oscura,más me incitas y me inflamas.A ver si en esta aventura 360para algún buen fin me llamas.
(Descúbrese la boca de la sierpe.)
Acógeme allá en tu centro,porque por tus fuegos entroa tu estómago de azufre.
(MALGESÍ, vestido como diré; sale por la boca de la sierpe.)
MALGESÍ¿Adónde aquesto se sufre? 365
REINALDOS¡Éste sí que es mal encuentro!¿Quién eres?
MALGESÍSoy el Horror,portero de aquesta puerta,adonde vive el temory la sospecha más cierta 370que engendra el cielo de amor. Soy ministro de los duelos,embajador de los celos,que habitan en esta cueva.
REINALDOSPues adonde están me lleva. 375
MALGESÍEspera, y avisarélos. Mas primero has de mirarlas guardas que puestas tieneen este triste lugar,y esto es lo que te conviene. 380
REINALDOSComiénzalas a mostrar; que, aunque me muestras cifradosen ellas los condenadosrostros que encierra el abismo,seré en este trance el mismo 385que he sido en los regalados.
(Suena dentro música triste, como la pasada del padrón; sale el TEMOR, vestido como diré: con una tunicela parda, ceñida con culebras.)
MALGESÍ Esta figura que veses el Temor sospechoso,que engendra ajeno interés,impertinente curioso, 390que mira siempre al través; y así, el mezquino se admirade cada cosa que mira,ora sea mala o buena;la verdad le causa pena, 395y tiembla con la mentira.
(Sale la SOSPECHA, con una tunicela de varias colores.)
Ésta es la infame Sospecha,de los Celos muy parienta,toda de contrarios hecha,siempre de saber sedienta 400lo que menos le aprovecha. Aquí nace, y muere allí,y torna a nacer aquí;tiene mil padres a un punto:éste, vivo; aquél, difunto, 405y ella vive y muere así.
(Sale CURIOSIDAD.)
La vana Curiosidades ésta que ves presente,hija de la Liviandad,con cien ojos en la frente, 410y los más con ceguedad. Es en todo entremetida,y susténtale la vidaestar contino despierta,y hace la guarda a una puerta 415de muy difícil salida.
(Con una soga a la garganta y una daga desenvainada en la mano, sale la DESESPERACIÓN, como diré.)
Es la Desesperaciónesta espantosa figura,sobre todas cuantas son,y, aunque es mala su hechura, 420es peor su condición. Ésta sigue las pisadasde los Celos, desdichadas,y anda tan junto con ellos,que desde aquí puedes vellos 425si cesan las llamaradas.
(Suena la música triste, y salen los CELOS, como diré, con una tunicela azul, pintada en ella sierpes y lagartos, con una cabellera blanca, negra y azul.)
Mas veslos, salen: advierteque cuanto con ellos mirasamenazan triste suerte,ciertos y luengos pesares 430y, al fin, desdichada muerte. Todos sus secuaces son,puestos en comparación,de sus males una sombraque, puesto que nos asombra, 435no desmaya al corazón. Toca su mano y verásen el estado que quedas,diferente del que estás;y tal quedes, que no puedas 440ni quieras ya querer más.
(Tocan los CELOS la mano a REINALDOS.)
REINALDOS ¡Celos, que se me abrasa el pechoy se cela! ¡En duro estrechome pone el señor de Aglante!¡Celos, quitáosme delante: 445basta el mal que me habéis hecho!
MALGESÍ ¿Cómo que con la invenciónde quien yo tanto fiéno se cela el corazónde mi primo? Yo no sé 450la causa ni la razón.
(Dice de dentro MERLÍN.)
MERLÍN Malgesí, ¡cuán poco sabes!Mas yo haré que no te alabesde tu invención, aunque estraña.Pártete desta montaña 455antes que la vida acabes.
MALGESÍ Ya te conozco, Merlín;pero yo veré si puedover de mi deseo el fin,porque no me pone miedo 460desa tu voz el retín.
MERLÍN A tu primo entre esa yerbapondrás, que a mí se reservay a mi fuente su salud;que hasta agora su virtud 465el cielo en ella conserva.
MALGESÍ Volveos por do venistes,figuras feas y tristes,que mi primo quedaráadonde esperar podrá 470el remedio que no distes.
(Éntranse las sombras.)
Y yo, en tanto, buscarémedio para remedialle,y creo que lo hallaré.
(Desvía de allí a REINALDOS.)
MERLÍNCalla y procura dejalle, 475Malgesí.
MALGESÍAsí lo haré.
(Éntrase MALGESÍ.)
(Parece a este instante el carro de fuego, de los leones de la montaña, y en él la diosa VENUS.)
VENUS De Adonis la compañíadejo casi de mi gradopor seguir la fantasíadeste espíritu encantado 480que en apremiarme porfía. Espérame hasta que vuelva,mi Adonis, y amor resuelvatu brío, que no le alabo;mira que es el puerco bravo 485de la Calidonia selva. Pero, ¿qué puedo hacersin mi hijo en este trance,donde tanto es menester?Merlín ha errado este lance; 490que a veces yerra el saber. Mas yo le quiero llamar,que a las veces suele estarmezclado entre los pastores,y entonces son los amores 495para mirar y admirar. Hijo mío, ¿dónde estáis?Si acaso la voz oís,y como a madre me amáis,decid: ¿cómo no venís?, 500que si venís, ya tardáis. Mas los músicos acentosque van rompiendo los vientossu venida manifiestan.¡Oh hijo, y cuánto que cuestan 505aun tus fingidos contentos!
(Suena música de chirimías; sale la nube, y en ella el dios CUPIDO, vestido y con alas, flecha y arco desarmado.)
AMOR ¿Qué quieres, madre querida,que con tal priesa me llamas?
VENUSEstá en peligro una vida,ardiendo en tus vivas llamas, 510y en un yelo consumida. Los celos, que en opiniónestán que tus hijos son,ciego y simple desvarío,le tienen el pecho frío 515y abrasado el corazón. Conviene que te resuelvasen su bien, y que le vuelvasen su antigua libertad.
AMORRemedio a su enfermedad 520ha de hallar en estas selvas. Por tiempo hallará una fuente,cuyo corriente templadoapaga mi fuego ardiente,y mi pena enamorada 525vuelve en desdén insolente. Beberá Reinaldos della,y de Angélica la bella,la hermosura que así quiere,si agora por vella muere, 530ha de morir por no vella. Levanta, guerrero invicto,y tiende otra vez el pasocerca de aqueste distrito,que en él hallarás acaso 535medio a tu mal infinito. Aunque has de pasar primerotrances que callarlos quiero,pues decillos no conviene.
REINALDOSAquel que celos no tiene, 540no tiene amor verdadero.
(Éntrase REINALDOS.)
VENUS Ya aqueste negocio es hecho.¿No me dirás, hijo amado,si es invención de provechoandar en traje no usado 545y el arco roto y deshecho? ¿Quién te le rompió? ¿Y quién pudocubrir tu cuerpo desnudo,que su libertad mostraba?¿Quién te ha quitado el aljaba 550y la venda? Di; ¿estás mudo?
AMOR Has de saber, madre mía,que en la corte donde he estadono hay amor sin granjería,y el interés se ha usurpado 555mi reino y mi monarquía. Yo, viendo que mi poderpoco me podía valer,usé de astucia, y vestíme,y con él entremetíme, 560y todo fue menester. Quité a mis alas el pelo,y en su lugar me dispuse,a volar con terciopelo;y, al instante que lo puse, 565sentí aligerar mi vuelo. Del carcaj hice bolsón,y del dorado arpónde cada flecha, un escudo,y con esto, y no ir desnudo, 570alcancé mi pretensión. Hallé entradas en los pechosque a la vista parecíande acero o de mármol hechos;pero luego se rendían 575al golpe de mis provechos. No valen en nuestros díaslas antiguas bizarríasde Heros ni de Leandros,y valen dos Alejandros 580más que docientos Macías.
(Entra RÚSTICO.)
RÚSTICO Lauso, acude; y tú, Corinto,acude, que, a lo que creo,otro papagayo veo,o si no, pájaro pinto. 585 Acude, Clori, y verásla verdad de lo que digo;y trae a esotra contigo,y más, si quisieres más.
AMOR Yo sé bien que estos pastores 590nos han de dar un buen rato.
(Entra LAUSO, CORINTO y CLORI, y ANGÉLICA, como pastora.)
LAUSO¿Tú no miras, insensato,que aquél es el dios de amores?
RÚSTICO Como con alas le vi,entendí que era alcotán. 595
CORINTO¡Quítate de aquí, pausán!
RÚSTICO¿Pues yo qué te hago aquí?
CORINTO No te me pongas delante,que quiero hacer reverenciaa este niño.
RÚSTICO¡Qué inocencia! 600¿Niño es éste?
CORINTOY es gigante.
RÚSTICO Niñazo le llamo yo,pues ya le apunta el bigote.No os burléis con el cogote.¡Mal haya quien me vistió! 605
AMOR No quiero que me hagáis,buena gente, sacrificio,y téngoos en gran serviciola voluntad que mostráis; y en pago quiero deciros 610la ventura que os espera.
VENUSHarás, hijo, de maneraque den vado a sus suspiros.
AMOR Tú, Lauso, jamás serásdesechado ni admitido; 615tú, Corinto, da al olvidotu pretensión desde hoy más; Rústico, mientras tuviereriquezas, tendrá contento:mudará cada momento 620Clori el bien que poseyere; la pastora disfrazadasuplicará a quien la ruega.Y, esto dicho, el fin se llegade dar fin a esta jornada. 625
LAUSO En tanto, Amor, que te vas,porque algún contento goces,de nuestras rústicas vocesel rústico acento oirás. Corinto y Clori, ayudadme; 630cantaréis lo que diré.
CLORI¿Qué hemos de cantar?
CORINTONo sé.
LAUSODiréis después, y escuchadme. Venga norabuena Cupido a nuestras selvas, 635 norabuena venga. Sea bienvenido médico tan grave, que así curar sabe de desdén y olvido; 640 hémosle entendido, y lo que él ordena sea norabuena. Quedan estas peñas ricas de ventura, 645 pues tanta hermosura hoy en ella enseñas. Brotarán sus breñas néctar dondequiera. ¡Norabuena sea! 650
(Mientras cantan, se va el carro de VENUS, y CUPIDO en él; y suenen las chirimías, y luego dice LAUSO:)
LAUSO Vamos a nuestras cabañasa hacer nuevas alegrías,pues vemos en nuestros díastan ricas estas montañas; y si aquello que desea 655cada cual no ha sucedido,pues el Amor lo ha querido,decid: «¡Norabuena sea!»
(Todos: «¡Norabuena sea, sea norabuena!», y éntranse, y sale BERNARDO y su ESCUDERO.)
BERNARDO ¿Cómo no viene Marfisa?
ESCUDERODetrás quedó de aquel monte. 660
BERNARDOPues sobre ese risco ponte,y mira si se divisa.
ESCUDERO Ella dijo que al momentotras nosotros se vendría.
BERNARDO¡Estraña es su bizarría! 665
ESCUDEROY su valor, según siento.
BERNARDO A lo menos su arrogancia,pues la lleva sin parara sola desafiarlos Doce Pares de Francia; 670 y tengo de acompañalla,que ya se lo he prometido.
ESCUDEROEn negocio te has metidoharto estraño.
BERNARDO¡Simple, calla!; que siempre es mi intención 675buscar y ver aventuras.En París están seguras,si se traba esta quistión. Y veré dó llegar puedeel valor de aquesta dama. 680
ESCUDEROLlegará donde su famaque a las mejores excede.
BERNARDO ¿Que se nos fue Ferraguto?
ESCUDEROSiempre, en cuanto hacía aquel moro,le vi guardar un decoro 685arrojado y resoluto. Después que mató a Argalia,y en el río le arrojó,al momento se partió.
BERNARDOTiene loca fantasía. 690 Mas dime: ¿no es el que asomaaquel gallardo francésde la pendencia?
ESCUDEROSí es,y es confaloner de Roma.
BERNARDO ¿No es Roldán?
ESCUDERORoldán es, cierto. 695
BERNARDOAgora quiero proballo,pues nadie podrá estorballoen este solo desierto. ¡Qué pensativo que viene!¿No parece que algo busca? 700
ESCUDEROTodo el sentido le ofuscaamor que en el pecho tiene.
BERNARDO ¿Cómo lo sabes?
ESCUDERO¿No visteque la pendencia dejó,y tras la dama corrió, 705que allí se mostró tan triste?
BERNARDO ¡Ah Roldán, Roldán!
ROLDÁN¿Quién llama?
BERNARDODeciende acá y lo verás.
ROLDÁN¡Oh Angélica!, ¿dónde estás?
ESCUDERO¿Ves si le abrasa su llama? 710
ROLDÁN ¿Qué me quieres, caballero?
BERNARDO¿No me conoces?
ROLDÁNNo, cierto.
ESCUDEROBien en lo que digo acierto:él es de amor prisionero. Haré yo una buena apuesta 715que está puesto en tal abismo,que no sabe de sí mismo.
BERNARDO¿Hay cosa que iguale a ésta? ¿Que no me conoces?
ROLDÁNNo.
BERNARDOPues yo te conozco a ti. 720¿No eres Roldán?
ROLDÁNCreo que sí.
ESCUDEROMirad si lo digo yo. En «creo» pone si es él;¡cuál le tiene Amor esquivo!
BERNARDOEl estar tan pensativo 725nos muestra su mal crüel. ¡Ah, Roldán, señor, señor!
ROLDÁN¿Habláis conmigo, por dicha?
BERNARDO¡Ésta si que es gran desdicha!
ESCUDEROComo desdicha de amor. 730 ¡Estraño embelesamiento!
ROLDÁN¡Oh Angélica dulce y cara!¿Adónde escondes la cara,que es gloria de mi tormento? El corazón se me quema, 735¡oh Angélica, mi reposo!
ESCUDERODeste sermón amoroso,esta Angélica es el tema. Parece que está en serque puedes desafialle. 740
BERNARDOQuisiera yo remediallesi lo pudiera hacer.
(Parece ANGÉLICA, y va tras ella ROLDÁN; pónese en la tramoya y desparece, y a la vuelta parece la MALA FAMA, vestida como diré, con una tunicela negra, una trompeta negra en la mano, y alas negras y cabellera negra.)
ROLDÁN ¿No es aquél mi cielo, cielos?Él es, pero ya se encubre;pues, cuando él se me descubre 745es porque me cubran duelos. Tras ti voy, nueva Atalanta;que, si quiere socorrermeamor, puede aquí ponermemil alas en cada planta. 750 Mi sol, ¿dó te transmontaste,y qué sombra te sucede?Mas, bien es que en noche quedeel que de tu luz privaste.
BERNARDO De aventuras están llenas 755estas selvas, según veo.
ESCUDEROViendo estoy lo que no creo.
BERNARDO¡Calla!
ESCUDERONo respiro apenas.
MALA FAMA Detén el paso, senador romano,y aun la intención pudieras detenella, 760si tras sí, en vuelo presuroso y vano,no la llevara Angélica la bella.¿Mas tu consejo y proceder livianoasí la entregas, que cebado en ellaquieres que quede, ¡oh grave desventura!, 765tu clara fama para siempre obscura? La Mala Fama soy, que tiene cuentacon las torpezas de excelentes hombrespara entregallas a perpetua afrenta,y a viva muerte sus subidos nombres. 770Mi mano en este libro negro asienta,borrando la altivez de sus renombres,los hechos malos que en el tiempo hicieroncuando de amor la vana ley siguieron. Aquí está el grande Alcides, no cortando 775de la hidra lernea las cabezas,sino a los pies de Deyanira hilando,con mujeriles paños y ternezas.Está el rey Salomón; mas no juzgandolas diferencias faltas de certezas, 780sino dando ocasión por mil razonesque esté su salvación en opiniones. Uno de aquel famoso triunviratoaquí le tengo escrito y señalado,cuando, a su patria y a su honor ingrato, 785cegó en la luz del rostro delicado.En mitad de la pompa y aparatodel bélico furor, de miedo armado,los ojos vuelve y ánimo a la nuevaAngélica egipciana que le lleva. 790 Es infinito el número que encierranaquestas negras hojas de los hechosde aquellos que su nombre y fama atierran,porque amor sujetó sus duros pechos;y si tú quieres ser de los que yerran, 795aunque están los renglones tan estrechos,ancho lugar haré para que escribatu nombre, y en infamia eterna viva.
(Vuélvese la tramoya.)
ROLDÁN Yo mudaré parecer,a pesar de lo que quiero. 800
BERNARDO¿Conocéisme, caballero?
ROLDÁNPues, ¿no os he de conocer? Bien sé que sois españoly que Bernardo os llamáis.
BERNARDO¡Gracias a Dios que miráis 805ya sin nublados el sol!
ROLDÁN ¿Habéis estado presenteal caso de admiración?
BERNARDOSí he estado.
ROLDÁN¿Y no es gran razónque yo vuelva diferente, 810 siendo una joya la honraque no se puede estimar?
BERNARDOVerdad es; mas por amarno se adquiere la deshonra.
ROLDÁN No hay amador que no haga 815mil disparates, si es fino;mas, ya que he cobrado el tino,y sanado de mi llaga, mis pasos caminaránpor diferente sendero. 820
(Entra MARFISA.)
MARFISABernardo, ¿no es el guerreroéste a quien llaman Roldán?
BERNARDO Él es. Mas, ¿por qué lo dices?
MARFISAPorque su fama me fuerzaa probar con él mi fuerza, 825porque tú la solenices y veas qué compañerote ha dado en mí la fortuna.
ROLDÁN¡No hay, cual Angélica, algunaen todo nuestro hemisfero! 830
ESCUDERO ¡Por Dios, que se ha vuelto al tema!
ROLDÁNFalsa fue aquella visión,y de nuevo el corazónparece que se me quema.
(Aparece otra vez ANGÉLICA, y huye a la tramoya, y vuélvese, y parece la BUENA FAMA, vestida de blanco, con una corona en la cabeza, alas pintadas de varias colores y una trompeta.)
¿Has tornado a amanecer, 835sol mío? Pues ya te sigo.
ESCUDEROPoco ha durado el amigoen su honroso parecer.
MARFISA Bernardo, ¿qué es lo que veo?
BERNARDOCalla y escucha, y verás 840misterios.
ESCUDERONo digas más,que quiere hablar, según creo.
BUENA FAMA Pues temor de la infamia no ha podidotus deseos volver a mejor parte,vuélvalos el amor de ser tenido, 845en todo el orbe por segundo Marte.En este libro de oro está esculpido,como en mármol o en bronce, en esta parte,tu nombre y el de aquellos esforzadosque dieron a las armas sus cuidados. 850 Aquí, con inmortal, alto trofeo,notado tengo en la verdad que sigo,aquel gran caballero Macabeo,guía del pueblo que de Dios fue amigo.Casi a su lado el nombre escrito veo 855de aquel batallador que fue enemigode la pereza infame, del que, en suma,puso en igual balanza, lanza y pluma. Tengo otros mil que no puedo contarte,porque el tiempo y lugar no lo concede, 860y porque yo le tenga de avisartelo que mi voz con mis escritos puede.Della verás, y dellos levantartesobre el altura que aun al cielo excede,si dejas de seguir del niño ciego 865la blandura y regalo y dulce fuego. Huye, Roldán, de Angélica, y advierteque, en seguir la belleza que te inflama,la vida pierdes y granjeas la muerte,perdiendo a mí, que soy la Buena Fama. 870Deben estas razones convencerte,pues Marte a nombre sin igual te llama,Amor a un abatido. En paz te queda,y lo que te deseo te suceda.
(Vuélvese la tramoya.)
ROLDÁN Bien sé que de Malgesí 875son todas estas visiones.
BERNARDOPues dime: ¿a qué te dispones?
MARFISADe espanto no estoy en mí. Mal dije; de admiración,que espanto jamás le tuve. 880
ROLDÁNCorto de manos anduvecon una y otra visión; si pedazos las hiciera,no me dejaran confuso;mas volverán, que es su uso 885asaltarme dondequiera. Respondiendo, pues, Bernardo,a lo que me preguntaste,digo que no hay mar que bastetemplar el fuego en que ardo. 890 Y quedaos en paz los dos,porque ir de aquí me conviene.
MARFISA¡Estremado brío tiene!
BERNARDODios vaya, Roldán, con vos.
MARFISA Vilo, y no puedo creello: 895tal es lo que visto habemos.
BERNARDOPor el camino podremoshacer discurso sobre ello.
ESCUDERO En fin, ¿vamos a París?
BERNARDO¿Ya no te he dicho que sí? 900
MARFISAYo, a lo menos.
ESCUDEROPor allíhay camino, si advertís.
BERNARDO Los caballos, ¿dónde están?
ESCUDEROAquí junto.
BERNARDOVe por ellos.
ESCUDEROAllá subiréis en ellos. 905
MARFISA¡Pensativo iba Roldán!
Salen LAUSO y CORINTO, pastores.
LAUSO En el silencio de la noche, cuandoocupa el dulce sueño a los mortales,la pobre cuenta de mis ricos malesestoy al cielo y a mi Clori dando. Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando, 5por las rosadas puertas orientales,con gemidos y acentos desigualesvoy la antigua querella renovando. Y cuando el sol de su estrellado asientoderechos rayos a la tierra envía, 10el llanto crece, y doblo los gemidos. Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,y siempre hallo en mi mortal porfíaal cielo sordo, a Clori sin oídos.
CORINTO ¿Para qué tantas endechas? 15Lauso amigo, déjalas,pues mientras más dices, mássiempre menos te aprovechas. Yo tengo el corazón negropor Clori y por sus desdenes; 20mas, pues no me vienen bienes,ya con los males me alegro. Clori y la nueva pastora,ajenas de nuestros males,con voces claras e iguales, 25venían cantando agora. Al encuentro les salgamosy ayudemos su canticio;que tanto llorar es vicio,si bien lo consideramos. 30
LAUSO ¿Viene Rústico con ellas?
CORINTONo se les quita del lado.
LAUSO¡Ah pastor afortunado!Ni quiero oíllas, ni vellas.
CORINTO Eso ya no puede ser, 35que veslas, vienen allí;canta por amor de mí.
LAUSOProcúralas de entender.
(Entra CLORI, cantando, y RÚSTICO con ellas, y ANGÉLICA.)
CLORI ¡Bien haya quien hizo cadenitas, cadenas; 40 bien haya quien hizo cadenas de amor! ¡Bien haya el acero de que se formaron, y los que inventaron 45 amor verdadero! ¡Bien haya el dinero de metal mejor; bien haya quien hizo cadenas de amor! 50
LAUSO ¡Bien haya el amante que a tantos vaivenes, iras y desdenes, firme está y constante! Éste se adelante 55 al rico mayor. ¡Bien haya quien hizo cadenas de amor!
RÚSTICO ¡Oh, quién supiera cantar!
CORINTO¿Que no lo sabes, pastor? 60
RÚSTICONi contralto ni tenor;que estoy para reventar.
CORINTO Mas, ¿va que tienes agallas?Muestra: abre bien la boca,que esta cura a mí me toca; 65abre más, si he de curallas. Ven acá. ¡Mal hayas túy el padre que te engendró!
RÚSTICOPues, ¿qué culpa tengo yo?
CORINTO¡Ofrézcote a Bercebú! 70 ¿Y no has caído en la cuentade que tenías agallas?
RÚSTICOPues, ¿hay más sino sacallas?
CLORIEsta burla me contenta; que, puesto que bien le quiero, 75que le burlen me da gusto.
CORINTOYo te sacaré, a tu gusto,o cantor o pregonero. ¿Tienes algún senojil?
RÚSTICOUna ligapierna tengo, 80y buena.
CORINTOYa me prevengoa hacerte cantor sutil. Aquésta poco aprovecha;que, para este menester,izquierda tiene de ser, 85que no vale la derecha. ¿Qué me darás, y te harécantor subido y notable?
RÚSTICOEn la paga no se hable,que un novillo te daré. 90 La liga izquierda es aquésta:tómala, y pon diligenciaen mostrar aquí tu ciencia.
CORINTODios sabe cuánto me cuesta. Mas con esta liga y lazo 95saldré muy bien con mi intento.
RÚSTICOHacia esta parte las siento.
CORINTODéjame atar; quita el brazo. ¿Con qué voz quieres quedar:tiple, contralto o tenor? 100
RÚSTICOContrabajo es muy mejor.
CORINTOEse no te ha de faltar mientras tratares conmigo.Ten paciencia, sufre y calla;ya se ha quebrado una agalla. 105
RÚSTICO¡Que me ahogas, enemigo!
CORINTO Contralto quedas, sin duda,que la voz lo manifiesta.... pues aun ahora está en muda; a otro estirón que le dé, 110estará como ha de estar.
RÚSTICOLadrón, ¿quiéresme ahogar?
CORINTONo lo sé; mas probaré.
CLORI ¡Acaba; la burla baste!
RÚSTICO¡A mí semejantes burlas! 115
CORINTORústico, ¿de mí te burlas,que no me pagas y vaste? ¡Pues a fee que has de llevarcomida y sobrecomida!Todo, amigo, se comida 120a ayudarme a este cantar: Corrido va el abad, por el cañaveral. Corrido va el abad, corrido va y muy mohíno, 125 porque, por su desatino, cierto desastre le vino que le hizo caminar por el cañaveral. Confiado en que es muy rico, 130 no ha caído en que es borrico; y por aquesto me aplico a decirle este cantar: por el cañaveral...
(Parece REINALDOS por la montaña.)
LAUSO La burla ha estado, a lo menos 135como al sujeto conviene.
ANGÉLICA¡Otra vez mi muerte viene!¡Abrid, tierra, vuestros senos y encerradme en ellos luego!
LAUSO¿De qué, pastora, te espantas? 140
ANGÉLICA¡A vosotras, tiernas plantas,mi vida o mi muerte entrego!
(Éntrase ANGÉLICA huyendo.)
CLORI Lauso, vámonos tras ella,a ver qué le ha sucedido.
LAUSOA tu voluntad rendido 145estoy siempre, ingrata bella.
(Éntranse todos, y quédase CORINTO.)
CORINTO Quedar quiero, a ver quién eseste pensativo y bravo.El ademán yo le alabo;mas, ¿si es paladín francés? 150
REINALDOS O le falta al Amor conocimiento,o le sobra crueldad, o no es mi penaigual a la ocasión que me condenaal género más duro de tormento. Pero si Amor es dios, es argumento 155que nada ignora, y es razón muy buenaque un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordenael terrible dolor que adoro y siento? Si digo que es Angélica, no acierto;que tanto mal en tanto bien no cabe, 160ni me viene del cielo esta rüina. Presto habré de morir, que es lo más cierto;que, al mal de quien la causa no se sabe,milagro es acertar la medicina.
CORINTO ¡Ta, ta! De amor viene herido; 165bien tenemos que hacer.
REINALDOS¿Que no quieres parecer,oh bien, por mi mal perdido? ¿Has visto, pastor, acaso,por entre aquesta espesura, 170un milagro de hermosurapor quien yo mil muertes paso? ¿Has visto unos ojos bellosque dos estrellas semejan,y unos cabellos que dejan, 175por ser oro, ser cabellos? ¿Has visto, a dicha, una frentecomo espaciosa ribera,y una hilera y otra hilerade ricas perlas de Oriente? 180 Dime si has visto una bocaque respira olor sabeo,y unos labios por quien creoque el fino coral se apoca. Di si has visto una garganta 185que es coluna deste cielo,y un blanco pecho de yelo,do su fuego Amor quebranta; y unas manos que son hechasa torno de marfil blanco, 190y un compuesto que es el blancodo Amor despunta sus flechas.
CORINTO ¿Tiene, por dicha, señor,ombligo aquesa quimera,o pies de barro, como era 195la de aquel rey Donosor? Porque, a decirte verdad,no he visto en estas montañascosas tan ricas y estrañasy de tanta calidad. 200 Y fuera muy fácil cosa,si ellas por aquí anduvieran,por invisibles que fueranverlas mi vista curiosa. Que una espaciosa ribera, 205dos estrellas y un tesorode cabellos, que son oro,¿dónde esconderse pudiera? Y el sabeo olor que dices,¿no me llevara tras sí? 210Porque en mi vida sentíromadizo en mis narices. Mas, en fin, decirte quierolo que he hallado, y no ser terco.
REINALDOS¿Qué son? Habla.
CORINTOTres pies de puerco 215y unas manos de carnero.
REINALDOS ¡Oh hi de puta, bellaco!;pues, ¿con Reinaldos de burlas?
CORINTODe mis donaires y burlassiempre tales premios saco. 220
(Éntrase huyendo CORINTO.)
(Suena dentro esta voz de ANGÉLICA.)
ANGÉLICA ¡Socorredme, Reinaldos, que me matan!¡Mira que soy la sin ventura Angélica!
REINALDOSLa voz es ésta de mi amada diosa.¿Adónde estás, tesoro de mi alma,única al mundo en hermosura y gracia? 225La triste barca del barquero horrendopasaré por hallarte, y al abismo,cual nuevo Orfeo, bajaré llorandoy romperé las puertas de diamante.
ANGÉLICA¡Moriré si te tardas; date prisa! 230
REINALDOS¿Qué camino he de hacer, amada mía?¿Estás en las entrañas de la tierra,o enciérrante estas peñas en su centro?Doquier que estás te buscaré, viviendo,o ya desnudo espíritu sin carne. 235
(Salen dos SÁTIROS que traen a ANGÉLICA como arrastrando, con un cordel a la garganta.)
ANGÉLICA¡Socorredme, Reinaldos, que me matan!
REINALDOSNo corráis más; volved, ligeras plantas,que no os va menos que la vida en esto.¡Miserable de mí! ¿Quién me detiene?¿Quién mis pies ha clavado con la tierra? 240¡Verdugos infernales, deteneos!¡No añudéis el cordel a la garganta,que es basa donde asienta y donde estribael cielo de hermosura sobrehumana!¡Miserable de mí cien mil vegadas, 245que no puedo moverme ni dar paso!Canalla infame, ¿para qué os dais prisaa acabar esa vida de mi vida,a escurecer el sol que alumbra el mundo?¡Tate, traidores, que apretáis un cuello 250adonde el amor forma tales voces,que el mal desmenguan y la gloria aumentandel venturoso que escucharlas puede!¡Oh, que la ahogan! ¡Socorredla, cielos,pues yo no puedo! ¡Oh sátiros lascivos! 255¿Cómo tanta belleza no os ablanda?
(Vanse los SÁTIROS.)
Ya dieron fin a su cruel empresa;muerta queda mi vida, muerta quedala esperanza que en pie la sostenía:ahora os moveré, pues, sin provecho; 260otra vez y otras mil soy miserable;ahora, pies, me llevaréis do veala imagen de la muerte más hermosaque vieron ni verán ojos humanos;¡oh pies, al bien enfermos y al mal sanos! 265
(Llégase REINALDOS a ANGÉLICA.)
¿Es posible que ante míte mataron, dulce amiga?¿Y es posible que se digaque yo no te socorrí? ¿Que es posible que la muerte 270ha sido tan atrevida,que acabó tu dulce vidacon trance amargo y tan fuerte? ¿Y que mi ventura encierratanta desventura y duelo, 275que hoy tengo de ver mi cielopuesto debajo la tierra? ¿Qué antropófagos, qué scitascontra ti se conjuraron,y qué manos te acabaron 280sacrílegas y malditas? Sin duda, el infierno todofue en tan desdichada empresa,que así lo afirma y confiesade tu muerte el triste modo. 285 Mas yo le moveré guerra,si es que me alcanza la vidaen tu triste despedidapara vivir en la tierra. ¿Yo vivir? Démoste agora 290sepultura, ¡oh ángel bello!,y después me veré en ellocuando se llegue la hora. Será de azada esta daga,que abrirá la estrecha fuesa, 295y daráse en ello priesa,porque ha de hacer otra llaga. Brazo en valor sin segundo,trabajad con enterezapara enterrar la riqueza 300mayor que ha tenido el mundo. Vuestro afán, y no mi celo,parece que en esto yerra,si he de sacar tanta tierraque venga a cubrir el cielo. 305 La tierra te sea liviana,estremo de la beldadque crió en cualquier edadla naturaleza humana. El tesoro desentierra 310el que halla algún tesoro;mas yo sigo otro decoro,que cubro el mío con tierra. Esta parte es concluida;otra falta, y concluiráse, 315si bien el alma costase,como ha de costar la vida. Otra sepultura esquivaabriréis, daga, en mi pecho,con que daréis fin a un hecho 320que por luengos siglos viva. Mi cuerpo, mi dulce y bella,quede en esta tierra duracual piedra de sepultura,que dice quién yace en ella. 325 ¡Ea, cobarde francés,morid con bríos ufanos,pues no os ataron las manoscomo os ligaron los pies!
(Vase a dar REINALDOS con la daga; sale MALGESÍ en su mesma figura y detiénele el brazo, diciendo:)
MALGESÍ No hagas tal, hermano amado; 330porque, en este desconcierto,antes que no verte muertoquiero verte enamorado. Aquesta enterrada y muertano es Angélica la bella, 335sino sombra o imagen della,que su vista desconcierta. Para volverte en tu ser,hice aquesta semejanza;que el amor sin esperanza 340no suele permanecer. Mas, pues es tal tu locura,que aun sin ella perseveras,mira, para que no mueras,vacía la sepultura. 345
REINALDOS ¿Que estos sobresaltos dasal que tienes por hermano?Hechicero, mal cristiano;mas tú me lo pagarás. Pues lo sabes, ¿por qué gustas 350de tratarme deste modo?
MALGESÍPorque te estremas en todo,y a ningún medio te ajustas. Ven, y pondréte en la manoa Angélica, y no fingida. 355
REINALDOSSeréte toda mi vidahumilde, obediente hermano.
(Éntranse todos.)
(Suena una trompeta bastarda, lejos, y entran en el teatro CARLOMAGNO y GALALÓN.)
CARLOMAGNO ¿Qué trompeta es la que suena?¿Si es acaso otra aventuraque nos ponga en desventura, 360que la otra no fue buena? Bien lo dijo Malgesí;mas yo, incrédulo y cristiano,tuve su aviso por vano,y crédito no le di. 365 Otra vez suena. ¿No habráquien nos avise qué es esto?
GALALÓNYo te lo diré bien presto.
CARLOMAGNOMejor éste lo dirá.
(Entra un PAJE.)
PAJE Por San Dionís han entrado 370dos apuestos caballerosque parecen forasteros,pero de esfuerzo sobrado: uno mayor y robusto,otro mancebo y galán. 375
GALALÓN¿Dónde llegan?
PAJELlegarán.Mas miradlos, si os da gusto, que veis do asoman allí.
(Entra MARFISA y BERNARDO, a caballo.)
CARLOMAGNO¡Bravo ademán y valiente!
GALALÓN¡Qué gran número de gente 380que traen los dos tras de sí!
CARLOMAGNO Pondré yo que es desafío.
GALALÓNEl continente así muestra.
CARLOMAGNO¿Dónde está agora la diestrade Roldán?
GALALÓN¡Ah, señor mío! 385 ¿Faltan en tu corte igualesa Roldán?
CARLOMAGNOYo no lo sé.Calla, que hablan.
GALALÓNSí haré.
CARLOMAGNOSi dijeras desiguales...
MARFISA Escúchame, Carlomagno, 390que yo hablaré como alcancemi voz hasta tus orejas,por más que estemos distantes;y denme también oídostus famosos Doce Pares, 395que yo les daré mis manoscada y cuando que gustaren.Una mujer soy que encierradeseos en sí tan grandes,que compiten con el cielo, 400porque en la tierra no caben.Soy más varón en las obrasque mujer en el semblante;ciño espada y traigo escudo,huigo a Venus, sigo a Marte; 405poco me curo de Cristo;de Mahoma no hay hablarme;es mi dios mi brazo solo,y mis obras, mis Penates.Fama quiero y honra busco, 410no entre bailes ni cantares,sino entre acerados petos,entre lanzas y entre alfanjes.Y es fama que las que vibrany las que ciñen tus Pares 415vuelan y cortan más que otrasregidas de brazos tales.Por probar si esto es verdad,vivos deseos me traen,y a todos los desafío, 420pero a singular certamen;y, para que no se afrentende una mujer que esto hace,mi nombre quiero decilles:soy Marfisa, y esto baste. 425
BERNARDOEn el padrón de Merlínva Marfisa a aposentarse,donde esperará tres díasel deseado combate;y si tantos acudieren 430que no puedan despacharse,ella desde aquí me escogey elige por su ayudante.Soy caballero españolde prendas y de linaje, 435y quizá el mismo deseode Marfisa aquí me trae.Y entended que el desafíoha de ser a todo trance,porque grandes honras deben 440comprarse a peligros grandes.
MARFISADecid que deje Roldánamorosos disparates,que con Venus y Cupidose aviene mal el dios Marte. 445Lo que el español ha dicholo confirmo; y, porque es tardey el padrón no está muy cerca,el Dios que adoráis os guarde.
CARLOMAGNO¿Hay, por dicha, Galalón, 450en París otros Roldanes?¿Hay otro alguno que puedacon Reinaldos igualarse?Si los hay, ¿cómo han callado,oyendo desafiarse? 455¡Oh, mal hubieses, Angélica,que tantos males me haces!Colgados de tu hermosura,todos mis valientes traes;solo han dejado a París, 460solo, por ir a buscarte.
GALALÓNMientras vive Galalón,ninguno podrá agraviarte;y mañana con las obrasharé mis dichos verdades. 465Dame licencia, señor,porque al punto vaya a armarme.
CARLOMAGNONo hay para qué me la pidaquien es de los Doce Pares.
(Éntranse.)
(Entran FERRAGUTO y ROLDÁN, riñendo, con las espadas desnudas.)
ROLDÁN Tú le mataste, y fue alevosamente, 470moro español, sin fe y sin Dios nacido.
FERRAGUTOTu falsa lengua, como falso, miente,y mentirá mil veces, y ha mentido.
ROLDÁN¿No fue maldad echarle en la corrientedel río?
FERRAGUTOMuy bien puede del vencido 475hacer el vencedor lo que quisiere.
ROLDÁNDe tu falso argüir eso se infiere. No te retires, bárbaro arrogante,que quiero castigar tu alevosía.
FERRAGUTOSi me retiro, fanfarrón de Aglante, 480el paso sí, la voluntad no es mía.Por Mahoma te juro, y Trivigante,que no sé quién me impele y me desvíade tu presencia, ¡oh paladín gallardo!
ROLDÁNCon ésta acabarás, que ya me tardo. 485
(Retírase FERRAGUTO, y, puesto en la tramoya, al tirarle ROLDÁN una estocada, se vuelva la tramoya, y parece en ella ANGÉLICA, y ROLDÁN, echándose a los pies della; al punto que se inclina, se vuelve la tramoya, y parece uno de los SÁTIROS, y hállase ROLDÁN abrazado con sus pies.)
ROLDÁN ¿Qué milagros son éstos, Dios inmenso?¿Es piedad del Amor ésta que veo?Arrójome a tus pies, y en esto piensoque satisfago en todo a mi deseo.Coge, amada enemiga, el fruto y censo 490que estos labios te dan, y por trofeoponga Amor en su templo que un Orlandoestá tus bellas plantas adorando. De ámbar pensé, mas no es sino de azufre,el olor que despiden estas plantas. 495¿Adónde tanto engaño, Amor, se sufre,o quién puede formar visiones tantas?Ésta veré si esta estocada sufre.
(Vuélvese la tramoya, y parece MALGESÍ en su forma.)
MALGESÍPrimo, ¿que no te enmiendas ni te espantas?
ROLDÁN¡Oh Malgesí! Hazaña ha sido aquésta 500que mi amor y tu ciencia manifiesta. Mas, dime: ¿de qué sirven tantas pruebaspara ver que estoy loco y que me pierdo,sabiendo que el estilo que tú llevasni le cree ni le admite el hombre cuerdo? 505
MALGESÍVen conmigo, Roldán; daréte nuevasde tu bien por tu mal.
ROLDÁN¡Oh sabio acuerdo!Llévame, primo, en presuroso vuelodeste infierno de ausencia a ver mi cielo.
MALGESÍ Arrima las espaldas a esa caña, 510los ojos cierra y de Jesús te olvida.
ROLDÁNGrave cosa me pides.
MALGESÍDate maña,que importa a tu contento esta venida.
ROLDÁN¿Estoy bien puesto?
MALGESÍBien.
ROLDÁNJesús me valga,aunque jamás con esta empresa salga. 515
(Vuélvese la tramoya con ROLDÁN; salen BERNARDO y MARFISA, y suena dentro una trompeta.)
BERNARDO Trompeta y caballos siento,y, según mi parecer,paladín debe de serque viene al padrón contento, y seguro de alcanzar 520de ti, Marfisa, el trofeo.
MARFISAA pie viene, a lo que veo.
BERNARDOPues, ¿quién le hizo apear?
MARFISA Lo que a nosotros. ¿No vesque aquí caballo no llega? 525
BERNARDOSin duda, es de la refriega;que me parece francés.
(Entra GALALÓN, armado de peto y espaldar.)
GALALÓN Sálveos Dios, copia dichosa,tan bella como valiente.
BERNARDODios te salve y te contente. 530
MARFISA¡Salutación enfadosa! Sálveme mi brazo a mí,y conténteme mi fuerza.
GALALÓNVuestro desafío me fuerzay mueve a venir aquí. 535
MARFISA Dime si eres paladín.
GALALÓNPaladín digo que soy.
BERNARDO¿Partiste de París hoy?
GALALÓNAnoche.
BERNARDOPues, ¿a qué fin?
GALALÓN No más de a ver si hay qué ver 540en ti y la bella Marfisa.
BERNARDOTú te has dado buena prisa.
GALALÓNConviene, porque hay que hacer.
MARFISA ¿Qué tienes que hacer?
GALALÓNVencerosy dar a París la vuelta. 545
BERNARDOSi cual tienes lengua sueltatienes agudos aceros, bien saldrás con tu intención.Mas, dime: ¿cómo es tu nombre?
GALALÓNDiréoslo, porque os asombre: 550es mi nombre Galalón, el gran señor de Maganza,de los Doce el escogido.
BERNARDODías ha que yo he sabidoque eres una buena lanza, 555 un crisol de la verdad,un abismo de elocuencia,un imposible de ciencia,un archivo de lealtad.
MARFISA Contra la razón te pones, 560Bernardo, porque la famapor todo el mundo derramaque éste es saco de traiciones, y aun enemigo mortalde todos los paladines, 565malsín sobre los malsines,mentiroso y desleal, y, sobre todo, cobarde.
GALALÓNA la prueba me remito,y vengamos al conflito, 570que se va haciendo tarde. Empero, si queréis irossin comenzar esta empresa,yo os juro y hago promesade eternamente serviros 575 y de no desenvainaren contra vuestra mi espada.
BERNARDOPromesa calificaday muy digna de estimar.
MARFISA Dame la mano, que quiero 580aceptarte por amigo.
GALALÓNDoyla, porque siempre sigoproceder de caballero. ¡Cuerpo de quien me parió,que los huesos me quebrantas! 585
MARFISAPues, ¿desto poco te espantas?
GALALÓNDe menos me espanto yo. De modo vas apretando,que se acerca ya mi fin.
BERNARDO¿Un famoso paladín 590ansí se ha de estar quejando porque le dé una doncellala mano por gran favor?
GALALÓN¿Ésta es doncella? Es furor,es rayo que me atropella, 595 es de mi vida el contraste,pues que ya me la ha quitado.
MARFISA¡Por Dios, que se ha desmayado!
BERNARDO¿Cómo, y tanto le apretaste?
MARFISA La mano le hice pedazos. 600
BERNARDO¡Oh desdichado francés!
MARFISAQuitarle quiero el arnés,pues viene sin guardabrazos, y ponerle por trofeocolgado de alguna rama, 605con un mote que su famadescubra, como deseo. Pero fáltanme instrumentoscon que ponerlo en efecto.
(MALGESÍ dice de dentro:)
MALGESÍNo faltarán, te prometo, 610pues sé tus buenos intentos. Esos ministros que envíocumplirán tu voluntad.
BERNARDO¡Oh, qué estraña novedad!
MARFISA¿Quién sabe el intento mío? 615 Los versos dicen lo mismoque imaginé en mi intención.¿Si llevan a Galalónestos diablos al abismo?
GALALÓN Ya yo entiendo que aquí andas; 620a ti digo, Malgesí.Di: ¿no hallaste para míotro coche ni otras andas?
(Llévanle los SÁTIROS en brazos a GALALÓN.)
MARFISA Di cómo dice el trofeo;quizá yo no lo he entendido. 625
BERNARDOAgudo está y escogido.
MARFISALéelo en voz.
BERNARDOEn voz lo leo: Estar tan limpio y terso aqueste acero, con la entereza que por todo alcanza, nos dice que es, y es dicho verdadero, 630 del señor de la casa de Maganza. Estas selvas está ciertoque están llenas de aventuras.
MARFISAQuedado habemos a escuras,por el sol que se ha encubierto; 635 y, entre tanto que él visitalos antípodas de abajo,demos al sueño el trabajoque el reposo solicita. A esta parte dormiré; 640tú, Bernardo, duerme a aquélla,hasta que salga la estrellaque a Febo guarda la fe. Y si en aquestos tres díasno vinieren paladines, 645buscaremos otros finesde más altas bizarrías.
BERNARDO Bien dices, aunque el sosiegopocas veces le procuro,con todo, a este peñón duro 650el sueño y cabeza entrego.
(Échase a dormir.)
(Sale por lo hueco del teatro CASTILLA, con un león en la una mano, y en la otra un castillo.)
CASTILLA ¿Duermes, Bernardo amigo,y aun de pesado sueño,como el que de cuidados no procede?¿Huyes de ser testigo 655de que un estraño dueñotu amada patria sin razón herede?¿Esto sufrirse puede? Advierte que tu tío,contra todo derecho, 660forma en el casto pechouna opinión, un miedo, un desvaríoque le mueve a hacer cosaingrata a ti, infame a mí, y dañosa. Quiere entregarme a Francia, 665temeroso que, él muerto,en mis despojos no se entregue el moro,y está en esta ignoranciade mi valor inciertoy dese tuyo sin igual que adoro. 670No mira que el decoro de animosa y valiente,sin cansancio o desmayo,que me infundió Pelayo,he guardado en mi pecho eternamente, 675y he de guardar contino,sin que pavor le tuerza su camino. Ven, y con tu presenciainfundirás un nuevocorazón en los pechos desmayados; 680curarás la dolenciadel rey, que, ciego al cebode pensamientos en temor fundados,sigue vanos cuidados, tan en deshonra mía, 685que, si tú no me acorresy luego me socorres,huiré la luz del sol, huiré del día,y en noche eterna obscuralloraré sin cesar mi desventura. 690 Por oculto caminodel centro de la tierrate llevaré, Bernardo, al patrio suelo.Ven luego, que el destinopropicio tuyo encierra 695tú en tu brazo tu honra y mi consuelo.Ven, que el benigno Cielo a tu favor se inclina.Llevaré a tu escuderopor el mismo sendero. 700Y tú, sin par, que aspiras a divina,procura otras empresas,que es poco lo que en éstas interesas. Nadie en esta querellabatallará contigo, 705que tras sí se los lleva la hermosurade Angélica la bella,común fiero enemigode los que en esto ponen su ventura.Y está cierta y segura 710 que dentro en pocos añosverás estrañas cosas,amargas y gustosas,engaños falsos, ciertos desengaños.Y, en tanto, en paz te queda, 715y así cual lo deseo te suceda.
(Éntrase CASTILLA con BERNARDO por lo hueco del teatro.)
MARFISA Selvas de encantos llenas,¿qué es aquesto que veo?¿Qué figuras son éstas que se ofrecen?¿Son malas o son buenas? 720Entre creo y no creo,me tienen estas sombras que parecen:admiraciones crecen en mí, no ningún miedo.Lleváronme a Bernardo, 725y aquí sin causa aguardo.Ir quiero a do mostrar mi esfuerzo puedo.Vuelto me he en un instante;derecha voy al campo de Agramante.
(CORINTO, pastor, y ANGÉLICA, como pastora.)
CORINTO Digo que te llevaré, 730si fuese a cabo del mundo.
ANGÉLICAEn tu valor, sin segundo,sé bien que bien me fié.
CORINTO Haya güelte, y tú verássi te llevo do quisieres. 735
ANGÉLICAMira tú cuánto pudieres,que eso mismo gastarás; que tengo joyas que sonde valor y parecer.
CORINTOY ¿adónde se han de vender? 740
ANGÉLICAAhí está la confusión.
CORINTO No reparar en el precio:que, cuando hay necesidad,es punto de habilidaddar la cosa a menos precio. 745 Y más, que todo lo allanaun buen ingenio cursado.Y ¿cuándo has determinadoque partamos?
ANGÉLICAYo, mañana.
CORINTO Daremos de aquí en Marsella, 750y allí nos embarcaremos,y el camino tomaremospara España, rica y bella. Y, en saliendo del Estrecho,tomar el rumbo a esta mano 755por el mar profundo y canoque tantas burlas me ha hecho. Digo que si naves hay,y en el viento no hay reveses,en menos de trece meses 760yo te pondré en el Catay. ¿Quieres más?
ANGÉLICAEso me basta,si así lo ordenase el Cielo.
CORINTOAunque me ves deste pelo,soy marinero de casta, 765 y nado como un atún,y descubro como un lince,y trabajo más que quince,y más que veinte, y aún. Pues, en el guardar secreto, 770haz cuenta que mudo soy.¿Quieres que nos vamos hoy?
(Entra REINALDOS.)
ANGÉLICA¡Oh nuevo y terrible aprieto! Si éste me conoce, es ciertami muerte y mi sepultura. 775
CORINTOPues encubre tu hermosura,si es que puede estar cubierta. Pero dime: ¿que éste esel francés del otro día?¡Adiós, pastoraza mía, 780que está mi vida en mis pies!
(Huye CORINTO.)
ANGÉLICA No es acertado esperalle;muy mejor será huir.
REINALDOS¿Sabrásme, amiga, decir,de un rostro, donaire y talle 785 que es, más que humano, divino?Alza el rostro. ¿A qué te encubres,que parece que descubresun no sé qué peregrino? Alza a ver. ¡Oh santos cielos! 790¿Qué es esto que ven mis ojos?¡Oh gloria de mis enojos,oh quietud de mis recelos! ¿Quién os puso en este traje?¿Huísos? Pues, ¡vive Dios!, 795ingrata, que he de ir tras voshasta que al infierno baje, o hasta que al cielo me encumbre,si allá os pensáis esconder;que el tino no he de perder, 800pues va delante tal lumbre.
(Corre ANGÉLICA y entra por una puerta, y REINALDOS tras ella; y, al salir por otra, haya entrado ROLDÁN, y encuentra con ella.)
ROLDÁN De mi dolor conmovido,te ha puesto el cielo en mis brazos.
REINALDOSSuelta, que te haré pedazos,amante descomedido; 805 suelta, digo, y considerala grosería que haces.
ROLDÁN¿Para qué turbas mis paces,sombra despiadada y fiera? ¿No ves que esta prenda es mía 810de razón y de derecho?
REINALDOS¡Por Dios, que te pase el pecho!
ANGÉLICA¡Suerte airada, estrella impía!
REINALDOS ¿Fíaste en ser encantado,que no quieres defenderte? 815
ROLDÁNNo fío sino en tenertepor un simple enamorado.
REINALDOS ¡Mataréte, vive el cielo!
ROLDÁNSi puedes, luego me acaba.
REINALDOS¿Hay desvergüenza tan brava? 820
ROLDÁN¿Hay tan necio y simple celo?
ANGÉLICA ¿Hay hembra tan sin venturacomo yo? Dúdolo, cierto.¡Suelta, cruel, que me has muertoa manos de tu locura! 825
REINALDOS ¡Suéltala, digo!
ROLDÁN¡No quiero!
REINALDOS¿Defiéndete, pues!
ROLDÁN¡Ni aquesto!
REINALDOS¡Loco estás!
ROLDÁNYo lo confieso,aunque de estar cuerdo espero.
ANGÉLICA Divididme en dos pedazos, 830y repartid por mitad.
ROLDÁNNo parto yo la beldadque tengo puesta en mis brazos.
REINALDOS Dejarla tienes entera,o la vida en estas manos. 835
ANGÉLICA¡Oh hambrientos lobos tiranos,cuál tenéis esta cordera! El cielo se viene abajo,de mi angustia condolido.
ROLDÁN¡Oh salteador atrevido, 840cuán sin fruto es tu trabajo!
(Descuélgase la nube y cubre a todos tres, que se esconden por lo hueco del teatro; y salen luego el EMPERADOR CARLOMAGNO y GALALÓN, la mano en una banda, lastimada cuando se la apretó MARFISA.)
CARLOMAGNO ¿Que vencistes a Marfisa?
GALALÓNLlegué y vencí todo junto,porque yo no pierdo puntosi acaso importa la prisa. 845 Maltratóme aquesta manode un bravo golpe de espada,de que quedó magullada,porque fue el golpe de llano.
CARLOMAGNO ¿Qué se hizo el español? 850
GALALÓNComo vio en mí a toda Francia,se deshizo su arroganciacomo las nubes al sol. También le dejé vencido.
CARLOMAGNO¡Brava hazaña, Galalón! 855
GALALÓNHazaña de un corazónque es de ti favorecido.
CARLOMAGNO ¿Quién es éste?
GALALÓNMalgesí.
CARLOMAGNO¡Oh, a qué buen tiempo que viene!Parece que se detiene. 860¿Viene armado?
GALALÓNCreo que sí.
(Entra MALGESÍ con el escudo de GALALÓN, donde vienen escritos los cuatro versos de antes.)
CARLOMAGNO Estraña armadura es ésta,¡oh Malgesí!, caro amigo.
GALALÓNLa ciencia deste enemigohonra y vida y más me cuesta. 865
MALGESÍ Señor, pues sabéis leer,leed aquesta escritura.
GALALÓNMi cobardía se apurasi más quiero aquí atender. Irme quiero a procurar 870venganza deste embaidor.
(Entra GALALÓN.)
MALGESÍDespués os diré, señor,cosas que os han de admirar.
CARLOMAGNO ¿Adónde queda Roldán,y adónde queda Reinaldos? 875
MALGESÍSacro emperador, miraldosde la manera que están.
(Vuelven a salir ROLDÁN, REINALDOS y ANGÉLICA, de la misma manera como se entraron cuando les cubrió la nube.)
REINALDOS Mi trabajo doy al viento,por más que mi fuerza empleo.
ROLDÁNReinaldos, no soy Anteo, 880que me ha de faltar aliento.
ANGÉLICA ¡Cobardes como arrogantes,de tal modo me tratáis,que no es posible seáisni caballeros ni amantes! 885
MALGESÍ Vuelve la vista, emperador supremo;verás el genio de París rompiendolos aires y las nubes, paraninfodespachado del cielo en favor tuyo.
CARLOMAGNO¡Hermosa vista y novedad es ésta! 890
(Parece un ÁNGEL en una nube volante.)
ÁNGEL Préstame, Carlo, atento y grato oído,y escucha del divino acuerdo cuantotiene en tu daño y gusto estatuidoallá en las aulas del alcázar santo.Presto estos campos con marcial rüido 895retumbarán, y con horror y espantovolverá las espaldas la cristianaa la gente agarena y africana. En honor de Macón y Trivigante,con torcida y errada fantasía, 900viste las duras armas Agramante,y deja Ferragut a Andalucía.Rodamonte feroz viene delante;sus fuertes moros Zaragoza envía,con Marsilio, su rey, y el rey Sobrino, 905tan prudente, que casi es adivino. Queda Libia desierta, sin un moro;de África quedan solas las mezquitas,y todos a una voz tus lirios de oroafrentan con palabras inauditas. 910Mas tú, guardando el sin igual decoroque guardas en empresas exquisitas,sal al encuentro luego a esta canalla,puesto que perderás en la batalla. Pero después la poderosa mano 915ayudarte de modo determina,que del moro español y el africanoseas el miedo y la total rüina.Vuelvo con esto al trono soberano,a ver si en tu favor se determina 920de nuevo alguna cosa, y en un puntotendrás mi vista y el aviso junto.
(Vase.)
CARLOMAGNO ¡Gracias te doy, Dios inmenso,por el aviso y merced!
ROLDÁNPues ella cayó en mi red, 925gozalla, sin duda, pienso.
REINALDOS ¿Todavía estás en eso?
ROLDÁN¿Y tú en eso todavía?
CARLOMAGNODe vuestra loca porfíahe de sacar buen suceso, 930 y ha de ser desta manera:aquesta dama llevad,y al momento la entregadal gran duque de Baviera, y el que más daño hiciere 935en el contrario escuadrón,llevará por galardónla prenda que tanto quiere.
ROLDÁN Soy contento.
REINALDOSSoy contento.
ROLDÁN¡Morirán luego a mis manos 940andaluces y africanos!
MALGESÍ¡Vano saldrá vuestro intento!
ROLDÁN ¡Despedazaré a Agramantey a su ejército en un punto!Cuéntenle ya por difunto. 945
MALGESÍNo te alargues, arrogante, que Dios dispone otra cosa,como en efecto verás.
ROLDÁN¡Oh Agramante! ¿Dónde estás?
REINALDOS¡Por mía cuento esta diosa! 950 Cuando con victoria vuelvas,crecerá tu gusto y fama,que por ahora nos llamafin suspenso a nuestras selvas.
(Suenan chirimías, y dase fin a la comedia.)
Comedia famosa de Los baños de Argel
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
Hablan en esta comedia las personas siguientes:
CAURALÍ, capitán de Argel.
YZUF, renegado.
MORO 1.
MORO 2.
MORO 3.
MORO 4.
Un VIEJO.
JUANICO, su hijo.
FRANCISQUITO, su hijo.
Un SACRISTÁN.
COSTANZA, cristiana.
CAPITÁN CRISTIANO.
Dos arcabuceros cristianos.
DON FERNANDO.
GUARDIÁN BAJÍ.
Un CAUTIVO.
DON LOPE, cautivo.
VIVANCO, cautivo.
HAZÉN, renegado.
ZARAHOJA, moro.
HAZÁN BAJÍ, rey de Argel.
CADÍ.
ALIMA, mora.
ZARA, mora.
Tres moros pequeños.
AMBROSIO.
LA SEÑORA CATALINA.
Un JUDÍO.
OSORIO.
GUILLERMO, pastor.
CAURALÍ, capitán de Argel; YZUF, renegado; otros cuatro moros, que se señalan así: 1, 2, 3, 4.
YSUF De en uno en uno y con silencio vengan,que ésta es la trocha y el lugar es éste,y a la parte del monte más se atengan.
CAURALÍ Mira, Yzuf, que no yerres, y te cuestela vida el no acertar.
YSUFPierde cuidado; 5haz que la gente el hierro y fuego apreste.
CAURALÍ ¿Por dó tienes, Yzuf, determinadoque demos el asalto?
YSUFPor la sierra,lugar que, por ser fuerte, no es guardado. Nací y crecí, cual dije, en esta tierra, 10y sé bien sus entradas y salidasy la parte mejor de hacerle guerra.
CAURALÍ Ya vienen las escalas prevenidas,y están las atalayas hasta agoracon borrachera y sueño entretenidas. 15
YSUF Conviene que los ojos de la aurorano nos hallen aquí.
CAURALÍTú eres el todo:guía, y embiste, y vence.
YSUFSea en buen hora, y no se rompa en cosa alguna el modoque tengo dado; que con él, sin duda, 20a daros la victoria me acomodo,primero que socorro alguno acuda.
(Éntranse.)
(Suena dentro vocería de moros; enciéndese hachos, pónese fuego al lugar, sale un VIEJO a la muralla medio desnudo y dice:)
VIEJO ¡Válame Dios! ¿Qué es esto?¿Moros hay en la tierra?¡Perdidos somos, triste! 25¡Vecinos, que os perdéis; al arma, al arma! De los atajadoresla diligencia ha sidoaquesta vez burlada;las atalayas duermen, todo es sueño. 30 ¡Oh si mis prendas caras,cual un cristiano Eneas,sobre mis flacos hombrossacase deste incendio a luz segura! ¿Que no hay quien grite al arma? 35¿No hay quien haga pedazosesas campanas mudas?¡A socorreros voy, amados hijos!
(Éntrase.)
(Sale el SACRISTÁN a la muralla, con una sotana vieja y un paño de tocar.)
SACRISTÁN Turcos son, en conclusión.¡Oh torre, defensa mía!, 40ventaja a la sacristíahacéis en esta ocasión. Tocar las campanas quiero,y gritar apriesa al arma;
(Toca la campana.)
el corazón se desarma 45de brío, y de miedo muero. Ningún hacho en la marinaninguna atalaya enciende,señal do se comprehendeser cierta nuestra rüina. 50 Como persona aplicadaa la Iglesia, y no al trabajo,mejor meneo el badajoque desenvaino la espada.
(Torna a tocar y éntrase.)
(Salen al teatro CAURALÍ, YZUF y otros dos moros.)
YSUF Por esta parte acudirán, sin duda, 55los que del monte quieran ampararse;sosiégate, y verás medrosa y mudagente que viene por aquí a salvarse;y, antes que aquella del socorro acuda,conviene que se acuda al retirarse. 60
CAURALÍ¿Los bajeles no están bien a la orilla?
MORO 1Y estibados de gusto y de mancilla.
(Sale el VIEJO que salió a la muralla, con un niño en brazos medio desnudo y otro pequeño de la mano.)
PADRE ¿Adónde os llevaré, pedazos vivosde mis muertas entrañas? Si a venturatendría, antes que fuésedes cautivos, 65veros en una estrecha sepultura.
CAURALÍDe aquesos tus discursos pensativoste sacará mi espada, que procura,sin acudir al gusto de tu muerte,darte la vida y ensalzar mi suerte. 70
FRANCISQUITO ¿Para qué me sacó, padre, del lecho?¡Que me muero de frío! ¿Adónde vamos?Llégueme a mí, como a mi hermano, al pecho.¿Cómo tan de mañana madrugamos?
PADRE¡Oh, deste inútil tronco ya y deshecho, 75tiernos, amables y hermosos ramos!No sé dó voy; aunque, si bien se advierte,deste camino el fin será mi muerte.
CAURALÍ Llévalos tú, Bairán, a la marina,y mira bien que esté la armada a punto, 80porque, según os muestra la bocina,la esposa de Titón ya viene junto.
(Éntrase el VIEJO; sale el SACRISTÁN.)
PADREHuir el mal que el Cielo determina,es trabajo escusado.
SACRISTÁNYo barrunto,si el cielo mi agudeza no socorre, 85que estaba más seguro yo en mi torre. ¿Quién me engañó? Y más si, a dicha, yerroel camino o atajo de la sierra.
CAURALÍ¡Camina, perro, a la marina!
SACRISTÁN¿Perro?Agora sé que fue mi madre perra. 90
CAURALÍAguija tú con él, y zarpe el ferrola capitana, y vaya tierra a tierra,hasta la cala donde dimos fondo.
(Éntrase el MORO y el SACRISTÁN.)
YZUF¿Qué es lo que dices Cauralí?
MORO 2Yo no respondo.
YSUF Escucha, Cauralí, que me parece 95que una trompeta a mis oídos suena.
CAURALÍSin duda, es el temor el que te ofreceel son que tus bravezas desordena.
YSUFToca tú a recoger, que ya amanece,y está tu armada de despojos llena, 100y creo que el socorro se avecina.¡A la marina!
CAURALÍ¡Hola, a la marina!
(Éntranse.)
(Suena una trompeta bastarda; salen cuatro moros, uno tras otro, cargados de despojos.)
MORO 1 Aunque la carga es poca, es de provecho.
MORO 2Yo no sé lo que llevo, pero vaya.
MORO 3Lo que hasta aquí está hecho, está bien hecho. 105
MORO 4¡Permita Alá que esté libre la playa!
(Sale un MORO con una doncella, llamada COSTANZA, medio desnuda.)
COSTANZASaltos el corazón me da en el pecho;falta el aliento, el ánimo desmaya.Llévame más despacio.
MORO¡Aguija, perra,que el mar te aguarda!
COSTANZA¡Adiós, mi cielo y tierra! 110(Éntrase COSTANZA.)
(Sale UNO a la muralla.)
UNO ¡A la marina, a la marina, amigos,que los turcos se embarcan muy apriesa!Si aguijáis, dejarán los enemigosla mal perdida y mal ganada presa.
(Entra un ARCABUCERO CRISTIANO.)
ARCABUCEROSólo habremos llegado a ser testigos 115de que Troya fue aquí.
OTRO¡Fortuna aviesa,pon alas en mis pies, fuego en mis manos!
OTRONuestros ahíncos han salido vanos, porque ya los turcos son embarcadosy en jolito se están cerca de tierra. 120
(Entra el CAPITÁN CRISTIANO.)
CAPITÁN¡Oh! ¡Mal hayan mis pies, acostumbrados,más que a la arena, a riscos de la sierra!¿Qué han hecho los jinetes?
UNODesmayadosllegaron los caballos tierra a tierra,a tiempo que zarpaban las galeras, 125y tras ellos llegaron tres banderas. Los dos atajadores de la playamuertos hallé de arcabuzazos, creo.La oscuridad disculpa al atalayadel mísero suceso que aquí veo. 130
OTRO¿Qué habemos de hacer?
CAPITÁNLa gente vayatomando por el monte algún rodeo,y embósquese en la cala allí vecina,por ver lo que el cosario determina.
UNO ¿Qué ha de determinar, si no es tornarse 135a Argel, pues que su intento ha conseguido?
CAPITÁN¿Quién puede a tan gran hecho aventurarse?
OTROSi él es Morato Arráez, es atrevido;cuanto más, que bien puede imaginarseque de algún renegado fue traído, 140plático desta tierra.
CAPITÁNDésta hay unoque en ser traidor no se le iguala alguno. ¿Adónde está mi hermano?
UNOLlegó apenas,cuando, despavorido y sin aliento,se arrojó en el lugar.
CAPITÁNHallará estrenas 145tristes de su esperado casamiento.
(Parece en la muralla DON FERNANDO.)
DON FERNANDOPuntas de cristal claro, y no de almenas,murallas de bruñido y rico argentoque guardastes un tiempo mi esperanza,¿dónde hallaré, decidme, a mi Costanza? 150 Techos que vomitáis llamas teosas,calles de sangre y lágrimas cubiertas,¿adónde de mis glorias ya dudosasestá la causa, y de mis penas ciertas?Descubre, ¡oh sol!, tus hebras luminosas; 155abre ya, aurora, tus rosadas puertas;dejadme ver el mar, donde navegael bien que el cielo por mi mal me niega.
CAPITÁN Vámosle a socorrer, no desespere;que en lo que dice da de loco indicio. 160
UNOBien dices; vamos, que su mal requierefuerte y apresurado veneficio.
(Éntranse.)
DON FERNANDOMas, ¿qué digo, cuitado? Bien se infierede las reliquias deste maleficioque va cautiva mi querida prenda, 165y es bien que a dalle libertad atienda.
(Éntrase DON FERNANDO, y parece el CAPITÁN en la muralla con otro soldado.)
Desde aquel risco levantado, quierohacer señal; quizá querrá el vil morotrocar la hermosura por dineroa quien no pagará ningún tesoro. 170
CAPITÁNYa no está aquí mi hermano; el dolor fierotemo que no le saque del decoroque debe a ser quien es. ¡Oh caso estraño!
UNOSeñor, por allí va, si no me engaño.
(Éntrase el CAPITÁN; sale DON FERNANDO, y va subiendo por un risco.)
DON FERNANDO Subid, ¡oh pies cansados!; 175llegad a la alta cumbredesta encumbrada y rústica aspereza,si ya de mis cuidadosla inmensa pesadumbreno os detiene en mitad de su maleza. 180Ya a descubrir se empieza la máquina terribleque con ligero vuelola carga de mi cielolleva en su vientre tragador y horrible; 185ya las alas estiende,ya le ayudan los pies, ya al curso atiende. No será de provechoesta señal que muestrode rescate, de paz y de alianza; 190ni la voz de mi pecho,aunque a gritar me adiestro,ha de alcanzar do mi deseo alcanza.¿Ah, mi amada Costanza! ¡Ah, dulce, honrada esposa! 195No apliques los oídosa ruegos descreídos,ni a la fuerza agarena poderosaos entreguéis rendida,que aún yo para la vía tengo vida. 200 Volved, volved, tiranos,que de vuestra codiciaofrezco de llenar con gusto y glorialos senos; y las manos,ajenas de avaricia, 205sin duda aumentarán vuestra victoria.Volved, que es vil escoria cuanto lleváis robado,si no lleváis los donesque os ofrezco a montones 210en cambio de mi sol, que va eclipsadoentre las pardas nubesque tú del mar, ¡oh blando cierzo!, subes. De Arabia todo el oro,del Sur todas las perlas, 215la púrpura de Tiro más preciosa,con liberal decoroofrezco, aunque el tenerlasos venga a parecer dificultosa.Si me volvéis mi esposa, 220 un nuevo mundo ofrezco,con todo cuanto encierratodo el cielo y la tierra.Locuras digo; mas, pues no merezcoalcanzar esta palma, 225llevad mi cuerpo, pues lleváis mi alma.
(Arrójase del risco.)
(Sale el GUARDIÁN BAJÍ y un CAUTIVO con papel y tinta.)
GUARDIÁN ¡Hola; al trabajo, cristianos!No quede ninguno dentro;así enfermos como sanos,no os tardéis, que, si allá entro, 230pies os pondrán estas manos. Que trabajen todos quiero,ya pápaz, ya caballero.¡Ea, canalla soez!¿Heos de llamar otra vez? 235
(Sale un CAUTIVO, y van saliendo de mano en mano los que pudieren.)
UNOYo quiero ser el primero.
GUARDIÁN Éste a la leña le asienta;éste vaya a la marina;ten en todo buena cuenta;treinta aquel burche encamina, 240y a la muralla sesenta; veinte al horno, y diez envíaa casa de Cauralí.Y abrevia, que se va el día.
ESCLAVOPor cuarenta envió el cadí; 245dárselos es cortesía.
GUARDIÁN Y aun fuerza. En eso no pares;enviarás otros dos paresa los ladrillos de ayer.
ESCLAVOPara todos hay qué hacer, 250aunque fueran dos millares. ¿Dónde irán los caballeros?
GUARDIÁNDéjalos hasta mañana,que serán de los primeros.
ESCLAVO¿Y si pagan?
GUARDIÁNCosa es llana 255que hay sosiego do hay dineros.
ESCLAVO Yo con ellos me avendré,de modo que se te dégusto y honesta pitanza.
GUARDIÁNDespacha a la maestranza. 260
ESCLAVOVe con Dios, que sí haré.
(Éntrase.)
(Salen DON LOPE y VIVANCO, cautivos, con sus cadenas a los pies.)
DON LOPE Ventura, y no poca, ha sidohaber escapado hoydel trabajo prevenido.
VIVANCOCuando no trabajo, estoy 265más cansado y más molido. Para mí es grave tormentoeste estrecho encerramiento,y es alivio a mi pesarver el campo o ver la mar. 270
DON LOPEPues yo en verlo me atormento, porque la melanconíaque el no tener libertadencierra en el alma mía,quiere triste soledad 275más que alegre compañía. Trabajar y no comer,bien fácil se echa de verque son pasos de la muerte.
(Sale un CRISTIANO cautivo, que viene huyendo del GUARDIÁN, que viene tras él dándole de palos.)
GUARDIÁN¡Oh chufetre! ¿Desta suerte 280siempre os habéis de esconder? Que os criastes en regalo,inútil perro, barrunto.
CRISTIANO¡Por Dios, fende, que estoy malo!
GUARDIÁNPues yo os curaré en un punto 285con el sudor deste palo.
CRISTIANO Con calentura contina,que me turba y desatina,estoy ha más de dos días.
(Éntranse, dándole de palos, estos dos.)
GUARDIÁN¿Y por eso te escondías? 290
CRISTIANOSí, fende.
GUARDIÁN¡Perro, camina!
DON LOPE ¡Por Dios, que es un buen soldado,y no lo hace de vicioel mísero apaleado!
VIVANCOMirad, pues, qué veneficio 295ha en su enfermedad hallado. ¿No es notable desatinoque está un cautivo vecinoa la muerte y no le creen?Y, cuando muerto le ven, 300dicen: «¡Gualá, que el mezquino estaba malo, sin duda!»¡Oh canalla fementida,de toda piedad desnuda!¿Quién, al perder de la vida, 305queréis que al mentir acuda? De nuestra calamidadcon vuestra incredulidad,la muerte es testigo cierto;más creéis a un hombre muerto, 310que al vivo de más verdad.
DON LOPE Alza los ojos y atiendea aquella parte, Vivanco,y mira si comprehendetu vista que un paño blanco 315de una luenga caña pende.
(Parece una caña, atado un paño blanco en ella, con un bulto.)
VIVANCO Bien dices, y atado está.Quiérome llegar allápara ver esta hazaña.¡Por Dios, que se alza la caña! 320
DON LOPEVe, quizá se abajará.
VIVANCO No es para mí esta aventura,don Lope; ven tú a proballa,que no sé quién me aseguraque han de venir a alcanzalla 325las manos de tu ventura.
DON LOPE Algún muchacho habrá puestocebo o lazo allí dispuestopara cazar los vencejos.
VIVANCONo está hondo, ni está lejos; 330ven, y verémoslo presto. ¿No ves cómo se te inclinala caña? ¡Vive el Señor,que ésta es cosa peregrina!
DON LOPEEn el trapo está el favor. 335
VIVANCOSi es favor, desata aína.
DON LOPE Once escudos de oro son;entrellos viene un doblónque parece necesariopaternóster del rosario. 340
VIVANCO¡Bien propria comparación!
DON LOPE La caña se tornó a alzar.¿Qué maná del cielo es ésta?¿Qué Abacuc nos vino a daren nuestra prisión la cesta 345deste que es más que manjar?
VIVANCO ¿Por qué, don Lope, no acudesa dar gracias y saludesa quien hizo esta hazaña?¡Oh caña, de hoy más no caña, 350sino vara de virtudes!
DON LOPE ¿A quién quieres que las dé,si en aquella celosíaestrecha nadie se ve?
VIVANCOPues alguien aquesto envía. 355
DON LOPEClaro está, mas quién, no sé. Quizá será renegadacristiana la que se agradade mostrarse compasiva,o ya cristiana cautiva 360en esta casa encerrada. Mas, quienquiera que ella sea,es bien que las aparienciasde agradecidos nos vea:hazle dos mil reverencias, 365porque nuestro intento crea; yo a lo morisco haréceremonias, por si fuemora la que hizo el bien.
(Entra HAZÉN, renegado.)
DON LOPECalla, porque viene Hazén. 370
VIVANCO¡Noramala venga el pe...! Las dos erres y la ome como contra mi gusto.
DON LOPECreo, por Dios, que te oyó.
VIVANCOSi él me oyó, por Dios, fue justo 375no acabar su nombre yo.
HAZÉN Con vuestras dos firmas solaspisaré alegre y contentolas riberas españolas;llevaré propicio el viento, 380manso el mar, blandas sus olas. A España quiero tornar,y a quien debo confesarmi mozo y antiguo yerro;no como Yzuf, aquel perro 385que fue a vender su lugar.
(Dales un papel escrito.)
Aquí va cómo es verdadque he tratado a los cristianoscon mucha afabilidad,sin tener en lengua o manos 390la turquesca crüeldad; cómo he a muchos socorrrido;cómo, niño, fui oprimidoa ser turco; cómo voyen corso, pero que soy 395buen cristiano en lo escondido, y quizá hallaré ocasiónpara quedarme en la tierra,para mí, de promisión.
DON LOPEEs la enmienda en el que yerra 400arras de su salvación. Echaremos de buen gradolas firmas que nos pedís,que ya está experimentadoser verdad cuanto decís, 405Hazén, y que sois honrado. Y quiera el cielo divinoque os facilite el caminocomo vos lo deseáis.
VIVANCOA mucho os determináis. 410
HAZÉNPues a más me determino; que he de procurar alzarla galeota en que voy.
HAZÉNYa con otros cuatro estoyconvenido.
VIVANCOTemo azar, 415 si es que entre muchos se sabe:que no hay cosa que se acabeaquí en Argel sin afrentacuando a muchos se da cuenta.
HAZÉNEn los que digo, más cabe. 420
DON LOPE ¿Sabrías decir, Hazén,quién mora en aquella casa?
HAZÉN¿En aquella?
VIVANCOSí.
HAZÉNMuy bien.Un moro de buena masa,principal y hombre de bien, 425 y rico en estremo grado;y, sobre todo, le ha dadoel cielo una hija tal,que de belleza el caudaltodo en ella está cifrado. 430 Muley Maluco apeteceser su marido.
DON LOPEY el moro¿qué dice?
HAZÉNQue la merece,no por rey, mas por el oroque en la dote el rey ofrece: 435 que en esta nación confusaque dé el marido se usala dote, y no la mujer.
VIVANCO¿Y ella está del parecerdel padre?
HAZÉNNo lo rehúsa. 440
DON LOPE ¿Está acaso alguna esclava,ya renegada o cristiana,en esta casa?
HAZÉNUna estabaaños ha, llamada Juana.Sí, sí; Juana se llamaba, 445 y el sobrenombre tenía,creo, que de Rentería.
DON LOPE¿Qué se hizo?
HAZÉNYa murió,y a aquesta mora crióque denantes os decía. 450 Ella fue una gran matrona,archivo de cristiandad,de las cautivas corona;no quedó en esta ciudadotra tan buena persona. 455 Los tornadizos lloramossu falta, porque quedamosciegos sin su luz y aviso.Por cobralla, el cielo quisoque la perdiesen sus amos. 460
DON LOPE Vete en paz, y aquesta tardeven por tus firmas, Hazén.
(Vase.)
(Éntrase HAZÉN.)
HAZÉNLa Trinidad toda os guarde.
VIVANCOBien podemos deste bienhacer otra vez alarde. 465 ¿Cuántos son?
DON LOPE¿Once no dije?Pero lo que aquí me afligees no ver a quien los dio.
VIVANCO¿Quién? Para mí tengo yoque fue Aquél que el cielo rige, 470 que por no vistos caminossu pródiga mano acorrea los míseros mezquinos;y ansí, a nosotros socorre,aunque de tal gracia indignos. 475
(Parece la caña otra vez, con otro paño de más bulto.)
Mira que otra vez asomala caña.
DON LOPETrabajo tomade ir a ver si se te inclina.
VIVANCOAquesta pesca es divina,aunque sea de Mahoma. 480 Mas, apenas muevo el piehacia allá, cuando levantanla caña, y no sé por qué;si es que de mí se espantan,díganlo y me volveré. 485 Para ti, amigo, se guardaesta ventura gallarda;ven y veremos lo que es;y no empereces los pies,que, si el bien llega, no tarda. 490
(Inclínase la caña a DON LOPE, y desata el paño.)
DON LOPE Más peso tiene, a mi ver,que el de denantes aquéste.
VIVANCOMás numos debe de haber.
DON LOPE¡Ta, ta, billetico es éste!
VIVANCO¿Quiéresle agora leer? 495 Mira si es oro o argento,primero, que de contentoestoy para reventar.¿Que no lo queréis mirar?
(Pónese DON LOPE a leer el billete; y, antes que le acabe de leer, dice:)
DON LOPE¡Por Dios, que pasan de ciento, 500 y son los más de a dos caras!
VIVANCO¿Para qué a leer te paras?A contarlos te apresura.
DON LOPECierto que es esta aventurararísima entre las raras. 505
VIVANCO ¿Qué es lo que dice el papel?
DON LOPEEn lo poco que he leído,milagros he visto en él.
VIVANCOOye, que siento rüido.
DON LOPEGente viene de tropel; 510 en el rancho nos entremos,adonde a solas podremosver lo que el billete dice.
VIVANCO¿Despedístete?
DON LOPESí hice.
VIVANCODesorejado tenemos. 515
(Sale el GUARDIÁN BAJÍ y un moro llamado CARAHOJA, y un CRISTIANO atadas las orejas con un paño sangriento, como que las trae cortadas.)
CARAHOJA ¿No os dije, perro insensato,que, si huíades por tierra,que os haría aqueste trato?
CRISTIANOEs grande el gusto que encierravoz de libertad.
CARAHOJA¡Oh ingrato! 520 Por la mar te he aconsejadoque huyas; mas tú, malvado,que en los estorbos no miras,siempre a huir por tierra aspiras.
CRISTIANOHasta quedar enterrado. 525
CARAHOJA Tres veces por tierra ha huidoeste perro, y treinta doblasdi aquellos que le han traído.
CRISTIANOSi las prisiones no doblas,haz cuenta que me has perdido: 530 que, aunque me desmoches todo,y me pongas de otro modopeor que éste en que me veo,tanto el ser libre deseo,que a la fuga me acomodo 535 por la tierra o por el viento,por el agua y por el fuego;que, a la libertad atento,a cualquier cosa me entregoque me muestre este contento. 540 Y, aunque más te encolerices,respondo a lo que me dices,que das en mi huida cortes,que no importa el ramo cortes,si no arrancas las raíces. 545 Si no me cortas los pies,al huirme no hay reparo.
GUARDIÁNCarahoja, ¿éste no esespañol?
CARAHOJA¿Pues no está claro?¿En su brío no lo ves? 550
GUARDIÁN Por Alá, que, aunque esté muerto,estás de guardallo incierto.¡Éntrate, perro, a curar!Aqueste le habrás de dara la limosna.
CARAHOJAEstá cierto. 555
(Éntrase el CRISTIANO.)
GUARDIÁN Oye, que un tiro han tiradoen la mar.
CARAHOJANo le he sentido.
(Entra un CAUTIVO.)
CAUTIVOFendi, Cauralí es llegado,y viene, según he oído,rico, próspero y honrado; 560 y el rey sale a la marina,que ver allí determinalos cautivos y el despojo.
GUARDIÁN¿Quieres venir?
CARAHOJAYo estoy cojo.
GUARDIÁNPues poco a poco camina. 565
(Éntranse.)
(Vuelven a salir DON LOPE y VIVANCO.)
VIVANCO Léele otra vez, que me admirala sencillez que contieney el grande intento a que aspira.
DON LOPEMira bien si alguno viene,y a esta parte te retira. 570 El billete dice así;en toda mi vida virazones así sencillas.¡Éstas son tus maravillas,gran Señor!
VIVANCOAcaba, di. 575
DON LOPE (Lee el billete DON LOPE.)Mi padre, que es muy rico, tuvo por cautiva a una cristiana, que me dio leche y me enseñó todo el cristianesco. Sé las cuatro oraciones, y leer y escribir, que ésta es mi letra. Díjome la cristiana que Lela Marién, a quien vosotros llamáis Santa María, me quería mucho, y que un cristiano me había de llevar a su tierra. Muchos he visto en ese baño por los agujeros desta celosía, y ninguno me ha parecido bien, sino tú. Yo soy hermosa, y tengo en mi poder muchos dineros de mi padre. Si quieres, yo te daré muchos para que te rescates, y mira tú cómo podrás llevarme a tu tierra, donde te has de casar conmigo; y, cuando no quisieres, no se me dará nada: que Lela Marién tendrá cuidado de darme marido. Con la caña me podrás responder cuando esté el baño sin gente. Envíame a decir cómo te llamas, y de qué tierra eres, y si eres casado; y no te fíes de ningún moro ni renegado. Yo me llamo Zara, y Alá te guarde. ¿Qué te parece?
VIVANCOQue el cielose nos descubre en la tierraen este tan santo celo.
DON LOPESin duda, en Zara se encierratoda la bondad del suelo. 580
VIVANCO Quizá nos está mirando.Vuelve, y haz, de cuando en cuando,señales de agradecido.Mas, ¿en qué te has suspendido?
DON LOPELa respuesta estoy pensando. 585
VIVANCO ¿Pues hay más que responder,sino que harás todo cuantofuere al caso menester?
(Entra HAZÉN.)
DON LOPEHazén vuelve.
HAZÉNEstimo en tantoel bien que me habéis de hacer, 590 que, hasta tenerle en mi pecho,no puedo tener sosiego.
(Vuélvele el papel.)
DON LOPEAmigo Hazén, ya está hecho;y, así como yo os lo entregocon gusto, os haga el provecho. 595
VIVANCO ¿Es verdad que ya ha llegadoCauralí?
HAZÉNYa se ha mostradoal cabo de Metafús.
DON LOPE¿En qué piensas?
HAZÉNAhora, ¡sus!,yo he de ver al renegado 600 y decirle de mí a élquién es.
VIVANCO¿Por Yzuf dirás?
HAZÉNPor ese perro crüeldigo.
DON LOPEPues muy mal harásen tomarte, Hazén, con él. 605
VIVANCO Déjale, ¡Dios le maldiga!
HAZÉNEl alma se me fatigaen ver que este perro infamesu sangre venda y derramecomo si fuera enemiga. 610 Dios me ayude, a Dios quedad,que jamás no me veréis,y Dios os dé libertad.
VIVANCO¡Mirad, Hazén, lo que hacéis!
(Éntrase HAZÉN.)
HAZÉN¡Dios mueve mi voluntad! 615
VIVANCO ¿Apostaréis que se toma,según la ira le doma,con Yzuf?
DON LOPEYa le acabase,porque del suelo quitaseeste rayo de Mahoma. 620 ¿No será bien que escribamos,por si otra vez se apareceesta estrella que miramos?
VIVANCOAsí a mí me lo parece,ya, y ahora.
DON LOPEVamos.
VIVANCOVamos. 625
(Éntranse.)
(Sale HAZÁN BAJÁ, rey de Argel, y el CADÍ y CARAHOJA, y HAZÉN, el GUARDIÁN BAJÍ y otros moros de acompañamiento; suenan chirimías y grita de desembarcar.)
BAJÁ ¡Bueno viene Cauralí!De alegría da gran muestra.¿Qué dices, guardián Bají?
GUARDIÁNDe su industria y de su diestrasiempre estos efecto vi; 630 es valiente, y fue guiadopor un bravo renegado.
BAJÁ¿No fue Yzuf?
GUARDIÁNYzuf se llama,a quien pregona la famapor buen moro y buen soldado. 635
(Entran CAURALÍ y YZUF.)
CAURALÍ Dame tus pies, fuerte Hazán,como mi rey y señor.
BAJÁMis pies por jamás se dana labios de tal valory a tan bravo capitán. 640 Del suelo os alzad.
YSUFA mídarás lo que a Cauralíniegas con justa razón.
BAJÁDe entrambos mis brazos son.
CADÍY también los del cadí. 645 En buen hora seas venido.
CAURALÍEn la mesma estés.
CADÍPues bien:¿haos España enriquecido?Porque lo suele hacer biencon el cosario atrevido. 650
YSUF Mi pueblo se saqueó,y, aunque poca, en él se hallóganancia y algún cautivo.
HAZÉN¡Oh, más que Nerón esquivo,ni al que a Cicilia asoló! 655
BAJÁ Haz venir alguno dellosen mi presencia, y advierteque sean de los más bellos.
CAURALÍYo mesmo, por complacerte,quiero ir, señor, a traellos. 660(Éntrase CAURALÍ.)
BAJÁ ¿Cuántos serán?
YSUFCiento y veinte.
BAJÁ¿Hay entre ellos buena gentepara el remo? ¿Hay oficiales?
YSUFYo creo que vienen tales,que el más ruin más te contente. 665
CADÍ ¿Hay muchachos?
YSUFDos no más;pero de belleza estraña,como presto lo verás.
CADÍHermosos los cría España.
YZUFPues déstos te admirarás. 670 Y son, a lo que imagino,uno y otro mi sobrino.
CADÍHasles hecho un gran favor.
HAZÉN¿Que tal hiciste, traidor,alma fiera de Ezino? 675
(Vuelve CAURALÍ con el PADRE, que trae al niño de la mano y otro chiquito en los brazos, que no ha de hablar; y vienen asimismo el SACRISTÁN, DON FERNANDO y otros dos cautivos.)
CAURALÍ De aquestos dos niños creoque este honrado viejo es padre.
YSUFEl mío en su rostro veo.
BAJÁ¿Viene cautiva su madre?
CAURALÍNo, señor.
CADÍÉste no es feo. 680
BAJÁ Son muy chiquitos.
CAURALÍCon todo,con el tiempo me acomodo,sin que lo estorbe su Roma,dar dos pajes a Mahomaque le sirvan a su modo. 685
PADRE ¡Cuitado! ¿Qué es lo que escucho?
CADÍLlegad éste acá.
PADRESeñor,no nos aparte; ya luchocon los brazos del temor,y venceránme, que es mucho. 690
CAURALÍ Éste es un desesperado,que él mismo al mar se arrojóya después de haber zarpado,y un gancho que le eché yole pescó como pescado. 695
BAJÁ ¿Pues quién le movió a tal hecho?
CAURALÍAmor que reina en su pechode un hijo que él se temíaque en nuestra armada venía.
BAJÁY el muchacho, ¿qué se ha hecho? 700
YSUF No parece.
CADÍ¿Cómo ansí?
CAURALÍDebió de quedarse allá.
DON FERNANDO¡Ay Costanza! ¿Qué es de ti?
BAJÁ¿Qué es lo que dices?
DON FERNANDO¡Quizáen el lugar le perdí! 705
BAJÁ Cordura fuera buscalleprimero, y, al no hallalle,el rescate lo suplía;y fue mala granjeríael perderte por ganalle. 710 ¿Éste quién es?
CAURALÍNo sé cierto.
CAUTIVO¿Yo, señor? Soy carpintero.
HAZÉN¡Oh cristiano poco experto!No te sacará el dinerodesta tormenta a buen puerto. 715 El que es oficial, no espere,mientras que vida tuviere,verse libre destas manos.
CAURALÍ¿Vendrán todos los cristianos?
BAJÁMuestra alguno, y sea quien fuere. 720
(Entra el SACRISTÁN.)
¿Éste es pápaz?
SACRISTÁNNo soy Papa,sino un pobre sacristánque apenas tuvo una capa.
CADÍ¿Cómo te llaman?
SACRISTÁNTristán.
BAJÁ¿Tu tierra?
SACRISTÁNNo está en el mapa. 725 Es mi tierra Mollorido,un lugar muy escondidoallá en Castilla la Vieja.
Aparte.
¡Mucho este perro me aqueja!¡Guarde el cielo mi sentido! 730
BAJÁ ¿Qué oficio tienes?
SACRISTÁNTañer,que soy músico divino,como lo echaréis de ver.
HAZÉNO este pobre pierde el tino,o él es hombre de placer. 735
BAJÁ ¿Tocas flauta o chirimía,o cantas con melodía?
SACRISTÁNComo yo soy sacristán,toco el din, el don y el dana cualquiera hora del día. 740
CADÍ ¿Las campanas no son esasque llamáis entre vosotros?
SACRISTÁNSí, señor.
BAJÁBien lo confiesas:música para nosotrosdivina es la que profesas. 745 ¿No sabrás tirar un remo?
SACRISTÁNNo, mi señor, porque temoreventar: que soy quebrado.
CADÍIrás a guardar ganado.
SACRISTÁNSoy friolego en estremo 750 en invierno, y en veranono puedo hablar de calor.
BAJÁBufón es este cristiano.
SACRISTÁN¿Yo búfalo? No, señor;antes soy pobre aldeano. 755 En lo que yo tendré mañaserá en guardar una puertao en ser pescador de caña.
CADÍBien tus oficios concierta;no fuérades vos de España. 760
(Entra un MORO.)
MORO Los jenízaros estánaguardándote en palacio.
BAJÁVamos. ¡Adiós, capitán!,y veámonos despacio.
CAURALÍ Aparte.
¡Oh, qué bien mis cosas van! 765
(Éntranse todos; quedan HAZÉN y YZUF.)
Escapado he la cristiana;ya la fortuna me allanalos caminos de mi bien.
YSUFAgora hablaré yo a Hazén.
HAZÉNDe hablarte tengo gana. 770 Deja ir a Cauralí,porque los cautivos lleve,y quedémonos aquí.
YSUFEn tus razones sé breve,que tengo que hacer.
HAZÉNSea ansí. 775 Dejo aparte que no tengasley con quien tu alma avengas,ni la de gracia ni escrita,ni en iglesia ni en mezquitaa encomendarte a Dios vengas. 780 Con todo, de tu fierezano pudiera imaginarcosa de tanta estrañezacomo es venirte a faltarla ley de naturaleza. 785 Con sólo que la tuvieras,fácilmente conocierasla maldad que cometíascuando a pisar te ofrecíaslas españolas riberas. 790 ¿Qué Falaris agraviado,qué Dionisio embravecido,o qué Catilina airado,contra su sangre ha queridomostrar su rigor sobrado? 795 ¿Contra tu patria levantasla espada? ¿Contra las plantasque con tu sangre crecierontus hoces agudas fueron?
YSUF¡Por Dios, Hazén, que me espantas! 800
HAZÉN ¿No te espanta haber vendidoa tu tío y tus sobrinosy a tu patria, descreído,y espántate...?
YSUFDesatinosdices, Hazén fementido. 805 Sin duda que eres cristiano.
HAZÉNBien dices; y aquesta manoconfirmará lo que has dichoponiendo eterno entredicho.a tu proceder tirano. 810(Da HAZÉN de puñaladas a YZUF.)
YSUF ¡Ay, que me ha muerto! ¡Mahoma,desde luego la venganza,como es tu costumbre, toma!
HAZÉN¡Tu llevas buena esperanzaa los lagos de Sodoma! 815
(Vuelve el CADÍ.)
CADÍ ¿Qué es esto? ¿Qué grito oí?
HAZÉN¡Por Dios, que vuelve el cadí!
YSUF¡Ay, señor! ¡Hazén me ha muerto,y es cristiano!
HAZÉNAqueso es cierto:cristiano soy, veisme aquí. 820
CADÍ ¿Por qué le mataste, perro?
HAZÉNNo porque éste fue de cazade la vida le destierro,sino porque fue de razaque siempre cazó por yerro. 825
CADÍ ¿Eres cristiano?
HAZÉNSí soy;y en serlo tan firme estoy,que deseo, como has visto,deshacerme y ser con Cristo,si fuese posible, hoy. 830 ¡Buen Dios, perdona el excesode haber faltado en la fe,pues, al cerrar del proceso,si en público te negué,en público te confieso! 835 Bien sé que aqueste convieneque haga a aquel que te tieneofendido como yo.
CADÍ¿Quién jamás tal cosa vio?¡Alto, su muerte se ordene! 840 ¡Ponedle luego en un palo!
HAZÉNMientras yo tuviere aquéste,con quien el alma regalo,lecho será en que me acueste,el tuyo, Sardanapalo. 845 Dame, enemigo, esa cama,que es la que el alma más ama,puesto que al cuerpo sea dura;dámela, que a gran venturapor ella el cielo me llama. 850(Saca una cruz de palo HAZÉN.) No le mudes la intención,buen Jesús; confirma en élsu intento y mi petición,que en ser el cadí crüelconsiste mi salvación. 855
CADÍ Caminad; llevadle aína,y empalalde en la marina.
HAZÉNPor tal palo, palio espero;y así, correré ligero.
MORO¡Camina, perro, camina! 860
HAZÉN Cristianos, a morir voy,no moro, sino cristiano;que aqueste descuento doydel vivir torpe y profanoen que he vivido hasta hoy. 865 En España lo diréisa mis padres, si es que os veisfuera de aqueste destierro.
CADÍ¡Cortad la lengua a ese perro!¡Acabad con él! ¿Qué hacéis? 870 Carga tú con éste, y mirasi ha acabado de espirar.
MOROParéceme que aún respira.
CADÍTráele a mi casa a curar.Este suceso me admira: 875 en él se ha visto una pruebatan nueva al mundo, que es nuevaaun a los ojos del sol;mas si el perro es español,no hay de qué admirarme deba. 880
(Éntranse todos.)
FIN DE LA PRIMERA JORNADA
HALIMA, mujer de CAURALÍ, y doña COSTANZA.
HALIMA ¿Cómo te hallas, cristiana?
COSTANZABien, señora; que en ser tuyamucho mi ventura gana.
HALIMAQue gana más la que es suya,bien se ve ser cosa llana. 5 Al no tener libertad,no hay mal que tenga igualdad:sélo yo, sin ser esclava.
COSTANZAYo, señora, esto pensaba.
HALIMAPiensas contra la verdad. 10 Sólo por estar sujetaa mi esposo, estoy de suerteque el corazón se me aprieta.
COSTANZABlando del marido fuertehace la mujer discreta. 15
HALIMA ¿Eres casada?
COSTANZAPudieraserlo, si lo permitierael cielo, que no lo quiso.
HALIMATu gentileza y avisocorren igual la carrera. 20
(Entran CAURALÍ y DON FERNANDO como cautivo.)
CAURALÍ Ella es hermosa en estremo;mas llega a su hermosurasu riguridad, que temo.¡Ya, amor, desta piedra durasaca el fuego en que me quemo! 25 Hete dado cuenta desto,para que en mi gusto el restoeches de tu discreción.
DON FERNANDOMás pide la obligación,buen señor, en que me has puesto. 30 Muéstrame tú la cautiva;que, aunque más esenta vivadel grande poder de amor,la has de ver de tu dolor,o amorosa, o compasiva. 35
CAURALÍ Vesla allí; y ésta es Halima,mi mujer y tu señora.
DON FERNANDO¡A fe que es prenda de estima!
HALIMAPues, amigo, ¿qué hay ahora?
CAURALÍMás de un ¡ay! que me lastima. 40
HALIMA ¿Álzase el rey con la presa?
CAURALÍNo fuera desdicha aquésa.
HALIMAPues ¿qué daño puede haber?
CAURALÍ¿No es mal mandarme volveren corso con toda priesa? 45 Mas Alá lo hará mejor.Aqueste esclavo os presento,que es cristiano de valor.
DON FERNANDO Aparte.
¿Juzgo, veo, entiendo, siento?¿Éste es esfuerzo, o temor? 50 ¿No están mirando mis ojoslos ricos altos despojospor quien al mar me arrojé?¿No es ésta, que el alma fue,la gloria de sus enojos? 55
CAURALÍ ¿Con quién hablas, di, cristiano?¿Por qué no te echas por tierray Halima besas la mano?
DON FERNANDOMás acierta el que más yerra,viendo un dolor sobrehumano. 60 Dame, señora, los pies,que este que postrado vesante ellos es tu cautivo.
HALIMAAhora esclavo reciboque será señor después. 65 ¿Conoces a esta cautiva?
DON FERNANDONo, por cierto.
COSTANZABien dijiste;y si de memoria privaun dolor, muera ésta triste,porque olvidada no viva. 70 Pero quizá disimulasy mentiras acomulasque ser de provecho sientes.
CAURALÍ¿Por qué, hablando entre los dientes,las razones no articulas? 75
DON FERNANDO ¿Cómo os llamáis?
COSTANZA¿Yo? Costanza.
DON FERNANDO¿Sois soltera, o sois casada?
COSTANZADe serlo tuve esperanza.
DON FERNANDO¿Y estáis ya desesperada?
COSTANZAAún vive la confianza: 80 que, mientras dura la vida,es necedad conocidadesesperarse del bien.
DON FERNANDO¿Quién fue vuestro padre?
COSTANZA¿Quién?Un Diego de la Bastida. 85
DON FERNANDO ¿No estábades concertadacon un cierto don Fernandode sobrenombre de Andrada?
COSTANZAAsí es; mas nunca el cuándollegó desa suerte honrada: 90 que mi señor Cauralídel bien que en fe poseí,merced a Yzuf el traidor,trujo de su borradorel original aquí. 95
DON FERNANDO Señora, trátala bien,porque es mujer principal.
HALIMAComo ella me sirva bien,no la trataré yo mal.
(Entra ZAHARA, muy bien aderezada.)
ZAHARAYa queda empalado Hazén. 100
HALIMA Señora Zara, ¿qué es esto?No te esperaba tan presto.
ZAHARANo estaba el baño a mi gusto,y víneme con disgustode aqueste caso funesto. 105
HALIMA ¿Pues qué caso?
ZAHARAA Yzuf matóHazén, y el cadí, al momento,a empalarle sentenció.Vile morir tan contento,que creo que no murió. 110 Si ella fuera de otra suerte,tuviera envidia a su muerte.
CAURALÍ¿Pues no murió como moro?
ZAHARADicen que guardó un decoroque entre cristianos se advierte, 115 que es el morir confesandoal Cristo que ellos adoran.Y estúvemele mirando,y, entre otros muchos que lloran,también estuve llorando, 120 porque soy naturalmentede pecho humano y clemente;en fin, pecho de mujer.
CAURALÍ¿Que tal te paraste a ver?
ZAHARASoy curiosa impertinente. 125
CAURALÍ ¿Estarás aquí esta tarde,Zahara?
ZAHARASí, porque he de hacercon Halima cierto alarde.
CAURALÍ¿De soldados?
ZAHARAPodrá ser.
CAURALÍQuedad con Alá.
ZAHARAÉl te guarde. 130
(Vase CAURALÍ.)
HALIMA No te vayas tú, cristiano.
CAURALÍQuédate.
DON FERNANDOTérmino llanoes éste de Berbería.
COSTANZA¡Dichosa desdicha mía!
HALIMA¿Por qué?
COSTANZAPorque en ella gano. 135
ZAHARA ¿Qué ganas?
COSTANZAUn bien perdidoque cobré con la pacienciade los males que he sufrido.
ZAHARA¡Mucho enseña la esperiencia!
COSTANZAMucho he visto, y más sabido. 140
ZAHARA ¿Nuevos son estos cristianos?
HALIMASus rostros mira y sus manos,que están limpios y ellas blandas.
DON FERNANDOSaldréme fuera si mandas.
HALIMANo tengas temores vanos, 145 porque no tiene recelode ningún cautivo el moro,ni cristiano le dio celo.Guarda ese honesto decoropara tu tierra.
DON FERNANDOHarélo. 150
HALIMA No hay mora que acá se abajea hacer algún moro ultrajecon el que no es de su ley,aunque supiese que un reyse encubría en ese traje. 155 Por eso nos dan licenciade hablar con nuestros cautivos.
DON FERNANDO¡Confiada impertinencia!
ZAHARAMatan los bríos lascivosel trabajo y la dolencia, 160 y el gran temor de la penade la culpa nos refrenaa todos; que, según veo,doquiera nace un deseoque un buen pecho desordena. 165 Ven acá; dime, cristiano:¿en tu tierra hay quien prometay no cumpla?
DON FERNANDOAlgún villano.
ZAHARA¿Aunque dé en parte secretasu fee, su palabra y mano? 170
DON FERNANDO Aunque sólo sean testigoslos cielos, que son amigosde descubrir la verdad.
ZAHARA¿Y guardan esa lealtadcon los que son enemigos? 175
DON FERNANDO Con todos; que la promesadel hidalgo o caballeroes deuda líquida expresa,y ser siempre verdaderoel bien nacido profesa. 180
HALIMA ¿Qué te importa a ti sabersu buen o mal procederde aquéstos, que en fin son galgos?
ZAHARAHaz, ¡oh Alá!, que sean hidalgoslos que me diste a escoger. 185
HALIMA ¿Qué dices, Zara?
ZAHARANonada;déjame a solas, si quieres,con esta tu esclava honrada.
HALIMA¡Qué amiga de saber eres!
ZAHARA¿A quién el saber no agrada? 190
HALIMA Habla tú con ella, y yocon mi esclavo.
COSTANZAAl fin salióverdad lo que yo temía.¿Si ha de acabar Berberíalo que España comenzó? 195 Allá comencé a perder,y aquí me he de rematar;porque bien se echa de verque este apartarse y hablarse funda en un buen querer. 200
ZAHARA ¿Cómo te llamas, amiga?
COSTANZACostanza.
ZAHARA¿Tendrás fatigade verte sin libertad?
COSTANZAMás, si va a decir verdad,otra cosa me fatiga. 205
HALIMA La blandura o la asperezade las manos nos da muestrade la abundancia o pobrezade vosotros. Muestra, muestra:no las huyas, que es simpleza, 210 porque, si eres de rescate,será ocasión que te tratecon proceder justo y blando.
ZAHARA¿Qué miras?
COSTANZAEstoy mirandoun estraño disparate. 215
DON FERNANDO Señora, a mi amo tocael hacer esa experiencia,aunque a risa me provocaque a tan engañosa cienciadeis creencia mucha o poca; 220 porque hay pobres holgazanesen nuestra tierra galanesy del trabajo enemigos.
HALIMAEstas manos son testigosde quién eres; no te allanes. 225
COSTANZA Aparte.
¡Ay, embustera gitana!En esas rayas que mirasestá mi desdicha llana.¡Qué despacio las retiras,enemigo!
ZAHARA¿Qué has, cristiana? 230
COSTANZA ¿Qué tengo de haber? Nonada.
ZAHARA¿Fuiste, a dicha, enamoradaen tu tierra?
COSTANZAY aun aquí.
ZAHARA¿Aquí dices? ¿Cómo ansí?¿Luego a moro estás prendada? 235
COSTANZA No, sino de un renegadode fe poca y fe perjura.
DON FERNANDOHarto, señora, has mirado.
ZAHARAHas dado en una locuraen que cristiana no ha dado. 240 Amar a cristianos moras,eso vese a todas horas;mas que ame cristiana a moro,eso no.
COSTANZADese decororeniego.
HALIMA¿De qué te azoras? 245 Además eres esquivo.
DON FERNANDORico, pobre, blando o fuerte,señora, soy tu cautivo,y tengo a dichosa suerteel serlo.
COSTANZA¡Muriendo vivo! 250
ZAHARA ¿Que tanto le quieres, triste?¿Hoy quieres, y ayer veniste?¡Cómo amor tu pecho enciende!Mas, ¿cómo te reprehendela que tan mal le resiste? 255 Lo que en esto siento, amiga,es que me cansa y afanasentir que tu lengua digaque una tan bella cristianale causa un moro fatiga. 260
COSTANZA No es sino mora.
ZAHARADislatesdices; de aqueso no trates,que es locura y vano error.
COSTANZASon en los casos de amorestraños los disparates. 265
ZAHARA Bien el que has dicho lo allana.
HALIMA¿Qué habláis las dos?
ZAHARA¡Es de precioy discreta la cristiana!
HALIMA¡Pues el cristiano no es necio!
COSTANZAEs de fe perjura y vana. 270
HALIMA Entremos, que ya has oídoel azar, y el encendidosol demedia su jornada.
DON FERNANDO¡Oh, por mi bien, prenda hallada!
COSTANZA¡Oh, por mi mal, bien perdido! 275
(Éntranse todos.)
(Sale el VIEJO, padre de los niños, y el SACRISTÁN: el VIEJO con vestido de cautivo, y el SACRISTÁN con su mesmo vestido y con un barril de agua.)
SACRISTÁN No hay sino tener pacienciay encomendarnos a Dios;porque es necia impertinenciadejarse morir.
VIEJOYa vostenéis ancha la conciencia; 280 ya coméis carne en los díasvedados.
SACRISTÁN¡Qué niñerías!Como aquello que me dami amo.
VIEJOMal os hará.
SACRISTÁN¡Que no hay aquí teologías! 285
VIEJO ¿No te acuerdas, por ventura,de aquellos niños hebreosque nos cuenta la Escritura?
SACRISTÁN¿Dirás por los Macabeos,que, por no comer grosura, 290 se dejaron hacer piezas?
VIEJOPor ésos digo.
SACRISTÁNSi empiezas,en viéndome, a predicarme,por Dios, que he de deslizarmeen viéndote.
VIEJO¿Ya tropiezas? 295 Que no caigas, plega al cielo.
SACRISTÁNEso no, porque en la fesoy de bronce.
VIEJOYo receloque si una mora os da el pie,deis vos de mano a ese celo. 300
SACRISTÁN Luego, ¿no me han dado yamás de dos lo que quizáotro no lo desechara?
VIEJODádiva es que cuesta caraa quien la toma y la da. 305 Pero dejémonos desto.¿Quién es vuestro amo?
SACRISTÁNMamí,un jenízaro dispuestoque es soldado y dabají,turco de nación y honesto. 310 Dabají es cabo de escuadrao alférez, y bien le cuadrael oficio, que es valiente;y es perro tan excelente,que ni me muerde ni ladra. 315 Y así, a mi desdicha alaboque, ya que me trujo a sercautivo, mísero esclavo,vino a traerme a poderde jenízaro, y que es bravo: 320 que no hay turco, rey ni Roqueque le mire ni le toquede jenízaro al cautivo,aunque a furor excesivosu insolencia le provoque. 325
VIEJO Más cautiverio y más dueloscupieron a mis dos niños,por crecer mis desconsuelos.Conservad a estos armiñosen limpieza, ¡oh limpios cielos! 330 Y si veis que se enderezade Mahoma la torpezaa procurar su caída,quitadles antes la vidaque ellos pierdan su limpieza. 335
(Entran dos o tres muchachos morillos, aunque se tomen de la calle, los cuales han de decir no más que estas palabras:)
MORO ¡Rapaz cristiano, non rescatar, non fugir; don Juan no venir; acá morir, perro, acá morir! 340
SACRISTÁN ¡Oh hijo de una puta,nieto de un gran cornudo,sobrino de un bellaco,hermano de un gran traidor y sodomita!
OTRO MORO ¡Non rescatar, non fugir; 345 don Juan no venir; acá morir!
SACRISTÁN ¡Tú morirás, borracho,bardaja fementido;quínola punto menos, 350anzuelo de Mahoma, el hideputa!
OTRO¡Acá morir!
VIEJO No mientes a Mahoma,¡mal haya mi linaje!,que nos quemarán vivos. 355
SACRISTÁNDéjeme, pese a mí, con estos galgos.
OTRO ¡Don Juan no venir; acá morir!
VIEJO Bien de aqueso se infieraque si él venido hubiera, 360vuestra maldita lenguano tuviera ocasión de decir esto.
MORO ¡Don Juan no venir; acá morir!
SACRISTÁN Escuchadme, perritos; 365venid, ¡tus, tus!, oídme,que os quiero dar la causapor que don Juan no viene: estadme atentos. Sin duda que en el cielodebía de haber gran guerra, 370do el general faltaba,y a don Juan se llevaron para serlo. Dejadle que concluya,y veréis cómo vuelvey os pone como nuevos. 375
VIEJO¡Gracioso disparate! Ya se han ido.
(Entra un JUDÍO.)
¿No es aquéste judío?
SACRISTÁNSu copete lo muestra,sus infames chinelas,su rostro de mezquino y de pobrete. 380 Trae el turco en la coronauna guedeja solade peinados cabellos,y el judío los trae sobre la frente; el francés, tras la oreja; 385y el español, acémila,que es rendajo de todos,le trae, ¡válame Dios!, en todo el cuerpo. ¡Hola, judío! Escucha.
JUDÍO¿Qué me quieres, cristiano? 390
SACRISTÁNQue este barril te cargues,y le lleves en casa de mi amo.
JUDÍO Es sábado, y no puedohacer alguna cosaque sea de trabajo; 395no hay pensar que lo lleve, aunque me mates. Deja venga mañana,que, aunque domingo sea,te llevaré docientos.
SACRISTÁNMañana huelgo yo, perro judío. 400 Cargaos, y no riñamos.
JUDÍOAunque me mates, digoque no quiero llevallo.
SACRISTÁN¡Vive Dios, perro, que os arranque el hígado!
JUDÍO ¡Ay, ay, mísero y triste! 405Por el Dío bendito,que si hoy no fuera sábado,que lo llevara. ¡Buen cristiano, basta!
VIEJO A compasión me mueve.¡Oh gente afeminada, 410infame y para poco!Por esta vez te ruego que le dejes.
SACRISTÁN Por ti le dejo; vayael circunciso infame;mas, si otra vez le encuentro, 415ha de llevar un monte, si le llevo.
JUDÍO Pies y manos te beso,señor, y el Dío te pagueel bien que aquí me has hecho.
(Vase el JUDÍO.)
VIEJOLa pena es ésta de aquel gran pecado. 420 Bien se cumple a la letrala maldición eternaque os echó el ya venido,que vuestro error tan vanamente espera.
SACRISTÁN Adiós, que ha mucho tiempo 425que estoy contigo hablando,y, aunque mi amo es noble,temo no le avillane mi pereza.
(Toma su barril y vase.)
(Salen JUANICO y FRANCISCO, que ansí se han de llamar los hijos del VIEJO; vienen vestidos a la turquesca de garzones, saldrá con ellos la SEÑORA CATALINA, vestida de garzón, y un CRISTIANO, como cautivo, COSTANZA y DON FERNANDO, de cautivo, y JULIO, de cautivo, que traen las tersas y vestidos de los garzones, y las guitarras y el rabel. DON FERNANDO ha de hacer salida.)
VIEJO ¿No son mis prendas aquéstas?¿Cómo vienen adornadas 430de regocijo y de fiestas?Prendas por mi bien halladas,¿qué bizarrías son éstas? Harto costoso ropajees éste. ¿Qué se hizo el traje 435que mostraba en mil semejasque érades de Cristo ovejas,aunque de pobre linaje?
JUANICO Padre, no le pene el verque hemos vestido trocado, 440que no se ha podido hacerotra cosa; y, bien mirado,de aquesto no hay que temer, porque si nuestra intenciónestá con firme afición 445puesta en Dios, caso es sabidoque no deshace el vestidolo que hace el corazón.
FRANCISCO Padre, ¿tiene, por ventura,qué darme de merendar? 450
VIEJO¿Hay tan simple criatura?
JUANICO¿Simple? Pues déjenlo estar,que él mostrará su cordura.
JULIO Amigo, no nos detenga;y, si gusta dello, venga 455con nosotros.
JUANICONo, señor;quedarse será mejor.
FRANCISCOPadre mío, tome, tenga: una cruz que me han quitadome ponga en este rosario. 460
VIEJOYo os la pondré de buen grado,depósito y relicariode mi alma.
JUANICOPadre honrado,déjenos ir, que tardamos.
(AMBROSIO, que es la SEÑORA CATALINA.)
AMBROSIOPues, amigos, ¿Dónde vamos? 465
JULIOAunque está de aquí un buen rato,al jardín de Agimorato.
DON FERNANDOPues, ¡sus!, no nos detengamos.
JULIO Allí podremos a solasdanzar, cantar y tañer 470y hacer nuestras cabriolas:que el mar no suele tenersiempre alteradas sus olas. Demos vado a la pasión,cuanto más, que es la intención 475del cadí que nos holguemos,y que los viernes tomemoshonesta recreación.
DON FERNANDO ¿Quién le dijo que teníayo buena voz?
JULIONo sé, a fe; 480algún cautivo sería,y el cadí me dijo: «Ve,y dile de parte mía a Cauralí que me mandea su cristiano el más grande, 485de la buena voz». Yo fui,habléle, envióos aquí;no sé más.
JUANICONo se desmande, padre, en venirnos a ver,que se enojará nuestramo 490y nos dará en qué entender.
FRANCISCOPadre, Francisco me llamo,no Azán, Alí ni Jaer; cristiano soy, y he de sello,aunque me pongan al cuello 495dos garrotes y un cuchillo.
JUANICO¿Veis cómo sabe decillo?Pues mejor sabrá hacello.
DON FERNANDO No pasemos adelante,que bien estamos aquí. 500
JULIOSea ansí, y algo se cante.
(AMBROSIO, que le ha de hacer la SEÑORA CATALINA.)
AMBROSIO¿Qué decís, que no os oí?
JULIOQue cantes, porque me encante.
DON FERNANDO ¿Es sordo?
JULIOUn poco es tenientede los oídos.
AMBROSIO¿No hay gente 505que nos oiga? Bien decís;y, pues que todos venís,comencemos tristemente. Aquel romance diremos,Julio, que tú compusiste, 510pues de coro le sabemos,y tiene aquel tono tristecon que alegrarnos solemos.
(Cantan este romance:)
A las orillas del mar,que con su lengua y sus aguas, 515ya manso, ya airado, llegadel perro Argel las murallas,con los ojos del deseoestán mirando a su patriacuatro míseros cautivos 520que del trabajo descansan;y al son del ir y volverde las olas en la playa,con desmayados acentosesto lloran y esto cantan: 525¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!Tiene el cielo conjuradocon nuestra suerte contrarianuestros cuerpos en cadenas,y en gran peligro las almas. 530¡Oh si abriesen ya los cielossus cerradas cataratas,ya en vez de agua aquí lloviesenpez, resina, azufre y brasas!¡Oh, si se abriese la tierra, 535y escondiese en sus entrañastanto Datán y Virón,tanto brujo y tanta maga!
¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España!
FRANCISCO Padre, hágales cantar 540aquel cantar que mi madrecantaba en nuestro lugar.¿Qué dice? ¿No quiere, padre?
VIEJO¿Cómo decía el cantar?
FRANCISCOAndo enamorado, 545no diré de quién;allá miran ojosdonde quieren bien.
VIEJO Bien al propósito fuera,pues que los del alma miran 550desde esta infame riberala patria por quien suspiran,que huye y no nos espera.
JULIO ¡Estremado es Francisquito!Canta tú, Ambrosio, un poquito 555lo que sueles a tus solas,que te escucharán las olasdel mar con gusto infinito.
(AMBROSIO cante solo:)
AMBROSIOAunque pensáis que me alegro,conmigo traigo el dolor. 560Aunque mi rostro semejaque de mi alma se alejala pena, y libre la deja,sabed que es notorio error:
conmigo traigo el dolor. 565Cúmpleme disimularpor acabar de acabar,y porque el mal, con callar,se hace mucho mayor,
conmigo traigo el dolor. 570
(Entran el CADÍ y CAURALÍ.)
JUANICO No más, que viene el cadí.Padre, no os halle aquí a vos.
DON FERNANDOCon él viene Cauralí.
VIEJO¡Queridas prendas, adiós!
CADÍPerro, ¿vos estáis aquí? 575 ¿No te he dicho yo, malvado,que te quites del cuidadodel ver tus hijos?
FRANCISCO¿Por qué?¿No es mi padre? ¡A buena fe,que he de verle, mal su grado! 580
JUANICO Calla, Francisquito, hermano,que, en lo que dices, incitasen nuestro daño al tirano.
FRANCISCO¿Ver nuestro padre nos quitas?Nunca tú eres buen cristiano. 585 Padre, lléveme consigo,que me dice este enemigotantas de bellaquerías.
CAURALÍ¡Qué discretas niñerías!Decid: ¿qué esperáis, amigo? 590
(Vase el VIEJO.)
CADÍ Perro, si otra vez dejáisque los hable aquel perrón,vos veréis lo que lleváis.
JULIOPedazos del alma son.
CADÍPerro, ¿qué me replicáis? 595
CAURALÍ Tente, que no dice nada.
FRANCISCO¡Válame Dios, qué alteradaestá la mora garrida!
JUANICO¡Calla, hermano, por tu vida!
CAURALÍÉl tiene gracia estremada. 600
CADÍ ¿Veisle? Sabed que le adoro,y que pienso prohijalledespués que le vuelva moro.
FRANCISCOPues sepa que he de burlalle,aunque me dé montes de oro; 605 y, aunque me dé tres realesjustos, enteros, cabales,y más dos maravedís.
CADÍDestas gracias, ¿qué decís?
CAURALÍQue son sobrenaturales. 610
CADÍ Veníos tras mí a la ciudad.
CAURALÍYo quiero hablar con mi esclavo.
CADÍPues, ¡sus!, con Alá os quedad.
CAURALÍCon él vais. Ya estáis al cabode mi gran necesidad. 615
(Vase el CADÍ y todos, sino DON FERNANDO y CAURALÍ.)
DON FERNANDO Digo que yo la hablaréen yendo a casa, y harépor servirte lo posible,aunque más dura o terribleque un áspid o un monte esté. 620 Dame lugar para hablalla,y déjame hacer, señor.
CAURALÍSi vienes a conquistalla,llevarás, cual vencedor,el premio de la batalla. 625
DON FERNANDO Yo lo creo.
CAURALÍDecir quieroque, amén de mucho dinero,te daré la libertad.
DON FERNANDODe tu liberalidad,aun más mercedes espero. 630
(Éntranse.)
(Salen DON LOPE y VIVANCO.)
DON LOPE Veisnos aquí en libertadpor el más estraño casoque vio la cautividad.
VIVANCO¿Pensáis que esto ha sido acaso?¡Misterio tiene, en verdad! 635 Dios, que quiere que esta moravaya a tierra do se adorasu nombre, movió su intentopara ser el instrumentodel bien que a los tres mejora. 640
DON LOPE Dijo en su postrer billeteque un viernes quizá saldríaal campo por Vavalvete,y que se descubriríacon cierta industria promete. 645 También escribió en el finque sepamos el jardínde su padre, Agimorato,do a nuestra comedia y tratose ha de dar felice fin. 650
VIVANCO Tres mil escudos han sidolos que en veces nos ha dado.
DON LOPEEn libertarnos se han idolos dos mil.
VIVANCOMás se ha ganadode lo que habemos perdido. 655 Y más, si acaso se ganaesta alma, en obras cristiana,aunque en moro cuerpo mora.¿Mas, si fuese ésta la mora?
DON LOPESi es ella, ¡a fe que es lozana! 660
(Entran ZARA y HALIMA, cubiertos los rostros con sus almalafas blancas; y vienen con ellas, vestidas como moras, COSTANZA y la SEÑORA CATALINA, que no ha de hablar sino dos o tres veces.)
Mas, ¿cuál será de las dos?Que las otras son cautivas.
HALIMACon todo, yo sé de vosque si le habláis...
COSTANZANo vivassin esperanza, por Dios, 665 que yo me ofrezco de hablalle,de inclinalle y de forzallea que te venga a adorar;mas hasme de dar lugarpara que pueda tratalle. 670
HALIMA Cuanto quisieres, amiga,tendrás; por eso no quedesde remediar mi fatiga.
ZAHARACamina, Alima, si puedes.
COSTANZAA más tu bondad me obliga. 675
ZAHARA Mira, Costanza, y adviertesi de aquellos dos, por suerte,es tu conocido alguno.
COSTANZAYo no conozco ninguno.
VIVANCOSi es ella, es dichosa suerte, 680 porque parece en el bríohermosa sobremanera.
ZAHARAPerritos son de buen brío.¡Oh, quién hablarlos pudiera!
HALIMAComo allí estuviera el mío, 685 yo me llegara a hablallos.
ZAHARACostanza, vuelve a mirallos,y dime si echas de verque es noble su parecer.
CATALINA¿Para qué?
ZAHARAPara comprallos. 690
COSTANZA Éste de la izquierda manome parece caballero;y aun el otro no es villano.
ZAHARAVerlos de más cerca quiero.
HALIMA¡Que no esté aquí mi cristiano! 695
ZAHARA Entrambos me satisfacen.
VIVANCO¡Qué de represas me hacen!Lleguémonos hacia allá.
DON LOPENo, que ellas vienen acá.
VIVANCOSu brío y su vista aplacen. 700
ZAHARA ¡Ay, Alá! ¿Quién me picó?Mira por aquí, Costanza,si es avispa. Amarga yo,que parece que una lanzapor el cuello se me entró. 705 Sacude bien esa toca,que casi me vuelvo locaen ver lo que veo.¡Ay, triste!¿Matástela? ¿No la viste?Sacude más; mira y toca. 710 ¡Si está aquí!
COSTANZAYo no veo nada.
ZAHARA¡Llegado me ha al corazónesta no vista picada!
COSTANZADel avispa el aguijónes cosa muy enconada; 715 mas temo no fuese araña.
ZAHARASi fue araña, fue de España;que las de Argel no hacen mal.
DON LOPE¿Hase visto industria tal?¿Hay tan discreta maraña? 720
HALIMA Zara, no estés descompuesta;torna a ponerte tu toca.
ZAHARAAun el aire me molesta.
HALIMAEsta desgracia, aunque poca,turbado nos ha la fiesta. 725
VIVANCO ¿Qué os parece?
DON LOPEQue pareceque la ventura me ofrececuanto puedo desear.
VIVANCOVolvióse el sol a eclipsar;ya su luz desaparece. 730
ZAHARA ¿No sabrás de aquel cautivo,Costanza, si es español?
COSTANZAEn eso, gusto recibo.
DON LOPETorna a descubrirte, ¡oh sol!,en cuyas luces avivo 735 el ser, el entendimiento,la ventura y el contentoque en tu posesión se alcanza.
ZAHARAPregúntaselo, Costanza.
HALIMA¿Cómo estás?
ZAHARAMejor me siento. 740
COSTANZA Gentilhombre, ¿sois de España?
DON LOPESí, señora; y de una tierradonde no se cría arañaponzoñosa, ni se encierrafraude, embuste ni maraña, 745 sino un limpio proceder,y el cumplir y el prometeres todo una misma cosa.
ZAHARAPregúntale si es hermosa,si es casado, su mujer. 750
COSTANZA ¿Sois casado?
DON LOPENo, señora;pero serélo bien prestocon una cristiana mora.
COSTANZA¿Cómo es eso?
DON LOPE¿Cómo es esto?Poco sabe quien lo ignora. 755 Mora en la incredulidad,y cristiana en la bondad,es la que ha de ser mi dueño.
COSTANZAYo os entiendo como un leño.
ZAHARA¡Plega Alá digáis verdad! 760
HALIMA Pregúntale si es esclavo,o si es libre.
DON LOPEYa os entiendo;de ser cautivo me alabo.
ZAHARACuanto dice comprehendo,y de todo estoy al cabo. 765
DON LOPE Presto pisaré de España,con gusto y con gloria estraña,las riberas, y mi fefirme entonces mostraré.
ZAHARAGracias a Alá y a una caña. 770
HALIMA Cristianos, quedaos atrás,porque en la ciudad entramos.
(Éntranse las moras.)
VIVANCOObedecida serás.
DON LOPEEn escuridad quedamos.Sol bello, ¿cómo te vas? 775 De cautividad sacasteel cuerpo que rescatastecon tu liberalidad;pero más con tu beldadal alma yerros echaste. 780 En fe de lo que en ti he visto,del deseo que te doma,de adorarte no resisto,no por prenda de Mahoma,sino por prenda de Cristo. 785 Yo te llevaré a do seastodo aquello que deseas,aunque mil vidas me cueste.
VIVANCOVamos, que el dolor es éste;no por ahí, que rodeas. 790
(Éntranse.)
(Sale el SACRISTÁN con una cazuela mojí, y tras él el JUDÍO.)
JUDÍO Cristiano honrado, así el Díote vuelva a tu libre estado,que me vuelvas lo que es mío.
SACRISTÁNNo quiero, judío honrado;no quiero, honrado judío. 795
JUDÍO Hoy es sábado, y no tengoqué comer, y me mantengode aqueso que guisé ayer.
SACRISTÁNVuelve a guisar de comer.
JUDÍONo, que a mi ley contravengo. 800
SACRISTÁN Rescátame esta cazuela,y en dártela no haré poco,porque el olor me consuela.
JUDÍONo puedo en mucho ni en pococontratar.
SACRISTÁNPues llevaréla. 805
JUDÍO No la lleves; ves aquílo que costó.
SACRISTÁNSea ansí,que a los dos es de provecho.¿Dó el dinero?
JUDÍOAquí, en el pecholo tengo, ¡amargo de mí! 810
SACRISTÁN Pues venga.
JUDÍOSácalo tú,que mi ley no me concedeel sacarlo.
SACRISTÁN¡Bercebúasí te lleve cual puede,decendiente de Abacú! 815 Aquí tienes quince realesjustos de plata y cabales.
JUDÍONo contrates tú conmigo;conciértalo allá contigo.
SACRISTÁNDi, cazuela: ¿cuánto vales? 820 «Paréceme a mí que valgocinco reales, y no más».¡Mentís, a fe de hidalgo!
JUDÍO¡Qué sobresaltos me das,cristiano!
SACRISTÁNPues hable el galgo. 825 ¿Que no quieres alargarte?Mas quiero crédito darte:tomadla, y andad con Dios.
JUDÍO¿Los diez?
SACRISTÁNSon por otras doscazuelas que pienso hurtarte. 830
JUDÍO ¿Y pagaste adelantado?
SACRISTÁNY, aun si bien hago la cuenta,creo que voy engañado.
JUDÍO¿Que hay Cielo que tal consienta?
SACRISTÁN¿Que hay tan gustoso guisado? 835 No es carne de landrecillas,ni de la que a las costillasse pega el bayo que es trefe.
JUDÍO¡Haced, cielos, que me dejeeste ladrón de cosillas! 840(Éntrase el JUDÍO.)
SACRISTÁN ¿De cosillas? ¡Vive Dios,que os tengo de hurtar un niñoantes de los meses dos;y aun si las uñas aliño...!¡Dios me entiende! ¡Vámonos! 845(Éntrase.)
(Salen DON FERNANDO y COSTANZA.)
DON FERNANDO Subí, cual digo, aquella peña, adondelas fustas vi que ya a la mar se hacían.Voces comencé a dar; mas no respondeninguno, aunque muy bien todos me oían.Eco, que en un peñasco allí se esconde, 850donde las olas su furor rompían,teniendo compasión de mi tormento,respuesta daba a mi postrero acento. Las voces reforcé; hice las señasque el brazo y un pañuelo me ofrecía; 855Eco tornaba, y de las mismas peñaslos amargos acentos repetía.Mas, ¿qué remedio, Amor, hay que no enseñaspara el dolor que causa tu agonía?Uno sé me enseñaste, de tal suerte, 860que hallé la vida do busqué la muerte. El corazón, que su dolor desaguapor los ojos en lágrimas corrientes,humor que hace en la amorosa fraguaque las ascuas se muestren más ardientes; 865el cuerpo hizo que arrojase al aguasin peligros mirar ni inconvenientes,juzgando que alcanzaba honrosa palmasi llegaba a juntarse con su alma. Arrojando las armas, arrojéme 870al mar, en amoroso fuego ardiendo,y otro Leandro con más luz tornéme,pues iba aquella de tu luz siguiendo.Cansábanse los brazos, y esforcéme,por medio de la muerte y mar rompiendo, 875porque vi que una fusta a mí volvíapor su interese y por ventura mía. Un corvo hierro un turco echó, y asióme,inútil presa, y con muy gran fatigaal bajel enemigo al fin subióme, 880y de mi historia no sé más qué diga.Entre los suyos Cauralí contóme;su mujer me persigue y mi enemiga,él te persigue a ti. ¡Mira si es cuentodigno de admiración y sentimiento! 885
COSTANZA Si tú a los ruegos de Halimaestás fuerte, cual espero,yo me mostraré a la limade Cauralí duro acero,impenetrable y de estima. 890 Aunque será menester,para que nos dejen ver,alivio de nuestro mal,darles alguna señalde amoroso proceder. 895 Rogóte a ti Cauralíque me hablases, y Halimame pidió que hablase a ti.
DON FERNANDOOtra cosa me lastimamás que su pena.
COSTANZAY a mí. 900
DON FERNANDO Pues rompan estos abrazossus designios en pedazos;que, mientras esto se alcance,no hay temer desvelo o trance,pues tengo al cielo en mis brazos. 905
(Entran CAURALÍ y HALIMA, y venlos abrazados.)
Aprieta, querida esposa,que, en tanto que en este cielomi afligida alma reposa,no hay mal que me dé en el suelola Fortuna rigurosa. 910
CAURALÍ ¡Oh perro! ¿Tú con mi esclava?¿Cómo el cielo no te acaba?
HALIMA¡Perra! ¿Tú con mi cautivo?¿Cómo sin matarte vivo?¡Esto es lo que yo esperaba, 915 perra!
CAURALÍ¡Perro!
HALIMA¡Perra!
CAURALÍ¡Perro!
HALIMADesta perra es la maldad;que no nació dél el yerro.
CAURALÍDél nació, y esto es verdad,y sé bien que no me yerro. 920 ¡Yo os sacaré el corazón,perro!
HALIMA¡Perra, esta traiciónme pagarás con la vida!
DON FERNANDO¡Oh, cuán mal está entendida,señores, nuestra intención! 925 Aquel abrazo que viste,Costanza a ti le enviaba.
CAURALÍ¿Qué dices?
DON FERNANDOLo que oyes, triste.
COSTANZAEn tu nombre se fraguabael favor que interrumpiste. 930 ¡Colérica eres, a fe!
DON FERNANDOEsto entiende y esto cree.
HALIMA¿Qué dices, amiga mía?
COSTANZASi éste se perdió, otro díaotros cuatro cobraré. 935
CAURALÍ ¿Es lo que has dicho verdad?
DON FERNANDOPues, ¿a qué te he de mentir?
CAURALÍTen cierta tu libertad.
HALIMAMás os pudiera reñireste amor o liviandad; 940 pero déjolo hasta versi proseguís en haceresto que he visto y no creo.
CAURALÍHalima, en mil cosas veoque eres prudente mujer, 945 y más en esto; que piensoque éstos, cual nuevos cristianos,dieron a su gusto el censo;que a cautivos y paisanos,les da el verse gusto inmenso; 950 y, como solos se hallaron,sus penas comunicaron.
HALIMAY aun las ajenas también.
CAURALÍEsto no me suena bien.
COSTANZAEntrambos adivinaron. 955
CAURALÍ ¿Por ventura sabe Halimacosa desto?
HALIMA¿Por venturaa Cauralí le lastimatu amor?
COSTANZA¡Aqueso es locura!
DON FERNANDOTal sospecha no te oprima, 960 que no ha caído en la cuenta.
COSTANZASeñora, vive contentay sin sospecha en tu daño.
CAURALÍFácil se cae en un engaño.
COSTANZAY tarde se alza una afrenta. 965
CAURALÍ Haz cuanto puedes y sabes.
HALIMANo te descuides en nada.
CAURALÍBien es tu cólera acabes.
HALIMATenla ya por acabada.Entra y dame aquellas llaves. 970
(Éntrase HALIMA y COSTANZA.)
CAURALÍ Tú vente al Zoco conmigo.
DON FERNANDO¡Amor, puesto que te sigocon el alma y con los pasos,tus enredos y tus pasosbendigo en parte y maldigo! 975
(Éntranse.)
(JUANICO y FRANCISQUITO, trompando con un trompo.)
FRANCISQUITO Tú, que turbas mi quietud,porque los sollozos rompoque nacen de tu virtud,¿has visto más lindo trompo,ansí Dios te dé salud? 980
JUANICO Deja de echar esos lazos,que otros de más embarazosesperan nuestras gargantas.
FRANCISQUITO¿Pues desto, hermano, te espantas?Yo los haré mil pedazos. 985 No pienses que he de ser moro,por más que aqueste inhumanome prometa plata y oro,que soy español cristiano.
JUANICOEso temo y eso lloro. 990
FRANCISQUITO Como tengo pocos días,de mi valor desconfías.
JUANICOAnsí es.
FRANCISQUITOPues imaginaque tengo fuerza divinacontra humanas tiranías. 995 No sé yo quién me aconsejacon voz callada en el pecho,que no la siento en la oreja,y de morir satisfechoy con gran gusto me deja; 1000 dícenme, y yo dello gusto,que he de ser un nuevo Justoy tú otro nuevo Pastor.
JUANICOHazlo ansí, divino amor,que con tu querer me ajusto. 1005 Deja aquesta niñeríadel trompo, ¡por vida mía!,y repasemos los doslas oraciones de Dios.
FRANCISQUITOBástame el Avemaría. 1010
JUANICO ¿Y el Padrenuestro?
FRANCISQUITOTambién.
JUANICO¿Y el Credo?
FRANCISQUITOSéle de coro.
JUANICO¿Y la Salve?
FRANCISQUITO¡Aunque me dendos trompos, no seré moro!
JUANICO¡Qué niñería!
FRANCISQUITOPues bien: 1015 ¿Piensas que me estoy burlando?
JUANICOEstamos cosas tratandocomo si fuésemos hombres,¿y es bien que el trompo aquí nombres?
FRANCISQUITO¿He de estar siempre llorando? 1020 Mi fe, hermano, tened cuentacon vos, y mirad no os hundade Mahoma la tormenta;que yo encubro en esta fundaun alma de Dios sedienta; 1025 y ni el trompo, ni el cordel,ni las fuentes que en Argely en sus contornos están,mi sed divina hartarán,ni se ha de hartar sino en él. 1030 Y así, os digo, hermano mío;que, por ver mis niñerías,no penséis que estoy sin brío,porque en las entrañas míasno hay lugar de Dios vacío. 1035 Tened cuidado de vos,y encomendaos bien a Diosen la afrenta que amenaza;si no, yo saldré a la plazaa pelear por los dos. 1040 Tengo yo el Ave Maríaclavada en el corazón,y es la estrella que me guíaen este mar de aflicciónal puerto del alegría. 1045
JUANICO Dios en tu lengua se mira,y por eso no me admirael ver que hables tan alto.
FRANCISQUITONo os turbará sobresaltosi en ella ponéis la mira. 1050
JUANICO ¡Ay de nosotros, que vieneel cadí con su porfía!Mostrar ánimo conviene.
FRANCISQUITOAcude al Ave María;verás qué fuerzas que tiene. 1055
(Entra el CADÍ y el CARAHOJA, amo del desorejado.)
CADÍ Pues, hijos, ¿en qué entendéis?
JUANICOEn trompear, como veis,mi hermano, señor, entiende.
CARAHOJAEs niño y, en fin, atiendea su edad.
CADÍY vos, ¿qué hacéis? 1060
JUANICO Rezando estaba.
CADÍ¿Por quién?
JUANICOPor mí, que soy pecador.
CADÍTodo aqueso esta muy bien.¿Qué rezábades?
JUANICOSeñor,lo que sé.
FRANCISQUITORespondió bien. 1065 Rezaba el Ave María.
(Trompa FRANCISCO.)
CADÍDejar el trompo podríadelante de mí, Bairán.
FRANCISQUITO¡Buen nombre puesto me han!
CARAHOJATodo aquello es niñería. 1070
CADÍ Este rapaz me da pena.Deja, Bairán, la porfía,que a gran daño te condena.¿Qué dices?
FRANCISQUITOAve María.
CADÍ¿Qué respondes?
FRANCISQUITOGracia plena. 1075
CARAHOJA Este mayor es maestrodel menor.
JUANICOYo no le muestro:que él, por sí, habilidad tiene.
FRANCISQUITO¡Oh, cuán de molde que vienedecir aquí el Padrenuestro! 1080
JUANICO Pues faltan los de la tierra,bien es acudir al cielo.¿Dó nuestro padre se encierra?
FRANCISQUITOA su tiempo llamarélo.
JUANICOYa se comienza la guerra. 1085
FRANCISQUITO Porque todo al justo cuadre,lo postrero que mi madreme enseñó quiero decir,que es bueno para el morir.
CADÍ¿Qué has de decir?
FRANCISQUITOCreo en Dios Padre. 1090
CADÍ ¡Por Alá, que a su ruiname dispongo!
FRANCISQUITO¿Ya os turbáis?Pues si es que aquesto os indina,¿qué hará cuando me oyáisdecir la Salve Regina? 1095 Para vuestras confusiones,todas las cuatro oracionessé, y sé bien que son escudosa tus alfanjes agudosy a tus torpes invenciones. 1100
CARAHOJA Con no más de alzar el dedoy decir: «Ilá, ilalá»,te librarás deste miedo.
FRANCISQUITOEn la cartilla no estáeso, que decir no puedo. 1105
JUANICO Ni quiero, has de añadir.
FRANCISQUITOYa yo lo iba a decir.
CADÍ¡Esto es cansarnos en balde!Éste, a mi instancia llevadle,y estotro, que han de morir. 1110(Arroja el trompo y desnúdase.)
FRANCISQUITO ¡Ea!, vaya el trompo afuera,y este vestido grosero,que me vuelve el alma fiera,y es bien que vaya ligeroquien se atreve a esta carrera. 1115 ¡Ea!, hermano, sed pastorcon esfuerzo y con valor,que tras vos irá con gustoun pecadorcito justopor la gracia del Señor! 1120 ¡Ea!, tiranos feroces,mostrad vuestras manos listas,y bien agudas las hoces,para segar las aristasdestas gargantas y voces; 1125 que en esta estraña porfía,adonde la tiraníatoda su rabia convoca,no sacaréis de mi bocasino...
JUANICO¿Qué?
FRANCISQUITOUn Avemaría. 1130
CARAHOJA Entremos, que ya el regaloles hará mudar de intentomás que el azote y el palo.
CADÍPor cien mil señales sientoque va mi partido malo; 1135 que el mayor es en estremocallado y sagaz. ¡Blasfemoseré del mismo Mahoma,si estos rapaces no doma!
FRANCISQUITO¿No le temes?
JUANICONo le temo. 1140
FIN DEL ACTO SEGUNDO
Salen el GUARDIÁN BAJÍ y otro MORO.
GUARDIÁN Por diez escudos no daré mi parte.Sentaos y no dejéis entrar alguno,si no pagan dos ásperos muy buenos.
MOROLa Pascua de Natal, como ellos llaman,venticinco ducados se llegaron. 5
GUARDIÁNLos españoles, por su parte, hacenuna brava comedia.
MOROSon saetanes;los mismos diablos son; son para todo.Ya descuelgan cristianos a su misa.
(Entran VIVANCO, DON FERNANDO, DON LOPE, el SACRISTÁN, el PADRE de los niños; trae DON FERNANDO los calzones del SACRISTÁN.)
DON FERNANDOVeislos aquí, que no me los he puesto; 10antes Costanza les echó un remiendoen parte do importaba, y de su mano.
SACRISTÁNDe molde vienen para la comedia;agora me los chanto. ¡Sus, entremos!
GUARDIÁN¿Adónde vais, cristiano?
PADREYo, a oír misa. 15
MOROPues paga.
PADRE¿Cómo, paga? ¿Aquí se paga?
GUARDIÁN¡Bien parece que es nuevo el padre viejo!
MORODos ásperos, o apártate, camina.
PADRENo los tengo, por Dios.
MOROPues ve y ahórcate.
DON LOPEYo pagaré por él.
MOROEso en buen hora. 20
SACRISTÁNFende, déjeme entrar, y este pañuelo,que no ha media hora que hurté a un judío,tome por prenda, o déme lo que vale,que lo daré no más de por el costo,o muy poquito más.
GUARDIÁNCon otros cuatro 25quedas muy bien pagado.
SACRISTÁNVengan, y entro.
MORO¡Ea!, acudid a entrar, que se hace tarde.Con los del rey, yo apostaré que pasende dos mil los que están en el banasto.Entremos a mirar desde la puerta 30cómo dicen su misa, que imaginoque tienen grande música y concierto.
GUARDIÁNPoneos tras el postigo, y veréis todocuanto hacen los cristianos en el patio,porque es cosa de ver.
MOROYa los he visto. 35Hoy dicen que tornó a vivir su Cristo.
(Éntranse.)
(Salen al teatro todos los cristianos que haya, y OSORIO entre ellos, y el SACRISTÁN, puestos los calzones que le dio DON FERNANDO.)
OSORIO Misterio es éste no visto.Veinte religiosos sonlos que hoy la Resurreciónhan celebrado de Cristo 40 con música concertada,la que llaman contrapunto.Argel es, según barrunto,arca de Noé abreviada: aquí están de todas suertes, 45oficios y habilidades,disfrazadas calidades.
VIVANCOY aun otra cosa, si adviertes, que es de más admiración,y es que estos perros sin fe 50nos dejen, como se ve,guardar nuestra religión. Que digamos nuestra misanos dejan, aunque en secreto.
OSORIOMás de una vez, con aprieto 55se ha celebrado y con prisa; que una vez, desde el altar,al sacerdote sacaronrevestido, y le llevaronpor las calles del lugar 60 arrastrando; y la crueldadfue tal que con él se usó,que en el camino acabóla vida y la libertad. Mas dejémonos de aquesto, 65y a nuestra holgura atendamos,pues que nos dan nuestros amoshoy lugar para hacer esto. De nuestras Pascuas tenemoslos primeros días por nuestros. 70
DON LOPE¿Y qué? ¿Hay músicos?
OSORIOY diestros;los del cadí llamaremos.
VIVANCO Aquí están.
OSORIOY aquél que ayudaal coloquio ya está aquí.
DON FERNANDO¡Bien cantan los del cadí! 75
OSORIOAntes que más gente acuda, el coloquio se comience,que es del gran Lope de Rueda,impreso por Timoneda,que en vejez al tiempo vence. 80 No pude hallar otra cosaque poder representarmás breve, y sé que ha de dargusto, por ser muy curiosa su manera de decir 85en el pastoril lenguaje.
VIVANCO¿Hay pellicos?
OSORIODe ropajehumilde; y voyme a vestir.
VIVANCO ¿Quién canta?
OSORIOAquí el sacristán,que tiene donaire en todo. 90
VIVANCO¿Hay loa?
OSORIO¡De ningún modo!
(Éntrase OSORIO y el SACRISTÁN.)
VIVANCO¡Oh, qué mendigos están! En fin: comedia cautiva,pobre, hambrienta y desdichada,desnuda y atarantada. 95
DON LOPELa voluntad se reciba.
(Entra CAURALÍ.)
CAURALÍ Sentaos, no os alborotéis,que vengo a ver vuestra fiesta.
DON FERNANDOQuisiera que fuera ésta,fende, cual la merecéis. 100
DON LOPE Aquí os podéis asentar,que yo me quedaré en pie.
CAURALÍNo, no, amigo, siéntate,que salen a comenzar.
DON LOPE Ya salen; sosiego y chite, 105que cantan.
VIVANCOMejor seríaque llorasen.
DON FERNANDOEste díalágrimas no las permite.
(Canten lo que quisieren.)
VIVANCO La música ha sido hereje;si el coloquio así sucede, 110antes que la rueda ruede,se rompa el timón y el eje.
(En acabando la música, dice el SACRISTÁN (Todo cuanto dice agora el SACRISTÁN, lo diga mirando al soslayo a CAURALÍ):)
SACRISTÁN ¿Qué es esto? ¿Qué tierra es ésta?¿Qué siento? ¿Qué es lo que veo?
De réquiem es esta fiesta 115para mí, pues un deseomás que mortal me molesta. ¿Dónde se encendió este fuego,que tiene, entre burla y juego,el alma ceniza hecha? 120De Mahoma es esta flecha,de cuya fuerza reniego. Como cuando el sol asomapor una montaña baja,y de súbito nos toma 125y con su vista nos domanuestra vista y la relaja; como la piedra balaja,que no consiente carcoma,tal es el tu rostro, Aja, 130dura lanza de Mahoma,que las mis entrañas raja.
CAURALÍ ¿Es esto de la comedia,o es bufón este cristiano?
SACRISTÁNSi mi dolor no remedia 135su bruñida y blanca mano,todo acabará en tragedia. ¡Oh mora la más hermosa,más discreta y más graciosaque la fama nos ofrece, 140desde do el alba amanecehasta donde el sol reposa!,
(Dice esto mirando a CAURALÍ.) Mahoma en su compañíate tenga siglos sin cuento.
CAURALÍ¿Este perro desvaría, 145o entra aquesto en el cuentode la fiesta deste día?
DON FERNANDO Calla, Tristán, y ten cuenta,porque ya se representael coloquio.
SACRISTÁNSí haré; 150pero no sé si podré,según el diablo me tienta.
(Sale GUILLERMO, pastor.)
GUILLERMO«Si el recontento que trayo,venido tan de rondón,no me le abraza el zurrón, 155¿cuales nesgas pondré al sayo,y qué ensanchas al jubón?»
SACRISTÁN ¡Vive Dios, que se me abrasael hígado, y sufro y callo!
GUILLERMOSi es que esto adelante pasa, 160muy mejor será dejallo.
SACRISTÁN¿Quién encendió aquesta brasa?
DON LOPE Tristán, amigo, escuchad,pues sois discreto, y callad,que ésa es grande impertinencia. 165
SACRISTÁNCallaré y tendré paciencia.
GUILLERMO¿Comienzo?
DON LOPESí, comenzad.
GUILLERMO«Si el recontento que trayo,venido tan de rondón,no me lo abraza el zurrón, 170¿cuales nesgas pondré al sayo,o qué ensanchas al jubón?Y si, al contarlo estremeño,con un donaire risueño,ayer me miró Costanza, 175¿qué turba habrá ya o mudanzaque no le pase por sueño?Esparcíos, las mis corderas,por las dehesas y prados;mordey sabrosos bocados, 180no temáis las veniderasnoches de nubros airados;antes os anday esentas,brincando de recontentas.No os aflija el ser mordidas 185de las lobas desambridas,tragantonas, malcontentas;y, al dar de los vellocinos,venid simpres, no ronceras,rumiando por las laderas, 190a jornaleros vecinos,o al corte de sus tijeras;que el sin medida contento,cual no abarca el pensamiento,os librará de lesión, 195si al dar del branco vellónbarruntáis el bien que siento.Mas, ¿quién es este cuitadoque asoma acá entellerido,cabizbajo, atordecido, 200barba y cabello erizado,desairado y mal erguido?»
SACRISTÁN ¿Quién ha de ser? Yo soy, cierto,el triste y desventurado,vivo en un instante y muerto, 205de Mahoma enamorado.
CAURALÍ ¡Echadle fuera a este loco!
SACRISTÁN¡Tu divina boca invoco,Aja, de mil azahares,boca de quitapesares 210a quien desde lejos toco!
CAURALÍ ¡Dejádmele!
DON FERNANDONo, señor,que cuanto dice es donaire,y es bufón el pecador.
SACRISTÁN¡Dios de los vientos! ¿No hay aire 215para templar tanto ardor?
GUILLERMO ¡Ya es mucha descortesíay mucha bufonería!¡Échenle ya, y déjenos!
SACRISTÁNYo me voy. ¡Quédate a Dios, 220argelina gloria mía!
GUILLERMO ¿Dónde quedé?
VIVANCONo sé yo.
DON LOPE«Mas, ¿quién es este cuitado...?»,fue el verso donde paró.
DON FERNANDOLos calzones han obrado. 225
GUILLERMO¿Vuelvo a comenzar?
DON FERNANDONo, no; no nos turben a deshora.Prosigue el coloquio ahora.
(Un MORO dice desde arriba:)
MORO¡Cristianos, estad alerta;cerrad del baño la puerta! 230
GUILLERMO¡Vengas, perrazo, en mal hora!
MORO ¡Abrid aquese cristiano,que va herido, y cerrad presto!
CAURALÍ¡Válame Alá! ¿Qué es aquesto?
MORO¡Oh santo Alá soberano! 235 Dos han muerto, y del rey son.¡Oh crueldad jamás oída!A todos quitan la vidasin ninguna distinción.
(Entra un CRISTIANO herido, y otro sin herir.)
DON FERNANDO Pasad, hermano, adelante. 240¿Quién os ha herido?
CRISTIANOUn archí.
DON FERNANDO¿La causa?
CRISTIANONinguna di.
VIVANCO¿Es la herida penetrante?
CRISTIANO No sé; con manera fue,y será mortal, sin duda. 245
CRISTIANO 2Otra traigo yo más cruda,y en parte do no se ve.
CAURALÍ ¿No dirás qué es esto, Alí?
MOROGrande armada han descubiertopor la mar.
DON FERNANDO¿Y aqueso es cierto? 250¿Vaste, fende Cauralí?
(Vase CAURALÍ.)
MORO Y los jenízaros matansi encuentran algún cautivo,o con furor duro esquivomalamente le maltratan; 255 y aquestas voces que oíslas dan judíos, de miedo.
GUILLERMO¡Todo el mundo se esté quedo!Yo creo, Alí, que mentís, pues no ha mucho que en España 260no había ninguna nuevade armada.
MOROPues esta pruebaos desmiente y desengaña; que a fe que dicen que asomanmás de trecientas galeras, 265con flámulas y banderas,y que el rumbo de Argel toman.
GUILLERMO Quizá por encantamentoaquesta armada se ha hecho.
(Entra el GUARDIÁN BAJÍ.)
GUARDIÁN¡El corazón en el pecho 270no cabe, y de ira reviento!
OSORIO Pues, ¿qué hay, fendi?
GUARDIÁNYo me alistoa contar la crueldad,igual de la necedadmayor que jamás se ha visto. 275 «Salió el sol esta mañana,y sus rayos imprimieronen las nubes tales formas,que, aunque han mentido, las creo.Una armada figuraron 280que venía a vela y remopor el sesgo mar apriesa,a tomar en Argel puerto.Tan claramente descubrenlos ojos que la están viendo, 285de las fingidas galeraslas proas, popas y remos,que hay quien afirme y quien jureque del cómitre y remerovio el mandar y obedecer 290hacerse todo en un tiempo.Tal hay que dice haber vistoa vuestro profeta muertoen la gavia de una nave,en una bandera puesto. 295Muestra tan al vivo el humosu vano y escuro cuerpo,y tan de cerca percibenlos oídos fuego y truenos,que, por temor de las balas, 300más de cuatro se pusierona abrazar la madre tierra:tal fue el miedo que tuvieron.Por estas formas que el solha con sus rayos impreso 305en las nubes, ha en nosotrosotras mil formado el miedo.Pensamos que ese don Juan,cuyo valor fue el primeroque a la otomana braveza 310tuvo a raya y puso freno,venía a dar fin honrosoal desdichado comienzoque su valeroso padrecomenzó en hado siniestro. 315Los jenízaros archíes,que están siempre zaques hechos,dieron en matar cautivos,por tener contrarios menos;y si acaso el sol tardara 320de borrar sus embelecos,no estábades bien seguroscuantos estáis aquí dentro.Veinte y más son los heridos,y más de treinta los muertos.» 325Ya el sol deshizo la armada;volved a hacer vuestros juegos.
OSORIO¡Mal podremos proseguirtan sangrientos pasatiempos!
CRISTIANO 2Pues escuchad otra historia 330más sangrienta y de más peso. El cadí, como sabéis,tiene en su poder a un niñode tiernos y pocos años,el cual se llama Francisco. 335Ha puesto toda su industria,su autoridad y jüicio,mil promesas y amenazas,mil contrapuestos partidos,para que de bueno a bueno 340esta prenda del bautismose deje circuncidarpor su gusto y su albedrío.Su industria ha salido vana;su juicio no ha podido 345imprimir humanas trazasen este pecho divino.Por esto, según se entiende,como afrentado y corrido,su luciferina rabia 350hoy ha esfogado en Francisco.Atado está a una coluna,hecho retrato de Cristo,de la cabeza a los piesen su misma sangre tinto. 355Témome que habrá espirado,porque tan crüel martiriomayores años y fuerzasno le hubieran resistido.
PADRE¡Dulce mitad de mi alma, 360ay de mis entrañas hijo,detened la vida en tantoque os va a ver este afligido!¡En la calle de Amargura,perezosos pies, sed listos; 365veré en su ser a Pilatosy en figura veré a Cristo!
(Éntrase el PADRE.)
CRISTIANO 2¿Éste es su padre, señores?
DON FERNANDOSu padre es este mezquino,hidalgo y muy buen cristiano, 370y somos de un pueblo mismo.Acábense nuestras fiestas,cesen nuestros regocijos,que siempre en tragedia acabanlas comedias de cautivos. 375
(Éntranse todos.)
(Salen ZARA, HALIMA y COSTANZA.)
HALIMA Tu padre me rogó, amiga,que viniese en un momentoa componerte.
ZAHARA¡Su intentotodo el cielo le maldiga!
HALIMA ¿Pues cásaste con un rey 380y muéstraste desabrida?Y más, que es cosa sabidaque es gentilhombre Muley. Sin duda que estás prendadaen otra parte.
ZAHARANo hay prenda 385que me halague ni me ofenda,porque de amor no sé nada.
HALIMA Pues esta noche sabrás,en la escuela de tu esposo,que es amor dulce y sabroso. 390
ZAHARA¡Amargas nuevas me das!
HALIMA ¡Qué melindrosa señora!
ZAHARANo es melindre, sino enfado:que había determinadono casarme por ahora, 395 hasta que el cielo me diesecon otro compás mi suerte.
HALIMACalla, que reina has de verte.
ZAHARANo aspiro a tanto interese. Con otro estado menor, 400con mayor gusto estaría.
HALIMAYo juro por vida mía,Zara, que tenéis amor. Ahora bien, mostrad las perlasque tenéis, que quiero ver 405cuántos lazos podré hacer.
ZAHARAAllí dentro podrás verlas. Éntrate, y déjame un poco,que quiero hablar con Costanza.
HALIMA¡Vos gustaréis de la danza 410antes de mucho y no poco!
(Éntrase HALIMA.)
COSTANZA Dime, señora, qué es esto.¿Tanto te enfada el casarte,y con un rey?
ZAHARANo hay contartetantas cosas y tan presto. 415
COSTANZA ¿De dónde el enfado manaque muestras tan importuno?
ZAHARAPasito, no escuche alguno.¡Soy cristiana, soy cristiana!
COSTANZA ¡Válame Santa María! 420
ZAHARAEsa Señora es aquellaque ha de ser mi luz y estrellaen el mar de mi agonía.
COSTANZA ¿Quién te enseñó nuestra ley?
ZAHARANo hay lugar en que lo diga. 425Cristiana soy; mira, amiga,qué me sirve el moro rey. Di: ¿conoces, por ventura,a un cautivo rescatadoque es caballero y soldado? 430
COSTANZA¿Cómo ha nombre?
ZAHARAMal segura estoy aquí, y con temorde algún desgraciado encuentro.
COSTANZAPues entrémonos adentro.
ZAHARASin duda, será mejor. 435
(Éntranse.)
(Salen el REY, el CADÍ, el GUARDIÁN BAJÍ.)
CADÍ¡Estraño caso ha sido!
REYY tan estrañoque no sé si jamas le ha visto el mundo.
CADÍYa se han visto en el aire muchas vecesformados escuadrones espantablesde fantásticas sombras, y encontrarse 440con todo el artificio y maestríaque en la mitad de una campaña rasase suelen embestir los verdaderos;las nubes han llovido sangre y malla,y pedazos de alfanjes y de escudos. 445
REYEsos llaman prodigios los cristianos,que suelen parecer algunas veces;pero que acaso, y sin misterio alguno,del sol los rayos, que en las nubes topan,hayan formado así tan grande armada, 450nunca lo oí jamás.
GUARDIÁNYo así lo digo;pues a fe que te cuesta la burletamás de treinta cristianos.
REYNo hace al caso;mas que pasaran a cuchillo todos.
CADÍQuitóme el sobresalto de las manos 455el corbacho y la furia.
REY¿Qué hacías?
CADÍAzotaba a un cristiano...
REY¿Por qué causa?
CADÍEs de pequeña edad, y no es posibleque regalos, promesas ni amenazasle puedan volver moro.
REY¿Es, por ventura, 460el muchacho español del otro día?
CADÍAquese mismo es.
REYPues no te canses,que es español, y no podrán tus mañas,tus iras, tus castigos, tus promesas,a hacerle torcer de su propósito. 465¡Qué mal conoces la canalla terca,porfiada, feroz, fiera, arrogante,pertinaz, indomable y atrevida!Antes que moro, le verás sin vida.
(Entra un MORO asido de un cautivo.)
¿Que ha hecho este cristiano?
MOROEn este punto, 470en una estraña y nunca vista barca,casi una legua al mar, en este puntole acabé de coger.
REYPues, ¿de qué modoera la barca estraña?
MOROEra una balsahecha de canalejas, sustentada 475sobre grandes y muchas calabazas,y él, puesto en medio en pie, de árbol servía,y sus brazos, de entena, en cuyas manosservía de vela una camisa rota.
REY¿Cuándo entraste en la barca?
CRISTIANOA media noche. 480
REYPues, ¿cómo en tanto tiempo no pudistealejarte de tierra más espacio?
CRISTIANOSultán, no me servía de otra cosasino de no anegarme, y sólo ibaconfiado en el cielo y en el viento 485que, próspero y furioso arrebatado,la mal formada barca la aportaseen cualquiera ribera de cristianos;que ningún remo o vela fuera partea hacerla tomar curso ligero. 490
REY¡En fin, español eres!
CRISTIANONo lo niego.
REYPues deso que no niegas yo reniego.
(Entra el SACRISTÁN con un niño en las mantillas, fingido, y tras él el JUDÍO de la cazuela.)
¿Es aquésta otra barca?
JUDÍOEste cristianome acaba de robar a este mi hijo.
CADÍ¿Para qué quiere el niño?
SACRISTÁN¿No está bueno? 495Para que le rescaten, si no quierenque le críe y enseñe el Padrenuestro.¿Qué decís vos, Raquel o Sedequías,Fares, Sadoc, o Zabulón o diablo?
JUDÍOEste español, señor, es la rüina 500de nuestra judería; no hay en ellacosa alguna segura de sus uñas.
REYDi: ¿no eres español?
SACRISTÁN¿Ya no lo sabes?
REY¿Quién es tu amo?
SACRISTÁNEl dabají Morato.
REYTocadle, por mi vida.
CADÍPor la mía, 505que tienes gran razón en lo que has dichode la canalla bárbara española.
(Entra otro MORO con otro CRISTIANO, muy roto y llagadas las piernas.)
REY¿Quién es este?
MOROEspañol que se ha huidotantas veces por tierra, que con éstason veinte y una vez las de su fuga. 510
REYSi diésemos audiencia cuatro días,serían de españoles todos cuantosse entrasen a quejar.
CADÍ¡Estraño caso!
REYPápaz, vuélvele el niño a este judío,y no le hagan mal a este cristiano, 515que, pues a tal peligro entregó el cuerpo,en grande cuita debe estar su alma.Y tú, ¿eres español?
CRISTIANOY de Valencia.
REYVuélvete, pues, a huir, que si te vuelven,yo te pondré en un palo.
SACRISTÁNSeñor, haga 520que este puto judío dé siquierael jornal que he perdido por andarmetras él para robarle este hideputa.
CADÍBien dice; desembolse cuarenta ásperosy délos al pápaz, que los merece. 525
SACRISTÁN¿Oye, amigo judío?
JUDÍOMuy bien oigo;mas no los tengo aquí.
SACRISTÁNVamos a casa.
CADÍCon españoles, esto y más se pasa.
(Éntranse todos.)
(El PADRE solo.)
PADRE ¿Si osaré entrar allá dentro?¡Oh temor impertinente! 530¡Vamos; que no teme encuentropiedra que naturalmenteva presurosa a su centro!
(Córrese una cortina; descúbrese FRANCISQUITO, atado a una coluna en la forma que pueda mover a más piedad.)
FRANCISQUITO ¿No me quieran desatar,para que pueda, siquiera, 535como es costumbre espirar?
PADRENo, que de aquesa maneramás a Cristo has de imitar. Si vas caminando al cielo,no has de sentarte en el suelo; 540más ligero vas ansí.
FRANCISQUITO¡Oh padre, lléguese a mí,que el velle me da consuelo! ¡Ya la muerte helada y fríaa dejaros me provoca 545con su mortal agonía!
PADRE¡Echa tu alma en mi boca,para que ensarte la mía! ¡Ay, que espira!
FRANCISQUITO¡Adiós, que espiro!
PADRE¡Dios, a quien tu intento aspira, 550nos junte adonde yo aspiro!¡Qué poco a poco respira,ya dio el último suspiro! ¡Vete en paz, alma hermosa,y al que te hizo dichosa, 555pues ya le ves, pídeleque nos sustente en su fepura, santa, alegre, honrosa! ¡Quién supiese el muladaradonde te han de enterrar, 560reliquia pequeña y santa,para que pueda mi plantacon mis lágrimas regar!
(Éntrase.)
(Aquí ha de salir la boda desta manera: HALIMA con un velo delante del rostro, en lugar de ZARA; llévanla en unas andas en hombros, con música y hachas encendidas, guitarras y voces y grande regocijo, cantando los cantares que yo daré. Salen detrás de todos VIVANCO y DON LOPE, y entre los moros de la música va OSORIO, el cautivo. Como acaban de pasar, pregunta DON LOPE a OSORIO:)
DON LOPE ¿Quién es esta novia!
OSORIOZara,la hija de Agimorato. 565
DON LOPE¡No es posible!
OSORIO¡Cosa es clara!
VIVANCOSu rostro y el aparatode la boda lo declara.
OSORIO Por Dios, señores, que es ella,y que es la mora más bella 570y rica de Berbería!
DON LOPEPor el velo que traíano podimos conocella.
OSORIO Muley Maluco es su esposo,el que pretende ser rey 575de Fez, moro muy famoso,y en su secta y mala leyes versado y muy curioso; sabe la lengua turquesca,la española y la tudesca, 580italïana y francesa;duerme en alto, come en mesa,sentado a la cristianesca; sobre todo, es gran soldado,liberal, sabio, compuesto, 585de mil gracias adornado.
DON LOPE¿Qué dices, amigo, desto?
VIVANCOQue habemos bien negociado, pues, siendo una caña vara,y otro nuevo Moisén Zara 590deste Egipto disoluto,pasamos el mar enjutoa gozar la patria cara.
OSORIO Gasta en Pascuas el judíosu hacienda; en bodas, el moro; 595el cristiano a su albedrío,sigue en esto otro decoro,de todo gusto vacío,
(ZARA a la ventana.)
porque en pleitos le da cabo.
ZAHARA¡Ce, hola, cristiano esclavo! 600
OSORIO¡Adiós, señores, que quiero,hasta el término postrerover esto!
DON LOPETu gusto alabo.
ZAHARA ¡Cristiano o moro enemigo!
VIVANCO¿Quién nos llama?
ZAHARAQuien merece 605que le oyáis.
DON LOPE¡Por Dios, amigo,que esta Zara me pareceen la voz!
VIVANCOYo ansí lo digo.
ZAHARA Decidme qué cosa es éstadeste regocijo y fiesta. 610
DON LOPECon Zara, la desta casa,Muley Maluco se casa.
ZAHARADesvarïada respuesta.
DON LOPE Y allí va sobre unas andascon música y vocería. 615Mira si otra cosa mandas.
ZAHARAYa veo, Lela María,cómo en mis remedios andas.
DON LOPE ¿Eres Zara?
ZAHARAZara soy.Tú, ¿quién eres?
DON LOPE¡Loco estoy! 620
ZAHARA¿Qué dices?
DON LOPEQue soy, señora,un tu esclavo que te adora.Soy don Lope.
ZAHARAA abrirte voy.
(Quítase de la ventana y baja a abrir.)
VIVANCO De misterio no careceestar Zara aquí y allí. 625
DON LOPEEste bien su fe merece,y el estar tan sola aquíla admiración en mí crece; adonde hay tanto criado,tal soledad se ha hallado; 630todo es milagro y ventura.
VIVANCOEl regocijo y holgurade la boda lo ha causado. Quien le hace pareceren lugares diferentes 635muy más que esto puede hacer,por quitar inconvenientesal bien que ha de suceder.
(Sale ZARA.)
¿Vesla, don Lope, a do asoma?Mira si es bien que a Mahoma 640este tesoro quitemos.
DON LOPE¡Oh estremo de los estremosde amor, que las almas doma! ¡Salud de mi enfermedad,arrimo de mi caída, 645de mi prisión libertad,de mi muerte alegre vida,crédito de mi verdad, archivo donde se encierratoda la paz de mi guerra, 650sol que alumbra mis sentidos,luz que a míseros perdidoslos encamina a su tierra, vesme aquí a tus pies postrado,más tu esclavo y más rendido 655que cuando estaba aherrojado;por ti ganado y perdido,preso y libre en un estado; dame tus pies sobrehumanosy tus alejandras manos, 660donde mis labios se pongan!
ZAHARANo es bien que se descompongancon moras labios cristianos. Por mil señales has vistocómo yo toda soy tuya, 665no por ti, sino por Cristo,y así, en fe de que soy suya,estas caricias resisto; para otro tiempo las guarda,que ahora, que se acobarda 670el alma con mil temores,comedimientos y amoresmal los atiende y aguarda. ¿Cuándo te partes a España,y cuándo piensas volver 675por quien queda y te acompaña?¿Cuándo fin has de ponera tan glorïosa hazaña? ¿Cuando volverán tus ojosa ver los moros despojos 680que ser cristianos desean?¿Cuándo en verte harás que veanfin mis temores y enojos?
DON LOPE Mañana me partiré;dentro de ocho días, creo, 685señora, que volveré;que a la cuenta del deseo,que han de ser siglos bien sé. En el jardín estarásdel tu padre, a do verás 690mi fe y palabra cumplida,si me costase la vidaque con tu vista me das. Y no te asalte el receloque te he de faltar en esto, 695pues no ha de querer el cielo,para caso tan honesto,negar su ayuda en el suelo. Cristiano y español soy,y caballero, y te doy 700mi fe y palabra de nuevode hacer lo que en esto debo.
ZAHARAAsaz satisfecha estoy; pero, si me quieres bien,porque quede más segura, 705júrame por Marién.
DON LOPE¡Juro por la Virgen pura,y por su Hijo también, de no olvidarte jamásy de hacer lo que verás 710en mi gusto y tu provecho!
ZAHARA¡Grande juramento has hecho!Basta; no me jures más.
VIVANCO ¿Qué es lo que tu padre dicedesto de tu casamiento 715con Muley Maluco?
ZAHARAHiceesta noche un sentimiento,con que la boda deshice. Hoy me mandó aderezarpara haberme de llevar 720esta noche a ser esposa;vino, y hallóme llorosa;fuese sin quererme hablar, y por toda la ciudadse suena que me desposo 725esta noche.
VIVANCOAsí es verdad.
DON LOPE¡Éste es caso milagroso!No la apuréis más; callad. Dame tus manos, señora,hasta que llegue la hora 730que con abrazos las des.
ZAHARANo, sino dame tus pies,que eres cristiano y yo mora. Vete en paz, que yo, entre tantoque vas y vuelves, haré 735plegarias al cielo santocon las voces de mi fey lágrimas de mi llanto, rogándole que tranquileel mar, que viento asutile 740próspero y largo en tus velas,que te libre de cautelas,que en su fe mi ingenio afile. Y, adiós, que no puedo más,y mañana iré al jardín, 745donde te espero.
VIVANCOVerásdeste principio buen fin.
ZAHARA¿Que me dejas y te vas?
DON LOPE No puedo hacer otra cosa.
ZAHARA¿Llegará la venturosa 750hora de volver a verte?
(Vase ZARA.)
DON LOPESí llegará, si la muerteno es, cual suele, rigurosa. No será el irme cordura,hasta ver el fin que tiene 755aquesta boda en figura.
VIVANCOEl misterio que contiene,mi buen suceso asegura.
(Éntranse.)
(Descúbrese un tálamo donde ha de estar HALIMA, cubierta el rostro con el velo; danzan la danza de la morisca; haya hachas; esténlo mirando DON LOPE y VIVANCO, y, en acabando la danza, entran dos moros.)
MORO 1 La fiesta cese, y a su casa vuelvala bella Zara, que Muley lo ordena, 760con prudencia admirable, desta suerte.
MORO 2¿Pues no pasa adelante el casamiento?
MORO 1Sí pasa; pero quiere que entre tantoque él va a cobrar su reino de Marruecos,Zara se quede en casa de su padre, 765entera y sin tocar; que deste modoquedará más segura, y él esperagozarla con sosiego allá en su reino,a cuya empresa aún bien no habrá salidoel sol cuando se parta; que esta priesa 770le dan dos mil jenízaros que llevaen su campo, que ya sabes que marcha.
MORO 2Si esto pensaba hacer, ¿para qué quisoque el paseo de Zara se hiciese?¿Qué dirá el pueblo? Pensará, sin duda, 775que no quiere casarse ya con ella.
MORO 1Diga lo que dijere, éste es su gusto,y no hay sino callar y obedecelle;y más, que Agimorato gusta dello.
MORO 2¿Ha de volver con pompa?
MORO 1¡Ni por pienso! 780
MORO 2Vamos, pues, a volvella.
VIVANCO¡Oh Dios inmenso!
(Éntranse todos y ciérrase la cortina del tálamo; quedan en el teatro DON LOPE y VIVANCO.)
¡Grandes son tus misterios! Ya seguropuedes partir, pues ves cuán fácilmenteesta fantasma y sombra se ha deshecho.
DON LOPEPremisas son de nuestro buen suceso. 785Yo me voy a embarcar; tened cuidadode acudir al lugar donde os he dicho,y de hacer nuevas señas cada nochecomo pasen seis días, en los cualespienso poder volver, como deseo; 790y procurad con maña y con aviso,sin descubrir jamás vuestro designio,que el padre de aquel mártir se recojaen el jardín con otro algún amigo;que si toca a Mallorca este navío 795en que parto, bien será posibleque dentro de seis días vuelva a veros.
VIVANCOPartid con Dios, que yo haré de suerteque más de dos la libertad alcancen.Las señas no se olviden. Abrazadme, 800y ánimo, y diligencia, y Dios os guíe.
DON LOPEDe nadie este secreto se confíe.
(Éntranse.)
(Sale OSORIO y el SACRISTÁN.)
OSORIO El cuento es más graciosoque por jamás se ha oído:que los judíos mismos 805de su misma hacienda os rescatasen.
SACRISTÁNAsí como os lo cuentoha sucedido el caso:ellos me han rescatadoy dado libertad graciosamente. 810Dicen que desta suerteaseguran sus niños,sus trastos y cazuelas,y, finalmente, su hacienda toda.Yo he dado mi palabra 815de no hurtarles cosamientras me fuere a España,y por Dios que no sé si he de cumplirla.
(Entra un CRISTIANO.)
CRISTIANOLa limosna ha llegadoa Bujía, cristianos. 820
OSORIO¡Buenas nuevas son éstas!¿Quién viene?
CRISTIANOLa Merced.
OSORIO¡Dios nos las haga!¿Y quién la trae a cargo?
CRISTIANODícenme que un prudentevarón, y que se llama 825fray Jorge de Olivar.
SACRISTÁN¡Venga en buen hora!
OSORIOUn fray Rodrigo de Arceha estado aquí otras veces,y es desa mesma Orden,de condición real, de ánimo noble. 830
SACRISTÁNPor lo menos, me ahorroreverencias y ruegos,gracias a Sedequíasy al rabí Netalim, que dio el dinero.Si la esperanza es buena, 835la posesión no es mala.Muy bien está lo hecho;venga cuando quisiere la limosna.¡Oh campanas de España!,¿cuándo entre aquestas manos 840tendré vuestros badajos?¿Cuándo haré el tic y toc o el grave empino?¿Cuándo de los bodigosque por los pobres muertosofrecen ricas viudas 845veré mi arcaz colmado? ¿Cuándo, cuándo?
CRISTIANO¿Adónde vais agora?
OSORIOPidióle Agimoratoal cadí que nos fuésemosa su jardín por tres o cuatro días; 850que con su hija Zaray con la bella Halima,de Cauralí consorte,piensa pasar allí todo el verano.
CRISTIANOPodrá ser que algún día 855yo vaya a entretenermecon vosotros un rato.
OSORIOSerás bien recebido.
CRISTIANO¡Adiós, amigos!
(Vase.)
SACRISTÁNTambién, pues estoy libre,iré yo, Osorio, a veros. 860
OSORIOPues lleva la guitarra,y, si es posible, vente luego.
SACRISTÁNHarélo.
(Éntranse.)
(Salen HALIMA, ZARA, COSTANZA, y al entrar se le cae a ZARA un rosario, que lo alza HALIMA.)
HALIMA ¿Cómo es esto, Zara amiga?¿Cruz en tus cuentas?
COSTANZAMías son.
HALIMASi aquésta no es devoción, 865no sé qué piense o qué diga.
ZAHARA ¿Qué cosa es cruz?
HALIMAEste paloque sobre estotro atraviesa.
ZAHARAPues bien: ¿qué señal es ésa?
HALIMA¡No está el disimulo malo! 870 Es la señal que el cristianoreverencia como a Alá.
COSTANZASeñora, déjamela,que es mía.
HALIMATu intento es vano, que a Zara se le cayó, 875y yo lo vi por mis ojos.
ZAHARAEso no te cause enojos,que Costanza me la dio cuando estaba el otro díaen tu casa, y yo no sé 880lo que es cruz.
COSTANZAEllo ansí fue,y fue inadvertencia mía no quitalle esa señal.Pero, ¿qué importa al decorode vuestro rezado moro? 885
ZAHARAGualá que no dice mal.
HALIMA Con todo, quítala, hermana;que si algún moro la vee,dirá que guardas la fe,en secreto, de cristiana. 890
(Entran VIVANCO y DON FERNANDO.)
VIVANCO He fiado este secretode vos por ser caballero.
DON FERNANDOSer agradecido esperoal peso de ser secreto. Éstas son Alima y Zara, 895que yo las conozco bien.
VIVANCONuestro negocio va bien.
HALIMARepara, amiga, repara, que viene allí mi cristiano,y en él viene un mi enemigo 900a quien adoro y maldigo.
ZAHARA¿Qué dices?
HALIMANo está en mi mano disimular más.
COSTANZA¡Ay triste!¿Si se quiere declararcon él?
HALIMAQuiérole hablar. 905
COSTANZAEn vano a amor se resiste.
ZAHARA ¿Quiéresle bien?
HALIMALa vergüenzame perdone: adórole,y él lo sabe, y yo no sécómo a su dureza venza. 910
ZAHARA ¿Y no se humana contigo?
HALIMACostanza dice que sí;pero yo siempre en él viasperezas de enemigo. Llégate; dime, cristiano: 915¿sabes que eres mi cautivo?
DON FERNANDOSeñora, sí, y sé que vivopor ti.
HALIMA¿Pues cómo, inhumano? ¿Nunca te han dicho mis ojosy la lengua de Costanza 920que tienes de mi esperanzaen tu poder los despojos? ¿Has aguardado a que hagade tanta gente en presenciaesta costosa experiencia, 925descubriéndote mi llaga? Mira qué fe desdichada,que esto que llaman amorya es incendio, ya es furor,cuando no repara en nada; 930 mira bien que podría ser,si desprecias lo que digo,hicieses, hombre, enemigode tan amiga mujer.
DON FERNANDO Tres días pido no más 935de plazo, señora mía,para dar a tu porfíael dulce fin que verás. Vete con Dios al jardínde Zara y allí me espera: 940verás de tu pena fiera,como he dicho, un dulce fin.
HALIMA ¡Soy contenta!
ZAHARAY yo la manodoy por él que ansí lo hará.
COSTANZA¡Muy bien negociado está! 945
HALIMASi has de venir, ve temprano.
ZAHARA ¿Qué viento es éste que corre,cristiano?
VIVANCONorte parece,y en él la ventura ofreceel que nos guía y socorre. 950
ZAHARA ¿Fuese ya tu compañeroa España?
VIVANCOYa habrá seis días.
ZAHARA¿Solo sin él quedarías?
VIVANCOSí quedé; mas verle espero con brevedad.
ZAHARA¿Qué tan presto? 955
VIVANCOPartiríame mañana,si hubiese bajel.
HALIMACristiana,alza el rostro. ¿Qué es aquesto? Muy melancólica estás.¿Qué tienes? ¿Qué sientes? Di. 960
COSTANZAVámonos, señora, de aquí,aunque he de morir do vas, porque me da el corazónsaltos que me rompe el pecho.
ZAHARAEl madrugar lo habrá hecho. 965
COSTANZAY haber visto una visión que, si no es cosa fingida,y en buen discurso trazada,el fin de aquesta jornadaha de ser el de mi vida. 970
DON FERNANDO Todas son fantasmas vanas;Costanza, no hay qué temer.
COSTANZAPresto lo echaré de ver.
ZAHARA¡Medrosas son las cristianas!
COSTANZA No mucho, puesto que hay tal 975que se espanta de los cielos,iba a decir de los celos,y no dijera muy mal.
HALIMA Queda con Alá, mi Hernando,y mira que vengas luego; 980que te lo mando y lo ruego.
COSTANZABasta decir te lo mando.
(Éntranse las tres.)
VIVANCO Vamos; quizá la venturahabrá tan próspera sido,que don Lope sea venido, 985y no hay perder coyuntura.
(Éntrase VIVANCO y DON FERNANDO.)
(Sale el PADRE con un paño blanco ensangrentado, como que lleva en él los huesos de FRANCISQUITO.)
PADRE Osorio haré que los guarde.Temo que esta escuridad,o me turbe, o lleve tarde.¡Oh, cuán propio es de mi edad 990ser temeroso y cobarde! Mas estas reliquias santasencaminarán mis plantasal jardín de Agimorato.Menester es gran recato 995donde hay asechanzas tantas.
(Éntrase.)
(Sale DON FERNANDO y VIVANCO.)
VIVANCO En la mar está, sin duda:que haber a tierra llegadomuestra este plato quebrado.A nuestra señal se acuda: 1000 hiere, amigo, el pedernal,porque saques dél la lumbreque traiga, guíe y alumbretodo el bien de nuestro mal.
DON FERNANDO ¿No ves cómo otras centellas 1005corresponden a las nuestras?
VIVANCOLlama a tan alegres muestras,no centellas, sino estrellas. Sosiega y escucha el sonmanso de los santos remos. 1010
DON FERNANDOMás a la orilla lleguemos.No hay que dudar, ellos son.
(Entran DON LOPE y el PATRÓN de la barca.)
DON LOPE ¿Es Vivanco?
VIVANCOEl mismo soy.
DON LOPE¿Está Zara en el jardín?
VIVANCOSí, amigo.
DON LOPE¡Felice fin 1015da el cielo a mis males hoy!
VIVANCO ¡Abrázame!
DON LOPENo hay lugarde cumplimientos agora.Ve por ella.
VIVANCOSea en buen hora.Poco podrás esperar. 1020
DON FERNANDO ¿Quieres que vaya contigo,amigo?
VIVANCONo hay para qué:que yo solo las traeréen un instante conmigo; que todos están a punto, 1025sin dormir, esto esperando.
DON LOPEPues parte, amigo, volando.
PATRÓN¿Están lejos?
VIVANCOAquí junto.
(Éntrase VIVANCO.)
PATRÓN ¡Oh, si no tardasen mucho,que es el viento favorable! 1030
DON LOPESosegaos, ninguno hable,que cierto rumor escucho.
PATRÓN A la barca nos volvemoshasta ver lo que es, señor.
DON LOPEQuedito, no hagáis rumor, 1035que aquí seguros estamos.
(Entran VIVANCO, HALIMA, ZARA, COSTANZA, el PADRE, con un paño blanco, dando muestra que lleva los huesos de FRANCISQUITO; OSORIO, el SACRISTÁN y otros cristianos que pudieren salir.)
VIVANCO Estaban alerta, y vieronlas señales en la mar,y, sin poderme esperar,a la marina corrieron. 1040 Ahorráronme el camino.
OSORIO¡Ésta es suerte milagrosa!
DON LOPE¿Dó está mi estrella hermosa?
HALIMA¿Dó está mi norte divino?
PATRÓN No es tiempo de cumplimientos; 1045a embarcar, que el viento carga.¡Oh liviana y santa carga,haced propicios lo vientos!
SACRISTÁN Ya yo estaba rescatado;pero, con todo, me iré. 1050
PATRÓN¿Hay más cristianos?
DON FERNANDONo sé.
VIVANCOLos que he podido he juntado.
COSTANZA ¡Vamos, no despierte Halima!
DON FERNANDO¿Quieres que por ella vuelva?
PATRÓNTodo el mundo se resuelva 1055de embarcarse.
COSTANZA¿Te lastima dejar tu ama?
DON FERNANDOY mi amoquisiera que aquí se hallara.
DON LOPEVamos, Zara.
ZAHARAYa no Zara,sino María me llamo. 1060
DON LOPE No de la imaginacióneste trato se sacó,que la verdad lo fraguóbien lejos de la ficción. Dura en Argel este cuento 1065de amor y dulce memoria,y es bien que verdad y historiaalegre al entendimiento. Y aún hoy se hallarán en élla ventana y el jardín. 1070Y aquí da este trato fin,que no le tiene el de Argel.
FIN DE LA COMEDIA
Comedia famosa intitulada El rufián dichoso
Jornada primera
Segunda jornada
Jornada tercera
Los que hablan en ella son los siguientes:
LUGO, estudiante.
LOBILLO, rufián.
GANCHOSO, rufián.
ALGUACIL.
Dos corchetes.
LAGARTIJA, muchacho.
Una DAMA.
Su MARIDO.
El INQUISIDOR TELLO DE SANDOVAL.
Dos músicos.
Un PASTELERO.
ANTONIA.
Otra MUJER.
CARRASCOSA, padre de la mancebía.
PERALTA, estudiante.
GILBERTO, estudiante.
Un ÁNGEL.
La COMEDIA.
La CURIOSIDAD.
FRAY ANTONIO.
FRAY ÁNGEL.
El PRIOR.
Dos ciudadanos.
DOÑA ANA DE TREVIÑO.
Dos criados.
Un CLÉRIGO.
LUCIFER.
VISIEL, demonio.
El VIRREY DE MÉJICO.
El PADRE CRUZ.
SAQUEL, demonio.
Tres almas de purgatorio.
Salen LUGO, envainando una daga de ganchos, y el LOBILLO y GANCHOSO, rufianes. LUGO viene como estudiante, con una media sotana, un broquel en la cinta y una daga de ganchos; que no ha de traer espada.
LOBILLO ¿Por qué fue la quistión?
LUGONo fue por nada.No se repita, si es que amigos somos.
GANCHOSOQuiso Lugo empinarse sobre llombre,y, siendo rufo de primer tonsura,asentarse en la cátreda de prima, 5teniendo al lombre aquí por espantajo.
LUGOMis sores, poco a poco. Yo soy mozoy mazo, y tengo hígados y bofespara dar en el trato de la hampaquinao al más pintado de su escuela, 10en la cual no recibe el grado algunode valeroso por haber gran tiempoque cura en sus entradas y salidas,sino por las hazañas que ya hecho.¿No tienen ya sabido que hay cofrades 15de luz, y otros de sangre?
LOBILLOAqueso pido.
GANCHOSO¡Hola, so Lobo! Si es que pide queso,pídalo en otra parte, que en aquéstano se da. Si no...
LOBILLO¡Basta, seor Ganchoso!O logue luenga, y téngase por dicho, 20que entrevo toda flor y todo rumbo.
GANCHOSO¿Pues nosotros nacimos en Guinea,so Lobo?
LOBILLONo sé nada.
GANCHOSOPues apréndalocon aquesta leción.
LUGO¡Fuera, Lobillo!
GANCHOSOEntrambos sois ovejas fanfarrones, 25y gallinas mojadas, y conejos.
LOBILLO¡Menos lengua y más manos, hideputa!
(Entran a esta sazón un ALGUACIL y dos corchetes; huyen GANCHOSO y LOBILLO; queda solo LUGO, envainando.)
CORCHETE ¡Téngase a la justicia!
LUGO¡Tente, pícaro!¿Conócesme?
CORCHETE ¡So Lugo!
LUGO¿Qué so Lugo?
ALGUACILBellacos, ¿no le asís?
CORCHETE 2Señor nuestro amo, 30¿sabe lo que nos manda? ¿No conoceque es el señor Cristóbal el delinque?
ALGUACIL¡Que siempre le he de hallar en estas danzas!¡Por Dios, que es cosa recia! ¡No hay pacienciaque lo pueda llevar!
LUGOLlévelo en cólera, 35que tanto monta.
ALGUACILAhora, yo sé ciertoque ha de romper el diablo sus zapatosalguna vez.
LUGOMas que los rompa ciento;que él los sabrá comprar donde quisiere.
ALGUACILEl señor Sandoval tiene la culpa. 40
CORCHETE 2Tello de Sandoval es su amo déste.
CORCHETE 1Y manda la ciudad, y no hay justiciaque le ose tocar por su respeto.
LUGOEl señor alguacil haga su oficio,y déjese de cuentos y preámbulos. 45
ALGUACIL¡Cuán mejor pareciera el señor Lugoen su colegio que en la barbacana,el libro en mano, y no el broquel en cinta!
LUGOCrea el so alguacil que no le cuadrani esquina el predicar; deje ese oficio 50a quien le toca, y vaya y pique aprisa.
ALGUACILSin picar nos iremos, y agradézcaloa su amo; que, a fe de hijodalgo,que yo sé en qué parará este negocio.
LUGOEn irse y en quedarme.
CORCHETE 1Yo lo creo, 55porque es un Barrabás este Cristóbal.
CORCHETE 2No hay gamo que le iguale en ligereza.
CORCHETE 1Mejor juega la blanca que la negra,y en entrambas es águila volante.
ALGUACILRecójase y procure no encontrarme, 60que será lo más sano.
LUGOAunque sea enfermo,haré lo que füere de mi gusto.
ALGUACILVenid vosotros.
(Éntrase el ALGUACIL.)
CORCHETE 1So Cristóbal, ¡viveque no le conocí!; ¡sí, juro cierto!
CORCHETE 2Señor Cristóbal, yo me recomendo; 65de mí no hay qué temer; soy ciego y mudopara ver ni hablar cosa que toquea la mínima suela del calcorroque tapa y cubre la coluna y basaque sustentan la máquina hampesca. 70
LUGO¿Dónde cargaste, Calahorra?
CORCHETE 2No sé; Dios con la noche me socorra.
(Éntranse los dos corchetes.)
LUGO ¡Que sólo me respeten por mi amoy no por mí, no sé esta maravilla!;mas yo haré que salga de mí un bramo 75que pase de los muros de Sevilla.Cuelgue mi padre de su puerta el ramo,despoje de su jugo a Manzanilla;conténtese en su humilde y bajo oficio,que yo seré famoso en mi ejercicio. 80
(Entra, a este instante, LAGARTIJA, muchacho.)
LAGARTIJA Señor Cristóbal, ¿qué es esto?¿Has reñido, por ventura,que tienes turbado el gesto?
LUGOPónele de sepulturael ánimo descompuesto. 85 La de ganchos saqué a luz,porque me hiciese el buzun bravo por mi respeto;mas huyóse de su aspectocomo el diablo de la cruz. 90 ¿Qué me quieres, Lagartija?
LAGARTIJALa Salmerona y la Pava,la Mendoza y la Librija,que es cada cual por sí brava,gananciosa y buena hija, 95 te suplican que esta tarde,allá cuando el sol no ardey hiere en rayo cencillo,en el famoso Alamillohagas de tu vista alarde. 100
LUGO ¿Hay regodeo?
LAGARTIJAHay merienda,que las más famosas cenasante ella cogen la rienda:cazuelas de berenjenasserán penúltima ofrenda. 105 Hay el conejo empanado,por mil partes traspasadocon saetas de tocino;blanco el pan, aloque el vino,y hay turrón alicantado. 110 Cada cual para esto robablancas vistosas y nuevas,una y otra rica coba;dales limones las Cuevasy naranjas el Alcoba. 115 Daráles en un instanteel pescador arrogante,más que le hay del norte al sur,el gordo y sabroso albury la anguila resbalante. 120 El sábalo vivo, vivo,colear en la caldera,o saltar en fuego esquivo,verás en mejor maneraque te lo pinto y describo. 125 El pintado camarón,con el partido limóny bien molida pimienta,verás cómo el gusto aumentay le saca de harón. 130
LUGO ¡Lagartija, bien lo pintas!
LAGARTIJAPues llevan otras mil cosasde comer, varias, distintas,que a voluntades golosaslas harán poner en quintas. 135
LUGO ¿Qué es en quintas?
LAGARTIJAEn división,llevándose la aficiónaquí y allí y acullá:que la variedad haráno atinar con la razón. 140
LUGO ¿Y quién va con ellas?
LAGARTIJA¿Quién?El Patojo, y el Mochuelo,y el Tuerto del Almadén.
LUGOQue ha de haber soplo recelo.
LAGARTIJAVe tú, y se hará todo bien. 145
LUGO Quizá, por tu gusto iré;que tienes un no sé quéde agudeza, que me encanta.
LAGARTIJAMi boca pongo en la plantade tu valeroso pie. 150
LUGO ¡Alza, rapaz lisonjero,indigno del vil oficioque tienes!
LAGARTIJAPues dél esperosalir presto a otro ejercicioque muestre ser perulero. 155
LUGO ¿Qué ejercicio?
LAGARTIJASeñor Lugo,será ejercicio de jugo,puesto que en él se trabaja,que es jugador de ventaja,y de las bolsas verdugo. 160 ¿No has visto tú por ahímil con capas guarnecidas,volantes más que un neblí,que en dos barajas bruñidasencierran un Potosí? 165 Cuál destos se finge mancopara dar un toque francoal más agudo, y me alegrode ver no usar de su negrohasta que topen un blanco. 170
LUGO ¡Mucho sabes! ¿Qué papeles el que traes en el pecho?
LAGARTIJA¿Descúbreseme algo dél?Todo el seso sin provechode Apolo se encierra en él. 175 Es un romance jácaro,que le igualo y le comparoal mejor que se ha compuesto;echa de la hampa el restoen estilo jaco y raro. 180 Tiene vocablos modernos,de tal manera que encantan;unos bravos, y otros tiernos;ya a los cielos se levantan,ya bajan a los infiernos. 185
LUGO Dile, pues.
LAGARTIJASéle de coro;que ninguna cosa ignorode aquesta que a luz se saque.
LUGO¿Y de qué trata?
LAGARTIJADe un jaqueque se tomó con un toro. 190
LUGO Vaya, Lagartija.
LAGARTIJAVaya,y todo el mundo esté atentoa mirar cómo se ensayaa pasar mi entendimientodel que más sube la raya. 195«Año de mil y quinientosy treinta y cuatro corría,a veinte y cinco de mayo,martes, acïago día,sucedió un caso notable 200en la ciudad de Sevilla,digno que ciegos le canteny que poetas le escriban.Del gran corral de los Olmos,do está la jacarandina, 205sale Reguilete, el jaque,vestido a las maravillas.No va la vuelta del Cairo,del Catay ni de la China,ni de Flandes, ni Alemania, 210ni menos de Lombardía:va la vuelta de la plazade San Francisco bendita,que corren toros en ellapor Santa Justa y Rufina; 215y, apenas entró en la plaza,cuando se lleva la vistatras sí de todos los ojos,que su buen donaire miran.Salió en esto un toro hosco, 220¡válasme Santa María!,y, arremetiendo con él,dio con él patas arriba.Dejóle muerto y mohíno,bañado en su sangre misma; 225y aquí da fin el romanceporque llegó el de su vida.»
LUGO ¿Y éste es el romance bravoque decías?
LAGARTIJASu llanezay su buen decir alabo; 230y más, que muestra agudezaen llegar tan presto al cabo.
LUGO ¿Quién le compuso?
LAGARTIJATristán,que gobierna en San Románla bendita sacristía, 235que excede en la poesíaa Garcilaso y Boscán.
(Entra, a este instante, una DAMA, con el manto hasta la mitad del rostro.)
DAMA Una palabra, galán.
LUGOVe con Dios; y quizá iré,si estás cierto que allá van. 240
LAGARTIJADigo que van, yo lo sé;y sé que te aguardarán.
(Éntrase LAGARTIJA.)
DAMA Arrastrada de un deseosin provecho resistido,a hurto de mi marido, 245delante de vos me veo. Lo que este manto os encubre,mirad, y después veréis
(Mírala por debajo del manto.)
si es razón que remediéislo que la lengua os descubre. 250 ¿Conocéisme?
LUGODemasiado.
DAMAEn eso veréis la fuerzaque me incita, y aun me fuerza,a ponerme en este estado; mas, porque no estéis en calma 255pensando a qué es mi venida,digo que a daros mi vidacon la voluntad del alma. Vuestra rara valentíay vuestro despejo han hecho 260tanta impresión en mi pecho,que pienso en vos noche y día. Quítame este pensamientopensar en mi calidad,y al gusto la voluntad 265da libre consentimiento; y así, sin guardar decoroa quien soy en ningún modo,habré de decirlo todo:sabed, Lugo, que os adoro. 270 No fea, y muy rica soy;sabré dar, sabré querer,y esto lo echaréis de verpor este trance en que estoy; que la mujer ya rendida, 275aunque es toda mezquindad,muestra liberalidadcon el dueño de su vida. En la tuya o en mi casa,de mí y de mi hacienda puedes 280prometerte, no mercedes,sino servicios sin tasa; y, pues miedo no te alcanza,no te le dé mi marido,que el engaño siempre ha sido 285parcial de la confianza. No llegan de los recelos,porque los tiene discretos,a hacer los tristes efectosque suelen hacer los celos; 290 y, porque nunca ocasiónde tenerlos yo le he dado,le juzgo por engañadoa nuestra satisfación. ¿Para qué arrugas la frente 295y alzas las cejas? ¿Qué es esto?
LUGOEn admiración me ha puestotu deseo impertinente. Pudieras, ya que queríassatisfacer tu mal gusto, 300buscar un sujeto al justode tus grandes bizarrías; pudieras, como entre peras,escoger en la ciudadquien diera a tu voluntad 305satisfación con más veras; y así, tuviera disculpacon la alteza del empleotu mal nacido deseo,que en mi bajeza te culpa. 310 Yo soy un pobre criadode un inquisidor, cual sabes,de caudal, que está sin llaves,entre libros abreviado; vivo a lo de Dios es Cristo, 315sin estrechar el deseo,y siempre traigo el baldeocomo sacabuche listo; ocúpome en bajas cosas,y en todas soy tan terrible, 320que el acudir no es posiblea las que son amorosas: a lo menos, a las altas,como en las que en ti señalas;que son de cuervo mis alas. 325
DAMANo te pintes con más faltas, porque en mi imaginaciónte tiene amor retratadodel modo que tú has contado,pero con más perfección. 330 No pido hagas quimerasde ti mismo; sólo pido,deseo bien comedido,que, pues te quiero, me quieras. Pero, ¡ay de mí, desdichada! 335¡Mi marido! ¿Qué haré?Tiemblo y temo, aunque bien séque vengo bien disfrazada.
(Entra su MARIDO.)
LUGO Sosegaos, no os desviéis,que no os ha de descubrir. 340
DAMAAunque me quisiera ir,no puedo mover los pies.
MARIDO Señor Lugo, ¿qué hay de nuevo?
LUGOCierta cosa que contaros,que me obligaba a buscaros. 345
DAMAIrme quiero, y no me atrevo.
MARIDO Aquí me tenéis; miradlo que tenéis que decirme.
DAMAHarto mejor fuera irme.
LUGOLlegaos aquí y escuchad. 350 La hermosura que dar quisoel cielo a vuestra mujer,con que la vino a haceren la tierra un paraíso, ha encendido de manera 355de un mancebo el corazón,que le tiene hecho carbónde la amorosa hoguera. Es rico y es poderoso,y atrevido de tal modo, 360que atropella y rompe todolo que es más dificultoso. No quiere usar de los mediosde ofrecer ni de rogar,porque, en su mal, quiere usar 365de otros más breves remedios. Dice que la honestidadde vuestra consorte es tanta,que le admira y que le espantatanto como la beldad. 370 Por jamás le ha descubiertosu lascivo pensamiento;que queda su atrevimiento,ante su recato, muerto.
MARIDO ¿Es hombre que entra en mi casa? 375
LUGORóndala, mas no entra en ella.
MARIDOQuien casa con mujer bella,de su honra se descasa, si no lo remedia el cielo.
DAMA Aparte.
¿Qué es lo que tratan los dos? 380¿Si es de mí? ¡Válgame Dios,de cuántos males recelo!
LUGO Digo, en fin, que es tal el fuegoque a este amante abrasa y fuerza,que quiere usar de la fuerza 385en cambio y lugar del ruego. Robar quiere a vuestra esposa,ayudado de otra gentecomo yo, desta valiente,atrevida y licenciosa. 390 Hame dado cuenta dello,casi como a principaldesta canalla mortal,que en hacer mal echa el sello. Yo, aunque soy mozo arriscado, 395de los de campo través,ni mato por interés,ni de ruindades me agrado. De ayudalle he prometido,con intento de avisaros; 400que es fácil el repararos,estando así prevenido.
MARIDO ¿Soy hombre yo de amenazas?Tengo valor, ciño espada.
LUGONo hay valor que pueda nada 405contra las traidoras trazas.
MARIDO En fin: ¿mi consorte ignoratodo este cuento?
LUGOAsí ellaos ofende, como aquellacubierta y buena señora. 410 Por el cielo santo os juroque no sabe nada desto.
MARIDODe ausentarla estoy dispuesto.
LUGOEso es lo que yo procuro.
MARIDO Yo la pondré donde el viento 415apenas pueda tocalla.
LUGOEn el recato se hallabuen fin del dudoso intento. Retiradla, que la ausenciahace, pasando los días, 420volver las entrañas fríasque abrasaba la presencia; y nunca en la poca edadtiene firme asiento amor,y siempre el mozo amador 425huye la dificultad.
MARIDO El aviso os agradezco,señor Lugo, y algún díasabréis de mi cortesíasi vuestra amistad merezco. 430 El nombre saber quisieradese galán que me acosa.
LUGOEso es pedirme una cosaque de quien soy no se espera. Basta que vais avisado 435de lo que más os conviene,y este negocio no tienemás de lo que os he contado. Vuestra consorte inocenteestá de todo este hecho; 440vos, con esto satisfecho,haced como hombre prudente.
MARIDO Casa fuerte y heredadtengo en no pequeña aldea,y llaves, que harán que sea 445grande la dificultad que se oponga al mal intentodese atrevido mancebo.Quedaos, que en el alma llevomás de un vario pensamiento. 450(Vase el MARIDO.)
DAMA Entre los dientes ya estabael alma para dejarme;quise, y no pude mudarme,aunque más lo procuraba. ¡Mucho esfuerzo ha menester 455quien, con traidora conciencia,no se alborota en presenciade aquel que quiere ofender!
LUGO Y más si la ofensa es hechade la mujer al marido. 460
DAMAEl nublado ya se ha ido;hazme agora satisfecha, contándome qué queríasa mi esclavo y mi señor.
LUGOHanme hecho corredor 465de no sé qué mercancías. Díjele, si las quería,que fuésemos luego a vellas.
DAMA¿De qué calidad son ellas?
LUGODe la mayor cuantía; 470 que le importa, estoy pensando,comprallas, honor y hacienda.
DAMA¿Cómo haré yo que él entiendaesa importancia?
LUGOCallando. Calla y vete, y así harás 475muy segura su ganancia.
DAMA¿Pues qué traza de importanciaen lo de gozarnos das?
LUGO Ninguna que sea de gusto;por hoy, a lo menos.
DAMAPues, 480¿cuándo la darás, si esque gustas de lo que gusto?
LUGO Yo haré por verme contigo.Vete en paz.
DAMACon ella queda,y el amor contigo pueda 485todo aquello que conmigo.
LUGO Como de rayo del cielo,como en el mar de tormenta,como de improviso afrentay terremoto del suelo; 490 como de fiera indignada,del vulgo insolente y libre,pediré a Dios que me librede mujer determinada.
(Éntrase LUGO.)
(Sale el licenciado TELLO DE SANDOVAL, amo de CRISTÓBAL DE LUGO, y el ALGUACIL que salió primero.)
TELLO ¿Pasan de mocedades?
ALGUACILEs de modo 495que, si no se remedia, a buen seguroque ha de escandalizar al pueblo todo. Como cristiano, a vuesa merced juroque piensa y hace tales travesuras,que nadie dél se tiene por seguro. 500
TELLO ¿Es ladrón?
ALGUACILNo, por cierto.
TELLO¿Quita a escuraslas capas en poblado?
ALGUACILNo, tampoco.
TELLO¿Qué hace, pues?
ALGUACILOtras cien mil diabluras. Esto de valentón le vuelve loco:aquí riñe, allí hiere, allí se arroja, 505y es en el trato airado el rey y el coco; con una daga que le sirve de hoja,y un broquel que pendiente tray al lado,sale con lo que quiere o se le antoja. Es de toda la hampa respetado, 510averigua pendencias y las hace,estafa, y es señor de lo guisado; entre rufos, él hace y él deshace,el corral de los Olmos le da parias,y en el dar cantaletas se complace. 515 Por tres heridas de personas varias,tres mandamientos traigo y no ejecuto,y otros dos tiene el alguacil Pedro Arias. Muchas veces he estado resolutode aventurallo todo y de prendelle, 520o ya a la clara, o ya con modo astuto; pero, viendo que da en favorecelletanto vuesa merced, aun no me atrevoa miralle, tocalle ni ofendelle.
TELLOEsa deuda conozco que la debo, 525 y la pagaré algún día,y procuraré que Lugouse de más cortesía,o le seré yo verdugo,por vida del alma mía. 530 Mas lo mejor es quitallede aquesta tierra y llevallea Méjico, donde voy,no obstante que puesto estoyen reñille y castigalle. 535 Vuesa merced en buen horavaya, que yo le agradezcoel aviso, y desde agoratodo por suyo me ofrezco.
ALGUACILYa adivino su mejora 540 sacándole de Sevilla,que es tierra do la semillaholgazana se levantasobre cualquiera otra plantaque por virtud maravilla. 545(Éntrase el ALGUACIL.)
TELLO ¡Que aqueste mozo me engañe,y que tan a suelta riendaa mi honor y su alma dañe!Pues yo haré, si no se enmienda,que de mi favor se estrañe: 550 que, viéndose sin ayuda,será posible que acudaa la enmienda de su error;que a la sombra del favorcrecen los vicios, sin duda. 555(Éntrase TELLO.)
(Salen dos músicos con guitarras, y CRISTÓBAL con su broquel y daga de ganchos.)
LUGO Toquen, que ésta es la casa, y al seguroque presto llegue el bramo a los oídosde la ninfa, que he dicho, jerezana,cuya vida y milagros en mi lenguaviene cifrada en verso correntío. 560A la jácara toquen, pues comienzo.
MÚSICO 1¿Quieres que le rompamos las ventanasantes de comenzar, porque esté atenta?
LUGOAcabada la música, andaremosaquestas estaciones. Vaya agora 565el guitarresco son, y el aquelindo.
(Tocan.)
Escucha, la que venistede la jerezana tierraa hacer a Sevilla guerraen cueros, como valiente; 570la que llama su parienteal gran Miramamolín;la que se precia de ruin,como otras de generosas;la que tiene cuatro cosas, 575y aun cuatro mil, que son malas;la que pasea sin alaslos aires en noche escura;la que tiene a gran venturaser amiga de un lacayo; 580la que tiene un papagayoque siempre la llama puta;la que en vieja y en astutada quinao a Celestina;la que, como golondrina, 585muda tierras y sazones;la que a pares, y aun a nones,ha ganado lo que tiene;la que no se desavienepor poco que se le dé; 590la que su palabra y feque diese jamás guardó;la que en darse a sí excedióa las godeñas más francas;la que echa por cinco blancas 595las habas y el cedacillo.
(Asómase a la ventana UNO medio desnudo, con un paño de tocar y un candil.)
UNO¿Están en sí, señores? ¿No dan cataque no los oye nadie en esta casa?
MÚSICO 1¿Cómo así, tajamoco?
UNOPorque el dueñoha que está ya a la sombra cuatro días. 600
MÚSICO 2Convaleciente, di: ¿cómo, a la sombra?
UNOEn la cárcel; ¿no entrevan?
LUGO¿En la cárcel?Pues ¿por qué la llevaron?
UNOPor amigade aquel Pierres Papín, el de los naipes.
MÚSICO 1¿Aquel francés giboso?
UNOAquese mismo, 605que en la cal de la Sierpe tiene tienda.
LUGO¡Éntrate, bodegón almidonado!
MÚSICO 2¡Zabúllete, fantasma antojadiza!
MÚSICO 1¡Escóndete, podenco cuartanario!
UNOÉntrome, ladroncitos en cuadrilla; 610zabúllome, cernícalos rateros;escóndome, corchetes a lo Caco.
LUGO¡Vive Dios, que es de humor el hideputa!
UNONo tire nadie; estén las manos quedas,y anden las lenguas.
MÚSICO 1¿Quién te tira, sucio? 615
UNO¿Hay más? ¡Si no me abajo, cuál me paran!¡Mancebitos, adiós!; que no soy pera,que me han de derribar a terronazos.
(Éntrase.)
LUGO¿Han visto los melindres del bellaco?No le tiran, y quéjase.
MÚSICO 2Éste es un sastre 620remendón muy donoso.
MÚSICO 1¿Qué haremos?
LUGOVamos a dar asalto al pasteleroque está aquí cerca.
MÚSICO 2Vamos, que ya es horaque esté haciendo pasteles; que este ciegoque viene aquí nos da a entender cuán cerca 625
(Entra un CIEGO.)
viene ya el día.
CIEGONo he madrugado mucho,pues que ya suena gente por la calle.Hoy quiero comenzar por este sastre.
LUGO¡Hola, ciego, buen hombre!
CIEGO¿Quién me llama?
LUGOTomad aqueste real, y diez y siete 630oraciones decid, una tras otra,por las almas que están en purgatorio.
CIEGOQue me place, señor, y haré mis fuerzaspor decirlas devota y claramente.
LUGONo me las engulláis, ni me echéis sisa 635en ellas.
CIEGONo, señor; ni por semejas.A las Gradas me voy, y allí, sentado,las diré poco a poco.
LUGO¡Dios os guíe!
(Vase el CIEGO.)
MÚSICO 1¿Quédate para vino, Lugo amigo?
LUGONi aun un solo cornado.
MÚSICO 2¡Vive Roque, 640que tienes condición extraordinaria!Muchas veces te he visto dar limosnaal tiempo que la lengua se nos pegaal paladar, y sin dejar siquierapara comprar un polvo de Cazalla. 645
LUGOLas ánimas me llevan cuanto tengo;mas yo tengo esperanza que algún díalo tienen de volver ciento por uno.
MÚSICO 2¡A la larga lo tomas!
LUGOY a lo corto;que al bien hacer jamás le falta premio. 650
(Suena dentro como que hacen pasteles, y canta UNO dentro lo siguiente:)
UNO ¡Afuera, consejos vanos, que despertáis mi dolor! No me toquen vuestras manos; que, en los consejos de amor, los que matan son los sanos. 655
MÚSICO 1 ¡Hola! Cantando está el pastelerazo,y, por lo menos, los «consejos vanos».¿Tienes pasteles, cangilón con tetas?
PASTELERO¡Músico de mohatra sincopado!
LUGOPastelero de riego, ¿no respondes? 660
PASTELEROPasteles tengo, mancebitos hampos;mas no son para ellos, corchapines.
LUGO¡Abre, socarra, y danos de tu obra!
PASTELERO¡No quiero, socarrones! ¡A otra puerta,que no se abre aquésta por agora! 665
LUGO¡Por Dios, que a puntapiés la haga leñasi acaso no nos abres, buenos vinos!
PASTELERO¡Por Dios, que no he de abrir, malos vinagres!
LUGO«¡Agora lo veredes!», dijo Agrajes.
MÚSICO 1¡Paso, no la derribes! ¡Lugo, tente! 670
(Da de coces a la puerta; sale el PASTELERO y sus secuaces con palas y barrederos y asadores.)
PASTELERO¡Bellacos, no hay aquí Agrajes que valgan;que, si tocan historias, tocaremospalas y chuzos!
MÚSICO 2¡Enciérrate, capacho!
LUGO¿Quieres que te derribe aquesas muelas,remero de Carón el chamuscado? 675
PASTELERO¡Cuerpo de mí! ¿Es Cristóbal el de Tello?
MÚSICO 1Él es. ¿Por qué lo dices, zangomango?
PASTELERODígolo porque yo le soy amigoy muy su servidor, y para cuatroo para seis pasteles no tenía 680para qué romper puertas ni ventanas,ni darme cantaletas ni matracas.Entre Cristóbal, sus amigos entren,y allánese la tienda por el suelo.
LUGO¡Vive Dios, que eres príncipe entre príncipes, 685y que esa sumisión te ha de hacer francode todo mi rigor y mal talante!Enváinense la pala y barrederas,y amigos usque ad mortem.
PASTELEROPor San Pito,que han de entrar todos, y la buena estrena 690han de hacer a la hornada, que ya sale;y más, que tengo de Alanís un cueroque se viene a las barbas y a los ojos.
MÚSICO 1De miedo hace todo cuanto haceaqueste marión.
LUGONo importa nada. 695Asgamos la ocasión por el harapo,por el hopo o copete, como dicen,ora la ofrezca el miedo o cortesía.El señor pastelero es cortesísimo,y yo le soy amigo verdadero, 700y hacer su gusto por mi gusto quiero.
(Éntranse todos. Sale ANTONIA con su manto, no muy aderezada, sino honesta.)
ANTONIA Si ahora yo le hallaseen su aposento, no habríacosa de que más gustase;quizá a solas le diría 705alguna que le ablandase. Atrevimiento es el mío:pero dame esfuerzo y bríoestos celos y este amor,que rinden con su rigor 710al más esento albedrío. Ésta es la casa, y la puerta,como pide mi deseo,parece que está entreabierta;mas, ¡ay!, que a sus quicios veo 715yacer mi esperanza muerta. Apenas puedo moverme;pero, en fin, he de atreverme,aunque tan cobarde estoy,porque en el punto de hoy 720está el ganarme o perderme.
(Sale el inquisidor TELLO DE SANDOVAL, con ropa de levantar, rezando en unas Horas.)
TELLODeus in adiutorium meum intende,
Domine, ad adiuvandum me festina.
Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto,
Sicut erat, etc. ¿Quién está ahí? ¿Qué ruidoes ése? ¿Quién está ahí?
ANTONIA¡Ay desdichada de mí!¿Qué es lo que me ha sucedido? 725
TELLO Pues, señora, ¿qué buscáistan de mañana en mi casa?Éste de madrugar pasa.No os turbéis. ¿De qué os turbáis?
ANTONIA ¡Señor!
TELLOAdelante. ¿Qué es? 730Proseguid vuestra razón.
ANTONIANunca la errada intenciónsupo enderezar los pies. A Lugo vengo a buscar.
TELLO¿Mi criado?
ANTONIASí, señor. 735
TELLO¿Tan de mañana?
ANTONIAEl amortal vez hace madrugar.
TELLO ¿Bien le queréis?
ANTONIANo lo niego;mas quiérole en parte buena.
TELLOEl madrugar os condena. 740
ANTONIASiempre es solícito el fuego.
TELLO En otra parte buscadmateria que le apliquéis,que en mi casa no hallaréissino toda honestidad; 745 y si el mozo da ocasiónque le busquéis, yo haréque desde hoy más no os la dé.
ANTONIAEnójase sin razón vuesa merced; que, en mi alma, 750que el mancebo es de manera,que puede llevar do quieraentre mil honestos palma. Verdad es que él es travieso,matante, acuchillador; 755pero, en cosas del amor,por un leño le confieso. No me lleva a mí tras élVenus blanda y amorosa,sino su aguda ganchosa 760y su acerado broquel.
TELLO ¿Es valiente?
ANTONIAMuy bien puedessin escrúpulo igualalle,y aun quizá será agravialle,a García de Paredes. 765 Y por esto este mocitotrae a todas las del tratomuertas; por ser tan bravato;que en lo demás es bendito.
TELLO Óigole. Escondeos aquí, 770porque quiero hablar con élsin que os vea.
ANTONIA¡Que no es él!
TELLOEs, sin duda; yo le oí. Después os daré lugarpara hablarle.
ANTONIASea en buen hora. 775
(Escóndese ANTONIA. Entra LUGO en cuerpo, pendiente a las espaldas el broquel y la daga, y trae el rosario en la mano.)
LUGOMi señor suele a esta horade ordinario madrugar. Mirad si lo dije bien;hele aquí. Yo apostaréque hay sermón do no pensé. 780Acábese presto. Amén.
TELLO ¿De dónde venís, mancebo?
LUGO¿De dó tengo de venir?
TELLODe matar y de herir,que esto para vos no es nuevo. 785
LUGO A nadie hiero ni mato.
TELLOSiete veces te he libradode la cárcel.
LUGOYa es pasadoaquése, y tengo otro trato.
TELLO Más sé que hay de un mandamiento 790para prenderte en la plaza.
LUGOSí; mas ninguno amenazaa que dé coces al viento: que todas son liviandadesde mozo las que me culpan, 795y a mí mismo me disculpan,pues no llegan a maldades. Ellas son cortar la caraa un valentón arrogante,una matraca picante, 800aguda, graciosa y rara; calcorrear diez pasteleso cajas de diacitrón;sustanciar una quistiónentre dos jaques noveles; 805 el tener en la dehesados vacas, y a veces tres,pero sin el interésque en el trato se profesa; procurar que ningún rufo 810se entone do yo estuviere,y que estime, sea quien fuere,la suela de mi pantufo. Estas y otras cosas taleshago por mi pasatiempo, 815demás que rezo algún tiempolos psalmos penitenciales; y, aunque peco de ordinario,pienso, y ello será ansí,dar buena cuenta de mí 820por las de aqueste rosario.
TELLO Dime, simple: ¿y tú no vesque desa tu plata y cobre,es dar en limosna al pobredel puerco hurtado los pies? 825 Haces a Dios mil ofensas,como dices, de ordinario,¿y con rezar un rosario,sin más, ir al cielo piensas? Entra por un libro allí, 830que está sobre aquella mesa.Dime: ¿qué manera es ésade andar, que jamás la vi? ¿Hacia atrás? ¿Eres cangrejo?Vuélvete. ¿Qué novedad 835es ésa?
LUGOEs curiosidady cortesano consejo que no vuelva el buen criadolas espaldas al señor.
TELLOCrianza de tal tenor, 840en ninguno la he notado. Vuelve, digo.
LUGOYa me vuelvo:que por esto el paso atrásdaba.
TELLOEn que eres Satanásdesde agora me resuelvo. 845 ¿Armado en casa? ¿Por suertetienes en ella enemigos?Sí tendrás, cual son testigoslos ministros de la muerte que penden de tu pretina, 850y en ellos has confirmadoque el mozo descaminado,como tú, hacia atrás camina. ¡Bien iré a la Nueva Españacargado de ti, malino; 855bien a hacer este caminotu ingenio y virtud se amaña! Si, en lugar de libros, llevasestas joyas que veo aquí,por cierto que das de ti 860grandes e ingeniosas pruebas. ¡Bien responde la esperanzaen que engañado he vividoal cuidado que he tenidode tu estudio y tu crianza! 865 ¡Bien me pagas, bien procurasque tu humilde nacimientoen ti cobre nuevo asiento,menos bríos y venturas! En balde será avisarte, 870por ejemplos que te den,que nunca se avienen bienAristóteles y Marte, y que está en los arancelesde la discreción mejor 875que no guardan un tenorlas súmulas y broqueles. Espera, que quiero darteun testigo de quién eres,si es que hacen las mujeres 880alguna fe en esta parte. Salid, señora, y hablada vuestro duro diamante,honesto pero matante,valiente pero rufián. 885
(Sale ANTONIA.)
LUGO Demonio, ¿quién te ha traídoaquí? ¿Por qué me persigues,si ningún fruto consiguesde tu intento malnacido?
(Entra LAGARTIJA, asustado.)
TELLO Mancebo, ¿qué buscáis vos? 890¡Con sobresalto venís!¿Qué respondéis? ¿Qué decís?
LAGARTIJADigo que me valga Dios; digo que al so Lugo busco.
TELLOVeisle ahí: dadle el recado. 895
LAGARTIJADe cansado y de turbado,en las palabras me ofusco.
LUGO Sosiégate, Lagartija,y dime lo que me quieres.
LAGARTIJAConsiderando quién eres, 900mi alma se regocija y espera de tu valorque saldrás con cualquier cosa.
LUGOBien; ¿qué hay?
LAGARTIJA¡A Carrascosale llevan preso, señor! 905
LUGO ¿Al padre?
LAGARTIJAAl mismo.
LUGO¿Por dóndele llevan? ¡Dímelo, acaba!
LAGARTIJAPoquito habrá que llegabajunto a la puerta del conde del Castellar.
LUGO¿Quién le lleva, 910y por qué, si lo has sabido?
LAGARTIJAPor pendencia, a lo que he oído;y el alguacil Villanueva, con dos corchetes, en pesole llevan, como a un ladrón. 915¡Quebrárate el corazónsi le vieras!
LUGO¡Bueno es eso! Camina y guía, y esperabuen suceso deste caso,si los alcanza mi paso. 920
LAGARTIJA¡Muera Villanueva!
LUGO¡Muera!
(Vase LAGARTIJA y LUGO, alborotados.)
TELLO ¿Qué padre es éste? ¿Por dicha,llevan a algún fraile preso?
ANTONIANo, señor, no es nada deso:que éste es padre de desdicha, 925 puesto que en su oficio ganamás que dos padres, y aun tres.
TELLODecidme de qué Orden es.
ANTONIADe los de la casa llana. Es alcaide, con perdón, 930señor, de la mancebía,a quien llaman padre hoy díalas de nuestra profesión; su tenencia es casa llana,porque se allanan en ella 935cuantas viven dentro della.
TELLOBien el nombre se profana en eso de alcaide y padre,nombres honrados y buenos.
ANTONIAQuien vive en ella, a lo menos, 940no estará sin padre y madre jamás.
TELLOAhora bien: señora,id con Dios, que a este manceboyo os le pondré como nuevo.
ANTONIATras él voy.
TELLOId en buen hora. 945
(Sale el ALGUACIL que suele, con dos corchetes, que traen preso a CARRASCOSA, padre de la mancebía.)
PADRE Soy de los Carrascosas de Antequera,y tengo oficio honrado en la república,y háseme de tratar de otra manera. Solíanme hablar a mí por súplica,y es mal hecho y mal caso que se atreva 950hacerme un alguacil afrenta pública. Si a un personaje como yo se llevade aqueste modo, ¿qué hará a un mal hombre?Por Dios, que anda muy mal, sor Villanueva; mire que da ocasión a que se asombre 955el que viere tratarme desta suerte.
ALGUACILCalle, y la calle con más prisa escombre,porque le irá mejor, si en ello advierte.
(Entra a este instante LUGO, puesta la mano en la daga y el broquel; viene con él LAGARTIJA y LOBILLO.)
LUGO Todo viviente se tenga,y suelten a Carrascosa 960para que conmigo venga,y no se haga otra cosa,aunque a su oficio convenga. Ea, señor Villanueva,dé de contentarme prueba, 965como otras veces lo hace.
ALGUACILSeñor Lugo, que me place.
CORCHETE¡Juro a mí que se le lleva!
LUGO Padre Carrascosa, vayay éntrese en San Salvador, 970y a su temor ponga raya.
LAGARTIJAEste Cid Campeadormil años viva y bien haya.
ALGUACIL Cristóbal, eche de verque no me quiero perder 975y que le sirvo.
LUGOEstá bien;yo lo miraré muy biencuando fuere menester.
ALGUACIL ¡Agradézcalo al padrino,señor padre!
LOBILLONo haya más, 980y siga en paz su camino.
CORCHETE¿Este mozo es Barrabás,o es Orlando el Paladino? ¡No hay hacer baza con él!
(Éntrase el ALGUACIL y los corchetes.)
PADRENuevo español bravonel, 985con tus bravatas bizarrasme has librado de las garrasde aquel tacaño Luzbel. Yo me voy a retraer,por sí o por no. ¡Queda en paz, 990honor de la hampa y ser!
LUGODices bien, y aqueso haz,que yo después te iré a ver. ¡Bien se ha negociado!
LOBILLOBien;sin sangre, sin hierro o fuego. 995
LUGODe cólera venía ciego,y enfadado.
LOBILLOY yo también. Vamos a cortarla aquícon un polvo de lo caro.
LUGOEn otras cosas reparo 1000que me importan más a mí. Ir quiero agora a jugarcon Gilberto, un estudianteque siempre ha sido mi azar,hombre que ha de ser bastante 1005a hacerme desesperar. Cuanto tengo me ha ganado;solamente me han quedadounas súmulas, y a feque, si las pierdo, que sé 1010cómo esquitarme al doblado.
LOBILLO Yo te daré una barajahecha, con que le despojessin que le dejes alhaja.
LUGO¡Largo medio es el que escoges! 1015Otro sé por do se ataja. Juro a Dios omnipotenteque, si las pierdo al presente,me he de hacer salteador.
LOBILLO¡Resolución de valor 1020y traza de hombre prudente! Si pierdes, ¡ojalá pierdas!,yo mostraré en tu ejercicioque estas manos no son lerdas.
LAGARTIJASiempre fue usado este oficio 1025de personas que son cuerdas, industriosas y valientes,por los casos diferentesque se ofrecen de contino.
LOBILLODe seguirte determino. 1030
LAGARTIJAPor tuyo es bien que me cuentes. Ya ves que mi voluntades de alquimia, que se aplicaal bien como a la maldad.
LUGOEsa verdad testifica 1035tu fácil habilidad. No te dejaré jamás;y adiós.
LOBILLOLugo, ¿qué te vas?
LUGOLuego seré con vosotros.
LAGARTIJAPues, ¡sus!, vámonos nosotros 1040a la ermita del Compás.
(Éntranse todos, y sale PERALTA, estudiante, y ANTONIA.)
ANTONIA Si ha de ser hallarle acaso,mis desdichas son mayores.
PERALTA¿Son celos, o son amoreslos que aquí os guían el paso, 1045 señora Antonia?
ANTONIANo sé,si no es rabia, lo que sea.
PERALTAPor cierto, muy mal se empleaen tal sujeto tal fe.
ANTONIA No hay parte tan escondida, 1050do no se sepa mi historia.
PERALTAHácela a todos notoriael veros andar perdida buscando siempre a este hombre.
ANTONIA¿Hombre? Si él lo fuera, fuera 1055descanso mi angustia fiera.Mas no tiene más del nombre; conmigo, a lo menos.
PERALTA¿Cómo?
ANTONIAEsto, sin duda, es así;que Amor le hirió para mí 1060con las saetas de plomo. No hay yelo que se le iguale.
PERALTAPues, ¿por qué le queréis tanto?
ANTONIAPorque me alegro y me espantode lo que con hombres vale. 1065 ¿Hay más que ver que le danparias los más arrogantes,de la heria los matantes,los bravos de San Román? ¿Y hay más que vivir segura, 1070la que fuere su respeto,de verse en ningún aprietode los de nuestra soltura? Quien tiene nombre de suya,vive alegre y respetada; 1075a razón enamorada,no hay ninguna que la arguya.
(Vase ANTONIA.)
PERALTA Estas señoras del tratoprecian más, en conclusión,un socarra valentón 1080que un Medoro gallinato. En efecto, gran lisiónes la desta moza loca.Ya la campanilla toca;entrémonos a lición. 1085
(Entra PERALTA, y salen GILBERTO, estudiante, y LUGO.)
GILBERTO Ya irás contento, y ya puedesdejar de gruñir un rato,y ya puedes dar baratotal, que parezcan mercedes. Más me has ganado este día, 1090que yo en ciento te he ganado.
LUGOAsí es verdad.
GILBERTOQue buen gradole venga a mi cortesía. ¿Yo tus súmulas? ¡Estabaloco, sin duda ninguna! 1095
LUGOSucesos son de fortuna.
GILBERTOYa yo los adivinaba; porque al tahúr no le duramucho tiempo el alegría,y el que de naipes se fía, 1100tiene al quitar la ventura. Hoy de cualquiera quistiónhas de salir vitorioso;y adiós, señor ganancioso,que yo me vuelvo a lición. 1105
(Éntrase GILBERTO y sale el MARIDO de la MUJER que salió primero.)
MARIDO Señor Lugo, a gran venturatengo este encuentro.
LUGOSeñor,¿qué hay de nuevo?
MARIDOAquel temorde ser ofendido aún dura. Tengo a mi consorte amada 1110retirada en una aldea,y para que el sol la vea,apenas halla la entrada. Con aquel recato vivoque me mandasteis tener, 1115y muérome por saberde quién tanto mal recibo.
LUGO Ya aquel que pudo ponerosen cuidado está de suerteque llegará al de la muerte, 1120y no al punto de ofenderos. Quietad con este seguroel celoso ansiado pecho.
MARIDOCon eso voy satisfecho,y de serviros lo juro. 1125 Hacer podéis de mi hacienda,Lugo, a vuestra voluntad.
LUGOPasó mi necesidad,no hay ninguna que me ofenda; y así, sólo en recompensa 1130recibo vuestro deseo.
MARIDONo aquel estilo en vos veoque el vulgo, engañado, piensa. Adiós, señor Lugo.
(Vase.)
LUGOAdiós.
(Entra LAGARTIJA.)
Pues, Lagartija, ¿a qué vienes? 1135
LAGARTIJA¡Qué gentil remanso tienes!¿No ves que dará las dos,
(Reza LUGO.) y te está esperando todala chirinola hampesca?Ven, que la tarde hace fresca 1140y a los tragos se acomoda. ¿Cuando te están esperandotus amigos con más gusto,andas, cual si fueras justo,avemarías tragando? 1145 O sé rufián, o sé santo;mira lo que más te agrada.Voime, porque ya me enfadatanta Gloria y Patri tanto.
(Vase LAGARTIJA.)
LUGO Solo quedo, y quiero entrar 1150en cuentas conmigo a solas,aunque lo impidan las olasdonde temo naufragar. Yo hice voto, si hoy perdía,de irme a ser salteador: 1155claro y manifiesto errorde una ciega fantasía. Locura y atrevimientofue el peor que se pensó,puesto que nunca obligó 1160mal voto a su cumplimiento. Pero, ¿dejaré por estode haber hecho una maldad,adonde mi voluntadechó de codicia el resto? 1165 No, por cierto. Mas, pues séque contrario con contrariose cura muy de ordinario,contrario voto haré, y así, le hago de ser 1170religioso. Ea, Señor;veis aquí a este salteadorde contrario parecer. Virgen, que Madre de Diosfuiste por los pecadores, 1175ya os llaman salteadores;oídlos, Señora, vos. Ángel de mi guarda, ahoraes menester que acudáis,y el temor fortalezcáis 1180que en mi alma amarga mora. Ánimas de purgatorio,de quien continua memoriahe tenido, séaos notoriami angustia, y mi mal notorio; 1185 y, pues que la caridadentre esas llamas no os deja,pedid a Dios que su orejapreste a mi necesidad. Psalmos de David benditos, 1190cuyos misterios son tantosque sobreceden a cuantosrenglones tenéis escritos, vuestros conceptos me animen,que he advertido veces tantas, 1195a que yo ponga mis plantasdonde al alma no lastimen: no en los montes salteandocon mal cristiano decoro,sino en los claustros y el coro 1200desnudas, y yo rezando. ¡Ea, demonios: por mil modosa todos os desafío,y en mi Dios bueno confíoque os he de vencer a todos! 1205
(Éntrase, y suenan a este instante las chirimías; descúbrese una gloria o, por lo menos, un ÁNGEL, que, en cesando la música, diga:)
ÁNGEL Cuando un pecador se vuelvea Dios con humilde celo,se hacen fiestas en el cielo.
FIN DEL ACTO PRIMERO
Salen dos figuras de ninfas vestidas bizarramente, cada una con su tarjeta en el brazo: en la una viene escrito CURIOSIDAD; en la otra, COMEDIA.
CURIOSIDAD Comedia.
COMEDIACuriosidad,¿qué me quieres?
CURIOSIDADInformarmequé es la causa por que dejasde usar tus antiguos trajes,del coturno en las tragedias, 5del zueco en las manualescomedias, y de la togaen las que son principales;cómo has reducido a treslos cinco actos que sabes 10que un tiempo te componíanilustre, risueña y grave;ahora aquí representas,y al mismo momento en Flandes;truecas sin discurso alguno 15tiempos, teatros, lugares.Véote, y no te conozco;dame de ti nuevas talesque te vuelva a conocer,pues que soy tu amigo grande. 20
COMEDIALos tiempos mudan las cosasy perficionan las artes,y añadir a lo inventadono es dificultad notable.Buena fui pasados tiempos, 25y en éstos, si los mirares,no soy mala, aunque desdigode aquellos preceptos gravesque me dieron y dejaronen sus obras admirables 30Séneca, Terencio y Plauto,y otros griegos que tú sabes.He dejado parte dellos,y he también guardado parte,porque lo quiere así el uso, 35que no se sujeta al arte.Ya represento mil cosas,no en relación, como de antes,sino en hecho; y así, es fuerzaque haya de mudar lugares; 40que, como acontecen ellasen muy diferentes partes,voime allí donde acontecen,disculpa del disparate.Ya la comedia es un mapa, 45donde no un dedo distanteverás a Londres y a Roma,a Valladolid y a Gante.Muy poco importa al oyenteque yo en un punto me pase 50desde Alemania a Guineasin del teatro mudarme;el pensamiento es ligero:bien pueden acompañarmecon él doquiera que fuere, 55sin perderme ni cansarse.Yo estaba ahora en Sevilla,representando con artela vida de un joven loco,apasionado de Marte, 60rufián en manos y lengua,pero no que se enfrascaseen admitir de perdidasel trato y ganancia infame.Fue estudiante y rezador 65de psalmos penitenciales,y el rosario ningún díase le pasó sin rezalle.Su conversión fue en Toledo,y no será bien te enfade 70que, contando la verdad,en Sevilla se relate.En Toledo se hizo clérigo,y aquí, en Méjico, fue fraile,adonde el discurso ahora 75nos trujo aquí por el aire.El sobrenombre de Lugomudó en Cruz, y es bien se llamefray Cristóbal de la Cruzdesde este punto adelante. 80A Méjico y a Sevillahe juntado en un instante,surciendo con la primeraésta y la tercera parte:una de su vida libre, 85otra de su vida grave,otra de su santa muertey de sus milagros grandes.Mal pudiera yo traer,a estar atenida al arte, 90tanto oyente por las ventasy por tanto mar sin naves.Da lugar, Curiosidad,que el bendito fraile salecon fray Antonio, un corista 95bueno, pero con donaires.Fue en el siglo Lagartija,y en la religión es sacre,de cuyo vuelo se esperaque ha de dar al cielo alcance. 100
CURIOSIDADAunque no lo quedo en todo,quedo satisfecho en parte,amiga; por esto quiero,sin replicarte, escucharte.
(Éntranse.)
(Sale FRAY CRISTÓBAL, en hábito de Santo Domingo, y FRAY ANTONIO también.)
ANTONIO Sepa su paternidad... 105
CRUZEntone más bajo el puntode cortesía.
ANTONIOEn verdad,padre mío, que barruntoque tiene su caridad de bronce el cuerpo, y de suerte, 110que tarde ha de hallar la muerteentrada para acaballe,según da en ejercitalleen rigor áspero y fuerte.
CRUZ Es bestia la carne nuestra, 115y, si rienda se le da,tan desbocada se muestra,que nadie la volveráde la siniestra a la diestra. Obra por nuestros sentidos 120nuestra alma: así están tapidosy no sutiles; es fuerzaque a la carrera se tuerzapor donde van los perdidos. La lujuria está en el vino, 125y a la crápula y regalotodo vicio le es vecino.
ANTONIOYo, en ayunando, estoy malo,flojo, indevoto y mohíno. De un otro talle y manera 130me hallaba yo cuando eraen Sevilla tu mandil;que hacen ingenio sutillas blancas roscas de Utrera. ¡Oh uvas albarazadas, 135que en el pago de Trianapor la noche sois cortadas,y os halláis a la mañanatan frescas y aljofaradas, que no hay cosa más hermosa, 140ni fruta que a la golosavoluntad ansí despierte!¡No espero verme en la suerteque ya se pasó dichosa!
CRUZ Cierto, fray Antonio amigo, 145que esa consideraciónes lazo que el enemigole pone a su perdición.Esté atento a lo que digo.
ANTONIO Consideraba yo agora 150dónde estará la señoraLibrija, o la Salmerona,cada cual, por su persona,buena para pecadora. ¡Quién supiera de Ganchoso, 155del Lobillo y de Terciado,y del Patojo famoso!¡Oh feliz siglo dorado,tiempo alegre y venturoso, adonde la libertad 160brindaba a la voluntaddel gusto más esquisito!
CRUZ¡Calle; de Dios sea bendito!
ANTONIOCalle su paternidad y déjeme, que con esto 165evacuo un pésimo humorque me es amargo y molesto.
CRUZCierto que tengo temor,por verle tan descompuesto, que ha de apostatar un día, 170que para los dos seríanoche de luto cubierta.
ANTONIONo saldrá por esa puertajamás mi melencolía; no me he de estender a más 175que a quejarme y a sentirel ausencia del Compás.
CRUZ¡Que tal te dejas decir,fray Antonio! Loco estás; que en el juïcio empeora 180quien tal acuerdo atesoraen su memoria vilmente.
ANTONIORufián corriente y molientefuera yo en Sevilla agora, y tuviera en la dehesa 185dos yeguas, y aun quizá tres,diestras en el arte aviesa.
CRUZDe que en esas cosas des,sabe Dios lo que me pesa; mas yo haré la penitencia 190de tu rasgada conciencia.Quédate, Antonio, y advierteque de la vida a la muertehay muy poca diferencia: quien vive bien, muere bien, 195quien mal vive, muere mal.
ANTONIODigo, padre, que está bien;pero no has de hacer caudalde mí, ni enfado te den mis palabras, que no son 200nacidas del corazón,que en sola la lengua yacen.
CRUZDan las palabras y hacenfee de cuál es la intención.
(Entra un corista llamado FRAY ÁNGEL; señálase con sola la A.)
A Padre maestro, el prior 205llama a vuestra reverencia,y espera en el corredor.
(Vase luego el PADRE CRUZ.)
ANTONIOMás presto es a la obedienciaque el sol a dar resplandor. Padre fray Ángel, espere. 210
ADiga presto qué me quiere.
(Enséñale hasta una docena de naipes.)
ANTONIOMire.
A¿Naipes? ¡Perdición!
ANTONIONo se admire, hipocritón,que el caso no lo requiere.
A ¿Quién te los dio, fray Antonio? 215
ANTONIOUna devota que tengo.
A¿Devota? ¡Será el demonio!
ANTONIONunca con él bien me avengo;levántasle testimonio.
A ¿Están justos?
ANTONIOPecadores 220creo que están los señores,pues, para cumplir cuarenta,entiendo faltan los treinta.
ASi fueran algo mejores, buscáramos un rincón 225donde podernos holgar.
ANTONIOY halláramosle a sazón:que nunca suele faltar,para hacer mal, ocasión. ¡Bien hayan los gariteros 230magníficos y groseros,que con un ánimo francotienen patente el tabancopara blancos y fulleros! Vamos de aquí, que el prior 235viene allí con el señorque lo fue de nuestro Cruz,gran caballero andaluz,letrado y visitador.
(Éntranse.)
(Salen el PRIOR y TELLO DE SANDOVAL.)
PRIOR Él es un ángel en la tierra, cierto, 240y vive entre nosotros de manera,como en las soledades del desierto; no desmaya ni afloja en la carreradel cielo, adonde, por llegar más presto,corre desnudo y pobre, a la ligera; 245 humilde sobremodo, y tan honesto,que admira a quien le vee en edad floridatan recatado en todo y tan compuesto. En efecto, señor, él hace vidade quien puede esperar muerte dichosa, 250y gloria que no pueda ser medida. Su oración es continua y fervorosa;su ayuno, inimitable, y su obediencia,presta, sencilla, humilde y hacendosa. Resucitado ha en la penitencia 255de los antiguos padres, que en Egipto,en ella acrisolaron la conciencia.
TELLO Por millares de lenguas sea benditoel nombre de mi Dios; a este mancebovolvió de do pensé que iba precito. 260 Vuélvome a España, y en el alma llevotan grande soledad de su persona,que quiero exagerarla, y no me atrevo.
PRIOR Vuesa merced nos deja una coronaque ha de honrar este reino mientras ciña 265el cerco azul el hijo de Latona. Está entre aquestos bárbaros aún niñala fe cristiana, y faltan los obrerosque cultiven aquí de Dios la viña, y la leche mejor, y los aceros, 270que a entrambas les hará mayor provecho.Es ejemplo de estos jornaleros, que es menester que tenga sano el pechoel médico que cura a lo divino,para dejar al cielo satisfecho. 275
(Entran el PADRE CRUZ y FRAY ANTONIO.)
Aquesta compostura de continuotrae nuestro padre Cruz, tan mansa y grave,que alegre y triste sigue su camino:que en él lo triste con lo alegre cabe.
CRUZ Deo gracias.
PRIORPor siempre, amén, 280éstas y todas nacionescon viva fe se las den.
CRUZSuplícote me perdones,señor, si no he andado bien, faltando a la cortesía 285que a tu presencia debía.
TELLOPadre fray Cristóbal mío,esto toca en desvarío,porque toca en demasía: yo soy el que he de postrarme 290a sus pies.
CRUZPor el oficioque tengo, puedo escusarmede haber dado poco indiciode cortés en no humillarme; y más a quien debo tanto, 295que, a poder decir el cuánto,fuera poco.
TELLOYo confiesoque quedo deudor en eso.
PRIORBien cuadra cortés y santo.
TELLO A España parto mañana; 300si me manda alguna cosa,haréla de buena gana.
CRUZTu jornada sea dichosa:viento en popa y la mar llana. Yo, mis pobres oraciones 305a las celestes regionesenviaré por tu camino,puesto, señor, que imaginoque en recio tiempo te pones a navegar.
TELLOLa derrota 310está de fuerza que sigade la ya aprestada flota.
CRUZNi el huracán te persiga,ni toques en la derrota Bermuda, ni en la Florida, 315de mil cuerpos homicida,adonde, contra natura,es el cuerpo sepulturaviva del cuerpo sin vida. A Cádiz, como deseas, 320llegues sano, y en San Lúcardesembarques tus preseas,y, en virtudes hecho un Fúcar,presto en Sevilla te veas, donde a mi padre dirás 325lo que quisieres, y haráspor él lo que mereciere.
TELLOHaré lo que me pidiere,y si es poco, haré yo más. Y ahora, por paga pido 330de aquella buena intenciónque en su crianza he tenido,padre, que su bendiciónme deje aquí enriquecido de esperanzas, con que pueda 335esperar que me sucedael viaje tan a cuento,que sople propicio el viento,y la fortuna esté queda.
CRUZ La de Dios encierre en ésta 340tanta ventura, que seala jornada alegre y presta,sin que en tormenta se veani en la calma que molesta.
ANTONIO Si viere allá a la persona... 345
TELLO¿De quién?
ANTONIODe la Salmerona,encájele un besapiésde mi parte, y dos o tresbuces, a modo de mona.
PRIOR Fray Antonio, ¿cómo es esto? 350¿Cómo delante de míse muestra tan descompuesto?
ANTONIOOcurrióseme esto aquí,y vase el señor tan presto, que temí que me faltara 355lugar do le encomendaraestos y otros besamanos:que poder ser cortesanoslos frailes es cosa clara.
PRIOR ¡Calle, y a vernos después! 360
TELLOPor cierto, que no merececastigo por ser cortés.
PRIORCierta enfermedad padeceen la lengua.
ANTONIOEllo así es; pero nunca hablo cosa 365que toque en escandalosa;que hablo a la vizcaína.
PRIORYo hablaré a la diciplina,lengua breve y compendiosa.
TELLO Deme su paternidad 370licencia, y aqueste enojono toque en riguridad.
ANTONIOSi conociera al Patojo,hiciérame caridad de saludalle también 375de mi parte. Aunque me dendiciplina porque calle,no puedo no encomendalleaquello que me está bien.
PRIOR Vuesa merced vaya en paz, 380que a cólera no me mueveplática que da solaz,y éste, por mozo, se atreve,y él de suyo se es locuaz; y sean estos abrazos 385muestra de los santos lazoscon que caridad nos liga.
(Abraza a los dos.)
TELLOMi amor, padre Cruz, le obligaa que apriete más los brazos, y veisme que me enternezco. 390
CRUZDios te guíe, señor mío,que a su protección te ofrezco.
TELLOQue me dará yo confío,por vos, más bien que merezco.
(Vase TELLO.)
PRIOR Venga, fray Antonio, venga. 395
CRUZDéjele que se detengaconmigo, padre, aquí un poco.
PRIOREn buen hora; y, si está loco,haga cómo seso tenga.
(Vase el PRIOR.)
CRUZ ¿Que es posible, fray Antonio, 400que ha de caer en tal mengua,que consienta que su lenguase la gobierne el demonio? Cierto que pone mancillaver que el demonio maldito 405le trae las ollas de Egiptoen lo que dejó en Sevilla. De las cosas ya pasadas,mal hechas, se ha de acordar,no para se deleitar, 410sino para ser lloradas; de aquella gente perdidano debe acordarse más,ni del Compás, si hay compásdo se vive sin medida. 415 Sólo dé gracias a Dios,que, por su santa clemencia,nos dio de la penitenciala estrecha tabla a los dos, para que, de la tormenta 420y naufragar casi cierto,de la religión el puertotocásemos sin afrenta.
ANTONIO Yo miraré lo que hablode aquí adelante más cuerdo, 425pues conozco lo que pierdo,y sé lo que gana el diablo. Ruéguele, padre, al priorque en su furia se mitigue,y no al peso me castigue 430de mi descuidado error.
CRUZ Vamos, que yo le darébastantísima disculpade su yerro, y por su culpay las mías rezaré. 435
(Éntranse todos.)
(Sale una dama llamada DOÑA ANA TREVIÑO, un MÉDICO y dos criados. (Todo esto es verdad de la historia).)
MÉDICO Vuesa merced sepa ciertoque aquesta su enfermedades de muy ruin calidad;hablo en ella como experto. Mi oficio obliga a decillo, 440cause o no cause pasión:que entre razón y razónpondrá la Parca el cuchillo. Hablando se ha de quedarmuerta; y aquesto le digo 445como médico y amigoque no la quiere engañar.
DOÑA ANA Pues a mí no me pareceque estoy tan mala. ¿Qué es esto?¿Cómo me anuncia tan presto 450la muerte?
MÉDICOEl pulso me ofrece, los ojos y la color,esta verdad a la clara.
DOÑA ANAEn los ojos de mi carasuele mirarse el Amor. 455
MÉDICO Vuesa merced se confiese,y quédense aparte burlas.
CRIADO 1Señor, si es que no te burlas,recio mandamiento es ése.
MÉDICO No me suelo yo burlar 460en casos deste jaez.
DOÑA ANAPodrá su merced esta vez,si quisiere, perdonar, que ni quiero confesarme,ni hacer cosa que me diga. 465
MÉDICOA más mi oficio me obliga,y adiós.
DOÑA ANAÉl querrá ayudarme.
(Vase el MÉDICO.)
Pesado médico y necio,siempre cansa y amohína.
CRIADO 2Crió Dios la medicina, 470y hase de tener en precio.
DOÑA ANA La medicina yo alabo,pero los médicos no,porque ninguno llegócon lo que es la ciencia al cabo. 475 Algo fatigada estoy.
CRIADO 1Procura desenfadarte,esparcerte y alegrarte.
DOÑA ANAAl campo pienso de ir hoy. Parece que están templando 480una guitarra allí fuera.
CRIADO 1¿Será Ambrosio?
DOÑA ANASea quienquiera;escuchad, que va cantando.
(Cantan dentro.)
Muerte y vida me dan pena;no sé qué remedio escoja: 485que si la vida me enoja,tampoco la muerte es buena.
DOÑA ANA Con todo, es mejor vivir:que, en los casos desiguales,el mayor mal de los males 490se sabe que es el morir. Calle el que canta, que atierraoír tratar de la muerte:que no hay tesoro de suerteen tal espacio de tierra. 495 La muerte y la mocedadhacen dura compañía,como la noche y el día,la salud y enfermedad; y edad poca y maldad mucha, 500y voz de muerte a deshora,¡ay del alma pecadoraque impenitente la escucha!
CRIADO 1 No me contenta mi ama;nunca la he visto peor: 505fuego es ya, no es resplandorel que en su vista derrama.
(Éntranse todos.)
(Sale el PADRE FRAY ANTONIO.)
ANTONIO Mientras el fraile no llegaa ser sacerdote, pasavida pobre, estrecha, escasa, 510de quien a veces reniega. Tiene allá el predicadorsus devotas y sus botas,y el presentado echa gotasy suda con el prior; 515 mas el novicio y coristaen el coro y en la escobasus apetitos adoba,diciendo con el Salmista:
Et potum meum cum fletu miscebam. Pero bien será callar, 520pues sé que muchos convienenen que las paredes tienenoídos para escuchar. La celda del padre Cruzestá abierta, ciertamente; 525ver quiero este penitente,que está a escuras y es de luz.
(Abre la celda; parece el PADRE CRUZ, arrobado, hincado de rodillas, con un crucifijo en la mano.)
¡Mirad qué postura aquelladel bravo rufián divino,y si hallará camino 530Satanás para rompella! Arrobado está, y es ciertoque, en tanto que él está así,los sentidos tiene en sítan muertos como de un muerto. 535
(Suenan desde lejos guitarras y sonajas, y vocería de regocijo. (Todo esto desta máscara y visión fue verdad, que así lo cuenta la historia del santo).)
Pero ¿qué música es ésta?¿Qué guitarras y sonajas,pues los frailes se hacen rajas?¿Mañana es alguna fiesta? Aunque música a tal hora 540no es decente en el convento.Miedo de escuchalla siento;¡válgame Nuestra Señora!
(Suena más cerca.)
¡Padre nuestro, despierte,que se hunde el mundo todo 545de música! No hallo modobueno alguno con que acierte. La música no es divinaporque, según voy notando,al modo vienen cantando 550rufo y de jacarandina.
(Entran a este instante seis con sus máscaras, vestidos como ninfas, lascivamente, y los que han de cantar y tañer, con máscaras de demonios vestidos a lo antiguo, y hacen su danza. (Todo esto fue así, que no es visión supuesta, apócrifa ni mentirosa).)
(Cantan:)
No hay cosa que sea gustosa
sin Venus blanda, amorosa.No hay comida que así agrade,ni que sea tan sabrosa, 555como la que guisa Venus,en todos gustos curiosa.Ella el verde amargo jugode la amarga hiel sazona,y de los más tristes tiempos 560vuelve muy dulces las horas;quien con ella trata, ríe,y quien no la trata, llora.Pasa cual sombra en la vida,sin dejar de sí memoria, 565ni se eterniza en los hijos,y es como el árbol sin hojas,sin flor ni fruto, que el suelocon ninguna cosa adorna.Y por esto, en cuanto el sol 570ciñe y el ancho mar moja,
no hay cosa que sea gustosa
sin Venus blanda, amorosa.
(El PADRE CRUZ, sin abrir los ojos, dice:)
CRUZ No hay cosa que sea gustosa
sin la dura cruz preciosa. 575Si por esta senda estrechaque la cruz señala y formano pone el pie el que caminaa la patria venturosa,cuando menos lo pensare, 580de improviso y a deshora,cairá de un despeñaderodel abismo en las mazmorras.Torpeza y honestidadnunca las manos se toman, 585ni pueden caminar juntaspor esta senda fragosa.Y yo sé que en todo el cielo,ni en la tierra, aunque espaciosa,
no hay cosa que sea gustosa 590sin la dura cruz preciosa.
MÚSICA ¡Dulces días, dulces ratoslos que en Sevilla se gozan;y dulces comodidadesde aquella ciudad famosa, 595do la libertad campea,y en sucinta y amorosamanera Venus caminay a todos se ofrece toda,y risueño el Amor canta 600con mil pasajes de gloria:
No hay cosa que sea gustosa
sin Venus blanda, amorosa.
CRUZVade retro!, Satanás,que para mi gusto ahora 605no hay cosa que sea gustosa
sin la dura cruz preciosa.
(Vanse los demonios, gritando.)
ANTONIO Hacerme quiero mil cruces;he visto lo que aún no creo.Afuera el temor, pues veo 610que viene gente con luces.
CRUZ ¿Qué hace aquí, fray Antonio?
ANTONIOEstaba mirando atentouna danza de quien sientoque la guiaba el demonio. 615
CRUZ Debía de estar durmiendo,y soñaba.
ANTONIONo, a fe mía,padre Cruz, yo no dormía.
(Entran, a este punto, dos ciudadanos, con sus lanternas, y el PRIOR.)
CIUDADANO 1Señor, como voy diciendo, pone gran lástima oílla: 620que no hay razón de provechopara enternecerle el pechoni de su error divertilla; y, pues habemos venidoa tal hora a este convento 625por remedio, es argumentoque es el daño muy crecido.
PRIOR Que diga que Dios no puedeperdonalla, caso estraño;es ése el mayor engaño 630que al pecador le sucede. Fray Cristóbal de la Cruzestá en pie, quizá adivinoque ha de hacer este camino,y en él dar a este alma luz. 635 Padre, su paternidadcon estos señores vaya,y cuanto pueda la rayasuba de su caridad, que anda muy listo el demonio 640con un alma pecadora.Vaya con el padre.
ANTONIO¿Ahora?
PRIORNo replique, fray Antonio.
ANTONIO Vamos, que a mí se me alcanzapoco o nada, o me imagino 645que he de ver en el caminola no fantástica danza de denantes.
CRUZCalle un poco,si puede.
CIUDADANO 2Señor, tardamos,y será bien que nos vamos. 650
ANTONIOTodos me tienen por loco en aqueste monesterio.
CRUZNo hable entre dientes; camine,y esas danzas no imagine,que carecen de misterio. 655
PRIOR Vaya con Dios, padre mío.
CIUDADANO 1Con él vamos muy contentos.
CRUZ¡Favorezca mis intentosDios, de quien siempre confío!
(Sale un CLÉRIGO y DOÑA ANA DE TREVIÑO, y acompañamiento.)
CLÉRIGO Si así la cama la cansa, 660puede salir a esta sala.
DOÑA ANACualquiera parte halla malala que en ninguna descansa.
CLÉRIGO Lleguen esas sillas.
DOÑA ANACierto,que me tiene su porfía, 665padre, helada, yerta y fría,y que ella sola me ha muerto. No me canse ni se canseen persuadirme otra cosa,que no soy tan amorosa 670que con lágrimas me amanse. ¡No hay misericordia algunaque me valga en suelo o cielo!
CLÉRIGOToda la verdad del cieloa tu mentira repugna. 675 En Dios no hay menoridadde poder, y si la hubiera,su menor parte pudieracurar la mayor maldad. Es Dios un bien infinito, 680y, a respeto de quien es,cuanto imaginas y vesviene a ser punto finito.
DOÑA ANA Los atributos de Diosson iguales; no os entiendo, 685ni de entenderos pretendo.Matáisme, y cansáisos vos. ¡Bien fuera que Dios ahora,sin que en nada reparara,sin más ni más, perdonara 690a tan grande pecadora! No hace cosa mal hecha,y así, no ha de hacer aquésta.
CLÉRIGO¿Hay locura como ésta?
DOÑA ANANo gritéis, que no aprovecha. 695
(Entran, a este instante, el PADRE CRUZ y FRAY ANTONIO, y pónese el PADRE a escuchar lo que está diciendo el CLÉRIGO, el cual prosigue diciendo:)
CLÉRIGO Pues nació para salvarmeDios, y en cruz murió enclavado,perdonará mi pecado,si está en menos perdonarme. De su parte has de esperar, 700que de la tuya no esperes,el gran perdón que no quieres,que Él se estrema en perdonar.
Deus cui proprium est misereri semper, et parcere, et misericordia eius super omnia opera eius. Y el rey, divino cantor,las alabanzas que escuchas, 705después que ha dicho otras muchasdice de aqueste tenor:
Misericordias tuas, Domine, in aeternum cantabo. La mayor ofensa hacesa Dios que puedes hacer:que, en no esperar y temer, 710parece que le deshaces, pues vas contra el atributoque Él tiene de omnipotente,pecado el más insolente,más sin razón y más bruto. 715 En dos pecados se ha visto,que Judas quiso estremarse,y fue el mayor ahorcarseque el haber vendido a Cristo. Hácesle agravio, señora, 720grande en no esperar en Él,porque es paloma sin hielcon quien su pecado llora.
Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies. El corazón humillado,Dios por jamás le desprecia; 725antes, en tanto le preciaque es fee y caso averiguado que se regocija el cielocuando con nueva concienciase vuelve a hacer penitencia 730un pecador en el suelo. El padre Cruz está aquí,buen suceso en todo espero.
CRUZProsiga, padre, que quieroestarle atento.
DOÑA ANA¡Ay de mí, 735 que otro moledor acudea acrecentar mi tormento!¡Pues no ha de mudar mi intento,aunque más trabaje y sude! ¿Qué me queréis, padre, vos, 740que tan hinchado os llegáis?¡Bien parece que ignoráiscómo para mí no hay Dios! No hay Dios, digo, y mi maliciahace, con mortal discordia, 745que esconda misericordiael rostro, y no la justicia.
CRUZDixit insipiens in corde suo: non est Deus. Vuestra humildad, señor, seaservida de encomendarmea Dios, que quiero mostrarme 750sucesor en su pelea.
(Híncanse de rodillas el CLÉRIGO, FRAY ANTONIO y el PADRE CRUZ, y los circustantes todos.)
¡Dichosa del cielo puerta,que levantó la caíday resucitó la vidade nuestra esperanza muerta! 755 ¡Pide a tu parto dichosoque ablande aquí estas entrañas,y muestre aquí las hazañasde su corazón piadoso!
Et docebo iniquos vias tuas, et impii ad te convertentur. Mi señora doña Ana de Treviño, 760estando ya tan cerca la partidadel otro mundo, pobre es el aliñoque veo en esta amarga despedida.Blancas las almas como blanco armiñohan de entrar en la patria de la vida, 765que ha de durar por infinitos siglos,y negras donde habitan los vestiglos. Mirad dónde queréis vuestra alma vaya:escogedle la patria a vuestro gusto.
DOÑA ANALa justicia de Dios me tiene a raya: 770no me ha de perdonar, por ser tan justo;al malo la justicia le desmaya;no habita la esperanza en el injustopecho del pecador, ni es bien que habite.
CRUZTal error de tu pecho Dios le quite. 775 En la hora que la muertea la pobre vida alcanza,se ha de asir de la esperanzael alma que en ello advierte; que, en término tan estrecho, 780y de tan fuerte rigor,no es posible que el temorsea al alma de provecho. El esperar y el temeren la vida han de andar juntos; 785pero en la muerte otros puntoshan de guardar y tener. El que, en el palenque puesto,teme a su contrario, yerra;y está, el que animoso cierra, 790a la vitoria dispuesto. En el campo estáis, señora;la guerra será esta tarde;mirad que no os acobardeel enemigo en tal hora. 795
DOÑA ANA Sin armas, ¿cómo he de entraren el trance riguroso,siendo el contrario mañosoy duro de contrastar?
CRUZ Confiad en el padrino 800y en el juez, que es mi Dios.
DOÑA ANAParece que dais los dosen un mismo desatino. Dejadme, que, en conclusión,tengo el alma de manera 805que no quiero, aunque Dios quiera,gozar de indulto y perdón. ¡Ay, que se me arranca el alma!¡Desesperada me muero!
CRUZDemonio, en Jesús espero 810que no has de llevar la palma desta empresa. ¡Oh Virgen pura!¿Cómo vuestro auxilio tarda?¡Ángel bueno de su guarda,ved que el malo se apresura! 815 Padre mío, no desistade la oración, rece más,que es arma que a Satanásle vence en cualquier conquista.
ANTONIO Cuerpo ayuno y desvelado 820fácilmente se empereza,y, más que reza, bosteza,indevoto y desmayado.
DOÑA ANA ¡Que tan sin obras se hallemi alma!
CRUZSi fee recobras, 825yo haré que te sobren obras.
DOÑA ANA¿Hállanse, a dicha, en la calle? ¿Y las que he hecho hasta aquíhan sido sino de muerte?
CRUZEscucha un poco, y advierte 830lo que ahora diré.
DOÑA ANADi.
CRUZ Un religioso que ha estadogran tiempo en su religión,y con limpio corazónsiempre su regla ha guardado, 835 haciendo tal penitenciaque mil veces el priorle manda tiemple el rigoren virtud de la obediencia; y él, con ayunos continuos, 840con oración y humildad,busca de riguridadlos más ásperos caminos: el duro suelo es su cama;sus lágrimas, su bebida, 845y sazona su comidade Dios la amorosa llama; un canto aplica a su pechocon golpes, de tal manera,que, aunque de diamante fuera, 850le tuviera ya deshecho; por huir del torpe viciode la carne y su regalo,su camisa, aunque esté malo,es de un áspero silicio; 855 descalzo siempre los pies,de toda malicia ajeno,amando a Dios por ser bueno,sin mirar otro interés.
DOÑA ANA ¿Qué quieres deso inferir, 860padre?
CRUZQue digáis, señora,si este tal podrá, en la horaangustiada del morir, tener alguna esperanzade salvarse.
DOÑA ANA¿Por qué no? 865¡Ojalá tuviera yola menor parte que alcanza de tales obras tal padre!Pero no tengo ni aun unaque en esta angustia importuna 870a mis esperanzas cuadre.
CRUZ Yo os daré todas las mías,y tomaré el grave cargode las vuestras a mi cargo.
DOÑA ANAPadre, dime: ¿desvarías? 875 ¿Cómo se puede hacer eso?
CRUZSi te quieres confesar,los montes puede allanarde caridad el exceso. Pon tú el arrepentimiento 880de tu parte, y verás luegocómo en tus obras me entrego,y tú en aquellas que cuento.
DOÑA ANA ¿Dónde están los fiadoresque aseguren el concierto? 885
CRUZYo estoy bien seguro y ciertoque nadie los dio mejores, ni tan grandes, ni tan buenos,ni tan ricos, ni tan llanos,puesto que son soberanos, 890y de inmensa alteza llenos.
DOÑA ANA ¿A quién me dais?
CRUZA la pura,sacrosanta, rica y bellaque fue madre y fue doncella,crisol de nuestra ventura. 895 A Cristo crucificadoos doy por fiador también;dóyosle niño en Belén,perdido y después hallado.
DOÑA ANA Los fiadores me contentan; 900los testigos, ¿quién serán?
CRUZCuantos en el cielo estány en sus escaños se sientan.
DOÑA ANA El contrato referid,porque yo quede enterada 905de la merced señaladaque me hacéis.
CRUZCielos, oíd:«Yo, fray Cristóbal de la Cruz, indignoreligioso y profeso en la sagradaorden del patriarca felicísimo 910Domingo santo, en esta forma digo:Que al alma de doña Ana de Treviño,que está presente, doy de buena ganatodas las buenas obras que yo he hechoen caridad y en gracia, desde el punto 915que dejé la carrera de la muertey entré en la de la vida; doyle todosmis ayunos, mis lágrimas y azotes,y el mérito santísimo de cuantasmisas he dicho, y asimismo doyle 920mis oraciones todas y deseos,que han tenido a mi Dios siempre por blanco;y, en contracambio, tomo sus pecados,por inormes que sean, y me obligode dar la cuenta dellos en el alto 925y eterno tribunal de Dios eterno,y pagar los alcances y las penasque merecieren sus pecados todos.Mas es la condición deste conciertoque ella primero de su parte ponga 930la confesión y el arrepentimiento.»
ANTONIO¡Caso jamás oído es éste, padre!
CLÉRIGOY caridad jamás imaginada.
CRUZY, para que me crea y se asegure,le doy por fiadores a la Virgen 935Santísima María y a su Hijo,y a las once mil vírgines benditas,que son mis valedoras y abogadas;y a la tierra y el cielo hago testigos,y a todos los presentes que me escuchan. 940Moradores del cielo, no se os paseesta ocasión, pues que podéis en ellamostrar la caridad vuestra encendida;pedid al gran Pastor de los rebañosdel cielo y de la tierra que no deje 945que lleve Satanás esta ovejuelaque él almagró con su preciosa sangre.Señora, ¿no aceptáis este concierto?
DOÑA ANASí acepto, padre, y pido, arrepentida,confesión, que me muero.
CLÉRIGO¡Obras son éstas, 950gran Señor, de las tuyas!
ANTONIO¡Bueno quedael padre Cruz ahora, hecha aristael alma, seca y sola como espárrago!Paréceme que vuelve al Sicut erat,y que deja el breviario y se acomoda 955con el barcelonés y la de ganchos.Siempre fue liberal, o malo, o bueno.
DOÑA ANAPadre, no me dilate este remedio;oiga las culpas que a su cargo quedan,que, si no le desmayan por ser tantas, 960yo moriré segura y confiadaque he de alcanzar perdón de todas ellas.
CRUZPadre, vaya al convento, y dé esta nuevaa nuestro padre, y ruéguele que hagageneral oración, dando las gracias 965a Dios deste suceso milagroso,en tanto que a esta nueva penitenteoigo de confesión.
ANTONIOA mí me place.
CRUZVamos do estemos solos.
DOÑA ANAEn buen hora.
CLÉRIGO¡Oh bienaventurada pecadora! 970
FIN DE LA SEGUNDA JORNADA
Entra un CIUDADANO y el PRIOR.
CIUDADANO Oigan los cielos y la tierra entiendatan nueva y tan estraña maravilla,y su paternidad a oílla atienda; que, puesto que no pueda referillacon aquellas razones que merece, 5peor será que deje de decilla. Apenas a la vista se le ofrecedoña Ana al padre Cruz, sin la fe puraque a nuestras esperanzas fortalece, cuando, con caridad firme y segura, 10hizo con ella un cambio de tal suerte,que cambió su desgracia en gran ventura. Su alma de las garras de la muerteeterna arrebató, y volvió a la vida,y de su pertinacia la divierte; 15 la cual, como se viese enriquecidacon la dádiva santa que el benditopadre le dio sin tasa y sin medida, alzó al momento un piadoso gritoal cielo, y confesión pidió llorando, 20con voz humilde y corazón contrito; y, en lo que antes dudaba no dudando,de sus deudas dio cuenta muy estrechaa quien agora las está pagando; y luego, sosegada y satisfecha, 25todos los sacramentos recebidos,dejó la cárcel de su cuerpo estrecha. Oyéronse en los aires divididoscoros de voces dulces, de maneraque quedaron suspensos los sentidos; 30 dijo al partir de la mortal carreraque las once mil vírgines estabantodas en torno de su cabecera; por los ojos las almas distilabande gozo y maravilla los presentes, 35que la süave música escuchaban; y, apenas por los aires transparentesvoló de la contrita pecadorael alma a las regiones refulgentes, cuando en aquella misma feliz hora 40se vio del padre Cruz cubierto el rostrode lepra, adonde el asco mismo mora. Volved los ojos, y veréis el monstruo,que lo es en santidad y en la fiereza,cuya fealdad a nadie le da en rostro. 45
(Entra el PADRE CRUZ, llagado el rostro y las manos; tráenle dos ciudadanos de los brazos, y FRAY ANTONIO.)
CRUZ Acompaña a la lepra la flaqueza;no me puedo tener. ¡Dios sea bendito,que así a pagar mi buen deseo empieza!
PRIOR Por ese tan borrado sobreescritono podrá conoceros, varón santo, 50quien no os mirare muy de hito en hito.
CRUZ Padre Prior, no se adelante tantovuestra afición que me llaméis con nombreque me cuadra tan mal, que yo me espanto. Inútil fraile soy, pecador hombre, 55puesto que me acompaña un buen deseo;mas no dan los deseos tal renombre.
CIUDADANO En vos contemplo, padre Cruz, y leola paciencia de Job, y su presenciaen vuestro rostro deslustrado veo. 60 Por la ajena malicia la inocenciavuestra salió, y pagó tan de contado,cual lo muestra el rigor desta dolencia. Obligástesos hoy, y habéis pagadohoy.
CRUZA lo menos, de pagar espero, 65pues de mi voluntad quedé obligado.
CIUDADANO 2 ¡Oh, en la viña de Dios gran jornalero!¡Oh caridad, brasero y fragua ardiente!
CRUZSeñores, hijo soy de un tabernero; y si es que adulación no está presente, 70y puede la humildad hacer su oficio,cese la cortesía, aquí indecente.
ANTONIO Yo, traidor, que a la gula, en sacrificiodel alma, y a la hampa, engendradorade todo torpe y asqueroso vicio, 75 digo que me consagro desde agorapara limpiar tus llagas y curarte,hasta el fin de mi vida o su mejora; y no tendrá conmigo alguna partela vana adulación, pues, de contino, 80antes rufián que santo he de llamarte. Con esto no hallará ningún caminola vanagloria para hacerte guerra,enemigo casero y repentino.
CIUDADANO 2 Venistes para bien de aquesta tierra. 85¡Dios os guarde mil años, padre amado!
CIUDADANO 1¡Sólo en su pecho caridad encierra!
CRUZPadres, recójanme, que estoy cansado.
(Éntranse todos, y salen dos demonios; el uno con figura de oso, y el otro como quisieren. (Esta visión fue verdadera, que ansí se cuenta en su historia).)
SAQUIEL ¡Que así nos la quitase de las manos!¡Que así la mies tan sazonada nuestra 90la segase la hoz del tabernero!¡Reniego de mí mismo, y aun reniego!¡Y que tuviese Dios por bueno y justotal cambalache! Estúvose la damaal pie de cuarenta años en sus vicios, 95desesperada de remedio alguno;llega estotro buen alma, y dale luegolos tesoros de gracia que teníaadquiridos por Cristo y por sus obras.¡Gentil razón, gentil guardar justicia, 100y gentil igualar de desigualesy contrapuestas prendas: gracia y culpa,bienes de gloria y del infierno males!
VISIELComo fue el corredor desta mohatrala caridad, facilitó el contrato, 105puesto que desigual.
SAQUIELDesa manera,más rica queda el alma deste rufo,por haber dado cuanto bien tenía,y tomado el ajeno mal a cuestas,que antes estaba que el contrato hiciese. 110
VISIELNo sé qué te responda; sólo veoque no puede ninguno de nosotrosalabarse que ha visto en el infiernoalgún caritativo.
SAQUIEL¿Quién lo duda?¿Sabes qué veo, Visiel amigo? 115Que no es equivalente aquesta lepraque padece este fraile, a los tormentosque pasara doña Ana en la otra vida.
VISIEL¿No adviertes que ella puso de su partegrande arrepentimiento?
SAQUIELFue a los fines 120de su malvada vida.
VISIELEn un instantenos quita de las manos Dios al almaque se arrepiente y sus pecados llora;cuanto y más, que ésta estaba enriquecidacon las gracias del fraile hi de bellaco. 125
SAQUIELMas deste generoso, a lo que entiendes,¿qué será dél agora que está secoe inútil para cosa desta vida?
VISIEL¿Aqueso ignoras? ¿No sabes que conocensus frailes su virtud y su talento, 130su ingenio y su bondad, partes bastantespara que le encomienden su gobierno?
SAQUIEL¿Luego, será prior?
VISIEL¡Muy poco dices!Provincial le verás.
SAQUIELYa lo adivino.En el jardín está; tú no te muestres, 135que yo quiero a mis solas darle un toquecon que siquiera a ira le provoque.
(Éntranse.)
(Sale FRAY ÁNGEL y FRAY ANTONIO.)
ANTONIO ¿Qué trae, fray Ángel? ¿Son huevos?
AHable, fray Antonio, quedo.
ANTONIO¿Tiene miedo?
ATengo miedo. 140
ANTONIODéme dos de los más nuevos, de los más frescos, le digo,que me los quiero sorberasí, crudos.
AHay que hacerprimero otra cosa, amigo. 145
ANTONIO Siempre acudes a mi ruegodilatando tus mercedes.
ASi estos huevos comer puedes,veslos aquí, no los niego.
(Muéstrale dos bolas de argolla.)
ANTONIO ¡Oh coristas y novicios! 150La mano que el bien dispensaos quite de la despensalas cerraduras y quicios; la yerba del pito os dé,que abre todas cerraduras, 155y veáis, estando a escuras,como el luciérnago ve; y, señores de las llaves,sin temor y sobresalto,deis un generoso asalto 160a las cosas más süaves; busquéis hebras de tocino,sin hacer del unto caso,y en penante y limpio vasodeis dulces sorbos de vino; 165 de almendra morisca y pasavuestras mangas se vean llenas,y jamás muelas ajenasa las vuestras pongan tasa; cuando en la tierra comáis 170pan y agua con querellas,halléis empanadas bellascuando a la celda volváis; hágaos la paciencia escudoen cualquiera vuestro aprieto; 175mándeos un prior discreto,afable y no cabezudo.
A Deprecación bien cristiana,fray Antonio, es la que has hecho;que aspiró a nuestro provecho 180es cosa también bien llana. Grande miseria pasamosy a sumo estrecho venimoslos que misa no decimosy los que no predicamos. 185
ANTONIO ¿Para qué son esas bolas?
AYo las llevaba con finde jugar en el jardíncontigo esta tarde a solas, en las horas que nos dan 190de recreación.
ANTONIO¿Y llevasargolla?
AY paletas nuevas.
ANTONIO¿Quién te las dio?
AFray Beltrán. Se las envió su prima,y él me las ha dado a mí. 195
ANTONIOCon las paletas aquíharé dos tretas de esgrima. Precíngete como yo,y entrégame una paleta,y está advertido una treta 200que el padre Cruz me mostró cuando en la jácara fueáguila volante y diestra.Muestra, digo; acaba, muestra.
AToma, pero yo no sé 205 de esgrima más que un jumento.
ANTONIOPonte de aquesta manera:vista alerta; ese pie, fuera,puesto en medio movimiento. Tírame un tajo volado 210a la cabeza. ¡No ansí;que ése es revés, pese a mí!
A¡Soy un asno enalbardado!
ANTONIO Ésta es la brava posturaque llaman puerta de hierro 215los jaques.
A¡Notable yerroy disparada locura!
ANTONIO Doy broquel, saco el baldeo,levanto, señalo o pego,repárome en cruz, y luego 220tiro un tajo de voleo.
(Entra el PADRE CRUZ, arrimado a un báculo y rezando en un rosario.)
CRUZ Fray Antonio, basta ya;no mueran más, si es posible.
A¡Qué confusión tan terrible!
CRUZ¡Buena la postura está! 225 No se os pueden embotarlas agudezas de loco.
ANTONIOIndigesto estaba un poco,y quíseme ejercitar para hacer la digestión, 230que dicen que es convenienteel ejercicio vehemente.
CRUZVos tenéis mucha razón; mas yo os daré un ejerciciocon que os haga por la posta 235digerir a vuestra costala superfluidad del vicio; vaya y póngase a rezardos horas en penitencia;y puede su reverencia, 240fray Ángel, ir a estudiar, y déjese de las tretasdeste valiente mancebo.
ANTONIO¿Las bolas?
AAquí las llevo.
ANTONIOToma, y lleva las paletas. 245
(Éntrase FRAY ANTONIO y FRAY ÁNGEL.)
CRUZ De la escuridad del suelote saqué a la luz del día,Dios queriendo, y yo querríallevarte a la luz del Cielo.
(Vuelve a entrar SAQUIEL, vestido de oso. (Todo fue ansí).)
SAQUIEL Cambiador nuevo en el mundo, 250por tu voluntad enfermo,¿piensas que eres en el yermoalgún Macario segundo? ¿Piensas que se han de avenirbien para siempre jamás, 255con lo que es menos lo más,la vida con el morir, soberbia con humildad,diligencia con pereza,la torpedad con limpieza, 260la virtud con la maldad? Engáñaste; y es tan ciertono avenirse lo que digo,que puedes ser tú testigodesta verdad con que acierto. 265
CRUZ ¿Qué quieres deso inferir,enemigo Satanás?
SAQUIELQue es locura en la que dasdignísima de reír; que en el cielo ya no dan 270puerta a que entren de rondón,así como entró un ladrón,que entre también un rufián.
CRUZ Conmigo en balde te ponesa disputar; que yo sé 275que, aunque te sobre en la fe,me has de sobrar tú en razones. Dime a qué fue tu venida,o vuélvete, y no hables más.
SAQUIELMi venida, cual verás, 280es a quitarte la vida.
CRUZ Si es que traes de Dios licencia,fácil te será quitalla,y más fácil a mí dallacon promptísima obediencia. 285 Si la traes, ¿por qué no pruebasa ofenderme? Aunque receloque no has de tocarme a un pelo,por muy mucho que te atrevas. ¿Qué bramas? ¿Quién te atormenta? 290Pero espérate, adversario.
SAQUIELEs para mí de un rosariobala la más chica cuenta. Rufián, no me martirices;tuerce, hipócrita, el camino. 295
CRUZAun bien que tal vez, malino,algunas verdades dices.
(Vase el demonio bramando.)
Vuelve, que te desafíoa ti y al infierno todo,hecho valentón al modo 300que plugo al gran Padre mío. ¡Oh alma!, mira quién eres,para que del bien no tuerzas;que el diablo no tiene fuerzasmás de las que tú le dieres. 305 Y, para que no rehuyasde verte con él a brazos,Dios rompe y quiebra los lazosque pasan las fuerzas tuyas.
(Vuelve a entrar FRAY ANTONIO con un plato de hilas y paños limpios.)
ANTONIO Éntrese, padre, a curar. 310
CRUZParéceme que es locurapretender a mi mal cura.
ANTONIO¿Es eso desesperar?
CRUZ No, por cierto, hijo mío;mas es esta enfermedad 315de una cierta calidad,que curarla es desvarío. Viene del cielo.
ANTONIO¿Es posibleque tan mala cosa encierrael cielo, do el bien se encierra? 320Téngolo por imposible. ¿Estaráse ahora holgandodoña Ana, que te la dio,y estaréme en balde yotu remedio procurando? 325
(Entra FRAY ÁNGEL.)
A Padre Cruz, mándeme albricias,que han elegido prior.
CRUZSi no te las da el Señor,de mí en vano las codicias. Mas, decidme: ¿quién salió? 330
ASalió su paternidad.
CRUZ¿Yo, padre?
ASí, en mi verdad.
ANTONIO¿Búrlaste, fray Ángel?
ANo.
CRUZ ¿Sobre unos hombros podridostan pesada carga han puesto? 335No sé qué me diga desto.
ANTONIOCególes Dios los sentidos: que si ellos te conocierancomo yo te he conocido,tomaran otro partido, 340y otro prior eligieran.
A Ahora digo, fray Antonio,que tiene, sin duda alguna,en esa lengua importunaentretejido el demonio: 345 que si ello no fuera ansí,nunca tal cosa dijeras.
ANTONIOFray Ángel, no hablo de veras;pero conviene esto aquí. Gusta este santo de verse 350vituperado de todos,y va huyendo los modosdo pueda ensoberbecerse. Mira qué confuso estápor la nueva que le has dado. 355
APuesto le tiene en cuidado.
ANTONIOEl cargo no aceptará.
CRUZ ¿No saben estos benditoscomo soy simple y grosero,y hijo de un tabernero, 360y padre de mil delitos?
ANTONIO Si yo pudiera dar votoa fe que no te le diera;antes, a todos dijerala vida que de hombre roto 365 en Sevilla y en Toledote vi hacer.
CRUZTiempo te queda:dila, amigo, porque puedaescaparme deste miedo que tengo de ser prelado, 370cargo para mí indecente:que, ¿a qué será suficientehombre que está tan llagado y que ha sido un...?
ANTONIO¿Qué? ¿Rufián?Que por Dios, y así me goce, 375que le vi reñir con docede heria y de San Román; y en Toledo, en las Ventillas,con siete terciopeleros,él hecho zaque, ellos cueros, 380le vide hacer maravillas. ¡Qué de capas vi a sus pies!¡Qué de broqueles rajados!¡Qué de cascos abollados!Hirió a cuatro: huyeron tres. 385 Para aqueste ministeriosí que le diera mi voto,porque en él fuera el más dotorufián de nuestro hemisferio; pero para ser prior 390no le diera yo jamás.
CRUZ¡Oh, cuánto en lo cierto estás,Antonio!
ANTONIO¡Y cómo, señor!
CRUZ Así cual quieres te goces,cristiano, y fraile, y sin mengua, 395que des un filo a la lenguay digas mi vida a voces.
(Entra el PRIOR y otro FRAILE de acompañamiento.)
PRIOR Vuestra paternidad nos dé las manos,y bendición con ellas.
CRUZPadres míos,¿adónde a mí tal sumisión?
PRIORMi padre 400es ya nuestro prelado.
ANTONIO¡Buenos cascostienen, por vida mía, los que han hechosemejante elección!
PRIORPues qué, ¿no es santa?
ANTONIOA un Job hacen prior, que no le faltasi no es el muladar y ser casado 405para serlo del todo. ¡En fin: son frailes!Quien tiene el cuerpo de dolores lleno,¿cómo podrá tener entendimientolibre para el gobierno que requieretan peligroso y trabajoso oficio 410como el de ser prior? ¿No lo ven claro?
CRUZ¡Oh qué bien que lo ha dicho fray Antonio!¡El cielo se lo pague! Padres míos,¿no miran cuál estoy, que en todo el cuerpono tengo cosa sana? Consideren 415que los dolores turban los sentidos,y que ya no estoy bueno para cosa,si no es para llorar y dar gemidosa Dios por mis pecados infinitos.Amigo fray Antonio, di a los padres 420mi vida, de quien fuiste buen testigo;diles mis insolencias y recreos,la inmensidad descubre de mis culpas,la bajeza les di de mi linaje,diles que soy de un tabernero hijo, 425porque les haga todo aquesto juntomudar de parecer.
PRIOREscusa débiles ésa, padre mío; a lo que ha sido,ha borrado lo que es. Acepte y calle,que así lo quiere Dios.
CRUZ¡Él sea bendito! 430Vamos, que la esperiencia dará prestomuestras que soy inútil.
ANTONIO¡Vive el cielo,que merece ser Papa tan buen fraile!
AQue será provincial, yo no lo dudo.
ANTONIOAqueso está de molde. Padre, vamos, 435que es hora de curarte.
CRUZSea en buen hora.
ANTONIOVa a ser prior, ¿y por no serlo llora?
(Éntranse.)
(Salen LUCIFER, con corona y cetro, el más galán demonio y bien vestido que ser pueda, y SAQUIEL y VISIEL, como quisieren, de demonios feos.)
LUCIFER Desde el instante que salimos fuerade la mente eternal, ángeles siendo,y con soberbia voluntad y fiera 440fuimos el gran pecado aprehendiendo,sin querer ni poder de la carreratorcer donde una vez fuimos subiendo,hasta ser derribados a este asiento,do no se admite el arrepentimiento; 445 digo que desde entonces se recogela fiera envidia en este pecho fiero,de ver que el cielo en su morada acogea quien pasó también de Dios el fuero.En mí se estiende y en Adán se encoge 450la justicia de Dios, manso y severo,y dél gozan los hombres in eterno,y mis secuaces, deste duro infierno. Y, no contento Aquél que dio en un palola vida, que fue muerte de la muerte, 455de verme despojado del regalode mi primera aventajada suerte,quiere que se alce con el cielo un malo,un pecador blasfemo, y que se aciertea salvar en un corto y breve instante 460un ladrón que no tuvo semejante; la pecadora pública arrebatade sus pies el perdón de sus pecados,y su historia santísima dilatapor siglos en los años prolongados; 465un cambiador, que en sus usuras trata,deja a sola una voz sus intricadoslibros, y por manera nunca vistale pasa a ser divino coronista; y agora quiere que un rufián se asiente 470en los ricos escaños de la gloria,y que su vida y muerte nos la cuentealta, famosa y verdadera historia.Por esto inclino la soberbia frente,y quiero que mi angustia sea notoria 475a vosotros, partícipes y amigos,y de mi mal y mi rancor testigos; no para que me deis consuelo alguno,pues tenerle nosotros no es posible,sino porque acudáis al oportuno 480punto que hasta los santos es terrible.Este rufián, cual no lo fue ninguno,por su fealdad al mundo aborrecible,está ya de partida para el cielo,y humilde apresta el levantado vuelo. 485 Acudid y turbadle los sentidos,y entibiad, si es posible, su esperanza,y de sus vanos pasos y perdidoshacedle temerosa remembranza;no llegue alegre voz a sus oídos 490que prometa segura confianzade haber cumplido con la deuda y cargoque por su caridad tomó a su cargo. ¡Ea!, que espira ya, después que ha hechoprior y provincial tan bien su oficio, 495que tiene al suelo y cielo satisfecho,y da de que es gran santo gran indicio.
SAQUIELNo será nuestra ida de provecho,porque será de hacerle beneficio,pues siempre que a los brazos he venido 500con él, queda con palma y yo vencido.
LUCIFER Mientras no arroja el postrimero aliento,bien se puede esperar que en algo tuerzael peso, puesto en duda el pensamiento;que a veces puede mucho nuestra fuerza. 505
VISIELYo cumpliré, señor, tu mandamiento:que adonde hay más bondad, allí se esfuerzamás mi maldad. Allá voy diligente.
LUCIFERTodos venid, que quiero estar presente.
(Éntranse todos, y salen tres almas, vestidas con tunicelas de tafetán blanco, velos sobre los rostros y velas encendidas.)
ALMA 1 Hoy, hermanas, que es el día 510en quién, por nuestro consuelo,las puertas ha abierto el cielode nuestra carcelería, para venir a este puntotodo lleno de misterio, 515viendo en este monasterioal gran Cristóbal difunto, al alma devota suyabien será la acompañemos,y a la región le llevemos 520do está la eterna Aleluya.
ALMA 2 Felice jornada es ésta,santa y bienaventurada,pues se hará, con su llegada,en todos los cielos fiesta: 525 que, llevando en compañíaalma tan devota nuestra,darán más claro la muestrade júbilo y de alegría.
ALMA 3 Ella abrió con oraciones, 530ayunos y sacrificios,de nuestra prisión los quicios,y abrevió nuestras pasiones. Cuando en libertad vivía,de nosotras se acordaba, 535y el rosario nos rezabacon devoción cada día; y, cuando en la religiónentró, como habemos visto,muerto al diablo y vivo a Cristo, 540aumentó la devoción. Ni por la riguridadde las llagas que en sí tuvojamás indevoto estuvo,ni falto de caridad. 545 Prior siendo y provincial,tan manso y humilde fue,que hizo de andar a piey descalzo gran caudal. Trece años ha que ha vivido 550llagado, de tal maneraque, a no ser milagro, fueraen dos días consumido.
ALMA 1 Remite sus alabanzasal lugar donde caminas, 555que allí las darán condignasal valor que tú no alcanzas; y mezclémonos agoraentre su acompañamiento,escuchando el sentimiento 560deste su amigo que llora.
(Éntranse.)
(Sale FRAY ANTONIO llorando, y trae un lienzo manchado de sangre.)
ANTONIO Acabó la carrerade su cansada vida;dio al suelo los despojos;del cuerpo voló al cielo la alma santa. 565¡Oh padre, que en el siglofuiste mi nube obscura,mas en el fuerte asilo,que así es la religión, mi norte fuiste!Trece años ha que lidias, 570por ser caritativosobre el humano modo,con podredumbre y llagas insufribles;mas los manchados pañosde tus sangrientas llagas 575se estiman más agoraque delicados y olorosos lienzos:con ellos mil enfermoscobran salud entera;mil veces les imprimen 580los labios más ilustres y señores.Tus pies, que mientras fuisteprovincial, anduvierona pie infinitas leguaspor lodos, por barrancos, por malezas, 585agora son reliquias,agora te los besantus súbditos, y aun todoscuantos pueden llegar a donde yaces.Tu cuerpo, que ayer era 590espectáculo horrendo,según llagado estaba,hoy es bruñida plata y cristal limpio:señal que tus carbuncos,tus grietas y aberturas, 595que podrición vertían,estaban por milagro en ti, hasta tantoque la deuda pagasesde aquella pecadoraque fue limpia en un punto: 600¡tanto tu caridad con Dios valía!
(Entra el PRIOR.)
PRIOR Padre Antonio, deje el llanto,y acuda a cerrar las puertas,porque si las halla abiertasel pueblo, que acude tanto, 605 no nos han de dar lugarpara enterrar a su amigo.
ANTONIOAunque se cierren, yo digoque ha poco de aprovechar. No ha de bastar diligencia, 610pero con todo, allá iré.
(Entra FRAY ÁNGEL.)
A¿Dónde vas, padre?
ANTONIONo sé.
AAcuda su reverencia, que está toda la ciudaden el convento, y se arrojan 615sobre el cuerpo, y le despojancon tanta celeridad. Y el virrey está tambiénen su celda.
PRIORPadre Antonio,venga a ver el testimonio 620que el cielo da de su bien.
(Éntranse todos.)
(Salen dos ciudadanos: el uno con lienzo de sangre, y el otro con un pedazo de capilla.)
CIUDADANO 1 ¿Qué lleváis vos?
CIUDADANO 2Un lienzo de sus llagas.¿Y vos?
CIUDADANO 1De su capilla este pedazo,que le precio y le tengo en más estimaque si hallara una mina.
CIUDADANO 2Pues salgamos 625aprisa del convento, no nos quitenlos frailes las reliquias.
CIUDADANO 1¡Bueno es eso!¡Antes daré la vida que volvellas!
(Entra otro.)
CIUDADANO 3Yo soy, sin duda, la desgracia misma;no he podido topar de aqueste santo 630siquiera con un hilo de su ropa,puesto que voy contento y satisfechocon haberle besado cuatro veceslos santos pies, de quien olor despidedel cielo; pero tal fue él en la tierra. 635El virrey le trae en hombros, y sus frailes,y aquí, en aquesta bóveda del claustro,le quieren enterrar. Música suena;parece que es del cielo, y no lo dudo.
(Traen al santo tendido en una tabla, con muchos rosarios sobre el cuerpo; tráenle en hombros sus frailes y el VIRREY; suena lejos música de flautas o chirimías; cesando la música, dice a voces dentro LUCIFER; o, si quisieren, salgan los demonios al teatro.)
LUCIFERAun no puedo llegar siquiera al cuerpo, 640para vengar en él lo que en el almano pude: tales armas le defienden.
SAQUIELNo hay arnés que se iguale al del rosario.
LUCIFERVamos, que en sólo verle me confundo.
SAQUIELNo habemos de parar hasta el profundo. 645
ANTONIO¿Oyes, fray Ángel?
AOigo, y son los diablos.
VIRREYHáganme caridad sus reverencias,que torne yo otra vez a ver el rostrodeste bendito padre.
PRIORSea en buen hora.Padres, abajen, pónganle en el suelo, 650que, pues la devoción de su excelenciase estiende a tanto, bien será agradalle.
VIRREY¿Que es este el rostro que yo vi ha dos díasde horror y llagas y materias lleno?¿Las manos gafas son aquéstas, cielo? 655¡Oh alma que, volando a las serenasregiones, nos dejaste testimoniodel felice camino que hoy has hecho!Clara y limpia la caja do habitaste,abrasada primero y ahumada 660con el fuego encendido en que se ardía,todo de caridad y amor divino.
CIUDADANO 1Déjennosle besar sus reverenciaslos pies siquiera.
PRIORDevoción muy justa.
VIRREYHagan su oficio, padres, y en la tierra 665escondan esta joya tan del cielo;esa esperanza nuestro mal remedia.Y aquí da fin felice esta comedia.
FIN DESTA COMEDIA
(Hase de advertir que todas las figuras de mujer desta comedia las pueden hacer solas dos mujeres.)
Comedia famosa intitulada La gran sultana doña Catalina de Oviedo
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
Los que hablan en ella son los siguientes:
SALEC, turco renegado.
ROBERTO, renegado.
UN ALÁRABE.
EL GRAN TURCO.
UN PAJE, vestido a lo turquesco.Otros tres garzones.
MAMÍ, eunuco.
RUSTÁN, eunuco.
DOÑA CATALINA DE OVIEDO, Gran Sultana.
SU PADRE.
MADRIGAL, cautivo.
ANDREA, espía.Dos judíos.
UN EMBAJADOR DE PERSIA.Dos moros.
EL GRAN CADÍ.Cuatro bajaes ancianos.
CLARA, llamada Zaida.
ZELINDA, que es Lamberto.
UN CAUTIVO ANCIANO.Dos músicos.
Sale SALEC, turco, y ROBERTO, vestido a lo griego, y, detrás dellos, un ALÁRABE, vestido de un alquicel; trai en una lanza muchas estopas, y en una varilla de membrillo, en la punta, un papel como billete, y una velilla de cera encendida en la mano; este tal ALÁRABE se pone al lado del teatro, sin hablar palabra, y luego dice ROBERTO:
ROBERTO La pompa y majestad deste tirano,sin duda alguna, sube y se engrandecesobre las fuerzas del poder humano. Mas, ¿qué fantasma es esta que se ofrece,coronada de estopas media lanza? 5Alárabe en el traje me parece.
SALEC Tienen aquí los pobres esta usanzacuando alguno a pedir justicia viene(que sólo el interés es quien la alcanza): de una caña y de estopas se previene, 10y cuando el Turco pasa enciende fuego,a cuyo resplandor él se detiene; pide justicia a voces, dale luegolugar la guarda, y el pobre, como jara,arremete turbado y sin sosiego, 15 y en la punta y remate de una varaal Gran Señor su memorial presenta,que para aquel efecto el paso para. Luego, a un bello garzón, que tiene cuentacon estos memoriales, se le entrega, 20que, en relación, después, dellos da cuenta; pero jamás el término se llegadel buen despacho destos miserables,que el interés le turba y se le niega.
ROBERTO Cosas he visto aquí que de admirables 25pueden al más gallardo entendimientosuspender.
SALECVerás otras más notables. Ya está a pie el Gran Señor; puedes atentoverle a tu gusto, que el cristiano puedemirarle rostro a rostro a su contento. 30 A ningún moro o turco se concedeque levante los ojos a miralle,y en esto a toda majestad excede.
(Entra a este instante el GRAN TURCO con mucho acompañamiento; delante de sí lleva un PAJE vestido a lo turquesco, con una flecha en la mano levantada en alto, y detrás del TURCO van otros dos garzones con dos bolsas de terciopelo verde, donde ponen los papeles que el TURCO les da.)
ROBERTO Por cierto, él es mancebo de buen talle,y que, de gravedad y bizarría, 35la fama, con razón, puede loalle.
SALEC Hoy hace la zalá en Santa Sofía,ese templo que ves, que en la grandezaexcede a cuantos tiene la Turquía.
ROBERTO A encender y a gritar el moro empieza; 40el Turco se detiene mesurado,señal de pïedad como de alteza. El moro llega; un memorial le ha dado;el Gran Señor le toma y se le entregaa un bel garzón que casi trai al lado. 45
(En tanto que esto dice ROBERTO y el TURCO pasa, tiene SALEC doblado el cuerpo y inclinada la cabeza, sin miralle al rostro.)
SALEC Esta audiencia al que es pobre no se niega.¿Podré alzar la cabeza?
ROBERTOAlza y mira,que ya el Señor a la mezquita llega,cuya grandeza desde aquí me admira.
(Éntrase el Gran Señor, y queda en el teatro SALEC y ROBERTO.)
SALEC ¿Qué te parece Roberto, 50de la pompa y majestadque aquí se te ha descubierto?
ROBERTOQue no creo a la verdad,y pongo duda en lo cierto.
SALEC De a pie y de a caballo, van 55seis mil soldados.
ROBERTOSí irán.
SALECNo hay dudar, que seis mil son.
ROBERTOJuntamente, admiracióny gusto y asombro dan.
SALEC Cuando sale a la zalá 60sale con este decoro;y es el día del xumá,que así al viernes llama el moro.
ROBERTO¡Bien acompañado va! Pero, pues nos da lugar 65el tiempo, quiero acabarde contarte lo que ayercomencé a darte a entender.
SALECVuelve, amigo, a comenzar.
ROBERTO «Aquel mancebo que dije 70vengo a buscar: que le quieromás que al alma por quien vivo,más que a los ojos que tengo.Desde su pequeña edad,fui su ayo y su maestro, 75y del templo de la famale enseñé el camino estrecho;encaminéle los pasospor el angosto senderode la virtud; tuve a raya 80sus juveniles deseos;pero no fueron bastantesmis bien mirados consejos,mis persecuciones cristianas,del bien y mal mil ejemplos, 85para que, en mitad del cursode su más florido tiempo,amor no le saltease,monfí de los años tiernos.Enamoróse de Clara, 90la hija de aquel Lambertoque tú en Praga conociste,teutónico caballero.Sus padres y su hermosuranombre de Clara la dieron; 95pero quizá sus desdichasen escuridad la han puesto.Demandóla por esposa,y no salió con su intento;no porque no fuese igual 100y acertado el casamiento,sino porque las desgraciastraen su corriente de lejos,y no hay diligencia humanaque prevenga su remedio. 105Finalmente, él la sacó:que voluntades que han puestola mira en cumplir su gusto,pierden respetos y miedos.Solos y a pie, en una noche 110de las frías del invierno,iban los pobres amantes,sin saber adónde, huyendo;y, al tiempo que ya yo habíaechado a Lamberto menos 115(que éste es el nombre del tristeque he dicho que a buscar vengo),con aliento desmayado,de un frío sudor cubiertoel rostro, y todo turbado, 120ante mis ojos le veo.Arrojóseme a los pies,la color como de un muerto,y, con voz interrumpidade sollozos, dijo: "Muero, 125padre y señor, que estos nombresa tus obras se los debo.A Clara llevan cautivalos turcos de Rocaferro.Yo, cobarde; yo, mezquino 130y un traidor, que no lo niego,hela dejado en sus manos,por tener los pies ligeros.Esta noche la llevabano sé adónde, aunque sé cierto 135que, si fortuna quisiera,fuéramos los dos al cielo".A la nueva triste y nueva,en un confuso silencioquedé, sin osar decirle: 140"Hijo mío, ¿cómo es esto?"De aquesta perplejidadme sacó el marcial estruendodel rebato a que tocaronlas campanas en el pueblo. 145Púseme luego a caballo,salió conmigo Lambertoen otro, y salió una tropade caballos herreruelos.Con la escuridad, perdimos 150el rastro de los que hicieronel robo de Clara, y otrosque con el día se vieron.Temerosos de celada,no nos apartamos lejos 155del lugar, al cual volvimoscansados y sin Lamberto.»
SALECPues, ¿cómo? ¿Quedóse aposta?
ROBERTO«Aposta, a lo que sospecho,porque nunca ha parecido 160desde entonces, vivo o muerto.Su padre ofreció por Claragran cantidad de dinero,pero no le fue posiblecobrarla por ningún precio. 165Díjose por cosa ciertaque el turco que fue su dueñola presentó al Gran Señorpor ser hermosa en estremo.»Por saber si esto es verdad, 170y por saber de Lamberto,he venido como has vistoaquí en hábito de griego.Sé hablar la lengua de modoque pasar por griego entiendo. 175
SALECPuesto que nunca la sepas,no tienes de qué haber miedo:aquí todo es confusión,y todos nos entendemoscon una lengua mezclada 180que ignoramos y sabemos.De mí no te escaparás,pues cuando te vi, al momentote conocí.
ROBERTO¡Gran memoria!
SALECSiempre la tuve en estremo. 185
ROBERTOPues, ¿cómo te has olvidadode quién eres?
SALECNo hablemosen eso agora: otro díade mis cosas trataremos;que, si va a decir verdad, 190yo ninguna cosa creo.
ROBERTOFino ateísta te muestras.
SALECYo no sé lo que me muestro;sólo sé que he de mostrarte,con obras al descubierto, 195que soy tu amigo, a la trazacomo lo fui en algún tiempo;y, para saber de Clara,un eunuco del gobiernodel serrallo del Gran Turco 200podrá hacerme satisfecho,que es mi amigo. Y, entre tanto,puedes mirar por Lamberto:quizá, como tuvo el alma,también tendrá preso el cuerpo. 205
(Éntranse.)
(Salen MAMÍ y RUSTÁN, eunucos.)
MAMÍ Ten, Rustán, la lengua muda,y conmigo no autoricestu fee, de verdad desnuda,pues mientes en cuanto dices,y eres cristiano, sin duda: 210 que el tener ansí encerradatanto tiempo y tan guardadaa la cautiva española,es señal bastante y solaque tu intención es dañada. 215 Has quitado al Gran Señorde gozar la hermosuraque tiene el mundo mayor,siendo mal darle madurafruta, que verde es mejor. 220 Seis años ha que la celasy la encubres con cautelasque ya no pueden durar,y agora por desvelaresta verdad te desvelas. 225 Pero, ¡espera, perro, aguarda,y verás de qué manerala fe al Gran Señor se guarda!
RUSTÁN¡Mamí amigo, espera, espera!
MAMÍLlega el castigo, aunque tarda; 230 y el que sabe una traición,y se está sin descubrillaalgún tiempo, da ocasiónde pensar si en consentillatuvo parte la intención. 235 La tuya he sabido hoy,y así, al Gran Señor me voya contarle tu maldad.
(Éntrase MAMÍ.)
RUSTÁNNo hay negalle esta verdad;por empalado me doy. 240
(Sale DOÑA CATALINA DE OVIEDO, GRAN SULTANA, vestida a la turquesca.)
SULTANA Rustán, ¿qué hay?
RUSTÁNMi señora,de nuestra temprana muertees ya llegada la hora:que así el alma me lo advierte,pues en mi costancia llora; 245 que, aunque parezco mujer,nunca suelo yo verterlágrimas que den señalde grande bien o gran mal,como suele acontecer. 250 Mamí, señora, ha notado,con astucia y con maldad,el tiempo que te he guardado,y ha juzgado mi lealtadpor traición y por pecado. 255 Al Gran Señor va derechoa contar por malo el hechoque yo he tenido por bueno,de malicia y rabia llenoel siempre maligno pecho. 260
SULTANA ¿Qué hemos de hacer?
RUSTÁNEsperarla muerte con la enterezaque se puede imaginar,aunque sé que a tu bellezasultán ha de respetar. 265 No te matará sultán;quien muera será Rustán,como deste caso autor.
SULTANA¿Es crüel el Gran Señor?
RUSTÁNNombre de blando le dan; 270 pero, en efecto, es tirano.
SULTANACon todo, confío en Dios,que su poderosa manoha de librar a los dosdeste temor, que no es vano; 275 y si estuvieren cerradoslos cielos por mis pecados,por no oír mi petición,dispondré mi corazóna casos más desastrados. 280 No triunfará el inhumanodel alma; del cuerpo, sí,caduco, frágil y vano.
RUSTÁNEste suceso temíde mi proceder cristiano. 285 Mas no estoy arrepentido;antes, estoy prevenidode paciencia y sufrimientopara cualquiera tormento.
SULTANACon mi intención has venido. 290 Dispuesta estoy a tenerpor regalo cualquier penaque me pueda suceder.
RUSTÁNNunca a muerte se condenatan gallardo parecer. 295 Hallarás en tu hermosura,no pena, sino ventura;yo, por el contrario estremo,hallaré, como lo temo,en el fuego sepultura. 300
SULTANA Bien podrá ofrecerme el mundocuantos tesoros encierrala tierra y el mar profundo;podrá bien hacerme guerrael contrario sin segundo 305 con una y otra legiónde su infernal escuadrón;pero no podrán, Dios mío,como yo de vos confío,mudar mi buena intención. 310 En mi tierna edad perdí,Dios mío, la libertad,que aun apenas conocí;trújome aquí la beldad,Señor, que pusiste en mí; 315 si ella ha de ser instrumentode perderme, yo consiento,petición cristiana y cuerda,que mi belleza se pierdapor milagro en un momento; 320 esta rosada colorque tengo, según se muestraen mi espejo adulador,marchítala con tu diestra;vuélveme fea, Señor; 325 que no es bien que lleve palmade la hermosura del almala del cuerpo.
RUSTÁNDices bien.Mas no es bien que aquí se esténnuestros sentidos en calma, 330 sin que demos traza o mediode buscar a nuestra culpao ya disculpa, o remedio.
SULTANADel remedio a la disculpahay grandes montes en medio. 335 Vámonos a apercebir,amigo, para morircristianos.
RUSTÁNRemedio es ésedel más subido intereseque al Cielo puedes pedir. 340
(Éntranse.)
(Salen MAMÍ, el eunuco, y el GRAN TURCO.)
MAMÍ Morato Arráez, Gran Señor,te la presentó, y es ellala primera y la mejorque del título de bellapuede llevarse el honor. 345 De tus ojos escondidoeste gran tesoro ha sidopor industria de Rustánseis años, y a siete van,según la cuenta he tenido. 350
TURCO ¿Y del modo que has contadoes hermosa?
MAMÍEs tan hermosacomo en el jardín cerradola entreabierta y fresca rosaa quien el sol no ha tocado; 355 o como el alba serena,de aljófar y perlas llena,al salir del claro Oriente;o como sol al Poniente,con los reflejos que ordena. 360 Robó la naturalezalo mejor de cada cosapara formar esta pieza,y así, la sacó hermosasobre la humana belleza. 365 Quitó al cielo dos estrellas,que puso en las luces bellasde sus bellísimos ojos,con que de amor los despojosse aumentan, pues vive en ellas. 370 El todo y sus partes soncorrespondientes de modo,que me muestra la razónque en las partes y en el todoasiste la perfección. 375 Y con esto se conformael color, que hace la formahermosa en un grado inmenso.
TURCOEste loco, a lo que pienso,de alguna diosa me informa. 380
MAMÍ A su belleza, que es tantaque pasa al imaginar,su discreción se adelanta.
TURCOTú me la harás adorarpor cosa divina y santa. 385
MAMÍ Tal jamás la ha visto el sol,ni otra fundió en su crisolel cielo que la compuso;y, sobre todo, le pusoel desenfado español. 390 Digo, señor, que es divinala beldad desta cautiva,en el mundo peregrina.
TURCODe verla el deseo se aviva.¿Y llámase?
MAMÍCatalina, 395 y es de Oviedo el sobrenombre.
TURCO¿Cómo no ha mudado el nombre,siendo ya turca?
MAMÍNo sé;como no ha mudado fe,no apetece otro renombre. 400
TURCO ¿Luego, es cristiana?
MAMÍYo hallopor mi cuenta que lo es.
TURCO¿Cristiana, y en mi serrallo?
MAMÍMás deben de estar de tres;mas ¿quién podrá averiguallo? 405 Si otra cosa yo supiera,como aquésta, la dijera,sin encubrir un momentodicho o hecho o pensamientoque contra ti se ofreciera. 410
TURCO Descuido es vuestro y maldad.
MAMÍYo sé decir que te adoroy sirvo con la lealtady con el justo decoroque debo a tu majestad. 415
TURCO Al serrallo iré esta tardea ver si yela o si ardela belleza única y solade tu alabada española.
MAMÍMahoma, señor, te guarde. 420
(Éntranse estos dos.)
(Salen MADRIGAL, cautivo, y ANDRÉS, en hábito de griego.)
MADRIGAL ¡Vive Roque, canalla barretina,que no habéis de gozar de la cazuela,llena de boronía y caldo prieto!
ANDREA¿Con quién las has, cristiano?
MADRIGALNo, con naide.¿No escucháis la bolina y la algazara 425que suena dentro desta casa?
(Dice dentro un JUDÍO:)
JUDÍO¡Ah perro!¡El Dío te maldiga y te confunda!¡Jamás la libertad amada alcances!
ANDREADi: ¿por qué te maldicen estos tristes?
MADRIGALEntré sin que me viesen en su casa, 430y en una gran cazuela que teníande un guisado que llaman boronía,les eché de tocino un gran pedazo.
ANDREAPues ¿quién te lo dio a ti?
MADRIGALCiertos jenízarosmataron en el monte el otro día 435un puerco jabalí, que le vendierona los cristianos de Mamud Arráez,de los cuales compré de la papadalo que está en la cazuela sepultadopara dar sepultura a estos malditos, 440con quien tengo rencor y mal talante;a quien el diablo pape, engulla y sorba.
(Pónese un JUDÍO a la ventana.)
JUDÍO¡Mueras de hambre, bárbaro insolente;el cuotidiano pan te niegue el Dío;andes de puerta en puerta mendigando; 445échente de la tierra como a gafo,agraz de nuestros ojos, espantajo,de nuestra sinagoga asombro y miedo,de nuestras criaturas enemigoel mayor que tenemos en el mundo! 450
MADRIGAL¡Agáchate, judío!
JUDÍO¡Ay, sin ventura,que entrambas sienes me ha quebrado! ¡Ay triste!
ANDREA Sí, que no le tiraste.
MADRIGAL¡Ni por pienso!
ANDREAPues ¿de qué se lamenta el hideputa?
(Dice dentro otro JUDÍO:)
JUDÍOQuítate, Zabulón, de la ventana, 455que ese perro español es un demonio,y te hará pedazos la cabezacon sólo que te escupa y que te acierte.¡Guayas, y qué comida que tenemos!¡Guayas, y qué cazuela que se pierde! 460
MADRIGAL¿Los plantos de Ramá volvéis al mundo,canalla miserable? ¿Otra vez vuelves,perro?
JUDÍO¡Qué!, ¿aún no te has ido? ¿Por venturaquieres atosigarnos el aliento?
MADRIGAL¡Recógeme este prisco!
(Dicen dentro:)
No aprovecha 465decirte, Zabulón, que no te asomes?Déjale ya en mal hora; éntrate, hijo.
ANDREA¡Oh gente aniquilada! ¡Oh infame, oh suciaraza, y a qué miseria os ha traídovuestro vano esperar, vuestra locura 470y vuestra incomparable pertinacia,a quien llamáis firmeza y fee inmudablecontra toda verdad y buen discurso!Ya parece que callan; ya en silenciopasan su burla y hambre los mezquinos. 475Español, ¿conocéisme?
MADRIGALJuraríaque en mi vida os he visto.
ANDREASoy Andrea,la espía.
MADRIGAL¿Vos, Andrea?
ANDREASí, sin duda.
MADRIGAL¿El que llevó a Castillo y Palomares,mis camaradas?
ANDREAY el que llevó a Meléndez, 480a Arguijo y Santisteban, todos juntos,y en Nápoles los dejó a sus anchuras,de la agradable libertad gozando.
MADRIGAL¿Cómo me conocistes?
ANDREALa memoriatenéis dada a adobar, a lo que entiendo, 485o reducida a voluntad no buena.¿No os acordáis que os vi y hablé la nocheque recogí a los cinco, y vos quisistesquedaros por no más de vuestro gusto,poniendo por escusa que os tenía 490amor rendida el alma, y que una alárabe,con nuevo cautiverio y nuevas leyes,os la tenía encadenada y presa?
MADRIGALVerdad; y aun todavía tengo el yugoal cuello, todavía estoy cautivo, 495todavía la fuerza poderosade amor tiene sujeto a mi albedrío.
ANDREALuego, ¿en balde será tratar yo agorade que os vengáis conmigo?
MADRIGALEn balde, cierto.
ANDREA¡Desdichado de vos!
MADRIGALQuizá dichoso. 500
ANDREA¿Cómo puede ser esto?
MADRIGALSon las leyesdel gusto poderosas sobremodo.
ANDREAUna resolución gallarda puederomperlas.
MADRIGALYo lo creo; mas no es tiempode ponerme a los brazos con sus fuerzas. 505
ANDREA¿No sois vos español?
MADRIGAL¿Por qué? ¿Por esto?Pues, por las once mil de malla juro,y por el alto, dulce, omnipotentedeseo que se encierra bajo el hopode cuatro acomodados porcionistas, 510que he de romper por montes de diamantesy por dificultades indecibles,y he de llevar mi libertad en pesosobre los propios hombros de mi gusto,y entrar triunfando en Nápoles la bella 515con dos o tres galeras levantadaspor mi industria y valor, y Dios delante,y dando a la Anunciada los dos bucos,quedaré con el uno rico y próspero;y no ponerme ahora a andar por trena, 520cargado de temor y de miseria.
ANDREA¡Español sois, sin duda!
MADRIGALY soylo, y soylo,lo he sido y lo seré mientras que viva,y aun después de ser muerto ochenta siglos.
ANDREA¿Habrá quien quiera libertad huyendo? 525
MADRIGALCuatro bravos soldados os esperan,y son gente de pluma y bien nacidos.
ANDREA¿Son los que dijo Arguijo?
MADRIGALAquellos mismos.
ANDREAYo los tengo escondidos y a recaudo.
MADRIGAL¿Qué turba es ésta? ¿Qué ruïdo es éste? 530
ANDREAEs el embajador de los persianos,que viene a tratar paces con el Turco.Haceos a aquesta parte mientras pasa.
(Entra un embajador, vestido como los que andan aquí, y acompáñanle jenízaros; va como TURCO.)
MADRIGAL¡Bizarro va y gallardo por estremo!
ANDREALos más de los persianos son gallardos, 535y muy grandes de cuerpo, y grandes hombresde a caballo.
MADRIGALY son, según se dice,los caballos el nervio de sus fuerzas.¡Plega a Dios que las paces no se hagan!¿Queréis venir, Andrea?
ANDREAGuía adonde 540fuere más de tu gusto.
MADRIGALAl baño guíodel Uchalí.
ANDREAAl de Morato guía,que he de juntarme allí con otra espía.
(Éntranse.)
(Entra el GRAN TURCO, RUSTÁN y MAMÍ.)
TURCO Flaca disculpa me dasde la traición que me has hecho, 545mayor que se vio jamás.
RUSTÁNSi bien estás en el hecho,señor, no me culparás. Cuando vino a mi poder,no vino de parecer 550que pudiese darte gusto,y fue el reservarla justoa más tomo y mejor ser; muchos años, Gran Señor,profundas melancolías 555la tuvieron sin color.
TURCO¿Quién la curó?
RUSTÁNSedequías,el judío, tu doctor.
TURCO Testigos muertos presentasen tu causa; a fe que intentas 560escaparte por buen modo.
RUSTÁNYo digo verdad en todo.
TURCORazón será que no mientas.
RUSTÁN No ha tres días que el serenocielo de su rostro hermoso 565mostró de hermosura lleno;no ha tres días que un ansiosodolor salió de su seno. En efecto: no ha tres díasque de sus melancolías 570está libre esta española,que es en la belleza sola.
TURCOTú mientes o desvarías.
RUSTÁN Ni miento ni desvarío.Puedes hacer la experiencia 575cuando gustes, señor mío.Haz que venga a tu presencia:verás su donaire y brío; verás andar en el suelo,con pies humanos, al cielo, 580cifrado en su gentileza.
TURCODe un temor otro se empieza,de un recelo, otro recelo. Mucho temo, mucho espero,mucho puede la alabanza 585en lengua de lisonjero;mas la lisonja no alcanzaparte aquí. Rustán, yo quiero ver esa cautiva luego;¡ve por ella, y por el dios ciego, 590que me tïene asombrado,que a no ser cual la has pintado,que te he de entregar al fuego!
(Éntrase RUSTÁN.)
MAMÍ Si no está en más la venturade Rustán, que en ser hermosa 595la cautiva, y de hermosurarara, su suerte es dichosa;libre está de desventura. Desde ahora muy bien puedeshacerle, señor, mercedes, 600porque verás, de aquí a poco,aquí todo el cielo.
TURCOLoco,a todo hipérbole excedes. Deja, que es justo, a los ojosalgo que puedan hallar 605en tan divinos despojos.
MAMÍ¿Qué vista podrá mirarde Apolo los rayos rojos que no quede deslumbrada?
TURCOTanta alabanza me enfada. 610
MAMÍRemítome a la experienciaque has de hacer con la presenciadésta, en mi lengua, agraviada.
(Entran RUSTÁN y la SULTANA.)
RUSTÁN Háblale mansa y süave,que importa, señora mía, 615porque con todos no acabe.
SULTANADaré de la lengua míaal santo cielo la llave; arrojaréme a sus pies;diré que su esclava es 620la que tiene a gran venturabesárselos.
RUSTÁNEs corduraque en ese artificio des.
SULTANA Las rodillas en la tierray mis ojos en tus ojos, 625te doy, señor, los despojosque mi humilde ser encierra; y si es soberbia el mirarte,ya los abajo e inclinopor ir por aquel camino 630que suele más agradarte.
TURCO ¡Gente indiscreta, ignorante,locos, sin duda, de atar,a quien no se puede hallar,en ser simples, semejante; 635 robadores de la famadebida a tan gran sujeto;mentirosos, en efecto,que es la traición que os infama! ¡Por cierto que bien se emplea 640cualquier castigo en vosotros!
MAMÍ¡Desdichados de nosotrossi le ha parecido fea!
TURCO ¡Cuán a lo humano hablasteisde una hermosura divina, 645y esta beldad peregrinacuán vulgarmente pintastes! ¿No fuera mejor ponellaal par de Alá en sus asientos,hollando los elementos 650y una y otra clara estrella, dando leyes desde allá,que con reverencia y celoguardaremos los del suelo,como Mahoma las da? 655
MAMÍ ¿No te dije que era rosaen el huerto a medio abrir?¿Qué más pudiera decirla lengua más ingeniosa? ¿No te la pinté discreta 660cual nunca se vio jamás?¿Pudiera decirte másun mentiroso poeta?
RUSTÁN Cielo te la hice yo,con pies humanos, señor. 665
TURCOA hacerla su Hacedoracertaras.
RUSTÁNEso no: que esos grandes atributoscuadran solamente a Dios.
TURCOEn su alabanza los dos 670anduvistes resolutos y cortos en demasía,por lo cual, sin replicar,os he de hacer empalarantes que pase este día. 675 Mayor pena merecías,traidor Rustán, por ser ciertoque me has tenido encubiertotan gran tesoro tres días. Tres días has detenido 680el curso de mi ventura;tres días en mal seguravida y penosa he vivido; tres días me has defraudadodel mayor bien que se encierra 685en el cerco de la tierray en cuanto vee el sol dorado. Morirás, sin duda alguna,hoy, en este mismo día:que, a do comienza la mía, 690ha de acabar tu fortuna.
SULTANA Si ha hallado esta cautivaalguna gracia ante ti,vivan Rustán y Mamí.
TURCORustán muera; Mamí viva. 695 Pero maldigo la lenguaque tal cosa pronunció;vos pedís; no otorgo yo.Recompensaré esta mengua con haceros juramento, 700por mi valor todo junto,de no discrepar un puntode hacer vuestro mandamiento. No sólo viva Rustán;pero, si vos lo queréis, 705los cautivos soltaréis,que en las mazmorras están; porque a vuestra voluntadtan sujeta está la mía,como está a la luz del día 710sujeta la escuridad.
SULTANA No tengo capacidadpara tanto bien, señor.
TURCOSabe igualar el amorel vos y la majestad. 715 De los reinos que poseo,que casi infinitos son,toda su juridiciónrendida a la tuya veo; ya mis grandes señoríos, 720que grande señor me han hecho,por justicia y por derecho,son ya tuyos más que míos; y, en pensar no te demandesesto soy, aquello fui; 725que, pues me mandas a mí,no es mucho que al mundo mandes. Que seas turca o seas cristiana,a mí no me importa cosa;esta belleza es mi esposa, 730y es de hoy más la Gran Sultana.
SULTANA Cristiana soy, y de suerte,que de la fe que profesono me ha de mudar excesode promesas ni aun de muerte. 735 Y mira que no es corduraque entre los tuyos se hablede un caso que, por notable,se ha de juzgar por locura. ¿Dónde, señor, se habrá visto 740que asistan dos en un lecho,que el uno tenga en el pechoa Mahoma, el otro a Cristo? Mal tus deseos se midencon tu supremo valor, 745pues no junta bien Amordos que las leyes dividen. Allá te avén con tu alteza,con tus ritos y tu secta,que no es bien que se entremeta 750con mi ley y mi bajeza.
TURCO En estos discursos entro,pues Amor me da licencia;yo soy tu circunferencia,y tú, señora, mi centro; 755 de mí a ti han de ser igualeslas cosas que se trataren,sin que en otro punto parenque las haga desiguales. La majestad y el Amor 760nunca bien se convinieron,y en la igualdad le pusieron,los que hablaron del mejor. Deste modo se aderezalo que tú ves despüés: 765que, humillándome a tus pies,te levanto a mi cabeza. Iguales estamos ya.
SULTANALevanta, señor, levanta,que tanta humildad espanta. 770
MAMÍRindióse; vencido está.
SULTANA Una merced te suplico,y me la has de conceder.
TURCOA cuanto quieras quererobedezco y no replico. 775 Suelta, condena, rescata,absuelve, quita, haz mercedes,que esto y más, señora, puedes:que Amor tu imperio dilata. Pídeme los imposibles 780que te ofreciere el deseo,que, en fe de ser tuyo, creoque los he de hacer posibles. No vengas a contentartecon pocas cosas, mi amor; 785que haré, siendo pecador,milagros por agradarte.
SULTANA Sólo te pido tres días,Gran Señor, para pensar...
TURCOTres días me han de acabar. 790
SULTANA...en no sé qué dudas mías, que escrupulosa me han hecho,y, éstos cumplidos, vendrás,y claramente veráslo que tienes en mi pecho. 795
TURCO Soy contento. Queda en paz,guerra de mi pensamiento,de mis placeres aumento,de mis angustias solaz. Vosotros, atribulados 800y alegres en un instante,llevaréis de aquí adelantevuestros gajes seisdoblados. Entra, Rustán; da las nuevasa esas cautivas todas 805de mis esperadas bodas.
MAMÍ¡Gentil recado les llevas!
TURCO Y como a cosa divina,y esto también les dirás,sirvan y adoren de hoy más 810a mi hermosa Catalina.
(Éntranse el TURCO, MAMÍ y RUSTÁN, y queda en el teatro sola la SULTANA.)
SULTANA ¡A ti me vuelvo, Gran Señor, que alzaste,a costa de tu sangre y de tu vida,la mísera de Adán primer caída,y, adonde él nos perdió, Tú nos cobraste. 815 A Ti, Pastor bendito, que buscastede las cien ovejuelas la perdida,y, hallándola del lobo perseguida,sobre tus hombros santos te la echaste; a Ti me vuelvo en mi aflición amarga, 820y a Ti toca, Señor, el darme ayuda:que soy cordera de tu aprisco ausente, y temo que, a carrera corta o larga,cuando a mi daño tu favor no acuda,me ha de alcanzar esta infernal serpiente! 825
FIN DE LA PRIMERA JORNADA
Traen dos moros atado a MADRIGAL, las manos atrás, y sale con ellos el GRAN CADÍ, que es el juez obispo de los turcos.
MORO 1 Como te habemos contado,por aviso que tuvimos,en fragante le cogimoscometiendo el gran pecado. La alárabe queda presa, 5y, como se vee con culpaque carece de disculpa,toda su maldad confiesa.
CADÍ Dad con ellos en la mar,de pies y manos atados, 10y de peso acomodados,que no los dejen nadar; pero si moro se vuelve,casaldos, y libres queden.
MADRIGALHermanos, atarme pueden. 15
CADÍ¿En qué el perro se resuelve: en casarse, o en morir?
MADRIGALTodo es muerte, y todo es pena;ninguna cosa hallo buenaen casarme ni en vivir. 20 Como la ley no dejaraen la cual pienso salvarme,la vida, con el casarme,aunque es muerte, dilatara; pero casarme y ser moro 25son dos muertes, de tal suerte,que atado corro a la muertey suelto mi ley adoro. Mas yo sé que desta vezno he de morir, señor bueno. 30
CADÍ¿Cómo, si yo te condeno,y soy supremo jüez? De las sentencias que doyno hay apelación alguna.
MADRIGALCon todo, de mi fortuna, 35aunque mala, alegre estoy. La piedra tendré ya puestaal cuello, y has de pensarque no me pienso anegar;y desto haré buena puesta. 40 Y, porque no estés suspenso,haz salir estos dos fuera:diréte de la maneraque ha de ser, según yo pienso.
CADÍ Idos, y dejalde atado, 45que quiero ver de la suertecómo escapa de la muerte,a quien está condenado.
(Vanse los dos moros.)
MADRIGAL Si de bien tendrás memoria,porque no es posible menos, 50de aquel sabio cuyo nombrefue Apolonio Tianeo,el cual, según que lo sabes,o fuese favor del cielo,o fuese ciencia adquirida 55con el trabajo y el tiempo,supo entender de las avesel canto tan por estremo,que en oyéndolas decía:«Esto dicen». Y esto es cierto. 60Ora cantase el canario,ora trinase el jilguero,ora gimiese la tórtola,ora graznasen los cuervos,desde el pardal malicioso 65hasta el águila de imperio,de sus cantos entendíalos escondidos secretos.Éste fue, según es fama,abuelo de mis abuelos, 70a quien dejó de su graciapor únicos herederos.Uno la supo de todoslos que en aquel tiempo fueron,y no la hereda más de uno 75de sus más cercanos deudos.De deudo a deudo ha venido,con el valor de los tiempos,a encerrarse esta venturaen mi desdichado pecho. 80A esta mañana, que ibaal pecado, porque vengoa tener cercada el almade esperanzas y de miedos,oí en casa de un judío 85a un ruiseñor pequeñuelo,que, con divina armonía,aquesto estaba diciendo:«¿Adónde vas, miserable?Tuerce el paso, y hurta el cuerpo 90a la ocasión que te llamay lleva a tu fin postrero.Cogeránte en el garlito,ya cumplido tu deseo;morirás, sin duda alguna, 95si te falta este remedio.Dile al jüez de tu causaque han decretado los cielosque muera de aquí a seis díasy baje al estigio reino; 100pero que si hiciere emiendade tres grandes desafuerosque a dos moros y una viudano ha muchos años que ha hecho;y si hiciere la zalá, 105lavando el cuerpo primerocon tal agua (y dijo el agua,que yo decirte no quiero),tendrá salud en el alma,tendrá salud en el cuerpo, 110y será del Gran Señorfavorecido en estremo».Con esta gracia admirable,otra más subida tengo:que hago hablar a las bestias 115dentro de muy poco tiempo.Y aquel valiente elefantedel Gran Señor, yo me ofrezcode hacerle hablar en diez añosdistintamente turquesco; 120y cuando desto faltare,que me empalen, que en el fuegome abrasen, que desmenucenbrizna a brizna estos mis miembros.
CADÍEl agua me has de decir, 125que importa.
MADRIGALSu tiempo espero,porque ha de ser distiladade ciertas yerbas y yezgos.Tú no la conocerás;yo sí, y al cielo sereno 130se han de coger en tres noches.
(Desátale.)
CADÍEn tu libertad te vuelvo.Pero una cosa me tieneconfuso, amigo, y perplejo:que no sé cuál viuda sea, 135ni cuáles moros sean éstosa quien he de hacer la enmienda:que veo que son sin cuentolos moros de mí ofendidos,y viudas pasan de ciento. 140
MADRIGALIré a oír al ruiseñorotra vez, y yo sé ciertoque él me dirá en su cánticoquién son los que no sabemos.
CADÍA estos moros les diré 145la causa por que te suelto,que será que al elefantehas de hacer hablar turquesco.Pero dime: ¿acaso sabeshablar turco?
MADRIGAL¡Ni por pienso! 150
CADÍPues ¿cómo de lo que ignorasquieres mostrarte maestro?
MADRIGALAprenderé cada díalo que mostrarle pretendo,pues habrá tiempo en diez años 155de aprender el turco y griego.
CADÍDices verdad. Mira, amigo,que mi vida te encomiendo:que será desto la pagatu libertad, por lo menos. 160
MADRIGAL¡Penitencia, gran cadí;penitencia y buen deseode no hacer de aquí adelantetantos tuertos a derechos!
CADÍNo se te olviden las yerbas, 165que es la importancia del hechomemorable que me has dicho,y sin duda alguna creo:que ya sé que fue en el mundoApolonio Tianeo, 170que entendía de las avesel canto, y también entiendoque hay arte que hace hablara los mudos.
MADRIGAL¡Bueno es eso!Al elefante os aguardo, 175y las yerbas os espero.
(Éntranse.)
(Parece el GRAN TURCO detrás de unas cortinas de tafetán verde; salen cuatro bajaes ancianos; siéntanse sobre alfombras y almohadas; entra el EMBAJADOR DE PERSIA, y al entrar le echan encima una ropa de brocado; llévanle dos turcos de brazo, habiéndole mirado primero si trae armas encubiertas; llévanle a asentar en una almohada de terciopelo; descúbrese la cortina; parece el GRAN TURCO. (Mientras esto se hace pueden sonar chirimías). Sentados todos, dice el EMBAJADOR:)
EMBAJADOR Prospere Alá tu poderoso Estado,señor universal casi del suelo;sea por luengos siglos dilatado,por suerte amiga y por querer del cielo. 180
La embajada de aquél que me ha enviado,con preámbulos cortos, como suelo,diré, si es que me das de hablar licencia;que sin ella enmudezco en tu presencia.
BAJÁ 1 Di con la brevedad que has prometido, 185que si es con la que sueles, será partea darte el Gran Señor atento oído,puesto que le forzamos a escucharte.Por muchas persuasiones ha venidoa darte audiencia y a respuesta darte; 190que pocas veces oye al enemigo.Di, pues; que ya eres largo.
EMBAJADORPues ya digo. Dice el Soldán, señor, que, si tú gustasde paz, que él te la pide, y que se hagacon leyes tan honestas y tan justas, 195que el tiempo o el rencor no las deshaga;si a la suya, que es buena, tu alma ajustas,dar el cielo a los dos será la paga.
BAJÁ 2No aconsejes; propón, di tu embajada.
EMBAJADORToda en pedir la paz está cifrada. 200
BAJÁ 1 Ese cabeza roja, ese maldito,que de las ceremonias de Mahoma,con depravado y bárbaro apetito,unas cosas despide y otras toma,bien debe de pensar que el infinito 205poder, que al mundo espanta, estrecha y doma,del Gran Señor, el cielo tal le tenga,que hacer paces infames le convenga. Su mendiguez sabemos y sus mañas,por quien con él de nuevo me enemisto, 210viendo que el grande rey de las Españasmuchos persianos en su Corte ha visto.Éstas son de tu dueño las hazañas;pedir favor a quien adora en Cristo;y como ve que el ayudarle niega, 215por paz cobarde en ruego humilde ruega.
EMBAJADOR Aquella majestad que tiene al mundoadmirado y suspenso; el verdaderoretrato de Filipo, aquel Segundo,que sólo pudo darse a sí tercero; 220aquel cuyo valor alto y profundono es posible alabarle como quiero;aquel, en fin, que el sol, en su camino,mirando va sus reinos de contino; llevado en vuelo de la buena fama 225su nombre y su virtud a los oídosdel Soldán, mi señor, así le inflamael deseo de verle los sentidos,que a mí me insiste, solicita y llamay manda que por pasos no entendidos, 230por mares y por reinos diferentes,vaya a ver al gran rey.
BAJÁ 1¿Esto consientes? Echadle fuera. Adulador, camina;embajador cristiano. Echadle fuera;que, de los que profesan su dotrina, 235algún buen fruto por jamás se espera.El cuerpo dobla; la cabeza inclina.Echadle, digo.
BAJÁ 2¿No es mejor que muera?
BAJÁ 1Goce de embajador la preeminencia,que es la que no ejecuta esa sentencia. 240
(Échanle a empujones al EMBAJADOR.)
No es mucho, Gran Señor, que me desmandea alzar la voz, de cólera encendido:que no ha sido pequeña, sino grande,la desvergüenza deste fementido.Vea tu majestad ahora, y mande 245la respuesta que más fuere servidoque se le dé a este can.
TURCOComunicadmey, cual el caso pide, aconsejadme. Mirad bien si la paz es convenientey honrosa.
BAJÁ 2A lo que yo descubro y veo, 250que sosegar las armas del Oriente,no te puede pedir más el deseo,con tanto que el persiano no alce frentecontra ti. Triste historia es la que leo;que a nosotros la Persia así nos daña, 255que es lo mismo que Flandes para España. Conviene hacer la paz, por las razonesque en este pergamino van escritas.
TURCOPresto a la paz ociosa te dispones;presto el regalo blando solicitas. 260Tú, Braín valeroso, ¿no te oponesa Mustafá? ¿Por dicha, solicitastambién la paz?
BAJÁ 1La guerra facilito,y daré las razones por escrito.
TURCO Veréla y veré lo que contiene, 265y de mi parecer os daré parte.
BAJÁ 1Alá, que el mundo entre los dedos tiene,te entregue dél la rica y mayor parte.
BAJÁ 2Mahoma así la paz dichosa ordene,que se oiga el son del belicoso Marte, 270no en Persia, sino en Roma, y tus galerascorran del mar de España las riberas.
(Éntranse.)
(Sale la SULTANA y RUSTÁN.)
RUSTÁN Como de su alhaja, puedegozar de ti a su contento.
SULTANALa viva fe de mi intento 275a toda su fuerza excede: resuelta estoy de morir,primero que darle gusto.
RUSTÁNContra intento que es tan justono tengo qué te decir; 280 pero mira que una fuerzatal puede mucho, señora;y mira bien que a ser morano te induce ni te fuerza.
SULTANA ¿No es grandísimo pecado 285el juntarme a un infïel?
RUSTÁNSi pudieras huir dél,te lo hubiera aconsejado; mas cuando la fuerza vacontra razón y derecho, 290no está el pecado en el hecho,si en la voluntad no está; condénanos la intencióno nos salva en cuanto hacemos.
SULTANAEso es andar por estremos. 295
RUSTÁNSí; mas puestos en razón: que el alma no es bien peligrecuando por fuerza de brazosechan a su cuerpo lazosque rendirán a una tigre. 300 Desta verdad se recibela que no habrá quien la tuerza:que peca el que hace la fuerza,pero no quien la recibe.
SULTANA Mártir seré si consiento 305antes morir que pecar.
RUSTÁNSer mártir se ha de causarpor más alto fundamento, que es por el perder la vidapor confesión de la fe. 310
SULTANAEsa ocasión tomaré.
RUSTÁN¿Quién a ella te convida? Sultán te quiere cristiana,y a fuerza, si no de grado,sin darle muerte al ganado 315podrá gozar de la lana. Muchos santos desearonser mártires, y pusieronlos medios que convinieronpara serlo, y no bastaron: 320 que al ser mártir se requierevirtud sobresingular,y es merced particularque Dios hace a quien Él quiere.
SULTANA Al cielo le pediré, 325ya que no merezco tanto,que a mi propósito santode su firmeza le dé; haré lo que fuere en mí,y en silencio, en mis recelos, 330daré voces a los cielos.
RUSTÁNCalla, que viene Mamí.
(Entra MAMÍ.)
MAMÍ El Gran Señor viene a verte.
SULTANA¡Vista para mí mortal!
MAMÍHablas, señora, muy mal. 335
SULTANASiempre hablaré desta suerte; y no quieras tú mostrarteprudente en aconsejarme.
MAMÍSé que vendrás a mandarme,y no es bien descontentarte. 340
(Entra el GRAN TURCO.)
TURCO ¡Catalina!
SULTANAÉse es mi nombre.
TURCOCatalina la Otomanate llamarán.
SULTANASoy cristiana,y no admito el sobrenombre, porque es el mío de Oviedo, 345hidalgo, ilustre y cristiano.
TURCONo es humilde el otomano.
SULTANAEsa verdad te concedo: que en altivo y arroganteninguno igualarte puede. 350
TURCOPues el tuyo al mío excedey en todo le va adelante, pues que desprecias por élal mayor que el suelo tiene.
SULTANASé yo que en él se contiene 355lo que es de estimar en él, que es el darme a conocerpor cristiana si me nombran.
TURCOTus libertades me asombran,que son más que de mujer; 360 pero bien puedes tenellascon quien solamente puedeaquello que le concedeel valor que vive en ellas. Dél conozco que te estimas 365en todo aquello que vales,y con arrogancias talesme alegras y me lastimas. Muéstrate más soberana,haz que te tenga respeto 370el mundo, porque, en efeto,has de ser la Gran Sultana. Y doyte la preeminenciadesde luego: ya lo eres.
SULTANA¿Dar a una tu esclava quieres 375de tu esposa la excelencia? Míralo bien, porque temoque has de arrepentirte presto.
TURCOYa lo he mirado, y en estono hago ningún estremo, 380 si ya no fuese el de hacerque con la sangre otomanamezcle la tuya cristianapara darle mayor ser. Si el fruto que de ti espero 385llega a colmo, verá el mundoque no ha de tener segundoel que me dieres primero. No habrá descubierto el sol,en cuanto ciñe y rodea, 390no, quien pase, que igual seaa un otomano español. Mira a lo que te dispones,que ya mi alma adivinaque has de parir, Catalina, 395hermosísimos leones.
SULTANA Antes tomara engendraráguilas.
TURCOA tu fortunano hay dificultad algunaque la pueda contrastar. 400 En la cumbre de la ruedaestás, y, aunque varïable,contigo ha de ser estable,estando en tu gloria queda. Daréte la posesión 405de mi alma aquesta tarde,y la de mi cuerpo, que ardeen llamas de tu afición; afición, de amor interno,que, con poderoso brío, 410de mi alma y mi albedríotiene el mando y el gobierno.
SULTANA He de ser cristiana.
TURCOSélo;que a tu cuerpo, por agora,es el que mi alma adora 415como si fuese su cielo. ¿Tengo yo a cargo tu alma,o soy Dios para inclinalla,o ya de hecho llevalladonde alcance eterna palma? 420 Vive tú a tu parecer,como no vivas sin mí.
RUSTÁN¿Qué te parece, Mamí?
MAMÍ¡Mucho puede una mujer!
SULTANA No me has de quitar, señor, 425que con cristianos no trate.
MAMÍÉste es grande disparate,y el concederle, mayor.
TURCO Tal te veo y tal me veo,que con grave imperio y firme 430puedes, Sultana, pedirmecuanto te pida el deseo. De mi voluntad te he dadoentera juridición;tus deseos míos son: 435mira si estoy obligado a cumplillos.
MAMÍCaso grave,y entre turcos jamás visto,andar por aquí tu Cristo,Rustán.
RUSTÁNÉl mismo lo sabe. 440 Él suele, Mamí, sacarde mucho mal mucho bien.
TURCOTus aranceles me denel modo que he de guardar para no salir un punto 445de tu gusto; que el sabelley el entendelle y hacelleestará en mi alma junto. Saca de aquesta humildad,bellísima Catalina, 450que se guía y se encaminaa rendir su voluntad. No quiero gustos por fuerzade gran poder conquistados:que nunca son bien logrados 455los que se toman por fuerza. Como a mi esclava, en un puntopudiera gozarte agora;mas quiero hacerte señora,por subir el bien de punto; 460 y, aunque del cercado ajenoes la fruta más sabrosaque del propio, ¡estraña cosa!,por la que es tan mía peno. Entre las manos la tengo, 465y entre la boca y las manosdesparece. ¡Oh, miedos vanos,y a cuántas bajezas vengo! Puedo cumplir mi deseoy estoy en comedimientos. 470
RUSTÁNHumilla tus pensamientos,porque muy airado veo al Gran Señor; no fabriquestu tristeza en su pesar,y a quien ya puedes mandar, 475no será bien que supliques.
SULTANA Dio el temor con mi buen celoen tierra. ¡Oh pequeña edad!¡Con cuánta facilidadte rinde cualquier recelo! 480 Gran Señor, veisme aquí; postrolas rodillas ante ti;tu esclava soy.
TURCO¿Cómo así?Alza, señora, ese rostro, y en esos sus soles dos, 485que tanto le hermosean,harás que mis ojos veanel grande poder de Dios, o de la naturaleza,a quien Alá dio poder 490para que pudiese hacermilagros en su belleza.
SULTANA Advierte que soy cristiana,y que lo he de ser contino.
MAMÍ¡Caso estraño y peregrino: 495cristiana una Gran Sultana!
TURCO Puedes dar leyes al mundo,y guardar la que quisieres:no eres mía, tuya eres,y a tu valor sin segundo 500 se le debe adoración,no sólo humano respeto;y así, de guardar prometolas sombras de tu intención. Mamí, tráeme, ¡así tú vivas!, 505a que den en mi presenciaa Sultana la obedienciadel serrallo las cautivas.
(Éntrase MAMÍ.)
Reveréncienla, no sólolos que obediencia me dan, 510sino las gentes que estándesde éste al contrario polo.
SULTANA ¡Mira, señor, que ya pasantus deseos de lo justo!
TURCOLas cosas que me dan gusto 515no se miden ni se tasan; todas llegan al estremomayor que pueden llegar,y para las alcanzarsiempre espero, nunca temo. 520
(Vuelve MAMÍ, y con él CLARA, llamada ZAIDA, y ZELINDA, que es LAMBERTO, el que busca ROBERTO.)
MAMÍ Todas vienen.
TURCOÉstas dosden la obediencia por todas.
ZAIDAHagan dichosas tus bodaslas bendiciones de Dios; fecundo tu seno sea, 525y, con parto sazonado,del Gran Señor el Estadocon mayorazgo se vea; logres la intención que tienes,que ya de Rustán la sé, 530y en varios modos te déel mundo mil parabienes.
ZELINDA Hermosísima española,corona de su nación,única en la discreción, 535y en buenos intentos sola; traiga a colmo tu deseoel Cielo, que le conoce,y en estas bodas se goceel dulce y santo Himeneo; 540 por tu parecer se rijael imperio que posees;ninguna cosa deseesque el no alcanzalla te aflija; de ensalzarte es cosa llana 545que Mahoma el cargo toma.
TURCONo le nombréis a Mahoma,que la Sultana es cristiana. Doña Catalina essu nombre, y el sobrenombre 550de Oviedo, para mí, nombrede riquísimo interés; porque, a tenerle de mora,nunca a mi poder llegara,ni del tesoro gozara 555que en su hermosura mora. Ya como a cosa divina,sin que lo encubra el silencio,el gran nombre reverenciode mi hermosa Catalina. 560 Para celebrar las bodas,que han de dar asombro al suelo,déme de su gloria el cieloy acudan mis gentes todas; concédame el mar profundo, 565de sus senos temerosos,los pescados más sabrosos;sus riquezas me dé el mundo; denme la tierra y el vientoaves y caza, de modo 570que esté en cada una el tododel más gustoso alimento.
SULTANA Mira, señor, que me agraviael bien que de mí pregonas.
TURCODenme para tus coronas 575perlas el Sur, oro Arabia, púrpura Tiro y oloresla Sabea, y, finalmente,denme para ornar tu frenteabril y mayo sus flores; 580 y si os parece que el modode pedir ha dado indiciode tener poco juïcio,venid y veréislo todo.
(Éntranse todos, si no es ZAIDA y ZELINDA.)
ZELINDA ¡Oh Clara! ¡Cuán turbias van 585nuestras cosas! ¿Qué haremos?Que ya están en los estremosdel más sin remedio afán. ¿Yo varón, y en el serrallodel Gran Turco? No imagino 590traza, remedio o caminoa este mal.
ZAIDANi yo le hallo. ¡Grande fue tu atrevimiento!
ZELINDALlegó do llegó el Amor,que no repara en temor 595cuando mira a su contento. Entre una y otra muerte,por entre puntas de espadascontra mí desenvainadas,entrara, mi bien, a verte. 600 Ya te he visto y te he gozado,y a este bien no llega el malque suceda, aunque mortal.
ZAIDAHablas como enamorado: todo eres brío, eres todo 605valor y todo esperanza;pero nuestro mal no alcanzaremedio por ningún modo: que desta triste morada,por nuestro mal conocida, 610es la muerte la saliday desventura la entrada. De aquí no hay pensar huira más seguro lugar:que sólo se ha de escapar 615con las alas del morir. Ningún cohecho es bastanteque a las guardas enternezca,ni remedio que se ofrezcaque el morir no esté delante. 620 ¿Yo preñada, y tú varón,y en este serrallo? Miraadónde pone la miranuestra cierta perdición.
ZELINDA ¡Alto! Pues se ha de acabar 625en muerte nuestra fortuna,no esperar salida algunaes lo que se ha de esperar; pero estad, Clara, advertidaque hemos de morir de suerte 630que nos granjee la muertenueva y perdurable vida. Quiero decir que muramoscristianos en todo caso.
ZAIDADe la vida no hago caso, 635como a tal muerte corramos.
(Éntranse.)
(Sale MADRIGAL, el maestro del elefante, con una trompetilla de hoja de lata, y sale con él ANDREA, la espía.)
ANDREA ¡Bien te dije, Madrigal,que la alárabe algún díaa la muerte te traería!
MADRIGALMás bien me hizo que mal. 640
ANDREA Maestro de un elefantete hizo.
MADRIGAL¿Ya es barro, Andrea?Podrá ser que no se veajamás caso semejante.
ANDREA Al cabo, ¿no has de morir 645cuando caigan en el casode la burla?
MADRIGALNo hace al caso.Déjame agora vivir, que, en término de diez años,o morirá el elefante, 650o yo, o el Turco, bastantecausa a reparar mis daños. ¿No fuera peor dejarmearrojar en un costal,por lo menos en la mar, 655donde pudiera ahogarme, sin que pudiera valermede ser grande nadador?¿No estoy agora mejor?¿No podéis vos socorrerme 660 agora con más provechovuestro y mío?
ANDREAAsí es verdad.
MADRIGALAndrea, consideradque este hecho es un gran hecho, y aun salir con él entiendo 665cuando menos os pensáis.
ANDREAGracias, Madrigal, tenéis,que al diablo las encomiendo. ¿El elefante ha de hablar?
MADRIGALNo quedará por maestro; 670y él es animal tan diestro,que me hace imaginar que tiene algún no sé quéde discurso racional.
ANDREAVos sí sois el animal 675sin razón, como se ve, pues en disparates daisen que no da quien la tiene.
MADRIGALDarlo a entender me convieneasí al Cadí.
ANDREABien andáis; 680 pero no os cortéis conmigolas uñas, que no es razón.
MADRIGALEs mi propria condiciónburlarme del más amigo.
ANDREA ¿Esa trompeta es de plata? 685
MADRIGALDe plata la pedí yo;mas dijo quien me la dioque bastaba ser de lata. Al elefante con ellahe de hablar en el oído. 690
ANDREA¡Trabajo y tiempo perdido!
MADRIGAL¡Traza ilustre y burla bella! Cien ásperos cada díame dan por acostamiento.
ANDREA¿Dos escudos? ¡Gentil cuento! 695¡Buena va la burlería!
MADRIGAL El cadí es éste. A más ver,que me convïene hablalle.
ANDREA¿Querrás de nuevo engañalle?
MADRIGALPodrá ser que pueda ser. 700
(Vase ANDREA, y entra el CADÍ.)
CADÍ Español, ¿has comenzadoa enseñar al elefante?
MADRIGALSí; y está muy adelante:cuatro liciones le he dado.
CADÍ ¿En qué lengua?
MADRIGALEn vizcaína, 705que es lengua que se averiguaque lleva el lauro de antiguaa la etiopía y abisina.
CADÍ Paréceme lengua estraña.¿Dónde se usa?
MADRIGALEn Vizcaya. 710
CADÍ¿Y es Vizcaya...?
MADRIGALAllá en la rayade Navarra, junto a España.
CADÍ Esta lengua de valorpor su antigüedad es sola;enséñale la española, 715que la entendemos mejor.
MADRIGAL De aquéllas que son más graves,le diré las que supiere,y él tome la que quisiere.
CADÍ¿Y cuáles son las que sabes? 720
MADRIGAL La jerigonza de ciegos,la bergamasca de Italia,la gascona de la Galiay la antigua de los griegos; con letras como de estampa 725una materia le haré,adonde a entender le déla famosa de la hampa; y si de aquéstas le pesa,porque son algo escabrosas, 730mostraréle las melosasvalenciana y portuguesa.
CADÍ A gran peligro se arriscatu vida si el elefanteno sale grande estudiante 735en la turquesca o morisca o en la española, a lo menos.
MADRIGALEn todas saldrá perito,si le place al infinitosustentador de los buenos, 740 y aun de los malos, pues haceque a todos alumbre el sol.
CADÍHazme un placer, español.
MADRIGALPor cierto que a mí me place. Declara tu voluntad, 745que luego será cumplida.
CADÍSerá el mayor que en mi vidapueda hacerme tu amistad. Dime: ¿qué iban hablando,con acento bronco y triste, 750aquellos cuervos que hoy visteir por el aire volando? Que por entonces no pudepreguntártelo.
MADRIGALSabrás(y de aquesto que me oirás 755no es bien que tu ingenio dude), sabrás, digo, que tratabanque al campo de Alcudia irían,lugar donde hartar podíanla gran hambre que llevaban: 760 que nunca falta res muertaen aquellos campos anchos,donde podrían sus panchosde su hartura hallar la puerta.
CADÍ Y esos campos, ¿dónde están? 765
MADRIGALEn España.
CADÍ¡Gran viaje!
MADRIGALSon los cuervos de volajetan ligeros, que se van dos mil leguas en un tris:que vuelan con tal instancia, 770que hoy amanecen en Francia,y anochecen en París.
CADÍ Dime: ¿qué estaba diciendoaquel colorín ayer?
MADRIGALNunca le pude entender; 775es húngaro: no le entiendo.
CADÍ Y aquella calandria bella,¿supiste lo que decía?
MADRIGALUna cierta niñeríaque no te importa sabella. 780
CADÍ Yo sé que me lo dirás.
MADRIGALElla dijo, en conclusión,que andabas tras un garzón,y aun otras cosillas más.
CADÍ Pues, ¡válgala Lucifer!, 785¿a qué se mete conmigo?
MADRIGALSi hay algo de lo que digo,verás que la sé entender.
CADÍ No va muy descaminada;pero no ha llegado el juego 790a que me abrase en tal fuego.No digas a nadie nada, que el crédito quedaríagranjeado a buenas noches.
MADRIGALPara hablar en tus reproches, 795es muda la lengua mía. Bien puedes a sueño sueltodormir en mi confianza,pues de hablar en tu alabanzapara siempre estoy resuelto. 800 Puesto que los tordos seande tu ruindad pregoneros,y la digan los silguerosque en los pimpollos gorjean; ora los asnos roznando 805digan tus males protervos,ora graznando los cuervos,o los canarios cantando: que, pues yo soy aquel soloque los entiende, seré 810aquel que los callarédesde el uno al otro polo.
CADÍ ¿No habrá pájaro que cantealguna virtud de mí?
MADRIGALRespetaránte, ¡oh cadí!, 815si puedo, de aquí adelante: que, apenas veré en sus labiosdar indicios de tus menguas,cuando les corte las lenguas,en pena de tus agravios. 820
(Entra RUSTÁN, el eunuco, y tras él un CAUTIVO anciano, que se pone a escuchar lo que hablan.)
CADÍ Buen Rustán, ¿adónde vais?
RUSTÁNA buscar un tarasíespañol.
MADRIGAL¿No es sastre?
RUSTÁNSí.
MADRIGALSin duda que me buscáis, pues soy sastre y español, 825y de tan grande tijeraque no la tiene en su esferael gran tarasí del sol. ¿Qué hemos de cortar?
RUSTÁNVestidosricos para la Sultana, 830que se viste a la cristiana.
CADÍ¿Dónde tenéis los sentidos? Rustán, ¿qué es lo que decís?¿Ya hay Sultana, y que se vistea la cristiana?
RUSTÁNNo es chiste; 835verdades son las que oís. Doña Catalina ha nombrecon sobrenombre de Oviedo.
CADÍVos diréis algún enredocon que me enoje y asombre. 840
RUSTÁN Con una hermosa cautivase ha casado el Gran Señor,y consiéntele su amorque en su ley cristiana viva, y que se vista y se trate 845como cristiana, a su gusto.
CRISTIANO¡Cielo pïadoso y justo!
CADÍ¿Hay tan grande disparate? Moriré si no voy luegoa reñirle.
(Vase el CADÍ.)
RUSTÁNEn vano irás, 850pues del amor le hallarásdel todo encendido en fuego. Venid conmigo, y miradque seáis buen sastre.
MADRIGALSeñor,yo sé que no le hay mejor 855en toda esta gran ciudad, cautivo ni renegado;y, para prueba de aquesto,séaos, señor, manifiestoque yo soy aquel nombrado 860 maestro del elefante;y quien ha de hacer hablara una bestia, en el cortarde vestir será elegante.
RUSTÁN Digo que tenéis razón; 865pero si otra no me dais,desde aquí conmigo estáisen contraria posesión. Mas, con todo, os llevaré.Venid.
CRISTIANOSeñor, a esta parte, 870si quieres, quiero hablarte.
RUSTÁNDecid, que os escucharé.
CRISTIANO Para mí es averiguadacosa, por más de un indicio,que éste sabe del oficio 875de sastre muy poco o nada. Yo soy sastre de la Corte,y de España, por lo menos,y en ella de los más buenos,de mejor medida y corte; 880 soy, en fin, de damas sastre,y he venido al cautiverioquizá no sin gran misterio,y sin quizá, por desastre. Llevadme: veréis quizá 885maravillas.
RUSTÁNEstá bien.Venid vos, y vos también;quizá alguno acertará.
MADRIGAL Amigo, ¿sois sastre?
CRISTIANOSí.
MADRIGALPues yo a Judas me encomiendo 890si sé coser un remiendo.
CRISTIANO¡Ved qué gentil tarasí! Aunque pienso, con mi maña,antes que a fuerza de brazos,de sacar de aquí retazos 895que puedan llevarme a España.
(Éntranse todos.)
(Entra la SULTANA con un rosario en la mano, y el GRAN TURCO tras ella, escuchándola.)
SULTANA ¡Virgen, que el sol más bella;Madre de Dios, que es toda tu alabanza;del mar del mundo estrella,por quien el alma alcanza 900a ver de sus borrascas la bonanza! En mi aflicción te invoco;advierte, ¡oh gran Señora!, que me anego,pues ya en las sirtes tocodel desvalido y ciego 905temor, a quien el alma ansiosa entrego. La voluntad, que es míay la puedo guardar, ésa os ofrezco,Santísima María;mirad que desfallezco; 910dadme, Señora, el bien que no merezco. ¡Oh Gran Señor! ¿Aquí vienes?
TURCOReza, reza, Catalina,que sin la ayuda divinaduran poco humanos bienes; 915 y llama, que no me espanta,antes me parece bien,a tu Lela Marïén,que entre nosotros es santa.
SULTANA No hay generación alguna 920que no te bendiga, ¡oh Esposade tu Hijo!, ¡oh tan hermosaque es fea ante ti la luna!
TURCO Bien la puedes alabar,que nosotros la alabamos, 925y de ser Virgen la damosla palma en primer lugar.
(Entra RUSTÁN, MADRIGAL y el viejo CAUTIVO y MAMÍ.)
RUSTÁN Éstos son los tarasíes.
MADRIGALYo, señor, soy el que sabecuanto en el oficio cabe; 930los demás son baladíes.
SULTANA Vestiréisme a la española.
MADRIGALEso haré de muy buen grado,como se le dé recadobastante a la chirinola. 935
SULTANA ¿Qué es chirinola?
MADRIGALUn vestidotrazado por tal compásque tan lindo por jamásninguna reina ha vestido; trecientas varas de tela 940de oro y plata entran en él.
SULTANAPues, ¿quién podrá andar con él,que no se agobie y se muela?
MADRIGAL Ha de ser, señora mía,la falda postiza.
CRISTIANO¡Bueno! 945Éste está de seso ajeno,o se burla, o desvaría. Amigo, muy mal te burlas,y sabe, si no lo sabes,que con personas tan graves 950nunca salen bien las burlas. Yo os haré al modo de Españaun vestido tal que os cuadre.
SULTANAÉste, sin duda, es mi padre,si no es que la voz me engaña. 955 Tomadme vos la medida,buen hombre.
CRISTIANO¡Fuera acertadoque se la hubieran tomadoya los cielos a tu vida!
SULTANA Sin duda, es él. ¿Qué haré? 960¡Puesta estoy en confusión!
TURCOLibertad por galardón,y gran riqueza os daré. Vestídmela a la española,con vestidos tan hermosos 965que admiren por lo costosos,como ella admira por sola; gastad las perlas de Orientey los diamantes indianos,que hoy os colmaré las manos 970y el deseo fácilmente. Véase mi Catalinacon el adorno que quiere,puesto que en el que trujerela tendré yo por divina. 975 Es ídolo de mis ojos,y, en el proprio o estranjeroadorno, adorarla quiero,y entregarle mis despojos.
CRISTIANO Venid acá, buena alhaja; 980tomaros he la medida,que fuera más bien medidaa ser de vuestra mortaja.
MADRIGAL Por la cintura comienza,así es sastre como yo. 985
TURCOCristiano amigo, eso no,que algo toca en desvergüenza; tanteadla desde fuera,y no lleguéis a tocalla.
CRISTIANO¿Adónde, señor, se halla 990sastre que desa manera haga su oficio? ¿No vesque en el corte erraríasi no llevase por guíala medida?
TURCOEllo así es; 995 mas, a poder escusarse,tendríalo por mejor.
CRISTIANODe mis abrazos, señor,no hay para qué recelarte, que como de padre puede 1000recebirlos la Sultana.
SULTANAYa mi sospecha está llana;ya el miedo que tengo excede a todos los de hasta aquí.
TURCOLlegad, y haced vuestro oficio. 1005
SULTANANo des, ¡oh buen padre!, indiciode ser sino tarasí.
(Estándole tomando la medida, dice el padre:)
CRISTIANO ¡Pluguiera a Dios que estos lazosque tus aseos preparanfueran los que te llevaran 1010a la fuesa entre mis brazos! ¡Pluguiera a Dios que en tu tierraen humildad y bajezase cambiara la grandezaque esta majestad encierra, 1015 y que estos ricos adornosen burieles se trocaran,y en España se gozarandetrás de redes y tornos!
SULTANA ¡No más, padre, que no puedo 1020sufrir la reprehensión;que me falta el corazóny me desmayo de miedo!
(Desmáyase la SULTANA.)
TURCO ¿Qué es esto? ¿Qué desconciertoes éste? ¿Qué desespero? 1025Di, encantador, embustero:¿hasla hechizado?, ¿hasla muerto? Basilisco, di: ¿qué has hecho?Espíritu malo, habla.
CRISTIANOElla volverá a su habla. 1030Haz que la aflojen el pecho, báñenle con agua el rostro,y verás cómo en sí vuelve.
TURCO¡La vida se le resuelve!¡Empalad luego a ese monstro! 1035 ¡Empalad aquél también!¡Quitádmelos de delante!
MADRIGAL¡Primero que el elefantevengo a morir!
MAMÍ¡Perro, ven!
CRISTIANO Yo soy el padre, sin duda, 1040de la Sultana, que vive.
MAMÍDe mentiras se apercibeel que la verdad no ayuda. Venid, venid, embusteros,españoles y arrogantes. 1045
MADRIGAL¡Oh flor de los elefantes!,hoy hago estanco en el veros.
(Llevan MAMÍ y RUSTÁN por fuerza al PADRE de la SULTANA y a MADRIGAL; queda en el teatro el GRAN TURCO y la SULTANA, desmayada.)
TURCO ¡Sobre mis hombros vendrás,cielo deste pobre Atlante,en males sin semejante, 1050si vos en vos no volvéis!
(Llévala.)
Salen RUSTÁN y MAMÍ.
MAMÍ A no volver tan prestodel grave parasismo,la Sultana quedarasin padre, y sin maestro el elefante.Volvió, y a voces dijo: 5«¿Qué es de mi padre? ¡Ay triste!¿Adónde está mi padre?»,buscándole por todo con la vista.Sin esperar respuestasde preguntas tardías, 10el gran señor mandómeque acudiese a quitar del palo o fuegoa los dos tarasíes,certísimo adivinoque el más anciano era 15de su querida prenda el padre amado.Corrí, llegué, y hallélosa tiempo que ya estabaaguzando el verdugolas puntas de los palos del suplicio. 20El español maestro,apenas se vio libre,cuando, dando dos brincos,dijo: «¡Gracias a Dios y a mi dicípulo!»;creyendo, a lo que creo, 25que le daban la vidaporque él el habla dieseque tiene prometida al elefante.Al padre anciano trujeante la Gran Sultana, 30que con abrazos tiernosle recibió, besándole mil veces.Allí se dieron cuenta,aunque en razones cortas,de mil sucesos varios 35al padre y a la hija acontecidos.Finalmente, mandómeel Gran Señor que hiciesecómo en la juderíase alojase su suegro. 40Ordena que le sirvana la cristiana usanza,con pompa y aparatoque dé fe de su amor y su grandeza.
RUSTÁN¡Estraño caso es éste! 45Ámala tiernamente;su voluntad se rigepor la de la cristiana.Al gran cadí no quisoescuchar, sospechoso 50que con reprehensionespesadas sus intentos afearía.Quiere de aquí a dos díascon ella y sus cautivasholgarse en el serrallo 55con bailes y con danzas cristianiscas.Músicos he buscado,cautivos y españoles,que alegres solenicenla fiesta, en el serrallo jamás vista. 60¿Haré que vayan limpiosy vestidos de nuevo?
MAMÍSí, pero como esclavos.
RUSTÁNA dar lugar el tiempo, mejor fueraque fueran como libres, 65con plumas y con galas,representando al vivolos saraos que en España se acostumbran.
MAMÍNo te metas en eso,pues ves que no es posible. 70
RUSTÁNYa la Sultana tieneun vestido español.
MAMÍ¿Y quién le hizo?
RUSTÁNUn judío le trujode Argel, a do llegarondos galeras de corso, 75colmas de barcas, fuertes de despojos,y allí compró el judíoel vestido que he dicho.
MAMÍSerá indecencia grandevestirse una sultana ropa ajena. 80
RUSTÁNTiene tanto deseode verse sin el trajeturquesco, que imaginoque de jerga y sayal se vestiría,como el vestido fuese 85cortado a lo cristiano.
MAMÍA mí, mas que se vistade hojas de palmitos o lampazos.
RUSTÁNMamí, vete en buen hora,porque he de hacer mil cosas. 90
MAMÍY yo dos mil y tantasen el servicio del señor Oviedo.
(Éntranse.)
(Salen la SULTANA y su PADRE, vestido de negro.)
PADRE Hija, por más que me arguyas,no puedo darme a entendersino que has venido a ser 95lo que eres por culpas tuyas; quiero decir, por tu gusto;que, a tenerle más cristiano,no gozara este tiranode gusto que es tan injusto. 100 ¿Qué señales de cordelesdescubren tus pies y brazos?¿Qué ataduras o qué lazosfueron para ti crüeles? De tu propia voluntad 105te has rendido, convencidadesta licenciosa vida,desta pompa y majestad.
SULTANA Si yo de consentimientopacífico he convenido 110con el deste descreído,ministro de mi tormento, todo el Cielo me destruya,y, atenta a mi perdición,se me vuelva en maldición, 115padre, la bendición tuya. Mil veces determinéantes morir que agradalle;mil veces, para enojalle,sus halagos desprecié; 120 pero todo mi desprecio,mis desdenes y arroganciafueron medio y circustanciapara tenerme en más precio. Con mi celo le encendía, 125con mi desdén le llamaba,con mi altivez le acercabaa mí cuando más huía. Finalmente, por quedarmecon el nombre de cristiana, 130antes que por ser sultana,medrosa vine a entregarme.
PADRE Has de advertir en tu mal,y sé que lo advertirás,que por lo menos estás, 135hija, en pecado mortal. Mira el estado que tienes,y mira cómo te vales,porque está lleno de males,aunque parece de bienes. 140
SULTANA Pues sabrás aconsejarme,dime, mas es disparate:¿será justo que me mate,ya que no quieren matarme? ¿Tengo de morir a fuerza 145de mí misma? Si no quiereÉl que viva, ¿me requierematarme por gusto o fuerza?
PADRE Es la desesperaciónpecado tan malo y feo, 150que ninguno, según creo,le hace comparación. El matarse es cobardíay es poner tasa a la manoliberal del Soberano 155Bien que nos sustenta y cría. Esta gran verdad se ha vistodonde no puede dudarse:que más pecó en ahorcarseJudas que en vender a Cristo. 160
SULTANA Mártir soy en el deseo,y, aunque por agora duermala carne frágil y enfermaen este maldito empleo, espero en la luz que guía 165al cielo al más pecador,que ha de dar su resplandoren mi tiniebla algún día; y desta cautividad,adonde reino ofendida, 170me llevará arrepentidaa la eterna libertad.
PADRE Esperar y no temeres lo que he de aconsejar,pues no se puede abreviar 175de Dios el sumo poder. En su confianza atino,y no en mal discurso pintodeste ciego laberintoa la salida el camino; 180 pero si fuera por muerte,no la huyas, está firme.
SULTANAMis propósitos confirmeel cielo en mi triste suerte, para que, poniendo el pecho 185al rigor jamás pensado,Él quede de mí pagadoy vos, padre, satisfecho. Y voyme, porque esta tardetengo mucho en que entender; 190que el Gran Señor quiere hacerde mis donaires alarde. Si os queréis hallar allí,padre, en vuestra mano está.
PADRE¿Cómo hallarse allí podrá 195quien está perdido aquí? Guardarás de honestidadel decoro en tus placeres,y haz aquello que supieresalegre y con brevedad; 200 da indicios de bien criaday bien nacida.
SULTANASí haré,puesto que sé que no séde gracias algo, ni aun nada.
PADRE ¡Téngate Dios de su mano! 205¡Ve con él, prenda querida,malcontenta y bien servida;yo, triste y alegre en vano!
(Éntranse, y la SULTANA se ha de vestir a lo cristiano, lo más bizarramente que pudiere.)
(Salen los dos músicos, y MADRIGAL con ellos, como cautivos, con sus almillas coloradas, calzones de lienzo blanco, borceguíes negros, todo nuevo, con vueltas sin lechuguillas. MADRIGAL traiga unas sonajas, y los demás sus guitarras. Señálanse los músicos primero y segundo.)
MÚSICO 1.º Otro es esto que estar al pie del palo,esperando la burla que os tenía 210algo de mal talante.
MADRIGAL¡Por San Cristo,que estaba algo mohíno! Media entenahabían preparado y puesto a puntopara ser asador de mis redaños.
MÚSICO 2.º¿Quién os metió a ser sastre?
MADRIGALEl que nos mete 215agora a todos tres a ser poetas,músicos y danzantes y bailistas:el diablo, a lo que creo, y no otro alguno.
MÚSICO 1.ºA no volver en sí la Gran Sultanatan presto, ¡cuál quedábades, bodega! 220
MADRIGALComo conejo asado, y no en parrillas.¡Mirad este tirano!
MÚSICO 2.ºHablad pasito.¡Mala Pascua os dé Dios! ¿No se os acuerdade aquel refrán que dicen comúnmenteque las paredes oyen?
MADRIGALHablo paso, 225y digo...
MÚSICO 1.º¿Qué decís? No digáis nada.
MADRIGALDigo que el Gran Señor tiene sus ímpetus,como otro cualquier rey de su tamaño,y temo que a cualquiera zancadillaque demos en la danza ha de pringarnos. 230
MÚSICO 2.º¿Y sabéis vos danzar?
MADRIGALComo una mula;pero tengo un romance correntío,que le pienso cantar a la loquesca,que trata ad longum todo el gran sucesode la grande sultana Catalina. 235
MÚSICO 1.º¿Cómo lo sabéis vos?
MADRIGALSu mismo padreme lo ha contado todo ad pedem litere.
MÚSICO 2.º¿Qué cantaremos más?
MADRIGALMil zarabandas,mil zambapalos lindos, mil chaconas,y mil pésame dello, y mil folías. 240
MÚSICO 1.º¿Quién las ha de bailar?
MADRIGALLa Gran Sultana.
MÚSICO 2.ºImposible es que sepa baile alguno,porque de edad pequeña, según dicen,perdió la libertad.
MADRIGALMirad, Capacho,no hay mujer española que no salga 245del vientre de su madre bailadora.
MÚSICO 1.ºÉsa es razón que no la contradigo;pero dudo en que baile la Sultanapor guardar el decoro a su persona.
MÚSICO 2.ºTambién danzan las reinas en saraos. 250
MADRIGALVerdad; y a solas mil desenvolturas,guardando honestidad, hacen las damas.
MÚSICO 1.ºSi nos hubieran dado algún espaciopara poder juntarnos y acordarnos,trazáramos quizá una danza alegre, 255cantada a la manera que se usaen las comedias que yo vi en España;y aun Alonso Martínez, que Dios haya,fue el primer inventor de aquestos bailes,que entretienen y alegran juntamente, 260más que entretiene un entremés de hambriento,ladrón o apaleado.
MÚSICO 2.ºVerdad llana.
MADRIGALDesta vez nos empalan; désta vamosa ser manjar de atunes y de tencas.
MÚSICO 1.ºMadrigal, ésa es mucha cobardía; 265mentiroso adivino siempre seas.
(Entra RUSTÁN.)
RUSTÁNAmigos, ¿estáis todos?
MADRIGALTodos juntos,como nos ves, con nuestros instrumentos;pero todos con miedo tal, que temoque habemos de oler mal desde aquí a poco. 270
RUSTÁNLimpios y bien vestidos vais, de nuevo;no temáis, y venid, que ya os esperael Gran Señor.
MADRIGALYo juro a mi pecadoque voy.¡Dios sea en mi ánima!
MÚSICO 2.ºNo temas,que nos haces temer sin cosa alguna, 275y ayuda a los osados la Fortuna.
(Éntranse.)
(Sale MAMÍ a poner un estrado, con otros dos o tres garzones; tienden una alfombra turca, con cinco o seis almohadas de terciopelo de color.)
MAMÍTira más desa parte, Muza, tira;entra por los cojines tú, Arnaute;y tú, Bairán, ten cuenta que las floresse esparzan por do el Gran Señor pisare, 280y enciende los pebetes. ¡Ea, acabemos!
(Hácese todo esto sin responder los garzones, y, en estando puesto el estrado, entra el GRAN TURCO, RUSTÁN y los músicos y MADRIGAL.)
TURCO¿Sois españoles, por ventura?
MADRIGALSomos.
TURCO¿De Aragón o andaluces?
MADRIGALCastellanos.
TURCO¿Soldados, o oficiales?
MADRIGALOficiales.
TURCO¿Qué oficio tenéis vos?
MADRIGAL¿Yo? Pregonero. 285
TURCOY éste, ¿qué oficio tiene?
MADRIGALGuitarrista:quiero decir que tañe una guitarrapeor ochenta veces que su madre.
TURCO¿Qué habilidad esotro tiene?
MADRIGALGrande:costales cose, y sabe cortar guantes. 290
TURCO¡Por cierto, los oficios son de estima!
MADRIGAL¿Quisieras tú, señor, que el uno fueraherrero, y maestro de hacha fuera el otro,y el otro polvorista, o, por lo menos,maestro de fundar artillería? 295
TURCOA serlo, os estimara y regalarasobre cuantos cautivos tengo.
MADRIGALBueno;en humo se nos fuera la esperanzade tener libertad.
TURCOCuando Alá gusta,hace cautivo aquél, y aquéste libre: 300no hay al querer de Alá quien se le oponga.Mirad si viene Catalina.
RUSTÁNViene,y adonde pone la hermosa plantaun clavel o azucena se levanta.
(Entra la SULTANA, vestida a lo cristiano, como ya he dicho, lo más ricamente que pudiere; trae al cuello una cruz pequeña de ébano; salen con ella ZAIDA y ZELINDA, que son CLARA y LAMBERTO, y los tres garzones que pusieron el estrado.)
TURCO Bien vengas, humana diosa, 305con verdad, y no opinión;más que los cielos hermosa,centro do mi corazónse alegra, vive y reposa; a mis ojos más lozana 310que de abril fresca mañana,cuando, en brazos de la aurora,pule, esmalta, borda y dorael campo y al mundo ufana. No es menester mudar traje 315para que os rinda, contento,todo el orbe vasallaje.
SULTANATantas alabanzas sientoque me han de servir de ultraje, pues siempre la adulación 320nunca dice la razóncomo en el alma se siente,y así, cuando alaba, miente.
MADRIGALA un mentís, un bofetón.
MÚSICO 2.º Madrigal amigo, advierte 325dónde estamos; no granjeescon tu lengua nuestra muerte.
TURCOPuede el valor que poseessobre el cielo engrandecerte. Ven, señora, y toma asiento, 330que hoy mi alma tiene intento,dulce fin de mis enojos,de hacerse toda ojospor mirarte a su contento.
(Siéntese el TURCO y la SULTANA en las almohadas; quedan en pie RUSTÁN y MAMÍ y los músicos.)
MAMÍ A la puerta está el cadí. 335
TURCOÁbrele, y entre, Mamí,pues no hay negarle la entrada.Esta visita me enfada,y más por hacerse aquí. Vendráme a reprehender, 340a reñir y a exagerarque tengo en mi proceder,como altivez en mandar,llaneza en obedecer. Inútil reprehensor 345ha de ser, porque el Amor,cuyas hazañas alabo,teniéndome por su esclavono me deja ser señor.
(Entra el CADÍ.)
CADÍ ¿Qué es lo que veo? ¡Ay de mí! 350¡Cielo, que esto consintáis!
TURCO¡Por vida del gran cadí,que no me reprehendáis,y que os sentéis junto a mí! Porque las reprehensiones 355piden lugar y ocasionesdiferentes que éstas son.
CADÍEnmudezca mi razónel silencio que me pones. Callo y siéntome.
TURCOAnsí haced. 360Vosotros, como he pedido,a darme gusto atended;que yo sabré, agradecido,hacer a todos merced.
MADRIGAL Antes de llegar al trance 365del baile nunca aprendido,oye, señor, un romance.
MÚSICO 1.º¡Plega a Dios que este perdidono nos pierda en este lance!
MADRIGAL Y has de saber que es la historia 370de la vida de tu gloria;y cantaréle muy presto,porque soy único en esto,y lo sé bien de memoria. «En un bajel de diez bancos, 375de Málaga, y en ivierno,se embarcó para ir a Oránun tal Fulano de Oviedo,hidalgo, pero no rico:maldición del siglo nuestro, 380que parece que el ser pobreal ser hidalgo es anejo.Su mujer y una hija suya,niña y hermosa en estremo,por convenirles ansí, 385también con él se partieron.El mar les asegurabael tiempo, por ser de enero,sazón en que los cosariosse recogen en sus puertos; 390pero como las desgraciasnavegan con todos vientos,una les vino tan mala,que la libertad perdieron.Morato Arráez, que no duerme 395por desvelar nuestro sueño,en aquella travesíaalcanzó al bajel ligero;hizo escala en Tetuány a la niña vendió luego 400a un famoso y rico moro,cuyo nombre es Alí Izquierdo.La madre murió de pena;al padre a Argel le trujeron,adonde sus muchos años 405le escusaron de ir al remo.Cuatro años eran pasados,cuando Morato, volviendoa Tetuán, vio a la niñamás hermosa que el sol mismo. 410Compróla de su patrón,cuatrodoblándole el precioque había dado por ellaa Alí, comprador primero,el cual le dijo a Morato: 415"De buena gana la vendo,pues no la puedo hacer morapor dádivas ni por ruegos.Diez años tiene apenas;mas tal discreción en ellos, 420que no les hacen ventajalos maduros de los viejos.Es gloria de su nacióny de fortaleza ejemplo;tanto más cuanto es más sola, 425y de humilde y frágil sexo".Con la compra el gran cosariosobremanera contento,se vino a Constantinopla,creo el año de seiscientos; 430presentóla al Gran Señor,mozo entonces, el cual luegodel serrallo a los eunucoshizo el estremado entrego.En Zoraida el Catalina, 435su dulce nombre, quisierontrocarle; mas nunca quiso,ni el sobrenombre de Oviedo.Viola al fin el Gran Señor,después de varios sucesos, 440y, cual si mirara al sol,quedó sin vida y suspenso;ofrecióle el mayorazgode sus estendidos reinos,y diole el alma en señal...» 445
TURCO¡Qué gran verdad dice en esto!
MADRIGAL«Consiéntale ser cristiana...»
CADÍ¡Estraño consentimiento!
TURCOCalla, amigo; no me turbes,que estoy mis dichas oyendo. 450
MADRIGAL«Cómo no la halló su padre,contar aquí no pretendo:que serán cuentos muy largos,si he de abreviar este cuento;basta que vino a buscalla 455por discursos y rodeosdignos de más larga historiay de otra sazón y tiempo.Hoy Catalina es Sultana,hoy reina, hoy vive y hoy vemos 460que del león otomanopisa el indomable cuello;hoy le rinde y avasalla,y, con no vistos estremos,hace bien a los cristianos. 465Y esto sé deste suceso.»
MÚSICO 2.º¡Oh repentino poeta!El rubio señor de Delo,de su agua de Aganipete dé a beber un caldero. 470
MÚSICO 1.ºPaladéente las musascon jamón y vino añejode Rute y Ciudarrëal.
MADRIGALCon San Martín me contento.
CADÍ¡El diablo es este cristiano! 475Yo le conozco, y sé ciertoque sabe más que Mahoma.
TURCOHacerles mercedes pienso.
MADRIGAL Tú, señora, a nuestra usanzaven, que has de ser de una danza 480la primera y la postrera.
SULTANAEl gusto desa maneradel Gran Señor no se alcanza; que, como la libertadperdí tan niña, no sé 485bailes de curiosidad.
MADRIGALYo, señora, os guiaré.
SULTANAEn buen hora comenzad.
(Levántase la SULTANA a bailar, y ensáyase este baile bien.)
(Cantan los músicos:)
MÚSICO A vos, hermosa española,tan rendida el alma tengo, 490que no miro por mi gustopor mirar al gusto vuestro;por vos ufano y gozosoa tales estremos vengo,que precio ser vuestro esclavo 495más que mandar mil imperios;por vos, con discurso claro,puesto que puedo, no quieroadmitir reprehensionesni escuchar graves consejos; 500por vos, contra mi Profeta,que me manda en sus preceptosque aborrezca a los cristianos,por vos, no los aborrezco;con vos, niña de mis ojos, 505todas mis venturas veo,y sé que, sin duda alguna,por vos vivo y por vos muero.
(Muda el baile.)
Escuchaba la niña los dulces requiebros,
y está de su alma su gusto lejos. 510 Como tiene intentode guardar su ley,requiebros del reyno le dan contento.Vuelve el pensamiento 515a parte mejor,sin que torpe amorle turbe el sosiego.
Y está de su alma su gusto lejos. Su donaire y brío 520estremos contienenque del Turco tienenpreso el albedrío.Arde con su frío,su valor le asombra, 525y adora su sombra,puesto que vee cierto
que está de su alma su gusto lejos.
TURCO Paso, bien mío, no más,porque me llevas el alma 530tras cada paso que das.Déte el donaire la palma,la ligereza y compás. Alma mía, sosegad,y si os cansáis, descansad; 535y en este dichoso díala liberal mano míaa todos da libertad.
(Híncanse delante del TURCO, en diciendo esto, todos de rodillas: los cautivos, y ZAIDA y ZELINDA, los garzones y la SULTANA.)
SULTANA ¡Mil veces los pies te beso!
ZELINDA¡Éste ha sido para mí 540felicísimo suceso!
TURCOCatalina, ¿estás en ti?
SULTANANo, señor, yo lo confieso: que con la grande alegríade la suma cortesía 545que has con nosotros usado,tengo el sentido turbado.
TURCOLevanta, señora mía, que a ti no te comprehendela merced que quise hacer; 550y, si la queréis saber,a los esclavos se estiende, y no a ti, que eres señorade mi alma, a quien adoracomo si fueses su Alá. 555
ZELINDA¡Cerróseme el cielo ya!¡Llegó de mi fin la hora! No sé, Clara, qué temoresde nuevo me pronosticanel fin de nuestros amores, 560y que ha de ser significannuevo ejemplo de amadores. Creí que la libertadque la liberalidaddel Gran Señor prometía, 565a nosotros se estendía,mas no ha salido verdad.
ZAIDA Calla, y mira que no desindicio de la sospecha,que me contarás después. 570
CADÍ¿De la merced tan bien hechano han de gozar estos tres?
TURCO Los dos, sí; pero éste no,que es aquel que se ofrecióde mostrar al elefante 575a hablar turquesco elegante.
MADRIGAL¡Cuerpo de quien me parió! ¿Ahí llegamos ahora?
TURCOEnséñele, y llegaráde su libertad la hora. 580
MADRIGALHora menguada será,si Andrea no la mejora. Pondré pies en polvorosa;tomaré de Villadiegolas calzas.
CADÍEs tan hermosa 585Catalina, que no niegoser su suerte venturosa. Pero, entre estos regocijos,atiende, hijo, a hacer hijos,y en más de una tierra siembra. 590
TURCOCatalina es bella hembra.
CADÍY tus deseos prolijos.
TURCO ¿Cómo prolijos, si estána sólo un objeto atentos?
CADÍLos sucesos lo dirán. 595
TURCOCon todo, tus documentospor mí en obra se pondrán. Escucha aparte, Mamí.
MADRIGALY escuche, señor cadí,cosas que le importan mucho. 600
CADÍYa, Madrigal, os escucho.
MADRIGALPues ya hablo, y digo ansí: que me vengan luego a vertreinta escudos, que han de serpara comprar al instante 605un papagayo eleganteque un indio trae a vender. De las Indias del Poniente,el pájaro sin segundoviene a enseñar suficiente 610a la ignorante del mundosabia y rica y pobre gente. Lo que dice te diré,pues ya sabes que lo sépor ciencia divina y alta. 615
CADÍVe por ellos, que sin faltaen mi casa los daré.
TURCO Mamí, mira que sea luego,porque he de volver al punto.Venid, yesca de mi fuego, 620divino y propio trasuntode la madre del dios ciego. Venid vosotros, gozadde la alegre libertadque he concedido a los dos. 625
MÚSICO 2.º¡Concédate el alto Diossiglos de felicidad!
MADRIGAL Dicípulo, ¿dónde hallasteuna paga tan perdidadel gran bien que en mí cobraste? 630Que si me diste la vida,la libertad me quitaste. Desto infiero, juzgo y sientoque no hay bien sin su descuento,ni mal que algún bien no espere, 635si no es el mal del que muerey va al eterno tormento.
(Vanse todos, si no es MAMÍ y RUSTÁN, que quedan.)
MAMÍ ¿Qué piensas que me queríael Gran Sultán?
RUSTÁNNo sé cierto;pero saberlo querría. 640
MAMÍÉl tiene, y en ello acierto,voluble la fantasía. Quiere renovar su fuegoy volver al dulce fuegode sus pasados placeres; 645quiere ver a sus mujeres,y no tarde, sino luego. Cuadróle mucho el consejodel gran cadí, que le dijo,como astuto, sabio y viejo: 650«Hijo, hasta hacer un hijoque sembréis os aconsejo en una y en otra tierra:que si ésta no, aquélla encierraalegre fertilidad». 655
RUSTÁNFundado en esa verdad,Amurates poco yerra. Poco agravia a la Sultana,pues por tener herederocualquier agravio se allana. 660
MADRIGALY aun es mejor, considero,no haberle en una cristiana de cuantas cautivas tiene.¿Quién es ésta que aquí viene?
RUSTÁNDos son.
MAMÍEstas dos serán 665las que principio daránal alarde.
RUSTÁNAsí conviene, que son en estremo bellas.
(Entran CLARA y LAMBERTO; y, como se ha dicho, son ZAIDA y ZELINDA.)
ZELINDANo puedo de mis querellasdarte cuenta, que aún aquí 670se están Rustán y Mamí.
ZAIDAPon silencio, amigo, en ellas.
MAMÍ Cada cual de vosotras pida al cieloque la suerte le sea favorableen que Sultán la mire y le contente. 675
ZELINDA¿Pues cómo? ¿El Gran Señor vuelve a su usanza?
RUSTÁNY en este punto se ha de hacer alardede todas sus cautivas.
ZAIDA¿Cómo es esto?¿Tan presto se le fue de la memoriala singular belleza que adoraba? 680El suyo no es amor, sino apetito.
RUSTÁNBusca dónde hacer un heredero,y sea en quien se fuere; ésta es la causade mostrarse inconstante en sus amores.
MAMÍ¿Dónde pondré a Zelinda que la mire? 685Que tiene parecer de ser fecunda.¿Será bien al principio?
ZELINDA¡Ni por pienso!Remate sean de la hermosa listaZaida y Zelinda.
MAMÍSean en buen hora,pues que dello gustáis.
RUSTÁNMira, Zelinda: 690da rostro al Gran Señor; muéstrale el vivovaronil resplandor de tus dos soles:quizá te escogerá, y serás dichosadándole el mayorazgo que desea.Aquí será el remate de la cuenta. 695Quedaos en tanto que a las otras pongoen numerosa lista.
ZAIDAYo obedezco.
ZELINDAY yo que aquí nos pongas te agradezco.
(Vanse MAMÍ y RUSTÁN.)
ZELINDA ¡Ahora sí que es llegadala infelicísima hora, 700antes de venir, menguada!¿Qué habemos de hacer, señora,yo varón y tú preñada? Que si Amurates reparaen esa tu hermosa cara, 705escogeráte, sin duda;y no hay prevención que acudaa desventura tan clara. Y si, por desdicha, fuesetan desdichada mi suerte 710que el Gran Señor me escogiese...
ZAIDAVeréme en el de mi muerte,si en ese paso te viese.
ZELINDA ¿No será bien afearnoslos rostros?
ZAIDASerá obligarnos 715a dar razón del mal hecho,y será tan sin provechoque ella sea en condenarnos.
ZELINDA Mira qué prisa se danel renegado Mamí 720y el mal cristiano Rustán.Ya las cautivas aquíllegan: ya todas están; yo seguro, si las cuentas,que hallarás más de docientas. 725
ZAIDAY todas, a lo que creo,con diferente deseodel nuestro, pero contentas. ¡Oh, qué de paso que pasapor todas el Gran Señor! 730A más de la mitad pasa.
ZELINDAClara, un helado temorel corazón me traspasa. ¡Plegue a Dios que, antes que llegue,el cielo a la tierra pegue 735sus pies!
ZAIDAQuizá escogeráprimero que llegue acá.
ZELINDAY si llegare, ¡que ciegue!
(Entra el GRAN TURCO, MAMÍ y RUSTÁN.)
TURCO De cuantas quedan atrásno me contenta ninguna. 740Mamí, no me muestres más.
MAMÍPues entre estas dos hay unaen quien te satisfarás.
RUSTÁN Alzad, que aquí la vergüenzano conviene que os convenza; 745alzad el rostro las dos.
TURCO¡Catalina, como vos,no hay ninguna que me venza! Mas, pues lo quiere el cadí,y ello me conviene tanto, 750ésta me trairéis, Mamí.
(Échale un pañizuelo el TURCO a ZELINDA y vase.)
RUSTÁN¿Tú solenizas con llantola dicha de estotra?
ZAIDASí; porque quisiera yo serla que alcanzara tener 755tal dicha.
MAMÍZelinda, vamos.
RUSTÁNSola y triste te dejamos.
ZAIDA¡Tengo envidia, y soy mujer!
(Vanse RUSTÁN y MAMÍ, y llevan a ZELINDA, que es LAMBERTO.)
¡Oh mi dulce amor primero!¿Adónde vas? ¿Quién te lleva 760a la más estraña pruebaque hizo amante verdadero? Esta triste despedidabien claro me da a entenderque, por tu sobra, ha de ser 765mi falta más conocida. ¿Qué remedio habrá que cuadreen tan grande confusión,si eres, Lamberto, varón,y te quieren para madre? 770 ¡Ay de mí, que de la culpade nuestro justo deseo,por ninguna suerte veoni remedio ni disculpa!
(Sale la SULTANA.)
SULTANA Zaida, ¿qué has?
ZAIDAMi señora, 775no alcanzo cómo te digael dolor que en mi alma mora:Zelinda, aquella mi amigaque estaba conmigo ahora, al Gran Señor le han llevado. 780
SULTANA¿Pues eso te da cuidado?¿No va a mejorar ventura?
ZAIDALlévanla a la sepultura;que es varón y desdichado. Ambos a dos nos quisimos 785desde nuestros años tiernos,y ambos somos transilvanos,de una patria y barrio mismo. Cautivé yo por desgracia,que ahora no te la cuento 790porque el tiempo no se gastesin pensar en mi remedio;él supo con nueva ciertael fin de mi cautiverio,que fue traerme al serrallo, 795sepulcro de mis deseos,y los suyos de tal suertele apretaron y rindieron,que se dejó cautivarcon un discurso discreto. 800Vistióse como mujer,cuya hermosura al momentohizo venderla al Gran Turcosin conocerla su dueño.Con este designio estraño 805salió con su intento Alberto,que éste es el nombre del tristepor quien muero y por quien peno.Conocióme y conocíle,y destos conocimientos 810he quedado yo preñada;que lo estoy, y estoy muriendo.Mira, hermosa Catalina,que con este nombre entiendoque te alegras: ¿qué he de hacer 815en mal de tales estremos?Ya estará en poder del Turcoel desdichado mancebo,enamorado atrevido,más constante que no cuerdo; 820ya me parece que escuchoque vuelve Mamí diciendo:«Zaida, ya de tus amoresse sabe todo el suceso.¡Dispónte a morir, traidora, 825que para ti queda el fuegoencendido, y puesto el ganchopara enganchar a Lamberto!»
SULTANAVen conmigo, Zaida hermosa,y ten ánima, que espero, 830en la gran bondad de Dios,salir bien de aqueste estrecho.
(Éntranse las dos.)
(Sale el GRAN TURCO, y trae asido del cuello a LAMBERTO, con una daga desenvainada; sale con el CADÍ y MAMÍ.)
TURCO ¡A mí el ser verdugo tocade tan infame maldad!
ALBERTOTiempla la celeridad 835que aun tu grandeza apoca; déjame hablar, y damedespués la muerte que gustes.
TURCONo podrás con tus embustesque tu sangre no derrame. 840
CADÍ Justo es escuchar al reo:Amurates, óyele.
TURCODiga, que yo escucharé.
MAMÍQue se disculpe deseo.
ALBERTO Siendo niña, a un varón sabio 845oí decir las excelenciasy mejoras que teníael hombre más que la hembra;desde allí me aficionéa ser varón, de manera 850que le pedí esta mercedal Cielo con asistencia.Cristiana me la negó,y mora no me la niegaMahoma, a quien hoy gimiendo, 855con lágrimas y ternezas,con fervorosos deseos,con votos y con promesas,con ruegos y con suspirosque a una roca enternecieran, 860desde el serrallo hasta aquí,en silencio y con inmensaeficacia, le he pedidome hiciese merced tan nueva.Acudió a mis ruegos tiernos, 865enternecido, el Profeta,y en un instante volviómeen fuerte varón de hembra;y si por tales milagrosse merece alguna pena, 870vuelva el Profeta por mí,y por mi inocencia vuelva.
TURCO ¿Puede ser esto, cadí?
CADÍY sin milagro, que es más.
TURCONi tal vi, ni tal oí. 875
CADÍEl cómo es esto sabrás,cuando quisieres, de mí, y la razón te dijeraahora si no vinierala Sultana, que allí veo. 880
TURCOY enojada, a lo que creo.
ALBERTO¡Mi desesperar espera!
(Entra la SULTANA y ZAIDA.)
SULTANA ¡Cuán fácilmente y cuán prestohas hecho con esta pruebatu tibio amor manifiesto! 885¡Cuán presto el gusto te llevatras el que es más descompuesto! Si es que estás arrepentidode haberme, señor, subidodesde mi humilde bajeza 890a la cumbre de tu alteza,déjame, ponme en olvido. Bien, cuitada, yo temíaque estas dos habían de serazares de mi alegría; 895bien temí que había de vereste punto y este día. Pero, en medio de mi daño,doy gracias al desengaño,y, porque yo no perezca, 900no ha dejado que más crezcatu sabroso y dulce engaño. Échalas de ti, señor,y del serrallo al momento:que bien merece mi amor 905que me des este contentoy asegures mi temor. Todos mis placeres fundoen pensar no harás segundoyerro en semejante cosa. 910
TURCOMás precio verte celosa,que mandar a todo el mundo, si es que son los celos hijosdel Amor, según es fama,y, cuando no son prolijos, 915aumentan de amor la llama,la gloria y los regocijos.
SULTANA Si por dejar herederoseste y otros desafueroshaces, bien podré afirmar 920que yo te los he de dar,y que han de ser los primeros, pues tres faltas tengo yade la ordinaria dolenciaque a las mujeres les da. 925
TURCO¡Oh archivo do la prudenciay la hermosura está! Con la nueva que me has dado,te prometo, a fe de morobien nacido y bien criado, 930de guardarte aquel decoroque tú, mi bien, me has guardado; que los cielos, en razónde no dar más ocasióna los celos que has tenido, 935a Zelinda han convertido,como hemos visto, en varón. Él lo dice, y es verdad,y es milagro, y es ventura,y es señal de su bondad. 940
SULTANAY es un caso que asegurasin temor nuestra amistad. Y, pues tal milagro pasa,con Zaida a Zelinda casa,y con lágrimas te ruego 945los eches de casa luego;no estén un punto en tu casa, que no quiero ver visiones.
ZAIDAEn duro estrecho me pones,que no quisiera casarme. 950
SULTANAPodrá ser vengáis a darmepor esto mil bendiciones. Hazles alguna merced,que no los he de ver más.
TURCOVos, señora, se la haced. 955
RUSTÁN¿Ha visto el mundo jamástal suceso?
TURCODisponed, señora, a vuestro albedríode los dos.
SULTANABajá de Xío,Zelinda o Zelindo es ya. 960
TURCO¿Cómo tan poco le datu gran poder, si es el mío? Bajá de Rodas le hago,y con esto satisfagoa su valor sin segundo. 965
ALBERTODéte sujeción el mundo,y a ti el Cielo te dé el pago de tus entrañas piadosas,¡oh rosa puesta entre espinaspara gloria de las rosas! 970
TURCOTú me fuerzas, no que inclinas,a hacer magníficas cosas; y así quiero, en alegríasde las ciertas profecíasque de tus partos me has dado, 975que tenga el cadí cuidadode hacer de las noches días; infinitas luminariaspor las ventanas se pongan,y, con invenciones varias, 980mis vasallos se dispongana fiestas extraordinarias; renueven de los romanoslos santos y los profanosgrandes y admirables juegos, 985y también los de los griegos,y otros, si hay más, soberanos.
CADÍ Haráse como deseas,y desta grande esperanzaen la posesión te veas; 990y tú con honesta usanza,cual Raquel, fecunda seas.
SULTANA Vosotros luego en caminoos poned, que determinono veros más, por no ver 995ocasión que haya de sercausa de otro desatino.
ALBERTO En dándome la patente,me veré, señora mía,de tu alegre vista ausente, 1000y tu ingenio y cortesíatendré continuo presente.
ZAIDA Y yo, hermosa Catalina,por sin par y por divinatendré vuestra discreción. 1005
TURCOJustas alabanzas sonde su bondad peregrina. Ven, cristiana de mis ojos,que te quiero dar de nuevode mi alma los despojos. 1010
SULTANADese modo, yo me llevola palma destos enojos; porque las paces que hacenamantes desavenidosalegran y satisfacen 1015sobremodo a los sentidos,que enojados se deshacen.
(Éntranse todos.)
(Salen MADRIGAL y ANDREA.)
MADRIGAL Veislos aquí, Andrea, y dichosísimoseré si me ponéis en salvamento;porque no hay que esperar a los diez años 1020de aquella elefantil cátedra mía;más vale que los ruegos de los buenosel salto de la mata.
ANDREA¿No está claro?
MADRIGALLos treinta de oro en oro son el preciode un papagayo indiano, único al mundo, 1025que no le falta sino hablar.
ANDREASi es mudo,alabáisle muy bien.
MADRIGAL¡Cadí ignorante!...
ANDREA¿Qué decís del cadí?
MADRIGALPor el caminote diré maravillas. Ven, que mueropor verme ya en Madrid hacer corrillos 1030de gente que pregunte: «¿Cómo es esto?Diga, señor cautivo, por su vida:¿es verdad que se llama la Sultanaque hoy reina en la Turquía, Catalina,y que es cristiana, y tiene don y todo, 1035y que es de Oviedo el sobrenombre suyo?»¡Oh, qué de cosas les diré! Y aun pienso,pues tengo ya el camino medio andado,siendo poeta, hacerme comediantey componer la historia desta niña 1040sin discrepar de la verdad un punto,representado el mismo personajeallá que hago aquí. ¿Ya es barro, Andrea,ver al mosqueterón tan boquiabierto,que trague moscas, y aun avispas trague, 1045sin echarlo de ver, sólo por verme?Mas él se vengará quizá poniéndomenombres que me amohínen y fastidien.¡Adiós, Constantinopla famosísima!¡Pera y Permas, adiós! ¡Adiós, escala, 1050Chifutí y aun Guedí! ¡Adiós, hermosojardín de Visitax! ¡Adiós, gran temploque de Santa Sofía sois llamado,puesto que ya servís de gran mezquita!¡Tarazanas, adiós, que os lleve el diablo, 1055porque podéis al agua cada díaechar una galera fabricadadesde la quilla al tope de la gavia,sin que le falte cosa necesariaa la navegación!
ANDREAMira que es hora, 1060Madrigal.
MADRIGALYa lo veo, y no me quedansino trecientas cosas a quien darlesel dulce adiós acostumbrado mío.
ANDREAVamos, que tanto adiós es desvarío.
(Vanse.)
(Salen SALEC, el renegado, y ROBERTO (los dos primeros que comenzaron la comedia).)
SALECElla, sin duda, es, según las señas 1065que me ha dado Rustán, aquel eunucoque dije ser mi amigo.
ROBERTONo lo dudo;que aquel volverse en hombre por milagrofue industria de Lamberto, que es discreto.
SALECVamos a la gran corte, que podría 1070ser que saliese ya con la patentede gran bajá de Rodas, como dicenque el Gran Señor le ha hecho.
ROBERTO¡Dios lo haga!¡Oh si los viese yo primero, y antesque cerrase la muerte estos mis ojos! 1075
SALECVamos, y el cielo alegre tus enojos.
(Éntranse.)
(Suenan las chirimías; comienzan a poner luminarias; salen los garzones del TURCO por el tablado, corriendo con hachas y hachos encendidos, diciendo a voces: «¡Viva la gran sultana doña Catalina de Oviedo! ¡Felice parto tenga, tenga parto felice!» Salen luego RUSTÁN y MAMÍ, y dicen a los garzones:)
RUSTÁNAlzad la voz, muchachos; viva a vocesla gran sultana doña Catalina,gran sultana y cristiana, gloria y honrade sus pequeños y cristianos años, 1080honor de su nación y de su patria,a quien Dios de tal modo sus deseosencamine, por justos y por santos,que de su libertad y su memoriase haga nueva y verdadera historia. 1085
(Tornan las chirimías y las voces de los garzones y dase fin.)
Comedia famosa del Laberinto de amor
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
Los que hablan en ella son los siguientes:
ANASTASIO, duque.Dos ciudadanos.
CORNELIO, criado de ANASTASIO.
EL DUQUE DE NOVARA.
UN PAJE.
UN EMBAJADOR DEL DE ROSENA.
UN EMBAJADOR DEL DE DORLÁN.
JULIA.
PORCIA.
TÁCITO.
ANDRONIO.
UN CARCELERO.
DAGOBERTO, duque de Utrino.
MANFREDO.
ROSAMIRA.
UN HUÉSPED.Dos jueces.
UN VERDUGO.
TRINO, correo.
Salen dos ciudadanos de Novara, y el DUQUE ANASTASIO en hábito de labrador.
ANASTASIO Señores, ¿es verdad lo que se suena;que apenas treinta millas de Novaraestá Manfredo, duque de Rosena?
CIUDADANO 1 Si esa verdad queréis saber más clara,aquí un embajador del duque viene, 5que bien la nueva y su llegada aclara. En Roso y sus jardines se entretiene,hasta que nuestro duque le dé avisopara venir al tiempo que conviene.
ANASTASIO ¿Y es Manfredo galán?
CIUDADANO 2Es un Narciso, 10según que sus retratos dan la muestra,y aun le va bien de discreción y aviso.
ANASTASIO ¿Y Rosamira, la duquesa vuestra,pone de voluntad el yugo al cuello?
CIUDADANO 1Nunca al querer del padre fue siniestra; 15 cuanto más, que se vee que gana en ello,siendo el duque quien es.
ANASTASIOAsí parece;aunque, con todo, algunos dudan dello:
CIUDADANO 2 Del duque es esta guarda que se ofrece,y aquí el embajador vendrá, sin duda. 20
CIUDADANO 1Mucho le honra el duque.
CIUDADANO 2Él lo merece.
(Entra el DUQUE FEDERICO DE NOVARA y el EMBAJADOR DE EL DE ROSENA, con acompañamiento.)
DUQUE Diréis también que a recrearse acuda.Y que en Módena o Reza se entretengamientras del tiempo este rigor se muda, para que en este espacio se prevenga 25a su venida tal recebimiento,que más de amor que de grandeza tenga; añadiréis el singular contentoque con sus donas recibió su esposa,y más de su llegada a salvamento. 30
EMBAJADOR Tu condición, señor, tan generosa,me obliga a que me haga lenguas todopara decir el bien que en ti reposa; pero, aunque no las tenga, me acomodoa decir por extenso al señor mío 35de tus grandezas el no visto modo.
DUQUEDellas no, mas de vos muy más confío.
(Entra DAGOBERTO, hijo del duque de Utrino.)
DAGOBERTO Si no supiera, ¡oh sabio Federico!,gran duque de Novara generoso,que sabes bien quién soy, y que me aplico 40contino al proceder más virtüoso,juro por lo que puedo y certificoque a este trance viniera temeroso;mas tráeme mi bondad aquí sin miedo,para decir lo que encubrir no puedo. 45 Tu honra puesta en deshonrado tranceestá por quien guardarla más debiera,haciendo della peligroso alcancela fama, en esta parte verdadera.Forzosa es la ocasión, forzoso el lance; 50las riendas he soltado en la carrera:imposible es parar hasta que digalo que una justa obligación me obliga. Tu hija Rosamira en lazo estrechoyace con quien pudiera declarallo, 55si a la grande importancia deste hechotocara con la lengua publicallo.Impide una ocasión lo que el derechopide, y así, es forzoso el ocultallo;basta que esto es verdad, y que me obligo 60a probar con las armas lo que digo. Digo que en deshonrado ayuntamientose estrecha con un bajo caballero,sin tener a tus canas miramiento,ni a la ofensa de Dios, que es lo primero. 65Y a probar la verdad de lo que cuentodiez días en el campo armado espero;que ésta es la vía que el derecho halla;do no hay testigos, suple la batalla.
DUQUE Confuso estoy; no sé qué responderte; 70considero quién eres, e imaginoque sólo la verdad pudo traertea cerrar de mis glorias el camino.¿Quién dará medio a estremos de tal suerte?Es el que acusa un príncipe de Utrino; 75la acusada, mi hija; él, sabio y justo;ella, cortada de la honra al justo. A que te crea tu valor me incita,puesto que la bondad de Rosamiratiene perpleja el alma, y solicita 80que no confunda a la razón la ira.Mas, si es que en parte la sospecha quita,o muestra la verdad o la mentira,la confesión del reo, oílla quiero,por ver si he de ser padre o juez severo. 85 Traigan a Rosamira a mi presencia,que es bien que la verdad no se confunda:que el reo a quien le libra su inocencia,la avisa en gloria y en su honor redunda.
EMBAJADORDame, señor, para partir licencia; 90que, aunque entiendas que el príncipe se fundaen claro o en confuso testimonio,borrado ha de Manfredo el matrimonio. Calunia tal, o falsa o verdadera,deshará más fundadas intenciones: 95que no es prenda la honra tan ligeraque se deba traer en opiniones.Mira si mandas otra cosa.
DUQUEEspera;quizá verás que sin razón te ponesa llevar a Manfredo aquesta nueva, 100hasta que veas más fundada prueba. Tráiganme aquí a mi hija.
GUARDIAYa son idospor ella.
DAGOBERTO¿Poca prueba te parecela verdad que en mis hechos comedidosy en mis palabras la razón ofrece? 105
DUQUEYo he visto engaños por verdad creídos.
DAGOBERTOEl que dellos se precia bien mereceque su verdad se tenga por mentira.
(Entra ROSAMIRA.)
GUARDIAYa viene mi señora Rosamira.
ROSAMIRA ¿Qué prisa es ésta, buen señor?
DUQUE¿Qué prisa? 110Dirála ahora el príncipe de Utrino.
DAGOBERTODiréla, y sabe Dios cuánto me pesael venirla a decir por tal camino.Yo he dicho, ¡oh, hermosísima duquesa!,lo que callarlo fuera desatino: 115he dicho que, con torpe ayuntamiento,un caballero está de ti contento; copia de ti le haces en secreto.Y esta prueba remítola a mi espada,que ha de ser el testigo más perfecto 120que se halle en la causa averiguada;y esto será cuando deste aprietose admita tu disculpa mal fundada;mas sabes que es tan cierta ésta tu culpa,que no te has de atrever a dar disculpa. 125
DUQUE ¿Qué dices, hija? ¿Cómo no respondes?¿Empáchate el temor, o la vergüenza?Sin duda quieres, pues el rostro ascondes,que tu contrario sin testigos venza.¡Mal a quien eres hija correspondes! 130
DAGOBERTOCon la verdad bien es que se convenza.
DUQUECulpada estáis, indicio es manifiestotu lengua muda, tu inclinado gesto. ¿Quién fue el traidor que te engañó, cuitada?¿O cuál fue el que la honra me ha llevado? 135¿O qué estrella, en mi daño conjurada,nos ha puesto a los dos en tal estado?¿Dó está tu condición tan recatada?¿Adónde tu juïcio reposado?¡Mal le tuviste con el vicio a raya! 140
PAJE¡Señores, mi señora se desmaya!
(Desmáyase ROSAMIRA.)
DUQUE Llévenla como está luego a esta torre,y en ella esté en prisión dura y molesta,hasta que alguna espada o pluma borrela mancha que en la honra lleva puesta. 145
DAGOBERTOPorque luenga probanza aquí se ahorre,está mi mano con mi espada prestaa probar lo que he dicho en campo abierto.
DUQUEParece que admito ese concierto, puesto que al parecer de mi consejo 150tengo de remitir todo este hecho.
DAGOBERTOPues yo en mi espada y mi verdad lo dejo,y en la sana intención de mi buen pecho.
EMBAJADORConfuso voy, atónito y perplejo,entre el sí y entre el no mal satisfecho. 155Adiós, señor, porque este estraño caso,junto con el dolor, acucia el paso.
(Vase el EMBAJADOR.)
DUQUE ¡Parte con Dios, y lleva mi deshonraa los oídos de mi yerno honrados,yerno con quien pensé aumentar la honra 160que tan por tierra han puesto ya mis hados!Mostrado me has, Fortuna, que quien honratus altares, en humo levantados,por premio le has de dar infamia y mengua,pues quita cien mil honras una lengua. 165
(Éntrase el DUQUE, y al entrarse DAGOBERTO, le detiene ANASTASIO.)
ANASTASIO Oye, señor, si no es que tu grandezano se suele inclinar a dar oídosal bajo parecer de mi rudezay a los que amenguan rústicos vestidos.
DAGOBERTOLa gravedad de confirmada alteza 170no tiene aquesos puntos admitidos:habla cuanto te fuere de contento,que a todo te prometo estar atento.
ANASTASIO Por esta acusación, que a Rosamirahas puesto tan en mengua de su fama, 175este rústico pecho, ardiendo en ira,a su defensa me convida y llama;que, ora sea verdad, ora mentirael relatado caso que la infama,el ser ella mujer, y amor la causa, 180debieran en tu lengua poner pausa. No te azores, escúchame: o tú solosabías este caso, o ya la noticiavino de más de alguno que notólo,o por curiosidad o por malicia. 185Si solo lo sabías, mal mirólotu discreción, pues, no siendo justicia,pretende castigar secretas culpas,teniendo las de amor tantas disculpas. Si a muchos era el caso manifiesto, 190dejaras que otro alguno le dijera:que no es decente a tu valor, ni honesto,tener para ofender lengua ligera.Si notas de mi arenga el presupuesto,verás que digo, o que decir quisiera, 195que espadas de los príncipes, cual eres,no ofenden, mas defienden las mujeres. Si amaras al buen duque de Novara,otro camino hallaras, según creo,por donde, sin que en nada se infamara 200su honra, tú cumplieras tu deseo.Mas tengo para mí, y es cosa clara,por mil señales que descubro y veo,que en ese pecho tuyo alberga y lidia,más que celo y honor, rabia y envidia. 205 Perdóname que hablo desta suerte,si es que la verdad, señor, te enoja.
CIUDADANO 1Apostad que le da el príncipe muerte.¿No veis el labrador cómo se arroja?
DAGOBERTOQuisiera de otro modo responderte; 210mas será bien que la razón recojalas riendas a la ira. Calla y vete,que más paciencia mi bondad promete.
(Éntrase DAGOBERTO.)
CIUDADANO 2 Por Dios, que habéis hablado largamente,y que, notando bien vuestro lenguaje, 215es tanto del vestido diferente,que uno muestra la lengua y otro el traje.
ANASTASIOA veces un enojo hace elocuenteal de más torpe ingenio: que el corajelevanta los espíritus caídos 220y aun hace a los cobardes atrevidos. En fin, ¿éste es el príncipe de Utrino,digo, el hijo heredero del Estado?
CIUDADANO 1Él es.
ANASTASIOPues ¿cómo aquí a Novara vino?
CIUDADANO 2Dicen que del amor blando forzado. 225
ANASTASIO¿Y a quién daba su alma?
CIUDADANO 2Yo imagino,si no es que el vulgo en esto se ha engañado,que Rosamira le tenía rendido;pero ya lo contrario ha parecido.
ANASTASIO Si eso dijo la fama, cosa es clara, 230y no van mal fundados mis recelos,visto que en su deshonra no repara,que esta su acusación nace de celos.¡Oh infernal calentura, que a la carasale, y aun a la boca! ¡Oh santos cielos! 235¡Oh amor! ¡Oh confusión jamás oída!¡Oh vida muerta! ¡Oh libertad rendida!
(Éntrase ANASTASIO.)
CIUDADANO 1 So aquel sayal hay al, sin duda alguna:o yo sé poco, o no sois vos villano.
CIUDADANO 2Mudan los trajes trances de fortuna, 240y encubren lo que está más claro y llano.No sé yo si debajo de la lunase ha visto lo que hemos visto. ¡Oh mundo insano,cómo tus glorias son perecederas,pues vendes burlas, pregonando veras! 245
(Éntranse.)
(Salen JULIA y PORCIA en hábito de pastorcillos, con pellicos.)
JULIA Porcia amiga...
PORCIA¡Bueno es eso!Rutilio me has de llamar,si es que quieres escusarun desastrado suceso. Yo no sé cómo te olvidas 250de nuestros nombres trocados.
JULIASuspéndenme los cuidadosde nuestras trocadas vidas; y no es bien que así te asombrever mi memoria perdida: 255que, quien de su ser se olvida,no es mucho olvide su nombre. Rutilio amigo, ¡ay de mí!,que arrepentida me veo,muerta a manos de un deseo 260a quien yo la vida di. Mientras más, Rutilio, voyconsiderando lo hecho,más temor nace en mi pecho,más arrepentida estoy. 265
PORCIA Eso, amigo, es lo peorque yo veo en tus dolores:que adonde sobran temores,hay siempre falta de amor. Si el amor en ti se enfría, 270cuesta se te hará la palma,grave tormenta la calma,noche obscura el claro día. Ama más, y verás luegoesparcirse los nublados, 275todos tus males trocadosen dulce paz y sosiego. Pero, quieras o no quieras,ya estás puesta en la batalla,y tienes de atropellalla, 280sea de burlas, sea de veras. Ya en el ciego laberintote metió el amor crüel;ya no puedes salir délpor industria ni distinto. 285 El hilo de la razónno hace al caso que prevengas;todo el toque está en que tengasun gallardo corazón, no para entrar en peleas, 290que en ellas no es bien te pongas,sino con que te dispongasa alcanzar lo que deseas, cuéstete lo que costare:que si tu deseo alcanzas, 295no hay cumplidas esperanzasen quien el gusto repare. Muestra ser varón en todo,no te descuides acaso,algo más alarga el paso, 300y huella de aqueste modo; a la voz da más aliento,no salga tan delicada;no estés encogida en nada,espárcete en tu contento; 305 y, si fuere menesterdisparar un arcabuz,¡juro a Dios y a ésta que es cruz,que lo tenéis de hacer!
JULIA ¡Jesús! ¿Quieres que me asombre, 310Rutilio, en verte jurar?
PORCIA¿Con qué podré yo mostrarmás fácilmente ser hombre? Un voto de cuando en cuando,es gran cosa, por mi fe. 315
JULIAYo, amiga, jurar no sé.
PORCIAIráte el tiempo enseñando.
JULIA ¿Sabes, Porcia, lo que temo?¡Ay, que el nombre se me olvida!
PORCIA¡Juro a Dios que estás perdida! 320
JULIAYa aqueso pasa de estremo. No jures más; si no, a fe,que te deje y que me vaya.
PORCIATanto melindre mal haya.
JULIAPues, ¿por qué?
PORCIAYo me lo sé. 325
JULIA En cólera me deshagoen verte jurar por Dios.
PORCIAPues también soy como vosmedrosa, y a todo hago; y no os llevo tantos años, 330que ellos puedan enseñarmela experiencia de librarmede no conocidos daños. Avisad y tened brío;y, pues ya estamos en esto, 335echad del ánimo el resto,que yo estaré con el mío.
JULIA Porcia amiga, ello es así.¡Ay, que el nombre se olvidó!
PORCIA¡Mal haya quien me parió! 340Di Rutilio, ¡pesia a mí!
JULIA No te enojes, que yo jurode no olvidarme jamás.
PORCIACuando jures, jura másy estarás muy más seguro. 345
JULIA Témome destos pellicosque nos han de descubrir.
PORCIAYo lo he querido decir:que es malo que sean tan ricos.
JULIA No va en esto, sino en ser 350conocidos.
PORCIAPues ¿en qué?
JULIA¿No ves que yo los mandéde aqueste modo hacer para la farsa o comediaque querían mis doncellas 355hacer?
PORCIAHaráse sin ellas;mas quizá será tragedia.
JULIA Y no los echaron menoscuando nosotras faltamos.Por esto en peligro estamos, 360y no por ser ellos buenos.
PORCIA Como a Módena lleguemos,mudaremos este traje.
JULIAYo me vestiré de paje.
PORCIAEntrambos nos vestiremos. 365
JULIA Témome que está en Novarami hermano.
PORCIA¡Pluguiese al cielo!
JULIAPues a fe que lo recelo;mas, sin duda, es cosa clara que él de Rosamira está 370en estremo enamoradoy sírvela disfrazado.
PORCIAEso importa poco ya; que, en llegando el de Rosena,Celia se casa con él. 375Podrá tu hermano fïelmorir, o dejar su pena.
JULIA ¡Qué corta es nuestra ventura!Tú enamorada de quientiene a otra por su bien; 380yo, de quien mi mal procura, de quien se casa mañana.Y la fortuna molestanos lleva a morir la fiestade nuestra muerte temprana. 385 ¡Qué de imposibles se oponena nuestros buenos deseos!¡Qué miedos, qué devaneosnuestra intención descomponen! ¡Ay Rutilio, y cuán en vano 390ha de ser nuestra venida!
PORCIAMientras esté con la vida,pienso que en ventura gano. Confía y no desesperes,que puesto en plática está 395que el diablo no acabarálo que no acaban mujeres.
JULIA Escucha, que gente suena;cazadores son; escucha:gente viene, y gente mucha. 400
PORCIANo te dé ninguna pena; saludarlos y pasar,sin ponernos en razones.
(Entran dos cazadores.)
CAZADOR 1¿Tomó dos esmerejones?
CAZADOR 2Sí.
CAZADOR 1No hay más que desear. 405 ¿Y el duque, quédase atrás?
CAZADOR 2No; que veisle aquí a do viene.
CAZADOR 1Mucho en Rezo se detiene.
CAZADOR 2Sabed que no puede más. Y hoy vendrá su embajador, 410y sabrá lo que ha de hacer.
PORCIACamilo, aquí es menesteringenio, esfuerzo y valor, que el de Rosena es aquélque allí viene, según creo. 415
JULIA¡Amor, ayuda al deseo,pues que me pusiste en él!
(Sale el DUQUE DE ROSENA, de caza.)
MANFREDO ¿La garza no parece?
CAZADOR 1Ayer se descubrió en esta lagunaque a la vista se ofrece. 420
MANFREDOPues un pastor me ha dicho que ningunase ha visto en estos llanos.
CAZADOR 2Pues de dos me dijeron dos villanos.
MANFREDO Dése a Rezo la vuelta;que, aunque no es tarde, va creciendo el viento, 425y aquella nube sueltaseñala injuria de turbión violento.¡Oh, qué bellos zagales!Mancebos, ¿sois de Rezo naturales?
JULIA En Pavía nacimos. 430
MANFREDOPues, ¿dónde vais agora?
JULIAHacia Novara,no más de porque oímosque el duque Federico allí preparauna fiesta que admira,porque casa a su hija Rosamira 435 con un señor llamadoManfredo, que es gran duque de Rosena.
MANFREDOVerdad os han contado.
PORCIAPues a la fama que será tan buenala fiesta y boda vamos, 440y a nuestro padre en cólera dejamos.
MANFREDO ¿Y adónde queda el ganado?
PORCIAImagino que perdido.
MANFREDO¡Mucho atrevimiento ha sido!
JULIAA más obliga un cuidado. 445
MANFREDO ¿Úsanse aquestos pellicosahora entre los pastores?
PORCIATambién muestran sus primoreslos villanos, si son ricos.
MANFREDO ¿Y lleváis bien que gastar? 450
JULIAUn tesoro de paciencia.
MANFREDO¿Encargaréis la concienciasi le acabáis de acabar?
PORCIA Tal puede ser el sucesoque se acabe el sufrimiento. 455
MANFREDO¡Por Dios, que me dais contento!
JULIAYa nos viéramos en eso.
MANFREDO ¿Cómo os llamáis?
JULIAYo, Camilo.
PORCIAY yo, Rutilio.
MANFREDOEn verdadque parecen de ciudad 460vuestros nombres y el estilo, y que en ellos, y aun en él,poco es, mentís villanía.
PORCIAComo hay estudio en Pavía,algo se nos pega dél. 465
JULIA Díganos, señor: ¿qué millasdesde aquí a Novara habrá?
MANFREDOTreinta a lo más que creo está.
CAZADOR 2Y dos más; son angostillas.
MANFREDO Conmigo os iréis, si os place, 470que yo ese camino hago.
JULIAYo, por mí, me satisfago.
PORCIAPues a mí no me desplace. Pero advierta que los dosvamos poco a poco a pie. 475
MANFREDOBien está: que yo os daréen que vais.
PORCIAPágueoslo Dios; que bien parecéis honrado,noble y rico y principal.
CAZADOR 1Y aun vosotros, de caudal 480mayor del que habéis mostrado; si no, dígalo el lenguaje,y el uno y otro pellico.
CAZADOR 2Es en Pavía muy ricocasi todo el villanaje, 485 y éstos hijos deben serde algún rico ganadero.
MANFREDOA Rezo volverme quiero;bien os podéis recoger.
(Entra UNO.)
UNO Tu embajador ha llegado. 490
MANFREDO¿Mompesir?
UNOSí, mi señor.
MANFREDOEsperadme, por mi amor,que luego vuelvo.
PORCIAHaz tu grado.
(Éntranse todos, si no es PORCIA y JULIA, que quedan.)
JULIA Rutilio, ¿qué te parece?
PORCIACamilo amigo, que estás 495en punto donde verásque es bueno el que se te ofrece. La Fortuna te ha traídoa poder del duque; advierteque un principio de tal suerte 500un buen fin tiene escondido.
JULIA ¿Parécete que le digaquién soy por un modo honesto?
PORCIANo te descubras tan presto.
JULIAPues ¿cómo quies que prosiga? 505
PORCIA El tiempo vendrá a avisartede aquello que has de hacer.
JULIAMi mal no puede teneren parte del tiempo parte. Si no estará el duque apenas 510tres días sin que se case,¿cómo dejaré que paseel tiempo, como me ordenas?
PORCIA Un caso tan grave y tal,con prisa mal se resuelve. 515Silencio, que el duque vuelve;el semblante trae mortal.
(Vuelve a entrar el DUQUE y el EMBAJADOR que entró primero, y los dos cazadores.)
EMBAJADOR Digo, señor, que el príncipe de Utrino,Dagoberto, heredero del Estado,en mi presencia y la del duque vino, 520y allí propuso lo que te he contado.No con la triste nueva perdió el tinoel padre; padre no, mas recatadojüez, pues, como tal, mandó traella,y el príncipe afirmó su culpa ante ella. 525 Rosamira la oyó, y en su defensamover no pudo, o nunca quiso, el labio;por esto el duque que es culpada piensa,pues no responde a tan notable agravio.El caso ponderó, y al fin dispensa, 530en todo procediendo como sabio,que, mientras se vee el caso, la duquesaen una torre esté encerrada y presa. Dagoberto se ofrece con su espadaa probar en el campo lo que dice. 535Yo, viendo a Rosamira así acusada,tus bodas al instante las deshice.Esto resulta, en fin, de mi embajada;mira, señor, si bien o si mal hice:que el duque, ya rendido a su fortuna, 540no quiso responderte cosa alguna.
MANFREDO ¡Válame Dios, qué miserable caso!¿Dónde fabricas, mundo, estos vaivenes?¿Daslos con luenga prevención o acaso?¿O por qué antes de dallos no previenes? 545
CAZADOR 1Señor, con largo y con ligero paso,cubierto de las plantas a las sienesde luto, un caballero veo que asomapor el verde recuesto desta loma.
MANFREDO Y aun me parece que hacia aquí endereza 550la rienda, y del caballo ya se apea.¡Qué bien con la color de mi tristezaviene el que trae aquéste por librea!¿Quién podrá ser?
CAZADOR 2La espada se adereza.
EMBAJADORDescolorido llega.
MANFREDOY mal criado. 555
(Entra un EMBAJADOR del DUQUE DE DORLÁN, vestido de luto.)
DORLÁN¡Gracias a Dios, Manfredo, que te he hallado! Quien viene a lo que yo, Manfredo, vengo,no le conviene usar de más crianza:que sólo en las razones me prevengoque estarán en la lengua o en la lanza. 560La antigua ley de embajador mantengo:escúchame, y responde sin tardanza,que a ti el gran duque de Dorlán me envíay a guerra a sangre y fuego desafía. Dice, y esto es verdad, que habiendo dado 565a tu corte en la suya alojamiento,y habiéndote en su casa agasajado,viniendo a efetuar tu casamiento,como el troyano huésped, olvidadodel hospedaje, con lascivo intento 570su hija le robaste y su sobrina:traición no de tu fama y nombre digna. Por esto, si a su intento no te ajustas,y a la ley no respondes de hidalguïa,de poder a poder, o, si más gustas, 575de persona a persona, desafía.
PORCIANuestras sandeces causan estas justas.¿Haslo notado bien? Di, Julia mía.
JULIACalla, y entre estos árboles te esconde;veremos lo que el duque le responde. 580
DORLÁN Y tanto a la venganza está dispuestode aqueste agravio y malicioso hecho,que deste paño de color funestoque se vista su gente toda ha hecho,en tanto, o ya sea tarde, o ya sea presto, 585que, a desprecio y pesar de tu despecho,castiga la insolencia deste ultraje,transgresor de la ley del hospedaje. Éste es el fin de mi embajada; mirasi quieres responderme alguna cosa. 590
MANFREDOReprima mi inocencia en mí la iraque alborota tu lengua licenciosa;yo no sé qué responda a esa mentira;sólo sé que Fortuna, mentirosa,debe o quiere probar con su insolencia 595los quilates que tiene mi paciencia. Diréisle al duque que ante él mismo apelode aquesta acusación vana que ha hecho,porque, por la Deidad que rige el cielo,que jamás tal traición cupo en mi pecho. 600Leal pisé de su palacio el suelo,leal salí, guardando aquel derechoque al hospedaje amigo se debíay a la ley que profeso de hidalguía. Ni vi a su hija, ni jamás la he visto, 605ni la intención de mi camino erahacerme con mis huéspedes malquisto,aunque el lascivo gusto lo pidiera;que entonces con mayor fuerza resisto,cuando la torpe inclinación ligera 610con más regalo acude al pensamiento,estando al ser quien soy contino atento. Ni acepto el desafío, ni desecho;sólo lo que pretendo es dilatallohasta que el duque esté más satisfecho 615y la misma verdad venga a estorballo.Y cuando esto no fuese de provecho,y el engaño prosiga en engañallo,para entonces acepto el desafío,ajustando a su gusto el gusto mío. 620 Esto doy por respuesta y no otra cosa;mirad si a Rejo queréis ir conmigo.
DORLÁNEs el camino largo, y presurosala gana de volver al suelo amigo.¡A Dios quedad!
Vase.
MANFREDOFortuna rigurosa, 625¿qué es esto? ¿Quién soy yo, o qué pasos sigotan malos, que se estrema así tu furiaen hacerme una injuria y otra injuria? ¡Infamada mi esposa, y yo infamado,y por lo menos de traición! ¿Qué es esto? 630¡En tan triste sazón me tiene puesto!
EMBAJADORSeñor, si en nada desto estás culpado,no es bien que te congoje nada desto:tu esposa aún no era tuya: estotra culpaen tu pura verdad tiene disculpa. 635
MANFREDO No me aconsejes ni me des consuelo,y a Rosena mi gente luego vuelva;que este rigor con que me trata el Cieloquiere que en éste sólo me resuelva.
EMBAJADORAunque con vengativo, airado celo, 640su fuerza el hado contra ti resuelva,yo no le he de dejar.
MANFREDOEscucha un poco:quizá dirás de veras que estoy loco.
PORCIA ¿Qué hemos de hacer, Camilo?
JULIA¿No está claro?Seguir del duque las pisadas todas. 645
PORCIA¿Con qué ocasión?
JULIAEn eso no reparo.
PORCIA¿No ves que se han deshecho ya las bodas?
JULIAVentura ha sido mía.
MANFREDONo me aclaromás por agora.
EMBAJADOREn fin, ¿que te acomodasa ir desa manera?
MANFREDOTen a punto 650los vestidos que digo.
EMBAJADORHarélo al punto.
MANFREDO Y no quede ninguno de los míos.Y en esto no me hagas más instancia,que la mudable rueda en desvaríostiene encerrada a veces la ganancia. 655Y estos dos pastorcillos, que en sus bríosmuestran más sencillez que no arrogancia,si dello gustan, quedarán conmigo.
PORCIA¿Entendístele?
JULIA¡Y cómo, oh cielo amigo! Señor, si es que la ida de Novara, 660según que hemos oído, se te impide,volver queremos a la patria clara,si otra cosa tu gusto no nos pide.
MANFREDOPuesto que la fortuna y suerte avarasu querer con el mío jamás mide, 665por esta vez entiendo que me ha dadoen los dos lo que pide mi cuidado. Quedaos conmigo, que a Novara iremos,donde, puesto que fiestas no veamos,quizá cosas más raras hallaremos, 670con que el sentido y vista entretengamos.
PORCIAPor tuyos desde aquí nos ofrecemos:que bien se nos trasluce que ganamosen servirte, señor, cuanto es posible.
MANFREDOHaz lo que he dicho.
EMBAJADOR¡Oh, caso no creíble! 675
(Éntranse todos, y sale ANASTASIO y CORNELIO, su criado.)
ANASTASIO Poco me alegra el campo ni las flores.
CORNELIONi a mí tus sinsabores me contentan;porque es cierto que afrentan los amoresque en tan bajos primores se sustentan,y en mil partes nos cuentan mil autores 680cien mil varios dolores que atormentanal miserable amante no entendido,poco premiado y menos conocido.
ANASTASIO Ya te he dicho, Cornelio, que te dejesde darme esos consejos escusados, 685y nunca a los amantes aconsejescuando tienen por gloria sus cuidados;que es como quien predica a los herejes,en sus vanos errores obstinados.
CORNELIOMuy bien te has comparado. Advierte y mira 690que ya no es Rosamira Rosamira: las trenzas de oro y la espaciosa frente,las cejas y sus arcos celestiales,el uno y otro sol resplandeciente,las hileras de perlas orientales, 695la bella aurora que del nuevo orientesale de las mejillas, los coralesde los hermosos labios, todo es feo,si a quien lo tiene infama infame empleo. La buena fama es parte de belleza, 700y la virtud, perfecta hermosura;que, a do suele faltar naturaleza,suple con gran ventaja la cordura;y, entre personas de subida alteza,amor hermoso a secas es locura. 705En fin, quiero decir que no es hermosa,siéndolo, la mujer no virtuosa. Rosamira, en prisión; la causa, infame;tú, disfrazado y muerto por libralla,ignoras la verdad; ¿y quiés que llame 710justa la pretensión desta batalla?
ANASTASIOTu sangre harás, Cornelio, que derrame,pues procuras la mía así alterallacon tus razones vanas y estudiadas,y entre libres discursos fabricadas. 715 Vete; déjame y calla; si no, ¡juro...!
CORNELIOYo callaré; no jures, sino advierteque gente viene alrededor del muro,y temo, al fin, que habrán de acometerte.
ANASTASIODesto puedes estar muy bien seguro, 720que en la ciudad he estado desta suerteseis días hace hoy, y estaré ciento:que salió este disfraz a mi contento.
(Entran TÁCITO y ANDRONIO, estudiantes capigorristas.)
ANDRONIO Deja los libros, Tácito;digo, deja el tomar de coro agora, 725y, a nuestro beneplácito,gozando el fresco de la fresca aurora,por aquí nos andemos.
TÁCITO¡Por Dios, que es buen encuentro el que tenemos! Villano es el morlaco. 730¿Quieres que le tentemos las corazas,y veremos si es maco?
ANDRONIOSiempre en las burlas, Tácito, que trazassalimos mal medrados.Talle tienen los mozos de avisados. 735
TÁCITO Por esta vez, probemos:que si el pacho consiente bernardinas,el tiempo entretendremos.
ANDRONIO¡Con qué facilidad te determinasa hacer bellaquerías! 740
CORNELIOHacia nosotros vienen.
TÁCITONo te rías. Díganos, gentilhombre,así la diosa de la verecundiareciproque su nombre,y el blanco pecho de tremante enjundia 745soborne en confornino:¿adónde va, si sabe, este camino?
ANASTASIO Mancebo, soy de lejos,y no sé responder a esa pregunta.
TÁCITODígame: ¿son reflejos 750los marcurcios que asoman por la puntade aquel monte, compadre?
CORNELIO¡Bellaco sois, por vida de mi madre! ¿Bernardinas a horma?Yo apostaré que el duque no le entiende. 755
ANASTASIOHabláisme de tal suerte,que no sé responderos.
TÁCITOPues atienda,gamicivo, y está atento.
CORNELIO¡Qué donaire y qué gracioso acento!
TÁCITO Digo que ¿si mi paso 760tiendo por los barrancos deste llano,si podrá hacer al caso?
ANASTASIODigo que no os entiendo, amigo hermano.
TÁCITOPues bien claro se aclara,que es clara, si no es turbia, el agua clara. 765 Quiero decir que el tronto,por do su curso lleva al horizonte,está a caballo, y promptoa propagar la cima de aquel monte.
ANASTASIO¡Ya, ya; ya estoy en ello! 770
TÁCITOPues ¿qué quiero decir, gozmio, camello?
ANASTASIO Que son bellacos grandeslos mancebitos de primer tonsura.
TÁCITOTontón, no te desmandes,que llevarás del sueño la soltura. 775
CORNELIOMi señor estudiante,mire no haga que le asiente el guante.
ANASTASIO Confieso que al principioyo no entendí la flor de los mancebos.
ANDRONIOArena, cal y ripio 780trago, mi señorazo papahuevos.
CORNELIOSu flor se ha descubierto.
TÁCITOPues zarpo déste y voyme a mejor puerto.
CORNELIO No se vayan, que asomanotros dos de su traza y compostura, 785y este camino toman.También son éstos de primer tonsura,y, a lo que yo imagino,de aquí no son, y vienen de camino.
(Entran JULIA y PORCIA, como estudiantes de camino.)
PORCIA Querría que no errásemos 790en lo que el duque nos mandó, Camilo,y es que aquí le esperásemos.
JULIA¿Entendístelo bien?
PORCIABien entendílo.
ANDRONIOArgumentando vienen.Lleguémonos, si acaso se detienen, 795 y déjennos con ellos;gustarán de la burla.
CORNELIOQue nos place.
ANASTASIOYo no estoy para vellos:que mal la alegre burla satisfaceal alma que no alcanza 800a ver, si no es burlada, su esperanza.
(Éntranse ANASTASIO y CORNELIO.)
JULIA En esta tierra asiste,en disfrazado traje, aquel mi hermanoa quien tú adoras triste.Si me encuentra y conoce...
PORCIAEs temor vano; 805que en tal traje nos vemos,que a la misma verdad engañaremos. A mí una vez me ha visto,y ésa de noche.
JULIAA mí, casi ninguna.Mal al temor resisto; 810estudiantes son éstos.
TÁCITOLa fortunami atrevimiento ayude;si en trabajo me viere, Andronio, acude. ¿Son estudiantes, señores?
PORCIASí, señor, y forasteros. 815
TÁCITO¿Pacacios, o caballeros?
JULIANo somos de los peores.
TÁCITO ¿Y qué han oído?
PORCIADesgracias.
JULIAY en ellas somos maestros.
ANDRONIOPor mi vida, que son diestros 820y que saben decir gracias. Pues háganme este latín,ansí Dios les dé salud:«Yo soy falto de virtud,tan bellaco como ruin». 825
PORCIA No venimos dese espacio.
ANDRONIONo se deben de escusar,si es que nos quieren mostrarque son hombres de palacio.
JULIA Ni aun de nada somos hombres. 830
ANDRONIOPues, ya que se escusan desto,dígannos, y luego, y prestode dónde son, y sus nombres, qué estudian, la edad que tienen,si es rico o pobre su padre, 835la estatura de su madre,dónde van y de a dó vienen. ¡Turbados están! ¡Apriesa,respondan, que tardan mucho!
PORCIACon gran paciencia te escucho, 840mancebito de traviesa. Váyase y déjenos ir,y serále muy más sano.
ANDRONIO¡Jesús, qué mal cortesano!¿Tal se ha dejado decir? 845
JULIA Es tarde, y hay que hacer,y servimos, y tardamos.
TÁCITOTénganse, que aquí cobramosla alcabala del saber; porque cuando el sacrilegio 850a Mahoma se entregó,esta autoridad nos dionuestro famoso colegio. ¡Miren si voy arguyendocon razones circunflejas! 855
PORCIAAtruénasme las orejas,mancebito, y no te entiendo.
TÁCITO Andronio.
ANDRONIOYa estoy al cabo.
(Pónese ANDRONIO detrás de JULIA para hacerla caer; pero no la ha de derribar.)
TÁCITOVolviendo a nuestro comienzo,el asado San Lorenzo, 860cuyas virtudes alabo, en sus Cuntiloquios dice...
JULIA¡Ésta es gran bellaquería,y juro por vida mía...!
TÁCITOY dirán que yo lo hice. 865
JULIA Pero aquí viene nuestro amo,y mala ventura os mando.
TÁCITOSignori, me recomendo,y a la corona me llamo. Y a revederci altra volta, 870dove finitemo el resto,or non piu, & visogna prestofugiré de qui si ascolta.
(Éntrase TÁCITO y ANDRONIO.)
(Entra MANFREDO, como estudiante, de camino.)
MANFREDO Rutilio y Camilo, pues,¿he, por ventura, tardado? 875
PORCIAMás de un hora hemos estadoesperando, como ves; y aun nos han dado mal ratodos bonitos estudiantes,que tienen más de chocantes, 880que no de letras su trato. Pero ¿en qué te has detenidotanto tiempo?
MANFREDOFui escuchandodos que iban razonandodeste caso sucedido. 885 Y apostaré que estos dosque vienen tratan tambiéndeste hecho. Escucha biensi acierto, así os guarde Dios.
JULIA ¿De qué sirve el escuchar, 890pues podemos preguntallo?
(Entran los dos ciudadanos que entraron al principio.)
CIUDADANO 1Por mil conjeturas halloque ella habrá de peligrar.
CIUDADANO 2 En fin: que no se disculpa.
CIUDADANO 1¡Ésa es una cosa estraña! 895
CIUDADANO 2El pensamiento me engaña,o ella no tiene culpa.
MANFREDO Mis señores, ¿qué se suenadel caso de la duquesa?
CIUDADANO 1Que se está todavía presa, 900y el silencio la condena.
MANFREDO ¿Quién la acusa?
CIUDADANO 2Dagoberto.
MANFREDO¿Da testigos?
CIUDADANO 2Ni aun indicio.
MANFREDOCierto que no es ése oficiode caballero.
CIUDADANO 1No, cierto. 905
MANFREDO ¿Y su padre?
CIUDADANO 1¿Qué ha de hacer?Sólo ha hecho pregonarque a quien la acierte a librarse la dará por mujer, como sea caballero 910el que se oponga a la empresa.
MANFREDO¿Y que calla la duquesa?
CIUDADANO 2Como si fuese un madero.
MANFREDO ¿Y del duque que se suenaque había de ser su esposo? 915
CIUDADANO 1Que, en sabiendo el caso astroso,dio la vuelta hacia Rosena. Y aun otras nuevas nos dan,ni sé si es verdad o no:que, estando en Dorlán, sacó 920una hija al de Dorlán, y también a una parienta,del mismo duque sobrina,y que el duque determinavengarse de aquesta afrenta. 925 Y que se tiene por ciertoque la sacó el de Rosena.
CIUDADANO 2Hasta agora, ansí se suena;ni sé si es cierto o incierto.
MANFREDO Y, si como eso es mentira, 930como me doy a entender,podrá ser que venga a serbien mismo de Rosamira: que sé que el duque es muy bueno,y que traición ni ruindad, 935si no es razón y bondad,jamás albergó en su seno.
CIUDADANO 1 ¿Sois acaso milanés?Porque de sello dais muestra.
MANFREDOAunque la lengua lo muestra, 940no soy sino boloniés; mas he estudiado en Pavía,y algo la lengua he tomado.
CIUDADANO 2¿Y qué es lo que se ha estudiado?
MANFREDOHumanidad.
CIUDADANO 1Sí haría: 945 que todos los de su edadeso es lo que estudian más.
MANFREDOSin estudiarla, jamásse aprende esta facultad.
CIUDADANO 1 ¿Y a qué venís a Novara? 950
MANFREDOA ver la boda venía.
CIUDADANO 2No quiso en tanta alegríaponernos la suerte avara; y en lugar della, podréisver, si gustáis, la batalla. 955
MANFREDOSi no hay quien salga a tomalla.
CIUDADANO 1Poco tiempo os detendréis: que no quedan más de seisdías para el plazo puesto.
MANFREDODe quedarme estoy dispuesto. 960
CIUDADANO 1Sin duda, lo acertaréis. Y ¡adiós!
MANFREDOCon él vais los dos.
CIUDADANO 2¿Luego aquí os queréis quedar?
MANFREDOSí; porque aquí he de aguardara un amigo.
CIUDADANO 2Pues, ¡adiós! 965
MANFREDO Yo no sé en qué se confíami dudosa voluntad,y, si no es curiosidad,¿qué locura es ésta mía? Creo que a darme deshonra, 970ingrato amor, te dispones,pues cuando está en opinionesla honra, no hay tener honra.
(Éntrase JULIA, PORCIA y MANFREDO.)
(Sale el DUQUE FEDERICO y el CARCELERO que tiene a la DUQUESA ROSAMIRA.)
DUQUE ¿Cómo está la duquesa?
CARCELERONegro lutocubre su faz, y, sola en su aposento, 975al suelo da de lágrimas tributocon doloroso, amargo sentimiento.
DUQUE¡Oh bien hermoso y mal nacido fruto,marchito en la sazón de más contento,y cómo al mejor tiempo me has burlado, 980quedando en mis designios defraudado! ¿Y que no se disculpa?
CARCELERONi por pienso.
DUQUE¿De quién se queja?
CARCELERODe su corta suerte.
DUQUEEn breve tiempo de su vida el censodará a una infame, inevitable muerte. 985
CARCELERO¿Sabes, señor, lo que imagino y pienso?
DUQUE¿Qué piensas o imaginas?
CARCELEROQue es muy fuertede creer que el de Utrino verdad diga.
DUQUEA que lo crea su bondad me obliga, y el ver que Rosamira, en su disculpa, 990el labio no ha movido ni le mueve;y es muy cierta señal de tener culpael que a volver por sí nunca se atreve.La culpa es grave; grave el que la culpa;el plazo a la batalla, corto y breve; 995defensor no se ofrece: indicio claroque a su desdicha no ha de hallar reparo.
CARCELERO ¿Si quisiere, por dicha, dar descargocon otro, pues no quiere en tu presencia,quizá turbada del infame cargo, 1000dejarla he visitar?
DUQUECon mi licencia.
CARCELEROPuesto que el bien guardalla está a mi cargo,no está a mi cargo usar desta inclemencia:que, a fe, si su remedio se hallase,que muy poco tus órdenes guardase. 1005
Entran CORNELIO y ANASTASIO.
CORNELIO Volviendo a lo comenzado,señor, ¿qué piensas hacer?
ANASTASIOLo que procuro es sabersi el príncipe se ha engañado, o qué causa le ha movido 5a acusar a Rosamira:si fueron celos, o ira,ser llamado y no escogido; y, cuando desta querellano sepa verdad jamás, 10por gentileza no másme dispongo a defendella.
CORNELIO Propongo que Dagobertoes vencido en la batalla,y que ella libre se halla 15de la tormenta en el puerto: ¿tendrás por cosa notoriael poder asegurarteque la razón vino a darte,y no fuerza, la vitoria? 20 Porque de Dios los secretosson tan incomprehensibles,que a veces vemos visibles,de bienes, malos efetos.
ANASTASIO Ya entiendo tus argumentos, 25y con ellos me das pena.Haga el Cielo lo que ordena;yo honraré mis pensamientos.
(Entran JULIA y PORCIA.)
CORNELIO Los estudiantes son estosde quien los otros burlaron. 30
ANASTASIOSus burlas, ¿en qué pararon?
CORNELIOEran algo descompuestos. Forastero me pareceen cierto modo su traje;eso veré en su lenguaje, 35si el hablallos se me ofrece.
PORCIA Camilo, no te descuidesen mostrar en dicho y hechoque eres varón, a despechode cuantos cuidados cuides. 40 Deja melindres aparte,da a las ternezas de mano,y mira que está en tu manoel perderte o el ganarte. Mira que amor te ha traído, 45por un nunca visto enredoa ser paje de Manfredo,y paje favorecido: que es principio que asegurabuen fin a tu pretensión. 50
JULIATienes, Rutilio, razón;mas no tengo yo ventura, pues, cuando más me acomodoa hacer lo que me ordenas,embebecida en mis penas, 55se me olvida a veces todo. Mas, ¡ay de mí, desdichada,que éste es el duque, mi hermano!
PORCIAVuelve el rostro a esotra mano,y vuélvete a la posada; 60 que él no me conoce a mí,y conviéneme hablalle.
JULIA¿Por dó he de ir?
PORCIAPor esa calle.
JULIA¿Vendrás presto?
PORCIAVoy tras ti.
(Vase JULIA.)
Buen hombre, ¿sois desta tierra? 65
ANASTASIONi soy della, ni buen hombre.
PORCIAPues, ¿cómo la vuestra ha nombre?
ANASTASIOComo el cielo que la encierra.
CORNELIO Aparte.
Querrá decir Rosamira,que es tierra y cielo a do vive. 70Estas quimeras concibequien más por amor suspira.
ANASTASIO Y vos, ¿sois deste lugar,señor estudiante?
PORCIANo.
ANASTASIO¿Pues de dónde?
PORCIAAún no sé yo 75de a dó me podré llamar: que el cielo y tierra, hasta agora,me tratan como estranjero,y ni dél ni della esperover en mis cuitas mejora. 80
ANASTASIO ¿Vos con cuitas en edadtan tierna? ¡A fe que me espanta!
PORCIAA los años se adelantatal vez la calamidad; y más cuando son de aquellas 85que trae el amor en sus alas.
CORNELIOSus razones no son malas,aunque yo no sé entendellas; mas, con todo, apostaréque está el rapaz traspasado 90del agudo arpón dorado,como el señor su mercé.
ANASTASIO ¿Amáis, por ventura?
PORCIASí;mas no sé si por ventura,aunque alguna me asegura 95ver ahora lo que vi.
ANASTASIO Pues, ¿qué veis?
PORCIANo será honestohacer que me ponga en menguatan fácilmente mi lenguacomo mis ojos me han puesto; 100 ni vuestro traje me mueve,ni mi deseo, a mostrarlo que en silencio ha de estarhasta que otras cosas pruebe.
ANASTASIO ¿Tan mal os parece el traje? 105
PORCIANo, por cierto; porque veoque dese rústico aseoes muy contrario el lenguaje, y podrá ser que el sayalencubra el al del refrán. 110
ANASTASIO¿De dónde sois?
PORCIADe Dorlán.
ANASTASIODe ahí soy yo natural. ¿Cuánto ha que de allá venistes?
PORCIAPoco más de doce días.
ANASTASIO¿Qué hay de nuevo?
PORCIANiñerías, 115aunque son un poco tristes.
ANASTASIO ¿Y qué son?
PORCIAQue el de Rosena,que el de Dorlán hospedó,a Julia y Porcia robó,como Paris hizo a Helena. 120
ANASTASIO ¿Tiénese eso por verdad?
PORCIASí tiene; mas yo imaginoque no lleva más caminoque del cielo la maldad.
ANASTASIO ¿Pues qué dicen?
PORCIAYo entreoí 125que la Porcia quería biena Anastasio.
ANASTASIO¿Cómo? ¿A quién?
PORCIAA Anastasio.
ANASTASIO Aparte.
¿Cómo? ¿A mí? ¿A su primo hermano? ¡Bueno!
PORCIAQuizá guiaba su intento 130por vía de casamiento.
ANASTASIODeso está mi bien ajeno. Mas, ¿eso qué importa al hechode roballa?
PORCIANo sé yo;dícese que la sacó 135el mismo amor de su pecho. Mas deben de ser hablillasdel vulgo mal informado.
CORNELIOA mí me han maravillado.
ANASTASIO¿Pues de qué te maravillas? 140 Di: ¿no puede acontecer,sin admiración que asombre,que una mujer busque a un hombre,como un hombre a una mujer?
CORNELIO Sí puede; y es tan agible 145lo que dices, que se veque, en las posibles, no séotra cosa más posible.
ANASTASIO Como a su centro camina,esté cerca o apartado, 150lo leve o lo que es pesado,y a procuralle se inclina, tal la hembra y el varónel uno al otro apetece,y a veces más se parece 155en ella esta inclinación; y si la naturalezaquitase a su calidadel freno de honestidad,que tiempla su ligereza, 160 correría a rienda sueltapor do más se le antojase,sin que la razón bastasea hacerla dar la vuelta; y ansí, cuando el freno toma 165entre los dientes del gusto,ni la detiene lo justo,ni algún respeto la doma.
PORCIA ¡En poca deuda os estánlas mujeres!
CORNELIOSi así fuera, 170ni yo este traje trujera,ni él vistiera aquel gabán.
ANASTASIO No es tan poca: que si hagola cuenta, no sé yo pagaque a la deuda satisfaga, 175puesto que en ella me pago.
PORCIA En fin: ¿amáis?
ANASTASIOAlma tengo,y no he de estar sin amor.
PORCIAHay amor bueno y mejor.
ANASTASIOYo con el mejor me avengo. 180
PORCIA ¿Es labradora?
ANASTASIOEl tabarroque me cubre así lo dice.
PORCIAPues todo lo contradiceel talle y horro bizarro; que el tabarro es tosca caja 185que encierra el fino diamante.
CORNELIO¡El diablo es el estudiante!¡Qué bien su razón encaja! Apostaré que mi amo,sin más ni más, le da cuenta 190de quién es y lo que intenta.Por aquesto le desamo: que presume de discreto,y no ve que es ignorancia,en las cosas de importancia, 195fiar de nadie el secreto.
ANASTASIO Ahora bien, si vuestra estadano es de asiento en el lugary queréis conmigo estaren una misma posada, 200 en la que tengo os ofrezcoel género de amistadque engrandece la igualdad.
PORCIADaisme lo que no merezco. Mas heme de despedir 205primero de un cierto amigo.
CORNELIOAquesto es lo que yo digo:él se vendrá a descubrir.
ANASTASIO A la insignia del Pavónes mi estancia.
PORCIAAndad con Dios, 210que mañana soy con vos.¡Oh venturosa ocasión!
(Éntrase ANASTASIO y CORNELIO.)
Si al fuego natural no se le ponemateria que en la tierra le sustente,volveráse a su esfera fácilmente, 215que así naturaleza lo dispone. Y el amante que quiere que se abonesu fe con afirmar que no consienteen su alma esperanza, poco sientede amor, pues que a su ley justa se opone. 220 Cual sin el agua quedaría la tierra,sin sol el cielo, el aire sin vacío,el mar en tempestad, nunca en bonanza, y sin su objeto, que es la paz, la guerra,forzado sin su gusto el albedrío, 225tal quedara amor sin esperanza.
(Éntrase PORCIA.)
(Salen TÁCITO y ANDRONIO.)
ANDRONIO Vamos hacia la prisiónde la duquesa, que importa.
TÁCITOReporta, Andronio, reportatu arrojada condición: 230 que siempre quieres saberlo que no te importa un pelo.
ANDRONIOSoy curioso.
TÁCITOYo receloque aqueso te ha de ofender. Necio llamaré del todo, 235no curioso, al que se meteen lo que no le competeni toca por algún modo. Hay algunos tan simplones,que desde su muladar 240se ponen a gobernarmil reinos y mil naciones; dan trazas, forman Estadosy repúblicas sin tasa,y no saben en su casa 245gobernar a dos criados. De aquéllos mi Andronio es,y esto lo sé con certeza,que emiendan a la cabeza,y apenas son ellos pies. 250 Llaman con su ceguedady mal fundada opinión,al recato, remisión;al castigo, crüeldad. El gobierno no les cuadra 255más justo y más nivelado;siguen del vulgo engañadola siempre mudable escuadra. El que es buen vasallo, atiendea rogar por su señor, 260si es bueno, que sea mejor;y si es malo, que se emiende. De los viejos que enterramos,fue sentencia singularque el mundo hemos de dejar 265del modo que le hallamos. ¿Qué te importa a ti si hacebien o mal el duque en esto?
ANDRONIO¿Hasme oído tratar desto?
TÁCITOY tanto, que me desplace. 270 Que quemen a la duquesa,no se te dé a ti un ardite.
ANDRONIODesde hoy más guardaré el chite,y de lo hablado me pesa.
TÁCITO A la espada me remito 275de Dagoberto en la riña.
ANDRONIO¿Si vence...?
TÁCITOPague la niña:que a buen bocado, buen grito. Quien de honestidad los murosrompe, mil males se aplica. 280
ANDRONIOCuando la zorra predica,no están los pollos seguros.
(Éntranse TÁCITO y ANDRONIO. Sale PORCIA, como labrador, y JULIA, como estudiante.)
JULIA ¿Por qué quieres intentar,Rutilio, tan gran locura?
PORCIAPorque en el mal es cordura 285no temer, sino esperar; y la negligencia estragalos remedios del dolor,y no quiero yo que amorconmigo milagros haga. 290 El que padece tormenta,si es que de piloto sabe,si puede, guíe la navea donde menos la sienta. Yo en la mía un puerto veo 295a los ojos de mi fe,y allá me encaminarécon los soplos del deseo. Ya viste que era tu hermanoel labrador que aquí vimos: 300que los dos le conocimos,aunque en el traje villano; y ha muchos días que sabes,y yo también, por mi mal,que tiene de su caudal 305el amor todas las llaves, y que Rosamira esla que así le tiene aquí.
JULIAYa yo te he dicho que sí.
PORCIAPues dime: ¿ahora no ves 310 que será muy acertadala traza que te he contado?
JULIACaminas tras tu cuidado;en fin, como enamorada. ¿Que podrás dejarme a solas? 315
PORCIA¿A solas dices que estás,quedando con quien podráscontrastar de amor las olas? Ingenio tienes, y brío,y ocasión tienes también 320para procurar tu bien,como yo procuro el mío.
JULIA ¿Y si te conoce, a dicha?
PORCIAEngañada en eso estás:que él no me ha visto jamás. 325
JULIAPuede mucho una desdicha.
PORCIA Nuestro mucho encerramientoy libertad oprimida,como causó esta venida,cegará su entendimiento. 330
JULIA Pues si el cielo, mi enemigo,te hiciere conocer,nunca lo des a entenderque te veniste conmigo. Sigue a solas tu ventura, 335que yo seguiré la mía,y el blando amor que nos guíaabone nuestra locura. Yo a Manfredo le diréque a la patria te volviste. 340Mas, ¿qué gente es ésta? ¡Ay triste!
PORCIANo sé; disimúlate.
(Entran ANASTASIO, MANFREDO y los dos ciudadanos.)
CIUDADANO 1 Es el caso inaudito, y la insolenciadel duque de Rosena demasiada,mala en el hecho y mala en la apariencia. 345
ANASTASIOCuando del apetito es sojuzgadala razón, no hay respeto que se mire,ni justa obligación que sea guardada.
CIUDADANO 2 ¿Quién lo vendrá a entender que no se admire?:que, faltando a la ley del hospedaje, 350con las prendas del huésped se retire.Y más aquel que debe por linaje,por ser, por calidad, por gentileza,hacer a todos bien, a nadie ultraje.
ANASTASIO Debe de ser de vil naturaleza, 355o a quien soberbia natural inclinaa tan infames hechos de bajeza.Pues a fe que fabricas tu ruïna,Manfredo ingrato: que Dorlán bien sueleamansar tu arrogancia repentina. 360
MANFREDO A un pobre labrador, ¿por qué le dueletanto de Julia y Porcia el robo incierto?Quizá miente la fama.
PORCIA¿Hablaréle?
JULIAHáblale; pero no te ha descubierto.
ANASTASIO¡Siempre son ciertas las desdichas mías! 365
MANFREDO¿Desdichas tuyas? ¡Bueno estás, por cierto!
ANASTASIO ¿Qué scita vive en sus regiones fieras,qué garamanta en su abrasada arena,o en tierras, si las hay, de amubaceas,que apruebe que un gran duque de Rosena, 370siendo del de Dorlán huésped y amigo...
JULIAAquestos argumentos me dan pena.
ANASTASIO ...como astuto ladrón, como enemigo,haberle de sus prendas despojado,sin que diga lo mismo que yo digo: 375que fue Manfredo ingrato y mal mirado?
JULIAApostaré que el duque te conoce.
PORCIADesvíate en buen hora a esotro lado.
MANFREDO Buen hombre, no es razón que se alboroceasí vuestro sentido: que a Manfredo 380no le estima cual vos quien le conoce.
JULIAQue han de reñir los dos tengo gran miedo.
PORCIAPues, por Dios, que si riñen...
JULIACalla o vete.
PORCIAAñade a lo que dices: si es que puedo.
ANASTASIO Tampoco no sé yo a qué se entremete 385a defender un hecho un estudiantedonde tan gran pecado se comete.
CIUDADANO 2Señores, no paséis más adelante:que si es verdad que el duque hizo tal hecho,aquel que lo defienda es ignorante. 390
ANASTASIO ¡Vive Dios, que se me arde en rabia el pecho!
MANFREDO¡Por Dios, que está el villano muy donoso!
JULIACuajóse la cuestión; ello está hecho.
ANASTASIO¿Villano a mí? ¡Escolar sucio y astroso,capigorrón, brodista, pordiosero! 395
MANFREDO¡Oh villano otra vez, loco furioso!
PORCIA Mal haré si no ayudo a quien bien quiero.
CIUDADANO 1¿Qué es esto? ¿Con puñal a un desarmado?
ANASTASIODejad que llegue aqueste vil grosero.
CIUDADANO 2Cada cual de los dos sea bien mirado: 400miren quién está en medio.
MANFREDO¿Tanto bríoen un villano pecho está encerrado?
JULIA ¿Piedras a mi señor?
PORCIA¿Piedras tú al mío?
JULIA¡Oh! ¿También tú, villano?
PORCIA¡Oh sucio paje!
JULIARutilio, di: ¿no es éste desvarío? 405¿Bofetada en mi rostro? ¡Ya el corajeha llegado a su punto, y no es posibleque temor o respeto aquí le ataje!
CIUDADANO 1 Los dos criados, con furor terrible,se han asido también.
CIUDADANO 2¡Ténganse, digo! 410
MANFREDO¡Hasta que mate a éste, es imposible!
ANASTASIO¡No estimo su puñal en sólo un higo!
CIUDADANO 2¡Otra vez digo que se tengan, ea!
JULIA¡Deja estar los cabellos, enemigo! ¿Quieres, con esparcirlos, que se vea 415quién somos?
PORCIAPues, hereje, ¿estásme dando,y no te he yo de dar?
CIUDADANO 1Otra peleaes ésta más crüel que estoy mirando.
JULIA¡Ay, que la boca toda me deshaces!
PORCIA¡Suelta tú el labio!
JULIA¡Ya le voy soltando! 420
PORCIA ¡Acaba de soltar!
CIUDADANO 1¡Quitad, rapaces!
JULIA¡Ay, que me muerde!
PORCIA¿Echáisme zancadilla?
JULIA¿Qué haces, enemigo?
PORCIAY tú, ¿qué haces?
CIUDADANO 2Envainad vos, señor, y esta rencillaquédese así, pues no os importa nada. 425
MANFREDO¡Dios sabe por qué gusto diferilla!
PORCIA Quitásteme el gabán, desvergonzada;la mano, digo, que tal fuerza tiene;pero ésta mía me hará vengada.
CIUDADANO 1¿Han visto con qué brío el mozo viene? 430¿Y éste es vuestro criado?
ANASTASIONo, por cierto.
MANFREDORutilio, ¿cómo es esto?
PORCIANo conviene que mi designio aquí sea descubierto.
MANFREDOPues, ¿por qué peleabas con tu hermano?
PORCIADe ignorancia nació mi desconcierto; 435que, como vi este traje de villano,tan parecido a aquellos de mi tierra,dejarle de ayudar no fue en mi mano. Y creo, si la vista no se yerra,que éste es un mi pariente conocido, 440que de todo mi gusto me destierra.
MANFREDOEl seso, al parecer, tienes perdido;mas no le pierdas tanto que señalespieza por donde yo sea conocido.
PORCIA Seguro está, señor, que ni por males 445ni bienes que a Rutilio el cielo envíe,dará de ser quién eres las señales,y en tal seguro el tuyo se confíe.
MANFREDO¿De modo que a la patria quies volverte?
PORCIAAntes que el tiempo cargue y más enfríe. 450
MANFREDO ¡Adiós, que yo no quiero detenerte!
PORCIAMi hermano queda acá.
MANFREDOGusto infinito.
PORCIAPlega a Dios que en servirte en todo acierte.
(Vase MANFREDO y los dos ciudadanos.)
JULIADime, Rutilio: ¿a dicha, queda escritoen el alma el rencor que hemos mostrado? 455
PORCIAA la ocasión y al gusto le remito.
JULIA ¿Iré de tu buen pecho confiado?
PORCIAPues, ¿quién lo duda?
JULIA¡Adiós, pues, firme amigo!
(Vase JULIA.)
PORCIA¡Adiós, mocito mal aconsejado!Ya me tienes, señor, aquí contigo; 460a tu gusto me manda, que yo esperoque amor me ha de ayudar al bien que sigo.
ANASTASIO Pues yo de todo bien ya desespero.¡Oh amor, que con la vida me atropellasla honra, pues sin ella vivo y muero! 465Allí llega el ardor de sus centellas,donde pueda quitar el sentimientode las cosas que es muerte el no tenellas. Julia, robada; el duque, en salvamento;yo, a quien el caso toca, descuidado 470con el cuidado que en el alma siento.De un estudiante vil mal afrentado;socorrido de un pobre pastorcillo,aunque en esto me doy por bien pagado. Padezco el mal; no sé a quién descubrillo; 475mas, aunque lo supiese, no osaría,pues no es para sufrillo ni decillo.
PORCIASi acaso éste no fuera el primer díaque de buena amistad te doy la mano,pudiéraste fiar de la fe mía. 480 Acomódome al traje de villanopor servirte en el tuyo: señal claraque soy de proceder fácil y llano.Si en algunos escrúpulos reparatu voluntad, el tiempo tendrá cargo 485de mostrarte la mía abierta y clara. Yo de serte fïel sólo me encargo,con pecho noble, sin torcido enredo,sin que dificultad me ponga embargo.
ANASTASIOSabrás...; basta, no más.
PORCIA¿Que tienes miedo 490de descubrirte a mí? Pues yo te juro,por todo aquello que jurarte puedo, que puedes sin escrúpulo, al seguro,fiar de mí cualquier tu pensamiento.
ANASTASIOConviéneme creer que estoy seguro; 495porque para salir con el intentoque tengo, sólo entiendo que tú eresel más fácil y cómodo instrumento; y es menester, si gusto darme quieres,que, fingiendo ser moza labradora... 500¿De qué te ríes?
PORCIADi lo que quisieres,que no me río, a fe.
ANASTASIOSi es que no moravoluntad en tu pecho de servirme,dímelo, y callaré luego a la hora.
PORCIA No digo de mujer; pero vestirme 505de diablo lo haré, pues que te agrada,con prompta voluntad y ánimo firme.
ANASTASIOSerás de mí tan bien gratificado,que iguale a tu deseo el beneficio.
PORCIAQuedo en sólo servirte bien pagado. 510 Prosigue, pues.
ANASTASIOHa dado en sacrificioun amigo su alma a la duquesa,que está acusada de un infame vicio.No se puede saber, como está presa,si tiene culpa o no, y él, sin sabello, 515duda el ser defensor de tal empresa. A mí me ha dado el cargo de entendello,y, con este gabán disimulado,ha algunos días que he entendido en ello.
PORCIA¿Y has alguna verdad averiguado? 520
ANASTASIONinguna.
PORCIAPues, ¿qué ordenas?
ANASTASIOQue te pongasen el traje que digo disfrazado, y a dar a Rosamira te dispongasun papel, y a sacarle de su pechocuanto tuviere en él.
PORCIAComo compongas 525bien el rústico traje, ten por hecholo que pides.
ANASTASIOLa entrada está segura,dejando al carcelero satisfecho. Has de llevar el rostro con mesura.
PORCIAPara una labradora, poco importa; 530basta que lleve el pecho con cordura.La carta escribe y la partida acorta,que yo de parecer mujer no dudo.
ANASTASIOHabla sutil, y en pláticas sé corta.
PORCIA ¡Ah ciego amor, de pïedad desnudo, 535y en qué trance me pones!
ANASTASIO¿Te arrepientes?
PORCIANunca del buen intento yo me mudo.Aunque tuviera el caso inconvenientesmayores, con mi industria los vencieray buscara los medios suficientes. 540
ANASTASIO Si supieses la paga que te espera,cual yo la sé, mancebo generoso,a más tu voluntad se dispusiera:que soy otra persona que este astrosohábito muestra.
PORCIAY yo seré un criado 545para ti el más fïel y cuidadosoque se pueda hallar en lo criado.
(Éntranse.)
(Sale MANFREDO y JULIA.)
MANFREDO ¡Brioso era el villano!
JULIAY atrevido además, según dio muestra.
MANFREDOY muy necio tu hermano. 550
JULIALa juventud lo causa, poco diestraen lazos de importancia.
MANFREDO¿Volvióse?
JULIA¡Y no le arriendo la ganancia!
MANFREDO Torna, pues, ¡oh Camilo!,y dime aquello que decías agora, 555usando el mismo estilo:que el modo de decirlo me enamora,y el caso me suspende.
JULIAPues dello gustas, buen señor, atiende. «Llegóse a mí un mancebo 560de agradable presencia, bien tratado,con un vestido nuevo,que creo que por éste fue trazado;llegóse, como digo,y díjome: "Escuchadme, buen amigo". 565 Volví, miréle, y vilelloviendo perlas de sus bellos ojos;la mano entonces dile,de lástima movido, y él, de hinojos,temeroso tomóla, 570y, bañándola en lágrimas, besóla. Yo, del caso espantado,le alcé y le pregunté lo que quería;él, casi desmayado,me dijo que merced recibiría 575si un poco le escuchaseen parte donde naide nos notase. Llevéle a mi aposento;sentóse, sosegóse, y después dijocon desmayado aliento, 580con voz turbada y anhelar prolijo:"Yo soy...", y calló luego,y el rostro se le puso como un fuego. Por estos movimientosconocí que vergüenza le estorbaba 585a decir sus intentos;y como yo sabellos deseaba,lleguéme a él, diciendorazones que le fueron convenciendo. En fin, dellas vencido, 590tras de un suspiro doloroso, ardiente,ya el rostro amortecido,el codo y palma en la rodilla y frente,dijo: "Yo soy aquellaa quien persigue su contraria estrella; 595 yo soy la sin venturaque, a la primera vista de unos ojos,sin valor ni cordura,rendí la libertad de los despojosde la honra y la vida, 600pues una y otra cuento por perdida: yo soy Julia, la hijadel duque de Dorlán, cuyo deseoya no hay quien le corrija;ni el cielo ofrece, ni en la tierra veo 605remedio al dolor mío,y es bien que no le tenga un desvarío". Quedé, en oyendo aquesto,bien como estatua mudo, y, sin hablalla,quise escuchar el resto, 610temiendo con mi plática estorballa;y prosiguió diciendolo que me fue encantando y suspendiendo: "Yo -dijo- vi a Manfredo,aqueste dueño venturoso tuyo 615-que ya no tengo miedo,ni de contar, y más a ti, rehuyola mal tejida historia,digna de infame y de inmortal memoria-. Teníame mi padre 620encerrada do el sol entraba apenas;era muerta mi madre,y eran mi compañía las almenasde torres levantadas,sobre vanos temores fabricadas. 625 Avivóme el deseola privación de lo que no tenía-que crece, a lo que creo,la hambre que imagina carestía-;mas no era de manera 630que yo no respondiese a ser quien era. Hasta que mi desdichahizo que este Manfredo huésped fuesede mi padre, que a dichatuvo que la ocasión se le ofreciese 635de mostrar su grandezasirviendo a un duque de tan grande alteza. En fin, yo, de curiosa,un agujero hice en una puerta,que a la vista medrosa, 640y aun al alma, mostró ventana abiertapara ver a Manfredo.Vile, y quedé cual declarar no puedo".» Ni aun yo puedo contartemás por agora, porque gente viene. 645
MANFREDOVamos por esta parte,que está mas fresca y menos gente tiene.Anda, que estoy suspenso,y vame dando el cuento gusto inmenso.
(Éntranse MANFREDO y JULIA.)
(Sale PORCIA, como labradora, con un canastico de flores y fruta.)
PORCIA Amor, bien será que abajes 650mi vida a tu proceder,pues no me quieres comer,aun hecha tantos potajes. Primeramente pastorme hiciste, y luego estudiante, 655y, andando un poco adelante,me volviste en labrador, para labrar mis desdichascon yerros de tus marañas:que éstas son de tus hazañas 660las más venturosas dichas. Flores llevo, donde el frutoque cogeré ha de ser tal,que al corazón de mortalle sirva y de triste luto. 665 Papel que vas encerradoentre estas flores, advierteque eres sierpe que a mi muerteha el amor determinado. No pienses, yendo conmigo, 670ver tu intención declarada:que no he de poner la espadaen manos de mi enemigo. Tú de mi alma lo eres,y éstos del cuerpo lo son. 675
(Entra TÁCITO y ANDRONIO.)
¡Del diablo es esta visión!
Vade retro! ¿Qué me quieres?
TÁCITO ¡Oh, qué buen rato se ofrececon la pulida villana!
PORCIA¡Por Dios, que vengo de gana! 680
ANDRONIOBonísima me parece. ¿Qué es lo que cogió del suelo?
TÁCITOAlgo que se le cayó;o tú llega, o llego yo.
PORCIAAlgún mal caso recelo; 685 que éstos son grandes bellacos,y me tienen de embestir.¡Oh, quien pudiera huirel encuentro destos cacos!
TÁCITO Mi señora labradora, 690vengáis con los años buenos,de paz y abundancia llenos.
ANDRONIOVengáis muy mucho en buen hora.
TÁCITO ¿Qué trae aquí, por mi vida?¡Oh, pese a quien me parió! 695
ANDRONIO¿Diote?
TÁCITOSí. ¡Y cómo que me dio!La mano tengo aturdida. ¡Con otro me has de pagarel garrote que me has dado!
PORCIA¡Que me roban en poblado! 700¿No hay quien me venga a ayudar? ¡Que me roban, ay de mí!¡Ladrones, dejad la cesta!
(Sale el CARCELERO.)
¿Qué soledad es aquésta?¿Naide pasa por aquí? 705
CARCELERO ¿Qué es esto, desvergonzados?
TÁCITOOjo, el señor, ¿con qué viene?Bien parece que no tienelos amplíficos cuidados ni la cuenta del negocio 710de los dolientes distintos,cuando destos laberintoses la propria causa el ocio.
CARCELERO ¿Qué es lo que decís, malditos?
ANDRONIOQue se vaya dilatando 715en paz, con el cómo y cuándo;tenga los ojos marchitos, porque nos cumple acabarcon aquesta labradora.
CARCELEROY vos, ¿qué decís, señora? 720
PORCIAQue me querían robar aquesta fruta que llevoa la señora duquesa.
CARCELERO¿A la presa?
PORCIASí, a la presa.
TÁCITONego.
ANDRONIOProbo.
(Meten la mano en el canastillo y comen de la fruta.)
TÁCITOY yo las pruebo. 725
CARCELERO ¡Hideputa, sinvergüenza!¡Andad, bellacos, de aquí!
TÁCITONunca el comer puso en mígénero de desvergüenza.
ANDRONIO Agradezca la villana 730que ha tenido buen padrino;mas si hacéis otro camino,yo reharé mi sotana.
TÁCITO ¡Mal haya la suerte avara!
ANDRONIOVamos, amigo, a lición... 735
(Éntranse TÁCITO y ANDRONIO.)
CARCELEROTan grandes bellacos soncomo los hay en Ferrara. Vamos, labradora, a dondepodáis ver a la duquesa,que en mi poder está presa. 740
PORCIAGuíe, que no sé por dónde.
(Éntranse.)
(Salen MANFREDO y JULIA.)
MANFREDO Prosigue, que no hay genteque aquí nos pueda oír.
JULIALa desdichadaprosiguió en voz dolientesu historia, en desvaríos comenzada, 745y dijo: «Vi a Manfredo,vile, y quedé cual declarar no puedo: que en un instante pudoy quiso amor, con mano poderosa,de pïedad desnudo, 750la imagen de Manfredo generosagrabar así en mi alma,que della luego le entregué la palma. Volvíme a mi aposento,llevando en la memoria y en el seno, 755con gusto y descontento,la mirada belleza y el venenode amor que me abrasabay la virtud honrosa refriaba. Hice discursos varios, 760fundé esperanzas en el aire vano,atropellé contrarios,dile al Amor renombre de tiranoy de señor piadoso,y al cabo el entregarme fue forzoso. 765 Dejé mi padre, ¡ay cielos!;dejé mi libertad, dejé mi honra,y, en su lugar, recelosy sujeción tomé, muerte y deshonra;y a buscar he venido 770este huésped apenas conocido. Hoy en tu compañíale he visto, y, aunque en traje disfrazado,como en el alma míatraigo su rostro al vivo dibujado, 775al punto conocíle;vile, alegréme, y hasta aquí seguíle. "Quiero, pues, ¡oh mancebo!-y esto cubriendo perlas sus mejillas,hincándose de nuevo 780ante mí, visión bella, de rodillas-;quiero -dijo- que digasal tuyo, que es mi dueño, mis fatigas. Que yo no tengo lenguapara decir mi mal, ni la dolencia 785mi honestidad y mengua,para poder ponerme en su presencia.Tú a solas le relata,la muerte con que amor mi vida mata; que no estará tan duro 790cual peñasco al tocar de leves ondas,ni cual está al conjurodel sabio encantador, en cuevas hondas,la sierpe, en esto cauta,ni cual airado viento al Euste nauta. 795 No le habrán leche dadoleonas fieras de la Libia ardiente,ni habrá sido engendradode algún cíclope bárbaro inclemente,para que no se ablande 800oyendo mi dolor y amor tan grande. Rica soy y no fea,tan buena como él en el linaje,si ya no es que me afeay me deshonra este trocado traje; 805mas, cuando amor las causa,en todas estas cosas pone pausa. Rosamira infamada,justamente impedido el casamiento,yo dél enamorada, 810cual la tierra del húmido elemento:si esto no es desvarío,¿quién lo podrá estorbar que no sea mío?"» Esto dijo, y al puntodejó caer los brazos desmayados, 815quedó el rostro difunto,los labios, que antes eran colorados,cárdenos se tornaron,y sus dos bellos soles se eclipsaron. Levantósele el pecho, 820su rostro de un sudor frío cubrióse,púsela sobre el lecho,de allí a un pequeño rato estremecióse,volvió en sí suspirando,siempre lágrimas tiernas derramando. 825 Consoléla y roguélaque en aquel aposento se estuviese,sin temor de cautela,hasta que yo su historia te dijese.Encerrada la dejo: 830¡mira si es raro de mi cuento el dejo!
MANFREDO Y tan raro, que no puedopersuadirme a que es verdad;aunque amor y liviandadno se apartan por un dedo. 835 ¿Y que queda en tu aposento?
JULIAComo digo, sin mentir.
MANFREDONo me pudiera venirnueva de mayor contento.
JULIA Luego, ¿piénsasla gozar? 840
MANFREDOMal me conoces, Camilo:que tan mal mirado estilono se puede en mí hallar.
JULIA Pues, ¿qué piensas hacer della?
MANFREDOEnvialla al padre suyo: 845que con esto restituyomi inocencia y su querella.
JULIA ¡Mal pagas lo que te quiere!
MANFREDOLa honra se satisfaga:que un torpe amor esta paga 850y aun otra peor requiere.
JULIA ¿Amar tan alto sujetoes error?
MANFREDOY conocido:porque amor tan atrevido,aunque es amor, no es perfeto. 855 Es el amor, cuando es bueno,deseo de lo mejor;si esto falta, no es amor,sino apetito sin freno. Con todo, vamos a vella; 860pero no es bien miralla,que en tales visitas se hallaocasión para perdella; que yo no soy Scipiónni Alejandro en continencia, 865para hacer la esperienciade mi blanda condición; y yo soy de parecer,y la experiencia lo enseña,que ablandarán una peña 870lágrimas de una mujer.
JULIA Si no te ablanda su amor,no lo hará su hermosura.
MANFREDOCon todo, será cordurahuir del daño mayor. 875 Si la recibo, me hagoen su huida culpado;si la vuelvo, habré mostradoque a ser quien soy satisfago, escusaré el desafío, 880cobraré el perdido honor.
JULIA¡Oh! ¡Mal haya tanto amor,mal pagado y mal nacido! ¡Desdichada de la tristeque te quiso sin porqué! 885
MANFREDOEn esos trances se vequien su gusto no resiste. Pero vámonos a casa,que, con todo, pienso vella.
JULIAQuizá vendrás a querella. 890
MANFREDONo es mi fuego desa brasa.
(Éntrase MANFREDO.)
JULIA ¡Ay, crüel, cómo te vastriunfando de mis despojos!¿Qué consejo en mis enojoses, ¡oh Amor!, el que me das? 895 En gran confusión me veo.¿Quién me podrá aconsejar?En fin, habré de acabara las manos del deseo.
Éntrase JULIA.
(Sale ROSAMIRA con un manto hasta los ojos.)
ROSAMIRA Quien me viere desta suerte, 900juzgará, sin duda alguna,que me tiene la fortunaen los brazos de la muerte. Pues no es así: porque Amor,cuando se quiere extremar, 905con el velo del pesarsuele encubrir su favor. Honra, eclipse padecéisporque entre vos y mi gustola industria ha puesto un disgusto, 910por el cual escura os veis; mas pasará esta fortunaque así vuestra luz atierracomo sombra de la tierra,puesta entre el sol y la luna. 915
(Entran el CARCELERO y PORCIA.)
CARCELERO Veisla ahí; habladla, y luegoos salid con brevedad.
PORCIA¡Ay obscura claridad!¡Mal haya el vendado ciego! ¡Mirad cuál la tiene puesta! 920
ROSAMIRAPues, amiga, ¿qué buscáis?
PORCIASeñora, que recibáislo que traigo en esta cesta, que son unas bellas florescon alguna fruta nueva. 925
ROSAMIRA¡Vos sola habéis hecho pruebade consolar mis dolores! Sentaos aquí par de mí,y esas flores me mostrad,y ese rebozo os quitad. 930
PORCIASeñora, veislas aquí; pero sentarme, eso no.El embozo, ya le quito.
ROSAMIRASentaos conmigo un poquito;basta que lo diga yo. 935
PORCIA Estaba determinada,señora, de no lo hacer;mas dicen que es mejor sernecia, que no porfiada, y así, me asiento y suplico, 940si mi ruego puede tanto,que os alcéis del rostro el mantootro poco, otro tantico.
ROSAMIRA Vesme descubierta, amiga;que a más fuerza tu cordura. 945
PORCIA¡Jesús! ¿Que tanta hermosuraha puesto en tanta fatiga?
ROSAMIRA Amiga, déjate deso,y dime: ¿qué te movióa venirme a ver?
PORCIASé yo 950que fue de amor el exceso, y el ver que ya el señaladoplazo llega a más correr,adonde el mundo ha de vertu inocencia o tu pecado; 955 y querría ver si puedoserte en algo de provecho,antes de llegar al hechoque al más fuerte pone miedo; que es Dagoberto valiente. 960
ROSAMIRAAsí le conviene serquien tiene de defenderque es culpada la inocente. Sale del curso ordinarioel caso de mi porfía, 965porque está la salud míaen la lengua del contrario. Quien me deshonra ha de serel mismo que me ha de honrar,y esto me hace callar 970y culpada parecer. Mas, dime: ¿acaso has oídoqué se hizo el de Rosena?
PORCIAPor todo el lugar se suenaque volvió al suyo corrido. 975 Otros la culpa le dande que la hija sacó,cuando alegre le hospedóel gran duque de Dorlán, y con ella otra su prima; 980pero yo sé que es mentira.
ROSAMIRA¡Ya no es sola Rosamiraa quien Fortuna lastima!
PORCIA Y esta su prima es hermanade Dagoberto el traidor. 985
ROSAMIRA¡Sabes muy poco de amor,discreta y bella aldeana!
PORCIA El hijo del de Dorlánse suena que te defiende.
ROSAMIRA¿Quién lo dice?
PORCIAQuien lo entiende. 990
ROSAMIRA¡En vano toma ese afán! Mas su intención le agradezco,porque, al fin, es de quien es.
PORCIAQue él no pida el interés,aunque venza, yo me ofrezco; 995 porque por su gentilezalo hace, y no por su amor.
ROSAMIRAAsí mostrará mejorsu valentía y nobleza. Pero, puesto que él venciese, 1000con él no me casaré.
PORCIAPues, ¿por qué?
ROSAMIRAYo sé el porqué.
PORCIA¿Y si él el premio pidiese?
ROSAMIRA No llegará a aquese estremo,si me vale mi justicia; 1005mas, como reina malicia,de cien mil azares temo. Ven conmigo a otro aposento,labradora de mi vida,que en parte más escondida 1010te quiero hablar un momento; que me ha dado el corazónque el Cielo aquí te ha traídopara que en gozo cumplidovuelvas mi amarga prisión. 1015 Ven, que ya en tu voluntadestá mi vida o mi muerte,mi buena o mi mala suerte,mi prisión o libertad.
PORCIA Vamos, señora, do quieres, 1020y de mí daré a entenderque te puedes prometeraun más de lo que quisieres: que desde aquí te consagrola voluntad y la vida. 1025
ROSAMIRASin duda que tu venidaha sido aquí por milagro.
Salen MANFREDO y JULIA.
MANFREDO ¿Que se fue?
JULIAComo lo cuento.
MANFREDOPues ¿por qué no la tuviste?
JULIAPorque muy mal se resisteun determinado intento. Apenas abrí la puerta, 5cuando dijo: «Amigo mío,yo sé que mi desvaríoen ninguna cosa acierta. No digas al duque nada,pues sé que no ha de importar, 10y es mejor el acabarcon mi muerte esta jornada. ¡Quédate a Dios!» Y salióse,sin podella resistir;y, aunque la quise seguir, 15al punto desparecióse.
MANFREDO Mucho descuido has tenido.¿Por dó se fue?
JULIANo sé, a fe.
MANFREDO¿Que es posible que se fue?
JULIADel modo que he referido. 20 Mas, si no la puedes ver,mejor es que no esté en casa.
MANFREDO¿No sabes ya lo que pasa?
JULIAMás de lo que he menester.
Aparte.
¡Ay de mí, cómo me veo, 25puesta en dudosa balanza,esperando la esperanzacuando revive el deseo!
MANFREDO ¿Qué es lo que dices?
JULIANo, nada:sólo digo que va tal, 30que será el fin de su malacabar desesperada.
MANFREDO En eso echarás de ver,Camilo, bien claramente,que apenas hay acidente 35que sea bueno en la mujer. Quieren do han de aborrecer,vanse de adonde han de estar,temen donde han de esperar,esperan do han de temer. 40
JULIA Pues si la vuelvo a encontrar,¿quieres, señor, que la digaque te duele su fatiga?
MANFREDOA nadie supe engañar; mas dile lo que quisieres, 45como hagas que la vea.
JULIADe modo haré que así sea,si haces como quien eres.
MANFREDO ¿Qué es lo que tengo de hacer?
JULIANi reñilla, ni afrentalla, 50ni al padre suyo envialla.
MANFREDONo sé cómo podrá ser. Sin duda, te dejó el pechoblando Julia con su llanto.
JULIATanto, que, a entender tú el cuánto, 55ya la hubieras satisfecho. ¿Lágrimas eran aquellaspara no ablandar un canto?Y ¿hay cielo que se alce tantodo no alcancen sus querellas? 60 ¡Ah, señor Manfredo!
MANFREDOA fe,Camilo, que estás rendido.
JULIATengo el corazón heridode lo que en Julia noté. El agradable reposo, 65las razones tan sentidas,aquellas perlas vertidaspor aquel rostro hermoso; los desmayos, los temores,la vergüenza y sobresaltos, 70el darle el corazón saltos,en fin, el morir de amores, con otras cosas que, a vellastú, señor, como las vi,así como han hecho a mí, 75te ablandaran sus querellas.
MANFREDO Vamos; que, pues ya se fue,no hay della tratarme más;mas si vuelve, le dirás...
JULIA¿Qué?
MANFREDO¡Por Dios, que no sé qué! 80 Dicen que dejan hablarya a la presa Rosamira.
JULIAEsa cuerda es la que tirade tu gusto y mi pesar.
MANFREDO Y he de procurar, si puedo, 85hablalla, porque me importa.
JULIA Aparte.
¡En fin, mi ventura es corta;no hay que esperar en Manfredo! Mas, antes que el fin funestollegue que temo y deseo, 90yo echaré de mi deseoen la plaza todo el resto.
(Éntranse JULIA y MANFREDO.)
(Sale ROSAMIRA con el vestido y rebozo de PORCIA, y PORCIA sale con el de ROSAMIRA, con el manto hasta cubrirse todo el rostro.)
ROSAMIRA Abrázame, y a Dios queda,y de mi palabra fía.
PORCIAAdvertid, señora mía, 95que es variable la rüeda de la Fortuna, y que es bienque a la prisión no volváis;porque, aunque sin culpa estáis,hasta agora no veo quién 100 os defienda.
ROSAMIRAYo haré en esolo que a entrambas más importe.
PORCIADad en vuestras cosas cortesin temor de mi suceso: que a mí no me han de matar 105por hacer tan buena obra,y yo sé que mi alma cobraen ella un bien singular, y en que vos no parezcáisestá este bien escondido. 110Idos, que siento rüido.
ROSAMIRAYo volveré.
Vase.
PORCIANo volváis.
(Entra el CARCELERO, en la mano un manto, la mitad de arriba abajo de tafetán negro, y la otra mitad de tafetán verde.)
CARCELERO ¡Vais norabuena, labradora hermosa!Si de volver gustáredes, prometode daros puerta franca a todas horas, 115y aun a todos aquellos que quisierencomunicar con mi señora.
PORCIABueno.
CARCELERONo, sino no le den al delincuenteprocurador, y niéguenle abogado,ciérrenle los caminos y los medios 120de su defensa, tápenle la boca;quedarse ha a buenas noches de la vida.¡Oh señora! ¿Aquí estabas? Yo te hacíaen el otro aposento, donde suelesen ciega obscuridad pasar los días. 125Orden es de tu padre que te pongasmañana, cuando salgas a la plaza,al triste, temeroso, amargo trance,este manto que ves, de dos colores.Ha ordenado también que te acompañen 130la mitad de su guarda con insigniasde dolor y tristeza, y que asimismovaya la otra mitad de gala y fiesta.Al lado izquierdo has de llevar, señora,al verdugo, blandiendo el terso acero, 135instrumento mortal que te amenacea muerte irreparable si, por dicha,venciere Dagoberto en tu deshonra.De verde lauro una corona hermosaal diestro lado ha de llevar un niño, 140para que del suceso que resulte,alegre o triste, o ya el cuchillo corrapor tu bella garganta, o ya tus sienesdel vitorioso lauro veas ceñidas.Esto vengo a decirte, y no otra cosa. 145¿No me respondes? Pues a fe que sabesla voluntad que tengo de servirte,y que, como el soltarte no me pidas,porque, en fin, soy leal al señor mío,que no habrá cosa que por ti no haga, 150y así, una pura voluntad te ofrezco.¿Qué me respondes?
PORCIAQue te lo agradezco.
(Éntrase PORCIA.)
CARCELERO ¡Estraño silencio es éste!¡Mucho me da que pensar!¡Mas téngola de ayudar, 155aunque la vida me cueste!
(Entran ANASTASIO y CORNELIO.)
CORNELIO De un mozo no conocidofiarte así, ¿quién tal vio?
ANASTASIO¿Pues qué he de hacer?
CORNELIO¿Qué sé yo?
ANASTASIO¿Hase de ir así vestido? 160
CORNELIO Con todo, digo que fueerror conocido y claro.
ANASTASIOA lo hecho no hay reparo.Mas, ¿no es éste?
CORNELIO¿Yo qué sé?
(Sale ROSAMIRA con el embozo.)
ANASTASIO Él es. Vengas en buen hora, 165Rutilio, mi buen amigo.
CORNELIOTal estás, que afirmo y digoque eres pura labradora.
ANASTASIO No porque estemos los dos,vayas el caso encubriendo. 170
ROSAMIRAHermanos, yo no os entiendo;dejadme, y andad con Dios, que no soy la que pensáis.
ANASTASIONo es de Rutilio la habla.¡Mal mi negocio se entabla! 175¿Pues quién sois? ¿Adónde vais? O ¿quién os dio este vestido?Porque le conozco yo.
ROSAMIRAMi dinero me le dio.
ANASTASIOY el vendedor, ¿quién ha sido? 180 Porque hasta que lo digáis,no habéis de pasar de aquí.
ROSAMIRA¡Desventurada de mí;mal término es el que usáis! No me quitéis el embozo, 185porque a fe que os cueste caro.
ANASTASIO¡En amenazas reparo!Venga el vestido, o el mozo. ¿Qué dije? Muy mal hablé:este vestido os demando. 190
(Sale DAGOBERTO y un criado suyo.)
DAGOBERTOAlza los ojos, mirandosi la ves.
ROSAMIRAYa me escapé; porque aquéste es Dagoberto,a quien yo vengo a buscar.
ANASTASIOPues qué, ¿piénsaste escapar? 195
ROSAMIRATenga; si no, juro, cierto...
DAGOBERTO ¿Qué pendencia es ésta, amigos?
ROSAMIRAPríncipe, hablarte quisieraa solas, si ser pudiera,o no con tantos testigos. 200 Y, para facilitallo,mira quién soy.
(Descúbrese ROSAMIRA a sólo DAGOBERTO.)
DAGOBERTO¿Qué es aquesto?Amigos, váyanse presto.
ANASTASIOEn gran confusión me hallo: que éste no es Rutilio; no, 205puesto que trae su vestido.
CORNELIOAlgún mal le ha sucedido.
ANASTASIO¿Mal ha de ser?
CORNELIONo sé yo.
ANASTASIO Yo he de hablar a Rosamira,y della lo he de saber. 210
CORNELIOA mucho te quiés poner.
DAGOBERTOSeñora, el verte me admira. ¿Cómo vienes deste modo?¿Quién te puso en este traje?
ROSAMIRAEl tiempo, que es corto, ataje 215el darte cuenta de todo. Sólo vengo a que me llevesluego a Utrino.
DAGOBERTO¿Cómo así?
ROSAMIRAY lo ordenado hasta aquí,ni lo intentes, ni lo pruebes. 220 No quiero en un cadahalsoverme puesta, hecha terrerodel vulgo bajo y grosero,ni a ti juzgado por falso.
DAGOBERTO ¿Tienes más que me decir? 225
ROSAMIRANo.
DAGOBERTO¿Ni veniste a otra cosa?
ROSAMIRANo.
DAGOBERTOMi aldeana hermosa,mal me sabéis persuadir. Vamos; que yo daré medioa lo que más nos importe. 230
ROSAMIRAYo no sé otro mejor corte.
DAGOBERTOMil tiene nuestro remedio.
(Éntrase ROSAMIRA, DAGOBERTO y su criado.)
(Salen el CARCELERO, MANFREDO y JULIA.)
CARCELERO Señor, yo os pondré con ella;y, pues venís por su bien,a los dos nos está bien: 235a mí, mostralla; a vos, vella. Si la prisión os he abierto,es que me da el corazónque tiene poca razónel príncipe Dagoberto. 240 Esperad aquí un poquito;entraré a llamalla yo.
MANFREDOCamilo, vete.
CARCELERONo, no;estése aquí el pajecito: que mejor es que haya gente, 245por carecer de sospechas.
(Éntrase el CARCELERO.)
JULIA¡Ay triste, con cuántas flechasme hiere Amor inclemente!
MANFREDO ¿Qué dices, Camilo?
JULIADigoque es Julia muy desdichada. 250
MANFREDONo anduvo en irse acertada.
JULIAFue huyendo de su enemigo.
MANFREDO Ésta es la duquesa; calla.
JULIA¡Qué cubierto el rostro tiene!
CARCELERODigo, señora, que viene 255a hacer por vos batalla;
(Sale PORCIA y el CARCELERO.)
y es de gentil contenenciay de persona despierta.Yo me quiero ir a la puerta,por si viene su excelencia. 260
(Vase el CARCELERO.)
MANFREDO Aunque de quien sois se infierey nace seguridadque no os toca la maldadque os ahíja el que no os quiere, será bien que vuestra lengua 265descubra lo que hay en esto,porque su silencio ha puestoa vuestro crédito en mengua. Quien lleva en el desafíoa la razón de su parte, 270de hombre tierno, se hace un Marte;de flaco y torpe, con brío. Si estáis sin culpa, no os peneque Dagoberto sea tal,que el mundo no le dé igual 275en cuantos valientes tiene; porque sabed, Rosamira,que los filos de verdadcortan con facilidadlas armas de la mentira. 280 Y si acaso estáis culpada,y de amor la culpa fue,asimismo probarécon el contrario mi espada: que en fe de que él no hizo bien 285en descubrir lo secreto,de mi vitoria os prometoque os den más de un parabién. Y soy persona que puedoprometer esto y aun más. 290¿Para qué en silencio estás?Habla: desecha ya el miedo.
PORCIA Esta noche, y no durmiendo,porque entre el sueño y mis cuitasnunca el reposo hizo treguas, 295ni de veras ni de burlas,digo que, estando despierta,desvelada en mis angustias,se me ofreció ante mis ojosde ti mesmo una figura. 300Las razones que aquí has dichodijo aquel tú, y otras muchas,que todas se encaminabana desear mi ventura.Dijo que le asegurase 305de mi inocencia o mi culpa,aunque, de cualquier manera,se ofrecía a darme ayuda.Yo, sepultada en silencioy con el miedo confusa, 310hice lengua de los ojos,por tener la lengua muda;con ellos le di a entenderser traidor el que me acusa,y que mi silencio nace 315de considerada astucia.Ya la visión se volvía,cuando vi, sin poner duda,entre el sí y el no una sombra;¿qué digo sombra?, a la luna 320vi y al sol en dos mejillasde una doncella importunaque, arrodillada a tu imagen,tales razones pronuncia:«Yo soy -dijo-, señor mío, 325la desventurada Julia,que, cual Clicia, voy siguiendoesa luz del sol y tuya.Soy quien te ha entregado el almacon la fe más tierna y pura 330que vio Amor en cuantos pechosha rendido a su ley justa.Tú ofreces favor a quienni te quiere ni te escucha,y niegas de dar oídos 335a quien te sigue aunque huyas.Promete, acorre, defiende,ofrece, trabaja y suda:que amor tiene decretadoque al fin fin yo he de ser tuya». 340A estas sentidas razonesacompañaba una lluviade vivas líquidas perlas,correos de su tristura.Tu imagen se le humilló, 345y aun le dijo: «Estad segura,señora, que he de ser vuestro,a pesar de la fortuna».Si esto es así, ¿qué me ofreces?¿Para qué siempre procuras 350otro bien, si te da el cieloel mayor, dándote a Julia?Mas, ¿con quién hablo, cuitada?La misma visión, sin duda,es aquesta que vi anoche, 355o en muy poquito se muda.Del varón, ésta es la imagen;la de aquéste, la de Julia.¡Oh visiones amorosas,dejadme en mi desventura, 360idos a buscar verdades,y no os curéis de mis burlas;haced cierto lo que amoros da a entender por figuras!¿No os vais? Por Dios que dé gritos: 365que mis ojos no acostumbrana ver visiones, aunque éstasmás alegran que atribulan.¿No os vais? A fe que dé voces.¿No hay ninguno que me acuda? 370
MANFREDOYa nos vamos; calla un poco.¡Ella está loca, sin duda!
JULIAAntes parece profeta.¿Quién le ha dicho lo de Julia?
MANFREDO¡Calla, que su guarda vuelve! 375¡El alma llevo confusa!
(Vanse MANFREDO y JULIA, y entra el CARCELERO.)
CARCELERO Otro Cipión está abajo,que, si aqueste no os contenta,por sacaros desta afrenta,se pondrá en cualquier trabajo. 380 Vestido trae de villano;pero a fe que es caballero:que el lenguaje no es groseroy el brío es de cortesano. Dice que os quiere hablar, 385y yo estoy puesto en que os hable.Hablad más, mostraos afable,que os mata tanto callar.
(Vuelve a salir el CARCELERO.)
PORCIA Si fuese Anastasio... ¡Ay cielos!¿Qué he de hacer si acaso es él? 390¿He de estar muda con él,o hele de decir mis duelos? ¡En gran confusión me veo!Ingenio, cielos, ayuda:que no es posible estar muda 395con tan parlero deseo.
(Entra ANASTASIO y CORNELIO, su criado, y el CARCELERO.)
CARCELERO Despachad con brevedad,no os suceda algún desmán,que estos negocios estánde muy mala calidad. 400 Que el silencio desta damatiene a Novara suspensa,y no imagino en qué piensala que no piensa en su fama. Yo estaré con ojo alerta 405por algún pequeño espacio,mirando si de palacioalguno llega a esta puerta.
(Éntrase el CARCELERO.)
PORCIA ¿Sois vos Anastasio?
ANASTASIOSí.
PORCIA¿El que envió este papel? 410
ANASTASIOSeñora, yo soy aquelque ha mucho que el alma os di; soy quien por vuestra desgraciaa más desventuras vinoque las que vio en su camino 415el gran músico de Tracia; soy aquel que alegre piensa,fiado en vuestro valor,poner la vida y honory el alma en vuestra defensa. 420
PORCIA ¿No leístes la respuestaque os llevó la labradora?
ANASTASIONo la he visto más, señora,y harto el buscarla me cuesta.
PORCIA Quizá, como forastera, 425debió de errar la posada.¡Pues a fe que es avisada,y que os fue buena tercera! En efeto, correspondíacon justos comedimientos, 430que vuestros ofrecimientoscon el alma agradecía, y que de mi honestidad,que ahora la infamia lleva,hiciésedes vos la prueba 435que os mostrase la verdad. Jurábaos que Dagobertojamás en dicho o en hechopudo ver cosa en mi pechoque apruebe su desconcierto. 440 En vuestros brazos valientesme resignaba, y poníaen ellos la suerte mía,segura de inconvenientes. Ofrecía, finalmente, 445de tomaros por esposo:señal de que es mentirosoDagoberto, y yo inocente.
ANASTASIO ¡Oh dulce fin de mis malesy principio de mis bienes, 450cielo que en la tierra tienesglorias que son sin iguales! Vesme rendido a tus pies;dispón a tu voluntadcon toda seguridad 455de cuanto valgo.
PORCIA¿No ves que soy tuya y que a ti tocadisponer de mí a tu gusto?
ANASTASIO¡Alma, ahora sí que es justoque os vuelva este gusto loca! 460
CORNELIO Déjate desas sandeces;haz, señor, lo que has de hacer:que no es tiempo de expenderel tiempo así todas veces. Recíbela por esposa; 465acaba, y vamos de aquí.
ANASTASIOSeñora, ¿queréislo ansí?
PORCIASí, y me tengo por dichosa.
ANASTASIO Pues dadme esa hermosa mano,y tomad mi fe y la mía. 470
(Danse las manos.)
PORCIAVeisla ahí; que una porfía,cualquier risco vuelve en llano.
ANASTASIO Ya, pues, que hasta vuestro cielolevantaste mi caída,sed, mi señora, servida 475de alzar dél el negro velo, para que las luces bellasvea cúyos rayos fueronlos que han hecho y deshicieronlas nubes de mis querellas, 480 y para que, con su llamaalentado el corazón,de la esperada quistiónse prometa triunfo y fama.
PORCIA No verán ojos mortales, 485destos que vos amáis tanto,levantado el negro manto,ni más alegres señales, hasta que mi fama obscura,a pesar de Dagoberto, 490vuelva por vos a buen puertolimpia, alegre, clara y pura. Y perdonadme, señor,negaros la primer cosaque pedís a vuestra esposa. 495Echad la culpa a mi amor.
ANASTASIO Dadme un abrazo siquiera.
PORCIAEso, de muy buena gana.
CORNELIOVamos, y espere mañanavuestro invierno primavera. 500
(Vanse ANASTASIO y CORNELIO.)
PORCIA Hasta ahora, en popa el vientolleva mi barca amorosa.¡Oh Fortuna poderosa,condúcela a salvamento!
(Éntrase PORCIA.)
(Sale JULIA con una rica rodela y una espada, todo en la mano; sale también MANFREDO.)
JULIA En fin, ¿las armas son éstas 505que señaló Dagoberto?
MANFREDOSí, amigo.
JULIAÉl está en lo cierto;que son livianas y prestas, y él tiene fama de diestroy de ligero además. 510
(Toma MANFREDO la espada y la rodela.)
MANFREDOMuestra, Camilo, y veráscómo soy dellas maestro.
JULIA Pues ¿con quién te has de probar?
MANFREDOLlama al huésped.
JULIAVesle aquí.
GÜÉSPED¡Ah, Camilo, pesia mí! 515Venid, que os ando a buscar más ha de un hora.
JULIAPues bien,¿qué hay de nuevo?
GÜÉSPEDQue os esperavuestra mujer allí fuera.
JULIA¿Mujer a mí?
GÜÉSPEDY aun de bien, 520 según su traje.
JULIAImaginoque es Julia.
MANFREDOSi Julia es,hazla entrar.
JULIA¿Qué harás despuésde entrada?
MANFREDOYo determino de hablarla y ver qué es su intento. 525
JULIA¿Y enviarásla do dijiste?
MANFREDONo, por Dios.
JULIANo; que la tristeno puede más, según siento. ¡Oh, a qué buen tiempo llegaste!Güésped, yo os lo serviré. 530¿Y el vestido que ordené?
GÜÉSPEDEstá donde lo ordenaste.
(Éntrase JULIA a vestirse de mujer lo más breve que se pueda.)
MANFREDO Si otra rodela tenéis,id por ella, y volved luego.
GÜÉSPED¿Queréis probar en el juego 535lo que en las veras haréis?
MANFREDO Sí, amigo.
GÜÉSPEDYo vuelvo prestocon una que es de provecho.
(Éntrase el HUÉSPED.)
MANFREDOEl corazón en el pechome da saltos. ¿Qué es aquesto? 540 Mas, si anuncia que es verdadlo que Rosamira dijo,por vanas cuentas me rijo.¿No tengo yo voluntad? ¿Cómo? ¿Sentidos no tengo? 545¿No tengo libre albedrío?¿Pues qué miedo es éste mío?¡Mal con mi esfuerzo me avengo! ¿Con qué, para que me venza,Julia me ha obligado a mí? 550Pues no es señal verla aquíde amor, mas de desvergüenza. ¿A dicha, solicitéla?¿Dónde vee ricos despojos?¿Viéronla jamás mis ojos, 555o, por ventura, habléla? No, por cierto. ¿Pues qué cargome puede Julia hacer?¿Que me quiere y es mujer?No me faltará descargo. 560
(Vuelve a entrar el GÜÉSPED con una rodela.)
GÜÉSPED Vesla aquí.
MANFREDOToma tu espada,y vente hacia mí con ella.Muy mejor fuera no vella.
GÜÉSPED¿Qué dices?
MANFREDONo digo nada.
GÜÉSPED ¿Hela de desenvainar? 565
MANFREDOPoco importa; desenvaina.
GÜÉSPEDMás seguro es con la vaina.
MANFREDO¡Mucho me das que pensar, Julia!
GÜÉSPEDMas yo desenvaino.¿Estoy bien puesto? ¿No entiendes, 570señor? ¿De qué te suspendes?Si no te ensayas, envaino.
MANFREDO No vella fuera mejor,digo otra vez y otras ciento.Vente a mí.
GÜÉSPED¡Dios ponga tiento 575en sus manos!
MANFREDO¡Las de amor son las que me desatientan!
GÜÉSPED¿Qué es lo que entre dientes hablas?
MANFREDO¡Mal tus negocios entablas,amor, cuando al fin afrentan! 580 Ponte en aquesta postura,la rodela junto al pecho,y parte con pie derecho.¡Estraña desenvoltura ha sido la desta loca! 585
GÜÉSPED¿Qué es lo que dices, señor?
MANFREDO¡A qué locura, oh Amor,tu locura me provoca! No hay piloto tan famosoque en tus mares no se ahogue; 590hieres, amor, como azoguepenetrante y bullicioso.
GÜÉSPED Cordura será dejarte,mejor sazón aguardando:que estás del Amor tratando, 595cuando has de tratar de Marte.
MANFREDO Mas quizá no será ella.
GÜÉSPEDEl temor le desatienta.
MANFREDOSi él aquesta treta tienta,bien sé yo la contra della. 600 ¡Válate Dios, la mujer,cuál me tienes sin porqué!
(Entra TÁCITO.)
TÁCITOSeñor güésped, oígame,que una merced me ha de hacer, y es que me preste su haca 605para ver el desafíomañana.
GÜÉSPEDA la fe, hijo mío,ya no puede andar de flaca.
TÁCITO No importa: que poco pesoy no he de estar mucho en ella. 610
GÜÉSPEDSobre su espinazo estásubido un palmo de hueso.
TÁCITO Haréle la silla atráso adelante, si es que importa.
GÜÉSPED¿No sabéis que es pasicorta, 615y que es rijosa además?
TÁCITO Yo le tiraré del frenoy me pondré desviadode otras bestias.
GÜÉSPEDHale dadotorozón de comer feno. 620
TÁCITO Tendréla yo sin comerdos días y sanará.
GÜÉSPEDPara comer, sana está;pero no para correr.
TÁCITO ¿Yo corrella? ¡Ni por lumbre! 625
GÜÉSPEDDigo que está ciega y manca.
TÁCITOEso no importa una blanca.¿No sabe ya mi costumbre? Que correré sobre un palo,sin pies y manos, si quiero. 630
MANFREDO¡Qué gracioso chocarrero!
GÜÉSPEDNo es el jinete muy malo, que no acaba de entenderque no la quiero prestar.
TÁCITO¡Acabara yo de hablar! 635
MANFREDOY vos de importuno ser.
TÁCITO Pues présteme seis realespara alquilar un rocín.
GÜÉSPED¿Yo prestar? ¡Ni aun un cuatrín!
TÁCITO¿Tanto era, pesia mis males? 640 ¿Pedíalo algún chocanteo algún mozuelo ordinario,sino un mero bacalario,diestro músico estudiante?
MANFREDO Veislos aquí. Andad con Dios, 645que vuestro donaire fuerzaa que os den más.
TÁCITOY esme fuerza,señor, llevar otros dos para alquilar un pretalde cascabeles.
MANFREDOTomad. 650
TÁCITOVuestra liberalidades de persona real. ¡Oh, si al pretal se añadieranun par de espuelas!
MANFREDOCompraldas.
GÜÉSPEDPedí un puño de esmeraldas. 655
TÁCITO¿Qué mucho que las pidieran? Tan aína este señorlas tuviera aquí a la mano.
GÜÉSPEDIdos en buen hora, hermano.
TÁCITOProspere el cielo tu honor, 660 y a tu haca dé salud,y a mí gracia de corrella.
GÜÉSPED¡No echaréis la pierna en ella,por vida de Cafalud!,
(Vase TÁCITO.)
que éste es mi nombre.
MANFREDOCamina, 665que me importa quedar solo.
GÜÉSPEDEncubierta trae este Apolosu angélica faz divina.
(Vase el GÜÉSPED y entra JULIA muy bien adrezada de mujer, cubierta con su manto hasta los ojos, y pónese de rodillas ante MANFREDO.)
JULIA Si no halla en tu valordisculpa mi atrevimiento, 670en las disculpas no sientoque la puede haber mejor;y si no tiempla el rigor de tu indignación mi pena,acabaré esta jornada 675culpada y desesperada,como mi suerte lo ordena.
MANFREDO Levanta, señora mía,que esta tu tamaña culpael deseo la disculpa 680que en tus entrañas se cría:que de Amor la tiranía a peores cosas fuerza,y sé yo por experienciaque no hay hacer resistencia 685a los golpes de su fuerza. Pues ya Amor me ha descubiertotus pasos, tu intento y celo,descúbreme tú ese cieloque traes con nubes cubierto; 690y si lo ignoras, te advierto que son seguras verdadeslas que la experiencia apura:que es parte la hermosurapara mudar voluntades. 695
JULIA Harélo, como es razón;mas, ¡ay de mí!, que barruntoque ha de llegar en un puntomi muerte y tu admiración.No te espante esta visión 700 ni este nunca visto estilo;que el amor que en mí se esmera,de Julia la verdaderahizo un fingido Camilo.
MANFREDO Gran desenvoltura es ésta, 705Camilo, y pensando voypor qué te burlas si estoymás de luto que de fiesta;y es cosa muy descompuesta burla de tal proceder 710en tiempo turbado y triste;y el que de mujer se viste,mucho tiene de mujer.
JULIA Julia soy la desdichada,y, entre mi pena crecida, 715más siento el no ser creída,que siento el ser mal pagada.Como no repara en nada aquel que llaman Amor,quiere que sus hechos cante 720Julia vuelta en estudiante,que primero fue pastor. Soy la que vio Rosamiraen visión ante tus pies;soy, señor, la que no es 725en los ojos de tu ira;soy la que de sí se admira, viendo las muchas mudanzasque Amor en sus trajes pone,y que en ninguno dispone, 730el fin de sus esperanzas.
MANFREDO Yo te creo, pues tus ojosno pudieran fingir tantoque mostraran con su llantoentregarme tus despojos. 735Pon ya tregua a tus enojos, Julia hermosa, y ven conmigo:que quizá en estos rodeosdescubrirán tus deseosque no es Amor tu enemigo. 740 Servirásme de padrinoen la batalla que espero:que por gentileza quieroponerme en este camino;y si el cielo y el destino 745 ordenan que yo sea tuyo,no por salir a este trancese ha de borrar este lance,y más si yo no le huyo. No te arrodilles; levanta, 750que eres mi igual, y aun mejor.
(Éntrase MANFREDO.)
JULIADe hoy más diré que es, Amor,tu rigor blandura santa;ya a mi pena se adelanta mi gozo; ya me contemplo, 755libre del mar de mis penas,colgar, ¡oh Amor!, las cadenas,en los muros de tu templo.
(Éntrase JULIA.)
(Suenan trompetas tristes: sale el DUQUE DE NOVARA con su acompañamiento y dos jueces; siéntase en su trono, que ha de estar cubierto de luto, y dice:)
DUQUE Traigan a Rosamira de aquel modoque yo tengo ordenado.
UNOYa ella viene, 760según lo dice el triste son que suena.
(Sale PORCIA cubierta con el manto que le dio el CARCELERO, acompañada de la mesma manera que dijo, con la mitad del acompañamiento enlutado y la otra mitad de fiesta; el VERDUGO al lado izquierdo, desenvainado el cuchillo, y al siniestro, el niño con la corona de laurel; los atambores delante sonando triste y ronco, la mitad de la caja de verde y la otra mitad de negro, que será un estraño espectáculo. Siéntase PORCIA, cubierta, en un asiento alto que ha de estar a un lado del teatro, desviado del de su padre; entran asimismo DAGOBERTO y ROSAMIRA, como peregrinos embozados, y TÁCITO.)
DUQUE¿Cómo no viene Dagoberto? ¿Esperaque se le pase el día, pues ya es hora?
JUEZSin duda, debe ser éste que viene:que el actor es costumbre se presente 765antes que el reo en la estacada.
DUQUEEs claro.
(Entra ANASTASIO, y CORNELIO por padrino, y ANASTASIO viene cubierto el rostro con un tafetán; viene con sus atambores; serán los mismos que trujeron a PORCIA.)
¿No es éste Dagoberto?
ANASTASIONi aun quisieraserlo por la mitad de todo el mundo.
DUQUE¿Pues quién sois?
ANASTASIOSu enemigo, sólo en cuantolo es de la duquesa Rosamira, 770cuya defensa tomo yo a mi cargo.
DUQUEYo os lo agradezco.
JUEZDagoberto tarda.
DUQUECajas oigo sonar; él es, sin duda.
(Entra MANFREDO con un tafetán por el rostro; trae a JULIA por padrino, que asimesmo viene embozada.)
JUEZTampoco es éste Dagoberto.
DUQUEEl talleno nos dice que es él.
JUEZSin duda, pienso 775que ha de tener de sobra defensoresla duquesa.
DUQUESepamos quién es éste.
JUEZ¿Quién sois o a qué venís, buen caballero?
MANFREDOEl saber quién yo sea importa poco;saber a lo que vengo, sí que importa: 780a defender a la duquesa vengo.
DAGOBERTO¿Quién serán estos dos?
ROSAMIRANo los conozconi sé quién puedan ser.
ANASTASIOA mí me tocapor derecho y razón esa defensa,pues fui el primero que llegué a este punto. 785
TÁCITORazón tiene el primero, o yo sé pocodesto de desafíos y estacadas.
JUEZA la duquesa toca el declararsecuál quiere de los dos que la defienda.
DUQUEEso es razón.
ANASTASIOY yo por tal la tengo. 790
MANFREDOY yo también: que no me queda cosapor saber de las leyes de la guerra.
DUQUEPregúntenselo, pues, y vean qué dicemi hija. ¡Oh nombre dulce, cuando el cieloquiso que sin escrúpulo llegase 795a mis oídos!
JUEZId vos, y sabeldo.
UNOEl duque, mi señor, dice, señora,que estos caballeros han venidoa ser tus defensores, y que escojascuál quieres de los dos que te defienda. 800
PORCIAEn Dios y en el primero depositomi agravio, mi inocencia y esperanza.
DAGOBERTO¿Labradora es ésta? Mejor me ayudeel cielo que la crea. Ya se tardami criado.
ROSAMIRAConfusa estoy, amigo. 805No sé en qué ha de parar tan grande enredo.
JUEZBien se oyó lo que dijo; a vos os toca,señor, su defensa.
MANFREDOTener pacienciaes lo que más importa en este caso;basta que se ha mostrado al descubierto 810mi voluntad.
DUQUEEl cielo así os lo paguecomo yo os lo agradezco.
JUEZNo hay disculpaque pueda disculpar ya la tardanzade Dagoberto.
DUQUE¡Mas, que nunca venga!
TÁCITOCiégale, San Antón; quémale un brazo; 815destróncale un tobillo; nunca aciertea venir a este sitio; salga en palmasnuestra buena duquesa, que es un ángel,una paloma duenda, una cordera,que no tiene más hiel que cuatro toros. 820
(Entra un CORREO con una carta.)
CORREOEs de tanta importancia este despachoque traigo, ¡oh buen señor!, que me es forzosodártele aquí; que así me lo mandaron,porque es de Dagoberto, y que te importa.
DUQUE¿De Dagoberto? Muestra cómo es esto. 825¿Cómo toma la pluma por la espada?¿Tiempo es éste de cartas?
CORREONo sé nada:ello dirá.
JUEZVuestra excelencia vealo que la carta dice.
DUQUEAsí lo hago.
DAGOBERTOParece que se turba el duque.
ROSAMIRA¡Ay triste! 830¡Cuánto mejor nos fuera habernos idoy esperar desde lejos el sucesodeste tan grande enredo y desventura!¡Temblando estoy!
TÁCITO¿Carticas a tal tiempo?Apostaré que no llega esta danza 835a hacer con las cindojas el tretoque.
DUQUE¿Hay cosa igual? Leed aquesa cartaen alta voz, que es bien que la oigan todos.
(Después de haber leído el DUQUE la carta, se la da al JUEZ, que la lee en alta voz.)
JUEZ (Carta.) La presta resolución que tomaste de entregar a Manfredo por esposa a tu hija Rosamira me forzó a usar de la industria de acusalla, por evitar por entonces el peligro de perdella. La mejor señal que te podré dar de que es buena es el haberla yo escogido por mi legítima mujer. Considera, señor, antes que del todo me culpes, que soy tan bueno como Manfredo, y que tu hija escogió lo que quizá tú no le dieras casándola contra su voluntad. Si con ella usares término de piadoso padre, usaré yo contigo el de obediente hijo; aunque, de cualquier manera que me trates lo habré de ser hasta la muerte.
Tu hijo Dagoberto.
ANASTASIO ¿Hase visto maldad tan insolente?A no estar seguro deste hecho, 840¿saliera Dagoberto fácilmentecon el embuste que forjó en su pecho?
DUQUESi esto permite el cielo y lo consiente,¿qué puedo yo hacer? Ello está hecho;gócela en paz.
ANASTASIOAqueso es sin justicia 845y contra todo estilo de milicia. Según tu bando, mía es Rosamira:porque tú prometiste de entregallapor legítima esposa al que la mirapusiese en defendella y libertalla. 850Lo que el de Utrino dice es gran mentira,y podrá la experiencia averigualla;luego en este momento yo he vencido,pues mi contrario al puesto no ha venido, y la escusa que da no es de importancia, 855porque es todo al revés de lo que cuenta.
MANFREDOVenciste; pero mía es tu ganancia,si aquí al buen proceder se tiene cuenta.Si de otro es Rosamira, es ignoranciapensar que ha de ser tuya.
ANASTASIO¡No consienta 860el Cielo que mi esposa de otro sea!
MANFREDOEsta verdad haré que aquí se vea.
ANASTASIO ¿En qué la fundas?
MANFREDOEn que soy Manfredo,de Rosamira, por concierto, esposo.Que la has librado tú, yo lo concedo, 865no más de porque yo fui perezoso.Por cuatro pasos, bien decirlo puedo,que llevaste a los míos, fin dichosohas alcanzado en la dudosa empresa;mas no por esto es tuya la duquesa: 870 que la razón que así te da el derecho,por primer defensor que llegó al puesto,la turba, según siento, estar ya hechoconmigo el casamiento antes de aquesto.
PORCIA¡Saltando el corazón me está en el pecho! 875
JULIA¡Válame Dios! ¿En qué ha de parar esto?
ROSAMIRA¿Adónde vas?
DAGOBERTOSosiégate.
ROSAMIRARecelo...
DUQUE¿Ha visto caso semejante el suelo?
ANASTASIO Quedaos, amor, un poco aquí arrimado;venid en su lugar, honra, conmigo. 880Oye, Manfredo, güésped mal mirado,ladrón de paz y engañador amigo:¿dó están las ricas prendas que has robado?¿Por qué tan sin porqué, como enemigo,usando en la amistad tan mal decoro, 885a mi padre robaste su tesoro?
MANFREDO ¿Quién eres?
ANASTASIOAnastasio, el herederode Dorlán, y de Julia único hermano,de Porcia primo, por las cuales quieroprobar que eres ladrón torpe y villano. 890
MANFREDOSi como eres valiente caballerofueras más atentado, claro y llano,vieras que esas razones afrentosasse fundan en quimeras fabulosas. Yo no robé a tu hermana ni a tu prima; 895mas de alguna sabrás, como tú hagasque a la quistión primera se dé cima,con que tu gusto al mío satisfagas.
DAGOBERTOLa honra de mi hermana me lastima.
ROSAMIRA¿Dónde vas, Dagoberto? No deshagas 900el buen principio que la suerte muestrade dar buen fin a la desdicha nuestra.
DAGOBERTO Sabe que soy Dagoberto,Manfredo, y sabe que soyaquel que agraviado estoy 905de tu infame desconcierto. ¡Dame a mi hermana, traidor,de fe falsa y alevosa!
MANFREDORestituye tú a mi esposaantes el robado honor. 910 No te desmiento, porquede aquí a bien poco verásen el engaño en que estásy la bondad de mi fe.
ANASTASIO Primo -mas quédese aparte 915el parentesco hasta versi del justo procederos dio el cielo alguna parte-, ¿vos decís que es vuestra esposaRosamira?
DAGOBERTOY es verdad. 920
ANASTASIO¿Tenéis otra claridaddeste hecho no dudosa, como es el decirlo vos?
DAGOBERTO¿Bastará que yo lo diga?
ANASTASIO¿Quién duda?
DAGOBERTOPues no se diga 925más contienda entre los dos ni entre los tres, que yo haréque ella lo declare al punto.
DUQUEEl bien me ha venido juntocuando menos lo pensé. 930 Escoja mi hija, y hagasu gusto: que todos tresson iguales.
JUEZAsí es.
MANFREDOBien cierta tengo la paga, pues tan de su voluntad 935se entregaba por mi esposa.
ANASTASIONo está mi suerte dudosa,si es que es firme la verdad.
DAGOBERTO ¡Qué engañados quedaránlos dos en este suceso! 940
JULIACerrado está ya el proceso;mirad qué sentencia os dan, corazón. ¡Ay de mí, triste,que el miedo crece, y desmenguala esperanza! Callad, lengua, 945que mal tal, mal se resiste.
PORCIA Aparte.
¿Si es tiempo de descubrirla verdad de mi mentira?
MANFREDOSeñor, manda a Rosamiradiga a quién quiere admitir. 950
DUQUE Dígalo en buen hora.
PORCIADigoque es Anastasio mi esposo.
JULIA¡Alentad, pecho amoroso!
ROSAMIRALo que tú dices desdigo: que Dagoberto es mi bien. 955
ANASTASIOY vos, señora, mi gloria.
MANFREDOTragedia ha sido mi historia.
JULIAAún quedan glorias que os den. ¿Tuya no soy, pena vuestra?
(Tome la mano ROSAMIRA a DAGOBERTO y ANASTASIO a PORCIA, y a este instante se declaren entrambas.)
TÁCITO¿De qué Anastasio se admira? 960
JULIAAquélla no es Rosamira.
ANASTASIO¡Ay suerte airada y siniestra! ¿Quién eres?
PORCIASoy la que quisoel Cielo, en todo piadoso,sacarla de un riguroso 965infierno a tu paraíso; soy la que, en traje mudado,trayendo amor en el pecho,procurando tu provechohe mi gusto procurado; 970 soy aquélla a quien tú distede esposa la fe y la mano;soy quien tiene amor ufanopor ver que no se resiste; soy de Dagoberto hermana 975y soy tu prima, y soy quien,cuando me falte tu bien,no soy más que sombra vana.
ANASTASIO ¿Dónde está Julia?
PORCIASeñor,yo sé que la verás presto. 980
JULIA¿Podré esperar, según esto,blandura de tu rigor? Mira con qué mansedumbreAnastasio a Porcia mira;mira que es de Rosamira 985ya Dagoberto su lumbre; mira que yo sola quedoen los brazos de la muerte,si tu clemencia no advierteque soy Julia y tú Manfredo. 990
MANFREDO Levanta, pues que ya el Cielotus deseos asegura,gracias a tu hermosuray a mi siempre honrado celo. Anastasio, mira agora 995con gusto y admiraciónque yo nunca fui ladrónni de condición traidora. Aquésta es Julia, tu hermana,y ésa, tu prima, cual dice, 1000con las cuales nunca hicetraición ni fuerza villana. Ellas te dirán despuésdel modo que aquí vinieron;basta que el fin consiguieron, 1005y es gusto de su interés. Tu industria y el cielo han hechoque les seamos esposos;ellos son lances forzosos;no hay sino hacerles buen pecho. 1010 Quien se pudiera quejarde Rosamira era yo;mas si el Cielo esto ordenó...
ANASTASIOQue paciencia y barajar.
DAGOBERTO ¡Oh hermana mía!
PORCIA¡Oh mi hermano! 1015
DAGOBERTO¡Buenos pasos son aquéstos!
PORCIANunca pasos descompuestosganaron lo que yo gano.
ANASTASIO Más es tiempo de aliviallasaquéste, que de reñillas. 1020
DUQUEAquéstas son maravillasdignas solas de admirallas.
ANASTASIO En fin, mi hermana es tu esposa.
MANFREDOAsí es.
ANASTASIOY Porcia es mía,si no lo impide y desvía 1025ser mi prima.
DUQUEFácil cosa es haber dispensaciónen caso tan importante.
TÁCITOHoy del campo de Agramantehe visto la confusión, 1030 y la paz de Otavïanohe visto en espacio breve.¡No hay camino que amor pruebe,difícil, que no sea llano!
DUQUE Entremos en la ciudad, 1035donde despacio sabremosdestos no vistos estremostoda la puntualidad, y allí se harán regocijosy desposorios honrosos 1040de los seis tan venturososque ya los tengo por hijos.
TÁCITO Éstas son, ¡oh Amor!, en fin,tus disparates y hazañas;y aquí acaban las marañas 1045tuyas, que no tienen fin.
FIN
Comedia famosa de La entretenida
Jornada primera
Jornada segunda
Tercera jornada
Los que hablan en ella son los siguientes:
OCAÑA, lacayo.
CRISTINA, fregona.
DON ANTONIO.
MARCELA, su hermana.
DON FRANCISCO.
CARDENIO.
TORRENTE, su criado.
MUÑOZ, escudero de Marcela.
DOROTEA.
DON AMBROSIO.
QUIÑONES, paje.
ANASTASIO.Músicos.
UN BARBERO.
UN ALGUACIL.UN CORCHETE.
DON GIL, bastardo.
CLAVIJO.Un CARRETERO.
DON PEDRO OSORIO, padre de otra Marcela.
Salen OCAÑA, lacayo, con un mandil y harnero, y CRISTINA, fregona.
OCAÑA Mi sora Cristina, denmos.
CRISTINA¿Qué hemos de dar, mi so Ocaña?
OCAÑADar en dulce, no en huraña,ni en tan amargos estremos.
CRISTINA ¿Querría el sor que anduviese 5de pa y vereda contino?
OCAÑANo hay quien ande ese caminoque algún gusto no interese.
CRISTINA Siempre la melancolíafue de la muerte parienta, 10y en la vida alegre asientael hablar de argentería. Motes, cuentos, chistes, dichos,pensamientos regalados,muy buenos para pensados, 15y mejores para dichos.
OCAÑA Sé yo, Cristina, con quiénte burlas, y no es conmigo.
CRISTINA¿Sabe, Ocaña, qué le digo?
OCAÑA¿Qué dirás que me esté bien? 20
CRISTINA Dígole que no maliciecon tan dañados intentos.
OCAÑAPues a fe que en estos cuentosando por la superficie: que, si llegase hasta el centro, 25¡oh, qué diría de cosas!
CRISTINAMuchas, pero maliciosas.
OCAÑASálenme mil al encuentro del corazón a la lengua.
CRISTINANo te pienso escuchar más. 30
OCAÑAVuelve, Cristina; ¿a dó vas?
CRISTINAEs el escucharte mengua, y enfádanme tus ruindadesy tus modos de decir.
OCAÑAEl que está para morir, 35siempre suele hablar verdades. Yo estoy muriendo, y confiesoque quieres bien a Quiñones.
CRISTINADe tus malas intencionesagora se vee el exceso; 40 agora se echa de verque eres loco y laca...
OCAÑABueno;pronuncia de lleno en lleno,aunque el «yo» no es menester; que el ser lacayo no ignoro, 45sin rodeos y sin cifras.Y mal tu venganza cifrasen no guardar el decoro que debes a ser fregonade las más lindas que vi, 50entre Quiñones y mí,ya cordera y ya leona.
CRISTINA ¿Soy, por ventura, mujerque he de avasallarme a un paje?¿O vengo yo de linaje 55de tan bajo proceder? ¿No soy yo la que en mi flor,por no querer ofendella,presumo más de doncella,que no el Cid de Campeador? 60 ¿No soy yo de los Capochesde Oviedo? ¿Hay más que mostrar?
OCAÑACon todo, te has de quedar,Cristina...
CRISTINA¿A qué?
OCAÑAA buenas noches, Eres muy solicitada 65y muy vista, y no está el toqueen que la flor no se toque,si al serlo está aparejada. Las flores en el campo estánsujetas a cualquier mano: 70a las del bajo villanoy a las del alto galán, al arado y al pie durodel labrador que le guía;pero la flor que se cría 75tras el levantado muro del recato, no la ofendeel cierzo murmurador,ni la marchita el ardordel que tocarla pretende. 80 La mujer ha de ser buena,y parecerlo, que es más.
CRISTINAGran predicador estás;mas tu dotrina condena a tus lascivos intentos. 85
OCAÑALevántasles testimonio:que al blanco del matrimonioasestan mis pensamientos.
CRISTINA A mucho te has atrevido.Muestra; aquí está la cebada. 90(Dale el harnero.)
(Éntrase CRISTINA.)
OCAÑAToma el harnero, agraviadadeste que de ti lo ha sido. ¡Oh pajes, que sois halconesdestas duendas fregoniles,de su salario alguaciles, 95de sus vivares hurones! Lleváisos la media natadeste común beneficio;dais en ella rienda al vicio,sin hallar ninguna ingrata: 100 gozáis del justo botíny de la limpia chinela,y os reís del arandelay del dorado chapín; hacéis con modos süaves 105burla que os cuesta baratade aquellas lunas de plataque van pisando las graves. ¡Qué presto Cristina vuelvecon la cebada y Quiñones! 110¡Corazón, triste te pones!¡La sangre se me revuelve en ver a estos dos tan juntos,tan domésticos y afables!
(Entra CRISTINA, con la cebada, y QUIÑONES, el paje.)
CRISTINANo le mires ni le hables. 115Si le hablares, no sea en puntos que te descubran celoso;que hará mil suertes en ti.
QUIÑONESAunque mozo, nunca fui,ni soy, ni seré medroso. 120
CRISTINA Advierte que está delante.Tome, galán, la cebada.
OCAÑA¿Bien medida?
CRISTINAY bien colmada.
OCAÑA¿Midióla mi so galante?
CRISTINA No la midió sino el diablo, 125que tu mala lengua atiza.
OCAÑAVoyme a mi caballeriza,por no ver este retablo destas dos figuras juntasque no se apartan jamás. 130
QUIÑONESEn tales malicias das,que con una mil apuntas; y que te engañas sé yo.
OCAÑAY también sé yo muy bienque a los dos estará bien 135el callar.
CRISTINAYo sé que no, porque quien calla concedecon el mal que dél se dice.
OCAÑANinguno te dije o hice.
QUIÑONESNi él decir o hacerle puede. 140
OCAÑA Por vida suya, que abajeel toldo; que, en mi conciencia,que hay muy poca diferenciaentre un lacayo y un paje. La longura de un caballo 145puede medirla a compás,yo delante, y él detrás:andallo, mi vida, andallo.
(Éntrase OCAÑA.)
CRISTINA ¡Y que tú no tengas bríopara responderle! Creo 150que he de recobrar mi empleoy volverme a lo que es mío.
QUIÑONES ¿Qué tengo de responder?¿Ciño espada? No la ciño.Y más, que es mengua si riño 155con...
CRISTINAQuiñones, a placer: que es Ocaña hombre de bien,y espadachín además.
(Entran DON ANTONIO y su hermana MARCELA.)
DON ANTONIO¡Porfiada, hermana, estás!Quiero, mas no diré a quién. 160 Tengo ausente mi alegría,sin saber adónde yace,y de aquesta ausencia nacetoda mi malencolía. Hanla escondido, y no sé 165adónde, en cielo ni en tierra;muévenme los celos guerra,y dan alcance a mi fe, no porque la menoscaben:que, celos no averiguados, 170ministran a los cuidadosmateria porque no acaben; son la leña del gran fuegoque en el alma enciende amor,viento con cuyo rigor 175se esparce o turba el sosiego.
QUIÑONES Aún no han echado de verque estamos aquí nosotros.
DON ANTONIODejadnos aquí vosotros.
CRISTINAEntra aquí el obedecer. 180
(Éntranse QUIÑONES y CRISTINA.)
MARCELA ¿Siquiera no me dirásel nombre desa tu dama?
DON ANTONIOComo te llamas, se llama.
MARCELA¿Como yo?
DON ANTONIOY aun tiene más: que se te parece mucho. 185
MARCELA Aparte.
¡Válame Dios! ¿Qué es aquesto?¿Si es amor éste de incesto?Con varias sospechas lucho. ¿Es hermosa?
DON ANTONIOComo vos,y está bien encarecido. 190
MARCELA Aparte.
El seso tiene perdidomi hermano. ¡Válgale Dios!
(Entra DON FRANCISCO, amigo de DON ANTONIO.)
DON FRANCISCO ¿Andan hinchadas las olasdel mar de tu pensamiento?
DON ANTONIOEntraos en vuestro aposento; 195dejadnos, hermana, a solas; retiraos, hermana mía.
MARCELA¡Dios tus intentos mejore!
(Éntrase MARCELA.)
DON ANTONIO¿Traéis desdichas que llore,o ya venturas que ría? 200
DON FRANCISCO Promesas que se han cumplidocon dádivas, se han probado;industrias se han intentadodel Sinón más entendido; las diligencias que he hecho 205frisan con las imposibles;linces ha habido invisibles,y espías de trecho a trecho; pero no puede mostrarsagacidad o cautela 210dónde han llevado a Marcela;cosa que es para admirar. Solamente se imaginaque una noche la sacósu padre, y se la llevó; 215pero adónde, no se atina.
DON ANTONIO ¿Si podrá la astrologíajudiciaria declarallo?
DON FRANCISCOYo no pienso interrogallo;que tengo por fruslería 220 la ciencia, no en cuanto a ciencia,sino en cuanto al usar dellael simple que se entra en ellasin estudio ni experiencia. Si acaso Marcela fuera 225alguna joya perdida,yo buscara otra salida,que buena en esto la diera. Santos hay auxiliadoresveinte, o más, o no sé cuántos; 230pero no querrán los santoscurarnos de mal de amores. A la justa peticiónsiempre favorece el Cielo.
DON ANTONIOPues, ¿no es muy justo mi celo? 235¿No está muy puesto en razón? ¿Busco yo a Marcela acasosino para ser mi esposa?¿Della pretendo otra cosa?
DON FRANCISCOO vámonos, o habla paso: 240 que no sabes quién te escucha.
DON ANTONIOVamos, amigo, y advierteque fío mi vida y muertede tu discreción, que es mucha.
(Éntranse DON ANTONIO y DON FRANCISCO.)
(Entran CARDENIO, con manteo y sotana, y tras él TORRENTE, capigorrón, comiendo un membrillo o cosa que se le parezca.)
CARDENIO Vuela mi estrecha y débil esperanza 245con flacas alas, y, aunque sube el vueloa la alta cumbre del hermoso cielo,jamás el punto que pretende alcanza. Yo vengo a ser perfecta semejanzade aquel mancebo que de Creta el suelo 250dejó, y, contrario de su padre al celo,a la región del cielo se abalanza. Caerán mis atrevidos pensamientos,del amoroso incendio derretidos,en el mar del temor turbado y frío; 255 pero no llevarán cursos violentos,del tiempo y de la muerte prevenidos,al lugar del olvido el nombre mío. ¿Comes? Buena pro te haga;la misma hambre te tome. 260
TORRENTENo puede decir que comeel que masca y no lo traga. No se me vaya a la mano,que désta, si acaso es culpa,ser me sirve de disculpa 265el membrillo toledano. Sé cierto que decir puedo,y mil veces referillo:espada, mujer, membrillo,a toda ley, de Toledo. 270 Las acciones naturalesson forzosas, y el comeruna dellas viene a ser,y de las más principales; y esto aquí de molde viene, 275y es una advertencia llana:come el rico cuando ha gana,y el pobre, cuando lo tiene.
CARDENIO Con todo, me darás gustode que en la calle no comas. 280
TORRENTESi estas niñerías tomaspor deshonra o por disgusto, yo me aturaré la bocacon cal y arena a pisón.
CARDENIOSé que tienes discreción. 285
TORRENTE¡Y golosina no poca!
CARDENIO Sabes lo que nunca supoel diablo.
TORRENTEY aun soy peor.
CARDENIO¿Vuelves a comer, traidor?
TORRENTEYa no como, sino chupo. 290
(Entra MUÑOZ, escudero de MARCELA.)
Pero ves dónde parecetu Santelmo.
CARDENIOAsí es verdad,puesto que mi tempestadnunca mengua y siempre crece. En estas benditas manos 295tengo mi remedio puesto.
MUÑOZVos veréis cómo echo el restoen daros consejos sanos. Advertid, hijo, que sonlas canas el fundamento 300y la basa a do hace asientola agudeza y discreción. En la mucha edad se muestraque asiste toda advertenciaporque tiene a la experiencia 305por consejera y maestra; y estas canas no han nacidoen aqueste rostro acaso.
CARDENIOHablad, señor Muñoz, paso,que ya os tengo conocido, 310 y sé que sabéis cortar,colgado del aire, un pelo.
MUÑOZAsí me ayude a mí el cielocomo os pienso de ayudar; porque el premio es el que aviva 315al más torpe ingenio y rudo.
CARDENIOSi es premio este pobre escudo,vuestra merced le reciba con aquella voluntadsana con que yo le ofrezco. 320
MUÑOZ¡Oh señor, que no merezcotanta liberalidad!
TORRENTE Tomóle, besóle y diolequizá perpetua clausura;del oro la color pura 325sin duda que enamoróle, porque tiene una virtudde alegrar el corazón,y la avara condiciónvive con la senetud. 330 Pero, ¿a qué pecho no domala hambre del oro?
MUÑOZEscucha,y con advertencia mucha,hijo, este consejo toma. De Marcela no hay pensar 335que es de tan tiernos aceros,que la han de ablandar terceros,ni rogar, ni porfiar, ni lágrimas, ni suspiros,ni voluntad verdadera: 340que son con ella de cerade amor los más fuertes tiros. A las olas que se atrevena embestirla por amar,se muestra roca en la mar, 345que la tocan y no mueven. Esto con Marcela pasa.
CARDENIONo me acobardes y espantes.
TORRENTE¡Oh, cuántos destos diamanteshe visto volver de masa! 350 ¡Cuántas he visto rendidasa un billete trasnochado!¡Cuántas, sin darlas, han dadode ganadas en perdidas! ¡Cuántas siguen sus antojos 355en mitad de su recato!¡Cuántas en el dulce tratotropiezan, y aun dan de ojos!
MUÑOZ Pues ni Marcela tropiezani cae.
TORRENTE¡Gran milagro!
CARDENIOCalla: 360que es estremo que se hallahoy en la naturaleza, y el señor Muñoz bien sabelo que dice.
MUÑOZYo estoy ciertoque, aún más bien del que os advierto, 365todo en mi señora cabe. Pero vengamos al puntode lo que quiero decir.
CARDENIOHasta acabarle de oír,estoy, Torrente, difunto. 370
MUÑOZ Es el caso que está en Limaun hermano de su padrede Marcela, caballerode ilustre y claro linaje.De los bienes de fortuna 375dicen que le cupo partetanta que, entre los más ricos,suelen por rico nombrarle.Tiene un hijo que se llamadon Silvestre de Almendárez, 380el cual con doña Marcela,aunque prima, ha de casarse.Cada flota le esperamos;mas, si en esta que se sabeque ha llegado a salvamento 385no viene, echado ha buen lance.Fíngete tú don Silvestre,que yo te daré bastantesrelaciones con que muestresser él mismo; y serán tales, 390que, por más que te pregunten,podrás responder con arte,que, acreditando el engaño,tus mentiras sean verdades.Aposentaránte en casa, 395haránte gasajos grandes,y tú dentro, una por una,podrás ver cómo te vales.
CARDENIOEstá bien; pero si acasoen aquesta flota traen 400cartas dese don Silvestre,y de que no viene saben,yo dentro en casa, ¿qué haré?¿Cómo podrá acreditarsetan conocida mentira 405para que pase adelante?
MUÑOZDirás que, después de escritasy dadas, quiso tu madreque te vinieses a España,aunque a hurto de tu padre; 410que ella, deseando versecon nietos en quien dilatesu nombre y posteridad,no quiso que más tardases.Y este venirte a escondidas 415podrá, señor, escusartede no venir con riquezasque el ser quien eres señalen;mas no dejes de traeralgunas piedras bezares, 420y algunas sartas de perlas,y papagayos que hablen.
CARDENIOEn eso yo daré trazasque dese aprieto me saquen,y tales, que satisfagan. 425
TORRENTETodo aquesto es disparate.
CARDENIOLa memoria sea cumplida,y los puntos importantesque en este nuevo edificiohan de ser fundamentales, 430vengan especificados,de modo que me declarenpor el mismo don Silvestre.
MUÑOZVen por ellos esta tarde.
CARDENIOVolverá este mi criado. 435
TORRENTEVolveré, si a Dios le place;que, sin su ayuda, no puedo,ni estornudar, ni mudarme.
MUÑOZSeñor, si acaso, si a dicha,si por buena suerte traes 440otro escudillo, bien puedescon liberal mano darle:que es invierno, y no hay bayeta,y no será bien que pasefrío el que al incendio tuyo 445procura refrigerarle.
CARDENIONo le traigo, en mi conciencia;pero yo haré que se os saqueun vestido de bayeta,y a mi cuenta le hará el sastre. 450
MUÑOZVenderéle, ¡vive Roque!No consentiré se ensancheMarcela con mis trofeos,que cuestan gotas de sangre.Vístame la que quisiere 455que polido la acompañe:que gastar yo mi bayetaen servicio ajeno, ¡tate!Y voyme, porque convieneque la memoria se estampe 460que fortifique este embuste.Y a Dios quedéis.
CARDENIOÉl os guarde.
MUÑOZMire que no se le olvidelo de la bayeta y sastre:que en este punto consisten 465sus gustos o sus pesares.
(Éntrase MUÑOZ.)
CARDENIO¡Gran principio a mi quimera!
TORRENTELlámala, señor, dislate;torre fundada en palillos,como casica de naipes. 470Dime: ¿dónde están las perlas?¿Dónde las piedras bezares?¿Adónde las catalnicaso los papagayos grandes?¿Dónde la prática de Indias, 475de los puertos y los maresque se toman y navegan?¿Dónde la bayeta y sastre?Si quieres que tus negociosen felice punto paren, 480lleva, y esto te aconsejo,siempre la verdad delante.Capigorrista soy tuyo,y como padezco hambre,tengo sotil el ingenio, 485y en dar consejos soy sacre.
CARDENIOYo me remito a la listade Muñoz; tú no desmayes,que en las empresas de amor,tal vez se ha visto que valen 490el ingenio y la venturamás que las riquezas grandes.
TORRENTEDeste laberinto, el cielocon las narices nos saque.
(Éntranse.)
(Entran MARCELA y DOROTEA, su doncella.)
DOROTEA Dime, señora: ¿qué muestra 495te ha dado tu hermano tal,que sea indicio y señalde alguna intención siniestra? No puedo darme a entenderque te ama viciosamente, 500aunque es caso contingente.
MARCELA¡Y cómo si puede ser! ¿Ya no se sabe que Amónamó a su hermana Tamar?¿Y no nos vienen a dar 505Mirra y su padre ocasión de temer estos incestos?
DOROTEACon todo, señora, creoque encamina su deseopor términos más compuestos, 510 y esto tengo por verdad.
MARCELAMi querida Dorotea,plega al Cielo que así sea;Él rija su voluntad. De contino trae en la boca 515mi nombre, a hurto me mira,gime a solas y suspira,las manos me besa y toca; y da por disculpa desto,que me parezco a su dama, 520que de mi nombre se llama.
DOROTEA¿Hase, a dicha, descompuesto a hacer más de lo que dices?
MARCELANo, por cierto; ni querría.
DOROTEAPues desto, señora mía, 525no es bien que te escandalices; pues podrá ser que su damase llame, señora, así,y que se parezca a ti,si de hermosa tiene fama. 530
(Entra DON ANTONIO, hermano de MARCELA.)
MARCELA Mira do viene suspenso;tanto, que no echa de verque aquí estamos. De su serque está trastrocado pienso. Escuchémosle, y advierte 535cómo de Marcela trata.
DON ANTONIOEs tu ausencia la que mata;no el desdén, aunque es tan fuerte. ¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!¡Cuán lejos debió estar de conocerte 540el que al furor de la invencible muerteigualó tu poder y tu violencia! Que, cuando con mayor rigor sentencia,¿qué puede más su limitada suerteque deshacer la liga y nudo fuerte 545que a cuerpo y alma tiene inconveniencia? Tu duro alfanje a mayor mal se estiende,pues un espíritu en dos mitades parte.¡Oh milagros de amor, que nadie entiende! Que, del lugar de do mi alma parte, 550dejando su mitad con quien la enciende,consigo traiga la más frágil parte. ¡Oh Marcela fugitivay sorda al lamento mío!¿Cómo quiere tu desvío 555que ausente muriendo viva? ¿Dónde te ascondes? ¿Qué clima,inhabitable te encierra?¿Cómo a tu paz no da guerrael dolor que me lastima? 560 ¡Téngote siempre delante,y no te puedo alcanzar!
MARCELAPara temer y pensar,¿esto no es causa bastante?
DOROTEA Sí, por cierto. Nunca estés 565sola, si fuere posible;de que aspire a lo imposible,jamás ocasión le des; rómpase en tu honestidad,en tu advertencia y recato, 570la fuerza de su mal trato,que nace de ociosidad. Y vámonos, no nos vea;dé a solas rienda a su intento.
MARCELAYo estoy en tu pensamiento, 575que es muy bueno, Dorotea.
(Éntrase MARCELA y DOROTEA.)
(Sale OCAÑA, de lacayo, con una varilla de membrillo y unos antojos de caballo en la mano, y pónese atento a escuchar a su amo.)
DON ANTONIO Amor, que lo imposible facilitascon poderosa fuerza blandamente,allanando las cumbres,¿por qué las nubes de mi sol no quitas? 580¿Por qué no muestras por algún Orientelas dos hermosas cumbresque dan rayos al sol, luz a tus ojos,por quien te rinde el mundo sus despojos? ¿Qué quieres, Ocaña?
OCAÑAQuiero 585herrar el bayo, señor,y no acierta el herradora herralle si no hay dinero. Débense cuatro herradurasy un brebajo; mira, pues, 590si andarán aquellos pies,siendo tus manos tan duras. Y vengo por seis racionesque me deben: que amohínaver que sobren a Cristina 595y resobren a Quiñones, y que falten para mí,que sirvo mejor que todos,de tres y de cuatro modos.
DON ANTONIOConfieso que ello es así, 600 Ocaña amigo, y sabedque todo se os pagará.Y andad con Dios.
OCAÑASiempre estáconmigo vuestra merced riguroso por el cabo. 605
DON ANTONIO¿En qué modo?
OCAÑA¿Yo no veoque, cual si fuera guineo,bezudo y bozal esclavo, apenas entro en la salapor alguna niñería, 610cuando cualquiera me envía,si no en buena, en hora mala? A nadie se le trasluce,por más que yo lo procuro,el ingenio lucio y puro 615que en este lacayo luce. Anda conmigo al revésfortuna poco discreta:que, si tú fueras poeta,quizá fuera yo marqués, 620 o, por lo menos, ya fuera,tu consejero y privado;pero de mi corto hadotamaño bien no se espera. Hay poetas tan divinos, 625de poder tan singular,que puedan títulos darcomo condes palatinos; y aun, si lo toman despacio,en tiempo y caso oportuno, 630no habrá lacayo ningunoque no casen en palacio con doncellas de la reina,de valor único y solo:que, por la gracia de Apolo, 635esta gracia en ellos reina. Pero yo nací, sin duda,para la caballeriza,haciendo en mis dichas rizami suerte, que no se muda. 640 El discreto es concordanciaque engendra la habilidad;el necio, disparidadque no hace consonancia. Del cuerpo por los sentidos 645obra el alma, y, cuales son,o muestra su perfección,o términos abatidos. De aquesto quiero inferirque tan sotil cuerpo tengo, 650que en un instante prevengolo que he de hacer y decir. Lacayo soy, Dios mediante;pero lacayo discreto,y, a pocos lances, prometo 655ser para marqués bastante, como aquel de Marinán,de dinare, e più dinare,si la suerte no estorbareeste bien que no me dan. 660
DON ANTONIO ¡Alto! Vos habéis habladode modo que me obligáisa que de humilde subáisa más eminente estado, siendo al primero escalón 665servirme de consejero;y así, amigo Ocaña, quieromostraros mi corazón, para que, viendo patenteslas ansias que en él se anidan, 670ellas a tu ingenio pidanlos remedios suficientes: que tal vez una dolenciacasi incurable la sanade una vejezuela cana 675una fácil experiencia.
OCAÑA Dime tu mal, mi señor,y verás cómo en tanticotantos remedios aplico,que sanes con el menor. 680 Y si por ventura esel ciego el que te atormenta,puedes, señor, hacer cuentade que ya sano te ves, porque no se ha de tomar 685conmigo el dios ceguezuelo.
DON ANTONIOQue no estás en ti recelo.
OCAÑA¿Pues en quién había de estar? Que, a no tomarme del vino,por costumbre o por conhorte, 690no hubiera en toda la corteotro Catón Censorino como yo.
DON ANTONIOYa desvarías.Vuélvete, Ocaña, a tu establo.
(Éntrase DON ANTONIO.)
OCAÑAAunque más sentencias hablo 695y elevadas fantasías, se me trasluce y figura,conjeturo, pienso y hallo,ha de ser mi sepultura. Y está muy puesto en razón: 700que, el que quiere porfiarcontra su estrella, ha de darcoces contra el aguijón. Cristinica estará agoraen la plaza; allá me impele 705aquella fuerza que suele,que dentro del alma mora. Búscola como a mi centro,y si la encontrase yo,nunca jugador echó 710tan rico y gustoso encuentro. Deste gusto no me priveAmor, que en mi ayuda llamo,y siquiera, con mi amo,ni más medre ni más prive. 715
(Éntrase OCAÑA.)
(Salen DON AMBROSIO, caballero, y CRISTINA, con un billete en la mano.)
CRISTINA Hasta ponerle yo en partedonde le vea, harélo;pero en lo demás receloque no podré contentarte.
DON AMBROSIO Haz, amiga, que le lea: 720que en sólo aquesto consistela alegría deste triste.
CRISTINADigo que haré que le vea. Quizá, por curiosidad,querrá leerle Marcela: 725que se ha de usar de cautelacon su mucha honestidad. No desplegaré la bocapara decirla palabra:que en sus entrañas no labra 730fuerza de amor, mucha o poca.
DON AMBROSIO ¿Regálala, por ventura,don Antonio?
CRISTINAComo a hermana.
DON AMBROSIODe ser su intención tan sana,no sé yo quién lo asegura. 735 ¡Oh padre mal advertido!
CRISTINANo le tiene.
DON AMBROSIOSí le tiene;pero a mí no me convieneel darme por entendido. De las cosas que sospecho 740y de las que son tan graves,tenga la lengua las llaves,y no las arroje el pecho.
CRISTINA Vete, señor, que allí asomaun paje de casa.
DON AMBROSIOAmiga, 745por tu industria y tu fatiga,este pobre premio toma. Y prométete de mímontes de oro, que bien puedes.
CRISTINALa menor de tus mercedes 750suele ser un Potosí.
(Dale una cajita pintada.)
(Vase AMBROSIO, y entra QUIÑONES.)
QUIÑONES ¿Quién era, Cristina, el lindoque con tanta sumisióndebió encajar su razón?«Tuyo soy, y a ti me rindo». 755 ¡Vive el Dador de los cielos,que es la fregona bonita!Ordena, manda, pon, quita;ta, ta, también pide celos.
CRISTINA El so paje, por su entono, 760que primero se taracela lengua, que otra vez tracepalabras, y no en mi abono. ¿Hásenos vuelto otro Ocaña?¡Celos y más celos!
QUIÑONESCalle, 765y advierta que está en la calle.
CRISTINA¡Ay! Por mi fe, que se ensaña el mancebito frión.
QUIÑONESCristina, menos gallarda;que esa gallardía aguarda... 770
CRISTINA¿Qué, mi rufo?
QUIÑONESUn bofetón.
CRISTINA ¿En mi cara?
QUIÑONESEn la del curale diera, a venir a mano.
CRISTINA¿Y que alzarás tú la manocontra tanta hermosura 775 como pusieron los cielosen mis mejillas rosadas?
QUIÑONESSiempre son desatinadaslas venganzas de los celos. Ocaña es éste. Camina, 780y escóndete entre la gente.
(Éntranse QUIÑONES y CRISTINA, y sale OCAÑA.)
OCAÑAPartió mi sol de su Oriente,y al ocaso se encamina, y tras sí lleva la sombraque le sirve de arrebol. 785Para mí no es este sol,sino niebla que me asombra. Plega a Dios, humilde paje,asombro de mi esperanza,que ni valgas por privanza, 790ni te estimen por linaje; sirvas a un catarribera,que te dé corta ración;sea tu estado un bodegón;no te dé luto, aunque muera; 795 y cuando el cielo te adiestrea servir a un titulado,tu enemigo declaradoel maestresala se muestre. De las hachas no te valgas, 800ni de relieves veas gozo,y nunca te salga el bozo,porque de paje no salgas. Póngante infames renombres;juegues; pierdas la ración, 805que es la mayor maldiciónque pueden darte los hombres.
(Éntrase OCAÑA.)
(Sale MUÑOZ.)
MUÑOZ Despierto y durmiendo, estoypensando siempre y soñandocuándo ha de llegar el cuándo 810mude el pellejo en que estoy; cuándo querrá aquel planetaque sobre mí predomina,que remedien mi rüinael gran sastre y la bayeta. 815 Diles la memoria, y diles,previniendo mil barruntos,de los más sotiles puntoslas respuestas más sotiles; pero, con todo, me pesa 820de haberme empeñado así,porque tengo para míser de peligro la empresa.
(Entran DON ANTONIO y TORRENTE en hábito de peregrino.)
DON ANTONIO Mucho más es melindre que advertencia,y hase tenido confianza poca 825de quien yo soy. Por Dios, que estoy corrido.
MUÑOZ¡Válgate el diablo! ¿Qué disfraz es éste?Esto no puse yo en la lista.
TORRENTEDigoque el señor don Silvestre de Almendárezno pudo más. El caso fue forzoso, 830y la borrasca tal, que nos convinoalijar el navío, y echar cuantoen su anchísimo vientre recogíaal mar, que se sorbió como dos huevoscatorce mil tejuelos de oro puro. 835Al cielo las promesas y oracionesvolaban más espesas que las nubes,que la cara del sol cubrían entonces;entre las cuales oraciones, unaenvió don Silvestre al sumo alcázar 840con tan vivos y tiernos sentimientos,que penetró los cascos de los cielos.Conteníase en ella que de Romaaquello que se llama Siete Iglesiasandaría descalzo peregrino, 845si Dios de aquel peligro le sacaba.Añadió a su promesa mi persona;añadidura inútil, aunque buenaen parte, pues que soy su amparo y báculo.En fin: salimos mondos y desnudos 850a tierra, ni sé adónde, ni sé cómo,habiéndose engullido el mar primerohasta una catalnica que traíamos,de habilidad tan rara, y tan discreta,que, si no era el hablar, no le faltaba 855otra cosa ninguna.
DON ANTONIOBien, por cierto,la habéis encarecido; aunque yo piensoque catalnicas mudas valen poco.
TORRENTEPor señas nos decía todo cuantoquería que entendiésemos.
MUÑOZ¡Milagro! 860
TORRENTEDe perlas, ¡qué de cajas arrojamos;tamañas como nueces, de buen tomo,blancas como la nieve aún no pisada!;de esmeraldas, las peñas como cubas,digo, como toneles, y aun más grandes; 865piedras bezares, pues dos grandes sacos;anís y cochinilla, fue sin número.
MUÑOZEntre esas zarandajas, ¿por venturafue bayeta al mar?
TORRENTE¡Y el sastre y todo!
MUÑOZA malísimo viento va esta parva; 870no me cuadra ni esquina esta tormenta,puesto que viene bien para el embuste.
DON ANTONIO¿En qué paraje sucedió el naufragio?
TORRENTEEstaba yo durmiendo en aquel trance,y no pude del paje ver el rostro. 875
DON ANTONIOParaje dije; pero no me espanto,que aun hasta aquí os conturba la borrasca,ni que en ella os durmiésedes; que el miedotal vez suele causar sueño profundo.
TORRENTENo quiso mi señor, ni por semejas, 880de cuatro mil y más ofrecimientosque de darle dineros se le hicieron,recebir sino aquellos que bastasena no pedir limosna en su viaje;pero no supo bien hacer la cuenta, 885porque ya casi todos son gastados.
MUÑOZ¡Válgate Satanás, qué bien lo enredas!
TORRENTELa primera estación fue a Guadalupe,y a la imagen de Illescas la segunda,y la tercera ha sido a la de Atocha; 890a hurto quiso verte, y esta tardequiere partirse a Roma; agora quedaen San Ginés hincado de hinojos,arrojando del pecho mil suspiros,vertiendo de sus ojos tiernas lágrimas, 895pidiendo a Dios que le encamine y guíeen el viaje santo prometido.Yo, señor, soy ternísimo de plantas,a quien callos durísimos enclavan,de tan largo camino procedidos; 900querría que se diese alguna trazade que por quince días descansásemos,para tomar aliento y refrigerioen el nuevo camino que se espera.Además, que también él es ternísimo, 905y podría el cansancio fatigalle,de modo que el camino con la vidase acabase en un punto: caso tristesi tal viniese a ser, por el tremendodolor que sintiría mi señora 910doña Ana de Briones, madre suya.
DON ANTONIOVamos, que yo pondré remedio en todo.
TORRENTENo hay decir, señor, que yo te he visto,porque me ha de matar si es que tal sabe.¡Oh pecador de mí!, ¡Éste es que viene! 915¡En la red me ha cogido! ¡Negativa,señor; si no, yo muero!
DON ANTONIONo hayas miedo.
(Entra CARDENIO, como peregrino.)
Mi señor don Silvestre de Almendárez,¿para qué es encubriros de quien tienetantas obligaciones de serviros? 920
CARDENIO ¡Oh traidor, malnacido! Por Dios vivo,que os engaña, señor, este embustero:que yo no soy aquese don Silvestreque dices de Almendárez, sino un pobreperegrino, y tan pobre.
TORRENTE¿Qué me miras? 925Yo no le he dicho nada; y si lo he dicho,digo que miento una y cien mil veces.
Aparte, a DON ANTONIO.¡Vive Dios!, que es el mismo que te digo.Apriétale, y conjúrale, y confiese.
DON ANTONIO¡Por Dios, primo y señor, que es caso fuerte 930negarme esta verdad! ¿Qué importa vengasrico o pobre a tu casa, que es la mía?
TORRENTE¡Eso es lo que yo digo, pesia al mundo!
DON ANTONIO¿Mandabas tú a los vientos, o pudistedel proceloso mar las altas olas 935sosegar algún tanto? ¿No es locurahacer caso de honra los sucesosvarios de la fortuna, siempre instable,o, por mejor decir, del cielo firme?
TORRENTE¡Ea, señor, que ya pasa de raya 940tan grande pertinacia! ¡Vive Roque,señor, que es don Silvestre de Almendárez,vuestro primo y cuñado, el peregrino,y mi amo, que es más!
CARDENIOPues tú lo dices,no quiero más negarlo, pues no importa. 945Dadme, señor, las manos.
DON ANTONIODoy los brazos,y el alma en su lugar, querido primo.
CARDENIOTomad los míos, que, entre aquestos brazos,también os doy mi alma.
A TORRENTE.En recompensa,no te la cubrirá pelo, si puedo. 950
TORRENTEQue no temo amenazas mal nacidas,porque esto es lo que importa a nuestro hecho.
MUÑOZ¿Y cómo?
DON ANTONIONo hayáis miedo que se os toqueal pelo de la ropa por lo dicho.
TORRENTEMi señor es discreto, y verá presto 955de cuán poca importancia era el silencio,en semejante caso.
DON ANTONIOSeñor primo,vamos a casa, y sepa vuestra esposavuestra buena venida y deseada.
CARDENIOSiempre he de obedecer.
MUÑOZ¡Qué bien trazada 960quimera! Si ella llega a colmo, esperoun Potosí de barras y dinero.
TORRENTE¿Qué os parece, Muñoz?
MUÑOZQue me pareceque es verdad cuanto ha dicho, y que lo veo.
TORRENTE¡Y cómo que es verdad! Sin que le falte 965un átomo, una tilde, una meaja.
(Éntranse DON ANTONIO, CARDENIO y TORRENTE.)
MUÑOZTérminos tienen estos socarronesde hacerme a mí entender que la borrascay el alijo de ropa es verdadero.Ahora bien, veremos lo que pasa, 970que, una por una, los dos ya están en casa.
FIN DE LA PRIMERA JORNADA
Salen MARCELA y DOROTEA, con una almohadilla, y CRISTINA.
MARCELA Andas con vergüenza poca,Cristina, muy inquïeta,y, con puntos de discreta,das mil puntadas de loca. Sabed, señora, una cosa: 5que, entre las prendas de honor,es tenida por mejorla honesta que la hermosa.
CRISTINA Aparte.
Señora me llama. ¡Malo!:que ya sé por experiencia 10que no hay dos dedos de ausenciadesta cortesía a un palo.
MARCELA ¿Qué murmuras, desatada,maliciosa y atrevida?
CRISTINANunca murmuré en mi vida. 15
MARCELA¿Qué dices?
CRISTINANo digo nada. ¡Tenga el Señor en el cieloa mi señora la vieja!
MARCELADesas plegarias te deja.
CRISTINAPronúncialas mi buen celo. 20 Si ella fuera viva, séque otro gallo me cantara,y que ninguna no osarareñirme; no, en buena fe. ¡Tristes de las mozas 25a quien trujo el cielopor casas ajenasa servir a dueños,que, entre mil, no salencuatro apenas buenos, 30que los más son torpesy de antojos feos!¿Pues qué, si la tristeacierta a dar celosal ama, que piensa 35que le hace tuerto?Ajenas ofensaspagan sus cabellos,oyen sus oídossiempre vituperios, 40parece la casaun confuso infierno;que los celos siemprefueron vocingleros.La tierna fregona, 45con silencio y miedo,pasa sus desdichas,malogra requiebros,porque jamás llegaa felice puerto 50su cargada navede malos empleos.Pero, ya que falteeste detrimento,sobran los del ama, 55que no tienen cuento:«Ven acá, suciona.¿Dónde está el pañuelo?La escoba te hurtarony un plato pequeño. 60Buen salario ganas;dél pagarme pienso,porque despabileslos ojos y el seso.Vas y nunca vuelves, 65y tienes bureocon Sancho en la calle,con Mingo y con Pedro.Eres, en fin, pu...El ta diré quedo, 70porque de cristianasabes que me precio».Otra vez repito,con cansado aliento,con lágrimas tristes 75y suspiros tiernos:¡triste de la mozaa quien trujo el cielopor casas ajenas!
DOROTEASeñoras, ¿qué es esto? 80Cristinica, amiga,dime: ¿con qué vientoesta polvaredahas alzado al cielo?
MARCELALa desenvoltura 85es un viento cierzoque del rostro ahuyentala vergüenza y miedo.Pero yo haré,si es que acaso puedo, 90si ella no se emienda,lo que callar quiero.
(Entra QUIÑONES, el paje.)
QUIÑONES Don Antonio, mi señor,entra con dos peregrinos.
(Entran DON ANTONIO, CARDENIO, TORRENTE y MUÑOZ.)
DON ANTONIO¿Vuestros intentos divinos 95fueran disculpa al rigor del no vernos?
CARDENIOAsí es;pero yo, señor, holgaraque esta deuda se pagarade espacio, y fuera después 100 de mi peregrinación,que no se puede escusar.
DON ANTONIOFácilmente habéis de hallaren mi voluntad perdón.
CARDENIO ¿Es mi señora y mi prima? 105
DON ANTONIOLa misma.
CARDENIO¡Oh mi señora,rico archivo donde morade la belleza la prima! No me niegues estos pies,pues no merezco esas manos. 110
DOROTEAPeregrinos cortesanosson éstos.
DON ANTONIONo tan cortés, señor primo, que mi hermanaestá del caso suspensa.
MUÑOZ Aparte.
La traza de lo que él piensa 115es más cortés que no sana.
MARCELA Señor, para que me muestrecon el respeto debidoa quien sois, el nombre os pido.
CARDENIOVuestro primo don Silvestre 120 de Almendárez; vuestro esposo,o el que lo tiene de ser.
MARCELAMudaré de procedercon un huésped tan famoso: los brazos habré de daros, 125que no los pies, primo mío.
MUÑOZ Aparte.
Destos principios yo fíoque son más dulces que caros.
CARDENIO No fue huracán el que pudodesbaratar nuestra flota, 130ni torció nuestra derrotael mar insolente y crudo; no fue del tope a la quillami pobre navío abierto,pues he llegado a tal puerto, 135y pongo el pie en tal orilla; no mis riquezas sorbieronlas aguas que las tragaron,pues más rico me dejaroncon el bien que en vos me dieron. 140 Hoy se aumenta mi riqueza,pues con nueva vida y ser,peregrino llego a verla imagen de tu belleza.
(Entra OCAÑA.)
OCAÑA Desta común alegría 145alguna parte quizámi tristeza alcanzará,que está como estar solía. Desde aquí quiero mirarte,si es que te dejas mirar, 150de mi suerte amargo azar,de mi bien el todo y parte. Puesto en aqueste rincón,como lacayo sin suerte,veré quizá de mi muerte 155alguna resurrección.
MARCELA La desventura mayor,más espantosa y temida,es la de perder la vida.
DON ANTONIOPrimero es la del honor. 160
MARCELA Ansí es; y pues vos, primo,con honra y vida venís,mal haréis si mal sentísdel mal que por bien yo estimo. Y en llegar adonde os veis, 165habéis de tener por ciertoque habéis arribado a un puertoadonde restauraréis las riquezas arrojadasal mar, siempre codicioso. 170
CARDENIOTendrá el que fuere tu esposolas venturas confirmadas.
TORRENTE ¿Doncella acaso es de casa?
CRISTINANo soy sino de la calle.
TORRENTEEso no; que aquese talle 175a los de palacio pasa. ¿Sirve en ella?
CRISTINASoy servida.
TORRENTELa respuesta ha sido aguda.
OCAÑATen, pulcra, la lengua muda;no la descosas, perdida. 180
TORRENTE ¿El nombre?
CRISTINACristina.
TORRENTEBueno;que es dulce, con ser de rumbo.¿Túmbase?
CRISTINAYo no me tumbo.Basta; que tiene barreno el indianazo gascón. 185
TORRENTEYo, señora, como ves,soy criollo perulés,aunque tiro a borgoñón.
DON ANTONIO Reposaréis, primo mío,y después saber querría 190del buen estar de mi tía,de vuestro padre y mi tío.
OCAÑA ¡Oh peregrino traidor,cómo la miras! ¡Oh falsa,cómo le vas dando salsa 195al gusto de su sabor!
TORRENTE Pluguiera a Dios que nunca aquí viniera;o, ya que vine aquí, que nunca amara;o, ya que amé, que amor se me mostrara,de acero no, sino de blanda cera... 200
CARDENIO Depositario fue el marde tus cartas y presentes.
OCAÑA Aparte.
¡El alma tengo en los dientes!¡Casi estoy para espirar!
TORRENTE ...O que de aquesta fregonil guerrera, 205de los dos soles de su hermosa cara,no tan agudas flechas me arrojara,o menos linda y más humana fuera.
MARCELA Entrad, señor, do podáismudar vestido decente. 210
CARDENIOMi promesa no consienteque esa merced me hagáis.
TORRENTE Aparte.
Éstas sí son borrascas no fingidas,de quien no espero verdadera calma,sino naufragios de más duro aprieto. 215
CARDENIO No puedo mudar de trajepor un tiempo limitado:que esta pobreza ha causadola tormenta del viaje.
TORRENTE ¡Oh, tú, reparador de nuestras vidas, 220Amor, cura las ansias de mi alma,que no pueden caber en un soneto!
DON ANTONIO A no ser tan perfecto,primo, vuestro designio, yo hicieraque por otra persona se cumpliera. 225
(Éntranse MARCELA, DON ANTONIO, DOROTEA, y CRISTINA y CARDENIO. Quedan en el teatro MUÑOZ, TORRENTE y OCAÑA.)
MUÑOZ No me habléis, Torrente hermano,que nos escuchan, y sientoque en nuestro famoso intentoel callar es lo más sano.
(Éntrase MUÑOZ.)
OCAÑA Si a mí el ojo no me miente, 230sé con gran certinidadque vuestra paternidadtiene el alma algo doliente. Es Cristinica un harpón,es un virote, una jara 235que el ciego arquero dispara,y traspasa el corazón. Es un incendio, es un rayo.¿Cómo un rayo? Dos y tres.
TORRENTEY vuesa merced, ¿quién es? 240
OCAÑASoy desta casa el lacayo; y, aunque en la caballerizame arrincono, el amor ciego,con su yelo y con su fuego,me consume y martiriza. 245 Entre el harnero y pesebre,entre la paja y cebada,de noche y de madrugada,me embiste de amor la fiebre.
TORRENTE ¿Y es Cristina la ocasión 250de tan grande encendimiento?
OCAÑANo sé quién es; sé que sientoel alma hecha un carbón.
TORRENTE Si es Cristina, pondré pausaen ciertos recién nacidos 255pensamientos atrevidosque su memoria me causa. No pienso en manera algunaseros rival: que seríagénero de villanía 260que al ser quien yo soy repugna. Honestísimo decorose guardará en esta casa,puesto que me arda la brasadesta niña a quien adoro. 265 Quebrantaré en la paredmis pensamientos primeros,con gusto de conocerospara haceros merced. Porque no han de naufragar 270siempre las flotas: que algunatendrá próspera fortunapara podérnosla dar.
OCAÑA Beso tus pies, peregrino,único, raro y bastante 275a ablandar en un instanteun corazón diamantino. Yo, en quien nacieron barruntosde celos cuando te vi,a tus pies los pongo aquí, 280semivivos y aun difuntos.
TORRENTE Alzaos, señor; no hagáissumisión tan indecente,que humillaré yo mi frentesi es que la vuestra no alzáis. 285 Dadme los brazos de amigo,que lo hemos de ser los dosgran tiempo, si quiere Dios,que es de mi intención testigo.
OCAÑA Como tú, señor, me abones 290con tu amistad peregrina,doy por cordera a Cristinay por cabrito a Quiñones.
TORRENTE Por verte con gusto, voyalegre, así Dios me salve. 295
OCAÑA Aparte.
Para éstas, que yo os calve,o no seré yo quien soy.
(Éntranse TORRENTE y OCAÑA.)
(Entra DON AMBROSIO.)
DON AMBROSIO Por ti, virgen hermosa, esparce ufano,contra el rigor con que amenaza el cielo,entre los surcos del labrado suelo, 300el pobre labrador el rico grano. Por ti surca las aguas del mar canoel mercader en débil leño a vuelo;y, en el rigor del sol como del yelo,pisa alegre el soldado el risco y llano. 305 Por ti infinitas veces, ya perdidala fuerza del que busca y del que ruega,se cobra y se promete la vitoria. Por ti, báculo fuerte de la vida,tal vez se aspira a lo imposible, y llega 310el deseo a las puertas de la gloria. ¡Oh esperanza notoria,amiga de alentar los desmayados,aunque estén en miserias sepultados!
(Entra CRISTINA.)
CRISTINA Habrá fiesta y regodeo, 315y la parentela todavendrá, sin duda, a la boda.
DON AMBROSIOMi norte descubro y veo. ¡Oh dulcísima Cristina!
CRISTINADe alcorza debo de ser. 320
DON AMBROSIOTribunal do se ha de verlo que el Amor determina en mi contra o mi provecho.
CRISTINA¡Estraña salutación!
DON AMBROSIOLa lengua da la razón 325como la saca del pecho. Pero vengamos al punto.Mi esperanza, ¿cómo está?¿Ha de morir? ¿Vivirá?¿Contaréme por difunto? 330 ¿Dificúltase la empresa?¡Presto, que me vuelvo loco!
CRISTINAIdos, señor, poco a poco,que preguntáis muy apriesa.
DON AMBROSIO Más apriesa me consume 335el vivo incendio de amor.
CRISTINAEn sólo un punto el rigorsuyo se abrevia y resume, y es que puedes ya contara Marcela por casada. 340Ya no es suya: ya está dadaa quien la sabrá estimar.
DON AMBROSIO No me digas el esposo,que, sin duda, es don Antonio.
CRISTINALevantas un testimonio 345que pasa de mentiroso. ¿Con su hermana?
DON AMBROSIO¡Ah Cristinica!¿Qué es eso? ¿Cubierta y palacon que una obra tan malase apoya y se fortifica? 350
CRISTINA Que es con su primo.
DON AMBROSIO¿Qué es esto,cielo siempre soberano?¿Hoy primo el que ayer fue hermano?¿Cámbiase un hombre tan presto?
CRISTINA Digo que es un peregrino, 355primo suyo y perulero,de tan soberbio dinero,que de las Indias nos vino. De oro más de cien mil tejosse sorbió el mar como un huevo, 360deste peregrino nuevo,que no está de ti muy lejos, porque vesle allí dó asoma.
DON AMBROSIO¡Y que esto en el mundo pase!
CRISTINAPuesto que antes que se case, 365entiendo que ha de ir a Roma.
(Entran CARDENIO, TORRENTE y MUÑOZ.)
DON AMBROSIO Embustero y perulero,atrevido e insolente,¿por qué te haces parientede la vida por quien muero? 370
TORRENTE Descornado se ha la flor;perecemos.
MUÑOZMalo es esto;la traza se ha descompuestoal primer paso.
CARDENIOSeñor, no te entiendo, ni imagino 375por qué tan aceleradola maldita has desatadocontra un noble peregrino.
MUÑOZ Quien dijere que yo dilista a nadie, mentirá 380cuantas veces lo dirá.No sino lléguense a mí, que fabrico en ningún modocastillos mal prevenidos.
TORRENTE Aparte.
Antes de ser convencidos, 385éste lo ha de decir todo. ¡Oh levantadas quimerasen el aire, cual yo dije!
DON AMBROSIOPor el Cielo que nos rige,que si acaso perseveras 390 en el embuste que intentas,primero que en algo aciertes,ha de ser una y mil muertesel remate de tus cuentas. Vuélvete a tu Potosí, 395deja lograr mi porfía.
CARDENIOAquéste ya desvaría.
TORRENTEAsí me parece a mí.
CRISTINA Don Francisco y mi señorson éstos. ¡Pies, a correr! 400
(Éntrase CRISTINA.)
(Salen DON FRANCISCO y DON ANTONIO.)
DON FRANCISCOTodo aqueso puede ser:que a más obliga el rigor de un celoso, si es honrado,como el padre de Marcela.
DON AMBROSIOÉste es el que urdió la tela 405que tan cara me ha costado. ¿Qué rigor de estrella ha sido,señor don Antonio, aquelque de piadoso en crüelcontra mí os ha convertido? 410 ¿Y qué peregrino es éste,tan medido a vuestro intento,que queréis que su contentoa mí la vida me cueste? Mía es Marcela, si el cielo 415quisiere y si vos queréis:que en vuestra industria tenéisde mi mal todo el consuelo. No es desigual mi linajedel suyo, y su padre creo 420que deste igual himeneono ha de recebir ultraje. Si él la escondió en vuestra casapor quitármela delante,ved, si acaso sois amante, 425lo que el alma ausente pasa.
DON FRANCISCO Éste habla de MarcelaOsorio, y no de tu hermana.
DON ANTONIOLa presumpción está llana,gran mal mi alma recela. 430 Desta vana presumpcióny mal formados antojosos han de dar vuestros ojosla justa satisfación. Veníos conmigo, y veréis 435en el engaño en que estáis.
DON AMBROSIOSi a Marcela me lleváis,al cielo me llevaréis.
(Éntrase DON ANTONIO, DON FRANCISCO y DON AMBROSIO. Quedan en el teatro MUÑOZ, TORRENTE y CARDENIO.)
CARDENIO ¡Ah Muñoz, con cuán pequeñaocasión habéis temblado! 440
MUÑOZTemo de verme brumado,y molido como alheña; temo que mis trazas den,mis embustes y quimeras,con mi cuerpo en las galeras, 445que no le estará muy bien.
TORRENTE ¿Sin apretaros la cuerdaos descoséis? ¡Mala cosa!
MUÑOZLa conciencia temerosa,de los castigos se acuerda. 450 Pero desde aquí adelantepienso ser mártir, y piensoque paga a la culpa censocon temor el más constante. Pésame que fue la lista 455de mi letra y de mi mano,y este temor, que no es vano,todas mis fuerzas conquista.
TORRENTE Vamos a ver en qué parael comenzado desastre. 460
MUÑOZAquella bayeta y sastrenunca el cielo lo depara.
(Éntranse todos.)
(Salen MARCELA y DOROTEA.)
MARCELA Este primo no me agrada,dulce amiga Dorotea.¡Plegue a Dios que por bien sea 465su venida no esperada!
DOROTEA Como le ves mal vestido,no te parece galán.
MARCELALas galas no siempre danaire y brío, ni el vestido. 470 Desmayado me parece,aunque atrevido tal vez.
DOROTEADe su causa eres jüez.
MARCELABasta; poco me apetece.
DOROTEA Parece que se ha templado 475tu hermano en su pensamiento.
MARCELATodavía, a lo que siento,anda un poco apasionado; no se le cae de la bocami nombre, y aun todavía 480descubre una fantasíaque en lascivos puntos toca; mas yo no le doy lugarde que esté a solas conmigo.
DOROTEAEso es lo que yo te digo, 485y lo que has de procurar.
(Aquí han de entrar DON ANTONIO, DON FRANCISCO, CARDENIO, TORRENTE y MUÑOZ.)
DON ANTONIO Mirad, señor, destas dos,cuál es la Marcela hermosaque con fuerza poderosaos tiene fuera de vos. 490
DON AMBROSIO Ésta le parece en algo,y no es ella; mas ya veo,sin duda, que es devaneo,y que de sentido salgo. Téngame Amor de su mano, 495y los cielos, si me ofenden.
MARCELA¿O me compran o me venden?Decidme qué es esto, hermano.
DON AMBROSIO No es otra cosa alguna,sino que la belleza 500incomparable y solade otra que tiene el proprio nombre vuestro, su donaire, su gracia,su honesta compostura,su ingenio, su linaje, 505se llevaron tras sí mis pensamientos. Améla honestamente,adoréla rendido,solicitéla mudo,aunque los ojos son parleros siempre. 510 Su padre, recatado,por algún su desinio,o por mi desventura,llevóla, y no sé adónde.
DON ANTONIOÉsta es mi historia.
DON AMBROSIO No con más diligencia 515la diosa de las miesesbuscó a su hija amadahasta los escondrijos del infierno, como yo la he buscadopor cuanto las sospechas 520han podido llevarme,pensativo, solícito y ansioso. En esto, a mis oídosel nombre de Marcelallegó, y vuestra hermosura; 525pero no el sobrenombre de Almendárez. Creí que don Antonio,vuestro querido hermano,por orden de su padrede la Marcela Osorio, que yo busco, 530 en casa la tenía,y, mal considerado,y con los celos ciego,hice los disparates que habéis visto.
DON FRANCISCO ¿Éstas no son lanzadas 535que te pasan el alma?
DON ANTONIOY aun rayos que la embisten,la hieren, desmenuzan y quebrantan.
DOROTEA Apostaré, señora,que es ésta la Marcela 540por quien tu hermano gime,suspira y con angustia se lamenta.
TORRENTE Un canto pesadísimo,una montaña dura,una máquina inmensa, 545de acero un monte dilatado y grave, de sobre el pecho quito.
MUÑOZY yo de sobre el almauna carcoma aguda.¡Maldito seas de Dios, amante simple! 550 ¡Qué confusos nos tuvoaqueste mentecato!¡Con cuán pocos indiciostrocó las dos Marcelas el cuitado! Ya pensé que mi lista 555andaba por la casade mano en mano. ¡Ay durotrance, no imaginado y repentino!
DON FRANCISCO Pues en esta Marcela veis patentede vuestro pensamiento el desengaño, 560mostraos, señor, más cauto y más prudenteotra vez que os acose vuestro engaño,y volved a buscar más diligentela causa original de vuestro daño.
DON AMBROSIOTiene cualquiera enamorada culpa 565fácil y compasiva la disculpa. Erré; mas no es el yerro de tal suerteque perdón no merezca.
CARDENIOYo imaginoque ministró ocasión al atreverteeste pobre sayal de peregrino. 570
DON ANTONIOLa rabia de los celos es tan fuerte,que fuerza a hacer cualquiera desatino.Sélo yo bien, que ya me vi celoso,atrevido, arrojado y malicioso.
DON AMBROSIO En siglos prolongados tu ventura 575goces, ¡oh peregrino!, y tus bisnietoste lleven a la honrada sepulturasobre sus hombros, para el caso electos;no menoscabe el tiempo la hermosurade tu Marcela; celos indiscretos 580no perturben tu paz en tanto cuantode vida os diere aliento el Cielo santo. Yo vuelvo a renovar mi pena antigua,buscando aquélla que me encubre el cielo,y, mientras dónde está no se averigua, 585un Sísifo seré nuevo en el suelo.De noche, como sombra o estantigua,llena la vista de inmortal desvelo,por ver el fin de mis trabajos largos,un lince habré de ser con ojos de Argos. 590
(Éntrase DON AMBROSIO.)
MARCELA Desesperado se parte.
DON ANTONIOYo sin esperanza quedo,dulce Marcela, de hallarte.
TORRENTEDe mí se ha arredrado el miedo.
MUÑOZEn mí ya no tiene parte; 595 pero, con todo, quisieraque la lista se rompieraque di escrita de mi mano:que cualquier susto, aunque vano,la mala conciencia altera. 600
DON FRANCISCO Haz cuenta, amigo, que envías,en este amante curioso,a buscar tu gloria espías.
DON ANTONIOCon todo, estoy temeroso:que son tiernas sus porfías, 605 y muchas, que es lo peor.
DON FRANCISCOYo lo tengo por mejor:que este anzuelo ha de sacardel profundo de la marla perla que escondió Amor. 610
(Éntrase DON FRANCISCO y DON ANTONIO.)
CARDENIO ¿No ha sido estremado el cuento,señora prima?
MARCELASí ha sido;aunque dél me ha parecidoir mi hermano descontento,pensativo y desabrido. 615 Y es la causa que la damaque aquél busca, adora y amacomo quiere Amor tirano,es la misma que mi hermanoquiere, busca, nombra y llama. 620 Y yo, simple, imaginabaser yo la hermosa Marcelaa quien mi hermano llamaba,y con malicia y cautelaa las manos le miraba, 625 a los ojos y a la boca,y con no advertencia pocaponderaba sus razones,sus movimientos y acciones.
DOROTEACuriosidad simple y loca. 630 Pídele perdón.
MARCELANo quiero,pues nunca arraigó en mi pechoel pensamiento primero.
CARDENIOY más, que te ha satisfechotan llano y tan por entero. 635
MUÑOZ ¿Hemos de hacer la visitade mi señora doña Ana?
MARCELATodavía es de mañana,y el frío la gana quita de hacer visitas agora. 640Ven, amiga Dorotea;vamos donde el sol nos vea.
DOROTEA¡Y cómo que iré, señora! ¡Que tirito, ti, ti, ti!¡Insufrible frío hace! 645
(Éntranse MARCELA y DOROTEA.)
TORRENTEEl tuyo a mí me desplace.¿Para qué veniste aquí, Cardenio, si te has de estarcomo una estatua sin lengua?Allá voy, y no hago mengua. 650¿Piensas que se te ha de entrar la ventura por la puerta,y arrojársete en la cama?
CARDENIOA mi yelo y a mi llamaningún medio las concierta. 655 Cuando de Marcela ausentealgún breve espacio estoy,ardo de atrevido, y doyen pensar que soy valiente; pero apenas me da el cielo 660lugar para a solas vella,cuando estoy, estando ante ella,frío mucho más que el yelo.
TORRENTE Con ese yelo no habráostugo que nos alcance. 665
MUÑOZCierto que yo he echado un lanceque a los ojos me saldrá, si a las espaldas no saleprimero. ¡Oh viejo imprudente!Bien merecéis, inocente, 670que se evapore y exhale el alma con el más chicotemor que te sobresalte.
CARDENIOCuando yo, Muñoz, os falte,cuando yo no os haga rico, 675 jamás del Pirú me vengael mi esperado tesoro.
MUÑOZ¡Que no me vuelva yo moro,y que yo paciencia tenga para escuchar lo que escucho! 680¿Dónde está el oro, señoressocarrones, embaidores?
TORRENTEMuñoz, que ha de venir mucho.
MUÑOZ ¿De qué Pirú ha de venir,de qué Méjico o qué Charcas? 685
TORRENTECuatro cofres y seis arcaspuedes desde luego abrir para echar cuatro mil barras,y aun son pocas las que digo.
MUÑOZTente; que Dios sea contigo, 690Torrente, que te desgarras. Con el sastre y la bayetaestaría yo contento.
TORRENTESastres pasarán de ciento.
MUÑOZLa bayeta es la que aprieta 695 al deseo de tenella.
TORRENTEDéjenme los dos aquí,que viene Cristina allí,y me importa hablar con ella.
(Vanse MUÑOZ y CARDENIO.)
(Entra CRISTINA.)
¿Que es posible, flor y fruto 700del árbol lindo de amor,que ha de andar por tu rigorsiempre mi alma con luto? ¿Que es posible que un potenteindiano no te remate 705ni que a tu dureza matela blandura de Torrente?
(Entra OCAÑA en calzas y en camisa, con un mandil delante, y con un harnero y una almohaza; entra puesto el dedo en la boca, con pasos tímidos, y escóndese detrás de un tapiz, de modo que se le parezcan los pies no más.)
¿Que es posible que no precieslos montones de oro fino,y por un lacayo indino 710un perulero desprecies? ¿Que no quieras ser llevadaen hombros como cacique?¿Que huigas de verte a piquede ser reina coronada? 715 ¿Que por las faltas de España,que siempre suelen sobrar,no quieras ir a gozardel gran país de Cucaña? ¿Que te tenga avasallada 720un lacayo de tal modo,que por él dejes el todo,y te acojas al nonada? ¿Que a un borracho te sujetes,que cuela tan sin estorbos, 725que unos sorbos y otros sorbosson sus briznas y luquetes? ¡Oh mujeres, que tenéiscondición de escarabajo!
CRISTINAHablad, Torrente, más bajo, 730si por ventura podéis; que dicen que las paredesa veces tienen oídos.
TORRENTELos tuyos tienes tapidosa la voz de mis mercedes. 735 Deja aquese socarrón,que tu deshonra procura,y fabrica tu venturacon tu mucha discreción.
CRISTINA Pues ¿quiérole yo, mezquina, 740o, por ventura, hago casoyo de buzaque?
TORRENTEHablad paso;moderad la voz, Cristina, que no sabéis quién os oye,y haced con prudencia diestra 745que la humilde suerte vuestracon la que tengo se apoye, y veréisos encumbradasobre el cerco de la luna.
CRISTINAEsa próspera fortuna 750para mí no está guardada, que soy una pecadorainútil, una mozuelade mantellina y chinela,no buena para señora; 755 y más, estando abatiday murmurada de Ocaña.
TORRENTEMuéveme ese llanto a saña;perderá Ocaña la vida.
CRISTINA Con sólo media docena 760de palos que tú le des,rendida vendré a tus pies.
TORRENTEBlanda y moderada pena a tanta culpa le das;mejor fuera que la lengua 765que se desmandó en tu menguase le cortara, y aun más.
CRISTINA Palos bastan; vete en paz.
TORRENTEEl cielo quede contigo.
CRISTINAProcura hacer lo que digo, 770secreto, astuto y sagaz.
(Éntrase TORRENTE.)
¡Ay Jesús! ¿Quién está aquí?¿Qué pies son éstos, cuitada?
(Sale OCAÑA.)
OCAÑACacica en hombros llevadadesde Lima a Potosí: 775 yo soy, vesme aquí presente,hecho estafermo sufriblea tu rancor tan terribley a los palos de Torrente. Pocos son media docena; 780la piedad en ti florece:que mi culpa bien merececuatrodoblada la pena. Mas yo no tengo por culpael amarte y avisarte 785que de aquello has de guardarteque te obligue a dar disculpa.
CRISTINA Por vida tuya, lacayoel más discreto de España,que todo ha sido maraña 790burlona y de alegre ensayo; porque pensaba avisarteen viéndote.
OCAÑAUna por una,tú estarás sobre la Luna,sobre el Sol y aun sobre Marte; 795 yo, mísero, apaleado,tendido por ese suelo.
CRISTINANunca tal permita el cielo.
OCAÑATú misma me has condenado.
CRISTINA Ya te he dicho la verdad: 800que burlaba; y esto baste.
OCAÑAPues ¿por qué, di, le intimastesecreto y sagacidad?
CRISTINA Porque, advirtiéndote a tidel caso, y estando alerta, 805fuese la burla más ciertay más buena.
OCAÑAFuera ansí, cuando tú no confirmarascon lágrimas tu deseo.
CRISTINALuego, ¿no me crees?
OCAÑASí creo; 810mas reparo.
CRISTINA¿En qué reparas?
OCAÑA En las lágrimas, y en verque no son burlas risueñaslas que descubren por señasmatar, rajar y hender. 815 Pero tú forja en tu fraguatus embustes, que yo esperoque ha de ver el mundo enteroel que lleva el gato al agua. Entra y dame la cebada, 820o darásmela después.«¡Rendida vendré a tus pies!»
CRISTINA¿Esa razón no te agrada? Pero él no verá cumplidatal promesa en vida suya. 825
OCAÑA¿Tomara yo alguna tuya,puesto que fuera fingida?
CRISTINA No seas tan ignorante;muestra, que yo volveré.
(Dale el harnero.)
Con esto me quitaré 830dos importunos delante.
(Éntrase CRISTINA.)
OCAÑA Que de un lacá la fuerza poderó-,hecha a machamartí con el trabá-,de una fregó le rinda el estropá-,es de los cie no vista maldició-. 835 Amor el ar en sus pulgares to-,sacó una fle de su pulí carcá-,encaró al co, y diome una flechá-,que el alma to y el corazón me do-. Así rendí, forzado estoy a cre- 840cualquier mentí de aquesta helada pu-,que blandamen me satisface y hie-. ¡Oh de Cupí la antigua fuerza y du-,cuánto en el ros de una fregona pue-,y más si la sopil se muestra cru-! 845
FIN DE LA SEGUNDA JORNADA
Entra DON ANTONIO.
DON ANTONIO En la sazón del erizado invierno,desnudo el árbol de su flor y fruto,cambia en un pardo desabrido lutolas esmeraldas del vestido tierno. Mas, aunque vuela el tiempo casi eterno, 5vuelve a cobrar el general tributo,y al árbol seco, y de su humor enjuto,halla con muestras de verdor interno. Torna el pasado tiempo al mismo instantey punto que pasó: que no lo arrasa 10todo, pues tiemplan su rigor los cielos. Pero no le sucede así al amante,que habrá de perecer si una vez pasapor él la infernal rabia de los celos.
(Entra DON FRANCISCO.)
DON FRANCISCO Siempre han de herir los vientos, 15amigo, en cualquier sazónlos ayes de tu pasión,los ecos de tus lamentos.
DON ANTONIO Si acaso quiero entonaralguna voz de alegría, 20siento que la lengua míase me pega al paladar. A mi angustia, a mi dolenciano dan alivio los cielos:que no le tienen los celos, 25ni le consiente la ausencia.
DON FRANCISCO No hay estremo sin su medio,ni es eterna humana suerte:sólo no tiene la muerteen la vida algún remedio. 30 Naturaleza compusola suerte de los mortalesentre bienes y entre males,como nos lo muestra el uso. Esta verdad sé bien yo, 35sin que en probarla porfíe:ayer lloraba el que hoy ríe,y hoy llora el que ayer rió.
DON ANTONIO ¡Oh, qué filósofo vienes,don Francisco!
DON FRANCISCOYo confieso 40que lo soy por el progresode tus males y tus bienes. Dame los brazos y albricias.
DON ANTONIOLos brazos veslos aquí,y las albricias de mí 45llevarás, si las codicias; pero yo no sé de quéme las pides.
DON FRANCISCOYo las pidode que el Amor ha entendidolos quilates de tu fe, 50 y te la quiero premiarcon entregarte a Marcela.
DON ANTONIOSé que es burla, y llevarélacon tu gusto y mi pesar; pero no sé qué te mueve 55a hacer burla de un amigotal como yo.
DON FRANCISCOVerdad digo,y escucha, que seré breve. Su padre de Marcela...
DON ANTONIO¡Oh nombres cordialísimos 60de Marcela y su padre!
DON FRANCISCOEscucha: no seas tonto.
DON ANTONIOEscucho y soylo.
DON FRANCISCO Esta mañana, estandoen misa en San Jerónimo,al salir de la iglesia 65me tomó por la mano.
DON ANTONIO¡Oh dulce toque!
DON FRANCISCO ¿Qué toque dulce puededar la mano de un viejo?Traslúceseme, amigo,que así estáis vos en vos, como en el cuento. 70
DON ANTONIO Luego, ¿no fue Marcelala que os tocó la mano?
DON FRANCISCOQue no, sino su padre.
DON ANTONIONo entendí bien. Seguid, que estoy suspenso.
DON FRANCISCO Las pacíficas plantas 75de las olivas verdesfueron testigos ciertosdestas palabras que deciros quiero.
DON ANTONIO ¡Oh santísimos orbesde todas las esferas, 80a quien inteligenciassupernas rigen, mueven y gobiernan! Haced que estas razonesen mi provecho sean;lleguen a mis oídos, 85siquiera esta vez sola, alegres nuevas.
DON FRANCISCO ¡Por vida juro! ¡Muérdomela lengua! ¡Voto a Chito,que estoy por...! ¡Lleve el diabloa cuantos alfeñiques hay amantes! 90 ¡Que un hombre con sus barbas,y con su espada al lado,que puede alzar en pesoun tercio de once arrobas de sardinas, llore, gima y se muestre 95más manso y más humildeque un santo capuchinoal desdén que le da su carilinda...!
DON ANTONIO Paréntesis es ésteque se lleva colgada 100de cada razón suyami alma aquí y allí.
DON FRANCISCOPues otro queda. Pidióle a una fregonaun amante alcorzadole diese de su ama 105un palillo de dientes, y ofrecióle por él cuatro doblones;y la muchacha bobatrújole de su amo,que era viejo y sin muelas, el palillo. 110 Él dio lo prometido,y, engastándole en oro,se lo colgó del cuello,cual si fuera reliquia de algún santo. Gemía ante él de hinojos, 115y al palo seco y suyoplegarias enviabaque en su empresa dudosa le ayudase. ¿Y el otro presumido,que va a las embusteras 120del cedacillo y habas,y da crédito firme a disparates? ¡Cuerpo del mundo todo!Descubra el hombre siempretal valor y tal brío, 125que le muestren varón a todo trance. No se ande con esferas,con globos y con máquinasde inteligencias puras;atienda, espere, escuche, advierta y mire, 130 o lo que en daño suyo,o en su pro, sus amigosquisieren descubrirle.
DON ANTONIOAtiendo, espero, escucho, advierto y miro.
DON FRANCISCO Digo, pues, que don Pedro, 135el padre de Marcela,me dijo estas palabras...
DON ANTONIO¿Es mucho que te diga que apresures la comenzada plática,de cuyo fin depende 140o mi vida o mi muerte?
DON FRANCISCODíjome, en fin...
DON ANTONIO¡Primero vendrá el mío!
DON FRANCISCO ¡Colérico, enfadosoestá!
DON ANTONIO¡Cuerpo del mundo!Acaba, don Francisco, 145que está pendiente el alma de tu boca.
DON FRANCISCO Dijo que yo sea parte,como que él nada entiende,que a Marcela, su hija,se la demandes por mujer.
DON ANTONIO¿Qué escucho? 150 ¿Búrlaste, amigo, o quierescon falsas esperanzasentretener las mías?
DON FRANCISCONo burlo, juro a Dios: verdad te digo.
DON ANTONIO Dame esos pies.
DON FRANCISCOLevanta. 155
DON ANTONIOY pídeme en albriciasel alma, y te la diera,si ya a Marcela dado no la hubiera. Mas dime, dulce amigo:¿tocaste, por ventura, 160el cuerpo de don Pedro?¿Viste si era fantasma o no?
DON FRANCISCOPerdidoestás desa cabeza.
DON ANTONIO ¿Que era don Pedro Osorio,el padre de Marcela? 165
DON FRANCISCOEl mismo.
DON ANTONIO¡El mismo!
DON FRANCISCOEl mismo. ¿Qué es aquesto?
DON ANTONIO A tanta desventuraestá el corazón hecho,que no puede dar créditoa las dichosas nuevas que le intimas; 170 pero habrá de creerte,en fe que tú las dices:que el buen amigo vemosque es pedazo del alma de su amigo.
DON FRANCISCO Busca a don Pedro Osorio, 175y pídele a su hijapor legítima esposa.
DON ANTONIO¿Dónde la tiene?
DON FRANCISCOEn Santa Cruz la tiene: un monesterio santo,que está puesto muy cerca 180de Torrejón y Cubas,orden del rico capitán de pobres.
DON ANTONIO ¿Qué le movió llevarlaa tanto encerramiento?
DON FRANCISCONo me metí en dibujos, 185no le pregunté nada; sólo estuve atento a su demanda,y, con la ligerezaposible, vine a dartela dulce que has oído alegre nueva. 190
(Entran MARCELA y CRISTINA.)
MARCELA Llega, Cristina, y dilelo que quieres.
CRISTINAOcúpameel rostro la vergüenza,y enmudece la lengua.
MARCELA¡Qué melindres! Tomarte has con un toro 195y con un hombre armado,¿y de mi hermano tiemblas?
DON ANTONIOPues, hermana, ¿queréis alguna cosa?¿Mandáis que os sirva en algo?Pedid a vuestro gusto, 200que estoy en ocasión de hacer mercedes.
MARCELA En nombre de Cristina,os pido deis licenciapara que aquesta nocheos hagan una fiesta los de casa; 205 Muñoz y Dorotea,Torrente con Ocaña.
CRISTINAY nuestro buen vecinoel barbero también, y la barbera, que canta por el cielo 210y baila por la tierra,con otro oficial suyo,nos tienen de ayudar; dígalo todo.
MARCELA Dígolo todo, y digo,hermano, que yo gusto 215que esta fiesta se haga.
DON ANTONIODigo que soy contento, y doy licencia para que el cielo rompaen diferentes lenguasy en fiestas diferentes 220las cataratas del placer, y salga a playa mi contento.
DON FRANCISCOY aun, a ser necesario,haré yo mi figura.
DON ANTONIOY aun yo, que soy valiente recitante. 225
CRISTINA Mil años, señor, vivas;mil regocijos buenosel corazón te ocupen.Hacerme tengo rajas esta noche.
DON ANTONIO El término decente 230de honestidad se guarde,Cristina.
CRISTINA¡Bueno es eso!Bailaremos a fuer de palaciegos.
DON ANTONIO Vamos, amigo.
DON FRANCISCOVamos;aunque don Pedro agora 235no está en Madrid.
DON ANTONIO¿Pues, dónde?
DON FRANCISCO A Santa Cruz es ido,y volverá mañana.
DON ANTONIOVamos a dar al cielogracias porque ha mirado mi buen celo. 240
(Éntranse DON FRANCISCO y DON ANTONIO.)
MARCELA Mira, Cristina, que seael baile y el entremésdiscreto, alegre y cortés,sin que haya en él cosa fea.
CRISTINA Hale compuesto Torrente 245y Muñoz, y es la marañacasi la mitad de Ocaña,que es un poeta valiente. El baile te sé decirque llegará a lo posible 250en ser dulce y apacible,pues tiene que ver y oír: que ha de ser baile cantado,al modo y uso moderno;tiene de lo grave y tierno, 255de lo melifluo y flautado. Es lacayuno y pajilel entremés, y me admirade verle una tiramiraque tiene de fregonil. 260
MARCELA La fiesta será estremada.
CRISTINABasta que agradable sea.
MARCELA¿Sabe el dicho Dorotea?
CRISTINANinguno no ignora nada de lo que a su parte toca. 265Dame, señora, lugar,que nos hemos de ensayar.
MARCELAVamos.
CRISTINADe gusto voy loca.
(Éntranse.)
(Salen TORRENTE y OCAÑA, cada uno con un garrote debajo del brazo.)
TORRENTE Señor Ocaña, a esta parte,que está más llano el camino. 270
OCAÑAPor esta vez, peregrinotraidor, no pienso de honrarte con darte el lado derecho,porque he de tomar el tuyo.Desas ceremonias huyo, 275lánguidas y sin provecho; adondequiera voy bien,al diestro o siniestro lado,y no quiero, acomodado,que otros lugares nos den 280 del que me cupiere acaso,y sé yo, señor Torrente,que tiene de lo imprudentehacer destas cosas caso.
TORRENTE ¿Es daga aquese garrote, 285señor Ocaña?
OCAÑAEs un paloque por martas lo señalopara ablandar un cogote. ¿Y es puñal aquese vuestro?
TORRENTEEs una penca verduga 290que las espaldas arrugadel maldiciente más diestro.
OCAÑA Luego, ¿vais a castigaralgún maldiciente?
TORRENTESí.
OCAÑAPues no pasemos de aquí, 295que yo también he de dar doce palos a un bellaco,socarrón, traidor, y miente.
TORRENTESi lo dices por Torrente,daré destierro a este saco, 300 y haré en calzas y en jubón,ya con el palo o sin él,que confieses ser tú aqueldesmentido y socarrón.
OCAÑA Tente, Torrente; ¿estás loco?, 305ten tus cóleras a raya,si quieres que yo me vayaen las mías poco a poco. ¿Han de fenecer aquí,por gustos de mozas viles, 310dos Héctores, dos Aquiles?
TORRENTEMueran. ¿Qué se me da a mí?
OCAÑA ¡Vive Dios!, que Cristinillame mandó te apalease;a lo menos, te reglase 315la una y otra mejilla con una navaja aguda:que es, si en ello mirar quieres,entre las crudas mujeres,la más insolente y cruda. 320 Lo mismo a mí me mandóque a ti.
TORRENTESin duda, ansí es.
OCAÑA¿Y saldrá con su interés?
TORRENTEAmigo Ocaña, eso no. Vivamos para beber, 325pues para beber vivimos,y estos dijes y estos mimoscon otros se han de entender de más tiernas intencionesy de más sufribles lomos; 330no con nosotros, que somosmalos sobre socarrones. Disimula; vesla allídonde viene; disimula.
OCAÑAÉsta es la más mala mula 335que en mi vida rasqué o vi.
TORRENTE Contemporicémosla.Quizá mudará el rigor:que su mudanza en mejorse ha de poner en quizá. 340
(Entra CRISTINA.)
CRISTINA Apostaré que están hechospedazos mis dos amantes,que revientan de arrogantesy de coléricos pechos. Pero allí están sosegados 345más que en misa. ¿Cómo es esto?Aún no se habrán descompuesto,que son rufos recatados.
TORRENTE Señora Cristina mía...
CRISTINA¿Tuya? ¡Bueno!
TORRENTEPues ¿que no? 350
CRISTINA¿Quién a ti a Cristina dio?
TORRENTEEl dinero y la porfía.
CRISTINA ¿Qué dinero?
TORRENTEAquel que piensodarte en llegando la flota,si no es que, de puro rota, 355da al mar el usado censo.
CRISTINA ¿Tú no me das algo, Ocaña?
OCAÑACristina, ¿yo no te he dado,como poeta rodado,del entremés la maraña? 360 ¿Hay día que no te cebecon dos cuartos y aun con tres?
CRISTINASi es que sale el entreméstal que mi señor le apruebe, yo me daré por pagada 365y satisfecha, que es más.
TORRENTECristina, ¿no nos dirás,si es que el caso no te enfada, a cuál de los dos más quieres?
CRISTINAEs injusta petición, 370y aquesa declaraciónno la han de hacer las mujeres como yo; mas, si gustáisque por señas os lo diga,haré lo que a más me obliga 375el amor que me mostráis. Muestra si traes un pañuelo,Ocaña.
OCAÑASí traigo, y roto,y te le ofrezco devotocon sano y humilde celo. 380
CRISTINA Toma este mío, Torrente,y con esto he declaradolo que me habéis preguntadohonesta y discretamente. Y adiós; y venid, que es hora 385de ensayar el entremés.
(Éntrase CRISTINA.)
TORRENTESi no te aclaras después,más confuso estoy agora que antes de hacer la pregunta.
OCAÑAPues yo me aplico la palma, 390que en mi provecho mi almaestas razones apunta: a ti dio, sin darle nada,y, sin darme, a mí, tomó;con el darte, te pagó; 395llevando, queda obligadaal pago que recibió.
TORRENTE A quien toman lo que tiene,dan muestra que se aborrece;y en el dar, claro parece 400que más amor se contiene,pues con las dádivas crece.
OCAÑA La verdad desta cuestiónquede a la mosquetería,que tal hay que en él se cría 405el ingenio de un Platón.Estos capipardos son poetas casi los más,y tal vez alguno oirásque a socapa dice cosas 410que parece, de curiosas,que las dicta Barrabás.
(Éntranse TORRENTE y OCAÑA.)
(Salen DON ANTONIO, DON FRANCISCO, CARDENIO y MARCELA, y MUÑOZ.)
DON ANTONIO Quiera Dios que la fiesta correspondaal buen deseo de los recitantes.
MUÑOZSerá maravillosa, porque danza 415nuestro vecino el barberito, ¡y cómo!
(Asómase a la puerta del teatro CRISTINA, y dice:)
CRISTINAPónganse todos bien, que ya salimos.
MARCELA¿Han venido los músicos?
CRISTINAYa tiemplan.
(Éntrase CRISTINA.)
(Salen OCAÑA y TORRENTE, como lacayos embozados.)
TORRENTEParéceme que vas algo dañado,Ocaña.
OCAÑACuando voy desta manera, 420va el juïcio en su punto. Tú no sabescómo el calor vinático despiertalos espíritus muertos y dormidos.De suerte voy que pelearé con ciento,sin volver el pie atrás una semínima. 425
CARDENIONo es muy mala la entrada.
MUÑOZ¿Cómo mala?Digo que es la mejor cosa del mundo.Yo soy su medio autor.
TORRENTEOcaña, ¿es ésteel zagüán de la fiesta?
OCAÑANo diviso:que tengo las lumbreras algo turbias 430Adonde oyeres música, repara.
TORRENTEEscucha, que aquí sale Cristinay Dorotea.
OCAÑACáigome de sueño.
(Salen DOROTEA y CRISTINA como fregonas.)
DOROTEAAquesta tarde, Cristinica amiga,pienso bailar hasta molerme el alma. 435
CRISTINAY yo, hasta reventar he de brincarme.¡Cómo tarda Aguedilla, la del sastre!
DOROTEA¿Díjote que vendría?
CRISTINAY Julianilla,la del entallador, con Sabinica,que sirve a la beata en Cantarranas. 440
DOROTEATodas son bailadoras de lo fino.En fregando, vendrán.
CRISTINAComo nosotras,que lo dejamos todo hecho de perlas.De la cena no curo; que mi amodos huevos frescos sorbe, y a Dios gracias. 445
DOROTEAEl mío nunca cena; que es asmático,y con dos bocadillos de conservaque toma, se santigua y se va al lecho.
CRISTINAY tu ama, ¿qué hace? ¿No se acuesta?
DOROTEANo toméis menos; puesta de rodillas 450dentro de un oratorio, papa santosdos horas más allá de los maitines.
CRISTINATambién es mi señora una bendita,y, por nuestra desgracia, ellas son santas.
DOROTEAPues ¿no es mejor, amiga, que lo sean? 455
CRISTINANo; ni con cien mil leguas. Si ellas fueranresbaladoras de carcaño, acasotropezaran aquí y allí rodaran;y, sabiendo nosotras sus melindres,tuviéramos la nuestra sobre el hito: 460ellas fueran las mozas, y nosotrasfuéramos las patronas a baqueta,como dice il toscano.
DOROTEAVerdad dices:que el ama de quien sabe su criadatiernas fragilidades, no se atreve, 465ni aun es bien que se atreva, a darle voces,ni a reñir sus descuidos, temerosaque no salgan a plaza sus holguras.
CRISTINA¿Has visto qué calzado trae Lorenza,la que sirve al letrado boquituerto? 470¿Quién se le dio, si sabes?
DOROTEAUn su primodonado, que es un santo.
CRISTINA¡Ay Dorotea,cómo los canonizas!
DOROTEAOye, hermana,que los músicos suenan, y el barbero,gran bailarín, es éste que aquí sale. 475
MUÑOZ¡Vive el cielo!, que es cosa de los cielosel entremés.
OCAÑAAquel viejo me enfada;que le he de dar, pondré, una bofetada.
(Entran los MÚSICOS y el BARBERO, danzando al son deste romance:)
MÚSICOS De los danzantes la primaes este barbero nuestro, 480en el compás acertado,y en las mudanzas ligero.Puede danzar ante el rey,y aqueso será lo menos,pues alas lleva en los pies 485y azogue dentro del cuerpo.Anda, aguija, salta y correaquí y allí como un trueno,adóranle las fregonas,respétanle los mancebos. 490
OCAÑAOíganme, pido atención;no gusto destos paseos,deste dar coces al airey puntapiés a los vientos.Toquen unas seguidillas, 495y entendámonos; y adviertoque se juegue limpiamente,y sepan que no me duermo.
MUÑOZ¿Hay tal Ocaña en el mundo?¿Hay tal lacayo en el cielo? 500
BARBEROAlto, pues; vayan seguidas.
CRISTINASí, amigo, porque bailemos.
MÚSICOS Madre, la mi madre, guardas me ponéis; que si yo no me guardo, 505 mal me guardaréis.
TORRENTE Esto sí, ¡cuerpo del mundo!,que tiene de lo moderno,de lo dulce, de lo lindo,de lo agradable y lo tierno. 510
MÚSICOS Dicen que está escrito, y con gran razón, que es la privación causa de apetito. Crece en infinito 515 encerrado amor; por eso es mejor que no me encerréis: que si yo no me guardo...
OCAÑA Ya les he dicho que bailen 520a lo templado y honesto:que no gusto que se bebande las niñas el aliento.
BARBERO¡Por vida del so lacayo,que nos deje, que aquí haremos 525lo que más nos diere gusto!
OCAÑABailen: después nos veremos.
MÚSICOS Es de tal manera la fuerza amorosa que a la más hermosa 530 vuelve en quimera. El pecho de cera, de fuego la gana, las manos de lana, de fieltro los pies: 535 que si yo no me guardo, &c.
TORRENTE Tampoco a mí me contentanestas vueltas ni floreos:que se requiebran bailando,pues son requiebros los quiebros. 540
MÚSICOSSeñores lacayos, vayany monden la haza, y déjennos.
OCAÑAMusiquillo de mohatra,canta y calla, que queremosestar aquí a tu pesar. 545
MÚSICOSEstá bien dicho; cantemos. Que tiene costumbre de ser amorosa, como mariposa se va tras su lumbre, 550 aunque muchedumbre de guardas le pongan, y aunque más propongan de hacer lo que hacéis: que si yo no me guardo... 555
TORRENTE Varilla de volver tripas,no hagas tantos meneos;lagartija almidonada,baila a lo grave y compuesto.
DOROTEABodegón con pies, camine, 560que aquí no le conocemos;calle o pase, porque oliscaa lacayo y a gallego.
MUÑOZÉstas sí que son matracas,que tienen del caballero, 565de lo ilustre y de lo lindo,de lo propio y lo risueño.
OCAÑABailar quiero con Cristina.
TORRENTENo con mi consentimiento.¿No se acuerda el sor Ocaña 570que a mí me dio su pañuelo,y que, en fe de ser su cuyo,sobre ella dominio tengo,y que los rayos del solno la han de tocar, si puedo? 575
OCAÑA¿Y no sabe el so Torrenteque soy aquel que merezcobailar con un arzobispo,aunque sea el de Toledo?
CARDENIO¿No pasa el baile adelante? 580
OCAÑANo; que ha de pasar primerode Ocaña la valentía,su venganza y su denuedo.
TORRENTE¡Ay narices derribadasy tendidas por el suelo! 585Pero toma esta respuesta:
de Tarpeya mira Nero.
MUÑOZDiole. ¡Mal haya la farsay el autor suyo primero!Pero yo no di esta traza, 590ni escribí tal en mis versos.
BARBERO¡Pasado de parte a parteestá el pobre Ocaña!
MARCELA¡Ay cielos!
BARBEROYo les tomaré la sangre,que para esto soy barbero. 595
DOROTEA¡Mi señora se desmaya!
DON ANTONIOYo tengo la culpa desto,pues que sabía que Ocañaes buzaque en todo tiempo.
BARBERO¡Paños, estopas, aguijen; 600tráiganme claras de huevos!
CARDENIO¡Huye, traidor enemigo;huye, traidor, que le has muerto!
TORRENTEMire si halla mis narices,porque sin ellas no pienso 605salir un paso de casa.
CARDENIO¡Sal, que le has muerto!
TORRENTE¡No quiero!
DOROTEA¡Ay, sin ventura, señora!
DON ANTONIOLas dos llevadla allá dentro.Miren quién llama a esa puerta. 610¡Y la rompen! ¿Qué es aquesto?
DON FRANCISCOYo pondré que es la justicia,que a los llantos lastimerosdestas muchachas acude.
CRISTINAAqueso tengo yo bueno: 615que no lloraré una lágrimasi viese a mi padre muerto;y más, viéndome vengadadestos dos amantes ciegos,importunos, maldicientes, 620socarrones, sacrílegos,pobres, sobre todo, y ruines:¡mirad qué estremos estremos!
(Entran un ALGUACIL y un CORCHETE.)
ALGUACIL¿Qué guitarra es aquésta?
CORCHETEAquí hay sangre. ¿Qué es aquesto? 625
TORRENTEYo soy, que estoy sin narices.
OCAÑAY yo, que estoy casi muerto.
ALGUACILNo se me vaya ninguno;cierren esas puertas luego.
MUÑOZDe aquí habremos de ir...
DOROTEA¿Adónde? 630
MUÑOZA la cárcel, por lo menos.
DON ANTONIO¿No la habéis echado el agua?
DOROTEAYa vuelve en sí.
CORCHETE¿Qué haremos?¿Han de ir a la cárcel todos?
ALGUACILEl caso sabré primero. 635
TORRENTE¡Que tengo de ir a Turpia!
OCAÑA¡Que esté tan cerca mi entierro!¡Mete la tienta, cuitado,con más blandura y más tiento!
BARBEROMás de dos palmos le cuela. 640
OCAÑASi yo cuatro azumbres cuelo,no es bien se mire conmigoen dos varas más o menos.
CORCHETEVeamos estas narices.
TORRENTEPaso, detente, reniego 645de tus pies y de tus patas:que las pisas, y tendremosque enderezarlas si acasoquedan chatas.
CORCHETEYo no veoen el suelo tus narices. 650
TORRENTEVerdad, porque aquí las tengo.
MUÑOZ¡Milagro, milagro, y grande!
OCAÑATú, compasivo barbero,por lo hueco de una botaentraste la tienta a tiento. 655
DON ANTONIOLuego, ¿todo esto es fingido?
OCAÑASí, señor.
DON ANTONIO¡Por Dios del cielo!,que estoy por hacer que salgalo que es fingido por cierto.¡Desnudar, donde hay mujeres, 660espadas!
TORRENTE¡Ah, señor bueno,qué mal sientes de sus bríos!
DON ANTONIODigo que sois majadero.
ALGUACILLuego, ¿todo aquesto es burla?
OCAÑATodo aquesto es burla luego, 665pero después serán veras.
CARDENIO¡Qué buen relente tenemos!
DON FRANCISCOEl picón, por Dios bendito,que ha sido de los más buenosque he visto hacer en mi vida. 670
DOROTEA¿Bailaremos más?
CRISTINABailemos.
MARCELANo, porque aún no estoy en mídel sobresalto, y deseoreparar el accidenteque me ha puesto en recio estremo. 675
DON ANTONIOEntraos, hermana.
MARCELAVeníconmigo vosotras.
TORRENTEDemossobresaltado remateal principio de sosiego.
(Éntranse CRISTINA, MARCELA y DOROTEA.)
ALGUACILDe que todo sea comedia, 680y no tragedia, me alegro;y así, a mi ronda, señores,con vuestra licencia, vuelvo.
(Éntranse el ALGUACIL y el CORCHETE.)
CARDENIOOcaña y Torrente, digoque el asunto fue discreto 685del picón, y que se hizocon propiedad en estremo.
MUÑOZEl principio todo es mío,pero no lo fue el progreso;el perulero y Ocaña 690tienen el diablo en el cuerpo.
OCAÑAMiren la herida por quienmetió la tienta el barbero,que, mientras es más profunda,más vida y bien me prometo. 695(Enseña una bota de vino.)
TORRENTEPreguntar quiero otra vez,mis señores mosqueteros,quién ha de llevar la galade los trocados pañuelos.Pensadlo para otra vez, 700que en este sitio saldremoscon preguntas más agudas,con entremeses más buenos.Y advertid que soy Torrente,perulero por lo menos, 705y os daré selvas de platay mil montes de oro llenos.
OCAÑAHermanos, yo soy Ocaña,lacayo, mas no gallego;sé brindar y sé gastar 710con amigos cuanto tengo.
(Éntranse todos.)
(Entran DON SILVESTRE DE ALMENDÁREZ, el verdadero, con una gran cadena de oro, o que le parezca, y CLAVIJO, su compañero.)
DON SILVESTRE Si no llega al retrato su hermosura,y della ha declinado alguna parte,podrá buscar en otra su ventura.
CLAVIJO Señor, lo que yo puedo aconsejarte 715es que procures que la vista seala que desta verdad ha de informarte; y si tu prima acaso fuere fea,no faltarán escusas con que impidasel lazo que se teme y se desea: 720 que, a darle el matrimonio por dos vidas,las glorias que no diera la primera,fueran en la segunda prevenidas. Un nudo solo dado a la ligera,aprieta, estrecha y liga de tal suerte, 725que dura hasta la hora postrimera. No fue de Gordïano el lazo fuertetan duro de romper como este ñudo,que sólo se desata con la muerte. Mancebo eres, pero muy sesudo, 730y así, de que has de hacer como discretotan confiado estoy, que en nada dudo.
DON SILVESTREDe seguir tus consejos te prometo. Ésta es buena coyuntura,porque imagino que es ésta 735mi prima.
CLAVIJOComo es hoy fiesta,saldrá a misa.
DON SILVESTRE¡Gran ventura! De mi primo ésta es la casa.Ella es; no hay qué dudar.
CLAVIJOToda la puedes mirar, 740si es que descubierta pasa.
(Salen MARCELA y DOROTEA, con mantos, y detrás QUIÑONES, con una almohada de terciopelo, y MUÑOZ, que lleva a MARCELA de la mano.)
MARCELA Delantero cargó Ocaña,Muñoz, en el entremés.
MUÑOZ¿No sabes, señora, que esel mayor cuero de España? 745
MARCELA Desenvainar las espadas,me dio pena.
MUÑOZAquellas monasnunca las sacan tizonas,porque todas son coladas. Embebe como esponja 750vino Ocaña, y aun Torrentebebe como hombre valiente,sin melindre y sin lisonja.
MARCELA ¿Don Silvestre queda en casa?
DOROTEASí, señora; y acostado. 755
MARCELAMi primo es tan regalado,que ya de lo honesto pasa. ¿Traes, Dorotea, las Horas?
DOROTEASí, señora.
MUÑOZEl corazónme dice que hoy el sermón 760tiene de durar tres horas.
(Al pasar, DON SILVESTRE y CLAVIJO hacen a MARCELA una gran reverencia, y ella, ni más ni menos.)
Pero yo le oiré de modoque fastidio no me pille.
MARCELALuego, ¿no pensáis oílle?
MUÑOZAlguna parte, no todo. 765
(Éntrase MARCELA, MUÑOZ, DOROTEA y QUIÑONES.)
DON SILVESTRE Ésta es Marcela, mi prima,y el retrato le parece.
CLAVIJOPor cierto que ella mereceser tenida por la prima de hermosura y gentileza, 770y estaría en perfeccióngrande, si su discreciónllega donde su belleza.
DON SILVESTRE Primo y don Silvestre dijo,y que quedaba acostado, 775y que era muy regalado:¿qué infieres desto, Clavijo?
CLAVIJO De lo que pueda inferir,ingenio no se resuelve;mas el escudero vuelve, 780que nos lo podrá decir.
(Vuelve MUÑOZ.)
MUÑOZ Viejo en pie, largo sermón,temblores de puro frío,y el estómago vacío,no llaman la devoción. 785 Aquí, al sol estaré, en tantoque se quiebra la cabezaeste fraile, rica pieza,que todos tienen por santo.
CLAVIJO Díganos, señor galán: 790¿quién es aquesta señoraque entró de la mano ahora?
MUÑOZ¿Adónde?
CLAVIJOEn San Sebastián.
MUÑOZ Es Marcela de Almendárez,doncella la más garrida 795que vive en toda la corte,más honesta y recogida.Es su hermano don Antoniode Almendárez. Tiene en Indiasun hermano de su padre, 800rico a las mil maravillas,un hijo del cual en casase huelga a pierna tendida,esperando si de Romael Padre Santo le envía 805licencia para casarsecon Marcela, que es su prima.
DON SILVESTRE¿Y llámase?
MUÑOZDon Silvestrede Almendárez, y es de Lima,y a nuestra casa llegó, 810puedo decir, en camisa,porque en una gran tormentaechó al mar dos mil valijasllenas de tejuelos de orofinísimo y plata fina, 815y entre ellas fue mi bayeta,que fue oída y no fue vista.
CLAVIJO¡Válame Dios! ¡Grave caso!
MUÑOZÉste que viene podríacontaros el caso grave 820con más luenga narrativa:que se halló presente a todo,con gran dolor de su ánima.
DON SILVESTREÁnima, querréis decir.
MUÑOZNo me importa a mí una guinda 825pronunciar con dinguindujes.
(Entra TORRENTE.)
TORRENTEMuñoz, ¿en qué está la misa?
MUÑOZEn el misal: ahora empieza.
TORRENTE¿Pasó por aquí Cristina?
MUÑOZEntre la cruz creo que andáis, 830Torrente, y la agua bendita.Bastan las de vuestro ojos,sin buscar ajenas niñas;que es Ocaña apitonadoy sabe mucho de esgrima. 835
TORRENTEEn este caso y en otros,¿mondo yo, por dicha, níspolas?Y, cuando no, su cabezatiene de guardar la mía.
(Entra un CARTERO destos que andan por la corte dando las cartas del correo.)
CARTERO¿Don Antonio de Almendárez, 840saben dónde vive, a dicha,señores?
MUÑOZHombre de bien,a la vuelta, en una esquina.¿Son de Roma?
CARTEROSí, señor.
MUÑOZLa dispensación sería 845que aguarda el gran peregrinoy la en beldad peregrina.¿Cuánto es el porte?
CARTEROUn escudo.
MUÑOZ¡Hoste, puto! Vaya y digaal mayordomo de casa 850que le pague y la reciba.
(Éntrase el CARTERO.)
TORRENTEAgora sí que tendremosgusto abierto y rica jira,regodeos hasta el tope,lautas y limpias comidas. 855Mudaremos este pelode sayal con cebollinasmartas.
MUÑOZProcurad que seanajunas, que sean más finas. Con tantos gustos, sin duda, 860que olvidaréis la tormentaque pasastes, que, a mi cuenta,debió ser en la Bermuda: que siempre en aquel parajehay huracanes malignos. 865
TORRENTETanto, que de peregrinoshicimos pleito homenaje yo y mi señor don Silvestre;mas yo tengo por lunáticoquien sube en caballo acuático, 870cuando le tiene terrestre. A la sorda y a la mudaíbamos muy sin placer,cuando llegamos a verla venta de la Barbuda; 875 pero tenía cerradaslas puertas, si viene a mano,y no hay fiarse cristianode viejas que son barbadas.
DON SILVESTRE Y la canal de Bahama, 880¿pasóse sin detrimento?
TORRENTEOtra canal yo no sientoque aquesta por do derrama sus dulces licores Baco.
CLAVIJO¿Dónde se alijó el navío? 885
TORRENTENo le alijó el señor mío,que le tuvo por bellaco; y más, que espera tenerhijos en su prima hermosa.
MUÑOZLa respuesta, aunque graciosa, 890nos ha de echar a perder.
DON SILVESTRE ¿En el golfo de las Yeguassería el trance crüel?
TORRENTECreo que pasamos déldesviados cuatro leguas. 895
CLAVIJO ¿Y dónde se tomó tierra?
TORRENTEEn el suelo.
DON SILVESTREDice bien.
MUÑOZVuesas mercedes nos denlicencia.
DON SILVESTREDonaire encierra el peregrino, en verdad: 900que si aspirara a piloto,que yo le diera mi votocon poca dificultad, porque describe los puertosy los golfos bravamente. 905
MUÑOZEs estimado Torrentede los pilotos más ciertos que encierra Guadalcanal,Alanís, Jerez, Cazalla.
TORRENTEBaco en sus Indias se halla, 910pasando por mi canal.
MUÑOZ Si la plática no atajoen ocasión oportuna,vos os veis, sin duda alguna,Torrente amigo, en trabajo. 915
(Éntranse TORRENTE y MUÑOZ.)
(Salen DON ANTONIO, DON FRANCISCO y DON AMBROSIO (trae un papel en la mano).)
DON AMBROSIO Si desto albricias no dais,o esta verdad no creéis,ni de mi mal os doléis,ni de mi bien os holgáis. Tras la noche triste mía, 920amarga, lóbrega, escura,hizo salir la venturaclaro sol y alegre día. Por las levantadas cumbresde imposibles que temí, 925mi luz clara salir villena de piadosas lumbres, que como nortes me guíanal puerto con dulces modos,y de los peligros todos 930del mar de amor me desvían. Ya Marcela ha parecido,y con esa letra y firmatodos mis bienes confirma;ya, cual veis, soy su marido. 935
DON ANTONIO ¿Sabéis vos que ésta es su manoy firma?
DON AMBROSIOSin duda alguna.
DON ANTONIOCon tan próspera fortuna,bien es que os mostréis ufano; pero de su padre sé 940que la casa en otra parte.
DON AMBROSIOÉl ni nadie será partea que se rompa la fe que con sangre viene escritaen ese papel que veis. 945
DON ANTONIOHaga Amor que la gocéisluengo tiempo en paz bendita. Tomad, y hágaos buen provechovuestra ventura estremada.
DON FRANCISCOLa mujer determinada 950pone a todo trance el pecho. Pero veis aquí do viene,el padre de vuestra esposa.
DON AMBROSIOEsperarle aquí no es cosaque a mis designios conviene. 955
(Entra el PADRE de Marcela, y vase AMBROSIO, y entra también OCAÑA.)
PADRE Como fue demanda honestala que os hice, vengo a versi vino a correspondercon mi intención la respuesta, que ya en público la pido: 960que no quiero que rodeosencubran que mis deseosno son de padre advertido. Daré al señor don Antonio...,deste modo lo diré, 965...mi alma, pues le daréa mi hija en matrimonio. En ella le daré esposabien nacida, cual se sabe,y aun estremo adonde cabe 970el mayor de ser hermosa; una niña a quien apenasel sol ni el viento han tocado;un armiño aprisionadocon religiosas cadenas; 975 una que son sus cuidadosde simple y tierna doncella;y ofrezco en dote con ellade renta dos mil ducados.
DON ANTONIO Con mucho gusto, señor 980don Pedro Osorio, hicieralo que tan bien me estuviera,mirando a vuestro valor; mas la señora Marcelaha ganado por la mano 985a vuestro intento tan sano,que en honrarla se desvela: ella se ha escogido esposo,que es el que salió de aquí.
PADRE¿Mi hija Marcela?
DON FRANCISCOSí. 990
PADREPadre triste, viejo astroso, ¿qué escuchas? ¿Cómo es aquesto?
DON FRANCISCOUna cédula le ha dadode su mano, donde ha echadode lo que es amor el resto. 995
PADRE ¿Será falsa?
DON FRANCISCOPodría ser;pero imagino que no.
PADREPues ¿para qué os la mostró?
DON ANTONIOTurba el sentido el placer.
PADRE Primero que él la vea, 1000primero que él la toque,primero que la goce,ha de perder la vida, o yo la mía. ¡Que venga un embustero,con sus manos lavadas, 1005y no limpias por esto,y el alma os robe y saque de las carnes...! Mitades son del almalos hijos; mas las hijasson mitad más entera, 1010por cuyo honor el padre ha de ser lince.
OCAÑA Por Cristo benditísimo,que la razón le sobrapor cima los tejadosa este pobre señor, de quien me duelo. 1015 ¡Que aquestos pisaverdes,aquestos tiquimiquisde encrespados copetes,se anden a pescar bobas con embustes...!
DON ANTONIO Majadero, ¿qué es esto? 1020
OCAÑAYo callo y me arrepientode lo dicho.
DON ANTONIOMostrenco,¿de cuándo acá os metéis vos en docena?
OCAÑA ¡Que no pueda hacer bazayo con este mi amo, 1025y si a las discrecionesjugamos, quince y falta puedo darle...!
PADRE No os quiero pedir nada,ni es razón que os la pida,hijo, que, si lo fuérades, 1030remozara mis canas y mis días. ¡Hijas inobedientes,que al curso de los añosanticipáis el gusto,destrúyaos Dios, los cielos os maldigan! 1035
(Éntrase el PADRE.)
DON ANTONIO ¡Mi gozo está en el pozo!
DON FRANCISCO¿Y si es falsa la cédula?
DON ANTONIOAunque lo sea, amigo,ya el honor titubea de Marcela. Cuanto más, que se sabe 1040que es bueno don Ambrosio,y no levantaríatan grande testimonio.
DON FRANCISCOAsí lo creo.
DON ANTONIO Doncella de escritorios,de públicas audiencias, 1045de pruebas y testigos,no es para mí.
OCAÑA¡Sentencia aristotélica!
(Entran TORRENTE y CARDENIO.)
TORRENTE ¿A cuándo, cuitado, aguardas?¿Qué diligencias has hechoque te sean de provecho? 1050¿A qué esperas? ¿A qué tardas? Lugar tienes y ocasiónpara rogar y fingir.
CARDENIOYo tengo para morir,no para hablar, corazón. 1055
TORRENTE Tu silencio ha de ser causade toda tu desventura.
CARDENIOSu honestidad y hermosuraponen en mi intento pausa. Al cabo habré de morir 1060callando.
TORRENTE¡Qué simple amante!
CARDENIOMedroso, mas no ignorante.
TORRENTETodo lo puedes decir.
(Entran MARCELA, DOROTEA, MUÑOZ y CRISTINA, y QUIÑONES.)
MARCELA La torpeza en vos se halla;caminad, que os valga Dios. 1065
OCAÑAUno a uno, dos a dos,juntado se ha gran batalla.
(Entran SILVESTRE y CLAVIJO.)
DON SILVESTRE ¿Un don Silvestre está aquíque tiene por sobrenombreAlmendárez?
CARDENIOGentilhombre, 1070yo soy. ¿Qué queréis de mí?
DON SILVESTRE Dadme, señor, vuestros pies,que soy grande servidorde vuestro padre.
CARDENIOSeñor,cortés, mas no tan cortés. 1075
DON SILVESTRE Diez mil pesos ensayados,con vos, me escribe mi padre,me envía, y tres mil mi madre.
TORRENTEPesos serán bien pesados. Catorce mil se tragó 1080el mar, como soy testigo.
DON SILVESTRETrece mil son los que digo.
TORRENTECatorce mil digo yo.
CARDENIO Es verdad; yo recebí,señor, todo ese dinero; 1085pero el mar...
CLAVIJOAquí no hay pero.
DON SILVESTREYo responderé por mí; callad vos. También me envíade vuestra prima un retrato.
TORRENTESorbiósele el mar ingrato 1090sin guardarle cortesía. Pensamos que se amansaratocándole su figura,y por respeto y mesuraen su lecho se acostara; 1095 pero fue tan mal mirado,que alzó montes sobre montes,y escondió los horizontesy aun la faz del sol dorado.
MARCELA No era reliquia el retrato. 1100
CLAVIJONo; pero si él le arrojaracon devoción, se mostraramanso el mar y el cielo grato.
TORRENTE Todo esto en la memoriano está, Muñoz, que nos diste, 1105y si nos caen en el chiste,nuestra desdicha es notoria.
DON SILVESTRE ¿Vuesa merced tiene, acaso,otro hermano?
CARDENIOSí, señor.
MUÑOZNo, señor. ¡Oh grande error! 1110¡Mil sustos de muerte paso!
CLAVIJO ¿Cómo se llama?
TORRENTEDon Juande Almendárez.
DON SILVESTRE¿Qué edad tiene?
TORRENTEAquella que le conviene.
OCAÑAExaminándoles van, 1115 y yo no sé para qué.
DON SILVESTRE¿Tocaron en la Bermuda?
TORRENTEYa he dicho desa Barbudaotra vez lo que yo sé.
DON SILVESTRE No ingenio, mas ignorancia, 1120es fabricar la maldad,de quien está la verdad,no dos dedos de distancia. Yo soy, señor don Antonio,vuestro primo verdadero, 1125y de ser éste embusterodarán claro testimonio mis papeles y el retratode mi señora Marcela.
MUÑOZ¡El alma se me revela! 1130¡Si hoy no me muero, me mato!
DON SILVESTRE Dadme, señora, esos piespor vuestro primo y esposo.
DON FRANCISCO¡Éste es caso prodigioso!
MARCELACortés, mas no tan cortés. 1135
TORRENTE Tres días ha, desventurado,que, por no querer hablar,te has de ver, a bien librar,en galeras y azotado. Embistiérasla, malino, 1140y no aguardaras a verteen la desdichada suertey en el traje peregrino.
DON FRANCISCO ¿Quién eres?
CARDENIOUn estudiante.
TORRENTEY yo su capigorrón, 1145que tengo de socarrónharto más que de ignorante.
CARDENIO Solicitóme el amora entrar en esta conquistaa la sombra de una lista... 1150
TORRENTEQue la escribió este traidor de Muñoz.
MUÑOZ¡Dios sea conmigo!¡Llegó de Muñoz el fin!
DON ANTONIO¡Ah escudero viejo y ruin!
OCAÑAEso pido y eso digo. 1155
CARDENIO Estos soles sobrehumanos,por quien mi mal crece y mengua,pusieron freno a mi lengua,como esposas a mis manos. En los rayos de sus ojos 1160se despuntaban los míos,y nunca mis desvaríosllegaron a darla enojos. Si me queréis castigar,primero advertid, señores, 1165que los yerros por amoresson dignos de perdonar.
DON ANTONIO En albricias, el perdónte diera, mas ten avisoque el Pontífice no quiso 1170conceder dispensación entre mi primo y mi hermana.
MARCELACasamientos de parientestienen mil inconvenientes.
CLAVIJOEl favor todo lo allana. 1175 Yo iré a Roma, y la traeré.
DON SILVESTREYo, aunque primo verdadero,ni quedarme en casa quiero,ni poner en ella el pie: que la honra de mi prima 1180ha de ir contino adelante,sin que haya otro estudianteque la asombre o que la oprima.
CRISTINA ¿No ha de haber un casamientoen esta casa jamás? 1185
OCAÑATú, Cristina, le harás,si te ajustas a mi intento.
CRISTINA Yo me ajusto al de Quiñones.
QUIÑONESPues yo no me ajusto al tuyo.
CRISTINA¿Tú, para no ser mi cuyo, 1190hallas razón?
QUIÑONESY razones.
CRISTINA Ocaña, si me deseas,vesme aquí.
OCAÑANo es mi linajetal, que lo que arroja un pajeescoja yo, ni tal creas. 1195
TORRENTE A no estar temiendo aquíla penca de algún verdugo,ese arrojado mendrugole tomara para mí.
CRISTINA ¡Malos años y mal mes! 1200
TORRENTEAcordársete debía,facinorosa arpía,del pañuelo y entremés.
MARCELACon licencia de mi hermanoy de mi primo, yo quiero 1205sentenciar al escuderoy al gran embustero indiano. Trocará la mano el juegoa cuyas leyes me arrimo:quedarse ha en casa mi primo, 1210y él se salga della luego. Lleve su vergüenza a cuestas,que es la venganza mayorque puede tomar Amorde invenciones como aquéstas. 1215 A Muñoz le doy la penaque da el arrepentimientoy el destierro.
MUÑOZYo bien sientoser ángel el que condena. Mi alma no se alboroza 1220con sentencia que es tan pía,pues ve que yo merecíaazotes, si no coroza.
OCAÑA Bien haya la lacayunahumilde y valiente raza, 1225pues que traiciones no trazapara subir su fortuna. Junto a la caballeriza,y al olor de su caballo,con sus bríndez, siento y hallo 1230que sus gustos soleniza.
CRISTINA De Quiñones desechada,y de Ocaña no escogida,aún no he de quedar perdida,porque espero ser ganada. 1235 Hace quien se desesperaun grandísimo pecado,y es refrán muy bien pensadoque tal vendrá que tal quiera.
DOROTEA Yo sola soy sin ventura. 1240Es tan corto el hado mío,que no ha alcanzado mi bríolo que impide la hermosura. Nunca he sido requebrada,ni sé amor a lo que sabe; 1245mas esto y mucho más cabeen la ventura quebrada.
TORRENTE Siento en aqueste desastresólo el perder a Cristina.
MUÑOZCamina, Muñoz, camina, 1250pobre, sin bayeta y sastre.
(Éntrase.)
DOROTEA Sin Marcela, don Antonio,se entra amargo el corazón.
(Éntrase.)
DON SILVESTREY yo sin dispensación.
(Éntrase.)
CRISTINACristina sin matrimonio. 1255
(Éntrase.)
CLAVIJO Yo seguiré de mi amigolos pasos, medio contento.
(Éntrase.)
DON FRANCISCOYo alabaré el pensamientode don Antonio, a quien sigo.
(Éntrase.)
MARCELA Yo quedaré en mi entereza, 1260no procurando imposibles,sino casos conveniblesa nuestra naturaleza.
(Éntrase.)
OCAÑA Esto en este cuento pasa:los unos por no querer, 1265los otros por no poder,al fin ninguno se casa. Desta verdad conocidapido me den testimonio:que acaba sin matrimonio 1270la comedia Entretenida.
(Éntrase.)
FIN DE LA COMEDIA
Comedia famosa de Pedro de Urdemalas
Jornada primera
Jornada segunda
Jornada tercera
Los que hablan en ella son los siguientes:
PEDRO DE URDEMALAS.
CLEMENTE, zagal.
CLEMENCIA, zagala.
BENITA, zagala.
CRESPO, alcalde, padre de Clemencia.
SANCHO MACHO, regidor.
DIEGO TARUGO, regidor.
LAGARTIJA, labrador.
HORNACHUELOS, labrador.
REDONDO, escribano.
PASCUAL.
UN SACRISTÁN.
MALDONADO, conde de gitanos.Músicos.
INÉS, gitana.
BELICA, gitana.
UNA VIUDA, labradora.
UN LABRADOR, que la lleva de la mano.
UN CIEGO.
EL REY.
SILERIO, un criado del rey.
UN ALGUACIL.
LA REINA.
MOSTRENCO.
MARCELO, caballero.Dos representantes.
SU AUTOR.
UN LABRADOR.Otros tres farsantes.
ALGUACIL DE COMEDIAS.
Entran PEDRO DE URDEMALAS, en hábito de mozo de labrador, y CLEMENTE, como zagal.
CLEMENTE De tu ingenio, Pedro amigo,y nuestra amistad se puedefiar más de lo que digo,porque él al mayor excede,y della el mundo es testigo; 5 así, que es de calidadtu ingenio y nuestra amistad,que, sin buscar otro medio,en ambos pongo el remediode toda mi enfermedad. 10 Esa hija de tu amo,la que se llama Clemencia,a quien yo Justicia llamo,la que huye mi presencia,cual del cazador el gamo; 15 ésa, a quien naturalezadio el estremo de bellezaque has visto, me tiene tal,que llega al punto mi maldo llega el de su lindeza. 20 Cuando pensé que ya estabaalgo crédula al cuidadoque en mis ansias le mostraba,yo no sé quién la ha trocadode cordera en tigre brava, 25 ni sé yo por qué mentirassus mansedumbres en irasha vuelto, ni sé, ¡oh Amor!,por qué con tanto rigorcontra mí tus flechas tiras. 30
PEDRO Bobear; dime, en efeto,lo que quieres.
CLEMENTEPedro, hermano,que me libres deste aprietocon algún consejo sanoo ayuda de hombre discreto. 35
PEDRO ¿Han llegado tus deseosa más que dulces floreos,o has tocado en el lugardonde Amor suele fundarel centro de sus empleos? 40
CLEMENTE Pues sabes que soy pastor,entona más bajo el punto,habla con menos primor.
PEDROQue si eres, te pregunto,Amadís o Galaor. 45
CLEMENTE No soy sino Antón Clemente,y andas, Pedro, impertinenteen hablar por tal camino.
PEDRO Aparte.
Pan por pan, vino por vino,se ha de hablar con esta gente. 50 ¿Haste visto con Clemenciaa solas o en parte escura,donde ella te dio licenciade alguna desenvolturaque encargase la conciencia? 55
CLEMENTE Pedro, el cielo me confunda,y la tierra aquí me hunda,y el aire jamás me aliente,si no es un amor decenteen quien el mío se funda. 60 Del padre el rico caudalel mío pobre despreciapor no ser al suyo igual,y entiendo que sólo preciael de Llorente y Pascual, 65 que son ricos, y es razónque se lleve el corazóntras sí de cualquier mujer,no el querer, sino el tenerdel oro la posesión. 70 Y, demás desto, Clemenciaa mi amor no correspondepor no sé qué impertinenciaque le han dicho, y así, escondede mis ojos su presencia; 75 y si tú, Pedro, no hacesde nuestras riñas las paces,ya por perdido me cuento.
PEDROO no tendré entendimiento,o he de trazar tus solaces. 80 Si sale, como imagino,hoy mi amo por alcalde,te digo, como adivino,que hoy no te trujo de baldea hablar conmigo el destino. 85 Tú verás cómo te entregoen holganza y en sosiegoel bien que interés te veda,y que al dártele precedapromesa, dádiva y ruego. 90 Y, en tanto que esto se traza,vuelve los ojos y miralos lazos con que te enlazaAmor, y por quien suspiraFebo, que allí se disfraza; 95 mira a los rubios cabellosde Clemencia, y mira entre ellosal lascivo Amor jugando,y cómo se va admirandopor ver que se mira en ellos. 100 Benita viene con ella,su prima, cual si viniesecon el sol alguna estrellaque no menos luz nos dieseque el mismo sol: tal es ella. 105 Clemente, ten advertenciaque, si llega aquí Clemencia,te le humilles: yo a Benita,como a una cosa benditale pienso hacer reverencia. 110 Dile con lengua curiosacosas de que no disguste,y ten por cierta una cosa:que no hay mujer que no gustede oírse llamar hermosa. 115 Liberal desta monedate muestra; no tengas quedala lengua en sus alabanzas,verás volver las mudanzasde la varïable rueda. 120
(Entran CLEMENCIA y BENITA, zagalas, con sus cantarillas, como que van a la fuente.)
BENITA ¿Por qué te vuelves, Clemencia?
CLEMENCIA¿Por qué me vuelvo, Benita?Por no verme en la presenciade quien la salud me quitay me da mortal dolencia; 125 por no ver a un insolenteque tiene bien diferentede la condición el nombre.
BENITAApostaré que es el hombrepor quien lo dices Clemente. 130
CLEMENTE ¿Soy basilisco, pastora,o soy alguna fantasmaque se aparece a deshora,con que el sentido se pasmay el ánimo se empeora? 135
CLEMENCIA No eres sino un parlero,adulador, lisonjeroy, sin porqué, jatancioso,en verdades mentirosoy en mentiras verdadero. 140 ¿Cuándo te he dado yo prendaque de mi amor te aseguretanto, que claro se entiendaque, aunque el amor me procure,no hayas temor que te ofenda? 145 Esto dijiste a Jacinta,y le mostraste una cintaencarnada que te di,y en tu rostro se ve aquíaquesta verdad distinta. 150
CLEMENTE Clemencia, si yo he dicho cosa algunaque no vaya a servirte encaminada,venga de la más próspera fortunaa la más abatida y desastrada;si siempre sobre el cerco de la luna 155no has sido por mi lengua levantada,cuando quiera decirte mi querella,mudo silencio el cielo infunda en ella; si mostré tal, la fe en que yo pensaba,por la ley amorosa, de salvarme, 160cuando a la vida el término se acaba,por ella entonces venga a condenarme;si dije tal, jamás halle en su aljabaflechas de plomo Amor con que tirarme,si no es a ti, y a mí con las doradas, 165a helarte y abrasarme encaminadas.
PEDRO Clemencia, tu padre viene,y con la vara de alcalde.
CLEMENCIANo la ha alcanzado de balde;que su salmorejo tiene. 170 Hermano Clemente, adiós.
CLEMENTEPues, ¿cómo quedamos?
CLEMENCIABien.Benita, si quieres, ven.
BENITASí, pues venimos las dos.
(Éntrase BENITA y CLEMENCIA.)
PEDRO Vete en buen hora, Clemente, 175y quédese el cargo a míde lo que he de hacer por ti.
CLEMENTEAdiós, pues.
PEDROÉl te contente.
(Salen MARTÍN CRESPO, alcalde, padre de CLEMENCIA, y SANCHO MACHO y DIEGO TARUGO, regidores.)
TARUGO Plácenos, Martín Crespo, del suceso.Desechéisla por otra de brocado, 180sin que jamás un voto os salga avieso.
ALCALDE Diego Tarugo, lo que me ha costadoaquesta vara, sólo Dios lo sabe,y mi vino, y capones, y ganado. El que no te conoce, ése te alabe, 185deseo de mandar.
SANCHOYo aqueso digo,que sé que en él todo cuidado cabe. Véala yo en poder de mi enemigo,vara que es por presentes adquirida.
ALCALDEPues ahora la tiene un vuestro amigo. 190
SANCHO De vos, Crespo, será tan bien regida,que no la doble dádiva ni ruego.
ALCALDENo, ¡juro a mí!, mientras tuviere vida. Cuando mujer me informe, estaré ciego;al ruego del hidalgo, sordo y mudo; 195que a la severidad todo me entrego.
TARUGO Ya veo en vuestro tiempo, y no lo dudo,sentencias de Salmón, el rey discreto,que el niño dividió con hierro agudo.
ALCALDE Al menos, de mi parte yo prometo 200de arrimarme a la ley en cuanto puedasin alterar un mínimo decreto.
SANCHO Como yo lo deseo, así suceda;y adiós.
ALCALDEFortuna os tenga, Sancho Macho,en la empinada cumbre de su rueda. 205
TARUGO Sin que el temor o amor os ponga empacho,juzgad, Crespo, terrible y brevemente:que la tardanza en toda cosa tacho;y a Dios quedad.
ALCALDEEn fin, sois buen pariente.
(Éntranse SANCHO MACHO y DIEGO TARUGO.)
Pedro, que escuchando estás, 210¿cómo de mi buen sucesoel parabién no me das?Ya soy alcalde, y confiesoque lo seré por demás, si tú no me das favor 215y muestras algún primorcon que juzgue rectamente;que te tengo por prudente,más que a un cura y a un doctor.
PEDRO Es aqueso tan verdad, 220cual lo dirá la esperiencia,porque con facilidadluego os mostraré una cienciaque os dé nombre y calidad. Llegaráos Licurgo apenas, 225y la celebrada Atenascallará sus doctas leyes;envidiaros han los reyesy las escuelas más buenas. Yo os meteré en la capilla 230dos docenas de sentenciasque al mundo den maravilla,todas con sus diferencias,civiles, o de rencilla; y la que primero a mano 235os viniere, está bien llanoque no ha de haber más que ver.
ALCALDEDesde hoy más, Pedro, has de serno mi mozo, mas mi hermano. Ven, y mostrarásme el modo 240cómo yo ponga en efetolo que has dicho, en parte o en todo.
PEDROPues más cosas te prometo.
ALCALDEA cualquiera me acomodo.
(Éntranse el ALCALDE y PEDRO.)
(Salen otra vez SANCHO MACHO y TARUGO.)
SANCHO Mirad, Tarugo: bien siento 245que, aunque el parabién le distesa Crespo de su contento,otro paramal tuvistesguardado en el pensamiento; porque, en efeto, es mancilla 250que se rija aquesta villapor la persona más neciaque hay desde Flandes a Greciay desde Egipto a Castilla.
TARUGO Hoy mostrará la experiencia, 255buen regidor Sancho Macho,adónde llega la cienciade Crespo, a quien yo no tachohasta la primera audiencia; y, pues agora ha de ser, 260soy, Macho, de parecerque le oigamos.
SANCHOSea así;aunque tengo para míque un simple en él se ha de ver.
(Entran LAGARTIJA y HORNACHUELOS, labradores.)
HORNACHUELOS ¿De quién, señores, sabremos 265si el alcalde en casa está?
TARUGOAquí los dos le atendemos.
LAGARTIJASeñal es que aquí saldrá.
SANCHOTan cierta, que ya le vemos.
(Salen el ALCALDE y REDONDO, escribano, y PEDRO.)
ALCALDE ¡Oh valientes regidores! 270
REDONDOSiéntense vuesas mercedes.
ALCALDESin ceremonia, señores.
TARUGOEn cortés, exceder puedesa los corteses mayores.
ALCALDE Siéntese aquí el escribano, 275y a mi izquierda y diestra manolos regidores estén;y tú, Pedro, estarás biena mis espaldas.
PEDROEs llano. Aquí, en tu capilla, están 280las sentencias suficientesa cuantos pleitos vendrán,aunque nunca pares mientesa la relación que harán; y si alguna no estuviere, 285a tu asesor te refiere,que yo lo seré de modoque te saque bien de todo,y sea lo que se fuere.
REDONDO ¿Quieren algo, señores?
LAGARTIJASí querríamos. 290
REDONDOPues digan: que aquí está el señor alcalde,que les hará justicia rectamente.
ALCALDEPerdónemelo Dios lo que ahora digo,y no me sea tomado por soberbia:tan tiestamenta pienso hacer justicia, 295como si fuese un sonador romano.
REDONDOSenador, Martín Crespo.
ALCALDEAllá va todo.Digan su pleito apriesa y brevemente:que apenas me le habrán dicho, en mi ánima,cuando les dé sentencia rota y justa. 300
REDONDORecta, señor alcalde.
ALCALDEAllá va todo.
HORNACHUELOSPrestóme Lagartija tres reales,volvíle dos, la deuda queda en uno,y él dice que le debo cuatro justos.Éste es el pleito: brevedad, y dije. 305¿Es aquesto verdad, buen Lagartija?
LAGARTIJAVerdad; pero yo hallo por mi cuenta,o que yo soy un asno, o que Hornachuelosme queda a deber cuatro.
ALCALDE¡Bravo caso!
LAGARTIJANo hay más en nuestro pleito, y me rezumo 310en lo que sentenciare el señor Crespo.
REDONDORezumo por resumo, allá va todo.
ALCALDE¿Qué decís vos a esto, Hornachuelos?
HORNACHUELOSNo hay qué decir; yo en todo me arremetoal señor Martín Crespo.
REDONDOMe remito, 315¡pese a mi abuelo!
ALCALDEDejadle que arremeta;¿qué se os da a vos, Redondo?
REDONDOA mí, nonada.
ALCALDEPedro, sácame, amigo, una sentenciadesa capilla: la que está más cerca.
REDONDO¿Antes de ver el pleito, hay ya sentencia? 320
ALCALDEAhí se podrá ver quién es Callejas.
PEDROLéase esta sentencia, y punto en boca.
REDONDO«En el pleito que tratan .N. y .F.»
PEDROZutano con Fulano significanla .N. con la .F. entre dos puntos. 325
REDONDOAsí es verdad. Y digo que «en el pleitoque trata este Fulano con Zutano,que debo condenar, fallo y condenoal dicho puerco de Zutano a muerte,porque fue matador de la criatura 330del ya dicho Fulano...» Yo no atinoqué disparate es éste deste puercoy de tantos Fulanos y Zutanos,ni sé cómo es posible que esto cuadreni esquine con el pleito destos hombres. 335
ALCALDERedondo está en lo cierto, Pedro amigo,mete la mano y saca otra sentencia;podría ser que fuese de provecho.
PEDROYo, que soy asesor vuestro, me atrevode dar sentencia luego cual convenga. 340
LAGARTIJAPor mí, mas que la dé un jumento nuevo.
SANCHODigo que el asesor es estremado.
HORNACHUELOSSentencia norabuena.
ALCALDEPedro, vaya,que en tu magín mi honra deposito.
PEDRODeposite primero Hornachuelos, 345para mí, el asesor, doce reales.
HORNACHUELOSPues sola la mitad importa el pleito.
PEDROAsí es verdad: que Lagartija, el bueno,tres reales de a dos os dio prestados,y déstos le volvistes dos sencillos; 350y por aquesta cuenta debéis cuatro,y no, cual decís vos, no más de uno.
LAGARTIJAEllo es ansí, sin que le falte cosa.
HORNACHUELOSNo lo puedo negar; vencido quedo,y pagaré los doce con los cuatro. 355
REDONDOEnsúciome en Catón y en Justiniano,¡oh Pedro de Urde, montañés famoso!,que así lo muestra el nombre y el ingenio.
HORNACHUELOYo voy por el dinero, y voy corrido.
LAGARTIJAYo me contento con haber vencido. 360
(Éntranse LAGARTIJA y HORNACHUELOS.)
(Salen CLEMENTE y CLEMENCIA, como pastor y pastora, embozados.)
CLEMENTE Permítase que hablemos embozadosante tan justiciero ayuntamiento.
ALCALDEMas que habléis en un costal atados;porque a oír, y no a ver, aquí me siento.
CLEMENTELos siglos que renombre de dorados 365les dio la antigüedad con justo intento,ya se ven en los nuestros, pues que vemosen ellos de justicia los estremos. Vemos un Crespo alcalde...
ALCALDEDios os guarde.Dejad aquesas lonjas a una parte... 370
REDONDOLisonjas, decir quiso.
ALCALDEY, porque es tarde,de vuestro intento en breve nos dad parte.
CLEMENTECon verdadera lengua, cierto alardehace de lo que quiero parte a parte.
ALCALDEDecid: que ni soy sordo, ni lo he sido. 375
CLEMENTE Desde mis tiernos años,de mi fatal estrella conducido,sin las nubes de engaños,el sol que en este velo está escondidomiré para adoralle, 380porque esto hizo el que llegó a miralle. Sus rayos se imprimieronen lo mejor del alma, de tal modo,que en sí la convirtieron:todo soy fuego, yo soy fuego todo, 385y, con todo, me yelo,si el sol me falta que me eclipsa un velo. Grata correspondenciatuvo mi justo y mi cabal deseo:que Amor me dio licencia 390a hacer de mi alma rico empleo:en fin, esta pastora,así como la adoro, ella me adora. A hurto de su padre,que es de su libertad duro tirano, 395que ella no tiene madre,de esposa me entregó la fe y la mano;y agora, temerosadel padre, no confiesa ser mi esposa. Teme que el padre, rico, 400se afrente de mi humilde medianía,porque hace el pellicoal monje en esta edad de tiranía.Él me sobra en riqueza;pero no en la que da naturaleza. 405 Como él, yo soy tan bueno;tan rico, no, y a su riqueza igualocon estar siempre ajenode todo vicio perezoso y malo;y, entre buenos, es fuero 410que valga la virtud más que el dinero. Pido que ante ti vuelvaa confirmar el sí de ser mi esposa,y en serlo se resuelva,sin estar de su padre temerosa, 415pues que no aparta el hombrea los que Dios juntó en su gracia y nombre.
ALCALDE ¿Qué respondéis a esto,sol que entre nubes se cubrió a deshora?
CLEMENTESu proceder honesto 420la tendrá muda, por mi mal, agora;pero señales puedehacer con que su intento claro quede.
ALCALDE ¿Sois su esposa, doncella?
PEDROLa cabeza bajó: señal bien clara 425que no lo niega ella.
SANCHOPues, ¿en qué, Martín Crespo, se repara?
ALCALDEEn que de mi capillase saque la sentencia, y en oílla. Pedro, sácala al punto. 430
PEDROYo sé que ésta saldrá pintiparada,porque, a lo que barrunto,siempre fue la verdad acreditada,por atajo o rodeo;y esta sentencia lo dirá que leo. 435(Saca un papel de la capilla, y léele PEDRO.)«Yo, Martín Crespo, alcalde, determinoque sea la pollina del pollino».
REDONDO Vaso de suertes es vuestra capilla,y ésta que ha sido agora pronunciada,aunque es para entre bestias, maravilla, 440y aun da muestras de ser cosa pensada.
CLEMENTEEl alma en Dios, y en tierra la rodilla,la vuestra besaré, como a estremadacoluna que sustenta el edificiodonde moran las ciencias y el jüicio. 445
ALCALDE Puesto que redundará esta sentencia,hijo, en haberos dado el alma mía,porque no es otra cosa mi Clemencia,me fuera de gran gusto y alegría.Y alégrenos agora la presencia 450vuestra, que está en razón y en cortesía,pues ya lo desleído y sentenciadoserá, sin duda alguna, ejecutado.
CLEMENCIA Pues, con ese seguro, padre mío,el velo quito y a tus pies me postro. 455Mal haces en usar deste desvío,pues soy tu hija, y no espantable monstro.Tú has dado la sentencia a tu albedrío,y, si es injusta, es bien que te dé en rostro;pero, si justa es, haz que se apruebe, 460con que a debida ejecución se lleve.
ALCALDE Lo que escribí, escribí; bien dices, hija:y así, a Clemente admito por mi hijo,y el mundo deste proceder colijaque más por ley que por pasión me rijo. 465
SANCHONo hay alma aquí que no se regocijade vuestro no pensado regocijo.
TARUGONi lengua que a Martín Crespo no alabepor hombre ingeniosísimo y que sabe.
PEDRO Nuestro amo, habéis de saber 470que es merced particularla que el cielo quiere hacercuando se dispone a daral hombre buena mujer; y corre el mismo partido 475ella, si le da maridoque sea en todo varón,afable de condición,más que arrojado, sufrido. De Clemencia y de Clemente 480se hará una junta dichosa,que os alegre y os contente,y quien lleve vuestra honrosaestirpe de gente en gente, y esta noche de San Juan 485las bodas celebraráncon el suyo y vuestro gusto.
ALCALDESeñales de hombre muy justotodas tus cosas me dan; pero la boda otro día 490se hará: que es noche ocupadade general alegríaaquésta.
CLEMENTENo importa nada,siendo ya Clemencia mía: que el gusto del corazón 495consiste en la posesiónmucho más que en la esperanza.
PEDRO¡Oh, cuántas cosas alcanzala industria y sagacidad!
ALCALDE Vamos, que hay mucho que hacer 500esta noche.
TARUGOSea en buen hora.
CLEMENTENi qué esperar ni temerme queda, pues por señoray esposa te vengo a ver.
TARUGO ¡Bien escogistes, Clemencia! 505
CLEMENCIAAl que ordenó la sentencialas gracias se den, y al cielo.
PEDRODe que he encargado, recelo,algún tanto mi conciencia.
(Éntranse todos, y, al entrarse, sale PASCUAL y tira del sayo a PEDRO, y quédanse los dos en el teatro, y tras PASCUAL entra un SACRISTÁN.)
PASCUAL Pedro amigo.
PEDRO¿Qué hay, Pascual? 510No pienses que me descuidodel remedio de tu mal;antes, en él tanto cuido,que casi no pienso en al. Esta noche de San Juan 515ya tú sabes cómo estándel lugar las mozas todasesperando de sus bodaslas señales que les dan. Benita, el cabello al viento, 520y el pie en una bacíallena de agua, y oído atento,ha de esperar hasta el díaseñal de su casamiento; sé tú primero en nombrarte 525en su calle, de tal arte,que claro entienda tu nombre.
PASCUALPor excelencia, el renombrede industrioso pueden darte. Yo lo haré así: queda en paz; 530mas, después de aquesto hecho,tú lo que faltare haz,ansí no abrasa tu pechoel fuego de aquel rapaz.
PEDRO Así será; ve con Dios. 535
(Vase PASCUAL.)
SACRISTÁNPor ligero que seáis vos,yo os saldré por el atajo,y buscaré sin trabajola industria de ambos a dos.
(Éntrase el SACRISTÁN. Sale MALDONADO, conde de gitanos; y adviértase que todos los que hicieren figura de gitanos, han de hablar ceceoso.)
MALDONADO Pedro, ceñor, Dioz te guarde. 540¿Qué te haz hecho, que he venidoa buzcarte aquezta tarde,por ver ci eztás ya atrevido,o todavía cobarde? Quiero decir, ci te agrada 545el cer nueztra camarada,nueztro amigo y compañero,como me haz dicho.
PEDROSí quiero.
MALDONADO¿Reparaz en algo?
PEDROEn nada.
MALDONADO Mira, Pedro: nueztra vida 550ez zuelta, libre, curioza,ancha, holgazana, estendida,a quien nunca falta cozaque el deceo buzque y pida. Danoz el herbozo zuelo 555lechoz; círvenoz el cielode pabellón dondequiera;ni noz quema el zol, ni alterael fiero rigor del yelo. El máz cerrado vergel 560laz primiciaz noz ofrecede cuanto bueno haya en él;y apenaz ce vee o parecela albilla o la mozcatel, que no eztá luego en la mano 565del atrevido gitano,zahorí del fruto ajeno,de induztria y ánimo lleno,ágil, prezto, zuelto y zano. Gozamoz nuestroz amorez 570librez del dezazociegoque dan loz competidorez,calentándonoz zu fuegocin celoz y cin temorez. Y agora eztá una mochacha 575que con nadie no ce empachaen nueztro rancho, tan bella,que no halla en qué ponellala envidia ni aun una tacha. Una gitana, hurtada, 580la trujo; pero ella es tal,que, por hermoza y honrada,muestra que es de principaly rica gente engendrada. Ezta, Pedro, cerá tuya, 585aunque máz el yugo huya,que rinde la libertad,cuando de nueztra amiztadlo acordado ce concluya.
PEDRO Porque veas, Maldonado, 590lo que me mueve el intentoa querer mudar de estado,quiero que me estés atentoun rato.
MALDONADODe muy buen grado.
PEDRO Por lo que te he de contar, 595vendrás en limpio a sacarsi para gitano soy.
MALDONADOAtento eztaré y eztoy;bien puedez ya comenzar.
PEDRO Yo soy hijo de la piedra, 600que padre no conocí:desdicha de las mayoresque a un hombre pueden venir.No sé dónde me criaron;pero sé decir que fui 605destos niños de dotrinasarnosos que hay por ahí.Allí, con dieta y azotes,que siempre sobran allí,aprendí las oraciones, 610y a tener hambre aprendí;aunque también con aquestosupe leer y escribir,y supe hurtar la limosna,y desculparme y mentir. 615No me contentó esta vidacuando algo grande me vi,y en un navío de flotacon todo mi cuerpo di,donde serví de grumete, 620y a las Indias fui y volví,vestido de pez y anjeo,y sin un maravedí.Temí con los huracanes,y con las calmas temí, 625y espantóme la Bermudacuando su costa corrí.Dejé el comer del bizcochocon dos dedos de hollín,y el beber vino del diablo 630antes que de San Martín.Pisé otra vez las riberasdel rico Guadalquivir,y entreguéme a sus crecientes,y a Sevilla me volví, 635donde al rateruelo oficiome acomodé bajo y vilde mozo de la esportilla,que el tiempo lo pidió ansí;en el cual, sin ser yo cura, 640muy muchos diezmos cogí,haciendo salva a mil cosasque me condenan aquí.En fin: por cierta desgracia,el oficio tuvo fin, 645y comenzó el peligrosoque suelen llamar mandil.En él supe de la hampala vida larga y cerril,formar pendencias del viento, 650y con el soplo herir.Mi amo, que era tan bravocomo ligero pasquín,dio asalto a una faldriqueraa lo callado y sotil; 655con las manos en la masale cogió un cierto alguacil,y él quiso ser en un potroconfesor y no martir;mártir, digo, Maldonado. 660
MALDONADOEn eso, ¿qué me va a mí?Pronunciad como os dé gusto,pues que no habláis latín.
PEDROPalmeóle las espaldascontra su gusto el bochín, 665de lo cual quedó mohíno,según que dijo un malsín.A las casas movedizasle llevaron, y yo viarañarse la Escalanta 670y llorar la Becerril.Yo, viéndome sin el fieltrode mi andaluz paladín,de mandil a mochileroun salto forzoso di. 675Deparóme la fortunaun soldado espadachínde los que van hasta el puerto,y se vuelven desde allí.Las boletas rescatadas, 680las gallinas que cogí,si no las perdona el cielo,¡desventurado de mí!Diome en rostro aquella vida,porque della conocí 685que el soldado churrullerotiene en las gurapas fin,y a gentilhombre de playaen un punto me acogí,vida de mil sobresaltos 690y de contentos cien mil.Mas, por temor de irme a Argel,presto a Córdoba me fui,adonde vendí aguardiente,y naranjada vendí. 695Allí el salario de un mesen un día me bebí,porque, si hay agua que sepa,la ardiente es doctor sotil.Arrojárame mi amo 700con un trabuco de sí,y en casa de un asturianopor mi desventura di.Hacía suplicaciones,suplicaciones vendí, 705y en un día diez canastastodas las jugué y perdí.Fuime, y topé con un ciego,a quien diez meses serví,que, a ser años, yo supiera 710lo que no supo Merlín.Aprendí la jerigonza,y a ser vistoso aprendí,y a componer oracionesen verso airoso y gentil. 715Murióseme mi buen ciego,dejóme cual Juan Paulín,sin blanca, pero discreto,de ingenio claro y sotil.Luego fui mozo de mulas, 720y aun de un fullero lo fui,que con la boca de lobose tragara a San Quintín;gran jugador de las cuatro,y con la sola le vi 725dar tan mortales heridas,que no se pueden decir.Berrugeta y ballestilla,el raspadillo y hollínjugaba por excelencia, 730y el Mase Juan hi de ruin.Gran saje del espejuelo,y del retén tan sotil,que no se le viera un lincecon los antojos del Cid. 735Cayóse la casa un día,vínole su San Martín,pusiéronle un sobreescritoencima de la nariz.Dejéle, y víneme al campo, 740y sirvo, cual ves, aquí,a Martín Crespo, el alcalde,que me quiere más que a sí.Es Pedro de Urde mi nombre:mas un cierto Malgesí, 745mirándome un día las rayasde la mano, dijo así:«Añadidle Pedro al Urdeun malas; pero advertid,hijo, que habéis de ser rey, 750fraile y papa, y matachín.Y avendráos por un gitanoun caso que sé decirque le escucharán los reyesy gustarán de le oír. 755Pasaréis por mil oficiostrabajosos; pero al fintendréis uno do seáistodo cuanto he dicho aquí».Y, aunque yo no le doy crédito, 760todavía veo en míun no sé qué que me inclinaa ser todo lo que oí;pues, como deste pronósticoel indicio veo en ti, 765digo que he de ser gitano,y que lo soy desde aquí.
MALDONADO ¡Oh Pedro de Urdemalaz generozo,coluna y cer del gitanezco templo!Ven, y daraz principio al alto intento 770que te incita, te mueve, impele y llevaa ponerte en la lizta gitanezca;ven a adulcir el agrio y tierno pechode la hurtada mochacha que te he dicho,por quien zeráz dichoso zobremodo. 775
PEDROVamos, que yo no pongo duda en eso,y espero deste asumpto un gran suceso.
(Éntranse.)
(Pónese BENITA a la ventana en cabello.)
BENITA Tus alas, ¡oh noche!, estiendesobre cuantos te requiebran,y a su gusto justo atiende, 780pues dicen que te celebranhasta los moros de aliende. Yo, por conseguir mi intento,los cabellos doy al viento,y el pie izquierdo a una bacía 785llena de agua clara y fría,y el oído al aire atento. Eres noche tan sagrada,que hasta la voz que en ti suenadicen que viene preñada 790de alguna ventura buenaa quien la escucha guardada. Haz que a mis oídos toquealguna que me provoquea esperar suerte dichosa. 795
(Entra el SACRISTÁN.)
SACRISTÁNPrenderá a la dama hermosa,sin alguna duda, el Roque. Roque ha de ser el que prendaen este juego a la dama,puesto que ella se defienda; 800que su ventura le llamaa gozar tan rica prenda.
BENITA Roque dicen, Roque oí.Pues no hay otro Roque aquíque el necio del sacristán. 805Veamos si nombraránRoque otra vez.
SACRISTÁNSerá así, porque es el Roque tal pieza,que no hay dama que se esquivede entregalle su belleza; 810y, aunque en estrecheza vive,es muy rico en su estrecheza.
BENITA ¡Ce!, gentilhombre, tomadeste listón y mostradquién sois mañana con él. 815
SACRISTÁNSeréos en todo fiel,estremo de la beldad;
(Estándole dando un listón BENITA al SACRISTÁN, entra PASCUAL, y ásele del cuello y quítale la cinta.)
que cualquiera que seáisde las dos que en esta casavivís, sé os aventajáis 820a Venus.
PASCUAL¿Que aquesto pasa?¿Que esta cuenta de vos dais? Benita, ¿que a un sacristán,vuestros despojos se dan?Grave fuera aquesta culpa, 825si no tuviera disculpaen ser noche de San Juan. Vos, bachiller graduadoen letras de canto llano,¿de quién fuistes avisado 830para ganar por la manoel juego mal comenzado? ¿Así a maitines se tocacon vuestra vergüenza poca?¿Así os hacen olvidar 835del cantar y repicarlos picones de una loca?
(Entra PEDRO.)
PEDRO ¿Qué es esto, Pascual amigo?
PASCUALEl sacristán y Benitahan querido sea testigo 840de que ella es mujer benditay él de embustes enemigo; mas, porque no se alborotey vea que al estricotele trae su honra su intento, 845por testigos le presentoesta cinta y este zote.
SACRISTÁN Por las santas vinajeras,a quien dejo cada díaagostadas y ligeras, 850que no fue la intención míade burlarme con las veras. Hoy a los dos os oílo que había de hacer allíBenita, en cabello puesta, 855y, por gozar de la fiesta,vine, señores, aquí. Nombréme, y ella acudióal reclamo, como quien,del primer nombre que oyó, 860de su gusto y de su bienindicio claro tomó; que la vana hechiceríaque la noche antes del díade San Juan usan doncellas, 865hace que se muestren ellasde liviana fantasía.
PASCUAL ¿Para qué te dio esta cinta?
SACRISTÁNPara que me la pusiese,y conocer por su pinta 870quién yo era, cuando fueseya la luz clara y distinta.
BENITA ¿Para qué a tantas preguntaste alargas, Pascual? ¿Barruntasmal de mí? Mas no lo dudo, 875porque, en mi daño, de agudosiempre he visto que despuntas.
PASCUAL Así con esa verdadse te arranque el alma, ingrata,sospechosa en la amistad, 880que con más llaneza trataque vio la sinceridad. Los álamos de aquel río,que con el cuchillo míotienen grabado tu nombre, 885te dirán si yo soy hombrede buen proceder vacío.
PEDRO Yo soy testigo, Benita,que no hay haya en aquel pradodonde no te vea escrita, 890y tu nombre coronadoque tu fama solicita.
PASCUAL ¿Y en qué junta de pastoresme has visto que los looresde Benita no alce al cielo, 895descubriendo mi buen celoy encubriendo mis amores? ¿Qué almendro, guindo o manzanohas visto tú que se vieseen dar su fruto temprano 900que por la mía no fuesetraído a tu bella mano antes que las mismas avesle tocasen? Y aun tú sabesque otras cosas por ti he hecho 905de tu honra y tu provecho,dignas de que las alabes. Y en los árboles que ahoravendrán a enramar tu puerta,verás, crüel matadora, 910cómo en ellos se vee ciertala gran fe que en mi alma mora. Aquí verás la verbena,de raras virtudes llena,y el rosal, que alegra al alma, 915y la vitoriosa palma,en todos sucesos buena. Verás del álamo erguidopender la delgada oblea,y del valle aquí traído, 920para que en tu puerta seasombra al sol, gusto al sentido.
BENITA No hayas miedo me provoquetu arenga a que yo te toquela mano, encuentro amoroso, 925porque no ha de ser mi esposoquien no se llamare Roque.
PEDRO Tú tienes mucha razón;pero el remedio está llanocon toda satisfación, 93 0930porque nos le da en la manola santa Confirmación. Puede Pascual confirmarse,y puede el nombre mudarsede Pascual en Roque, y luego, 935con su gusto y tu sosiego,puede contigo casarse.
BENITA Dese modo, yo lo aceto.
SACRISTÁN¡Gracias a Dios que me veolibre de tan grande aprieto! 940
PEDROQue has hecho un gallardo empleo,Benita, yo te prometo, porque aquel refrán que pasapor gente de buena masa,que es discreto determino: 945«Al hijo de tu vecino,límpiale y métele en casa».
BENITA Ponte ese listón, Pascual,y en parte do yo le vea.
PASCUALPienso hacer dél el caudal 950que hace de su libreaIris, arco celestial. Espérate, que ya suenala música que se ordenapara el traer de los ramos. 955
PEDROCon gusto aquí la esperamos.
BENITAElla venga en hora buena.
(Suena dentro todo género de música y su gaita zamorana. Salen todos los que pudieren con ramos, principalmente CLEMENTE, y los MÚSICOS entran cantando esto:)
MÚSICOS Niña, la que esperas en reja o balcón, advierte que viene 960 tu polido amor. Noche de San Juan, el gran Precursor, que tuvo la mano más que de reloj, 965 pues su dedo santo tan bien señaló, que nos mostró el día que no anocheció; muéstratenos clara, 970 sea en ti el albor tal, que perlas llueva sobre cada flor; y en tanto que esperas a que salga el sol, 975 dirás a mi niña en suave son: Niña, la que esperas, &c. Dirás a Benita que Pascual, pastor, 980 guarda los cuidados de tu corazón; y que de Clemencia el que es ya señor, es su humilde esclavo, 985 con justa razón; y a la que desmaya en su pretensión, tenla de tu mano, no la olvides, non, 990 y dile callando, o en erguida voz, de modo que oiga la imaginación: Niña, la que esperas 995 en reja o balcón, advierte que viene tu polido amor.
CLEMENTE Ello está muy bien cantado.¡Ea!, enrámese este umbral 1000por el uno y otro lado.¿Qué haces aquí, Pascual,de los dos acompañado? Ayúdanos, y a Benitacon servicios solicita, 1005enramándole la puerta:que a la voluntad ya muertael servirla resucita. Ese laurel pon aquí,ese sauce a esotra parte, 1010ese álamo blanco allí,y entre todos tenga parteel jazmín y el alhelí. Haga el suelo de esmeraldasla juncia, y la flor de gualdas 1015le vuelva en ricos topacios,y llénense estos espaciosde flores para guirnaldas.
BENITA Vaya otra vez la música, señores,que la escucha Clemencia; y tú, mi Roque, 1020(Quítase de la ventana.)
haz que suene otra vez.
PASCUALA mí me place,confirmadora dulce hermosa mía.Vuélvanse a repicar esas sonajas,háganse rajas las guitarras, vayaotra vez el floreo, y solenícese 1025esta mañana en todo el mundo célebre,pues que lo quiere así la gloria mía.
CLEMENTECántese, y vamos, que se viene el día. A la puerta puestos de mis amores, 1030 espinas y zarzas se vuelven flores. El fresno escabroso y robusta encina, puestos a la puerta 1035 do vive mi vida, verán que se vuelven, si acaso los mira, en matas sabeas de sacros olores, 1040 y espinas y zarzas se vuelven flores; do pone la vista o la tierna planta, la yerba marchita 1045 verde se levanta; los campos alegra, regocija al alma, enamora a siervos, rinde a señores, 1050 y espinas y zarzas se vuelven flores.
(Éntranse cantando.)
(Salen INÉS y BELICA, gitanas, que las podrán hacer las que han hecho BENITA y CLEMENCIA.)
INÉS Mucha fantasía es ésa;Belilla, no sé qué diga:o tú te sueñas condesa, 1055o que eres del rey amiga.
BELICADe que sea sueño me pesa. Inés, no me des pasióncon tanta reprehensión;déjame seguir mi estrella. 1060
INÉSConfiada en que eres bella,tienes tanta presunción. Pues mira que la hermosuraque no tiene calidad,raras veces aventura. 1065
BELICAConfírmase esa verdadmuy bien con mi desventura. ¡Oh cruda suerte inhumana!¿Por qué a una pobre gitanadiste ricos pensamientos? 1070
INÉSAquel fabrica en los vientosque a ver quién es no se allana. Huye desas fantasías;ven, y el baile aprenderásque comenzaste estos días. 1075
BELICAInés, tú me acabaráscon tus estrañas porfías; pero engáñaste en pensarque tengo yo de guardartu gusto cual justa ley, 1080y sólo ha de ser el reyel que me ha de hacer bailar.
INÉS Desa manera, Belilla,que vengáis al hospitalno será gran maravilla: 1085que hacer de la principalno es para vuestra costilla. ¡Acomodaos, noramala,a la cocina y la sala,a bailar aquí y allí! 1090
BELICAAqueso no es para mí.
INÉS¿Pues qué? ¿El donaire y la gala, el rumbo, el cer del tuzón,derribando por el zueloel gitanezco blazón, 1095levantado hasta el cielopor nuestra honezta intención? Antes te vea yo comidade rabia, y antes rendidaa un gitano que te dome, 1100o a un verdugo que te tomede las espaldas medida. ¿Esto por ti se ha de ver?¿Que no sea con gitanogitana, mala mujer? 1105Chico hoyo hagas temprano,si es que tan mala has de ser.
BELICA Mucho te alargas, Inés,y, como simple, no vesdónde mi intención camina. 1110
INÉSPues esta simple adivinalo que tú verás después.
(Salen PEDRO y MALDONADO.)
MALDONADO Esta que ves, Pedro hermano,es la gitana que digo,de parecer sobrehumano, 1115cuya posesión me obligode entregártela en la mano. Acaba, muda de traje,y aprende nuestro lenguaje;y, aun sin aprenderle, entiendo 1120que has de ser gitano, siendocabeza de tu linaje.
INÉS ¡Danoz una limoznica,caballero atán garrido!
MALDONADO¡Deso el labrador se pica! 1125¡Qué mal que le has conocido,Inés!
INÉSPide tú, Belica.
PEDRO Si ella pide, no habrá cosa,por grande y dificultosaque sea, que yo no haga, 1130sin esperar otra pagaque el servir a una hermosa.
MALDONADO ¿No le rezpondes, ceñora?
INÉSCeñor conde, vez do vienela viuda tan guardadora, 1135que, puesto que mucho tiene,máz guarda y máz atezora.
(Entra una VIUDA labradora, que la lleva un escudero labrador de la mano.)
INÉS Limozna, ceñora mía,por la bendita Maríay por zu Hijo bendito. 1140
VIUDADe mí nunca lleva el gritolimosna, ni la porfía. Mejor estará el servira vosotras, que os estátan sin vergüenza el pedir. 1145
ESCUDEROVa el mundo de suerte ya,que no se puede sufrir. Es vagamunda esta era;no hay moza que servir quiera,ni mozo que por su yerro 1150no se ande a la flor del berro:él sandio, y ella altanera. Y esta gente infrutuosa,siempre atenta a mil malicias,doblada, astuta y mañosa, 1155ni a la Iglesia da primicias,ni al rey no le sube en cosa. A la sombra de herrerosusan muchos desafueros,y, con perdón sea mentado, 1160no hay seguro asno en el pradode los gitanos cuatreros.
VIUDA Dejadlos, y caminad,Llorente, que es algo tarde.
(Éntranse LLORENTE y la VIUDA.)
BELICATomame esa caridad. 1165No hagáis sino hacer alardede vuestra necesidad delante de aquesta gente,que no faltará un Llorentecomo otro Gil que os persiga, 1170y, sin que os dé nada, digapalabras con que os afrente.
MALDONADO ¿Veisla, Pedro? Pues es famaque tiene diez mil ducadosjunto a los pies de su cama, 1175en dos cofres barreadosa quien sus ángeles llama. Requiébrase así con ellos,que pone su gloria en ellos,y así, en vellos se desalma: 1180que han de ser para su almalo que a Absalón sus cabellos. Sólo a un ciego da un realcada mes, porque le rezalas mañanas a su umbral 1185oraciones que enderezaal eterno tribunal, por si acaso sus parientes,su marido y ascendientesestán en el purgatorio, 1190haga el santo consistoriode su gloria merecientes; y con sola esta obra piensairse al cielo de rondón,sin desmán y sin ofensa. 1195
PEDROQue yo la saque de harónmi agudo ingenio dispensa. Informarte has, Maldonado,de todos los que han pasadodeste mundo sus parientes, 1200amigos y bien querientes,hasta el siervo o paniaguado, y tráemelo por escrito,y verás cuán fácilmentede su miseria la quito; 1205y, a lo que soy suficiente,a este embuste lo remito.
MALDONADO Desde su tercer abuelohasta el postrer netezueloque de su linaje ha muerto, 1210te trairé el número cierto,sin que te discrepe un pelo.
PEDRO Vamos, y verás despuéslo que haré en aqueste casopor el común interés. 1215
MALDONADO¿Dó encaminarás el paso,Belica?
BELICADo querrá Inés.
PEDRO Doquiera que le encamines,tendrá por honrosos finestu estremado pensamiento. 1220
BELICAAunque fabrique en el viento,Pedro, no te determines a burlar de mi deseo,que de lejos se me muestrauna esperanza en quien veo 1225cierta luz tal, que me adiestray lleva al bien que deseo.
PEDRO De tu rara hermosurase puede esperar venturaque la iguale. Ven, gitana, 1230por quien nuestra edad se ufanay en sus glorias se asegura.
Salen un ALGUACIL, y MARTÍN CRESPO, el alcalde, y SANCHO MACHO, el regidor.
ALCALDE Digo, señor alguacil,que un mozo que se me fue,de ingenio agudo y sotil,de tronchos de coles séque hiciera invenciones mil; 5 y él me aconsejó que hiciese,si por dicha el rey pidiesedanzas, una de tal modo,que se aventajase en todoa la que más linda fuese. 10 Dijo que el llevar doncellasera una cosa cansada,y que el rey no gusta dellas,por ser danza muy usaday estar ya tan hecho a vellas; 15 mas que por nuevos nivelesllevase una de doncelescomo serranas vestidos;en pies y brazos ceñidosmultitud de cascabeles; 20 y ya tengo, a lo que creo,veinte y cuatro así aprestados,que pueden, según yo veo,ser sin vergüenza llevadosal romano coliseo. 25 Ya yo le enseñé los dosde los mejores.
ALGUACILPor Dios,que la invención es muy buena.
SANCHOLo que nuestro alcalde ordena,es cosa rala entre nos, 30 y todo lo que él más sabede un su mozo lo aprendióque fue de su ingenio llave;mas ya se fue y nos dejó,que mala landre le acabe: 35 que así quedamos vacíos,sin él, de ingenio y de bríos.
ALGUACIL¿Tanto sabe?
SANCHOEs tan astuto,que puede darle tributoSalmón, rey de los judíos. 40
ALCALDE Haga cuenta, en viendo aquéstos,que los veinte y cuatro mira:que todos son tan dispuestos,derechos como una vira,sanos, gallardos y prestos. 45 Aquél que no es nada rencose llama Diego Mostrenco;el otro, Gil el Peraile;cada cual diestro en el bailecomo gozquejo flamenco. 50 Tocándoles Pingarrón,mostrarán bien su destrezaa compás de cualquier son,y alabarán la agudezade nuestra nueva invención. 55 Las danzas de las espadashoy quedarán arrimadas,a despecho de hortelanos,envidiosos los gitanos,las doncellas afrentadas. 60 ¿No le pareció, señor,muy bien el talle y el bríode uno y otro danzador?
ALGUACILSi juzgo al parecer mío,nunca vi cosa peor; 65 y temo que, si allá vais,de tal manera volváis,que no acertéis el camino.
ALCALDETocado, a lo que imagino,señor, de la envidia estáis. 70 Pues en verdad que hemos de ircon veinte y cuatro doncelescomo aquéllos, sin mentir,porque invenciones noveles,o admiran o hacen reír. 75
ALGUACIL Yo os lo aviso; queda en paz.
(Vase el ALGUACIL.)
SANCHOAlcalde, tu gusto haz,porque verás por la pruebaque esta danza, por ser nueva,dará al rey mucho solaz. 80
ALCALDE No lo dudo. Venid, Sancho,que ya el corazón ensancho,do quepan los parabienesde la danza.
SANCHORazón tienes:que has de volver hueco y ancho. 85
(Éntranse.)
(Salen dos ciegos, y el uno PEDRO DE URDEMALAS; arrímase el primero a una puerta, y PEDRO junto a él, y pónese la VIUDA a la ventana.)
CIEGO Ánimas bien fortunadasque en el purgatorio estáis,de Dios seáis consoladas,y en breve tiempo salgáisdesas penas derramadas, 90y, como un trueno,baje a vos el ángel buenoy os lleve a ser coronadas.
PEDRO Ánimas que desta casapartistes al purgatorio, 95ya en sillón, ya en silla rasa,del divino consistorioos venga al vuestro sin tasa,y en un vueloel ángel os lleve al cielo, 100para ver lo que allá pasa.
CIEGO Hermano, vaya a otra puerta,porque aquesta casa es mía,y en rezar aquí no acierta.
PEDROYo rezo por cortesía, 105no por premio, cosa es cierta,y así, puedorezar doquiera, sin miedode pendencia ni reyerta.
CIEGO ¿Es vistoso, ciego honrado? 110
PEDROEstoy desde que nacíen una tumba encerrado.
CIEGOPues yo en algún tiempo vi;pero ya, por mi pecado,nada veo, 115sino lo que no deseo,que es lo que vee un desdichado. ¿Sabrá oraciones abondo?
PEDROPorque sé que sé infinitas,aquesto, amigo, os respondo, 120que a todos las doy escritas,o a muy pocos las escondo. Sé la del Ánima sola,y sé la de San Pancracio,que nadie cual ésta viola; 125la de San Quirce y Acacio,y la de Olalla española,y otras mil,adonde el verso sotily el bien decir se acrisola; 130 las de los Auxiliadoressé también, aunque son treinta,y otras de tales primores,que causo envidia y afrentaa todos los rezadores, 135porque soy,adondequiera que estoy,el mejor de los mejores. Sé la de los sabañones,la de curar la tericia 140y resolver lamparones,la de templar la codiciaen avaros corazones;sé, en efeto,una que sana el aprieto 145de las internas pasiones, y otras de curiosidad.Tantas sé, que yo me admirode su virtud y bondad.
CIEGOYa por saberlas suspiro. 150
VIUDAHermano mío, esperad.
PEDRO¿Quién me llama?
CIEGOSegún la voz, es el amade la casa, en mi verdad. Ella es estrecha, aunque rica, 155y sólo a mandar rezares a lo que más se aplica.
PEDROPícome yo de callarcon quien al dar no se pica:que esté mudo 160a sus demandas no dudosi no lo paga y suplica.
(Sale la VIUDA.)
VIUDA Puesta en aquella ventana,he escuchado sus razonesy su profesión cristiana, 165y las muchas oracionescon que tantos males sana; y querría me hicieseplacer que algunas me diesede las que le pediría, 170dejando a mi cortesíael valor del interese.
PEDRO Si despide a esotro ciego,yo le diré maravillas.
VIUDAPues yo le despido luego. 175
PEDROSeñora, no he de decillasni por dádivas ni ruego.
VIUDA Váyase, y venga después,amigo.
CIEGOVendré a las tres,a rezar lo cuotidiano. 180
VIUDAEn buen hora.
CIEGOAdiós, hermano,ciego, o vistoso, o lo que es; y si es que se comunica,sepa mi casa, y veráque, aunque pobre, ruin y chica, 185sin duda en ella hallaráuna voluntad muy rica; y la alegre posesiónde un segoviano doblóngozará liberalmente, 190si nos da, de su torrente,ya milagro, o ya oración.
PEDRO Está bien; yo acudiréa saber la casa honradatan llena de amor y fe, 195y pagaré la posadacon lo que le enseñaré. Cuarenta milagros tengocon que voy y con que vengopor dondequiera a mi paso, 200y alegre la vida pasoy como un rey me mantengo.
(Éntrase el CIEGO.)
Mas tú, señora Marina,Sánchez en el sobrenombre,a mi voz la oreja inclina, 205y atenta escucha de un hombreuna embajada divina. Las almas de purgatorioentraron en consistorio,y ordenaron las prudentes 210que les fuese a sus parientessu insufrible mal notorio. Hicieron que una tomase,de gran prudencia y consejo,para que lo efetuase, 215cuerpo de un honrado viejo,y así al mundo se mostrase, y diéranle una instruccióny una larga relaciónde lo que tiene de hacer 220para que puedan tener,o ya alivio, o ya perdón; y está ya cerca de aquíesta alma, en un cuerpo honesto,y anciano, cual yo le vi, 225y sobre un asno trae puestoel cerro de Potosí. Viene lleno de doblonesque le ofrecen a montoneslos parientes de las almas 230que en las tormentas sin calmaspadecen graves pasiones. En oyendo que en su listahay alma que en purgatoriocon duras penas se atrista, 235no hay talego, ni escritorio,ni cofre que se resista. Hasta los gatos guardados,de rubio metal preñados,por librarla de tormentos, 240descubren allí contentossus partos acelerados. Esta alma vendrá esta tarde,señora Marina mía,a hacer de su lista alarde 245ante ti; pero querríaque en secreto esto se guarde, y que a solas la recibasy que a darle te apercibaslo que piden tus parientes 250que moran en las ardienteshornazas, de alivio esquivas. Esto hecho, te aseguraque te enseñará oracióncon que aumentes tu ventura: 255que esto ofrece en galardónde aquella voluntad pura que con él se muestra franca,y de su escondrijo arrancahasta el menudo cuatrín 260y queda, cual San Paulín,como se dice, sin blanca.
VIUDA ¿Que esa embajada me envíaesa alma, ciego bendito?
PEDROY toda de vos se fía, 265y se remite a lo escritode vuestra genealogía.
VIUDA ¿Cómo la conocerécuando venga?
PEDROYo haréque tome casi mi aspeto. 270
VIUDA¡Oh, qué albricias te prometo!¡Qué de cosas te daré!
PEDRO En las cosas semejanteses bien gastar los dinerosguardados de tiempos antes; 275los ayunos verdaderos,y espaldas diciplinantes, todo se ha de aventurarsólo por poder sacara un alma de su pasión, 280y llevarla a la regióndonde no mora el pesar.
VIUDA Ve en paz, y dile a ese ancianoque tan alegre le espero,que en verle pondré en su mano 285mi alma, que es el dinero,con pecho humilde y cristiano: que, aunque soy un poco escasa,me afligiré en ver que pasaalma de pariente mío, 290según dicen, fuego y frío,éste o aquél muy sin tasa.
PEDRO Tu fama a la de Leandroexceda, y jamás se tiznetu pecho de otro Alejandro; 295antes, cante dél un cisneen las aguas de Meandro; a los hiperbóreos montespase, al cielo te remontes,y allá te subas con ella, 300y otra no encierren cual ellanuestros corvos horizontes.
(Éntranse los dos.)
(Salen MALDONADO y BELICA.)
MALDONADO Mira, Belica: éste es hombreque te sacará del lodo,de grande ingenio y gran nombre, 305tan discreto y presto en todo,que es forzoso que te asombre. Quiérese volver gitanopor tu amor, y dar de manoa otra cualquier pretensión: 310considera si es razónque le muestres pecho llano. Él será el mejor cuatrero,según que me lo imagino,que habrá visto el mundo entero, 315solo, raro y peregrinoen las trazas de embustero; porque en una que ahora intentaha sacado en limpia cuentaque ha de ser único en todas. 320
BELICAFácilmente te acomodasa tu gusto y a mi afrenta. ¿No se te ha ya traslucidoque el que a grande no me lleveno es para mí buen partido? 325
MALDONADONo hay cosa en que más se pruebeque careces de sentido, que en esa tu fantasía,fundada en la lozaníade tu juventud gallarda, 330que en marchitarse no tardalo que el sol corre en un día. Quiero decir que es locuramanifiesta, clara y llana,pensar que la hermosura 335dura más que la mañana,que con la noche se oscura; y a veces es necedadel pensar que la beldadha de ofrecer gran marido, 340siendo por mejor tenidoel que ofrece la igualdad. Así que, gitana loca,pon freno al grande deseoque te ensalza y que te apoca, 345y no busques por rodeolo que en nada no te toca. Cásate, y toma tu igual,porque es el marido talque te ofrezco, que has de ver 350que en él te vengo a ofrecervalor, ser, honra y caudal.
(Entra PEDRO, ya como gitano.)
PEDRO ¿Qué hay, amigo Maldonado?
MALDONADOUna presunción, de suerteque a mí me tiene admirado: 355veo en lo flaco lo fuerte,en un bajo un alto estado; veo que esta gitanilla,cuanto su estado la humilla,tanto más levanta el vuelo, 360y aspira a tocar el cielocon locura y maravilla.
PEDRO Déjala, que muy bien hace,y no la estimes en menospor eso; que a mí me aplace 365que con soberbios barrenossus máquinas suba y trace. Yo también, que soy un leño,príncipe y papa me sueño,emperador y monarca, 370y aún mi fantasía abarcade todo el mundo a ser dueño.
MALDONADO Con la viuda, ¿cómo fue?
PEDROEstá en un punto la cosa,mejor de lo que pensé. 375Ella será generosa,o yo Pedro no seré. Pero, ¿qué gente es aquestatan de caza y tan de fiesta?
MALDONADOEl rey es, a lo que creo. 380
BELICAHoy subirá mi deseode amor la fragosa cuesta:
(Entra el REY con un criado, SILERIO, y todos de caza.)
hoy a todo mi contentohe de apacentar mis ojos,y al alma dar su sustento, 385gozando de los despojosque me ofrece el pensamiento y la vista.
MALDONADOYo imaginoque tu grande desatinoen gran mal ha de parar. 390
BELICAMal se puede contrastara las fuerzas del destino.
REY ¿Vistes pasar por aquíun ciervo, decid, gitanos,que va herido?
BELICASeñor, sí; 395atravesar estos llanos,habrá poco que le vi; lleva en la espalda derechahincada una gruesa flecha.
REYEra un pedazo de lanza. 400
BELICAEl huir y hacer mudanzade lugares no aprovecha al que en las entrañas llevael hierro de amor agudo,que hasta en el alma se ceba. 405
MALDONADOÉsta dará, no lo dudo,de su locura aquí prueba.
REY ¿Qué decís, gitana hermosa?
BELICASeñor, yo digo una cosa:que el Amor y el cazador 410siguen un mismo tenory condición rigurosa. Hiere el cazador la fiera,y aunque va despavorida,huyendo en larga carrera, 415consigo lleva la herida,puesto que huya dondequiera; hiere Amor el corazóncon el dorado harpón,y el que siente el parasismo, 420aunque salga de sí mismo,lleva tras sí su pasión.
REY Gitana tan entendidamuy pocas veces se ve.
BELICASoy gitana bien nacida. 425
REY¿Quién es tu padre?
BELICANo sé.
MALDONADOSeñor, es una perdida: dice dos mil desvaríos,tiene los cascos vacíos,y llena la necedad 430de una cierta gravedadque la hace tomar bríos sobre su ser.
BELICASea en buen hora;loca soy por la locuraque en vuestra ignorancia mora. 435
SILERIO¿Sabéis la buenaventura?
BELICALa mala nunca se ignora de la humilde que levantasu deseo a alteza tanta,que sobrepuja a las nubes. 440
SILERIOPues ¿por qué tanto la subes?
BELICANo es mucho: a más se adelanta.
REY ¡Donaire tienes!
BELICAY tanto,que, fiada en mi donaire,mis esperanzas levanto 445sobre la región del aire.
SILERIO¡Risa causas!
REYY aun espanto. ¡Vamos! ¡Mal haya quien tienequien sus gustos le detiene!
SILERIOPor la reina dice aquesto. 450
BELICANo es bien el que viene presto,si para partirse viene.
(Éntrase el REY y SILERIO.)
PEDRO Mira, Belica: yo atinoque en poner en ti mi amorharé un grande desatino, 455y así, me será mejorllevar por otro camino mis gustos. Voy, Maldonado,a efetuar lo trazado,para que la viuda estrecha 460se vea una copia hechadel cuerno que está nombrado; voime a vestir de ermitaño,con cuyo vestido honestodaré fuerzas a mi engaño. 465
MALDONADOVe donde sabes, que puestote dejé el vestido estraño.
(Éntrase PEDRO. Sale el ALGUACIL, comisario de las danzas.)
ALGUACIL ¿Quién es aquí Maldonado?
MALDONADOYo, mi señor.
ALGUACILGuárdeos Dios.
BELICAAlguacil y bien criado, 470¡milagro! Nunca sois vosde la aldea.
MALDONADOHas acertado, porque es de Corte, sin duda.
ALGUACILEs menester que se acudacon una danza al palacio 475del bosque.
MALDONADODennos espacio.
ALGUACILSí harán: que el rey se muda del monesterio do está,de aquí a dos días, a él.
MALDONADOComo lo mandas se hará. 480
BELICA¿Viene la reina con él?
ALGUACIL¿Quién lo duda? Sí vendrá.
BELICA ¿Y es todavía celosa,como suele, y rigurosa?
ALGUACILDicen que sí: no sé nada. 485
BELICA¿No la hacen confiadael ser reina y ser hermosa?
ALGUACIL Turba el demasiado amora los sentidos más altos,de más prendas y valor. 490
BELICAA Amor son los sobresaltosmuy anejos, y el temor.
ALGUACIL Tan moza, ¿y eso sabéis?Apostaré que tenéisel alma en su red envuelta. 495Voime, que he de dar la vueltapor aquí. No os descuidéis, Maldonado, en que sea buenala danza, porque no hay puebloque hacer la suya no ordena. 500
MALDONADOTodo mi aprisco despueblo;ella irá de galas llena.
(Éntrase el ALGUACIL.)
(Salen SILERIO, el criado del REY, y INÉS, la gitana.)
SILERIO ¿Que tan arisca es la moza?
INÉSEslo, señor, de maneraque de nonada se altera, 505y se enoja y alboroza; cierta fantasía reinaen ella, que nos enseña,o que lo es, o que se sueñaque ha de ser princesa o reina; 510 no puede ver a gitanosy usa con ellos de estremos.
SILERIOPues agora le daremosdo pueda llenar las manos, pues la quiere ver el rey 515con amorosa intención.
INÉSEn las leyes de aficiónno guarda ninguna ley. Aunque quizá, como es altay subida en pensamientos, 520hallará que a sus intentosun rey no podrá hacer falta. Yo, a lo menos, de mi parteharé lo que me has mandado,y le daré tu recado, 525no más de por contentarte.
SILERIO Pudiérase usar la fuerzaantes aquí que no el ruego.
INÉSGusto con desasosiego,antes mengua que se esfuerza. 530 Mas llevaremos la danza,y hablarémonos después;que la escala de interéshasta las nubes alcanza.
SILERIO Encomiéndote otra cosa, 535que importa más a este efeto.
INÉS¿Qué encomiendas?
SILERIOEl secreto;porque es la reina celosa; y con la menor señalque vea de su disgusto, 540turbará del rey el gusto,y a nosotros vendrá mal.
INÉS Váyase, que viene allínuestro conde.
SILERIOSea en buen hora,y humíllese esa señora; 545yo haré lo que fuere en mí.
(Vase SILERIO. Entran MALDONADO y PEDRO, de ermitaño.)
PEDRO Aunque yo pintara el caso,no me saliera mejor.
MALDONADOBrunelo, el grande embaidor,ante ti retire el paso. 550 Con tan grande industria mideslo que tu ingenio trabaja,que te ha de dar la ventaja,fraudador de los ardides. Libre de deshonra y mengua 555saldrás en toda ocasión,siendo en el pecho Sinón,Demóstenes en la lengua.
INÉS Señor conde, el rey aguardanuestra danza aquesta tarde. 560
PEDROHaga, pues, Belica alardede mi rica y buena andanza; púlase y échese el restode la gala y hermosura.
INÉSQuizá forjas su ventura, 565famoso Pedro, en aquesto. A ensayar la danza vamos,y a vestirnos de tal modo,que se admire el pueblo todo.
PEDROBien dices, y ya tardamos. 570
(Éntranse todos.)
(Salen el REY y SILERIO.)
SILERIO Digo, señor, que vendráen la danza ahora, ahora.
REYMi deseo se empeora,pasa de lo honesto ya; más me pide que pensé, 575y ya acuso la tardanza,pues la propincua esperanzafatiga, y crece la fe. A los ojos la hurtarásde la reina.
SILERIOHaré tu gusto. 580
REYDirás cómo desto gusto,y aun otras cosas dirás, con que acuses mi deseoallá en tu imaginación.
SILERIOSi Amor guardara razón, 585fuera aquéste devaneo; pero, como no la guarda,ni te culpo, ni desculpo.
REYConozco el mal, y me culpo,aunque con disculpa tarda 590 y floja.
SILERIOLa reina viene.
REYMira que estés prevenido,y tan sagaz y advertidocomo a mi gusto conviene; porque esta mujer celosa 595tiene de lince los ojos.
SILERIOHoy gozarás los despojosde la gitana hermosa.
(Entra la REINA.)
REINA Señor, ¿sin mí? ¿Cómo es esto?No sé qué diga, en verdad. 600
REYAlegra la soledaddeste fresco hermoso puesto.
REINA ¿Y enfada mi compañía?
REYEso no es bien que digáis,pues con ella levantáis 605al cielo la suerte mía.
REINA Cualquiera cosa me asombray enciende, y crece el deseosi no os veo, o si no veode vuestro cuerpo la sombra; 610 y, aunque esto es impertinencia,si conocéis que el amorme manda como señor,con gusto tendréis paciencia.
SILERIO Las danzas vienen, señores, 615que dellas el son se ofrece.
(Suena el tamboril.)
REYVerémoslas, si os parece,entre estas rosas y flores: que el sitio es acomodado,espacioso y agradable. 620
REINASea ansí.
(Entran CRESPO, el alcalde, y TARUGO, el regidor.)
ALCALDE¿Que no le hable?Tenéislo muy mal pensado. Voto a tal, que he de quejarmeal rey de aquesta solencia.
TARUGOAquí está su reverencia, 625Crespo.
ALCALDE¿Queréis engañarme? ¿Cuál es?
REYYo soy. ¿Qué os han hecho,buen hombre?
ALCALDENo sé qué diga.Han burlado mi fatiga,y nuestra danza deshecho, 630 vuestros pajes, que los veaerguidos en Peralvillo.Sé sentillo, y no decillo;¿qué más mal queréis que sea? Veinte y cuatro doncellotes, 635todos de tomo y de lomo,venían. Yo no sé cómono os da el rey dos mil azotes, pajes, que sois la canallamás mala que tiene el suelo. 640Digo, pues, que, con mi celo,que es bueno el que en mí se halla, aquestos tantos doncelesjunté, como soy alcalde,para serviros de balde, 645con barbas y cascabeles. No quise traer doncellas,por ser danza tan usada,sino una cascabeladade mozos parientes dellas; 650 y, apenas vieron sus trajes,al galán uso moderno,cuando todo el mismo infiernose revistió en vuestros pajes, y con trapajo y con lodo 655tanta carga les han dado,que queda desbaratadoel danzante escuadrón todo. Han sobajado al mejorpenuscón de danzadores 660que en estos alrededoresvio príncipe ni señor.
REINA Pues volvedlos a juntar,que yo haré que el rey espere.
TARUGOAunque vuelva el que quisiere, 665no se podrá rodear, porque van todos molidoscomo cibera y alheña,de mojicón, ripio y leñalargamente proveídos. 670
REINA ¿No traeréis uno siquiera,porque gustaré de velle?
TARUGOVeré si puedo traelle.
ALCALDEAdvertid que el rey espera, Tarugo, y si no está Renco 675tan malo como le vi,traed, si es posible, aquía mi sobrino Mostrenco, que en él echará de versecuáles los otros serían. 680¡Oh, cuántos pajes se críanen Corte para perderse! Pensé que por ser del rey,y tan bien nacidos todos,usarían de otros modos 685de mejor crianza y ley; pero cuatro pupilajesde cuatro universidades,no encierran tantas ruindadescomo saben vuestros pajes. 690 Las burlas que nos han hechodescubren con sus ensayosque traen cruces en los sayosy diablos dentro del pecho.
(Vuelve TARUGO, y trae consigo a MOSTRENCO, tocado a papos, con un tranzado que llegue hasta las orejas, saya de bayeta verde guarnecida de amarillo, corta a la rodilla, y sus polainas con cascabeles, corpezuelo o camisa de pechos; y, aunque toque el tamboril, no se ha de mover de un lugar.)
TARUGO A Mostrenco traigo; helo, 695Crespo.
ALCALDEPingarrón, tocad;que la buena majestaden él verá nuestro celo
(Toca.)
y nuestro ingenio lozano.Menéate, majadero, 700o hazte de rogar primero,como músico o villano. ¡Hola! ¿A quién digo? Sobrino,danza un poco, ¡pese a mí!
TARUGOEl diablo nos trujo aquí, 705según que ya lo adivino. ¡Yérguete, cuerpo del mundo!
(Gínchale.)
ALCALDE¡Oh pajes de Satanás!
REINANi le roguéis ni deis más.
ALCALDEHoy nos echas al profundo 710 con tu terquedad.
MOSTRENCONo puedomenearme, ¡por San Dios!
SILERIO¡Qué tierno doncel sois vos!
TARUGO¿Qué tienes?
MOSTRENCOQuebrado un dedo del pie derecho.
REYDejadle, 715y a vuestro pueblo os volved.
ALCALDESi es que me ha de hacer merced,de Junquillos soy alcalde; y si castiga a sus pajes,otra danza le traeremos 720que pase a todos estremosen la invención y los trajes.
(Éntranse TARUGO, alcalde, y MOSTRENCO.)
REINA El alcalde es estremado.
REYY la danza bien vestida.
REINABien platicada y reñida, 725y el premio bien esperado.
SILERIO Ésta es la de las gitanasque viene.
REINAPues suelen sermuchas de buen parecery de su traje galanas. 730
REY Que tiemble de una gitanaun rey, ¡qué gran poquedad!
SILERIOVerá vuestra majestad,entre éstas, una galana y hermosa sobremanera, 735y sobremanera honesta.
REY¡Caro el mirarla me cuesta!
REINA¿No llegan? ¿A qué se espera?
(Entran los MÚSICOS, vestidos a lo gitano; INÉS y BELICA y otros dos muchachos, de gitanos, y en vistir a todas, principalmente a BELICA, se ha de echar el resto; entra asimismo PEDRO, de gitano, y MALDONADO; han de traer ensayadas dos mudanzas y su tamboril.)
PEDRO Vuestros humildes gitanos,majestades que Dios guarde, 740hacemos vistoso alardede nuestros bríos lozanos. Quisiéramos que esta danzafuera toda de brocado;mas el poder limitado 745es muy poco lo que alcanza. Mas, con todo, mi Belilla,con su donaire y sus ojos,os quitará mil enojos,dándoos gusto y maravilla. 750 ¡Ea, gitanas de Dios,comenzad, y sea en buen pie!
REINABueno es el gitano, a fe.
MALDONADOId delantera las dos.
PEDRO ¡Ea, Belica, flor de abril; 755Inés, bailadora ilustre,que podéis dar fama y lustrea esta danza y a otras mil!
(Bailan.)
¡Vaya el voladillo apriesa!¡No os erréis; guardad compás! 760¡Qué desvaída que vas,Francisquilla! ¡Ea, Ginesa!
MALDONADO Largo y tendido el cruzado,y tomen los brazos vuelo.Si ésta no es danza del cielo, 765yo soy asno enalbardado.
PEDRO ¡Ea, pizpitas ligerasy andarríos bulliciosos,llevad los brazos airososy las personas enteras! 770
MALDONADO El oído en las guitarras,y haced de azogue los pies.
PEDRO¡Por San; buenas van las tres!
MALDONADOY aun las cuatro no van malas. Pero Belica es estremo 775de donaire, brío y gala.
PEDROComo no bailan en sala,que tropiecen cuido y temo.
(Cae BELICA junto al REY.)
¿No lo digo yo? Belillaha caído junto al rey. 780
REYQue os alce yo es justa ley,nueva octava maravilla; y entended que con la manoos doy el alma también.
REINAEllo se ha hecho muy bien; 785andado ha el rey cortesano. ¡Bien su majestad lo allana,y la postra por el suelo,pues levanta hasta su cielouna caída gitana! 790
BELICA Mostró en esto su grandeza,pues casi fuera impiedadque junto a su majestadnadie estuviera en bajeza; y no se pudo ofender 795su grandeza en esto en nada,pues majestad confirmadano puede desfallecer; y, en cierta manera, creoque cabe en la suerte mía 800que me hagan cortesíalos reyes.
REINAYa yo lo veo. ¿Que ese privilegio tienela hermosura?
REY¡Ea, señora,no turbéis la justa ahora, 805porque alegra y entretiene!
REINA Apriétanme el corazónesas palabras livianas.Llevad aquestas gitanasy ponedlas en prisión: 810 que es la belleza tirana,y a cualquier alma conquista,y está su fuerza en ser vista.
REY¿Celos te da una gitana? Cierto que es terrible cosa 815e insufrible de decir.
REINAPudiérase eso decir,a no ser ésta hermosa, y a ser vuestra condiciónde rey; pero no es así. 820Llevádmelas ya de ahí.
SILERIO¡Estraña resolución!
INÉS Señora, así el pensamientoceloso no te fatigue,ni hacer hazañas te obligue 825que no lleven fundamento. Que a solas quieras oírmeun poco que te diré,y en ello no intentaréde tu prisión eximirme. 830
REINA A mi estancia las llevad;pero traedlas tras mí.
(Éntranse la REINA y las gitanas.)
REYPocas veces celos visin tocar en crüeldad.
SILERIO Una sospecha me afana, 835señor, por lo que aquí veo,y es que di de tu deseonoticia a aquella gitana que a la reina quiere hablaren secreto, y es razón 840temer que de tu intenciónlarga cuenta querrá dar.
REY En mi dolor tan acerbo,no me queda qué temer,pues no puede negro ser 845más que sus alas el cuervo. Venid, y daremos ordencómo se tiemple en la reinala furia que en ella reina,la confusión y desorden. 850
(Éntranse el REY y SILERIO.)
PEDRO ¡Bien habemos negociado,gustando vos del oficio!
MALDONADODigo que pierdo el juïcio,y estoy como embelesado. Belica presa, e Inés 855con la reina quiere hablar.¡Mucho me da que pensar!
PEDROY aun que temer.
MALDONADOAsí es.
PEDRO Yo, a lo menos, el sucesono pienso esperar del caso: 860que a compás retiro el pasodel gitanesco progreso. Un bonete reverendoy el eclesiástico brazosacarán deste embarazo 865mi persona, a lo que entiendo. ¡Adiós, Maldonado!
MALDONADOEspera.¿Qué quieres hacer?
PEDRONo, nada;la suerte tengo ya echada,y tengo sangre ligera. 870 No me detendrán aquícon maromas y con sogas.
MALDONADOEn muy poca agua te ahogas.Nunca pensé tal de ti; antes, pensé que tenías 875ánimo para esperarun ejército.
PEDROEs hablar:otras son las fuerzas mías. Aún no me has bien conocido;pues entiende, Maldonado, 880que ha de ser el hombre honradorecatado, y no atrevido; y es prudencia prevenirel peligro. Queda en paz.
MALDONADOSin porqué temes; mas haz 885tu gusto.
PEDROYo sé decir que es razón que aquí se tema:que las iras de los reyespasan términos y leyes,como es su fuerza suprema. 890
MALDONADO Si así es, vámonos luego,que nos estará mejor.
MÚSICOSTodos tenemos temor,Maldonado.
MALDONADONo lo niego.
(Éntranse todos.)
Sale PEDRO, como ermitaño, con tres o cuatro taleguillos de anjeo llenos de arena en las mangas.
PEDRO Ya está la casa vecinade aquella viuda dichosa,digo de aquella MarinaSánchez, que, por generosa,al cielo el alma encamina; 5
(MARINA, a la ventana.)
ya su marido, Vicentedel Berrocal, fácilmentesaldrá de la llama horrenda,en cuanto Marina entiendaque yace en ella doliente; 10 su hijo, Pedro Benito,amainará desde luegoel alto espantoso gritocon que se queja en el fuegoque abrasa el negro distrito; 15 dejará de estar mohínoMartinico, su sobrino,el del lunar en la cara,viendo que se le preparade la gloria el real camino. 20
VIUDA Padre, espere, que ya abajo,y perdone si le doyen el esperar trabajo.
(Quítase de la ventana y baja.)
PEDROGracias a los cielos doy,que me luce si trabajo; 25 gracias doy a quien me ha hechoentrar en aqueste estrecho,donde, sin temor de mengua,me ha de sacar esta lenguacon honra, gusto y provecho. 30 Memoria, no desfallezcas,ni por algún acidentesilencio a la lengua ofrezcas;antes, con modo prudente,ya me alegres, ya entristezcas, 35 en los semblantes me mudaque con aquesta vïudame acrediten, hasta tantoque la dejen, con espanto,contenta, pero desnuda. 40
(Entra la VIUDA.)
VIUDA Padre, déme aquesos pies.
PEDROTente, honrada labradora;no me toques. ¿Tú no vesque adonde la humildad morapierde el honor su interés? 45 Las almas que están en penas,de todo contento ajenas,aunque más las soliciten,las ceremonias no admitende que están las cortes llenas. 50 Más les importa una misaque cuatro mil besamanos,y esto tu padre te avisa,y esos tratos cortesanostenlos por cosa de risa. 55 Pero, en tanto que te doycuenta, amiga, de quién soy,guárdame aqueste talego,y estotro del nudo ciego,con quien tan cargado voy. 60
VIUDA Ya, señor, tengo noticiade quién eres, y sé bienque tu voluntad codiciaque en misericordia esténlas almas y no en justicia. 65 Sé la honrada comisiónque tienes, y, en conclusión,te suplico que me cuentescómo las de mis parientestendrán descanso y perdón. 70
PEDRO Vicente del Berrocal,tu marido, con setentaescudos de principalha de rematar la cuentaen mil bienes de su mal. 75 Pedro Benito, tu hijo,saldrá de aquel escondrijocon cuarenta y seis no más,y con esto le darásun sin igual regocijo. 80 Tu hija, Sancha Redonda,pide que a su voluntadtu larga mano responda:que es soga la caridadpara aquella cueva honda. 85 Cincuenta y dos amarillospide, redondos, sencillos,o ya veinte y seis doblados,con que serán quebrantadosde sus prisiones los grillos. 90 Martín y Quiteria están,tus sobrinos, en un pozo,padeciendo estrecho afán,y desde allí con sollozoamargas voces te dan. 95 Diez doblones de a dos caraspiden que ofrezca en las arasde la devoción divina,pues que los tiene Marinaentre sus cosas más caras. 100 Sancho Manjón, tu buen tío,padece en una lagunamucha sed y mucho frío,y con llantos te importunaque des a su mal desvío. 105 Solos catorce ducadospide, pero bien contadosy en plata de cuño nuevo,y yo a llevarlos me atrevosobre mis hombros cansados. 110
VIUDA ¿Vistes allá, por ventura,señor, a mi hermana Sancha?
PEDROVila en una sepulturacubierta con una planchade bronce, que es cosa dura, 115 y al pasarle por encima,dijo: «Si es que te lastimael dolor que aquí te llora,tú, que vas al mundo agora,a mi hermana y a mi prima 120 dirás que en su voluntadestá el salir destas nieblasa la inmensa claridad:que es luz de aquestas tinieblasla encendida caridad. 125 Que apenas sabrá mi hermanami pena, cuando esté llanaa darme treinta florines,por poner ella sus finesen ser cuerda, y no de lana». 130 Infinitos otros vi,tus parientes y criados,que se encomiendan a ti,cuáles hay de a dos ducados,cuáles de a maravedí; 135 y séte decir, en suma,que, reducidos con plumay con tinta a buena cuenta,a docientos y cincuentaescudos llega la suma. 140 No te azores, que ese sacoque te di a guardar primero,si es que bien la cuenta saco,me le dio un bodegonero,grande imitador de Caco, 145 no más de porque a su hija,que entre rescoldo de hornijayace en las hondas cavernas,en sus delicadas piernasel fuego menos la aflija. 150 Un mozo de mulas fuequien me dio el saco segundoque en tus manos entregué,gran caminador del mundo,malo, mas de buena fe. 155 De arenas de oro de Tíbarvan llenos, con que el acíbary amarguísimo trabajode las almas de allá abajose ha de volver en almíbar. 160 ¡Ea, pues, mujer gigante,mujer fuerte, mujer buena;nada se os ponga delantepara no aliviar la penade toda ánima penante! 165 Desechad de la gargantaese nudo que os quebranta,y decid con voz serena:«Haré, señor, cuanto ordenatu voz sonorosa y santa». 170 Que, en entregando los numosen estas groseras manos,con gozos altos y sumos,sus fuegos más inhumanosverás convertir en humos. 175 ¿Qué será ver a deshoraque por la región del aireva un alma zapateadorabailando con gran donaire,de esclava hecha señora? 180 ¡Qué de alabanzas oiráspor delante y por detrás,ora vayas, ora estés,de toda ánima cortésa quien hoy libertad das! 185(Vuélvele los sacos.)
VIUDA Tenga, y un poco me espere,que yo voy, y vuelvo luegocon todo aquello que quiere.
(Éntrase la VIUDA.)
PEDROEn gusto, en paz y en sosiegotu vida el cielo prospere. 190 Si bien en ello se advierte,aquésta es la mujer fuerteque se busca en la Escritura.Tengas, Marina, venturaen la vida y en la muerte. 195 Belilla, gitana bella,todo el fruto deste embustegozarás sin falta o mella,aunque tu gusto no gustede mi amorosa querella. 200 Cuanto este dinero alcanzase ha de gastar en la danzay en tu adorno, porque quieroque por galas ni dinerono malogres tu esperanza. 205
(Vuelve la VIUDA con un gato lleno, como que trae el dinero.)
VIUDA Toma, venerable anciano,que ahí va lo que pediste,y aun a darte más me allano.
PEDROMarina, el tuyo me distecon el proceder cristiano. 210 En trasponiendo esta loma,en un salto daré en Romay en otro en el centro hondo;y, porque a quien soy respondo,mi buena bendición toma, 215 que da salud a las muelas,preserva que no se engañenadie con fraude y cautelas,ni que de mirar se estrañelas noturnas centinelas. 220 Puede en las escuras salastender sin temor las alasel más flaco corazón,
(Bendícela.)
llevando la bendicióndel gran Pedro de Urdemalas. 225
(Éntrase PEDRO.)
VIUDA Comisario fidedinode las almas que en trabajoestán penando contino,pues dicen que es cuesta abajodel purgatorio el camino, 230 échate a rodar, y llegaligero a la escura vegao valle de llanto amargo,y aplícalas al descargoque mi largueza te entrega. 235 En cada escudo que dillevas mi alma encerrada,y en cada maravedí,y como cosa encantadaparece que quedo aquí. 240 Ya yo soy otra alma en pena,después que me veo ajenadel talego que entregué;pero en hombros de mi fesaldré a la región serena. 245
(Éntrase.)
(Sale la REINA, y trae en un pañizuelo unas joyas, y sale con ella MARCELO, caballero anciano.)
REINA Marcelo, sin que os impidala guarda de algún secreto,porque no os pondrá en aprietode perder fama ni vida, os ruego me respondáis 250a ciertas preguntas luego.
MARCELABien escusado es el ruego,señora, donde mandáis. Preguntad a vuestro gusto,porque mi honra y mi vida 255está a vuestros pies rendida,y es de lo que yo más gusto.
REINA Estas joyas de valor,¿cúyas son o cúyas fueron?
MARCELAUn tiempo dueño tuvieron 260que siempre fue mi señor.
REINA Pues, ¿cómo se enajenaron?Porque me importa sabercómo aquesto vino a ser:si se dieron, o se hurtaron. 265
MARCELA Pues que ya la tierra cubreel delito y la deshonra,si es deshonra y si es delitoel que amor honesto forja,quiero romper un silencio 270que no importa que le rompani a los muertos ni a los vivos;antes, a todos importa.«La duquesa Félix Alba,que Dios acoja en su gloria, 275una noche, en luz escasay en tinieblas abundosa,estando yo en el terrero,con esperanza dudosade ver a la que me diste, 280gran señora, por esposa,con un turbado ceceome llamó, y con voz ansiosame dijo: "Así la venturaa tus deseos responda, 285señor, quienquiera que seas;que, en esta ocasión forzosa,mostrando pecho cristiano,a quien te llama socorras.Pon a recado esa prenda, 290más noble que venturosa;dale el agua del bautismoy el nombre que tú le escojas".Y en esto ya descolgabade unas trenzas, que de soga 295sirvieron, una cestillade blanca mimbre olorosa.No dijo más, y encerróse.Yo quedé en aquella horacargado, suspenso y lleno 300de admiración y congoja,porque oí que una criaturadentro de la cesta llora,así cual recién nacida.¡Ved qué carga, y a qué hora! 305En fin, porque presto veasel de aquesta estraña historia,digo que al punto salí,con diligencia no poca,de la ciudad al aldea 310que está sobre aquella loma,por ser cerca. Pero el cielo,que infortunios acomoda,me deparó en el camino,al despuntar del aurora, 315un rancho de unos gitanos,de pocas y humildes chozas.Por dádivas y por ruegos,una gitana no mozame tomó la criatura 320y al punto desenvolvióla,y entre las fajas, envueltasen un lienzo, halló esas joyas,que yo conocí al momento,pues son de tu hermano todas. 325Dejéselas con la niña,que era una niña hermosala que en la cesta venía,nacida de pocas horas;encarguéle su crianza 330y el bautismo, y que, con ropashumildes, empero limpias,la criase. ¡Estraña cosa!:que, cuando deste sucesomi lengua a tu hermano informa, 335dijo: "Marcelo, la niñaes mía, como las joyas.La duquesa Félix Albaes su madre, y ella es solael blanco de mis deseos 340y de mis penas la gloria.Inmaturo ha sido el parto,mal prevenida la toma;pero no hay falta que lleguede su ingenio a la gran sobra". 345Estando en estas razones,en son tristísimo doblanlas campanas, sin que quedemonesterio ni perroquia.El son general y triste 350daba indicios ser personaprincipal la que a la tierrael común tributo torna.Hizo manifiesto el casoun paje que entró a deshora 355diciendo: "Muerta es, señor,Félix Alba, mi señora.De improviso murió anoche,y por ella, señor, formaneste son tantas campanas, 360y tantas gentes que lloran"Con estas nuevas tu hermanoquedó con el alma absorta,sin movimiento los ojos,inamovible la persona. 365Volvió en sí desde allí a un rato,y, sin decirme otra cosasino: "Haz criar la niña,y no le quites las joyas;como gitana se críe, 370sin hacerla sabidora,aunque crezca, de quién es,porque esto a mi gusto importa".Dos horas tardó en partirsea las fronteras, do apoca 375con su lanza la morisma,sus gustos con sus memorias.Siempre me escribe que veaa Belica, que llamólaasí la gitana sabia 380que con mucho amor crióla.Yo no alcanzo su desinio,ni a qué aspira, ni en qué topael no querer que se sepatan rara y tan triste historia. 385Hanle dicho a la muchachaque un ladrón gitano hurtóla,y ella se imagina hijade alguna real persona.Yo la he visto muchas veces, 390y hacer y decir mil cosas,que parece que ya tieneen las sienes la corona.Murió la que la dio leche,y, con las joyas, dejóla 395en poder de otra su hija,si no tan bella, tan moza.Ésta, que es la que teníaesas joyas, no otra cosasabe más de lo que supo 400su madre, y el hecho ignorade los padres de Isabel,tu sobrina, la hermosa,la señora, la garrida,la discreta y la briosa.» 405Respondo esto a la preguntasi se dieron esas joyas,o se hurtaron: que me admiraverlas donde están agora.
REINALa mitad he yo sabido 410desta peregrina historia,y una y otra relación,sin que discrepen, conforman.Mas dime: ¿conocerías,si acaso vieses, la hermosa 415gitana que dices?
MARCELASí;como a mí mismo, señora.
REINAPues espérate aquí un poco.
(Éntrase la REINA.)
MARCELA¿Quién trujo aquí aquestas joyas?¡Cómo a los cielos y al tiempo 420por jamás se encubre cosa!¿Si he hecho mal en descubrirme?Sí: que lengua presurosano da lugar al discursoy más condena que abona. 425
(Vuelven la REINA, BELICA y INÉS.)
REINA ¿Es aquél el que veníaa ver a tu hermana?
INÉSSí;que con mi madre le vicomunicar más de un día.
REINA Con eso, y con el semblante, 430que al de mi hermano parece,ya veo que se me ofreceuna sobrina delante.
MARCELA Así lo puedes creer:que ésa que traes de la mano 435es la prenda que tu hermanoquiere y debe más querer. Si ilustre por el padrela ha hecho Dios en el suelo,no menos la hace el cielo 440estremada por la madre, y ella, por su hermosura,merece ser estimada.
(Entran el REY y el CABALLERO.)
REYEllo es cosa averiguadaque no hay celos sin locura. 445
REINA Y sin amor, señor mío,dijérades muy mejor.
REYCelos son rabia, y amorsiempre della está vacío; y de la causa que es buena 450mal efecto no procede.
REINAEn mí al contrario sucede:siempre celos me dan pena, y siempre los ha engendradoel grande amor que yo os tengo. 455
REYSi hay venganza, yo me vengocon que os hayáis engañado, pues no podrán redundarde vuestras preguntas hechastan vehementes sospechas 460que me puedan condenar, ni yo, si miráis en ello,soy de sangre tan livianaque a tan humilde gitanaincline el altivo cuello. 465
REINA Mirad, señor, que es hermosa,y que la rara bellezase lleva tras sí la altezay fuerza más poderosa. Por mis ojos, que lleguéis 470a mirar sus bellos ojos.
REYSi gustáis de darme enojos,no es buen medio el que ponéis.
REINA ¿Cómo? ¿Y que así os amohínael mirar a una doncella 475que, después de ser tan bella,aspira a ser mi sobrina?
BELICA ¿Qué ha de ser aquesto, Inés?Que me voy imaginandoque se están de mí burlando. 480
INÉSCalla y sabráslo después.
REINA Miradla así, descuidado,y decidme a quién parece.
REYA los ojos se me ofrecede Rosamiro un traslado. 485
REINA No es mucho, porque es su hijay como a tal la estimad.
CABALLERO¿Burla vuestra majestad?
REINANo es bien que eso se colija de verdad tan manifiesta. 490
REYSi no burláis, es razónque me cause admiracióntal novedad como es ésta.
REINA Llegad al rey, Isabel,y decid que os dé la mano 495como a hija de mi hermano.
BELICAComo sierva llego a él.
REY Levantad, bella criatura,que de vuestro parecermuy bien se puede creer 500y esperar mayor ventura. Pero decidme, señora:¿cómo sabéis esta historia?
REINAAunque es breve y es notoria,no es para decilla agora. 505 Vámonos a la ciudad,que en el camino sabréislo que luego creeréiscomo infalible verdad.
REY Vamos.
MARCELANo hay dudar, señor, 510en historia que es tan clara,pues su rostro la declara,y yo, que soy el actor.
(Vanse entrando todos, y a la postre quedan INÉS y BELICA.)
INÉS Belica, pues vas sobrinade la reina, por lo menos, 515esos tus ojos serenosa nuestra humildad inclina. Acuérdate de que hurtamosmás de una vegada juntas,y que sin soberbia y puntas 520más de otras cinco bailamos; y que, aunque habemos andadomuchas veces a las greñas,siempre en efeto y por señaste he temido y respetado. 525 Haz algún bien, pues podrás,a nuestros gitanos pobres;así en venturosa sobresa cuantas lo fueron más. Responde a lo que se ve 530de tu ser tan principal.
BELICADame, Inés, un memorial,que yo le despacharé.
(Éntranse.)
(Sale PEDRO DE URDEMALAS, con manteo y bonete, como estudiante.)
PEDRO Dicen que la variaciónhace a la naturaleza 535colma de gusto y belleza,y está muy puesto en razón. Un manjar a la continaenfada, y un solo objetoa los ojos del discreto 540da disgusto y amohína. Un solo vestido cansa.En fin, con la variedadse muda la voluntady el espíritu descansa. 545 Bien logrado iré del mundocuando Dios me lleve dél,pues podré decir que en élun Proteo fui segundo. ¡Válgame Dios, qué de trajes 550he mudado, y qué de oficios,qué de varios ejercicios,qué de exquisitos lenguajes! Y agora, como estudiante,de la reina voy huyendo, 555cien mil azares temiendodesta mi suerte inconstante. Pero yo, ¿por qué me cuentoque llevo en mudable palma?Si ha de estar siempre nuestra alma 560en contino movimiento, Dios me arroje ya a las partesdonde más fuere servido.
(Entra un LABRADOR con dos gallinas.)
LABRADORPues yo no las he vendido;bien parece que es hoy martes. 565
PEDRO Mostrad, hermano; llegad,llegad, mostrad. ¿Qué os turbáis?Ellas son de calidad,que en cada una mostráisvuestra grande caridad. 570 Andad con Dios y dejaldas,y desde lejos miraldas,como a reliquias honraldas,para el culto dedicaldasbucólico y adoraldas. 575
LABRADOR Como me las pague, hagaaltar o reliquias dellas,o lo que más satisfagaa su gusto.
PEDROSólo es dellassanta y justísima paga 580 hacer dellas un empleoque satisfaga al deseodel más mirado cristiano.
LABRADORSaldrá su disignio vano,señor zote, a lo que creo. 585
(Entran dos representantes, que se señalan con números 1 y 2.)
PEDRO Sois hipócrita y malino,pues no tenéis miramientoque os habla un hombre cetrino,hombre que vale por cientopara hacer un desatino; 590 hombre que se determina,con una y otra gallina,sacar de Argel dos cautivosque están sanos y están vivospor la voluntad divina. 595
REPRESENTANTE 1 Este cuento es de primor,y el sacristán, o lo que es,juega de hermano mayor.
PEDRO¡Oh fuerzas del interés,llenas de envidia y rigor! 600 ¿Que es posible que te esquives,por tan pocos arrequives,de sacar sendos cristianosde mano de los tiranos?¡Cómante malos caribes! 605
LABRADOR Diga, señor papasal:¿son, por ventura, mostrencasmis gallinas, ¡pesiatal!,para no hacerme de pencasde dar mi pobre caudal? 610 Rescaten a esos cristianoslos ricos, los cortesanos,los frailes, los limosneros:que yo no tengo dinerossi no lo ganan mis manos. 615
REPRESENTANTE 1 Aparte.
Esforcemos este embuste.Sois un hombre mal mirado,de mala yacija y fuste,hombre que es tan desalmado,que no hay cosa de que guste. 620
PEDRO La maldición de mi zorra,de mi bonete y mi gorra,caiga en ti y en tu ralea,y cautivo yo te veaen Fez en una mazmorra, 625 para ver si te holgarásde que sea quien entonces,por dos gallinas no más...¡Oh corazones de bronces,archivos de Satanás! 630 ¡Oh miseria desta vida,a términos reducida,que vienen los cortesanosa rogar a los villanos,gente non santa y perdida! 635
LABRADOR ¡Pesia a mí! Denme mis aves,que yo no estoy para darlimosna.
REPRESENTANTE 1¡Qué poco sabesde achaque de rescatardos hombres gordos y graves! 640 Yo los tengo señalados,corpulentos y barbados,de raro talle y presencia,que valen en mi concienciamás de trecientos ducados, 645 y por estas dos gallinas,solamente, los rescato.¡Ved qué entrañas tan molestastiene este pobre pazguato,criado entre las encinas! 650 ¡Ya la ruindad y malicia,la miseria y la codiciareina sólo entre esta gente!
LABRADORAun bien que hay aquí teniente,corregidor y justicia. 655
Éntrase.
PEDRO Y yo tengo lengua y pies.Esperen, y lo verán.
REPRESENTANTE 1Sois un traidor magancés,hombre de aquellos que danmohatras de tres en tres. 660
REPRESENTANTE 2 Déjele vuesa merced,que, pues ya dejó en la redlas cobas, vaya en buen hora.
REPRESENTANTE 1Pues bien: ¿qué haremos agora?
PEDROLo que es vuestro gusto haced. 665 Despójese de su plumael rescate, y véase luego,en resolución y en suma,si hay algún rancho o bodegodonde todo se consuma: 670 que yo, a fe de compañero,desde agora me prefieroa dar todo el adherente.
REPRESENTANTE 2Hay un grande inconveniente:que hemos de ensayar primero. 675
PEDRO Pues díganme: ¿son farsantes?
REPRESENTANTE 1Por nuestros pecados, sí.
PEDROHaz de mis dichas Adlantes,cerros de mi Potosí,de mi pequeñez gigantes; 680 en vosotros se me ofrecetodo aquello que apetecemi deseo en sumo grado.
REPRESENTANTE 2¿Qué vendaval os ha dado,que así el seso os desvanece? 685
PEDRO Sin duda, he de ser farsante,y haré que estupendamentela fama mis hechos cante,y que los lleve y los cuenteen Poniente y en Levante. 690 Volarán los hechos míoshasta los reinos vacíosde Policea, y aún más,en nombre de Nicolás,y el sobrenombre de Ríos: 695 que éste fue el nombre de aquelmago que a entender me dioquién era el mundo crüel,ciego que sin vista viocuantos fraudes hay en él. 700 En las chozas y en las salas,entre las jergas y galasserá mi nombre estendido,aunque se ponga en olvidoel de Pedro de Urdemalas. 705
REPRESENTANTE 2 Enigma y algarabíaes cuanto habláis, señor,para nosotros.
PEDROSeríafalta de ingenio y valorcontaros la historia mía, 710 a lo menos por agora.Vamos: que, si se mejorami suerte con ser farsista,seréis testigos de vistadel ingenio que en mí mora, 715 principalmente en jugarlas tretas de un entreméshasta do pueden llegar.
(Entra otro farsante.)
REPRESENTANTE 3¿No advertirán que ya eshora y tiempo de ensayar? 720 Porque pide el rey comedia,y el autor ha ya hora y mediaque espera. ¡Grande descuido!
REPRESENTANTE 1Pues con ir presto, yo cuidoque ese daño se remedia. 725 Venga, galán, que yo haréque hoy quede por recitante.
PEDROSi lo quedo, mostraréque soy para autor bastantecon lo menos que yo sé. 730 Llegado ha ya la ocasióndonde la adivinaciónque un hablante Malgesíechó un tiempo sobre mí,tenga efecto y conclusión. 735 Ya podré ser patriarca,pontífice y estudiante,emperador y monarca:que el oficio de farsantetodos estados abarca; 740 y, aunque es vida trabajosa,es, en efecto, curiosa,pues cosas curiosas trata,y nunca quien la maltratale dará nombre de ociosa. 745
(Éntranse todos.)
(Sale un AUTOR con unos papeles como comedia, y dos farsantes, que todos se señalan por número.)
AUTOR Son muy anchos de concienciavuesas mercedes, y creo,por las señales que veo,que me ha de faltar paciencia. ¡Cuerpo de mí! ¿En veinte días 750no se pudiera haber puestoesta comedia? ¿Qué es esto?Ellas son venturas mías. Póneme esto en confusión,y en un rancor importuno, 755que nunca falte ningunoal pedir de la ración, y al ensayo es menesterque con perros y huroneslos busquen, y aun a pregones, 760y no querrán parecer.
PEDRO ¿Quién un agudo embustero,ni un agudo hablador,sabrá hacerle mejorque yo, si es que hacerle quiero? 765
AUTOR Si no pica de arroganteel dómine, mucho sabe.
PEDROSé todo aquello que cabeen un general farsante; sé todos los requisitos 770que un farsante ha de tenerpara serlo, que han de sertan raros como infinitos. De gran memoria, primero;segundo, de suelta lengua; 775y que no padezca menguade galas es lo tercero. Buen talle no le perdono,si es que ha de hacer los galanes;no afectado en ademanes, 780ni ha de recitar con tono. Con descuido cuidadoso,grave anciano, joven presto,enamorado compuesto,con rabia si está celoso. 785 Ha de recitar de modo,con tanta industria y cordura,que se vuelva en la figuraque hace de todo en todo. A los versos ha de dar 790valor con su lengua experta,y a la fábula que es muertaha de hacer resucitar. Ha de sacar con espantolas lágrimas de la risa, 795y hacer que vuelvan con prisaotra vez al triste llanto. Ha de hacer que aquel semblanteque él mostrare, todo oyentele muestre, y será excelente 800si hace aquesto el recitante.
(Entra el ALGUACIL de las comedias.)
ALGUACIL ¿Ahora están tan despacio?Esperarles he a que acaben.Bien parece que no sabenlas nuevas que hay en palacio. 805 Vengan, que ya me amohínala posma que en ellos reina,aguardando el rey o reinay la nueva su sobrina.
AUTOR ¿Qué sobrina?
ALGUACILUna gitana, 810dicen, que es bella en estremo.
PEDROQue sea Belica temo.¿Y eso es verdad?
ALGUACILY tan llana, que yo no sé cuál se seamayor verdad por agora. 815Y la reina, mi señora,hacerle fiestas desea. Venid, que allá lo sabréistodo como pasa al punto.
PEDROMucho bien me vendrá junto 820si por vuestro me queréis.
AUTOR Admitido estáis ya al gremiode nuestro alegre ejercicio,pues vuestro raro juïcio,mayor lauro pide en premio. 825 Largo hablaremos después.Vamos, y haremos la pruebade vuestra gracia tan nueva,ensayando un entremés.
PEDRO No me hará ventaja alguno 830en eso, cual se verá.
ALGUACILSeñores, que es tarde ya.
AUTOR¿Falta aquí alguno?
REPRESENTANTE 1Ninguno.
(Vanse todos.)
(Salen el REY y SILERIO.)
REY En cualquier traje se muestrasu belleza al descubierto: 835gitana, me tuvo muerto;dama, a matarme se adiestra. El parentesco no aflojami deseo; antes, por élcon ahínco más crüel 840toda el alma se congoja.
(Suenan guitarras.)
Pero, ¿qué música es ésta?
SILERIOLos comediantes serán,que adonde se visten van.
REYYa me entristece la fiesta; 845 ya sólo con mi deseoquisiera avenirme a solas,y dar costado a las olasdel mar de amor do me veo. Pero escucha, que mi historia 850parece que oigo cantar,y es señal que ha de durarluengos siglos su memoria.
(Entran los MÚSICOS cantando este romance:)
MÚSICOS Bailan las gitanas; míralas el rey; 855 la reina, con celos, mándalas prender. Por Pascua de Reyes hicieron al rey un baile gitano 860 Belica e Inés; turbada Belica, cayó junto al rey, y el rey la levanta de puro cortés; 865 mas como es Belilla de tan linda tez, la reina, celosa, mándalas prender.
SILERIO Vienen tan embebecidos, 870que no nos echan de ver.
REYCantan lo que debe sersuspensión de los sentidos.
MÚSICO 1 El rey está aquí. ¡Chitón!Quizá no le agradará 875nuestra canción.
MÚSICO 2Sí hará,por ser nueva la canción, y no contiene otra cosa,fuera de que es dulce y grave,que decir lo que se sabe: 880que es la reina recelosa, y hechura de la mujertener celos del marido.
REY¡Qué bien que lo has entendido!Dételo el diablo a entender. 885 Silerio, mi muerte y vidavienen juntas. ¿Qué haré?
SILERIOMostrar a un tiempo la fe,aquí cierta, allí fingida.
(Entran la REINA y BELICA, ya vestida de dama; INÉS, de gitana; MALDONADO, el autor, MARTÍN CRESPO, el alcalde, y PEDRO DE URDEMALAS.)
PEDRO Famosa Isabel, que ya 890fuiste Belica primero;Pedro, el famoso embustero,postrado a tus pies está, tan hecho a hacer desvaríos,que, para cobrar renombre, 895el Pedro de Urde, su nombre,ya es Nicolás de los Ríos. Digo que tienes delantea tu Pedro conocido,de gitano convertido 900en un famoso farsante, para servirte en más obrasque puedes imaginar,si no le quieres faltarcon lo mucho en que a otros sobras. 905 Tu presunción y la míahan llegado a conclusión:la mía sólo en ficción;la tuya, como debía. Hay suertes de mil maneras, 910que, entre donaires y burlas,hacen señores de burlas,como señores de veras. Yo, farsante, seré reycuando le haya en la comedia, 915y tú, oyente, ya eres mediareina por valor y ley. En burlas podré servirte,tú hacerme merced de veras,si tras las mañas ligeras 920del vulgo no quieres irte; en el cual, si alguno huboo hay humilde en rica alteza,siempre queda la bajezade aquel principio que tuvo. 925 Pero tu ser y virtudme tienen bien satisfecho,que no llegará a tu pechola sombra de ingratitud. Por aquesta buena fe, 930de la reina, ¡oh gran sobrina!,y por ver que a ti se inclinaquien gitano por ti fue, que al rey pidas te suplico,andando el tiempo, una cosa 935más buena que provechosa,porque a mi gusto la aplico.
REY Desde luego la concedo;pide lo que es de tu gusto.
PEDROPor ser lo que quiero justo, 940lo declararé sin miedo. Y es que, pues claro se entiendeque el recitar es oficioque a enseñar, en su ejercicio,y a deleitar sólo atiende, 945 y para esto es menestergrandísima habilidad,trabajo y curiosidad,saber gastar y tener, que ninguno no le haga 950que las partes no tuviereque este ejercicio requiere,con que enseñe y satisfaga. Preceda examen primero,o muestra de compañía, 955y no por su fantasíase haga autor un pandero. Con esto pondrán la miraa esmerarse en su ejercicio:que tanto es bueno el oficio, 960cuanto es el fin a que aspira.
BELICA Yo haré que el rey, mi señor,vuestra petición conceda.
REYY aun otras, si hay en qué puedavalerle vuestro favor. 965
REINA Con mejores ojos miroagora que la miréis;y en cuanto por ella hacéis,más me alegro que me admiro. Ya mi voluntad se inclina 970a acreditar a los dos:que entre mis celos y vosse ha puesto el ser mi sobrina. Vamos a oír la comediacon gusto, pues que los cielos 975no ordenaron que mis celosla volviesen en tragedia. Y avisaráse a mi hermanoluego deste hallazgo bueno.
(Éntrase.)
REYYa yo le tengo en el seno 980y le toco con la mano. ¡Oh imaginación, que alcanzaslas cosas menos posibles,si alcanzan las imposiblesde reyes las esperanzas! 985
SILERIO No te aflijas, que no es tantoel parentesco que impidahallar a tu mal salida.
REYSí; mas moriré entretanto.
(Éntrase el REY y SILERIO.)
MALDONADO Señora Belica, espere; 990mire que soy Maldonado,su conde.
BELICATengo otro estadoque estar aquí no requiere. Maldonado, perdonadme,que yo os hablaré otro día. 995
INÉS¡Hermana Belica mía!
BELICALa reina espera; dejadme.
(Éntrase BELICA.)
INÉS ¡Entróse! ¡Quién me dijeraaquesto casi antiyer!No lo pudiera creer, 1000si con los ojos lo viera. ¡Válame Dios, y qué ingratamochacha, y qué sacudida!
PEDROLa mudanza de la vidamil firmezas desbarata, 1005 mil agravios comprehende,mil vivezas atesora,y olvida sólo en un horalo que en mil siglos aprende.
ALCALDE Pedro, ¿cómo estás aquí 1010tan galán? ¿Qué te has hecho?
PEDROPudiérame haber deshecho,si no mirara por mí. Mudado he de oficio y nombre,y no es así comoquiera: 1015hecho estoy una quimera.
ALCALDESiempre tú fuiste gran hombre. Yo por el premio veníade la danza que enseñaste,que en ella claro mostraste 1020tu ingenio y tu bizarría; y si en el mundo no hubierapajes, yo sé que durarasu fama hasta que llegarala edad que ha de ser postrera. 1025 Clemente y Clemencia estánmuy buenos, sin ningún mal,y Benita con Pascualgarrida vida se dan.
(Entra UNO.)
UNO Sus majestades aguardan; 1030bien pueden ya comenzar.
PEDRODespués podremos hablar.
UNOMiren que dicen que tardan.
PEDRO Ya ven vuesas mercedes que los reyesaguardan allá dentro, y no es posible 1035entrar todos a ver la gran comediaque mi autor representa, que alabardasy lancineques y frinfrón impidenla entrada a toda gente mosquetera.Mañana, en el teatro, se hará una, 1040donde por poco precio verán todosdesde principio al fin toda la traza,y verán que no acaba en casamiento,cosa común y vista cien mil veces,ni que parió la dama esta jornada, 1045y en otra tiene el niño ya sus barbas,y es valiente y feroz, y mata y hiende,y venga de sus padres cierta injuria,y al fin viene a ser rey de un cierto reinoque no hay cosmografía que le muestre. 1050Destas impertinencias y otras talesofreció la comedia libre y suelta,pues llena de artificio, industria y galas,se cela del gran Pedro de Urdemalas.
Entremés del Juez de los divorcios
Sale el JUEZ, y otros dos con él, que son ESCRIBANO y PROCURADOR, y siéntase en una silla; salen el VEJETE y MARIANA, su mujer.
MARIANA.- Aun bien que está ya el señor juez de los divorcios sentado en la silla de su audiencia. Desta vez tengo de quedar dentro o fuera; desta vegada tengo de quedar libre de pedido y alcabala, como el gavilán.
VEJETE.- Por amor de Dios, Mariana, que no almonedees tanto tu negocio: habla paso, por la pasión que Dios pasó; mira que tienes atronada a toda la vecindad con tus gritos; y, pues tienes delante al señor juez, con menos voces le puedes informar de tu justicia.
JUEZ.- ¿Qué pendencia traéis, buena gente?
MARIANA.- Señor, ¡divorcio, divorcio, y más divorcio, y otras mil veces divorcio!
JUEZ.- ¿De quién, o por qué, señora?
MARIANA.- ¿De quién? Deste viejo que está presente.
JUEZ.- ¿Por qué?
MARIANA.- Porque no puedo sufrir sus impertinencias, ni estar contino atenta a curar todas sus enfermedades, que son sin número; y no me criaron a mí mis padres para ser hospitalera ni enfermera. Muy buen dote llevé al poder desta espuerta de huesos, que me tiene consumidos los días de la vida; cuando entré en su poder, me relumbraba la cara como un espejo, y agora la tengo con una vara de frisa encima. Vuesa merced, señor juez, me descase, si no quiere que me ahorque; mire, mire los surcos que tengo por este rostro, de las lágrimas que derramo cada día por verme casada con esta anotomía.
JUEZ.- No lloréis, señora; bajad la voz y enjugad las lágrimas, que yo os haré justicia.
MARIANA.- Déjeme vuesa merced llorar, que con esto descanso. En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosas de arrendamiento; y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor de entrambas partes.
JUEZ.- Si ese arbitrio se pudiera o debiera poner en prática, y por dineros, ya se hubiera hecho; pero especificad más, señora, las ocasiones que os mueven a pedir divorcio.
MARIANA.- El ivierno de mi marido y la primavera de mi edad; el quitarme el sueño, por levantarme a media noche a calentar paños y saquillos de salvado para ponerle en la ijada; el ponerle, ora aquesto, ora aquella ligadura, que ligado le vea yo a un palo por justicia; el cuidado que tengo de ponerle de noche alta cabecera de la cama, jarabes lenitivos, porque no se ahogue del pecho; y el estar obligada a sufrirle el mal olor de la boca, que le güele mal a tres tiros de arcabuz.
ESCRIBANO.- Debe de ser de alguna muela podrida.
VEJETE.- No puede ser, porque lleve el diablo la muela ni diente que tengo en toda ella.
PROCURADOR.- Pues ley hay que dice, según he oído decir, que por sólo el mal olor de la boca se puede descasar la mujer del marido, y el marido de la mujer.
VEJETE.- En verdad, señores, que el mal aliento que ella dice que tengo, no se engendra de mis podridas muelas, pues no las tengo, ni menos procede de mi estómago, que está sanísimo, sino desa mala intención de su pecho. Mal conocen vuesas mercedes a esta señora, pues a fe que, si la conociesen, que la ayunarían o la santiguarían. Veinte y dos años ha que vivo con ella mártir, sin haber sido jamás confesor de sus insolencias, de sus voces y de sus fantasías, y ya va para dos años que cada día me va dando vaivenes y empujones hacia la sepultura; a cuyas voces me tiene medio sordo, y, a puro reñir, sin juicio. Si me cura, como ella dice, cúrame a regañadientes; habiendo de ser suave la mano y la condición del médico. En resolución, señores: yo soy el que muero en su poder, y ella es la que vive en el mío, porque es señora, con mero mixto imperio, de la hacienda que tengo.
MARIANA.- ¿Hacienda vuestra? Y ¿qué hacienda tenéis vos, que no la hayáis ganado con la que llevastes en mi dote? Y son míos la mitad de los bienes gananciales, mal que os pese; y dellos y de la dote, si me muriese agora, no os dejaría valor de un maravedí, porque veáis el amor que os tengo.
JUEZ.- Decid, señor: cuando entrastes en poder de vuestra mujer, ¿no entrastes gallardo, sano y bien acondicionado?
VEJETE.- Ya he dicho que ha veinte y dos años que entré en su poder, como quien entra en el de un cómitre calabrés a remar en galeras de por fuerza; y entré tan sano, que podía decir y hacer como quien juega a las pintas.
MARIANA.- Cedacico nuevo, tres días en estaca.
JUEZ.- Callad, callad, nora en tal, mujer de bien, y andad con Dios, que yo no hallo causa para descasaros; y, pues comistes las maduras, gustad de las duras; que no está obligado ningún marido a tener la velocidad y corrida del tiempo, que no pase por su puerta y por sus días; y descontad los malos que ahora os da, con los buenos que os dio cuando pudo; y no repliquéis más palabra.
VEJETE.- Si fuese posible, recebiría gran merced que vuesa merced me la hiciese de despenarme, alzándome esta carcelería; porque, dejándome así, habiendo ya llegado a este rompimiento, será de nuevo entregarme al verdugo que me martirice; y si no, hagamos una cosa: enciérrese ella en un monesterio y yo en otro; partamos la hacienda, y desta suerte podremos vivir en paz y en servicio de Dios lo que nos queda de la vida.
MARIANA.- ¡Malos años! ¡Bonica soy yo para estar encerrada! No sino llegaos a la niña, que es amiga de redes, de tornos, rejas y escuchas, encerraos vos, que lo podréis llevar y sufrir, que ni tenéis ojos con que ver, ni oídos con que oír, ni pies con que andar, ni mano con que tocar: que yo, que estoy sana, y con todos mis cinco sentidos cabales y vivos, quiero usar dellos a la descubierta, y no por brújula, como quínola dudosa.
ESCRIBANO.- Libre es la mujer.
PROCURADOR.- Y prudente el marido; pero no puede más.
JUEZ.- Pues yo no puedo hacer este divorcio, quia nullam invenio causam.
(Entra un SOLDADO bien aderezado y su mujer, DOÑA GUIOMAR.)
DOÑA GUIOMAR.- ¡Bendito sea Dios!, que se me ha cumplido el deseo que tenía de verme ante la presencia de vuesa merced, a quien suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servido de descasarme déste.
JUEZ.- ¿Qué cosa es déste? ¿No tiene otro nombre? Bien fuera que dijérades siquiera: «deste hombre».
DOÑA GUIOMAR.- Si él fuera hombre, no procurara yo descasarme.
JUEZ.- Pues ¿qué es?
DOÑA GUIOMAR.- Un leño.
SOLDADO.- Aparte. Por Dios, que he de ser leño en callar y en sufrir. Quizá con no defenderme ni contradecir a esta mujer el juez se inclinará a condenarme; y, pensando que me castiga, me sacará de cautiverio, como si por milagro se librase un cautivo de las mazmorras de Tetuán.
PROCURADOR.- Hablad más comedido, señora, y relatad vuestro negocio, sin improperios de vuestro marido; que el señor juez de los divorcios, que está delante, mirará rectamente por vuestra justicia.
DOÑA GUIOMAR.- Pues, ¿no quieren vuesas mercedes que llame leño a una estatua, que no tiene más acciones que un madero?
MARIANA.- Ésta y yo nos quejamos, sin duda, de un mismo agravio.
DOÑA GUIOMAR.- Digo, en fin, señor mío, que a mí me casaron con este hombre, ya que quiere vuesa merced que así lo llame; pero no es este hombre con quien yo me casé.
JUEZ.- ¿Cómo es eso?, que no os entiendo.
DOÑA GUIOMAR.- Quiero decir que pensé que me casaba con un hombre moliente y corriente, y a pocos días hallé que me había casado con un leño, como tengo dicho; porque él no sabe cuál es su mano derecha, ni busca medios ni trazas para granjear un real con que ayude a sustentar su casa y familia. Las mañanas se le pasan en oír misa y en estarse en la puerta de Guadalajara murmurando, sabiendo nuevas, diciendo y escuchando mentiras; y las tardes, y aun las mañanas también, se va de en casa en casa de juego, y allí sirve de número a los mirones, que, según he oído decir, es un género de gente a quien aborrecen en todo estremo los gariteros. A las dos de la tarde viene a comer, sin que le hayan dado un real de barato, porque ya no se usa el darlo. Vuélvese a ir, vuelve a media noche, cena si lo halla, y si no, santíguase, bosteza y acuéstase; y en toda la noche no sosiega, dando vueltas. Pregúntole qué tiene. Respóndeme que está haciendo un soneto en la memoria para un amigo que se le ha pedido; y da en ser poeta, como si fuese oficio con quien no estuviese vinculada la necesidad del mundo.
SOLDADO.- Mi señora doña Guiomar, en todo cuanto ha dicho, no ha salido de los límites de la razón; y, si yo no la tuviera en lo que hago, como ella la tiene en lo que dice, ya había yo de haber procurado algún favor de palillos, de aquí o de allí, y procurar verme, como se ven otros hombrecitos aguditos y bulliciosos, con una vara en las manos, y sobre una mula de alquiler pequeña, seca y maliciosa, sin mozo de mulas que le acompañe, porque las tales mulas nunca se alquilan sino a faltas y cuando están de nones; sus alforjitas a las ancas: en la una un cuello y una camisa, y en la otra su medio queso y su pan y su bota; sin añadir a los vestidos que trae de rúa, para hacellos de camino, sino unas polainas y una sola espuela; y, con una comisión, y aun comezón en el seno, sale por esa Puente Toledana raspahilando, a pesar de las malas mañas de la harona, y, a cabo de pocos días, envía a su casa algún pernil de tocino y algunas varas de lienzo crudo; en fin, de aquellas cosas que valen baratas en los lugares del distrito de su comisión, y con esto sustenta su casa como el pecador mejor puede; pero yo, que ni tengo oficio ni beneficio, no sé qué hacerme, porque no hay señor que quiera servirse de mí, porque soy casado; así que, me será forzoso suplicar a vuesa merced, señor juez, pues ya por pobres son tan enfadosos los hidalgos, y mi mujer lo pide, que nos divida y aparte.
DOÑA GUIOMAR.- Y hay más en esto, señor juez: que, como yo veo que mi marido es tan para poco, y que padece necesidad, muérome por remedialle; pero no puedo, porque, en resolución, soy mujer de bien, y no tengo de hacer vileza.
SOLDADO.- Por esto solo merecía ser querida esta mujer, pero, debajo deste pundonor, tiene encubierta la más mala condición de la tierra: pide celos sin causa, grita sin porqué, presume sin hacienda, y, como me ve pobre, no me estima en el baile del rey Perico; y es lo peor, señor juez, que quiere que, a trueco de la fidelidad que me guarda, le sufra y disimule millares de millares de impertinencias y desabrimientos que tiene.
DOÑA GUIOMAR.- ¿Pues no? ¿Y por qué no me habéis vos de guardar a mí decoro y respeto, siendo tan buena como soy?
SOLDADO.- Oíd, señora doña Guiomar; aquí, delante destos señores, os quiero decir esto: ¿por qué me hacéis cargo de que sois buena, estando vos obligada a serlo, por ser de tan buenos padres nacida, por ser cristiana y por lo que debéis a vos misma? ¡Bueno es que quieran las mujeres que las respeten sus maridos porque son castas y honestas; como si en sólo esto consistiese, de todo en todo, su perfección; y no echan de ver los desaguaderos por donde desaguan la fineza de otras mil virtudes que les faltan! ¿Qué se me da a mí que seáis casta con vos misma, puesto que se me da mucho, si os descuidáis de que lo sea vuestra criada, y si andáis siempre rostrituerta, enojada, celosa, pensativa, manirrota, dormilona, perezosa, pendenciera, gruñidora, con otras insolencias deste jaez, que bastan a consumir las vidas de docientos maridos? Pero, con todo esto, digo, señor juez, que ninguna cosa destas tiene mi señora doña Guiomar; y confieso que yo soy el leño, el inhábil, el dejado y el perezoso; y que, por ley de buen gobierno, aunque no sea por otra cosa, está vuesa merced obligado a descasarnos; que desde aquí digo que no tengo ninguna cosa que alegar contra lo que mi mujer ha dicho, y que doy el pleito por concluso, y holgaré de ser condenado.
DOÑA GUIOMAR.- ¿Qué hay que alegar contra lo que tengo dicho? Que no me dais de comer a mí, ni a vuestra criada; y monta que son muchas, sino una, y aun esa sietemesina, que no come por un grillo.
ESCRIBANO.- Sosiéguense; que vienen nuevos demandantes.
(Entra uno vestido a lo médico, y es CIRUJANO, y ALDONZA DE MINJACA, su mujer.)
CIRUJANO.- Por cuatro causas bien bastantes, vengo a pedir a vuesa merced, señor juez, haga divorcio entre mí y la señora doña Aldonza de Minjaca, mi mujer, que está presente.
JUEZ.- Resoluto venís; decid las cuatro causas.
CIRUJANO.- La primera, porque no la puedo ver más que a todos los diablos; la segunda, por lo que ella se sabe; la tercera, por lo que yo me callo; la cuarta, porque no me lleven los demonios, cuando desta vida vaya, si he de durar en su compañía hasta mi muerte.
PROCURADOR.- Bastantísimamente ha probado su intención.
MINJACA.- Señor juez, vuesa merced me oiga, y advierta que, si mi marido pide por cuatro causas divorcio, yo le pido por cuatrocientas. La primera, porque, cada vez que le veo, hago cuenta que veo al mismo Lucifer; la segunda, porque fui engañada cuando con él me casé, porque él dijo que era médico de pulso, y remaneció cirujano, y hombre que hace ligaduras y cura otras enfermedades, que va decir desto a médico la mitad del justo precio; la tercera, porque tiene celos del sol que me toca; la cuarta, que, como no le puedo ver, querría estar apartada dél dos millones de leguas.
ESCRIBANO.- ¿Quién diablos acertará a concertar estos relojes, estando las ruedas tan desconcertadas?
MINJACA.- La quinta...
JUEZ.- Señora, señora, si pensáis decir aquí todas las cuatrocientas causas, yo no estoy para escuchallas, ni hay lugar para ello. Vuestro negocio se recibe a prueba; y andad con Dios, que hay otros negocios que despachar.
CIRUJANO.- ¿Qué más pruebas, sino que yo no quiero morir con ella, ni ella gusta de vivir conmigo?
JUEZ.- Si eso bastase para descasarse los casados, infinitísimos sacudirían de sus hombros el yugo del matrimonio.
(Entra uno vestido de GANAPÁN, con su caperuza cuarteada.)
GANAPÁN.- Señor juez: ganapán soy, no lo niego, pero cristiano viejo, y hombre de bien a las derechas; y, si no fuese que alguna vez me tomo del vino, o él me toma a mí, que es lo más cierto, ya hubiera sido prioste en la cofradía de los hermanos de la carga, pero, dejando esto aparte, porque hay mucho que decir en ello, quiero que sepa el señor joez que, estando una vez muy enfermo de los vaguidos de Baco, prometí de casarme con una mujer errada. Volví en mí, sané y cumplí la promesa, y caséme con una mujer que saqué de pecado; púsela a ser placera; ha salido tan soberbia y de tan mala condición, que nadie llega a su tabla con quien no riña, ora sobre el peso falto, ora sobre que le llegan a la fruta, y a dos por tres les da con una pesa en la cabeza, o adonde topa, y los deshonra hasta la cuarta generación, sin tener hora de paz con todas sus vecinas ya parleras; y yo tengo de tener todo el día la espada más lista que un sacabuche, para defendella; y no ganamos para pagar penas de pesos no maduros, ni de condenaciones de pendencias. Querría, si vuesa merced fuese servido, o que me apartase della, o, por lo menos, le mudase la condición acelerada que tiene en otra más reportada y más blanda; y prométole a vuesa merced de descargalle de balde todo el carbón que comprare este verano; que puedo mucho con los hermanos mercaderes de la costilla.
CIRUJANO.- Ya conozco yo a la mujer deste buen hombre, y es tan mala como mi Aldonza: que no lo puedo más encarecer.
JUEZ.- Mirad, señores, aunque algunos de los que aquí estáis habéis dado algunas causas que traen aparejada sentencia de divorcio, con todo eso, es menester que conste por escrito, y que lo digan testigos; y así, a todos os recibo a prueba. Pero, ¿qué es esto? ¿Música y guitarras en mi audiencia? ¡Novedad grande es ésta!
(Entran dos músicos.)
MÚSICO.- Señor juez, aquellos dos casados tan desavenidos que vuesa merced concertó, redujo y apaciguó el otro día, están esperando a vuesa merced con una gran fiesta en su casa; y por nosotros le envían a suplicar sea servido de hallarse en ella y honrallos.
JUEZ.- Eso haré yo de muy buena gana; y pluguiese a Dios que todos los presentes se apaciguasen como ellos.
PROCURADOR.- Desa manera, moriríamos de hambre los escribanos y procuradores desta audiencia; que no, no, sino todo el mundo ponga demandas de divorcios; que, al cabo, al cabo, los más se quedan como se estaban y nosotros habemos gozado del fruto de sus pendencias y necedades.
MÚSICO.- Pues en verdad que desde aquí hemos de ir regocijando la fiesta.
(Cantan los músicos.)
Entre casados de honor,cuando hay pleito descubierto,
más vale el peor concierto
que no el divorcio mejor. Donde no ciega el engañosimple, en que algunos están,las riñas de por San Juanson paz para todo el año. Resucita allí el honor,y el gusto, que estaba muerto,
donde vale el peor concierto
más que el divorcio mejor. Aunque la rabia de celoses tan fuerte y rigurosa,si los pide una hermosa,no son celos, sino cielos. Tiene esta opinión Amor,que es el sabio más experto:
que vale el peor concierto
más que el divorcio mejor.
FIN DESTE ENTREMÉS
Entremés del Rufián viudo llamado Trampagos
Sale TRAMPAGOScon un capuz de luto, y con él VADEMÉCUM, su criado, con dos espadas de esgrima.
TRAMPAGOS¡Vademécum!
VADEMÉCUM¿Señor?
TRAMPAGOS¿Traes las morenas?
VADEMÉCUMTráigolas.
TRAMPAGOSEstá bien: muestra y camina,y saca aquí la silla de respaldo,con los otros asientos de por casa.
VADEMÉCUM¿Qué asientos? ¿Hay alguno, por ventura? 5
TRAMPAGOSSaca el mortero, puerco, el broquel saca,y el banco de la cama.
VADEMÉCUMEstá impedido;fáltale un pie.
TRAMPAGOS¿Y es tacha?
VADEMÉCUM¡Y no pequeña!
(Éntrase VADEMÉCUM.)
TRAMPAGOS¡Ah, Pericona, Pericona mía,y aun de todo el concejo! En fin, llegóse 10el tuyo: yo quedé, tú te has partido,y es lo peor que no imagino adónde,aunque, según fue el curso de tu vida,bien se puede creer piadosamenteque estás en parte... Aun no me determino 15de señalarte asiento en la otra vida.Tendréla yo, sin ti, como de muerte.¡Que no me hallara yo a tu cabeceracuando diste el espíritu a los aires,para que le acogiera entre mis labios, 20y en mi estómago limpio le envasara!¡Miseria humana! ¿Quién de ti confía?Ayer fui Pericona, hoy tierra fría,como dijo un poeta celebérrimo.
(Entra CHIQUIZNAQUE, RUFIÁN.)
RUFIÁNMi so Trampagos, ¿es posible sea 25voacé tan enemigo suyoque se entumbe, se encubra y se traspongadebajo desa sombra bayetunael sol hampesco? So Trampagos, bastatanto gemir, tantos suspiros bastan; 30trueque voacé las lágrimas corrientesen limosnas y en misas y oracionespor la gran Pericona, que Dios haya;que importan más que llantos y sollozos.
TRAMPAGOSVoacé ha garlado como un tólogo, 35mi señor Chiquiznaque; pero, en tantoque encarrilo mis cosas de otro modo,tome vuesa merced, y platiquemosuna levada nueva.
RUFIÁNSo Trampagos,no es éste tiempo de levadas: llueven 40o han de llover hoy pésames adunia,y ¿hémonos de ocupar en levadicas?
(Entra VADEMÉCUM con la silla, muy vieja y rota.)
VADEMÉCUM¡Bueno, por vida mía! Quien le quitaa mi señor de líneas y posturas,le quita de los días de la vida. 45
TRAMPAGOSVuelve por el mortero y por el banco,y el broquel no se olvide, Vademécum.
VADEMÉCUMY aun trairé el asador, sartén y platos.
(Vuélvese a entrar.)
TRAMPAGOSDespués platicaremos una treta,única, a lo que creo, y peregrina; 50que el dolor de la muerte de mi ángellas manos ata y el sentido todo.
RUFIÁN¿De qué edad acabó la mal lograda?
TRAMPAGOSPara con sus amigas y vecinas,treinta y dos años tuvo.
RUFIÁN¡Edad lozana! 55
TRAMPAGOSSi va a decir verdad, ella teníacincuenta y seis; pero, de tal manerasupo encubrir los años, que me admiro.¡Oh, qué teñir de canas! ¡Oh, qué rizos,vueltos de plata en oro los cabellos! 60A seis del mes que viene hará quince añosque fue mi tributaria, sin que en ellosme pusiese en pendencia, ni en peligrode verme palmeadas las espaldas.Quince cuaresmas, si en la cuenta acierto, 65pasaron por la pobre desde el díaque fue mi cara, agradecida prenda,en las cuales, sin duda, susurrarona sus oídos treinta y más sermones,y en todos ellos, por respeto mío, 70estuvo firme, cual está a las olasdel mar movible la inamovible roca.¡Cuántas veces me dijo la pobreta,saliendo de los trances rigurososde gritos y plegarias y de ruegos, 75sudando y trasudando: «¡Plega al cielo,Trampagos mío, que en descuento vayade mis pecados lo que aquí yo pasopor ti, dulce bien mío!»
RUFIÁN¡Bravo triunfo!¡Ejemplo raro de inmortal firmeza! 80¡Allá lo habrá hallado!
TRAMPAGOS¿Quién lo duda?Ni aun una sola lágrima vertieronjamás sus ojos en las sacras pláticas,cual si de esparto o pedernal su almaformada fuera.
RUFIÁN¡Oh, hembra benemérita 85de griegas y romanas alabanzas!¿De qué murió?
TRAMPAGOS¿De qué? Casi de nada:los médicos dijeron que teníamalos los hipocondrios y los hígados,y que con agua de taray pudiera 90vivir, si la bebiera, setenta años.
RUFIÁN¿No la bebió?
TRAMPAGOSMurióse.
RUFIÁNFue una necia.¡Bebiérala hasta el día del jüicio,que hasta entonces viviera! El yerro estuvoen no hacerla sudar.
TRAMPAGOSSudó once veces. 95
(Entra VADEMÉCUM con los asientos referidos.)
RUFIÁN¿Y aprovechóle alguna?
TRAMPAGOSCasi todas:siempre quedaba como un ginjo verde,sana como un peruétano o manzana.
RUFIÁNDícenme que tenía ciertas fuentesen las piernas y brazos.
TRAMPAGOSLa sin dicha 100era un Aranjuëz; pero, con todo,hoy come en ella, la que llaman tierra,de las más blancas y hermosas carnesque jamás encerraron sus entrañas;y, si no fuera porque habrá dos años 105que comenzó a dañársele el aliento,era abrazarla como quien abrazaun tiesto de albahaca o clavellinas.
RUFIÁNNeguijón debió ser, o corrimiento,el que dañó las perlas de su boca, 110quiero decir, sus dientes y sus muelas.
TRAMPAGOSUna mañana amaneció sin ellos.
VADEMÉCUMAsí es verdad, mas fue deso la causaque anocheció sin ellos; de los finos,cinco acerté a contarle; de los falsos, 115doce disimulaba en la covacha.
TRAMPAGOS¿Quién te mete a ti en esto, mentecato?
VADEMÉCUMAcredito verdades.
TRAMPAGOSChiquiznaque,ya se me ha reducido a la memoriala treta de denantes; toma, y vuelve 120al ademán primero.
VADEMÉCUMPongan pausa,y quédese la treta en ese punto;que acuden moscovitas al reclamo.La Repulida viene y la Pizpita,y la Mostrenca, y el jayán Juan Claros. 125
TRAMPAGOSVengan en hora buena; vengan ellosen cien mil norabuenas.
(Entran la REPULIDA, la PIZPITA, la MOSTRENCA y el rufián JUAN CLAROS.)
JUAN CLAROSEn las mismasesté mi sor Trampagos.
REPULIDAQuiera el cielomudar su escuridad en luz clarísima.
PIZPITADesollado le viesen ya mis lumbres 130de aquel pellejo lóbrego y escuro.
MOSTRENCO¡Jesús, y qué fantasma noturnina!Quítenmele delante.
VADEMÉCUM¿Melindricos?
TRAMPAGOSFuera yo un Polifemo, un antropófago,un troglodita, un bárbaro Zoílo, 135un caimán, un caribe, un comevivos,si de otra suerte me adornara, en tiempode tamaña desgracia.
JUAN CLAROSRazón tiene.
TRAMPAGOS¡He perdido una mina potosisca,un muro de la yedra de mis faltas, 140un árbol de la sombra de mis ansias!
JUAN CLAROSEra la Pericona un pozo de oro.
TRAMPAGOSSentarse a prima noche, y, a las horasque se echa el golpe, hallarse con sesentanumos en cuartos, ¿por ventura es barro? 145Pues todo esto perdí en la que ya pudre.
REPULIDAConfieso mi pecado: siempre tuveenvidia a su no vista diligencia.No puedo más; yo hago lo que puedo,pero no lo que quiero.
PIZPITANo te penes, 150pues vale más aquel que Dios ayuda,que el que mucho madruga; ya me entiendes.
VADEMÉCUMEl refrán vino aquí como de molde;¡Tal os dé Dios el sueño, mentecatas!
MOSTRENCONacidas somos; no hizo Dios a nadie 155a quien desamparase. Poco valgo;pero, en fin, como y ceno, y a mi cuyole traigo más vestido que un palmito.Ninguna es fea, como tenga bríos;¡feo es el diablo!
VADEMÉCUMAlega la Mostrenca 160muy bien de su derecho, y alegaramejor si se añadiera el ser muchachay limpia, pues lo es por todo estremo.
RUFIÁNEn el que está Trampagos me da lástima.
TRAMPAGOSVestíme este capuz; mis dos lanternas 165convertí en alquitaras.
VADEMÉCUM¿De aguardiente?
TRAMPAGOSPues, ¿tanto cuelo yo, hi de malicias?
VADEMÉCUMA cuatro lavanderas de la puentepuede dar quince y falta en la colambre;miren qué ha de llorar, sino agua-ardiente. 170
JUAN CLAROSYo soy de parecer que el gran Trampagosponga silencio a su contino llantoy vuelva al sicut erat in principio,digo a sus olvidadas alegrías,y tome prenda que las suyas quite; 175que es bien que el vivo vaya a la hogaza,como el muerto se va a la sepultura.
REPULIDAZonzorino Catón es Chiquiznaque.
PIZPITAPequeña soy, Trampagos, pero grandetengo la voluntad para servirte; 180no tengo cuyo, y tengo ochenta cobas.
REPULIDAYo ciento, y soy dispuesta y nada lerda.
MOSTRENCOVeinte y dos tengo yo, y aun venticuatro,y no soy mema.
REPULIDA¡Oh mi Jezúz! ¿Qué es esto?¿Contra mí la Pizpita y la Mostrenca? 185¿En tela quieres competir conmigo,culebrilla de alambre, y tú, pazguata?
PIZPITAPor vida de los huesos de mi abuela,doña Mari-Bobales, monda-níspolas,que no la estimo en un feluz morisco. 190¿Han visto el ángel tonto almidonado,cómo quiere empinarse sobre todas?
MOSTRENCOSobre mí no, a lo menos; que no sufrocarga que no me ajuste y me convenga.
JUAN CLAROSAdviertan que defiendo a la Pizpita. 195
RUFIÁNConsideren que está la Repulidadebajo de las alas de mi amparo.
VADEMÉCUMAquí fue Troya, aquí se hacen rajas;los de las cachas amarillas salen;aquí, otra vez, fue Troya.
REPULIDAChiquiznaque, 200no he menester que nadie me defienda;aparta, tomaré yo la venganza,rasgando con mis manos pecadorasla cara de membrillo cuartanario.
JUAN CLAROS¡Repulida, respeto al gran Juan Claros! 205
PIZPITADéjala, venga; déjala que llegueesa cara de masa mal sobada.
(Entra UNO muy alborotado.)
UNOJuan Claros, ¡la justicia, la justicia!El alguacil de la justicia vienela calle abajo.
(Éntrase luego.)
JUAN CLAROS¡Cuerpo de mi padre! 210¡No paro más aquí!
TRAMPAGOSTénganse todos;ninguno se alborote; que es mi amigoel alguacil; no hay que tenerle miedo.
(Torna a entrar.)
UNONo viene acá, la calle abajo cuela.
(Vase.)
RUFIÁNEl alma me temblaba ya en las carnes, 215porque estoy desterrado.
TRAMPAGOSAunque viniera,no nos hiciera mal, yo lo sé cierto;que no puede chillar, porque está untado.
VADEMÉCUMCese, pues, la pendencia, y mi sor seael que escoja la prenda que le cuadre 220o le esquine mejor.
REPULIDAYo soy contenta.
PIZPITAY yo también.
MOSTRENCOY yo.
VADEMÉCUMGracias al cielo,que he hallado a tan gran mal, tan gran remedio.
TRAMPAGOSAbúrrome y escojo.
MOSTRENCODios te guíe.
REPULIDASi te aburres, Trampagos, la escogida 225también será aburrida.
TRAMPAGOSErrado anduve;sin aburrirme escojo.
MOSTRENCODios te guíe.
TRAMPAGOSDigo que escojo aquí a la Repulida.
JUAN CLAROSCon su pan se la coma, Chiquiznaque.
RUFIÁNY aun sin pan, que es sabrosa en cualquier modo. 230
REPULIDATuya soy; ponme un clavo y una Sen estas dos mejillas.
PIZPITA¡Oh hechicera!
MOSTRENCONo es sino venturosa; no la envidies,porque no es muy católico Trampagos,pues ayer enterró a la Pericona, 235y hoy la tiene olvidada.
REPULIDAMuy bien dices.
TRAMPAGOSEste capuz arruga, Vademécum;y dile al padre que sobre él te presteuna docena de reäles.
VADEMÉCUMCreoque tengo yo catorce.
TRAMPAGOSLuego luego, 240parte y trae seis azumbres de lo caro;alas pon en los pies.
VADEMÉCUMY en las espaldas.
(Éntrase VADEMÉCUM con el capuz, y queda en cuerpo TRAMPAGOS.)
TRAMPAGOS¡Por Dios, que si durara la bayeta,que me pudieran enterrar mañana!
REPULIDA¡Ay, lumbre destas lumbres, que son tuyas, 245y cuán mejor estás en este traje,que en el otro, sombrío y malencónico!
(Entran dos MÚSICOS, sin guitarras.)
MÚSICO 1Tras el olor del jarro nos venimosyo y mi compadre.
TRAMPAGOSEn hora buena sea.¿Y las guitarras?
MÚSICO 1En la tienda quedan; 250vaya por ellas Vademécum.
MÚSICO 2Vaya;mas yo quiero ir por ellas.
MÚSICO 1De camino,
(Éntrase el un MÚSICO.)
diga a mi oíslo que, si viene algunoal rapio rapis, que me aguarde un poco:que no haré sino colar seis tragos, 255y cantar dos tonadas y partirme;que ya el señor Trampagos, según muestra,está para tomar armas de gusto.
(Vuelve VADEMÉCUM.)
VADEMÉCUMYa está en el antesala el jarro.
TRAMPAGOSTraile.
VADEMÉCUMNo tengo taza.
TRAMPAGOSNi Dios te la depare. 260El cuerno de orinar no está estrenado;tráele, que te maldiga el cielo santo;que eres bastante a deshonrar un duque.
VADEMÉCUMSosiéguese; que no ha de faltar copa,y aun copas, aunque sean de sombreros. 265 Aparte.
A buen seguro que éste es churrullero.
(Entra UNO, como cautivo, con una cadena al hombro, y pónese a mirar a todos muy atento, y todos a él.)
REPULIDA¡Jesús! ¿Es visión ésta? ¿Qué es aquesto?¿No es éste Escarramán? Él es, sin duda.¡Escarramán del alma, dame, amores,esos brazos, coluna de la hampa! 270
TRAMPAGOS¡Oh Escarramán, Escarramán amigo!¿Cómo es esto? ¿A dicha eres estatua?Rompe el silencio y habla a tus amigos.
PIZPITA¿Qué traje es éste y qué cadena es ésta?¿Eres fantasma, a dicha? Yo te toco, 275y eres de carne y hueso.
MOSTRENCOÉl es, amiga;no lo puede negar, aunque más calle.
ESCARRAMÁNYo soy Escarramán, y estén atentosal cuento breve de mi larga historia.
(Vuelve el barbero con dos guitarras, y da la una al compañero.)
«Dio la galera al traste en Berbería, 280donde la furia de un jüez me pusopor espalder de la siniestra banda;mudé de cautiverio y de ventura;quedé en poder de turcos por esclavo;de allí a dos meses, como el cielo plugo, 285me levanté con una galeota;cobré mi libertad y ya soy mío.Hice voto y promesa invïolablede no mudar de ropa ni de cargahasta colgarla de los muros santos 290de una devota ermita, que en mi tierrallaman de San Millán de la Cogolla.»Y éste es el cuento de mi estraña historia,digna de atesorarla en mi memoria.La Méndez no estará ya de provecho; 295¿vive?
JUAN CLAROSY está en Granada a sus anchuras.
RUFIÁN¡Allí le duele al pobre todavía!
ESCARRAMÁN¿Qué se ha dicho de mí en aqueste mundo,en tanto que en el otro me han tenidomis desgracias y gracia?
MOSTRENCOCien mil cosas; 300ya te han puesto en la horca los farsantes.
PIZPITALos muchachos han hecho pepitoriade todas tus médulas y tus huesos.
REPULIDAHante vuelto divino: ¿qué más quieres?
RUFIÁNCántante por las plazas, por las calles; 305báilante en los teatros y en las casas;has dado que hacer a los poetas,más que dio Troya al mantuano Títiro.
JUAN CLAROSÓyente resonar en los establos.
REPULIDALas fregonas te alaban en el río; 310los mozos de caballos te almohazan.
RUFIÁNTúndete el tundidor con sus tijeras;muy más que el potro rucio eres famoso.
MOSTRENCOHan pasado a las Indias tus palmeos,en Roma se han sentido tus desgracias, 315y hante dado botines sine numero.
VADEMÉCUMPor Dios que te han molido como alheña,y te han desmenuzado como flores,y que eres más sonado y más mocosoque un reloj y que un niño de dotrina. 320De ti han dado querella todos cuantosbailes pasaron en la edad del gusto,con apretada y dura residencia;pero llevóse el tuyo la excelencia.
ESCARRAMÁNTenga yo fama, y háganme pedazos; 325de Éfeso el templo abrasaré por ella.
(Tocan de improviso los músicos, y comienzan a cantar este romance:)
Ya salió de las gurapas el valiente Escarramán, para asombro de la gura y para bien de su mal. 330
ESCARRAMÁN¿Es aquesto brindarme, por ventura?¿Piensan se me ha olvidado el regodeo?Pues más ligero vengo que solía;si no, toquen, y vaya, y fuera ropa.
PIZPITA¡Oh flor y fruto de los bailarines, 335y qué bueno has quedado!
VADEMÉCUMSuelto y limpio.
JUAN CLAROSÉl honrará las bodas de Trampagos.
ESCARRAMÁNToquen; verán que soy hecho de azogue.
MÚSICOSVáyanse todos por lo que cantare,y no será posible que se yerren. 340
ESCARRAMÁNToquen; que me deshago y que me bullo.
REPULIDAYa me muero por verle en la estacada.
MÚSICOSEstén alerta todos.
RUFIÁNYa lo estamos.
(Cantan.)
Ya salió de las gurapas
el valiente Escarramán, 345para asombro de la gura,
y para bien de su mal.Ya vuelve a mostrar al mundosu felice habilidad,su ligereza y su brío, 350y su presencia real.Pues falta la Coscolina,supla agora en su lugarla Repulida, olorosamás que la flor de azahar. 355Y, en tanto que se remondala Pizpita sin igual,de la Gallarda el paseonos muestre aquí Escarramán.
(Tocan la Gallarda; dánzala ESCARRAMÁN, que le ha de hacer el bailarín; y, en habiendo hecho una mudanza, prosíguese el romance.)
La Repulida comience, 360con su brío, a rastrear,pues ella fue la primeraque nos le vino a mostrar.Escarramán la acompañe;la Pizpita, otro que tal, 365Chiquiznaque y la Mostrenca,con Juan Claros el galán.¡Vive Dios que va de perlas!No se puede desearmás ligereza o más garbo, 370más certeza o más compás.¡A ello, hijos, a ello!No se pueden alabarotras ninfas ni otros rufosque nos pueden igualar. 375¡Oh, qué desmayar de manos!¡Oh, qué huir y qué juntar!¡Oh, qué nuevos laberintos,donde hay salir y hay entrar!Muden el baile a su gusto, 380que yo le sabré tocar:el Canario, o las Gambetas,o Al villano se lo dan,Zarabanda, o Zambapalo,el Pésame dello y más; 385el Rey don Alonso el Bueno,gloria de la antigüedad.
ESCARRAMÁNEl Canario, si le tocan,a solas quiero bailar.
MÚSICOSTocaréle yo de plata; 390tú de oro le bailarás.
(Toca el Canario, y baila solo ESCARRAMÁN; y, en habiéndole bailado, diga:)
ESCARRAMÁNVaya El villano a lo burdo,con la cebolla y el pan,y acompáñenme los tres.
MÚSICOQue te bendiga San Juan. 395
(Bailan el Villano, como bien saben, y, acabado el Villano, pida ESCARRAMÁN el baile que quisiere, y acabado, diga TRAMPAGOS:)
TRAMPAGOSMis bodas se han celebradomejor que las de Roldán.Todos digan, como digo:¡Viva, viva Escarramán!
TODOS¡Viva, viva! 400
Entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo
Salen el BACHILLER PESUÑA; PEDRO ESTORNUDO, escribano; PANDURO, regidor, y ALONSO ALGARROBA, regidor.
PANDURORellánense; que todo saldrá a cuajo,si es que lo quiere el cielo benditísimo.
ALGUACILMas echémoslo a doce, y no se venda.
PANDUROPaz, que no será mucho que salgamosbien del negocio, si lo quiere el cielo. 5
ALGUACILQue quiera, o que no quiera, es lo que importa...
PANDURO¡Algarroba, la luenga se os deslicia!Habrad acomedido y de buen rejo,que no me suenan bien esas palabras:«quiera o no quiera el cielo», por San Junco, 10que, como presomís de resabido,os arrojáis a trochemoche en todo.
ALGUACILCristiano viejo soy a todo ruedo,y creo en Dios a pies jontillas.
BACHILLERBueno;no hay más que desear.
ALGUACILY si, por suerte, 15hablé mal, yo confieso que soy ganso,y doy lo dicho por no dicho.
ESTORNUDOBasta;no quiere Dios, del pecador más malo,sino que viva y se arrepienta.
ALGUACILDigoque vivo y me arrepiento, y que conozco 20que el cielo puede hacer lo que él quisiere,sin que nadie le pueda ir a la mano,especial cuando llueve.
PANDURODe las nubes,Algarroba, cae el agua, no del cielo.
ALGUACIL¡Cuerpo del mundo! Si es que aquí venimos 25a reprochar los unos a los otros,díganmoslo; que a fe que no le faltenreproches a Algarroba a cada paso.
BACHILLERRedeamus ad rem, señor Panduroy señor Algarroba; no se pase 30el tiempo en niñerías escusadas.¿Juntámonos aquí para disputasimpertinentes? ¡Bravo caso es éste,que siempre que Panduro y Algarrobaestán juntos, al punto se levantan 35entre ellos mil borrascas y tormentasde mil contraditorias intenciones!
ESTORNUDOEl señor bachiller Pesuña tienedemasiada razón: véngase al punto,y mírese qué alcaldes nombraremos 40para el año que viene, que sean tales,que no los pueda calumniar Toledo,sino que los confirme y dé por buenos,pues para esto ha sido nuestra junta.
PANDURODe las varas hay cuatro pretensores: 45Juan Berrocal, Francisco de Humillos,Miguel Jarrete y Pedro de la Rana;hombres todos de chapa y de caletre,que pueden gobernar, no que a Daganzo,sino a la misma Roma.
ALGUACILA Romanillos. 50
ESTORNUDO¿Hay otro apuntamiento? ¡Por San Pito,que me salga del corro!
ALGUACILBien pareceque se llama Estornudo el escribano,que así se le encarama y sube el humo.Sosiéguese, que yo no diré nada. 55
PANDURO¿Hallarse han, por ventura, en todo el sorbe...?
ALGUACIL¿Qué es sorbe, sorbe-huevos? Orbe digael discreto Panduro, y serle ha sano.
PANDURODigo que en todo el mundo no es posibleque se hallen cuatro ingenios como aquestos 60de nuestros pretensores.
ALGUACILPor lo menos,yo sé que Berrocal tiene el más lindodistinto.
ESTORNUDO¿Para qué?
ALGUACILPara ser sacreen esto de mojón y catavinos.En mi casa probó los días pasados 65una tinaja, y dijo que sabíael claro vino a palo, a cuero y hierro;acabó la tinaja su camino,y hallóse en el asiento della un palopequeño, y dél prendía una correa 70de cordobán y una pequeña llave.
ESTORNUDO¡Oh rara habilidad! ¡Oh raro ingenio!Bien puede gobernar, el que tal sabe,a Alanís y a Cazalla, y aun a Esquivias.
ALGUACILMiguel Jarrete es águila.
BACHILLER¿En qué modo? 75
ALGUACILEn tirar con un arco de bodoques.
BACHILLER¿Que tan certero es?
ALGUACILEs de maneraque, si no fuese porque los más tirosse da en la mano izquierda, no habría pájaroen todo este contorno.
BACHILLER¡Para alcalde 80es rara habilidad, y necesaria!
ALGUACIL¿Qué diré de Francisco de Humillos?Un zapato remienda como un sastre.Pues, ¿Pedro de la Rana? No hay memoriaque a la suya se iguale; en ella tiene 85del antiguo y famoso Perro de Albatodas las coplas, sin que letra falte.
PANDUROÉste lleva mi voto.
ESTORNUDOY aun el mío.
ALGUACILA Berrocal me atengo.
BACHILLERYo a ninguno,si es que no dan más pruebas de su ingenio 90a la jurisprudencia encaminadas.
ALGUACILYo daré un buen remedio, y es aquéste:hagan entrar los cuatro pretendientes,y el señor bachiller Pesuña puedeexaminarlos, pues del arte sabe, 95y, conforme a su ciencia, así veremosquién podrá ser nombrado para el cargo.
ESCRIBANO¡Vive Dios, que es rarísima advertencia!
PANDUROAviso es que podrá servir de arbitriopara Su Jamestad; que, como en Corte 100hay potra-médicos, haya potra-alcaldes.
ALGUACILProta, señor Panduro; que no potra.
PANDUROComo vos no hay friscal en todo el mundo.
ALGUACIL¡Fiscal, pese a mis males!
ESCRIBANO¡Por Dios santo,que es Algarroba impertinente!
ALGUACILDigo 105que, pues se hace examen de barberos,de herradores, de sastres, y se hacede cirujanos y otras zarandajas,también se examinasen para alcaldes;y, al que se hallase suficiente y hábil 110para tal menester, que se le diesecarta de examen, con la cual podríael tal examinado remediarse;porque, de lata en una blanca cajala carta acomodando merecida, 115a tal pueblo podrá llegar el pobre,que le pesen a oro; que hay hogañocarestía de alcaldes de caletreen lugares pequeños casi siempre.
BACHILLEREllo está muy bien dicho y bien pensado: 120llamen a Berrocal; entre, y veamosdónde llega la raya de su ingenio.
ALGUACILHumillos, Rana, Berrocal, Jarrete,los cuatro pretensores, se han entrado;
(Entran estos cuatro labradores.)
ya los tienes presentes.
BACHILLERBien venidos 125sean vuesas mercedes.
BERROCALBien halladosvuesas mercedes sean.
PANDUROAcomódense,que asientos sobran.
HUMILLOS¡Siéntome, y me siento!
JARRETETodos nos sentaremos, Dios loado.
RANA¿De qué os sentís, Humillos?
HUMILLOSDe que vaya 130tan a la larga nuestro nombramiento.¿Hémoslo de comprar a gallipavos,a cántaros de arrope y a abiervadas,y botas de lo añejo tan crecidas,que se arremetan a ser cueros? Díganlo, 135y pondráse remedio y diligencia.
BACHILLERNo hay sobornos aquí; todos estamosde un común parecer, y es que el que fueremás hábil para alcalde, ése se tengapor escogido y por llamado.
RANABueno; 140yo me contento.
BERROCALY yo.
BACHILLERMucho en buen hora.
HUMILLOSTambién yo me contento.
JARRETEDello gusto.
BACHILLERVaya de examen, pues.
HUMILLOSDe examen venga.
BACHILLER¿Sabéis leer, Humillos?
HUMILLOSNo, por cierto,ni tal se probará que en mi linaje 145haya persona tan de poco asiento,que se ponga a aprender esas quimeras,que llevan a los hombres al brasero,y a las mujeres, a la casa llana.Leer no sé, mas sé otras cosas tales 150que llevan al leer ventajas muchas.
BACHILLERY ¿cuáles cosas son?
HUMILLOSSé de memoriatodas cuatro oraciones, y las rezocada semana cuatro y cinco veces.
RANAY ¿con eso pensáis de ser alcalde? 155
HUMILLOSCon esto, y con ser yo cristiano viejo,me atrevo a ser un senador romano.
BACHILLEREstá muy bien. Jarrete diga agoraqué es lo que sabe.
JARRETEYo, señor Pesuña,sé leer, aunque poco; deletreo, 160y ando en el be-a-ba bien ha tres meses,y en cinco más daré con ello a un cabo;y, además desta ciencia que ya aprendo,sé calzar un arado bravamente,y herrar, casi en tres horas, cuatro pares 165de novillos briosos y cerreros;soy sano de mis miembros, y no tengosordez ni cataratas, tos ni reumas;y soy cristiano viejo como todos,y tiro con un arco como un Tulio. 170
ALGUACIL¡Raras habilidades para alcalde;necesarias y muchas!
BACHILLERAdelante.¿Qué sabe Berrocal?
BERROCALTengo en la lenguatoda mi habilidad, y en la garganta;no hay mojón en el mundo que me llegue; 175sesenta y seis sabores estampadostengo en el paladar, todos vináticos.
ALGUACILY ¿quiere ser alcalde?
BERROCALY lo requiero;pues, cuando estoy armado a lo de Baco,así se me aderezan los sentidos, 180que me parece a mí que en aquel puntopodría prestar leyes a Licurgoy limpiarme con Bártulo.
PANDURO¡Pasito,que estamos en concejo!
BERROCALNo soy nadamelindroso ni puerco; sólo digo 185que no se me malogre mi justicia,que echaré el bodegón por la ventana.
BACHILLERAmenazas aquí, por vida mía,mi señor Berrocal, que valen poco.¿Qué sabe Pedro Rana?
RANAComo Rana, 190habré de cantar mal; pero, con todo,diré mi condición, y no mi ingenio.Yo, señores, si acaso fuese alcalde,mi vara no sería tan delgadacomo las que se usan de ordinario: 195de una encina o de un roble la haría,y gruesa de dos dedos, temerosoque no me la encorvase el dulce pesode un bolsón de ducados, ni otras dádivas,o ruegos, o promesas, o favores, 200que pesan como plomo, y no se sientenhasta que os han brumado las costillasdel cuerpo y alma; y, junto con aquesto,sería bien criado y comedido,parte severo y nada riguroso; 205nunca deshonraría al miserableque ante mí le trujesen sus delitos;que suele lastimar una palabrade un jüez arrojado, de afrentosa,mucho más que lastima su sentencia, 210aunque en ella se intime cruel castigo.No es bien que el poder quite la crianza,ni que la sumisión de un delincuentehaga al juez soberbio y arrogante.
ALGUACIL¡Vive Dios, que ha cantado nuestra Rana 215mucho mejor que un cisne cuando muere!
PANDUROMil sentencias ha dicho censorinas.
ALGUACILDe Catón Censorino; bien ha dichoel regidor Panduro.
PANDURO¡Reprochadme!
ALGUACILSu tiempo se vendrá.
ESTORNUDONunca acá venga. 220¡Terrible inclinación es, Algarroba,la vuestra en reprochar!
ALGUACIL¡No más, so escriba!
ESTORNUDO¿Qué escriba, fariseo?
BACHILLER¡Por San Pedro,que son muy demasiadas demasíaséstas!
ALGUACILYo me burlaba.
ESTORNUDOY yo me burlo. 225
BACHILLERPues no se burlen más, por vida mía.
ALGUACILQuien miente, miente.
ESTORNUDOY quien verdad pronuncia,dice verdad.
ALGUACILVerdad.
ESTORNUDOPues punto en boca.
HUMILLOSEsos ofrecimientos que ha hecho Rana,son desde lejos. A fe que si él empuña 230vara, que él se trueque y sea otro hombredel que ahora parece.
BACHILLEREstá de moldelo que Humillos ha dicho.
HUMILLOSY más añado:que, si me dan la vara, verán comono me mudo ni trueco, ni me cambio. 235
BACHILLERPues veis aquí la vara, y haced cuentaque sois alcalde ya.
ALGUACIL¡Cuerpo del mundo!¿La vara le dan zurda?
HUMILLOS¿Cómo zurda?
ALGUACILPues, ¿no es zurda esta vara? Un sordo o mudolo podrá echar de ver desde una legua. 240
HUMILLOS¿Cómo, pues, si me dan zurda la vara,quieren que juzgue yo derecho?
ESTORNUDOEl diablotiene en el cuerpo este Algarroba; ¡mirendónde jamás se han visto varas zurdas!
(Entra UNO.)
UNOSeñores, aquí están unos gitanos 245con unas gitanillas milagrosas;y, aunque la ocupación se les ha dichoen que están sus mercedes, todavíaporfían que han de entrar a dar solacioa sus mercedes.
BACHILLEREntren, y veremos 250si nos podrán servir para la fiestadel Corpus, de quien yo soy mayordomo.
PANDUROEntren mucho en buen hora.
BERROCALEntren luego.
HUMILLOSPor mí, ya los deseo.
JARRETEPues yo, ¿pajas?
RANA¿Ellos no son gitanos? Pues adviertan 255que no nos hurten las narices.
UNOEllos,sin que los llamen, vienen; ya están dentro.
(Entran los MÚSICOS, de gitanos, y dos gitanas bien aderezadas, y, al son deste romance, que han de cantar los MÚSICOS, ellas dancen.)
MÚSICOS Reverencia os hace el cuerpo, regidores de Daganzo, hombres buenos de repente, 260 hombres buenos de pensado; de caletre prevenidos para proveer los cargos que la ambición solicita entre moros y cristianos. 265 Parece que os hizo el cielo, el cielo, digo, estrellado, Sansones para las letras, y para las fuerzas Bártulos.
JARRETETodo lo que se canta toca historia. 270
HUMILLOSEllas y ellos son únicos y ralos.
ALGUACILAlgo tienen de espesos.
BACHILLEREa, sufficit.
MÚSICOS Como se mudan los vientos, como se mudan los ramos, que, desnudos en invierno, 275 se visten en el verano, mudaremos nuestros bailes por puntos, y a cada paso; pues mudarse las mujeres no es nuevo ni estraño caso. 280 ¡Vivan de Daganzo los regidores, que parecen palmas, puesto que son robles!
(Bailan.)
JARRETE¡Brava trova, por Dios!
HUMILLOSY muy sentida.
BERROCALÉstas se han de imprimir, para que quedememoria de nosotros en los siglos 285de los siglos. Amén.
BACHILLERCallen, si pueden.
MÚSICOS ¡Vivan y revivan, y en siglos veloces del tiempo los días pasen con las noches, 290 sin trocar la edad, que treinta años forme, ni tocar las hojas de sus alcornoques. Los vientos, que anegan, 295 si contrarios corren, cual céfiros blandos en sus mares soplen. ¡Vivan de Daganzo los regidores, que palmas parecen, puesto que son robles! 300
BACHILLEREl estribillo en parte me desplace;pero, con todo, es bueno.
BERROCALEa, callemos.
MÚSICOS Pisaré yo el polvico, atán menudico; pisaré yo el polvó, 305 atán menudó.
PANDUROEstos músicos hacen pepitoriade su cantar.
HUMILLOSSon diablos los gitanos.
MÚSICOS Pisaré yo la tierra, por más que esté dura, 310 puesto que me abra en ella amor sepultura, pues ya mi buena ventura amor la pisó. Atán menudó. 315 Pisaré yo lozana el más duro suelo, si en él acaso pisas el mal que recelo. Mi bien se ha pasado en vuelo, 320 y el polvo dejó Atán menudó.
(Entra un SOTASACRISTÁN, muy mal endeliñado.)
SACRISTÁNSeñores regidores, ¡voto a dico,que es de bellacos tanto pasatiempo!¿Así se rige el pueblo, noramala, 325entre guitarras, bailes y bureos?
BACHILLER¡Agarradle, Jarrete!
JARRETEYa le agarro.
BACHILLERTraigan aquí una manta; que, por Cristo,que se ha de mantear este bellaco,necio, desvergonzado e insolente, 330y atrevido además.
SACRISTÁN¡Oigan, señores!
ALGUACILVolveré con la manta a las volanzas.
(Éntrase ALGARROBA.)
SACRISTÁNMiren que les intimo que soy présbiter.
BACHILLER¿Tú presbítero, infame?
SACRISTÁNYo presbítero;o de prima tonsura, que es lo mismo. 335
PANDUROAgora lo veredes, dijo Agrajes.
SACRISTÁNNo hay Agrajes aquí.
BACHILLERPues habrá grajosque te piquen la lengua y aun los ojos.
RANADime, desventurado: ¿qué demoniose revistió en tu lengua? ¿Quién te mete 340a ti en reprehender a la justicia?¿Has tú de gobernar a la república?Métete en tus campanas y en tu oficio.Deja a los que gobiernan; que ellos sabenlo que han de hacer mejor que no nosotros. 345Si fueren malos, ruega por su enmienda;si buenos, porque Dios no nos los quite.
BACHILLERNuestro Rana es un santo y un bendito.
(Vuelve ALGARROBA; trae la manta.)
ALGUACILNo ha de quedar por manta.
BACHILLERAsgan, pues, todos,sin que queden gitanos ni gitanas. 350¡Arriba, amigos!
SACRISTÁN¡Por Dios, que va de veras!¡Vive Dios, si me enojo, que bonitosoy yo para estas burlas! ¡Por San Pedro,que están descomulgados todos cuantoshan tocado los pelos de la manta! 355
RANABasta, no más; aquí cese el castigo;que el pobre debe estar arrepentido.
SACRISTÁNY molido, que es más. De aquí adelanteme coseré la boca con dos cabosde zapatero.
RANAAqueso es lo que importa. 360
BACHILLERVénganse los gitanos a mi casa,que tengo qué decilles.
GITANOTras ti vamos.
BACHILLERQuedarse ha la elección para mañana,y desde luego doy mi voto a Rana.
GITANO¿Cantaremos, señor?
BACHILLERLo que quisiéredes. 365
PANDURONo hay quien cante cual nuestra Rana canta.
JARRETENo solamente canta, sino encanta.
(Éntranse cantando:)
Pisaré yo el polvico.
Entremés de La guarda cuidadosa
Sale un SOLDADO a lo pícaro, con una muy mala banda y un antojo, y detrás dél un mal SACRISTÁN.
SOLDADO.- ¿Qué me quieres, sombra vana?
SACRISTÁN.- No soy sombra vana, sino cuerpo macizo.
SOLDADO.- Pues, con todo eso, por la fuerza de mi desgracia, te conjuro que me digas quién eres, y qué es lo que buscas por esta calle.
SACRISTÁN.- A eso te respondo, por la fuerza de mi dicha, que soy Lorenzo Pasillas, sotasacristán desta parroquia, y busco en esta calle lo que hallo, y tú buscas y no hallas.
SOLDADO.- ¿Buscas por ventura a Cristinica, la fregona desta casa?
SACRISTÁN.- Tu dixisti.
SOLDADO.- Pues ven acá, sotasacristán de Satanás.
SACRISTÁN.- Pues voy allá, caballo de Ginebra.
SOLDADO.- Bueno: sota y caballo; no falta sino el rey para tomar las manos. Ven acá, digo otra vez, ¿y tú no sabes, Pasillas, que pasado te vea yo con un chuzo, que Cristinica es prenda mía?
SACRISTÁN.- ¿Y tú no sabes, pulpo vestido, que esa prenda la tengo yo rematada, que está por sus cabales y por mía?
SOLDADO.- ¡Vive Dios, que te dé mil cuchilladas, y que te haga la cabeza pedazos!
SACRISTÁN.- Con las que le cuelgan desas calzas, y con los dese vestido, se podrá entretener, sin que se meta con los de mi cabeza.
SOLDADO.- ¿Has hablado alguna vez a Cristina?
SACRISTÁN.- Cuando quiero.
SOLDADO.- ¿Qué dádivas le has hecho?
SACRISTÁN.- Muchas.
SOLDADO.- ¿Cuántas y cuáles?
SACRISTÁN.- Dile una destas cajas de carne de membrillo, muy grande, llena de cercenaduras de hostias blancas como la misma nieve, y de añadidura cuatro cabos de velas de cera, asimismo blancas como un armiño.
SOLDADO.- ¿Qué más le has dado?
SACRISTÁN.- En un billete envueltos, cien mil deseos de servirla.
SOLDADO.- Y ella, ¿cómo te ha correspondido?
SACRISTÁN.- Con darme esperanzas propincuas de que ha de ser mi esposa.
SOLDADO.- Luego, ¿no eres de epístola?
SACRISTÁN.- Ni aun de completas. Motilón soy, y puedo casarme cada y cuando me viniere en voluntad; y presto lo veredes.
SOLDADO.- Ven acá, motilón arrastrado; respóndeme a esto que preguntarte quiero. Si esta mochacha ha correspondido tan altamente, lo cual yo no creo, a la miseria de tus dádivas, ¿cómo corresponderá a la grandeza de las mías? Que el otro día le envié un billete amoroso, escrito por lo menos en un revés de un memorial que di a Su Majestad, significándole mis servicios y mis necesidades presentes (que no cae en mengua el soldado que dice que es pobre), el cual memorial salió decretado y remitido al limosnero mayor; y, sin atender a que sin duda alguna me podía valer cuatro o seis reales, con liberalidad increíble y con desenfado notable, escribí en el revés dél, como he dicho, mi billete; y sé que de mis manos pecadoras llegó a las suyas casi santas.
SACRISTÁN.- ¿Hasle enviado otra cosa?
SOLDADO.- Suspiros, lágrimas, sollozos, parasismos, desmayos, con toda la caterva de las demonstraciones necesarias que para descubrir su pasión los buenos enamorados usan, y deben de usar en todo tiempo y sazón.
SACRISTÁN.- ¿Hasle dado alguna música concertada?
SOLDADO.- La de mis lamentos y congojas, las de mis ansias y pesadumbres.
SACRISTÁN.- Pues a mí me ha acontecido dársela con mis campanas a cada paso; y tanto, que tengo enfadada a toda la vecindad con el continuo ruido que con ellas hago, sólo por darle contento y porque sepa que estoy en la torre, ofreciéndome a su servicio; y, aunque haya de tocar a muerto, repico a vísperas solenes.
SOLDADO.- En eso me llevas ventaja, porque no tengo qué tocar, ni cosa que lo valga.
SACRISTÁN.- ¿Y de qué manera ha correspondido Cristina a la infinidad de tantos servicios como le has hecho?
SOLDADO.- Con no verme, con no hablarme, con maldecirme cuando me encuentra por la calle, con derramar sobre mí las lavazas cuando jabona y el agua de fregar cuando friega; y esto es cada día, porque todos los días estoy en esta calle y a su puerta; porque soy su guarda cuidadosa; soy, en fin, el perro del hortelano, &c. Yo no la gozo, ni ha de gozarla ninguno mientras yo viviere; por eso, váyase de aquí el señor sotasacristán; que, por haber tenido y tener respeto a las órdenes que tiene, no le tengo ya rompidos los cascos.
SACRISTÁN.- A rompérmelos como están rotos esos vestidos, bien rotos estuvieran.
SOLDADO.- El hábito no hace al monje; y tanta honra tiene un soldado roto por causa de la guerra, como la tiene un colegial con el manto hecho añicos, porque en él se muestra la antigüedad de sus estudios; y váyase, que haré lo que dicho tengo.
SACRISTÁN.- ¿Es porque me ve sin armas? Pues espérese aquí, señor guarda cuidadosa, y verá quién es Callejas.
SOLDADO.- ¿Qué puede ser un Pasillas?
SACRISTÁN.- «¡Ahora lo veredes!», dijo Agrajes.
(Éntrase el SACRISTÁN.)
SOLDADO.- ¡Oh, mujeres, mujeres, todas, o las más, mudables y antojadizas! ¿Dejas, Cristina, a esta flor, a este jardín de la soldadesca, y acomódaste con el muladar de un sotasacristán, pudiendo acomodarte con un sacristán entero, y aun con un canónigo? Pero yo procuraré que te entre en mal provecho, si puedo, aguando tu gusto, con ojear desta calle y de tu puerta los que imaginare que por alguna vía pueden ser tus amantes; y así vendré a alcanzar nombre de la guarda cuidadosa.
(Entra un MOZO con su caja y ropa verde, como estos que piden limosna para alguna imagen.)
MOZO.- Den, por Dios, para la lámpara del aceite de Señora Santa Lucía, que les guarde la vista de los ojos. ¡Ah de casa! ¿Dan la limosna?
SOLDADO.- Hola, amigo Santa Lucía, venid acá. ¿Qué es lo que queréis en esa casa?
MOZO.- ¿Ya vuesa merced no lo ve? Limosna para la lámpara del aceite de Señora Santa Lucía.
SOLDADO.- ¿Pedís para la lámpara o para el aceite de la lámpara? Que, como decís limosna para la lámpara del aceite, parece que la lámpara es del aceite, y no el aceite de la lámpara.
MOZO.- Ya todos entienden que pido para aceite de la lámpara, y no para la lámpara del aceite.
SOLDADO.- ¿Y suélenos dar limosna en esta casa?
MOZO.- Cada día dos maravedís.
SOLDADO.- ¿Y quién sale a dároslos?
MOZO.- Quien se halla más a mano; aunque las más veces sale una fregoncita que se llama Cristina, bonita como un oro.
SOLDADO.- Así que ¿es la fregoncita bonita como un oro?
MOZO.- ¡Y como unas pelras!
SOLDADO.- ¿De modo que no os parece mal a vos la muchacha?
MOZO.- Pues, aunque yo fuera hecho de leño, no pudiera parecerme mal.
SOLDADO.- ¿Cómo os llamáis? Que no querría volveros a llamar Santa Lucía.
MOZO.- Yo, señor, Andrés me llamo.
SOLDADO.- Pues, señor Andrés, esté en lo que quiero decirle: tome este cuarto de a ocho, y haga cuenta que va pagado por cuatro días de la limosna que le dan en esta casa y suele recebir por mano de Cristina; y váyase con Dios, y séale aviso que por cuatro días no vuelva a llegar a esta puerta ni por lumbre, que le romperé las costillas a coces.
MOZO.- Ni aun volveré en este mes, si es que me acuerdo. No tome vuesa merced pesadumbre, que ya me voy.
(Vase.)
SOLDADO.- ¡No, sino dormíos, guarda cuidadosa!
(Entra otro MOZO, vendiendo y pregonando tranzaderas, holanda de
Cambray, randas de Flandes y hilo portugués.)
UNO.- ¿Compran tranzaderas, randas de Flandes, holanda, cambray, hilo portugués?
(CRISTINA, a la ventana.)
CRISTINA.- Hola, Manuel, ¿traéis vivos para unas camisas?
UNO.- Sí traigo, y muy buenos.
CRISTINA.- Pues entra, que mi señora los ha menester.
SOLDADO.- ¡Oh estrella de mi perdición, antes que norte de mi esperanza! Tranzaderas, o como os llamáis, ¿conocéis aquella doncella que os llamó desde la ventana?
UNO.- Sí conozco; pero, ¿por qué me lo pregunta vuesa merced?
SOLDADO.- ¿No tiene muy buen rostro y muy buena gracia?
UNO.- A mí así me lo parece.
SOLDADO.- Pues también me parece a mí que no entre dentro desa casa; si no, ¡por Dios, que he de molelle los huesos, sin dejarle ninguno sano!
UNO.- Pues, ¿no puedo yo entrar adonde me llaman para comprar mi mercadería?
SOLDADO.- ¡Vaya, no me replique, que haré lo que digo, y luego!
UNO.- ¡Terrible caso! Pasito, señor soldado, que ya me voy.
(Vase MANUEL.)
(CRISTINA, a la ventana.)
CRISTINA.- ¿No entras, Manuel?
SOLDADO.- Ya se fue Manuel, señora la de los vivos, y aun señora la de los muertos, porque a muertos y a vivos tienes debajo de tu mando y señorío.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué enfadoso animal! ¿Qué quieres en esta calle y en esta puerta?
(Éntrase CRISTINA.)
SOLDADO.- Encubrióse y púsose mi sol detrás de las nubes.
(Entra un ZAPATERO con unas chinelas pequeñas nuevas en la mano, y, yendo a entrar en casa de CRISTINA, detiénele el SOLDADO.)
SOLDADO.- Señor bueno, ¿busca vuesa merced algo en esta casa?
ZAPATERO.- Sí busco.
SOLDADO.- ¿Y a quién, si fuere posible saberlo?
ZAPATERO.- ¿Por qué no? Busco a una fregona que está en esta casa, para darle estas chinelas que me mandó hacer.
SOLDADO.- ¿De manera que vuesa merced es su zapatero?
ZAPATERO.- Muchas veces la he calzado.
SOLDADO.- ¿Y hale de calzar ahora estas chinelas?
ZAPATERO.- No será menester; si fueran zapatillos de hombre, como ella los suele traer, sí calzara.
SOLDADO.- ¿Y éstas, están pagadas, o no?
ZAPATERO.- No están pagadas; que ella me las ha de pagar agora.
SOLDADO.- ¿No me haría vuesa merced una merced, que sería para mí muy grande, y es que me fiase estas chinelas, dándole yo prendas que lo valiesen, hasta desde aquí a dos días, que espero tener dineros en abundancia?
ZAPATERO.- Sí haré, por cierto: venga la prenda, que, como soy pobre oficial, no puedo fiar a nadie.
SOLDADO.- Yo le daré a vuesa merced un mondadientes, que le estimo en mucho, y no le dejaré por un escudo. ¿Dónde tiene vuesa merced la tienda, para que vaya a quitarle?
ZAPATERO.- En la calle Mayor, en un poste de aquellos, y llámome Juan Juncos.
SOLDADO.- Pues, señor Juan Juncos, el mondadientes es éste, y estímele vuesa merced en mucho, porque es mío.
ZAPATERO.- Pues, ¿una biznaga, que apenas vale dos maravedís, quiere vuesa merced que estime en mucho?
SOLDADO.- ¡Oh, pecador de mí! No la doy yo sino para recuerdo de mí mismo; porque, cuando vaya a echar mano a la faldriquera y no halle la biznaga, me venga a la memoria que la tiene vuesa merced y vaya luego a quitalla; sí, a fe de soldado, que no la doy por otra cosa; pero, si no está contento con ella, añadiré esta banda y este antojo; que al buen pagador no le duelen prendas.
ZAPATERO.- Aunque zapatero, no soy tan descortés que tengo de despojar a vuesa merced de sus joyas y preseas; vuesa merced se quede con ellas, que yo me quedaré con mis chinelas, que es lo que me está más a cuento.
SOLDADO.- ¿Cuántos puntos tienen?
ZAPATERO.- Cinco escasos.
SOLDADO.-Más escaso soy yo, chinelas de mis entrañas, pues no tengo seis reales para pagaros; ¡chinelas de mis entrañas! Escuche vuesa merced, señor zapatero, que quiero glosar aquí de repente este verso, que me ha salido medido: Chinelas de mis entrañas.
ZAPATERO.- ¿Es poeta vuesa merced?
SOLDADO.-Famoso, y agora lo verá; estéme atento. Chinelas de mis entrañas.
GLOSA
Es Amor tan gran tirano,que, olvidado de la feque le guardo siempre en vano,hoy, con la funda de un pie,da a mi esperanza de mano. Éstas son vuestras hazañas,fundas pequeñas y hurañas;que ya mi alma imaginaque sois, por ser de Cristina, chinelas de mis entrañas.
ZAPATERO.- A mí poco se me entiende de trovas; pero éstas me han sonado tan bien, que me parecen de Lope, como lo son todas las cosas que son o parecen buenas.
SOLDADO.- Pues, señor, ya que no lleva remedio de fiarme estas chinelas, que no fuera mucho, y más sobre tan dulces prendas, por mi mal halladas, llévelo, a lo menos, de que vuesa merced me las guarde hasta desde aquí a dos días, que yo vaya por ellas; y por ahora, digo, por esta vez, el señor zapatero no ha de ver ni hablar a Cristina.
ZAPATERO.- Yo haré lo que me manda el señor soldado, porque se me trasluce de qué pies cojea, que son dos: el de la necesidad y el de los celos.
SOLDADO.- Ése no es ingenio de zapatero, sino de colegial trilingüe.
ZAPATERO.- ¡Oh, celos, celos, cuán mejor os llamaran duelos, duelos!
(Éntrase el ZAPATERO.)
SOLDADO.- No, sino no seáis guarda, y guarda cuidadosa, y veréis cómo se os entran mosquitos en la cueva donde está el licor de vuestro contento. Pero, ¿qué voz es ésta? Sin duda es la de mi Cristina, que se desenfada cantando, cuando barre o friega.
(Suenan dentro platos, como que friegan, y cantan:)
Sacristán de mi vida,tenme por tuya,y, fiado en mi fe,canta alleluya.
SOLDADO.- ¡Oídos que tal oyen! Sin duda el sacristán debe de ser el brinco de su alma. ¡Oh platera, la más limpia que tiene, tuvo o tendrá el calendario de las fregonas! ¿Por qué, así como limpias esa loza talaveril que traes entre las manos, y la vuelves en bruñida y tersa plata, no limpias esa alma de pensamientos bajos y sotasacristaniles?
(Entra el AMO de CRISTINA.)
AMO.- Galán, ¿qué quiere o qué busca a esta puerta?
SOLDADO.- Quiero más de lo que sería bueno, y busco lo que no hallo; pero, ¿quién es vuesa merced que me lo pregunta?
AMO.- Soy el dueño desta casa.
SOLDADO.- ¿El amo de Cristinica?
AMO.- El mismo.
SOLDADO.- Pues lléguese vuesa merced a esta parte, y tome este envoltorio de papeles; y advierta que ahí dentro van las informaciones de mis servicios, con veinte y dos fees de veinte y dos generales, debajo de cuyos estandartes he servido, amén de otras treinta y cuatro de otros tantos maestres de campo, que se han dignado de honrarme con ellas.
AMO.- Pues no ha habido, a lo que yo alcanzo, tantos generales ni maestres de campo de infantería española de cien años a esta parte.
SOLDADO.- Vuesa merced es hombre pacífico, y no está obligado a entendérsele mucho de las cosas de la guerra; pase los ojos por esos papeles, y verá en ellos, unos sobre otros, todos los generales y maestres de campo que he dicho.
AMO.- Yo los doy por pasados y vistos; pero, ¿de qué sirve darme cuenta desto?
SOLDADO.- De que hallará vuesa merced por ellos ser posible ser verdad una que agora diré, y es que estoy consultado en uno de tres castillos y plazas, que están vacas en el reino de Nápoles; conviene a saber: Gaeta, Barleta y Rijobes.
AMO.- Hasta agora, ninguna cosa me importa a mí estas relaciones que vuesa merced me da.
SOLDADO.- Pues, yo sé que le han de importar, siendo Dios servido.
AMO.- ¿En qué manera?
SOLDADO.- En que, por fuerza, si no se cae el cielo, tengo de salir proveído en una destas plazas, y quiero casarme agora con Cristinica; y, siendo yo su marido, puede vuesa merced hacer de mi persona y de mi mucha hacienda como de cosa propria; que no tengo de mostrarme desagradecido a la crianza que vuesa merced ha hecho a mi querida y amada consorte.
AMO.- Vuesa merced lo ha de los cascos más que de otra parte.
SOLDADO.- Pues, ¿sabe cuánto le va, señor dulce? Que me la ha de entregar luego luego, o no ha de atravesar los umbrales de su casa.
AMO.- ¿Hay tal disparate? ¿Y quién ha de ser bastante para quitarme que no entre en mi casa?
(Vuelve el SOTASACRISTÁN PASILLAS, armado con un tapador de tinaja y una espada muy mohosa; viene con él otro SACRISTÁN, con un morrión y una vara o palo, atado a él un rabo de zorra.)
SACRISTÁN.- ¡Ea, amigo Grajales, que éste es el turbador de mi sosiego!
GRAJALES.- No me pesa sino que traigo las armas endebles y algo tiernas; que ya le hubiera despachado al otro mundo a toda diligencia.
AMO.- ¡Ténganse, gentiles hombres! ¿Qué desmán y qué acecinamiento es éste?
SOLDADO.- ¡Ladrones! ¿A traición y en cuadrilla? Sacristanes falsos, voto a tal que os tengo de horadar, aunque tengáis más órdenes que un ceremonial. Cobarde, ¿a mí con rabo de zorra? ¿Es notarme de borracho, o piensas que estás quitando el polvo a alguna imagen de bulto?
GRAJALES.- No pienso sino que estoy ojeando los mosquitos de una tinaja de vino.
(A la ventana CRISTINA y su AMA.)
CRISTINA.- ¡Señora, señora, que matan a mi señor! Más de dos mil espadas están sobre él, que relumbran que me quitan la vista.
ELLA.- Dices verdad, hija mía; ¡Dios sea con él! ¡Santa Úrsola, con las once mil vírgines, sea en su guarda! Ven, Cristina, y bajemos a socorrerle como mejor pudiéremos.
AMO.- Por vida de vuesas mercedes, caballeros, que se tengan, y miren que no es bien usar de superchería con nadie.
SOLDADO.- ¡Tente, rabo, y tente, tapadorcillo; no acabéis de despertar mi cólera, que, si la acabo de despertar, os mataré, y os comeré, y os arrojaré por la puerta falsa dos leguas más allá del infierno!
AMO.- ¡Ténganse, digo; si no, por Dios que me descomponga de modo que pese a alguno!
SOLDADO.- Por mí, tenido soy; que te tengo respeto, por la imagen que tienes en tu casa.
SACRISTÁN.- Pues, aunque esa imagen haga milagros, no os ha de valer esta vez.
SOLDADO.- ¿Han visto la desvergüenza deste bellaco, que me viene a hacer cocos con un rabo de zorra, no habiéndome espantado ni atemorizado tiros mayores que el de Dio, que está en Lisboa?
(Entran CRISTINA y su SEÑORA.)
ELLA.- ¡Ay, marido mío! ¿Estáis, por desgracia, herido, bien de mi alma?
CRISTINA.- ¡Ay desdichada de mí! Por el siglo de mi padre, que son los de la pendencia mi sacristán y mi soldado.
SOLDADO.- Aun bien que voy a la parte con el sacristán; que también dijo: «mi soldado».
AMO.- No estoy herido, señora, pero sabed que toda esta pendencia es por Cristinica.
ELLA.- ¿Cómo por Cristinica?
AMO.- A lo que yo entiendo, estos galanes andan celosos por ella.
ELLA.- Y ¿es esto verdad, muchacha?
CRISTINA.- Sí, señora.
ELLA.- ¡Mirad con qué poca vergüenza lo dices! Y ¿hate deshonrado alguno dellos?
CRISTINA.- Sí, señora.
ELLA.- ¿Cuál?
CRISTINA.- El sacristán me deshonró el otro día, cuando fui al Rastro.
ELLA.- ¿Cuántas veces os he dicho yo, señor, que no saliese esta muchacha fuera de casa; que ya era grande, y no convenía apartarla de nuestra vista? ¿Qué dirá ahora su padre, que nos la entregó limpia de polvo y de paja? Y ¿dónde te llevó, traidora, para deshonrarte?
CRISTINA.- A ninguna parte, sino allí, en mitad de la calle.
ELLA.- ¿Cómo en mitad de la calle?
CRISTINA.- Allí, en mitad de la calle de Toledo, a vista de Dios y de todo el mundo, me llamó de sucia y de deshonesta, de poca vergüenza y menos miramiento, y otros muchos baldones deste jaez; y todo por estar celoso de aquel soldado.
AMO.- Luego, ¿no ha pasado otra cosa entre ti ni él, sino esa deshonra que en la calle te hizo?
CRISTINA.- No, por cierto, porque luego se le pasa la cólera.
ELLA.- El alma se me ha vuelto al cuerpo, que le tenía ya casi desamparado.
CRISTINA.- Y más, que todo cuanto me dijo fue confiado en esta cédula que me ha dado de ser mi esposo, que la tengo guardada como oro en paño.
AMO.- Muestra, veamos.
ELLA.- Leedla alto, marido.
AMO.- Así dice:Digo yo, Lorenzo Pasillas, sotasacristán desta parroquia, que quiero bien, y muy bien, a la señora Cristina de Parraces; y en fee desta verdad, le di ésta, firmada de mi nombre, fecha en Madrid, en el cimenterio de San Andrés, a seis de mayo deste presente año de mil y seiscientos y once. Testigos: mi corazón, mi entendimiento, mi voluntad y mi memoria.
Lorenzo Pasillas.¡Gentil manera de cédula de matrimonio!
SACRISTÁN.- Debajo de decir que la quiero bien, se incluye todo aquello que ella quisiere que yo haga por ella; porque, quien da la voluntad, lo da todo.
AMO.- Luego, si ella quisiese, ¿bien os casaríades con ella?
SACRISTÁN.- De bonísima gana, aunque perdiese la espectativa de tres mil maravedís de renta que ha de fundar agora sobre mi cabeza una agüela mía, según me han escrito de mi tierra.
SOLDADO.- Si voluntades se toman en cuenta, treinta y nueve días hace hoy que, al entrar de la Puente Segoviana, di yo a Cristina la mía, con todos los anejos a mis tres potencias; y, si ella quisiere ser mi esposa, algo irá a decir de ser castellano de un famoso castillo, a un sacristán no entero, sino medio, y aun de la mitad le debe de faltar algo.
AMO.- ¿Tienes deseo de casarte, Cristinica?
CRISTINA.- Sí tengo.
AMO.- Pues escoge, destos dos que se te ofrecen, el que más te agradare.
CRISTINA.- Tengo vergüenza.
ELLA.- No la tengas; porque el comer y el casar ha de ser a gusto proprio, y no a voluntad ajena.
CRISTINA.- Vuesas mercedes, que me han criado, me darán marido como me convenga; aunque todavía quisiera escoger.
SOLDADO.- Niña, échame el ojo; mira mi garbo; soldado soy, castellano pienso ser; brío tengo de corazón; soy el más galán hombre del mundo; y, por el hilo deste vestidillo, podrás sacar el ovillo de mi gentileza.
SACRISTÁN.- Cristina, yo soy músico, aunque de campanas; para adornar una tumba y colgar una iglesia para fiestas solenes, ningún sacristán me puede llevar ventaja; y estos oficios bien los puedo ejercitar casado, y ganar de comer como un príncipe.
AMO.- Ahora bien, muchacha, escoge de los dos el que te agrada; que yo gusto dello, y con esto pondrás paz entre dos tan fuertes competidores.
SOLDADO.- Yo me allano.
SACRISTÁN.- Y yo me rindo.
CRISTINA.- Pues escojo al sacristán.
(Han entrado los MÚSICOS.)
AMO.- Pues llamen esos oficiales de mi vecino el barbero, para que con sus guitarras y voces nos entremos a celebrar el desposorio, cantando y bailando; y el señor soldado será mi convidado.
SOLDADO.-Acepto:
Que, donde hay fuerza de hecho,
se pierde cualquier derecho.
MÚSICOS.- Pues hemos llegado a tiempo, éste será el estribillo de nuestra letra.
(Cantan el estribillo.)
SOLDADO Siempre escogen las mujeresaquello que vale menos,porque excede su mal gustoa cualquier merecimiento.Ya no se estima el valor,porque se estima el dinero,pues un sacristán prefierena un roto soldado lego.Mas no es mucho, que ¿quién vioque fue su voto tan necio,que a sagrado se acogiese,que es de delincuentes puerto?
Que a donde hay fuerza, &c.
SACRISTÁN Como es proprio de un soldado,que es sólo en los años viejo,y se halla sin un cuartoporque ha dejado su tercio,imaginar que ser puedepretendiente de Gaiferos,conquistando por lo bravolo que yo por manso adquiero,no me afrentan tus razones,pues has perdido en el juego;que siempre un picado tienelicencia para hacer fieros.
Que a donde, &c.
(Éntranse cantando y bailando.)
Entremés del Vizcaíno fingido
Entran SOLÓRZANO y QUIÑONES.
SOLÓRZANO.- Éstas son las bolsas, y, a lo que parecen, son bien parecidas; y las cadenas que van dentro, ni más ni menos. No hay sino que vos acudáis con mi intento; que, a pesar de la taimería desta sevillana, ha de quedar esta vez burlada.
QUIÑONES.- ¿Tanta honra se adquiere, o tanta habilidad se muestra en engañar a una mujer, que lo tomáis con tanto ahínco y ponéis tanta solicitud en ello?
SOLÓRZANO.- Cuando las mujeres son como éstas, es gusto el burlallas; cuanto más, que esta burla no ha de pasar de los tejados arriba; quiero decir, que ni ha de ser con ofensa de Dios ni con daño de la burlada; que no son burlas las que redundan en desprecio ajeno.
QUIÑONES.- Alto; pues vos lo queréis, sea así; digo que yo os ayudaré en todo cuanto me habéis dicho, y sabré fingir tan bien como vos, que no lo puedo más encarecer. ¿Adónde vais agora?
SOLÓRZANO.- Derecho en casa de la ninfa; y vos no salgáis de casa, que yo os llamaré a su tiempo.
QUIÑONES.- Allí estaré clavado, esperando.
(Éntranse los dos.)
(Salen DOÑA CRISTINA y DOÑA BRÍGIDA; CRISTINA sin manto, y BRÍGIDA con él, toda asustada y turbada.)
CRISTINA.- ¡Jesús! ¿Qué es lo que traes, amiga doña Brígida, que parece que quieres dar el alma a su Hacedor?
BRÍGIDA.- Doña Cristina, amiga, hazme aire, rocíame con un poco de agua este rostro, que me muero, que me fino, que se me arranca el alma. ¡Dios sea conmigo! ¡Confesión a toda priesa!
CRISTINA.- ¿Qué es esto? ¡Desdichada de mí! ¿No me dirás, amiga, lo que te ha sucedido? ¿Has visto alguna mala visión? ¿Hante dado alguna mala nueva de que es muerta tu madre, o de que viene tu marido, o hante robado tus joyas?
BRÍGIDA.- Ni he visto visión alguna, ni se ha muerto mi madre, ni viene mi marido, que aún le faltan tres meses para acabar el negocio donde fue, ni me han robado mis joyas; pero hame sucedido otra cosa peor.
CRISTINA.- Acaba; dímela, doña Brígida mía; que me tienes turbada y suspensa hasta saberla.
BRÍGIDA.- ¡Ay, querida! Que también te toca a ti parte deste mal suceso. Límpiame este rostro, que él y todo el cuerpo tengo bañado en sudor más frío que la nieve. ¡Desdichadas de aquéllas que andan en la vida libre, que, si quieren tener algún poquito de autoridad, granjeada de aquí o de allí, se la dejarretan y se la quitan al mejor tiempo!
CRISTINA.- Acaba, por tu vida, amiga, y dime lo que te ha sucedido, y qué es la desgracia de quien yo también tengo de tener parte.
BRÍGIDA.- ¡Y cómo si tendrás parte! Y mucha, si eres discreta, como lo eres. Has de saber, hermana, que, viniendo agora a verte, al pasar por la puerta de Guadalajara, oí que, en medio de infinita justicia y gente, estaba un pregonero pregonando que quitaban los coches, y que las mujeres descubriesen los rostros por las calles.
CRISTINA.- Y ¿ésa es la mala nueva?
BRÍGIDA.- Pues para nosotras, ¿puede ser peor en el mundo?
CRISTINA.- Yo creo, hermana, que debe de ser alguna reformación de los coches: que no es posible que los quiten de todo punto; y será cosa muy acertada, porque, según he oído decir, andaba muy de caída la caballería en España, porque se empanaban diez o doce caballeros mozos en un coche, y azotaban las calles de noche y de día, sin acordárseles que había caballos y jineta en el mundo; y, como les falte la comodidad de las galeras de la tierra, que son los coches, volverán al ejercicio de la caballería, con quien sus antepasados se honraron.
BRÍGIDA.- ¡Ay, Cristina de mi alma! Que también oí decir que, aunque dejan algunos, es con condición que no se presten, ni que en ellos ande ninguna...; ya me entiendes.
CRISTINA.- Ese mal nos hagan; porque has de saber, hermana, que está en opinión, entre los que siguen la guerra, cuál es mejor, la caballería o la infantería; y hase averiguado que la infantería española lleva la gala a todas las naciones; y agora podremos las alegres mostrar a pie nuestra gallardía, nuestro garbo y nuestra bizarría, y más, yendo descubiertos los rostros, quitando la ocasión de que ninguno se llame a engaño si nos sirviese, pues nos ha visto.
BRÍGIDA.- ¡Ay Cristina! No me digas eso, que linda cosa era ir sentada en la popa de un coche, llenándola de parte a parte, dando rostro a quien y como y cuando quería. Y, en Dios y en mi ánima, te digo que, cuando alguna vez me le prestaban, y me vía sentada en él con aquella autoridad, que me desvanecía tanto, que creía bien y verdaderamente que era mujer principal, y que más de cuatro señoras de título pudieran ser mis criadas.
CRISTINA.- ¿Veis, doña Brígida, cómo tengo yo razón en decir que ha sido bien quitar los coches, siquiera por quitarnos a nosotras el pecado de la vanagloria? Y más, que no era bien que un coche igualase a las no tales con las tales; pues, viendo los ojos estranjeros a una persona en un coche, pomposa por galas, reluciente por joyas, echaría a perder la cortesía, haciéndosela a ella como si fuera a una principal señora. Así que, amiga, no debes congojarte, sino acomoda tu brío y tu limpieza, y tu manto de soplillo sevillano, y tus nuevos chapines, en todo caso, con las virillas de plata, y déjate ir por esas calles; que yo te aseguro que no falten moscas a tan buena miel, si quisieres dejar que a ti se lleguen; que engaño en más va que en besarla durmiendo.
BRÍGIDA.- Dios te lo pague, amiga, que me has consolado con tus advertimientos y consejos; y en verdad que los pienso poner en prática, y pulirme y repulirme, y dar rostro a pie, y pisar el polvico atán menudico, pues no tengo quien me corte la cabeza; que este que piensan que es mi marido, no lo es, aunque me ha dado la palabra de serlo.
CRISTINA.- ¡Jesús! ¿Tan a la sorda y sin llamar se entra en mi casa, señor? ¿Qué es lo que vuesa merced manda?
(Entra SOLÓRZANO.)
SOLÓRZANO.- Vuesa merced perdone el atrevimiento, que la ocasión hace al ladrón: hallé la puerta abierta y entréme, dándome ánimo al entrarme venir a servir a vuesa merced, y no con palabras, sino con obras; y, si es que puedo hablar delante desta señora, diré a lo que vengo, y la intención que traigo.
CRISTINA.- De la buena presencia de vuesa merced no se puede esperar sino que han de ser buenas sus palabras y sus obras. Diga vuesa merced lo que quisiere, que la señora doña Brígida es tan mi amiga, que es otra yo misma.
SOLÓRZANO.- Con ese seguro y con esa licencia, hablaré con verdad; y con verdad, señora, soy un cortesano a quien vuesa merced no conoce.
CRISTINA.- Así es la verdad.
SOLÓRZANO.- Y ha muchos días que deseo servir a vuesa merced, obligado a ello de su hermosura, buenas partes y mejor término; pero estrechezas, que no faltan, han sido freno a las obras hasta agora, que la suerte ha querido que de Vizcaya me enviase un grande amigo mío a un hijo suyo, vizcaíno, muy galán, para que yo le lleve a Salamanca y le ponga de mi mano en compañía que le honre y le enseñe. Porque, para decir la verdad a vuesa merced, él es un poco burro, y tiene algo de mentecapto; y añádesele a esto una tacha, que es lástima decirla, cuanto más tenerla, y es que se toma algún tanto, un si es no es, del vino, pero no de manera que de todo en todo pierda el juicio, puesto que se le turba; y, cuando está asomado, y aun casi todo el cuerpo fuera de la ventana, es cosa maravillosa su alegría y su liberalidad: da todo cuanto tiene a quien se lo pide y a quien no se lo pide; y yo querría que, ya que el diablo se ha de llevar cuanto tiene, aprovecharme de alguna cosa, y no he hallado mejor medio que traerle a casa de vuesa merced, porque es muy amigo de damas, y aquí le desollaremos cerrado como a gato. Y, para principio, traigo aquí a vuesa merced esta cadena en este bolsillo, que pesa ciento y veinte escudos de oro, la cual tomará vuesa merced, y me dará diez escudos agora, que yo he menester para ciertas cosillas, y gastará otros veinte en una cena esta noche, que vendrá acá nuestro burro o nuestro búfalo, que le llevo yo por el naso, como dicen; y, a dos idas y venidas, se quedará vuesa merced con toda la cadena, que yo no quiero más de los diez escudos de ahora. La cadena es bonísima, y de muy buen oro, y vale algo de hechura. Hela aquí; vuesa merced la tome.
CRISTINA.- Beso a vuesa merced las manos por la que me ha hecho en acordarse de mí en tan provechosa ocasión; pero, si he de decir lo que siento, tanta liberalidad me tiene algo confusa y algún tanto sospechosa.
SOLÓRZANO.- Pues, ¿de qué es la sospecha, señora mía?
CRISTINA.- De que podrá ser esta cadena de alquimia; que se suele decir que no es oro todo lo que reluce.
SOLÓRZANO.- Vuesa merced habla discretísimamente; y no en balde tiene vuesa merced fama de la más discreta dama de la corte; y hame dado mucho gusto el ver cuán sin melindres ni rodeos me ha descubierto su corazón; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte. Vuesa merced se cubra su manto, o envíe si tiene de quién fiarse, y vaya a la platería, y en el contraste se pese y toque esa cadena; y cuando fuera fina y de la bondad que yo he dicho, entonces vuesa merced me dará los diez escudos, harále una regalaria al borrico, y se quedará con ella.
CRISTINA.- Aquí, pared y medio, tengo yo un platero, mi conocido, que con facilidad me sacará de duda.
SOLÓRZANO.- Eso es lo que yo quiero, y lo que amo y lo que estimo; que las cosas claras Dios las bendijo.
CRISTINA.- Si es que vuesa merced se atreve a fiarme esta cadena, en tanto que me satisfago, de aquí a un poco podrá venir, que yo tendré los diez escudos en oro.
SOLÓRZANO.- ¡Bueno es eso! Fío mi honra de vuesa merced, ¿y no le había de fiar la cadena? Vuesa merced la haga tocar y retocar, que yo me voy, y volveré de aquí a media hora.
CRISTINA.- Y aun antes, si es que mi vecino está en casa.
(Éntrase SOLÓRZANO.)
BRÍGIDA.- Ésta, Cristina amiga, no sólo es ventura, sino venturón llovido. ¡Desdichada de mí, y qué desgraciada que soy, que nunca topo quien me dé un jarro de agua sin que me cueste mi trabajo primero! Sólo me encontré el otro día en la calle a un poeta, que de bonísima voluntad y con mucha cortesía me dio un soneto de la historia de Píramo y Tisbe, y me ofreció trecientos en mi alabanza.
CRISTINA.- Mejor fuera que te hubieras encontrado con un ginovés que te diera trecientos reales.
BRÍGIDA.- ¡Sí, por cierto! ¡Ahí están los ginoveses de manifiesto y para venirse a la mano, como halcones al señuelo! Andan todos malencónicos y tristes con el decreto.
CRISTINA.- Mira, Brígida, desto quiero que estés cierta: que más vale un ginovés quebrado que cuatro poetas enteros. Mas, ¡ay!, el viento corre en popa; mi platero es éste. Y ¿qué quiere mi buen vecino? Que a fe que me ha quitado el manto de los hombros, que ya me le quería cubrir para buscarle.
(Entra el PLATERO.)
PLATERO.- Señora doña Cristina, vuesa merced me ha de hacer una merced: de hacer todas sus fuerzas por llevar mañana a mi mujer a la comedia, que me conviene y me importa quedar mañana en la tarde libre de tener quien me siga y me persiga.
CRISTINA.- Eso haré yo de muy buena gana; y aun, si el señor vecino quiere mi casa y cuanto hay en ella, aquí la hallará sola y desembarazada; que bien sé en qué caen estos negocios.
PLATERO.- No, señora; entretener a mi mujer me basta. Pero, ¿qué quería vuesa merced de mí, que quería ir a buscarme?
CRISTINA.- No más, sino que me diga el señor vecino qué pesará esta cadena, y si es fina, y de qué quilates.
PLATERO.- Esta cadena he tenido yo en mis manos muchas veces, y sé que pesa ciento y cincuenta escudos de oro de a veinte y dos quilates; y que si vuesa merced la compra y se la dan sin hechura, no perderá nada en ella.
CRISTINA.- Alguna hechura me ha de costar, pero no mucha.
PLATERO.- Mire cómo la concierta la señora vecina, que yo le haré dar, cuando se quisiere deshacer della, diez ducados de hechura.
CRISTINA.- Menos me ha de costar, si yo puedo; pero mire el vecino no se engañe en lo que dice de la fineza del oro y cantidad del peso.
PLATERO.- ¡Bueno sería que yo me engañase en mi oficio! Digo, señora, que dos veces la he tocado eslabón por eslabón, y la he pesado, y la conozco como a mis manos.
BRÍGIDA.- Con eso nos contentamos.
PLATERO.- Y por más señas, sé que la ha llegado a pesar y a tocar un gentilhombre cortesano que se llama Tal de Solórzano.
CRISTINA.- Basta, señor vecino; vaya con Dios, que yo haré lo que me deja mandado: yo la llevaré y entretendré dos horas más, si fuere menester; que bien sé que no podrá dañar una hora más de entretenimiento.
PLATERO.- Con vuesa merced me entierren, que sabe de todo; y a Dios, señora mía.
(Éntrase el PLATERO.)
BRÍGIDA.- ¿No haríamos con este cortesano Solórzano, que así se debe llamar sin duda, que trujese con el vizcaíno para mí alguna ayuda de costa, aunque fuese de algún borgoñón más borracho que un zaque?
CRISTINA.- Por decírselo no quedará; pero vesle, aquí vuelve; priesa trae, diligente anda; sus diez escudos le aguijan y espolean.
(Entra SOLÓRZANO.)
SOLÓRZANO.- Pues, señora doña Cristina, ¿ha hecho vuesa merced sus diligencias? ¿Está acreditada la cadena?
CRISTINA.- ¿Cómo es el nombre de vuesa merced, por su vida?
SOLÓRZANO.- Don Esteban de Solórzano me suelen llamar en mi casa; pero, ¿por qué me lo pregunta vuesa merced?
CRISTINA.- Por acabar de echar el sello a su mucha verdad y cortesía. Entretenga vuesa merced un poco a la señora doña Brígida, en tanto que entro por los diez escudos.
(Éntrase CRISTINA.)
BRÍGIDA.- Señor don Solórzano, ¿no tendrá vuesa merced por ahí algún mondadientes para mí? Que en verdad no soy para desechar, y que tengo yo tan buenas entradas y salidas en mi casa como la señora doña Cristina; que, a no temer que nos oyera alguna, le dijera yo al señor Solórzano más de cuatro tachas suyas: que sepa que tiene las tetas como dos alforjas vacías, y que no le huele muy bien el aliento, porque se afeita mucho; y, con todo eso, la buscan, solicitan y quieren; que estoy por arañarme esta cara, más de rabia que de envidia, porque no hay quien me dé la mano, entre tantos que me dan del pie; en fin, la ventura de las feas...
SOLÓRZANO.- No se desespere vuesa merced, que, si yo vivo, otro gallo cantará en su gallinero.
(Vuelve a entrar CRISTINA.)
CRISTINA.- He aquí, señor don Esteban, los diez escudos, y la cena se aderezará esta noche como para un príncipe.
SOLÓRZANO.- Pues nuestro burro está a la puerta de la calle, quiero ir por él; vuesa merced me le acaricie, aunque sea como quien toma una píldora.
(Vase SOLÓRZANO.)
BRÍGIDA.- Ya le dije, amiga, que trujese quien me regalase a mí, y dijo que sí haría, andando el tiempo.
CRISTINA.- Andando el tiempo en nosotras, no hay quien nos regale; amiga, los pocos años traen la mucha ganancia, y los muchos la mucha pérdida.
BRÍGIDA.- También le dije cómo vas muy limpia, muy linda y muy agraciada; y que toda eras ámbar, almizcle y algalia entre algodones.
CRISTINA.- Ya yo sé, amiga, que tienes muy buenas ausencias.
BRÍGIDA.- Aparte. Mirad quién tiene amartelados; que vale más la suela de mi botín que las arandelas de su cuello; otra vez vuelvo a decir: la ventura de las feas...
(Entran QUIÑONES y SOLÓRZANO.)
QUIÑONES.- Vizcaíno, manos bésame vuesa merced, que mándeme.
SOLÓRZANO.- Dice el señor vizcaíno que besa las manos de vuesa merced y que le mande.
BRÍGIDA.- ¡Ay, qué linda lengua! Yo no la entiendo a lo menos, pero paréceme muy linda.
CRISTINA.- Yo beso las del mi señor vizcaíno, y más adelante.
VIZCAÍNO.- Pareces buena, hermosa; también noche esta cenamos; cadena que das, duermas nunca, basta que doyla.
SOLÓRZANO.- Dice mi compañero que vuesa merced le parece buena y hermosa; que se apareje la cena; que él da la cadena, aunque no duerma acá, que basta que una vez la haya dado.
BRÍGIDA.- ¿Hay tal Alejandro en el mundo? ¡Venturón, venturón, y cien mil veces venturón!
SOLÓRZANO.- Si hay algún poco de conserva, y algún traguito del devoto para el señor vizcaíno, yo sé que nos valdrá por uno ciento.
CRISTINA.- ¡Y cómo si lo hay! Y yo entraré por ello, y se lo daré mejor que al Preste Juan de las Indias.
(Éntrase CRISTINA.)
VIZCAÍNO.- Dama que quedaste, tan buena como entraste.
BRÍGIDA.- ¿Qué ha dicho, señor Solórzano?
SOLÓRZANO.- Que la dama que se queda, que es vuesa merced, es tan buena como la que se ha entrado.
BRÍGIDA.- ¡Y cómo que está en lo cierto el señor vizcaíno! A fe que en este parecer que no es nada burro.
VIZCAÍNO.- Burro el diablo; vizcaíno ingenio queréis cuando tenerlo.
BRÍGIDA.- Ya le entiendo: que dice que el diablo es el burro, y que los vizcaínos, cuando quieren tener ingenio, le tienen.
SOLÓRZANO.- Así es, sin faltar un punto.
(Vuelve a salir CRISTINA con un criado o criada, que traen una caja de conserva, una garrafa con vino, su cuchillo y servilleta.)
CRISTINA.- Bien puede comer el señor vizcaíno, y sin asco; que todo cuanto hay en esta casa es la quintaesencia de la limpieza.
QUIÑONES.- Dulce conmigo, vino y agua llamas bueno; santo le muestras, ésta le bebo y otra también.
BRÍGIDA.- ¡Ay, Dios, y con qué donaire lo dice el buen señor, aunque no le entiendo!
SOLÓRZANO.- Dice que, con lo dulce, también bebe vino como agua; y que este vino es de San Martín, y que beberá otra vez.
CRISTINA.- Y aun otras ciento: su boca puede ser medida.
SOLÓRZANO.- No le den más, que le hace mal, y ya se le va echando de ver; que le he yo dicho al señor Azcaray que no beba vino en ningún modo, y no aprovecha.
QUIÑONES.- Vamos, que vino que subes y bajas, lengua es grillos y corma es pies; tarde vuelvo, señora, Dios que te guárdate.
SOLÓRZANO.- ¡Miren lo que dice, y verán si tengo yo razón!
CRISTINA.- ¿Qué es lo que ha dicho, señor Solórzano?
SOLÓRZANO.- Que el vino es grillo de su lengua y corma de sus pies; que vendrá esta tarde, y que vuesas mercedes se queden con Dios.
BRÍGIDA.- ¡Ay, pecadora de mí, y cómo que se le turban los ojos y se trastraba la lengua! ¡Jesús, que ya va dando traspiés! ¡Pues monta que ha bebido mucho! La mayor lástima es ésta que he visto en mi vida; ¡miren qué mocedad y qué borrachera!
SOLÓRZANO.- Ya venía él refrendado de casa. Vuesa merced, señora Cristina, haga aderezar la cena, que yo le quiero llevar a dormir el vino, y seremos temprano esta tarde.
(Éntranse el VIZCAÍNO y SOLÓRZANO.)
CRISTINA.- Todo estará como de molde; vayan vuesas mercedes en hora buena.
BRÍGIDA.- Amiga Cristina, muéstrame esa cadena, y déjame dar con ella dos filos al deseo. ¡Ay, qué linda, qué nueva, qué reluciente y qué barata! Digo, Cristina, que, sin saber cómo ni cómo no, llueven los bienes sobre ti, y se te entra la ventura por las puertas, sin solicitalla. En efeto, eres venturosa sobre las venturosas; pero todo lo merece tu desenfado, tu limpieza y tu magnífico término: hechizos bastantes a rendir las más descuidadas y esentas voluntades; y no como yo, que no soy para dar migas a un gato. Toma tu cadena, hermana, que estoy para reventar en lágrimas, y no de envidia que a ti te tengo, sino de lástima que me tengo a mí.
(Vuelve a entrar SOLÓRZANO.)
SOLÓRZANO.- ¡La mayor desgracia nos ha sucedido del mundo!
BRÍGIDA.- ¡Jesús! ¿Desgracia? ¿Y qué es, señor Solórzano?
SOLÓRZANO.- A la vuelta desta calle, yendo a la casa, encontramos con un criado del padre de nuestro vizcaíno, el cual trae cartas y nuevas de que su padre queda a punto de espirar, y le manda que al momento se parta, si quiere hallarle vivo. Trae dinero para la partida, que sin duda ha de ser luego; yo le he tomado diez escudos para vuesa merced, y velos aquí, con los diez que vuesa merced me dio denantes, y vuélvaseme la cadena; que, si el padre vive, el hijo volverá a darla, o yo no seré don Esteban de Solórzano.
CRISTINA.- En verdad, que a mí me pesa; y no por mi interés, sino por la desgracia del mancebo, que ya le había tomado afición.
BRÍGIDA.- Buenos son diez escudos ganados tan holgando; tómalos, amiga, y vuelve la cadena al señor Solórzano.
CRISTINA.- Vela aquí, y venga el dinero; que en verdad que pensaba gastar más de treinta en la cena.
SOLÓRZANO.- Señora Cristina, al perro viejo nunca tus tus; estas tretas, con los de las galleruzas, y con este perro a otro hueso.
CRISTINA.- ¿Para qué son tantos refranes, señor Solórzano?
SOLÓRZANO.- Para que entienda vuesa merced que la codicia rompe el saco. ¿Tan presto se desconfió de mi palabra, que quiso vuesa merced curarse en salud, y salir al lobo al camino, como la gansa de Cantipalos? Señora Cristina, señora Cristina, lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. Venga mi cadena verdadera, y tómese vuesa merced su falsa, que no ha de haber conmigo transformaciones de Ovidio en tan pequeño espacio. ¡Oh hideputa, y qué bien que la amoldaron, y qué presto!
CRISTINA.- ¿Qué dice vuesa merced, señor mío, que no le entiendo?
SOLÓRZANO.- Digo que no es ésta la cadena que yo dejé a vuesa merced, aunque le parece: que ésta es de alquimia, y la otra es de oro de a veinte y dos quilates.
BRÍGIDA.- En mi ánima, que así lo dijo el vecino, que es platero.
CRISTINA.- ¿Aun el diablo sería eso?
SOLÓRZANO.- El diablo o la diabla, mi cadena venga, y dejémonos de voces, y escúsense juramentos y maldiciones.
CRISTINA.- El diablo me lleve, lo cual querría que no me llevase, si no es ésa la cadena que vuesa merced me dejó, y que no he tenido otra en mis manos: ¡justicia de Dios, si tal testimonio se me levantase!
SOLÓRZANO.- Que no hay para qué dar gritos; y más, estando ahí el señor Corregidor, que guarda su derecho a cada uno.
CRISTINA.- Si a las manos del Corregidor llega este negocio, yo me doy por condenada; que tiene de mí tan mal concepto, que ha de tener mi verdad por mentira y mi virtud por vicio. Señor mío, si yo he tenido otra cadena en mis manos, sino aquesta, de cáncer las vea yo comidas.
(Entra un ALGUACIL.)
ALGUACIL.- ¿Qué voces son éstas, qué gritos, qué lágrimas y qué maldiciones?
SOLÓRZANO.- Vuesa merced, señor alguacil, ha venido aquí como de molde. A esta señora del rumbo sevillano le empeñé una cadena, habrá una hora, en diez ducados, para cierto efecto; vuelvo agora a desempeñarla, y, en lugar de una que le di, que pesaba ciento y cincuenta ducados de oro de veinte y dos quilates, me vuelve ésta de alquimia, que no vale dos ducados; y quiere poner mi justicia a la venta de la Zarza, a voces y a gritos, sabiendo que será testigo desta verdad esta misma señora, ante quien ha pasado todo.
BRÍGIDA.- Y ¡cómo si ha pasado!, y aun repasado; y, en Dios y en mi ánima, que estoy por decir que este señor tiene razón; aunque no puedo imaginar dónde se pueda haber hecho el trueco, porque la cadena no ha salido de aquesta sala.
SOLÓRZANO.- La merced que el señor alguacil me ha de hacer es llevar a la señora al Corregidor; que allá nos averiguaremos.
CRISTINA.- Otra vez torno a decir que, si ante el Corregidor me lleva, me doy por condenada.
BRÍGIDA.- Sí, porque no estoy bien con sus huesos.
CRISTINA.- Desta vez me ahorco. Desta vez me desespero. Desta vez me chupan brujas.
SOLÓRZANO.- Ahora bien; yo quiero hacer una cosa por vuesa merced, señora Cristina, siquiera porque no la chupen brujas, o, por lo menos, se ahorque: esta cadena se parece mucho a la fina del vizcaíno; él es mentecapto y algo borrachuelo; yo se la quiero llevar, y darle a entender que es la suya, y vuesa merced contente aquí al señor alguacil; y gaste la cena desta noche, y sosiegue su espíritu, pues la pérdida no es mucha.
CRISTINA.- Págueselo a vuesa merced todo el cielo; al señor alguacil daré media docena de escudos, y en la cena gastaré uno, y quedaré por esclava perpetua del señor Solórzano.
BRÍGIDA.- Y yo me haré rajas bailando en la fiesta.
ALGUACIL.- Vuesa merced ha hecho como liberal y buen caballero, cuyo oficio ha de ser servir a las mujeres.
SOLÓRZANO.- Vengan los diez escudos que di demasiados.
CRISTINA.- Helos aquí, y más los seis para el señor alguacil.
(Entran dos MÚSICOS, y QUIÑONES, el VIZCAÍNO.)
MÚSICOS.- Todo lo hemos oído, y acá estamos.
VIZCAÍNO.- Ahora sí que puede decir a mi señora Cristina: mamóla una y cien mil veces.
BRÍGIDA.- ¿Han visto qué claro que habla el vizcaíno?
VIZCAÍNO.- Nunca hablo yo turbio, si no es cuando quiero.
CRISTINA.- ¡Que me maten si no me la han dado a tragar estos bellacos!
QUIÑONES.- Señores músicos, el romance que les di y que saben, ¿para qué se hizo?
MÚSICOS La mujer más avisada,
o sabe poco, o no nada. La mujer que más presumede cortar como navajalos vocablos repulgados,entre las godeñas pláticas;la que sabe de memoria,a Lofraso y a Diana,y al Caballero del Febocon Olivante de Laura;la que seis veces al mesal gran Don Quijote pasa,aunque más sepa de aquesto,
o sabe poco, o no nada. La que se fía en su ingenio,lleno de fingidas trazas,fundadas en interés,y en voluntades tiranas;la que no sabe guardarse,cual dicen, del agua mansa,y se arroja a las corrientesque ligeramente pasan;la que piensa que ella solaes el colmo de la nataen esto del trato alegre,
o sabe poco, o no nada.
CRISTINA.- Ahora bien, yo quedo burlada, y, con todo esto, convido a vuesas mercedes para esta noche.
QUIÑONES.- Aceptamos el convite, y todo saldrá en la colada.
Entremés del Retablo de las maravillas
Salen CHANFALLA y la CHERINOS.
CHANFALLA.- No se te pasen de la memoria, Chirinos, mis advertimientos, principalmente los que te he dado para este nuevo embuste, que ha de salir tan a luz como el pasado del Llovista.
CHIRINOS.- Chanfalla ilustre, lo que en mí fuere tenlo como de molde; que tanta memoria tengo como entendimiento, a quien se junta una voluntad de acertar a satisfacerte, que excede a las demás potencias. Pero dime: ¿de qué sirve este Rabelín que hemos tomado? Nosotros dos solos, ¿no pudiéramos salir con esta empresa?
CHANFALLA.- Habíamosle menester como el pan de la boca, para tocar en los espacios que tardaren en salir las figuras del Retablo de las Maravillas.
CHIRINOS.- Maravilla será si no nos apedrean por solo el Rabelín; porque tan desventurada criaturilla no la he visto en todos los días de mi vida.
(Entra el RABELÍN.)
RABELÍN.- ¿Hase de hacer algo en este pueblo, señor autor? Que ya me muero porque vuesa merced vea que no me tomó a carga cerrada.
CHIRINOS.- Cuatro cuerpos de los vuestros no harán un tercio, cuanto más una carga; si no sois más gran músico que grande, medrados estamos.
RABELÍN.- Ello dirá; que en verdad que me han escrito para entrar en una compañía de partes, por chico que soy.
CHANFALLA.- Si os han de dar la parte a medida del cuerpo, casi será invisible.Chirinos, poco a poco, estamos ya en el pueblo, y éstos que aquí vienen deben de ser, como lo son sin duda, el Gobernador y los Alcaldes. Salgámosles al encuentro, y date un filo a la lengua en la piedra de la adulación; pero no despuntes de aguda.
(Salen el GOBERNADOR y BENITO REPOLLO, alcalde, JUAN CASTRADO, regidor, y PEDRO CAPACHO, escribano.)
Beso a vuesas mercedes las manos: ¿quién de vuesas mercedes es el Gobernador deste pueblo?
GOBERNADOR.- Yo soy el Gobernador; ¿qué es lo que queréis, buen hombre?
CHANFALLA.- A tener yo dos onzas de entendimiento, hubiera echado de ver que esa peripatética y anchurosa presencia no podía ser de otro que del dignísimo Gobernador deste honrado pueblo; que, con venirlo a ser de las Algarrobillas, lo deseche vuesa merced.
CHIRINOS.- En vida de la señora y de los señoritos, si es que el señor Gobernador los tiene.
CAPACHO.- No es casado el señor Gobernador.
CHIRINOS.- Para cuando lo sea; que no se perderá nada.
GOBERNADOR.- Y bien, ¿qué es lo que queréis, hombre honrado?
CHIRINOS.- Honrados días viva vuesa merced, que así nos honra; en fin, la encina da bellotas; el pero, peras; la parra, uvas, y el honrado, honra, sin poder hacer otra cosa.
BENITO.- Sentencia ciceronianca, sin quitar ni poner un punto.
CAPACHO.- Ciceroniana quiso decir el señor alcalde Benito Repollo.
BENITO.- Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más veces no acierto; en fin, buen hombre, ¿qué queréis?
CHANFALLA.- Yo, señores míos, soy Montiel, el que trae el Retablo de las maravillas. Hanme enviado a llamar de la Corte los señores cofrades de los hospitales, porque no hay autor de comedias en ella, y perecen los hospitales, y con mi ida se remediará todo.
GOBERNADOR.- Y ¿qué quiere decir Retablo de las maravillas?
CHANFALLA.- Por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado Retablo de las maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo debajo de tales paralelos, rumbos, astros y estrellas, con tales puntos, caracteres y observaciones, que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran, que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio; y el que fuere contagiado destas dos tan usadas enfermedades, despídase de ver las cosas, jamás vistas ni oídas, de mi retablo.
BENITO.- Ahora echo de ver que cada día se ven en el mundo cosas nuevas. Y ¿que se llamaba Tontonelo el sabio que el retablo compuso?
CHIRINOS.- Tontonelo se llamaba, nacido en la ciudad de Tontonela; hombre de quien hay fama que le llegaba la barba a la cintura.
BENITO.- Por la mayor parte, los hombres de grandes barbas son sabiondos.
GOBERNADOR.- Señor regidor Juan Castrado, yo determino, debajo de su buen parecer, que esta noche se despose la señora Teresa Castrada, su hija, de quien yo soy padrino, y, en regocijo de la fiesta, quiero que el señor Montiel muestre en vuestra casa su Retablo.
JUAN.- Eso tengo yo por servir al señor Gobernador, con cuyo parecer me convengo, entablo y arrimo, aunque haya otra cosa en contrario.
CHIRINOS.- La cosa que hay en contrario es que, si no se nos paga primero nuestro trabajo, así verán las figuras como por el cerro de Úbeda. ¿Y vuesas mercedes, señores justicias, tienen conciencia y alma en esos cuerpos? ¡Bueno sería que entrase esta noche todo el pueblo en casa del señor Juan Castrado, o como es su gracia, y viese lo contenido en el tal Retablo, y mañana, cuando quisiésemos mostralle al pueblo, no hubiese ánima que le viese! No, señores; no, señores: ante omnia nos han de pagar lo que fuere justo.
BENITO.- Señora autora, aquí no os ha de pagar ninguna Antona, ni ningún Antoño; el señor regidor Juan Castrado os pagará más que honradamente, y si no, el Concejo. ¡Bien conocéis el lugar, por cierto! Aquí, hermana, no aguardamos a que ninguna Antona pague por nosotros.
CAPACHO.- ¡Pecador de mí, señor Benito Repollo, y qué lejos da del blanco! No dice la señora autora que pague ninguna Antona, sino que le paguen adelantado y ante todas cosas, que eso quiere decir ante omnia.
BENITO.- Mirad, escribano Pedro Capacho, haced vos que me hablen a derechas, que yo entenderé a pie llano; vos, que sois leído y escribido, podéis entender esas algarabías de allende, que yo no.
JUAN.- Ahora bien, ¿contentarse ha el señor autor con que yo le dé adelantados media docena de ducados? Y más, que se tendrá cuidado que no entre gente del pueblo esta noche en mi casa.
CHANFALLA.- Soy contento; porque yo me fío de la diligencia de vuesa merced y de su buen término.
JUAN.- Pues véngase conmigo. Recibirá el dinero, y verá mi casa, y la comodidad que hay en ella para mostrar ese retablo.
CHANFALLA.- Vamos; y no se les pase de las mientes las calidades que han de tener los que se atrevieren a mirar el maravilloso retablo.
BENITO.- A mi cargo queda eso, y séle decir que, por mi parte, puedo ir seguro a juicio, pues tengo el padre alcalde; cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro costados de mi linaje: ¡miren si veré el tal retablo!
CAPACHO.- Todos le pensamos ver, señor Benito Repollo.
JUAN.- No nacimos acá en las malvas, señor Pedro Capacho.
GOBERNADOR.- Todo será menester, según voy viendo, señores Alcalde, Regidor y Escribano.
JUAN.- Vamos, autor, y manos a la obra; que Juan Castrado me llamo, hijo de Antón Castrado y de Juana Macha; y no digo más en abono y seguro que podré ponerme cara a cara y a pie quedo delante del referido retablo.
CHIRINOS.- ¡Dios lo haga!
(Éntranse JUAN CASTRADO y CHANFALLA.)
GOBERNADOR.- Señora autora, ¿qué poetas se usan ahora en la Corte de fama y rumbo, especialmente de los llamados cómicos? Porque yo tengo mis puntas y collar de poeta, y pícome de la farándula y carátula. Veinte y dos comedias tengo, todas nuevas, que se veen las unas a las otras, y estoy aguardando coyuntura para ir a la Corte y enriquecer con ellas media docena de autores.
CHIRINOS.- A lo que vuesa merced, señor Gobernador, me pregunta de los poetas, no le sabré responder; porque hay tantos, que quitan el sol, y todos piensan que son famosos. Los poetas cómicos son los ordinarios y que siempre se usan, y así no hay para qué nombrallos. Pero dígame vuesa merced, por su vida: ¿cómo es su buena gracia? ¿cómo se llama?
GOBERNADOR.- A mí, señora autora, me llaman el licenciado Gomecillos.
CHIRINOS.- ¡Válame Dios! ¿Y que vuesa merced es el señor licenciado Gomecillos, el que compuso aquellas coplas tan famosas de Lucifer estaba malo y tómale mal de fuera?
GOBERNADOR.- Malas lenguas hubo que me quisieron ahijar esas coplas, y así fueron mías como del Gran Turco. Las que yo compuse, y no lo quiero negar, fueron aquellas que trataron del Diluvio de Sevilla; que, puesto que los poetas son ladrones unos de otros, nunca me precié de hurtar nada a nadie: con mis versos me ayude Dios, y hurte el que quisiere.
(Vuelve CHANFALLA.)
CHANFALLA.- Señores, vuesas mercedes vengan, que todo está a punto, y no falta más que comenzar.
CHIRINOS.- ¿Está ya el dinero in corbona?
CHANFALLA.- Y aun entre las telas del corazón.
CHIRINOS.- Pues doyte por aviso, Chanfalla, que el Gobernador es poeta.
CHANFALLA.- ¿Poeta? ¡Cuerpo del mundo! Pues dale por engañado, porque todos los de humor semejante son hechos a la mazacona; gente descuidada, crédula y no nada maliciosa.
BENITO.- Vamos, autor; que me saltan los pies por ver esas maravillas.
(Éntranse todos.)
(Salen JUANA CASTRADA y TERESA REPOLLA, labradoras: la una como desposada, que es la CASTRADA.)
CASTRADA.- Aquí te puedes sentar, Teresa Repolla amiga, que tendremos el retablo enfrente; y, pues sabes las condiciones que han de tener los miradores del retablo, no te descuides, que sería una gran desgracia.
TERESA.- Ya sabes, Juan Castrada, que soy tu prima, y no digo más. ¡Tan cierto tuviera yo el cielo como tengo cierto ver todo aquello que el retablo mostrare! ¡Por el siglo de mi madre, que me sacase los mismos ojos de mi cara, si alguna desgracia me aconteciese! ¡Bonita soy yo para eso!
CASTRADA.- Sosiégate, prima; que toda la gente viene.
(Entran el GOBERNADOR, BENITO REPOLLO, JUAN CASTRADO, PEDRO CAPACHO, EL AUTOR y LA AUTORA, y EL MÚSICO, y otra gente del pueblo, y un SOBRINO de
Benito, que ha de ser aquel gentilhombre que baila.)
CHANFALLA.- Siéntense todos. El retablo ha de estar detrás deste repostero, y la autora también, y aquí el músico.
BENITO.- ¿Músico es éste? Métanle también detrás del repostero; que, a trueco de no velle, daré por bien empleado el no oílle.
CHANFALLA.- No tiene vuesa merced razón, señor alcalde Repollo, de descontentarse del músico, que en verdad que es muy buen cristiano y hidalgo de solar conocido.
GOBERNADOR.- ¡Calidades son bien necesarias para ser buen músico!
BENITO.- De solar, bien podrá ser; mas de sonar, abrenuncio.
RABELÍN.- ¡Eso se merece el bellaco que se viene a sonar delante de...!
BENITO.- ¡Pues, por Dios, que hemos visto aquí sonar a otros músicos tan...!
GOBERNADOR.- Quédese esta razón en el de del señor Rabel y en el tan del Alcalde, que será proceder en infinito; y el señor Montiel comience su obra.
BENITO.- Poca balumba trae este autor para tan gran retablo.
JUAN.- Todo debe de ser de maravillas.
CHANFALLA.- ¡Atención, señores, que comienzo!¡Oh tú, quienquiera que fuiste, que fabricaste este retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas por la virtud que en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinente muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer sin escándalo alguno! Ea, que ya veo que has otorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero; tente, por la gracia de Dios Padre! ¡No hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanta y tan noble gente como aquí se ha juntado!
BENITO.- ¡Téngase, cuerpo de tal, conmigo! ¡Bueno sería que, en lugar de habernos venido a holgar, quedásemos aquí hechos plasta! ¡Téngase, señor Sansón, pesia a mis males, que se lo ruegan buenos!
CAPACHO.- ¿Veisle vos, Castrado?
JUAN.- Pues, ¿no le había de ver? ¿Tengo yo los ojos en el colodrillo?
GOBERNADOR.- Aparte. Milagroso caso es éste: así veo yo a Sansón ahora, como el Gran Turco; pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo.
CHIRINOS.- ¡Guárdate, hombre, que sale el mesmo toro que mató al ganapán en Salamanca! ¡Échate, hombre; échate, hombre; Dios te libre, Dios te libre!
CHANFALLA.- ¡Échense todos, échense todos! ¡Hucho ho!, ¡hucho ho!, ¡hucho ho!
(Échanse todos y alborótanse.)
BENITO.- El diablo lleva en el cuerpo el torillo; sus partes tiene de hosco y de bragado; si no me tiendo, me lleva de vuelo.
JUAN.- Señor autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten; y no lo digo por mí, sino por estas mochachas, que no les ha quedado gota de sangre en el cuerpo, de la ferocidad del toro.
CASTRADA.- Y ¡cómo, padre! No pienso volver en mí en tres días; ya me vi en sus cuernos, que los tiene agudos como una lesna.
JUAN.- No fueras tú mi hija, y no lo vieras.
GOBERNADOR.- Aparte. Basta: que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla.
CHIRINOS.- Esa manada de ratones que allá va deciende por línea recta de aquellos que se criaron en el Arca de Noé; dellos son blancos, dellos albarazados, dellos jaspeados y dellos azules; y, finalmente, todos son ratones.
CASTRADA.- ¡Jesús!, ¡Ay de mí! ¡Ténganme, que me arrojaré por aquella ventana! ¿Ratones? ¡Desdichada! Amiga, apriétate las faldas, y mira no te muerdan; ¡y monta que son pocos! ¡Por el siglo de mi abuela, que pasan de milenta!
REPOLLA.- Yo sí soy la desdichada, porque se me entran sin reparo ninguno; un ratón morenico me tiene asida de una rodilla. ¡Socorro venga del cielo, pues en la tierra me falta!
BENITO.- Aun bien que tengo gregüescos: que no hay ratón que se me entre, por pequeño que sea.
CHANFALLA.- Esta agua, que con tanta priesa se deja descolgar de las nubes, es de la fuente que da origen y principio al río Jordán. Toda mujer a quien tocare en el rostro, se le volverá como de plata bruñida, y a los hombres se les volverán las barbas como de oro.
CASTRADA.- ¿Oyes, amiga? Descubre el rostro, pues ves lo que te importa. ¡Oh, qué licor tan sabroso! Cúbrase, padre, no se moje.
JUAN.- Todos nos cubrimos, hija.
BENITO.- Por las espaldas me ha calado el agua hasta la canal maestra.
CAPACHO.- Yo estoy más seco que un esparto.
GOBERNADOR.- Aparte. ¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado una gota, donde todos se ahogan? Mas ¿si viniera yo a ser bastardo entre tantos legítimos?
BENITO.- Quítenme de allí aquel músico; si no, voto a Dios que me vaya sin ver más figura. ¡Válgate el diablo por músico aduendado, y qué hace de menudear sin cítola y sin son!
RABELÍN.- Señor alcalde, no tome conmigo la hincha; que yo toco como Dios ha sido servido de enseñarme.
BENITO.- ¿Dios te había de enseñar, sabandija? ¡Métete tras la manta; si no, por Dios que te arroje este banco!
RABELÍN.- El diablo creo que me ha traído a este pueblo.
CAPACHO.- Fresca es el agua del santo río Jordán; y, aunque me cubrí lo que pude, todavía me alcanzó un poco en los bigotes, y apostaré que los tengo rubios como un oro.
BENITO.- Y aun peor cincuenta veces.
CHIRINOS.- Allá van hasta dos docenas de leones rampantes y de osos colmeneros; todo viviente se guarde; que, aunque fantásticos, no dejarán de dar alguna pesadumbre, y aun de hacer las fuerzas de Hércules con espadas desenvainadas.
JUAN.- Ea, señor autor, ¡cuerpo de nosla! ¿Y agora nos quiere llenar la casa de osos y de leones?
BENITO.- ¡Mirad qué ruiseñores y calandrias nos envía Tontonelo, sino leones y dragones! Señor autor, y salgan figuras más apacibles, o aquí nos contentamos con las vistas; y Dios le guíe, y no pare más en el pueblo un momento.
CASTRADA.- Señor Benito Repollo, deje salir ese oso y leones, siquiera por nosotras, y recebiremos mucho contento.
JUAN.- Pues, hija, ¿de antes te espantabas de los ratones, y agora pides osos y leones?
CASTRADA.- Todo lo nuevo aplace, señor padre.
CHIRINOS.- Esa doncella, que agora se muestra tan galana y tan compuesta, es la llamada Herodías, cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida. Si hay quien la ayude a bailar, verán maravillas.
BENITO.- ¡Ésta sí, cuerpo del mundo, que es figura hermosa, apacible y reluciente! ¡Hideputa, y cómo que se vuelve la mochacha! Sobrino Repollo, tú que sabes de achaque de castañetas, ayúdala, y será la fiesta de cuatro capas.
SOBRINO.- Que me place, tío Benito Repollo.
(Tocan la zarabanda.)
CAPACHO.- ¡Toma mi abuelo, si es antiguo el baile de la Zarabanda y de la Chacona!
BENITO.- Ea, sobrino, ténselas tiesas a esa bellaca jodía; pero, si ésta es jodía, ¿cómo vee estas maravillas?
CHANFALLA.- Todas las reglas tienen excepción, señor Alcalde.
(Suena una trompeta, o corneta dentro del teatro, y entra UN FURRIER de compañías.)
FURRIER.- ¿Quién es aquí el señor Gobernador?
GOBERNADOR.- Yo soy. ¿Qué manda vuesa merced?
FURRIER.- Que luego al punto mande hacer alojamiento para treinta hombres de armas que llegarán aquí dentro de media hora, y aun antes, que ya suena la trompeta; y adiós.
Vase.
BENITO.- Yo apostaré que los envía el sabio Tontonelo.
CHANFALLA.- No hay tal; que ésta es una compañía de caballos que estaba alojada dos leguas de aquí.
BENITO.- Ahora yo conozco bien a Tontonelo, y sé que vos y él sois unos grandísimos bellacos, no perdonando al músico; y mirad que os mando que mandéis a Tontonelo no tenga atrevimiento de enviar estos hombres de armas, que le haré dar docientos azotes en las espaldas, que se vean unos a otros.
CHANFALLA.- ¡Digo, señor Alcalde, que no los envía Tontonelo!
BENITO.- Digo que los envía Tontonelo, como ha enviado las otras sabandijas que yo he visto.
CAPACHO.- Todos las habemos visto, señor Benito Repollo.
BENITO.- No digo yo que no, señor Pedro Capacho.No toques más, músico de entre sueños, que te romperé la cabeza.
(Vuelve el FURRIER.)
FURRIER.- Ea, ¿está ya hecho el alojamiento? Que ya están los caballos en el pueblo.
BENITO.- ¿Que todavía ha salido con la suya Tontonelo? ¡Pues yo os voto a tal, autor de humos y de embelecos, que me lo habéis de pagar!
CHANFALLA.- Séanme testigos que me amenaza el Alcalde.
CHIRINOS.- Séanme testigos que dice el Alcalde que lo que manda Su Majestad lo manda el sabio Tontonelo.
BENITO.- Atontoneleada te vean mis ojos, plega a Dios todopoderoso.
GOBERNADOR.- Yo para mí tengo que verdaderamente estos hombres de armas no deben de ser de burlas.
FURRIER.- ¿De burlas habían de ser, señor Gobernador? ¿Está en su seso?
JUAN.- Bien pudieran ser atontonelados: como esas cosas habemos visto aquí. Por vida del autor, que haga salir otra vez a la doncella Herodías, porque vea este señor lo que nunca ha visto; quizá con esto le cohecharemos para que se vaya presto del lugar.
CHANFALLA.- Eso en buen hora, y veisla aquí a do vuelve, y hace de señas a su bailador a que de nuevo la ayude.
SOBRINO.- Por mí no quedará, por cierto.
BENITO.- Eso sí, sobrino; cánsala, cánsala; vueltas y más vueltas; ¡vive Dios, que es un azogue la muchacha! ¡Al hoyo, al hoyo! ¡A ello, a ello!
FURRIER.- ¿Está loca esta gente? ¿Qué diablos de doncella es ésta, y qué baile, y qué Tontonelo?
CAPACHO.- Luego, ¿no vee la doncella herodiana el señor furrier?
FURRIER.- ¿Qué diablos de doncella tengo de ver?
CAPACHO.- Basta: ¡de ex illis es!
GOBERNADOR.- ¡De ex illis es; de ex illis es!
JUAN.- ¡Dellos es, dellos el señor furrier; dellos es!
FURRIER.- ¡Soy de la mala puta que los parió; y, por Dios vivo, que si echo mano a la espada, que los haga salir por las ventanas, que no por la puerta!
CAPACHO.- Basta: ¡de ex illis es!
BENITO.- Basta: ¡dellos es, pues no vee nada!
FURRIER.- Canalla barretina: si otra vez me dicen que soy dellos, no les dejaré hueso sano.
BENITO.- Nunca los confesos ni bastardos fueron valientes; y por eso no podemos dejar de decir: ¡dellos es, dellos es!
FURRIER.- ¡Cuerpo de Dios con los villanos! ¡Esperad!
(Mete mano a la espada y acuchíllase con todos; y el ALCALDE aporrea al RABELLEJO; y la CHERRINOS descuelga la manta y dice:)
CHIRINOS.- El diablo ha sido la trompeta y la venida de los hombres de armas; parece que los llamaron con campanilla.
CHANFALLA.- El suceso ha sido extraordinario; la virtud del retablo se queda en su punto, y mañana lo podemos mostrar al pueblo; y nosotros mismos podemos cantar el triunfo desta batalla, diciendo: ¡vivan Chirinos y Chanfalla!
Entremés de La cueva de Salamanca
Salen PANCRACIO, LEONARDA y CRISTINA.
PANCRACIO.- Enjugad, señora, esas lágrimas, y poned pausa a vuestros suspiros, considerando que cuatro días de ausencia no son siglos. Yo volveré, a lo más largo, a los cinco, si Dios no me quita la vida; aunque será mejor, por no turbar la vuestra, romper mi palabra, y dejar esta jornada; que sin mi presencia se podrá casar mi hermana.
LEONARDA.- No quiero yo, mi Pancracio y mi señor, que por respeto mío vos parezcáis descortés; id en hora buena, y cumplid con vuestras obligaciones, pues las que os llevan son precisas; que yo me apretaré con mi llaga y pasaré mi soledad lo menos mal que pudiere. Sólo os encargo la vuelta, y que no paséis del término que habéis puesto.Tenme, Cristina, que se me aprieta el corazón.
(Desmáyase LEONARDA.)
CRISTINA.- ¡Oh, que bien hayan las bodas y las fiestas! En verdad, señor, que, si yo fuera que vuesa merced, que nunca allá fuera.
PANCRACIO.- Entra, hija, por un vidro de agua para echársela en el rostro. Mas espera; diréle unas palabras que sé al oído, que tienen virtud para hacer volver de los desmayos.
(Dícele las palabras; vuelve LEONARDA diciendo:)
LEONARDA.- ¡Basta!, ello ha de ser forzoso; no hay sino tener paciencia, bien mío; cuanto más os detuviéredes, más dilatáis mi contento. Vuestro compadre Loniso os debe de aguardar ya en el coche. Andad don Dios; que Él os vuelva tan presto y tan bueno como yo deseo.
PANCRACIO.- Mi ángel, si gustas que me quede, no me moveré de aquí más que una estatua.
LEONARDA.- No, no, descanso mío; que mi gusto está en el vuestro; y, por agora, más que os vais que no os quedéis, pues es vuestra honra la mía.
CRISTINA.- ¡Oh, espejo del matrimonio! A fe que si todas las casadas quisiesen tanto a sus maridos como mi señora Leonarda quiere al suyo, que otro gallo les cantase.
LEONARDA.- Entra, Cristinica, y saca mi manto, que quiero acompañar a tu señor hasta dejarle en el coche.
PANCRACIO.- No, por mi amor; abrazadme y quedaos, por vida mía.Cristinica, ten cuenta de regalar a tu señora, que yo te mando un calzado cuando vuelva, como tú le quisieres.
CRISTINA.- Vaya, señor, y no lleve pena de mi señora, porque la pienso persuadir de manera a que nos holguemos, que no imagine en la falta que vuesa merced le ha de hacer.
LEONARDA.- ¿Holgar yo? ¡Qué bien estás en la cuenta, niña! Porque, ausente de mi gusto, no se hicieron los placeres ni las glorias para mí; penas y dolores, sí.
PANCRACIO.- Ya no lo puedo sufrir. Quedad en paz, lumbre destos ojos, los cuales no verán cosa que les dé placer hasta volveros a ver.
(Éntrase PANCRACIO.)
LEONARDA.- ¡Allá darás, rayo, en casa de Ana Díaz. Vayas, y no vuelvas; la ida del humo. Por Dios, que esta vez no os han de valer vuestras valentías ni vuestro recatos!
CRISTINA.- Mil veces temí que con tus estremos habías de estorbar su partida y nuestros contentos.
LEONARDA.- ¿Si vendrán esta noche los que esperamos?
CRISTINA.- ¿Pues no? Ya los tengo avisados, y ellos están tan en ello, que esta tarde enviaron con la lavandera, nuestra secretaria, como que eran paños, una canasta de colar, llena de mil regalos y de cosas de comer, que no parece sino uno de los serones que da el rey el Jueves Santo a sus pobres; sino que la canasta es de Pascua, porque hay en ella empanadas, fiambreras, manjar blanco, y dos capones que aún no están acabados de pelar, y todo género de fruta de la que hay ahora; y, sobre todo, una bota de hasta una arroba de vino, de lo de una oreja, que huele que traciende.
LEONARDA.- Es muy cumplido, y lo fue siempre, mi Riponce, sacristán de las telas de mis entrañas.
CRISTINA.- Pues, ¿qué le falta a mi maese Nicolás, barbero de mis hígados y navaja de mis pesadumbres, que así me las rapa y quita cuando le veo, como si nunca las hubiera tenido?
LEONARDA.- ¿Pusiste la canasta en cobro?
CRISTINA.- En la cocina la tengo, cubierta con un cernadero, por el disimulo.
(Llama a la puerta el ESTUDIANTE
Carraolano, y, en llamando, sin esperar que le respondan, entra.)
LEONARDA.- Cristina, mira quién llama.
ESTUDIANTE.- Señoras, yo soy, un pobre estudiante.
CRISTINA.- Bien se os parece que sois pobre y estudiante, pues lo uno muestra vuestro vestido, y el ser pobre vuestro atrevimiento. Cosa estraña es ésta, que no hay pobre que espere a que le saquen la limosna a la puerta, sino que se entran en las casas hasta el último rincón, sin mirar si despiertan a quien duerme, o si no.
ESTUDIANTE.- Otra más blanda respuesta esperaba yo de la buena gracia de vuesa merced; cuanto más, que yo no quería ni buscaba otra limosna, sino alguna caballeriza o pajar donde defenderme esta noche de las inclemencias del cielo, que, según se me trasluce, parece que con grandísimo rigor a la tierra amenazan.
LEONARDA.- ¿Y de dónde bueno sois, amigo?
ESTUDIANTE.- Salmantino soy, señora mía; quiero decir que soy de Salamanca. Iba a Roma con un tío mío, el cual murió en el camino, en el corazón de Francia. Vime solo; determiné volverme a mi tierra; robáronme los lacayos o compañeros de Roque Guinarde, en Cataluña, porque él estaba ausente; que, a estar allí, no consintiera que se me hiciera agravio, porque es muy cortés y comedido, y además limosnero. Hame tomado a estas santas puertas la noche, que por tales las juzgo, y busco mi remedio.
LEONARDA.- En verdad, Cristina, que me ha movido a lástima el estudiante.
CRISTINA.- Ya me tiene a mí rasgadas las entrañas. Tengámosle en casa esta noche, pues de las sobras del castillo se podrá mantener el real; quiero decir que en las reliquias de la canasta habrá en quien adore su hambre; y más, que me ayudará a pelar la volatería que viene en la cesta.
LEONARDA.- Pues, ¿cómo, Cristina, quieres que metamos en nuestra casa testigos de nuestras liviandades?
CRISTINA.- Así tiene él talle de hablar por el colodrillo, como por la boca.Venga acá, amigo: ¿sabe pelar?
ESTUDIANTE.- ¿Cómo si sé pelar? No entiendo eso de saber pelar, si no es que quiere vuesa merced motejarme de pelón; que no hay para qué, pues yo me confieso por el mayor pelón del mundo.
CRISTINA.- No lo digo yo por eso, en mi ánima, sino por saber si sabía pelar dos o tres pares de capones.
ESTUDIANTE.- Lo que sabré responder es que yo, señoras, por la gracia de Dios, soy graduado de bachiller por Salamanca, y no digo...
LEONARDA.- Desa manera, ¿quién duda sino que sabrá pelar no sólo capones, sino gansos y avutardas? Y, en esto del guardar secreto, ¿cómo le va? Y, a dicha, ¿es tentado de decir todo lo que vee, imagina o siente?
ESTUDIANTE.- Así pueden matar delante de mí más hombres que carneros en el Rastro, que yo desplegue mis labios para decir palabra alguna.
CRISTINA.- Pues atúrese esa boca, y cósase esa lengua con una agujeta de dos cabos, y amuélese esos dientes, y éntrese con nosotras, y verá misterios y cenará maravillas, y podrá medir en un pajar los pies que quisiere para su cama.
ESTUDIANTE.- Con siete tendré demasiado: que no soy nada codicioso ni regalado.
(Entran el SACRISTÁN Reponce y el BARBERO.)
SACRISTÁN.- ¡Oh, que en hora buena estén los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la amorosa fábrica de nuestros deseos!
LEONARDA.- ¡Esto sólo me enfada dél! Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno, y de modo que te entienda, y no te encarames donde no te alcance.
BARBERO.- Eso tengo yo bueno, que hablo más llano que una suela de zapato; pan por vino y vino por pan, o como suele decirse.
SACRISTÁN.- Sí, que diferencia ha de haber de un sacristán gramático a un barbero romancista.
CRISTINA.- Para lo que yo he menester a mi barbero, tanto latín sabe, y aún más, que supo Antonio de Nebrija; y no se dispute agora de ciencia ni de modos de hablar: que cada uno habla, si no como debe, a lo menos, como sabe; y entrémonos, y manos a labor, que hay mucho que hacer.
ESTUDIANTE.- Y mucho que pelar.
SACRISTÁN.- ¿Quién es este buen hombre?
LEONARDA.- Un pobre estudiante salamanqueso, que pide albergo para esta noche.
SACRISTÁN.- Yo le daré un par de reales para cena y para lecho, y váyase con Dios.
ESTUDIANTE.- Señor sacristán Reponce, recibo y agradezco la merced y la limosna; pero yo soy mudo, y pelón además, como lo ha menester esta señora doncella, que me tiene convidado; y voto a... de no irme esta noche desta casa, si todo el mundo me lo manda. Confíese vuesa merced mucho de enhoramala de un hombre de mis prendas, que se contenta de dormir en un pajar; y si lo han por sus capones, péleselos el Turco y cómanselos ellos, y nunca del cuero les salgan.
BARBERO.- Éste más parece rufián que pobre. Talle tiene de alzarse con toda la casa.
CRISTINA.- No medre yo, si no me contenta el brío. Entrémonos todos, y demos orden en lo que se ha de hacer; que el pobre pelará y callará como en misa.
ESTUDIANTE.- Y aun como en vísperas.
SACRISTÁN.- Puesto me ha miedo el pobre estudiante; yo apostaré que sabe más latín que yo.
LEONARDA.- De ahí le deben de nacer los bríos que tiene; pero no te pese, amigo, de hacer caridad, que vale para todas las cosas.
(Éntranse todos, y sale Leoniso, COMPADRE DE PANCRACIO, y PANCRACIO.)
COMPADRE.- Luego lo vi yo que nos había de faltar la rueda; no hay cochero que no sea temático; si él rodeara un poco y salvara aquel barranco, ya estuviéramos dos leguas de aquí.
PANCRACIO.- A mí no se me da nada; que antes gusto de volverme y pasar esta noche con mi esposa Leonarda, que en la venta; porque la dejé esta tarde casi para espirar, del sentimiento de mi partida.
COMPADRE.- ¡Gran mujer! ¡De buena os ha dado el cielo, señor compadre! Dadle gracias por ello.
PANCRACIO.- Yo se las doy como puedo, y no como debo; no hay Lucrecia que se le llegue, ni Porcia que se le iguale; la honestidad y el recogimiento han hecho en ella su morada.
COMPADRE.- Si la mía no fuera celosa, no tenía yo más que desear. Por esta calle está más cerca mi casa; tomad, compadre, por éstas, y estaréis presto en la vuestra; y veámonos mañana, que no me faltará coche para la jornada. Adiós.
PANCRACIO.- Adiós.
(Éntranse los dos.)
(Vuelven a salir el SACRISTÁN y el BARBERO, con sus guitarras; LEONARDA, CRISTINA y el ESTUDIANTE. Sale el SACRISTÁN con la sotana alzada y ceñida al cuerpo, danzando al son de su misma guitarra; y, a cada cabriola, vaya diciendo estas palabras:)
SACRISTÁN.- ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor!
CRISTINA.- Señor sacristán Reponce, no es éste tiempo de danzar; dése orden en cenar y en las demás cosas, y quédense las danzas para mejor coyuntura.
SACRISTÁN.- ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor!
LEONARDA.- Déjale, Cristina; que en estremo gusto de ver su agilidad.
(Llama PANCRACIO a la puerta, y dice:)
PANCRACIO.- Gente dormida, ¿no oís? ¿Cómo, y tan temprano tenéis atrancada la puerta? Los recatos de mi Leonarda deben de andar por aquí.
LEONARDA.- ¡Ay, desdichada! A la voz y a los golpes, mi marido Pancracio es éste; algo le debe de haber sucedido, pues él se vuelve. Señores, a recogerse a la carbonera: digo al desván, donde está el carbón.Corre, Cristina, y llévalos; que yo entretendré a Pancracio de modo que tengas lugar para todo.
ESTUDIANTE.- ¡Fea noche, amargo rato, mala cena y peor amor!
CRISTINA.- ¡Gentil relente, por cierto! ¡Ea, vengan todos!
PANCRACIO.- ¿Qué diablos es esto? ¿Cómo no me abrís, lirones?
ESTUDIANTE.- Es el toque, que yo no quiero correr la suerte destos señores. Escóndanse ellos donde quisieren, y llévenme a mí al pajar, que, si allí me hallan, antes pareceré pobre que adúltero.
CRISTINA.- Caminen, que se hunde la casa a golpes.
SACRISTÁN.- El alma llevo en los dientes.
BARBERO.- Y yo en los carcañares.
(Éntranse todos y asómase LEONARDA a la ventana.)
LEONARDA.- ¿Quién está ahí? ¿Quién llama?
PANCRACIO.- Tu marido soy, Leonarda mía; ábreme, que ha media hora que estoy rompiendo a golpes estas puertas.
LEONARDA.- En la voz, bien me parece a mí que oigo a mi cepo Pancracio; pero la voz de un gallo se parece a la de otro gallo, y no me aseguro.
PANCRACIO.- ¡Oh recato inaudito de mujer prudente! Que yo soy, vida mía, tu marido Pancracio: ábreme con toda seguridad.
LEONARDA.- Venga acá, yo lo veré agora. ¿Qué hice yo cuando él se partió esta tarde?
PANCRACIO.- Suspiraste, lloraste y al cabo te desmayaste.
LEONARDA.- Verdad; pero, con todo esto, dígame: ¿qué señales tengo yo en uno de mis hombros?
PANCRACIO.- En el izquierdo tienes un lunar del grandor de medio real, con tres cabellos como tres mil hebras de oro.
LEONARDA.- Verdad; pero, ¿cómo se llama la doncella de casa?
PANCRACIO.- ¡Ea, boba, no seas enfadosa, Cristinica se llama! ¿Qué más quieres?
LEONARDA.- ¡Cristinica, Cristinica, tu señor es; ábrele, niña!
CRISTINA.- Ya voy, señora; que él sea muy bien venido.¿Qué es esto, señor de mi alma? ¿Qué acelerada vuelta es ésta?
LEONARDA.- ¡Ay, bien mío! Decídnoslo presto, que el temor de algún mal suceso me tiene ya sin pulsos.
PANCRACIO.- No ha sido otra cosa sino que en un barranco se quebró la rueda del coche, y mi compadre y yo determinamos volvernos, y no pasar la noche en el campo; y mañana buscaremos en qué ir, pues hay tiempo. Pero ¿qué voces hay?
(Dentro, y como de muy lejos, diga el ESTUDIANTE:)
ESTUDIANTE.- ¡Ábranme aquí, señores; que me ahogo!
PANCRACIO.- ¿Es en casa o en la calle?
CRISTINA.- Que me maten si no es el pobre estudiante que encerré en el pajar, para que durmiese esta noche.
PANCRACIO.- ¿Estudiante encerrado en mi casa, y en mi ausencia? ¡Malo! En verdad, señora, que si no me tuviera asegurado vuestra mucha bondad, que me causara algún recelo este encerramiento; pero ve, Cristina, y ábrele, que se le debe de haber caído toda la paja a cuestas.
CRISTINA.- Ya voy.
LEONARDA.- Señor, que es un pobre salamanqueso, que pidió que le acogiésemos esta noche, por amor de Dios, aunque fuese en el pajar; y ya sabes mi condición, que no puedo negar nada de lo que se me pide, y encerrámosle; pero veisle aquí, y mirad cuál sale.
(Sale el ESTUDIANTE y CRISTINA; él lleno de paja las barbas, cabeza y vestido.)
ESTUDIANTE.- Si yo no tuviera tanto miedo, y fuera menos escrupuloso, yo hubiera escusado el peligro de ahogarme en el pajar, y hubiera cenado mejor, y tenido más blanda y menos peligrosa cama.
PANCRACIO.- ¿Y quién os había de dar, amigo, mejor cena y mejor cama?
ESTUDIANTE.- ¿Quién? Mi habilidad, sino que el temor de la justicia me tiene atadas las manos.
PANCRACIO.- ¡Peligrosa habilidad debe de ser la vuestra, pues os teméis de la justicia!
ESTUDIANTE.- La ciencia que aprendí en la Cueva de Salamanca, de donde yo soy natural, si se dejara usar sin miedo de la Santa Inquisición, yo sé que cenara y recenara a costa de mis herederos; y aun quizá no estoy muy fuera de usalla, siquiera por esta vez, donde la necesidad me fuerza y me disculpa; pero no sé yo si estas señoras serán tan secretas como yo lo he sido.
PANCRACIO.- No se cure dellas, amigo, sino haga lo que quisiere, que yo les haré que callen; y ya deseo en todo estremo ver alguna destas cosas que dicen que se aprenden en la Cueva de Salamanca.
ESTUDIANTE.- ¿No se contentará vuesa merced con que le saque aquí dos demonios en figuras humanas, que traigan a cuestas una canasta llena de cosas fiambres y comederas?
LEONARDA.- ¿Demonios en mi casa y en mi presencia? ¡Jesús! Librada sea yo de lo que librarme no sé.
CRISTINA.- Aparte. El mismo diablo tiene el estudiante en el cuerpo: ¡plega a Dios que vaya a buen viento esta parva! Temblándome está el corazón en el pecho.
PANCRACIO.- Ahora bien; si ha de ser sin peligro y sin espantos, yo me holgaré de ver esos señores demonios y a la canasta de las fiambreras; y torno a advertir que las figuras no sean espantosas.
ESTUDIANTE.- Digo que saldrán en figura del sacristán de la parroquia, y en la de un barbero su amigo.
CRISTINA.- ¿Mas que lo dice por el sacristán Riponce y por maese Roque, el barbero de casa? ¡Desdichados dellos, que se han de ver convertidos en diablos! Y dígame, hermano, ¿y éstos han de ser diablos bautizados?
ESTUDIANTE.- ¡Gentil novedad! ¿Adónde diablos hay diablos bautizados, o para qué se han de bautizar los diablos? Aunque podrá ser que éstos lo fuesen, porque no hay regla sin excepción; y apártense, y verán maravillas.
LEONARDA.- Aparte. ¡Ay, sin ventura! Aquí se descose; aquí salen nuestras maldades a plaza; aquí soy muerta.
CRISTINA.- Aparte. ¡Ánimo, señora, que buen corazón quebranta mala ventura!
ESTUDIANTE Vosotros, mezquinos, que en la carbonerahallastes amparo a vuestra desgracia,salid, y en los hombros, con priesa y con gracia,sacad la canasta de la fïambrera;no me incitéis a que de otra maneramás dura os conjure. Salid: ¿qué esperáis?Mirad que si a dicha el salir rehusáis,tendrá mal suceso mi nueva quimera.Hora bien, yo sé cómo me tengo de haber con estos demonicos humanos; quiero entrar allá dentro, y a solas hacer un conjuro tan fuerte, que los haga salir más que de paso; aunque la calidad destos demonios más está en sabellos aconsejar, que en conjurallos.
(Éntrase el ESTUDIANTE.)
PANCRACIO.- Yo digo que si éste sale con lo que ha dicho, que será la cosa más nueva y más rara que se haya visto en el mundo.
LEONARDA.- Sí saldrá, ¿quién lo duda? Pues, ¿habíanos de engañar?
CRISTINA.- Ruido anda allá dentro; yo apostaré que los saca; pero vee aquí do vuelve con los demonios y el apatusco de la canasta.
LEONARDA.- ¡Jesús! ¡Qué parecidos son los de la carga al sacristán Reponce y al barbero de la plazuela!
CRISTINA.- Mira, señora, que donde hay demonios no se ha de decir Jesús.
SACRISTÁN.- Digan lo que quisieren; que nosotros somos como los perros del herrero, que dormimos al son de las martilladas; ninguna cosa nos espanta ni turba.
LEONARDA.- Lléguense a que yo coma de lo que viene de la canasta; no tomen menos.
ESTUDIANTE.- Yo haré la salva y comenzaré por el vino. (Bebe.)
Bueno es: ¿es de Esquivias, señor sacridiablo?
SACRISTÁN.- De Esquivias es, ¡juro a...!
ESTUDIANTE.- Téngase, por vida suya, y no pase adelante. ¡Amiguito soy yo de diablos juradores! Demonico, demonico, aquí no venimos a hacer pecados mortales, sino a pasar una hora de pasatiempo, y cenar, y irnos con Cristo.
CRISTINA.- ¿Y éstos han de cenar con nosotros?
PANCRACIO.- Sí, que los diablos no comen.
BARBERO.- Sí comen algunos, pero no todos; y nosotros somos de los que comen.
CRISTINA.- ¡Ay, señores! Quédense acá los pobres diablos, pues han traído la cena; que sería poca cortesía dejarlos ir muertos de hambre, y parecen diablos muy honrados y muy hombres de bien.
LEONARDA.- Como no nos espanten, y si mi marido gusta, quédense en buen hora.
PANCRACIO.- Queden; que quiero ver lo que nunca he visto.
BARBERO.- Nuestro Señor pague a vuesas mercedes la buena obra, señores míos.
CRISTINA.- ¡Ay, qué bien criados, qué corteses! Nunca medre yo, si todos los diablos son como éstos, si no han de ser mis amigos de aquí adelante.
SACRISTÁN.- Oigan, pues, para que se enamoren de veras.
(Toca el SACRISTÁN, y canta; y ayúdale el BARBERO con el último verso no más.)
SACRISTÁN Oigan los que poco sabenlo que con mi lengua francadigo del bien que en sí tiene
BARBERO La Cueva de Salamanca.
SACRISTÁNOigan lo que dejó escritodella el bachiller Tudancaen el cuero de una yeguaque dicen que fue potranca,en la parte de la pielque confina con el anca,poniendo sobre las nubes
BARBERO La Cueva de Salamanca.
SACRISTÁNEn ella estudian los ricosy los que no tienen blanca,y sale entera y rollizala memoria que está manca.Siéntanse los que allí enseñande alquitrán en una banca,porque estas bombas encierra
BARBERO La Cueva de Salamanca.
SACRISTÁNEn ella se hacen discretoslos moros de la Palanca;y el estudiante más burdociencias de su pecho arranca.A los que estudian en ella,ninguna cosa les manca;viva, pues, siglos eternos
BARBERO La Cueva de Salamanca.
SACRISTÁNY nuestro conjurador,si es, a dicha, de Loranca,tenga en ella cien mil videsde uva tinta y de uva blanca;y al diablo que le acusare,que le den con una tranca,y para el tal jamás sirva
BARBERO La Cueva de Salamanca.
CRISTINA.- Basta: ¿que también los diablos son poetas?
BARBERO.- Y aun todos los poetas son diablos.
PANCRACIO.- Dígame, señor mío, pues los diablos lo saben todo, ¿dónde se inventaron todos estos bailes de las zarabandas, zambapalo y Dello me pesa, con el famoso del nuevo Escarramán?
BARBERO.- ¿Adónde? En el infierno; allí tuvieron su origen y principio.
PANCRACIO.- Yo así lo creo.
LEONARDA.- Pues, en verdad, que tengo yo mis puntas y collar escarramanesco; sino que por mi honestidad, y por guardar el decoro a quien soy, no me atrevo a bailarle.
SACRISTÁN.- Con cuatro mudanzas que yo le enseñase a vuesa merced cada día, en una semana saldría única en el baile; que sé que le falta bien poco.
ESTUDIANTE.- Todo se andará; por agora, entrémonos a cenar, que es lo que importa.
PANCRACIO.- Entremos; que quiero averiguar si los diablos comen o no, con otras cien mil cosas que dellos cuentan; y, por Dios, que no han de salir de mi casa hasta que me dejen enseñado en la ciencia y ciencias que se enseñan en La Cueva de Salamanca.
Entremés del Viejo celoso
Salen DOÑA LORENZA y CRISTINA, su criada, y HORTIGOSA, su vecina.
DOÑA LORENZA.- Milagro ha sido éste, señora Hortigosa, el no haber dado la vuelta a la llave mi duelo, mi yugo y mi desesperación. Éste es el primero día, después que me casé con él, que hablo con persona de fuera de casa; que fuera le vea yo desta vida a él y a quien con él me casó.
HORTIGOSA.- Ande, mi señora doña Lorenza, no se queje tanto; que con una caldera vieja se compra otra nueva.
DOÑA LORENZA.- Y aun con esos y otros semejantes villancicos o refranes me engañaron a mí; que malditos sean sus dineros, fuera de las cruces; malditas sus joyas, malditas sus galas, y maldito todo cuanto me da y promete. ¿De qué me sirve a mí todo aquesto, si en mitad de la riqueza estoy pobre, y en medio de la abundancia con hambre?
CRISTINA.- En verdad, señora tía, que tienes razón; que más quisiera yo andar con un trapo atrás y otro adelante, y tener un marido mozo, que verme casada y enlodada con ese viejo podrido que tomaste por esposo.
DOÑA LORENZA.- ¿Yo le tomé, sobrina? A la fe, diómele quien pudo; y yo, como muchacha, fui más presta al obedecer que al contradecir; pero, si yo tuviera tanta experiencia destas cosas, antes me tarazara la lengua con los dientes que pronunciar aquel sí, que se pronuncia con dos letras y da que llorar dos mil años; pero yo imagino que no fue otra cosa sino que había de ser ésta, y que, las que han de suceder forzosamente, no hay prevención ni diligencia humana que las prevenga.
CRISTINA.- ¡Jesús y del mal viejo! Toda la noche: «Daca el orinal, toma el orinal; levántate, Cristinica, y caliéntame unos paños, que me muero de la ijada; dame aquellos juncos, que me fatiga la piedra». Con más ungüentos y medicinas en el aposento que si fuera una botica; y yo, que apenas sé vestirme, tengo de servirle de enfermera. ¡Pux, pux, pux, viejo clueco, tan potroso como celoso, y el más celoso del mundo!
DOÑA LORENZA.- Dice la verdad mi sobrina.
CRISTINA.- ¡Pluguiera a Dios que nunca yo la dijera en esto!
HORTIGOSA.- Ahora bien, señora doña Lorenza, vuesa merced haga lo que le tengo aconsejado, y verá cómo se halla muy bien con mi consejo. El mozo es como un ginjo verde; quiere bien, sabe callar y agradecer lo que por él se hace; y, pues los celos y el recato del viejo no nos dan lugar a demandas ni a respuestas, resolución y buen ánimo: que, por la orden que hemos dado, yo le pondré al galán en su aposento de vuesa merced y le sacaré, si bien tuviese el viejo más ojos que Argos y viese más que un zahorí, que dicen que vee siete estados debajo de la tierra.
DOÑA LORENZA.- Como soy primeriza, estoy temerosa, y no querría, a trueco del gusto, poner a riesgo la honra.
CRISTINA.-Eso me parece, señora tía, a lo del cantar de Gómez Arias: Señor Gómez Arias,doleos de mí;soy niña y muchacha,nunca en tal me vi.
DOÑA LORENZA.- Algún espíritu malo debe de hablar en ti, sobrina, según las cosas que dices.
CRISTINA.- Yo no sé quién habla; pero yo sé que haría todo aquello que la señora Hortigosa ha dicho, sin faltar punto.
DOÑA LORENZA.- ¿Y la honra, sobrina?
CRISTINA.- ¿Y el holgarnos, tía?
DOÑA LORENZA.- ¿Y si se sabe?
CRISTINA.- ¿Y si no se sabe?
DOÑA LORENZA.- ¿Y quién me asegurará a mí que no se sepa?
HORTIGOSA.- ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.
CRISTINA.- Mire, señora Hortigosa, tráyanosle galán, limpio, desenvuelto, un poco atrevido, y, sobre todo, mozo.
HORTIGOSA.- Todas esas partes tiene el que he propuesto, y otras dos más: que es rico y liberal.
DOÑA LORENZA.- Que no quiero riquezas, señora Hortigosa; que me sobran las joyas, y me ponen en confusión las diferencias de colores de mis muchos vestidos; hasta eso no tengo que desear, que Dios le dé salud a Cañizares: más vestida me tiene que un palmito, y con más joyas que la vedriera de un platero rico. No me clavara él las ventanas, cerrara las puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara della los gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón; que, a trueco de que no hiciera esto, y otras cosas no vistas en materia de recato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes.
HORTIGOSA.- ¿Que tan celoso es?
DOÑA LORENZA.- Digo que le vendían el otro día una tapicería a bonísimo precio, y por ser de figuras no la quiso, y compró otra de verduras por mayor precio, aunque no era tan buena. Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle, y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las esconde de noche.
CRISTINA.- Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las faldas de la camisa.
DOÑA LORENZA.- No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le he visto ni sentido que tenga llave alguna.
CRISTINA.- Y más, que toda la noche anda como trasgo por toda la casa; y si acaso dan alguna música en la calle, les tira de pedradas porque se vayan: es un malo, es un brujo; es un viejo, que no tengo más que decir.
DOÑA LORENZA.- Señora Hortigosa, váyase, no venga el gruñidor y la halle conmigo, que sería echarlo a perder todo; y lo que ha de hacer, hágalo luego; que estoy tan aburrida, que no me falta sino echarme una soga al cuello, por salir de tan mala vida.
HORTIGOSA.- Quizá con esta que ahora se comenzará, se le quitará toda esa mala gana y le vendrá otra más saludable y que más la contente.
CRISTINA.- Así suceda, aunque me costase a mí un dedo de la mano: que quiero mucho a mi señora tía, y me muero de verla tan pensativa y angustiada en poder deste viejo y reviejo, y más que viejo; y no me puedo hartar de decille viejo.
DOÑA LORENZA.- Pues en verdad que te quiere bien, Cristina.
CRISTINA.- ¿Deja por eso de ser viejo? Cuanto más, que yo he oído decir que siempre los viejos son amigos de niñas.
HORTIGOSA.- Así es la verdad, Cristina, y adiós, que, en acabando de comer, doy la vuelta. Vuesa merced esté muy en lo que dejamos concertado, y verá cómo salimos y entramos bien en ello.
CRISTINA.- Señora Hortigosa, hágame merced de traerme a mí un frailecico pequeñito, con quien yo me huelgue.
HORTIGOSA.- Yo se le traeré a la niña pintado.
CRISTINA.- ¡Que no le quiero pintado, sino vivo, vivo, chiquito como unas perlas!
DOÑA LORENZA.- ¿Y si lo vee tío?
CRISTINA.- Diréle yo que es un duende, y tendrá dél miedo, y holgaréme yo.
HORTIGOSA.- Digo que yo le trairé, y adiós.
(Vase HORTIGOSA.)
CRISTINA.- Mire, tía: si Hortigosa trae al galán y a mi frailecico, y si señor los viere, no tenemos más que hacer sino cogerle entre todos y ahogarle, y echarle en el pozo o enterrarle en la caballeriza.
DOÑA LORENZA.- Tal eres tú, que creo lo harías mejor que lo dices.
CRISTINA.- Pues no sea el viejo celoso, y déjenos vivir en paz, pues no le hacemos mal alguno, y vivimos como unas santas.
(Éntranse.)
(Entran CAÑIZARES, viejo, y un COMPADRE suyo.)
CAÑIZARES.- Señor compadre, señor compadre: el setentón que se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea posible. Apenas me casé con doña Lorencica, pensando tener en ella compañía y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera, y me cerrase los ojos al tiempo de mi muerte, cuando me embistieron una turbamulta de trabajos y desasosiegos; tenía casa, y busqué casar; estaba posado, y desposéme.
COMPADRE.- Compadre, error fue, pero no muy grande; porque, según el dicho del Apóstol, mejor es casarse que abrasarse.
CAÑIZARES.- ¡Que no había que abrasar en mí, señor compadre, que con la menor llamarada quedara hecho ceniza! Compañía quise, compañía busqué, compañía hallé, pero Dios lo remedie, por quién Él es.
COMPADRE.- ¿Tiene celos, señor compadre?
CAÑIZARES.- Del sol que mira a Lorencita, del aire que le toca, de las faldas que la vapulan.
COMPADRE.- ¿Dale ocasión?
CAÑIZARES.- Ni por pienso, ni tiene por qué, ni cómo, ni cuándo, ni adónde: las ventanas, amén de estar con llave, las guarnecen rejas y celosías; las puertas jamás se abren; vecina no atraviesa mis umbrales, ni los atravesará mientras Dios me diere vida. Mirad, compadre: no les vienen los malos aires a las mujeres de ir a los jubileos ni a las procesiones, ni a todos los actos de regocijos públicos; donde ellas se mancan, donde ellas se estropean y adonde ellas se dañan, es en casa de las vecinas y de las amigas; más maldades encubre una mala amiga, que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su casa y más se concluyen, que en una semblea.
COMPADRE.- Yo así lo creo; pero si la señora doña Lorenza no sale de casa, ni nadie entra en la suya, ¿de qué vive descontento mi compadre?
CAÑIZARES.- De que no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo que le falta; que será un mal caso, y tan malo, que en sólo pensallo le temo, y de temerle me desespero, y de desesperarme vivo con disgusto.
COMPADRE.- Y con razón se puede tener ese temer, porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos del matrimonio.
CAÑIZARES.- La mía los goza doblados.
COMPADRE.- Ahí está el daño, señor compadre.CAÑIZARES.- No, no, ni por pienso; porque es más simple Lorencica que una paloma, y hasta agora no entiende nada desas filaterías; y adiós, señor compadre, que me quiero entrar en casa.
COMPADRE.- Yo quiero entrar allá, y ver a mi señora doña Lorenza.
CAÑIZARES.- Habéis de saber, compadre, que los antiguos latinos usaban de un refrán, que decía: Amicus usque ad aras, que quiere decir: «El amigo, hasta el altar»; infiriendo que el amigo ha de hacer por su amigo todo aquello que no fuere contra Dios; y yo digo que mi amigo, usque ad portam, hasta la puerta; que ninguno ha de pasar mis quicios; y adiós, señor compadre, y perdóneme.
(Éntrase CAÑIZARES.)
COMPADRE.- En mi vida he visto hombre más recatado, ni más celoso, ni más impertinente; pero éste es de aquellos que traen la soga arrastrando, y de los que siempre vienen a morir del mal que temen.
(Éntrase el COMPADRE.)
(Salen DOÑA LORENZA y CRISTINICA.)
CRISTINA.- Tía, mucho tarda tío, y más tarda Hortigosa.DOÑA LORENZA.- Mas, que nunca él acá viniese, ni ella tampoco; porque él me enfada y ella me tiene confusa.
CRISTINA.- Todo es probar, señora tía; y, cuando no saliere bien, darle del codo.
DOÑA LORENZA.- ¡Ay, sobrina! Que estas cosas, o yo sé poco o sé que todo el daño está en probarlas.
CRISTINA.- A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que, si yo fuera de su edad, que no me espantaran hombres armados.
DOÑA LORENZA.- Otra vez torno a decir, y diré cien mil veces, que Satanás habla en tu boca; mas ¡ay! ¿Cómo se ha entrado señor?
CRISTINA.- Debe de haber abierto con la llave maestra.
DOÑA LORENZA.- Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus llaves.
(Entra CAÑIZARES.)
CAÑIZARES.- ¿Con quién hablábades, doña Lorenza?
DOÑA LORENZA.- Con Cristinica hablaba.
CAÑIZARES.- Miradlo bien, doña Lorenza.
DOÑA LORENZA.- Digo que hablaba con Cristinica: ¿con quién había de hablar? ¿Tengo yo, por ventura, con quién?
CAÑIZARES.- No querría que tuviésedes algún soliloquio con vos misma, que redundase en mi perjuicio.
DOÑA LORENZA.- Ni entiendo esos circunloquios que decís, ni aun los quiero entender; y tengamos la fiesta en paz.
CAÑIZARES.- Ni aun las vísperas no querría yo tener en guerra con vos; pero, ¿quién llama a aquella puerta con tanta priesa? Mira, Cristinica, quien es, y, si es pobre, dale limosna y despídele.
CRISTINA.- ¿Quién está ahí?
HORTIGOSA.- La vecina Hortigosa es, señora Cristina.
CAÑIZARES.- ¿Hortigosa y vecina? Dios sea conmigo.Pregúntale, Cristina, lo que quiere, y dáselo, con condición que no atraviese esos umbrales.
CRISTINA.- ¿Y qué quiere, señora vecina?
CAÑIZARES.- El nombre de vecina me turba y sobresalta; llámala por su proprio nombre, Cristina.
CRISTINA.- Responda: y ¿qué quiere, señora Hortigosa?
HORTIGOSA.- Al señor Cañizares quiero suplicar un poco, en que me va la honra, la vida y el alma.
CAÑIZARES.- Decidle, sobrina, a esa señora, que a mí me va todo eso y más en que no entre acá dentro.
DOÑA LORENZA.- ¡Jesús, y qué condición tan extravagante! ¿Aquí no estoy delante de vos? ¿Hanme de comer de ojo? ¿Hanme de llevar por los aires?
CAÑIZARES.- ¡Entre con cien mil Bercebuyes, pues vos lo queréis!
CRISTINA.- Entre, señora vecina.
CAÑIZARES.- ¡Nombre fatal para mí es el de vecina!
(Entra HORTIGOSA, y trai un guadamecí y en las pieles de las cuatro esquinas han de venir pintados
Rodamonte, Mandricardo, Rugero y Gradaso; y Rodamonte venga pintado como arrebozado.)
HORTIGOSA.- Señor mío de mi alma, movida y incitada de la buena fama de vuesa merced, de su gran caridad y de sus muchas limosnas, me he atrevido de venir a suplicar a vuesa merced me haga tanta merced, caridad y limosna y buena obra de comprarme este guadamecí, porque tengo un hijo preso por unas heridas que dio a un tundidor, y ha mandado la justicia que declare el cirujano, y no tengo con qué pagalle, y corre peligro no le echen otros embargos, que podrían ser muchos, a causa que es muy travieso mi hijo; y querría echarle hoy o mañana, si fuese posible, de la cárcel. La obra es buena, el guadamecí nuevo, y, con todo eso, le daré por lo que vuesa merced quisiere darme por él, que en más está la monta, y como esas cosas he perdido yo en esta vida. Tenga vuesa merced desa punta, señora mía, y descojámosle, porque no vea el señor Cañizares que hay engaño en mis palabras; alce más, señora mía, y mire cómo es bueno de caída, y las pinturas de los cuadros parece que están vivas.
(Al alzar y mostrar el guadamecí, entra por detrás dél un GALÁN; y, como CAÑIZARES vee los retratos, dice:)
CAÑIZARES.- ¡Oh, qué lindo Rodamonte! ¿Y qué quiere el señor rebozadito en mi casa? Aun si supiese que tan amigo soy yo destas cosas y destos rebocitos, espantarse ía.
CRISTINA.- Señor tío, yo no sé nada de rebozados; y si él ha entrado en casa, la señora Hortigosa tiene la culpa; que a mí, el diablo me lleve si dije ni hice nada para que él entrase; no, en mi conciencia, aun el diablo sería si mi señor tío me echase a mí la culpa de su entrada.
CAÑIZARES.- Ya yo lo veo, sobrina, que la señora Hortigosa tiene la culpa; pero no hay de qué maravillarme, porque ella no sabe mi condición, ni cuán enemigo soy de aquestas pinturas.
DOÑA LORENZA.- Por las pinturas lo dice, Cristinica, y no por otra cosa.
CRISTINA.- Pues por esas digo yo. ¡Ay, Dios sea conmigo! Vuelto se me ha el ánima al cuerpo, que ya andaba por los aires.
DOÑA LORENZA.- ¡Quemado vea yo ese pico de once varas! En fin, quien con muchachos se acuesta, etc.
CRISTINA.- ¡Ay, desgraciada, y en qué peligro pudiera haber puesto toda esta baraja!
CAÑIZARES.- Señora Hortigosa, yo no soy amigo de figuras rebozadas ni por rebozar; tome este doblón, con el cual podrá remediar su necesidad, y váyase de mi casa lo más presto que pudiere, y ha de ser luego, y llévese su guadamecí.
HORTIGOSA.- Viva vuesa merced más años que Matute el de Jerusalén, en vida de mi señora doña... no sé cómo se llama, a quien suplico me mande, que la serviré de noche y de día, con la vida y con el alma, que la debe de tener ella como la de una tortolica simple.
CAÑIZARES.- Señora Hortigosa, abrevie y váyase, y no se esté agora juzgando almas ajenas.
HORTIGOSA.- Si vuesa merced hubiere menester algún pegadillo para la madre, téngolos milagrosos; y, si para mal de muelas, sé unas palabras que quitan el dolor como con la mano.
CAÑIZARES.- Abrevie, señora Hortigosa, que doña Lorenza, ni tiene madre, ni dolor de muelas; que todas las tiene sanas y enteras, que en su vida se ha sacado muela alguna.
HORTIGOSA.- Ella se las sacará, placiendo al cielo, porque le dará muchos años de vida; y la vejez es la total destruición de la dentadura.
CAÑIZARES.- ¡Aquí de Dios! ¿Que no será posible que me deje esta vecina? ¡Hortigosa, o diablo, o vecina, o lo que eres, vete con Dios y déjame en mi casa!
HORTIGOSA.- Justa es la demanda, y vuesa merced no se enoje, que ya me voy.
(Vase HORTIGOSA.)
CAÑIZARES.- ¡Oh vecinas, vecinas! Escaldado quedo aun de las buenas palabras desta vecina, por haber salido por boca de vecina.
DOÑA LORENZA.- Digo que tenéis condición de bárbaro y de salvaje; y ¿qué ha dicho esta vecina para que quedéis con la ojeriza contra ella? Todas vuestras buenas obras las hacéis en pecado mortal: dístesle dos docenas de reales, acompañados con otras dos docenas de injurias, ¡boca de lobo, lengua de escorpión y silo de malicias!
CAÑIZARES.- No, no, a mal viento va esta parva; no me parece bien que volváis tanto por vuestra vecina.
CRISTINA.- Señora tía, éntrese allí dentro y desenójese, y deje a tío, que parece que está enojado.
DOÑA LORENZA.- Así lo haré, sobrina; y aun quizá no me verá la cara en estas dos horas; y a fe que yo se la dé a beber, por más que la rehúse.
(Éntrase DOÑA LORENZA.)
CRISTINA.- Tío, ¿no ve cómo ha cerrado de golpe? Y creo que va a buscar una tranca para asegurar la puerta.
(DOÑA LORENZA, por dentro.)
DOÑA LORENZA.- ¿Cristinica? ¿Cristinica?
CRISTINA.- ¿Qué quiere, tía?
DOÑA LORENZA.- ¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¿Está loca, tía?
DOÑA LORENZA.- No estoy sino en todo mi juicio; y en verdad que, si le vieses, que se te alegrase el alma.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Ríñala, tío, porque no se atreva, ni aun burlando, a decir deshonestidades.
CAÑIZARES.- ¿Bobear, Lorenza? Pues a fe que no estoy yo de gracia para sufrir esas burlas.
DOÑA LORENZA.- Que no son sino veras, y tan veras, que en este género no pueden ser mayores.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Y dígame, tía, ¿está ahí también mi frailecito?
DOÑA LORENZA.- No, sobrina; pero otra vez vendrá si quiere Hortigosa, la vecina.
CAÑIZARES.- Lorenza, di lo que quisieres, pero no tomes en tu boca el nombre de vecina, que me tiemblan las carnes en oírle.
DOÑA LORENZA.- También me tiemblan a mí por amor de la vecina.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
DOÑA LORENZA.- Ahora echo de ver quién eres, viejo maldito; que hasta aquí he vivido engañada contigo.
CRISTINA.- Ríñala, tío, ríñala, tío; que se desvergüenza mucho.
DOÑA LORENZA.- Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado.
CRISTINA.- ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Despedácela, tío.
CAÑIZARES.- No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre.
DOÑA LORENZA.- No hay para qué: vela aquí abierta; entre, y verá como es verdad cuanto le he dicho.CAÑIZARES.- Aunque sé que te burlas, sí entraré para desenojarte.
(Al entrar CAÑIZARES, danle con una bacía de agua en los ojos; él vase a limpiar; acuden sobre él CRISTINA y DOÑA LORENZA, y en este ínterim sale el galán y vase.)
CAÑIZARES.- ¡Por Dios, que por poco me cegaras, Lorenza! Al diablo se dan las burlas que se arremeten a los ojos.
DOÑA LORENZA.- ¡Mirad con quién me casó mi suerte, sino con el hombre más malicioso del mundo! ¡Mirad cómo dio crédito a mis mentiras, por su ..., fundadas en materia de celos, que menoscabada y asendereada sea mi ventura! Pagad vosotros, cabellos, las deudas deste viejo; llorad vosotros, ojos, las culpas deste maldito; mirad en lo que tiene mi honra y mi crédito, pues de las sospechas hace certezas, de las mentiras verdades, de las burlas veras y de los entretenimientos maldiciones. ¡Ay, que se me arranca el alma!
CRISTINA.- Tía, no dé tantas voces, que se juntará la vecindad.
(De dentro.)
JUSTICIA.- ¡Abran esas puertas! Abran luego; si no, echarélas en el suelo.
DOÑA LORENZA.- Abre, Cristinica, y sepa todo el mundo mi inocencia y la maldad deste viejo.
CAÑIZARES.- ¡Vive Dios, que creí que te burlabas! ¡Lorenza, calla!
(Entran el ALGUACIL y los músicos, y el BAILARÍN y HORTIGOSA.)
ALGUACIL.- ¿Qué es esto? ¿Qué pendencia es ésta? ¿Quién daba aquí voces?
CAÑIZARES.- Señor, no es nada; pendencias son entre marido y mujer, que luego se pasan.
MÚSICO.- ¡Por Dios, que estábamos mis compañeros y yo, que somos músicos, aquí pared y medio, en un desposorio, y a las voces hemos acudido, con no pequeño sobresalto, pensando que era otra cosa.
HORTIGOSA.- Y yo también, en mi ánima pecadora.
CAÑIZARES.- Pues en verdad, señora Hortigosa, que si no fuera por ella, que no hubiera sucedido nada de lo sucedido.
HORTIGOSA.- Mis pecados lo habrán hecho; que soy tan desdichada, que, sin saber por dónde ni por dónde no, se me echan a mí las culpas que otros cometen.
CAÑIZARES.- Señores, vuesas mercedes todos se vuelvan norabuena, que yo les agradezco su buen deseo; que ya yo y mi esposa quedamos en paz.
DOÑA LORENZA.- Sí quedaré, como le pida primero perdón a la vecina, si alguna cosa mala pensó contra ella.
CAÑIZARES.- Si a todas las vecinas de quien yo pienso mal hubiese de pedir perdón, sería nunca acabar; pero, con todo eso, yo se le pido a la señora Hortigosa.
HORTIGOSA.- Y yo le otorgo para aquí y para delante de Pero García.
MÚSICO.- Pues, en verdad, que no habemos de haber venido en balde: toquen mis compañeros, y baile el bailarín, y regocíjense las paces con esta canción.
CAÑIZARES.- Señores, no quiero música: yo la doy por recebida.
MÚSICO.-Pues aunque no la quiera. El agua de por San Juanquita vino y no da pan.Las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan. Llover el trigo en las eras,las viñas estando en cierne,no hay labrador que gobiernebien sus cubas y paneras; mas las riñas más de veras,si suceden por San Juan
todo el año paz nos dan.
(Baila.)
Por la canícula ardienteestá la cólera a punto;pero, pasando aquel punto,menos activa se siente. Y así, el que dice no miente,que las riñas por San Juan
todo el año paz nos dan.
(Baila.)
Las riñas de los casadoscomo aquesta siempre sean,para que después se vean,sin pensar regocijados. Sol que sale tras nublados,es contento tras afán:
las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan.
CAÑIZARES.- Porque vean vuesas mercedes las revueltas y vueltas en que me ha puesto una vecina, y si tengo razón de estar mal con las vecinas.
DOÑA LORENZA.- Aunque mi esposo está mal con las vecinas, yo beso a vuesas mercedes las manos, señoras vecinas.
CRISTINA.- Y yo también; mas si mi vecina me hubiera traído mi frailecico, yo la tuviera por mejor vecina; y adiós, señoras vecinas.
Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
Epitafio
Redondilla castellana
Cuatro redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad
La elegía que, en nombre de todo el estudio, el sobredicho Cervantes compuso, dirigida al Ilustrísimo y Reverendísimo Cardenal don Diego de Espinosa, etc., en la cual con bien elegante estilo se ponen cosas dignas de memoria
Soneto de Miguel de Cervantes, gentilhombre español, en loor del autor
Del mismo, en alabanza de la presente obra
De Miguel de Cervantes, captivo, a M. Vázquez, mi señor
Al señor Antonio Veneziani
Soneto de Miguel de Cervantes al autor
Soneto de Miguel de Cervantes
Redondillas de Miguel de Cervantes al hábito de Fray Pedro de Padilla
Miguel de Cervantes a Fray Pedro de Padilla
Soneto al mismo santo, de Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes en loor del autor y de su obra
Del mismo al mismo
De Miguel de Cervantes, soneto
De Miguel de Cervantes, soneto
Al dotor Francisco Díaz, de Miguel de Cervantes, soneto
Canción nacida de las varias nuevas que han venido de la católica armada que fue sobre Inglaterra, de Miguel de Cervantes Saavedra
Del mismo, canción segunda, de la pérdida de la armada que fue a Inglaterra
De Miguel Cervantes, glosa
De Miguel de Cervantes Saavedra, soneto
El capitán Becerra vino a Sevilla a enseñar lo que habían de hacer los soldados, y a esto y a la entrada del duque de Medina en Cádiz hizo Cervantes este soneto
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
Unas décimas que compuso Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes
Miguel de Cervantes, autor de Don Quixote: «Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera; y, para entender el primer cuarteto, advierto que él celebraba en sus versos a una señora debajo deste nombre de Luz. Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
Miguel de Cervantes a don Diego de Mendoza y a su fama
Miguel de Cervantes, al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Soneto a don Diego Rosel y Fuenllana, inventor de nuevos artes, hecho por Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes, a los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús
De Miguel de Cervantes Saavedra
De Miguel de Cervantes Saavedra, a la señora doña Alfonsa González, monja profesa en el monasterio de Nuestra Señora de Constantinopla, en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
A un valentón
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
Busco en la muerte la vida
Ovillejos
Serenísima reina, en quien se halla
lo que Dios pudo dar a un ser humano;amparo universal del ser cristiano,de quien la santa fama nunca calla; arma feliz, de cuya fina malla 5se viste el gran Felipe soberano,ínclito rey del ancho suelo hispanoa quien Fortuna y Mundo se avasalla: ¿cuál ingenio podría aventurarsea pregonar el bien que estás mostrando, 10si ya en divino viese convertirse? Que, en ser mortal, habrá de acobardarse,y así, le va mejor sentir callandoaquello que es difícil de decirse.
Aquí el valor de la española tierra,
aquí la flor de la francesa gente,aquí quien concordó lo diferente,de oliva coronando aquella guerra; aquí en pequeño espacio veis se encierra 5nuestro claro lucero de occidente;aquí yace enterrada la excelentecausa que nuestro bien todo destierra. Mirad quién es el mundo y su pujanza,y cómo, de la más alegre vida, 10la muerte lleva siempre la victoria; también mirad la bienaventuranzaque goza nuestra reina esclarescidaen el eterno reino de la gloria.
Cuando dejaba la Guerra
libre nuestro hispano suelo,con un repentino vuelola mejor flor de la tierrafue trasplantada en el cielo; 5 y, al cortarla de su rama,el mortífero accidentefue tan oculto a la gentecomo el que no ve la llamahasta que quemar se siente. 10
Cuando un estado dichoso
esperaba nuestra suerte,bien como ladrón famosovino la invencible muertea robar nuestro reposo; 5 y metió tanto la manoaqueste fiero tirano,por orden del alto cielo,que nos llevó deste sueloel valor del ser humano. 10
¡Cuán amarga es tu memoria,oh dura y terrible faz!Pero en aquesta victoria,si llevaste nuestra paz,fue para dalle más gloria; 15 y, aunqu'el dolor nos desvela,una cosa nos consuela:ver que al reino soberanoha dado un vuelo tempranonuestra muy cara Isabela. 20
Una alma tan limpia y bella,tan enemiga de engaños,¿qué pudo merecer ella,para que en tan tiernos añosdejase el mundo de vella? 25 Dirás, Muerte, en quien se encierrala causa de nuestra guerra,para nuestro desconsuelo,que cosas que son del cielono las merece la tierra. 30
Tanto de punto subisteen el amor que mostraste,que, ya que al cielo te fuiste,en la tierra nos dejastelas prendas que más quesiste. 35 ¡Oh Isabela Eugenia Clara,Catalina, a todos cara,claros luceros las dos,no quiera y permita Diosse os muestre Fortuna avara! 40
¿A quién irá mi doloroso canto,
o en cúya oreja sonará su acento,que no deshaga el corazón en llanto? A ti, gran cardenal, yo le presento,pues vemos te ha cabido tanta parte 5del hado secutivo vïolento. Aquí verás qu'el bien no tiene parte:todo es dolor, tristeza y desconsuelolo que en mi triste canto se reparte. ¿Quién dijera, señor, que un solo vuelo 10de una ánima beata al alta cumbrepusiera en confusión al bajo suelo? Mas, ¡ay!, que yace muerta nuestra lumbre:el alma goza de perpetua gloria,y el cuerpo de terrena pesadumbre. 15 No se pase, señor, de tu memoriacómo en un punto la invincible muertelleva de nuestras vidas la victoria. Al tiempo que esperaba nuestra suertepoderse mejorar, la sancta mano 20mostró por nuestro mal su furia fuerte. Entristeció a la tierra su verano,secó su paraíso fresco y tierno,el ornato añubló del ser cristiano. Volvió la primavera en frío invierno, 25trocó en pesar su gusto y alegría,tornó de arriba abajo su gobierno. Pasóse ya aquel ser que ser solíaa nuestra obscuridad claro lucero,sosiego del antigua tiranía. 30 A más andar el término postrerollegó, que dividió con furia insanadel alma sancta el corazón sincero. Cuanto ya nos venía la tempranadulce fruta del árbol deseado, 35vino sobre él la frígida mañana. Quien detuvo el poder de Marte airadoque no pasase más el alto monte,con prisiones de nieve aherrojado, no pisará ya más nuestro horizonte, 40que a los campos Elíseos es llevadasin ver la obscura barca de Caronte. A ti, fiel pastor de la manadaseguntina, es justo y te convienealigerarnos carga tan pesada. 45 Mira el dolor que el gran Filipo tiene:allí tu discreción muestre el altezaque en tu divino ingenio se contiene. Bien sé que le dirás que a la bajezade nuestra humanidad es cosa cierta 50no tener solo un punto de firmeza, y que, si yace su esperanza muertay el dolor vida y alma le lastima,que a do la cierra, Dios abre otra puerta. Mas, ¿qué consuelo habrá, señor, que oprima 55algún tanto sus lágrimas cansadassi una prenda perdió de tanta estima? Y más si considera las amadasprendas que le dejó en la dulce viday con su amarga muerte lastimadas. 60 Alma bella, del cielo merescida,mira cuál queda el miserable suelosin la luz de tu vista esclarescida: verás que en árbor verde no hace vueloel ave más alegre, antes ofresce 65en su amoroso canto triste duelo. Contino en grave llanto se anocheceel triste día que te imaginamoscon aquella virtud que no perece; mas deste imaginar nos consolamos 70en ver que merescieron tus deseosque goces ya del bien que deseamos. Acá nos quedarán por tus trofeostu cristiandad, valor y gracia estraña,de alma sancta sanctísimos arreos. 75 De hoy más, la sola y afligida España,cuando más sus clamores levantareal summo Hacedor y alta compaña, cuando más por salud le importunareal término postrero que perezca 80y en el último trance se hallare, sólo podrá pedirle que le ofrezcaotra paz, otro amparo, otra venturaqu'en obras y virtudes le parezca. El vano confiar y la hermosura, 85¿de qué nos sirve si en pequeño instantedamos en manos de la sepultura? Aquel firme esperar sancto y constante,que concede a la fe su cierto asientoy a la querida hermana ir adelante, 90 adonde mora Dios en su aposentonos puede dar lugar dulce y sabroso,libre de tempestad y humano viento. Aquí, señor, el último reposono puede perturbarse, ni la vida 95temer más otro trance doloroso; aquí con nuevo ser es conducidaentre las almas del inmenso coronuestra Isabela, reina esclarescida; con tal sinceridad guardó el decoro, 100do al precepto divino más se aspira,que meresce gozar de tal tesoro. ¡Ay muerte!, ¿contra quién tu amarga iraquesiste ejecutar para templarmecon profundo dolor mi triste lira? 105 Si nos cansáis, señor, ya descucharme,anudaré de nuevo el roto hilo,que la ocasión es tal que ha d'esforzarme; lágrimas pediré al corriente Nilo,un nuevo corazón al alto cielo, 110y a las más tristes musas triste estilo. Diré que al duro mal, al grave dueloque a España en brazos de la muerte tiene,no quiso Dios dejarle sin consuelo: dejóle al gran Filipo, que sostiene, 115cual firme basa al alto firmamento,el bien o desventura que le viene. De aquesto, vos lleváis el vencimiento,pues deja en vuestros hombros él la cargadel cielo y de la tierra, y pensamiento. 120 La vida que en la vuestra ansí se encargamuy bien puede vivir leda y segura,pues de tanto cuidado se descarga; gozando, como goza, tal venturael gran señor del ancho suelo hispano, 125su mal es menos y nuestra desventura. Si el ánimo real, si el soberanotesoro le robó en un solo díala muerte airada con esquiva mano, regalos son qu'el summo Dios envía 130a aquél que ya le tiene aparejadosublime asiento en l'alta jerarquía. Quien goza quïetud siempre en su estado,y el efecto le acude a la esperanzay a lo que quiere nada le es trocado, 135 argúyese que poca confianzase puede tener d'él que goce y veacon claros ojos bienaventuranza. Cuando más favorable el mundo sea,cuando nos ría el bien todo delante 140y venga al corazón lo que desea, tiénese de esperar que en un instantedará con ello la Fortuna en tierra,que no fue ni será jamás constante. Y aquel que no ha gustado de la guerra, 145a do se aflige el cuerpo y la memoria,paresce Dios del cielo le destierra, porque no se coronan en la gloriasi no es los capitanes valerososque llevan de sí mesmos la victoria. 150 Los amargos sospiros dolorosos,las lágrimas sin cuento que ha vertidoquien nos puede su vista hacer dichosos, el perder a su hijo tan querido,aquel mirarse y verse cuál se halla 155de todo su placer desposeído, ¿qué se puede decir sino batallaadonde l'hemos visto siempre armadocon la paciencia, qu'es muy fina malla? Del alto cielo ha sido consolado 160con concederle acá vuestra persona,que mira por su honra y por su estado. De aquí saldrá a gozar de una coronamás rica, más preciosa y muy más claraque la que ciñe al hijo de Latona. 165 Con él vuestra virtud, al mundo rara,se tiene de estender de gente en gente,sin poderlo estorbar Fortuna avara; resonará el valor tan excelenteque os ciñe, cubre, ampara y os rodea, 170de donde sale el sol hasta occidente, y allá en el alto alcázar do paseaen mil contentos nuestra reina amada,si puede desear, sólo desea que sea por mil siglos levantada 175vuestra grandeza, pues que se engrandeceel valor de su prenda deseada, que en vuestro poderío se parescedel católico rey la summa alteza,que desde un polo al otro resplandesce. 180 De hoy más, deje del llanto la fierezael afligida España, levantandocon verde lauro ornada la cabeza, que, mientra fuere el cielo mejorandodel soberano rey la larga vida, 185no es bien que se consuma lamentando; y, en tanto que arribare a la subidade la inmortalidad vuestra alma pura,no se entregue al dolor tan de corrida; y más, qu'el grave rostro de hermosura, 190por cuya ausencia vive sin consuelo,goza de Dios en la celeste altura. ¡Oh trueco glorïoso, oh sancto celo,pues con gozar la tierra has merecidotender tus pasos por el alto cielo! 195 Con esto cese el canto dolorido,magnánimo señor, que, por mal diestro,queda tan temeroso y tan corridocuanto yo quedo, gran señor, por vuestro.
¡Oh cuán claras señales habéis dado,
alto Bartholomeo de Ruffino,que de Parnaso y Ménalo el caminohabéis dichosamente paseado! Del siempre verde lauro coronado 5seréis, si yo no soy mal adivino,si ya vuestra fortuna y cruel destinoos saca de tan triste y bajo estado, pues, libre de cadenas vuestra mano,reposando el ingenio, al alta cumbre 10os podéis levantar seguramente, oscureciendo al gran Livio romano,dando de vuestras obras tanta lumbreque bien merezca el lauro vuestra frente.
Si, ansí como de nuestro mal se canta
en esta verdadera, clara historia,se oyera de cristianos la victoria,¡cuál fuera el fruto d'esta rica planta! Ansí cual es, al cielo se levanta 5y es digna de inmortal, larga memoria,pues, libre de algún vicio y baja escoria,al alto ingenio admira, al bajo espanta. Verdad, orden, estilo claro y llanocual a perfecto historiador conviene, 10en esta breve summa está cifrado. ¡Felice ingenio, venturosa mano,que, entre pesados yerros apretado,tal arte y tal virtud en sí contiene!
Si el bajo son de la zampoña mía,
señor, a vuestro oído no ha llegadoen tiempo que sonar mejor debía, no ha sido por la falta de cuidadosino por sobra del que me ha traído 5por estraños caminos desvïado. También, por no adquirirme de atrevidoel nombre odioso, la cansada manoha encubierto las faltas del sentido. Mas ya que el valor vuestro sobrehumano, 10de quien tiene noticia todo el suelo,la graciosa altivez, el trato llano aniquilan el miedo y el receloque ha tenido hasta aquí mi humilde plumade no quereros descubrir su vuelo, 15 de vuestra alta bondad y virtud summadiré lo menos, que lo más no sientoquién de cerrarlo en verso se presuma. Aquél que os mira en el subido asientodo el humano favor puede encumbrarse, 20y que no cesa el favorable viento, y él se ve entre las ondas anegarsedel mar de la privanza, do procura,o por fas o por nefas, levantarse, ¿quién duda que no dice: «La ventura 25ha dado en levantar este mancebohasta ponerle en la más alta altura: ayer le vimos inesperto y nuevoen las cosas que agora mide y tratatan bien que tengo envidia y las apruebo»? 30 D'esta manera se congoja y matael envidioso, que la gloria ajenale destruye, marchita y desbarata. Pero aquél que con mente más serenacontempla vuestro trato y vida honrosa 35y del alma dentro, de virtudes llena, no la inconstante rueda presurosade la falsa fortuna, suerte o hado,signo, ventura, estrella ni otra cosa dice qu'es causa que en el buen estado 40que agora poseéis os haya puesto,con esperanza de más alto grado, mas solo el modo del vivir honesto,la virtud escogida que se muestraen vuestras obras y apacible gesto, 45 ésta dice, señor, que os da su diestray os tiene asido con sus fuertes lazosy a más y a más subir siempre os adiestra. ¡Oh sanctos, oh agradables dulces brazosde la sancta virtud, alma y divina, 50y sancto quien recibe sus abrazos! Quien con tal guía, como vos, camina,¿de qué se admira el ciego vulgo bajosi a la silla más alta se avecina? Y, puesto que no hay cosa sin trabajo, 55quien va sin la virtud va por rodeo,y el que la lleva va por el atajo. Si no me engaña la experiencia, creoque se ve mucha gente fatigadade un solo pensamiento y un deseo: 60 pretenden más de dos llave dorada,muchos un mesmo cargo, y quien aspiraa la fidelidad de una embajada. Cada cual por sí mesmo al blanco tiradonde asestan otros mil, y sólo es uno 65cuya saeta dio do fue la mira; y éste quizá, qu'a nadie fue importunoni a la soberbia puerta del privadose halló, después de vísperas, ayuno, ni dio ni tuvo a quien pedir prestado: 70sólo con la virtud se entreteníay en Dios y en ella estaba confiado. Vos sois, señor, por quien decir podría(y lo digo y diré sin estar mudo)que sola la virtud fue vuestra guía, 75 y que ella sola fue bastante y pudolevantaros al bien do estáis agora,privado humilde, de ambición desnudo. ¡Dichosa y felicísima la hora,donde tuvo el real conoscimiento 80noticia del valor que anida y mora en vuestro reposado entendimiento,cuya fidelidad, cuyo secretoes de vuestras virtudes el cimiento! Por la senda y camino más perfecto 85van vuestros pies, que es la que el mediotiene y la que alaba el seso más discreto; quien por ella camina, vemos vienea aquel dulce, süave paraderoque la felicidad en sí contiene. 90 Yo, que el camino más bajo y groserohe caminado en fría noche escura,he dado en manos del atolladero, y en la esquiva prisión, amarga y dura,adonde agora quedo, estoy llorando 95mi corta, infelicísima ventura, con quejas tierra y cielo importunando,con suspiros el aire escuresciendo,con lágrimas el mar acrescentando. Vida es ésta, señor, do estoy muriendo, 100entre bárbara gente descreídala mal lograda juventud perdiendo. No fue la causa aquí de mi venidaandar vagando por el mundo acasocon la vergüenza y la razón perdida: 105 diez años ha que tiendo y mudo el pasoen servicio del gran Filipo nuestro,ya con descanso, ya cansado y laso; y, en el dichoso día que siniestrotanto fue el hado a la enemiga armada 110cuanto a la nuestra favorable y diestro, de temor y de esfuerzo acompañada,presente estuvo mi persona al hecho,más d'esperanza que de hierro armada. Vi el formado escuadrón roto y deshecho, 115y de bárbara gente y de cristianarojo en mil partes de Neptuno el lecho; la muerte airada con su furia insanaaquí y allí con priesa discurriendo,mostrándose a quién tarda, a quién temprana; 120 el son confuso, el espantable estruendo,los gestos de los tristes miserablesque entre el fuego y agua iban muriendo; los profundos sospiros lamentablesque los heridos pechos despedían, 125maldiciendo sus hados detestables. Helóseles la sangre que teníancuando, en el son de la trompeta nuestra,su daño y nuestra gloria conoscían; con alta voz, de vencedora muestra, 130rompiendo el aire claro, el son mostrabaser vencedora la cristiana diestra. A esta dulce sazón yo, triste, estabacon la una mano de la espada asida,y sangre de la otra derramaba; 135 el pecho mío de profunda heridasentía llagado, y la siniestra manoestaba por mil partes ya rompida. Pero el contento fue tan soberanoqu'a mi alma llegó, viendo vencido 140el crudo pueblo infiel por el cristiano, que no echaba de ver si estaba herido,aunque era tan mortal mi sentimiento,que a veces me quitó todo el sentido. Y en mi propia cabeza el escarmiento 145no me pudo estorbar que el segundo añono me pusiese a discreción del viento, y al bárbaro, medroso pueblo estrañovi recogido, triste, amedrentadoy con causa temiendo de su daño, 150 y al reino tan antiguo y celebrado,a do la hermosa Dido fue rendidaal querer del troyano desterrado, también, vertiendo sangre aún la heridamayor, con otras dos, quise hallarme 155por ver ir la morisma de vencida. ¡Dios sabe si quisiera allí quedarmecon los que allí quedaron esforzadosy perderme con ellos, o ganarme! Pero mis cortos, implacables hados, 160en tan honrosa empresa no quisieronque acabase la vida y los cuidados, y al fin por los cabellos me trujerona ser vencido por la valentíade aquellos que después no la tuvieron. 165 En la galera Sol, que escurescíami ventura su luz, a pesar mío,fue la pérdida de otros y la mía. Valor mostramos al principio y brío,pero después, con la esperiencia amarga, 170conoscimos ser todo desvarío. Sentí de ajeno yugo la gran carga,y en las manos sacrílegas malditasdos años ha que mi dolor se alarga. Bien sé que mis maldades infinitas 175y la poca atrición qu'en mí se encierrame tiene entre estos falsos ismaelitas. Cuando llegué vencido y vi la tierratan nombrada en el mundo, qu'en su senotantos piratas cubre, acoge y cierra, 180 no pude al llanto detener el freno,que a mi despecho, sin saber lo que era,me vi el marchito rostro de agua lleno. Ofrescióse a mis ojos la riberay el monte donde el grande Carlo tuvo 185levantada en el aire su bandera, y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,pues, movido de envidia de su gloria,airado entonces más que nunca estuvo. Estas cosas, volviendo en mi memoria, 190las lágrimas trujeron a los ojos,movidas de desgracia tan notoria. Pero si el alto cielo en darme enojosno está con mi ventura conjurado,y aquí no lleva muerte mis despojos, 195 cuando me vea en más alegre estado,si vuestra intercesión, señor, me ayudaa verme ante Filipo arrodillado, mi lengua balbuciente y cuasi mudapienso mover en la real presencia, 200de adulación y de mentir desnuda, diciendo: «Alto señor, cuya potenciasujetas trae mil bárbaras nacionesal desabrido yugo de obediencia, a quien los negros indios con sus dones 205reconoscen honesto vasallaje,trayendo el oro acá de sus rincones: despierte en tu real pecho el gran coraje,la gran soberbia con que una bicocaaspira de contino a hacerte ultraje. 210 La gente es mucha, mas su fuerza es poca,desnuda, mal armada, que no tieneen su defensa fuerte, muro o roca; cada uno mira si tu armada vienepara dar a sus pies el cargo y cura 215de conservar la vida que sostiene. Del amarga prisión triste y escura,adonde mueren veinte mil cristianos,tienes la llave de su cerradura. Todos, cual yo, de allá, puestas las manos, 220las rodillas por tierra, sollozando,cercados de tormentos inhumanos, valeroso señor, te están rogandovuelvas los ojos de misericordiaa los suyos, que están siempre llorando; 225 y, pues te deja agora la discordia,que hasta aquí te ha oprimido y fatigado,y gozas de pacífica concordia, haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabadolo que con tanta audacia y valor tanto 230fue por tu amado padre comenzado. Sólo el pensar que vas pondrá un espantoen la enemiga gente, que adevinoya desde aquí su pérdida y quebranto». ¿Quién dubda que el real pecho begnino 235no se muestre, escuchando la tristezaen que están estos míseros contino? Bien paresce que muestro la flaquezade mi tan torpe ingenio, que pretendehablar tan bajo ante tan alta alteza, 240 pero el justo deseo la defiende.Mas a todo silencio poner quiero,que temo que mi pluma ya os ofende,y al trabajo me llaman donde muero.
Si el lazo, el fuego, el dardo, el puro yelo
que os tiene, abrasa, hiere y pone fríavuestra alma, trae su origen desde el cielo,ya que os aprieta, enciende, mata, enfría,¿qué nudo, llama, llaga, nieve o celo 5ciñe, arde, traspasa o yela hoy día,con tan alta ocasión como aquí muestro,un tierno pecho, Antonio, como el vuestro? El cielo, que el ingenio vuestro mira,en cosas que son d'él quiso emplearos 10y, según lo que hacéis, vemos que aspirapor Celia al cielo empíreo levantaros;ponéis en tal objecto vuestra mira,que dais materia al mundo de envidiaros:¡dichoso el desdichado a quien se tiene 15envidia de las ansias que sostiene! En los conceptos que la plumade la alma en el papel ha trasladadonos dais no sólo indicio pero muestrade que estáis en el cielo sepultado, 20y allí os tiene de amor la fuerte diestravivo en la muerte, a vida reservado,que no puede morir quien no es del suelo,teniendo el alma en Celia, que es un cielo. Sólo me admira el ver que aquel divino 25cielo de Celia encierre un vivo infiernoy que la fuerza de su fuerza y sinoos tenga en pena y llanto sempiterno;al cielo encamináis vuestro camino,mas, según vuestra suerte, yo dicierno 30que al cielo sube el alma y se apresura,y en el suelo se queda la ventura. Si con benino y favorable aspectoa alguno mira el cielo acá en la tierra,obra ascondidamente un bien perfeto 35en el que cualquier mal de sí destierra;mas si los ojos pone en el objetoairados, le consume en llanto y guerraansí como a vos hace vuestro cielo:ya os da guerra, ya paz, ya fuego y yelo. 40 No se ve el cielo en claridad serenade tantas luces claro y alumbradocuantas con rica habéis y fértil venael vuestro de virtudes adornado;ni hay tantos granos de menuda arena 45en el desierto líbico apartadocuantos loores creo que mereceel cielo que os abaja y engrandece. En Scitia ardéis, sentís en Libia frío,contraria operación y nunca vista; 50flaqueza al bien mostráis, al daño brío;más que un lince miráis, sin tener vista;mostráis con discreción un desvarío,que el alma prende, a la razón conquista,y esta contrariedad nace de aquella 55que es vuestro cielo, vuestro sol y estrella. Si fuera un caos, una materia unidasin forma vuestro cielo, no espantarade que del alma vuestra entristecidalas continuas querellas no escuchara; 60pero, estando ya en partes esparcidaque un fondo forman de virtud tan rara,es maravilla tenga los oídossordos a vuestros tristes alaridos. Si es lícito rogar por el amigo 65que en estado se halla peligroso,yo, como vuestro, desde aquí me obligode no mostrarme en esto perezoso;mas si me he de oponer a lo que digoy conducirlo a término dichoso, 70no me deis la ventura, que es muy poca,mas las palabras sí de vuestra boca. Diré: «Celia gentil, en cuya manoestá la muerte y vida y pena y gloriade un mísero captivo que, temprano 75ni aun tarde, no saldrás de su memoria:vuelve el hermoso rostro blando, humano,a mirar de quien llevas la victoria;verás el cuerpo en dura cárcel tristedel alma que primero tú rendiste. 80 Y, pues un pecho en la virtud constantese mueve en casos de honra y muestra airado,muévale al tuyo el ver que de delantete han un firme amador arrebatado;y si quiere pasar más adelante 85y hacer un hecho heroico y estremado,rescata allá su alma con querella,que el cuerpo, que está acá, se irá tras ella. El cuerpo acá y el alma allá captivatiene el mísero amante que padece 90por ti, Celia hermosa, en quien se avivala luz que al cielo alumbra y esclarece;mira que el ser ingrata, cruda, esquivamal con tanta beldad se compadece:muéstrate agradecida y amorosa 95al que te tiene por su cielo y diosa».
Ya que del ciego dios habéis cantado
el bien y el mal, la dulce fuerza y arte,en la primera y la segunda parte,donde está de amor el todo señalado, ahora, con aliento descansado 5y con nueva virtud que en vos reparteel cielo, nos cantáis del duro Martelas fieras armas y el valor sobrado. Nuevos ricos mineros se descubrende vuestro ingenio en la famosa mina 10que al más alto deseo satisfacen; y, con dar menos de lo más que encubren,a este menos lo que es más se inclinadel bien que Apolo y que Minerva hacen.
¡Oh venturosa, levantada pluma
que en la empresa más alta te ocupasteque el mundo pudo, y al fin mostrasteal recibo y al gasto igual la suma!, calle de hoy más el escriptor de Numa, 5que nadie llegará donde llegaste,pues en tan raros versos celebrastetan raro capitán, virtud tan summa. ¡Dichoso el celebrado, y quien celebra,y no menos dichoso todo el suelo, 10que tanto bien goza en esta historia, en quien envidia o tiempo no harán quiebra;antes hará con justo celo el cieloeterna más que el tiempo su memoria!
Hoy el famoso Padilla
con las muestras de su celocausa contento en el cieloy en la tierra maravilla, porque, llevado del cebo 5de amor, temor y consejo,se despoja el hombre viejopara vestirse de nuevo. Cual prudente sierpe ha sido,pues, con nuevo corazón, 10en la piedra de Simónse deja el viejo vestido, y esta mudanza que hacelleva tan cierto compásque en ella asiste lo más 15de cuanto a Dios satisface. Con las obras y la fehoy para el cielo se embarcaen mejor jarciada barcaque la que libró a Noé; 20 y, para hacer tal pasaje,ha muchos años que ha hecho,con sano y cristiano pecho,cristiano matalotaje, y no teme el mal tempero 25ni anegarse en el profundoporque en el mar d'este mundoes plático marinero, y ansí, mirando el agujadivina, cual se requiere, 30si el demonio a orza diere,él dará al instante a puja. Y llevando este conciertocon las ondas d'este mar,a la fin vendrá a parar 35a seguro y dulce puerto, donde, sin áncoras ya,estará la nave en calmacon la eternidad del alma,que nunca se acabará. 40 En una verdad me fundo,y mi ingenio aquí no yerra,qu'en siendo sal de la tierra,habéis de ser luz del mundo: luz de gracia rodeada 45que alumbre nuestro horizonte,y sobre el Carmelo montefuerte ciudad levantada. Para alcanzar el trofeod'estas santas profecías, 50tendréis el carro de Elíascon el manto de Eliseo, y, ardiendo en amor divino,donde nuestro bien se fragua,apartando el manto al agua, 55por el fuego haréis camino; porqu'el voto de humildadpromete segura altezay castidad y pobreza,bienes de divinidad, 60 y ansí los cielos serenosverán, cuando acabarás,un cortesano allá másy en la tierra un sabio menos.
Cual vemos que renueva
el águila real la vieja y pardapluma y con otra nuevala detenida y tardapereza arroja y con subido vuelo 5rompe las nubes y se llega al cielo: tal, famoso Padilla,has sacudido tus humanas plumas,porque con maravillaintentes y presumas 10llegar con nuevo vuelo al alto asientodonde aspiran las alas de tu intento. Del sol el rayo ardientealza del duro rostro de la tierra,con virtud excelente, 15la humidad que en sí encierra,la cual después, en lluvia convertida,alegra al suelo y da a los hombres vida: y d'esta mesma suerteel sol divino te regala y toca 20y en tal humor convierteque, con tu pluma, apocala sequedad de la ignorancia nuestray a sciencia santa y santa vida adiestra. ¡Qué sancto trueco y cambio: 25por las humanas, las divinas musas!¡Qué interés y recambio!¡Qué nuevos modos usasde adquirir en el suelo una memoriaque dé fama a tu nombre, al alma gloria!; 30 que, pues es tu Parnasoel monte del Calvario y son tus fuentesde Aganipe y Pegasolas sagradas corrientesde las benditas llagas del Cordero, 35eterno nombre de tu nombre espero.
Muestra su ingenio el que es pintor curioso
cuando pinta al desnudo una figura,donde la traza, el arte y composturaningún velo la cubra artificioso: vos, seráfico padre, y vos, hermoso 5retrato de Jesús, sois la pinturaal desnudo pintada, en tal hechuraque Dios nos muestra ser pintor famoso. Las sombras de ser mártir descubristes,los lejos, en que estáis allá en el cielo 10en soberana silla colocado; las colores, las llagas que tuvistestanto las suben que se admira el suelo,y el pintor en la obra se ha pagado.
El casto ardor de una amorosa llama,
un sabio pecho a su rigor sujeto,un desdén sacudido y un afectoblando, que al alma en dulce fuego inflama, el bien y el mal a que convida y llama 5de amor la fuerza y poderoso efecto,eternamente, en son claro y perfecto,con estas rimas cantará la fama, llevando el nombre único y famosovuestro, felice López Maldonado, 10del moreno etíope al cita blanco, y hará que en balde de laurel honrosoespere alguno verse coronadosi no os imita y tiene por su blanco.
Bien donado sale al mundo
este libro, do se encierrala paz de amor y la guerra,y aquel fruto sin segundode la castellana tierra; 5 que, aunque le da Maldonado,va tan rico y bien donadode sciencia y de discreción,que me afirmo en la razónde decir que es bien donado. 10 El sentimiento amorosodel pecho más encendidoen fuego de amor, y heridode su dardo ponzoñosoy en la red suya cogido, 15 el temor y la esperanzacon que el bien y el mal se alcanzaen las empresas de amor:aquí muestra su valor,su buena o su mala andanza. 20 Sin flores, sin praderíasy sin los faunos silvanos,sin ninfas, sin dioses vanos,sin yerbas, sin aguas fríasy sin apacibles llanos, 25 en agradables conceptosprofundos, altos, discretos,con verdad llana y distinta,aquí el sabio autor nos pintadel ciego dios los efetos. 30 Con declararnos la menguay el bien de su ardiente llama,ha dado a su nombre famay enriquecido su lengua,que ya la mejor se llama, 35 y hanos mostrado que es solofavorecido de Apolocon dones tan infinitos,que su fama en sus escritosirá d'éste al otro polo. 40
Cual vemos del rosado y rico oriente
la blanca y dura piedra señalarsey en todo, aunque pequeña, aventajarsea la mayor del Cáucaso eminente, tal este (humilde al parecer) presente 5puede y debe mirarse y admirarse,no por la cantidad, mas por mostrarseser en su calidad tan excelente. El que navega por el golfo insanodel mar de pretensiones verá al punto 10del cortesano laberinto el hilo. ¡Felice ingenio y venturosa manoqu'el deleite y provecho puso juntoen juego alegre, en dulce y claro estilo!
De la Virgen sin par, santa y bendita
(digo, de sus loores), justamentehaces el rico, sin igual presentea la sin par cristiana Margarita. Dándole, quedas rico, y queda escrita 5tu fama en hojas de metal luciente,que, a despecho y pesar del diligentetiempo, será en sus fines infinita: ¡felice en el sujeto que escogiste,dichoso en la ocasión que te dio el cielo 10de dar a Virgen el virgíneo canto; venturoso también porque hecisteque den las musas del hispano sueloadmiración al griego, al tusco espanto.
Tú, que con nuevo y sin igual decoro
tantos remedios para un mal ordenas,bien puedes esperar d'estas arenas,del sacro Tajo, las que son de oro, y el lauro que se debe al que un tesoro 5halla de ciencia, con tan ricas venasde raro advertimiento y salud llenas,contento y risa del enfermo lloro; que por tu industria una deshecha piedramil mármoles, mil bronces a tu fama 10dará sin invidiosas competencias; daráte el cielo palma, el suelo yedra,pues que el uno y el otro ya te llamaespíritu de Apolo en ambas ciencias.
Bate, Fama veloz, las prestas alas,
rompe del norte las cerradas nieblas,aligera los pies, llega y destruyeel confuso rumor de nuevas malasy con tu luz desparce las tinieblas 5del crédito español, que de ti huye;esta preñez concluyeen un parto dichoso que nos muestreun fin alegre de la ilustre empresa,cuyo fin nos suspende, alivia y pesa, 10ya en contienda naval, ya en la terrestre,hasta que, con tus ojos y tus lenguas,diciendo ajenas menguas,de los hijos de España el valor cantes,con que admires al cielo, al suelo espantes. 15
Di con firme verdad, firme y sigura:¿hizo el que pudo la victoria vuestra?¿Sentenciado ha su causa el Padre eterno?¿Bañada queda en roja sangre y purala católica espada y fuerte diestra? 20En fin, de aquel que asiste a su gobierno,¿poblado ha el hondo infiernode nuevas almas, y de cuerpos llenoel mar, que a los despojos y banderasde las naciones pertinaces, fieras, 25apenas dio lugar su inmenso seno,del pirata mayor del occidenteya inclinada la frente,y puesto al cuello altivo y indomabledel vencimiento el yugo miserable? 30
Di (que al fin lo dirás): «allí volaronpor el aire los cuerpos, impelidosde las fogosas máquinas de guerra;aquí las aguas su color cambiaron,y la sangre de pechos atrevidos 35humedecieron la contraria tierra»;cómo huye, o si afierra,este y aquel navío; en cuántos modosse aparecen las sombras de la muerte;cómo juega Fortuna con la suerte, 40no mostrándose igual ni firme a todos,hasta que, por mil varios embarazos,los españoles brazos,rompiendo por el aire, tierra y fuego,declararon por suyo el mortal juego. 45
Píntanos ya un diluvio con razones,causado de un conflicto temerosoy que le pinta la contraria parte:mil cuerpos sobreaguados y en montonesconfusos, otros naden cobdiciosos 50d'entretener la vida en cualquier parte;al descuido, y con arte,pinta rotas entenas, jarcias rotas,quillas sentidas, tablas desclavadas,y, de impaciencia y de rigor armadas, 55las dos (y no en valor) iguales flotas.Exprime los gemidos excesivosde aquellos semivivosque, ardiendo, al agua fría se arrojabany, en la muerte del fuego, muerte hallaban. 60
Después d'esto dirás: «en espaciosas,concertadas hileras va marchandonuestro cristiano ejército invencible,las cruzadas banderas victoriosasal aire con donaire tremolando, 65haciendo vista fiera y apacible.Forma aquel son horribleque el cóncavo metal despide y forma,y aquel del atambor que engendra y críaen el cobarde pecho valentía 70y el temor natural trueca y reforma»;haz los reflejos y vislumbres bellasque, cual claras estrellas,en las lucidas armas el sol hacecuando mirar este escuadrón le place. 75
Esto dicho, revuelve presurosay en los oídos de los dos prudentesfamosos generales luego envíauna voz que les diga la gloriosaestirpe de sus claros ascendientes, 80cifra de más que humana valentía:al que las naves guíamuéstrale sobre un muro un caballero,más que de yerro, de valor armado,y entre la turba mora un niño atado, 85cual entre hambrientos lobos un cordero,y al segundo Abrahán que dé la dagacon que el bárbaro hagael sacrificio horrendo que en el suelole dio fama y imortal gloria en el cielo; 90
dirás al otro, que en sus venas tienela sangre de Austria, que con esto sólole dirás cien mil hechos señaladosque, en cuanto el ancho mar cerca y contiene,y en lo que mira el uno y otro polo, 95fueron por sus mayores acabados.Éstos ansí informados,entra en el escuadrón de nuestra gentey allá verás, mirando a todas partes,mil Cides, mil Roldanes y mil Martes, 100valiente aquél, aquéste más valiente;a estos solos les dirás que mirenpara que luego aspirena concluir la más dudosa hazaña:«Hijos, mirad que es vuestra madre España!, 105
la cual, desde que al viento y mar os distes,cual viuda llora vuestra ausencia larga,contrita, humilde, tierna, mansa y justa,los ojos bajos, húmidos y tristes,cubierto el cuerpo de una tosca sarga, 110que de sus galas poco o nada gustahasta ver en la injustacerviz inglesa puesto el suave yugoy sus puertas abrir, de herror cargadas,con las romanas llaves dedicadas 115a abrir el cielo como al cielo plugo.Justa es la empresa, y vuestro brazo fuerte;aun de la misma muertequitara la vitoria de la mano,cuanto más del vicioso luterano». 120
Muéstrales, si es posible, un verdaderoretrato del católico monarca,y verán de David la voz y el pecho,las rodillas por el suelo y un corderomirando, a quien encierra y guarda un arca, 125mejor que aquélla quisiera haber hecho,puestos de trecho a trechodoce descalzos ángeles mortalesen quien tanta virtud el cielo encierraque con humilde voz desde la tierra 130pasan del mismo cielo los umbrales.Con tal cordero, tal monarca y luegode tales doce el ruego,diles que está siguro el triunfo y gloria,y que ya España canta la victoria. 135
Canción, si vas despacio do te envío,en todo el cielo fíoque has de cambiar por nuevas de alegríael nombre de canción y profecía.
FIN
Madre de los valientes de la guerra,
archivo de católicos soldados,crisol donde el amor de Dios se apura,tierra donde se vee que el cielo entierralos que han de ser al cielo trasladados 5por defensores de la fee más pura:no te parezca acaso desventura,¡Oh España, madre nuestra!,ver que tus hijos vuelven a tu senodejando el mar de sus desgracias lleno, 10pues no los vuelve la contraria diestra:vuélvelos la borrasca incontrastabledel viento, mar, y el cielo que consienteque se alce un poco la enemiga frente,odiosa al cielo, al suelo detestable, 15porque entonces es cierta la caídacuando es soberbia y vana la subida.
Abre tus brazos y recoge en elloslos que vuelven confusos, no rendidos,pues no se escusa lo que el cielo ordena, 20ni puede en ningún tiempo los cabellostener alguno con la mano asidosde la calva ocasión en suerte buena,ni es de acero o diamante la cadenacon que se enlaza y tiene 25el buen suceso en los marciales casos,y los más fuertes bríos quedan lasosdel que a los brazos con el viento viene,y esta vuelta que vees desordenadasin duda entiendo que ha de ser la vuelta 30del toro para dar mortal revueltaa la gente con cuerpos desalmada,que el cielo, aunque se tarda, no es amigode dejar las maldades sin castigo.
A tu león pisado le han la cola; 35las vedijas sacude, y arrevuelvea la justa venganza de su ofensa,no sólo suya, que si fuera sola,quizá la perdonara: sólo vuelvepor la de Dios, y en restaurarla piensa. 40Único es su valor, su fuerza imensa,claro su entendimiento,indignado con causa, y tal que a un pechocristiano, aunque de mármol fuese hecho,moviera a justo y vengativo intento. 45Y más, que el galo, el tusco, el moro mira,con vista aguda y ánimos perplejos,cuáles son los comienzos y los dejos,y dónde pone este león la mira,porque entonces su suerte está lozana 50en cuanto tiene este león cuartana.
Ea pues, ¡oh Felipe, señor nuestro,Segundo en nombre y hombre sin segundo,coluna de la fee segura y fuerte!,vuelve en suceso más felice y diestro 55este designio que fabrica el mundo,que piensa manso y sin coraje verte,como si no bastasen a movertetus puertos salteadosen las remotas Indias apartadas, 60y en tus casas tus naves abrasadas,y en la ajena los templos profanados;tus mares llenos de piratas fieros,por ellos tus armadas encogidas,y en ellos mil haciendas y mil vidas 65sujetos a mil bárbaros aceros,cosas que cada cual por sí es posiblea hacer que se intente aun lo imposible.
Pide, toma, señor, que todo aquelloque tus vasallos tienen se te ofrece 70con liberal y valerosa manoa trueque que al inglés pérfido cuellopongas el justo yugo que merecesu injusto pecho y proceder insano;no sólo el oro que se adora en vano, 75sino sus hijos caroste darán, cual el suyo dio don Diego,que, en propria sangre y en ajeno fuego,acrisoló los hechos siempre rarosde la casa de Córdoba, que ha dado 80catorce mayorazgos a las lanzasmoriscas, y, con firmes confianzas,sus obras y su nombre han dilatadopor la espaciosa redondez del suelo,que el que así muere vive y gana el cielo. 85
En tanto que los brazos levantares,gran capitán de Dios, espera, esperaver vencedor tu pueblo, y no vencido;pero si de cansado los bajares,los suyos alzará la gente fiera, 90que para el mal el malo es atrevido;y en tu perseverancia está inclüidoun felice sucesode la empresa justísima que tomas,y no con ella un solo reino domas, 95que a muchos pones de temor el peso;aseguras los tuyos, fortaleceslo que la buena fama de ti canta,que eres un justo horror que al malo espantay mano que a los justos favoreces; 100alza los brazos, pues, Moisés cristiano,y pondrálos por tierra el luterano.
Vosotros que, llevados de un deseojusto y honroso, al mar os entregastesy el ocio blando y el regalo huistes, 105puesto que os imagino ahora y veoentre el viento y el mar que contrastastesy los mortales daños que sufristes,d'entre Scila y Caribdis no tan tristessalís que no se vea 110en vuestro bravo, varonil semblanteque romperéis por montes de diamantehasta igualar la desigual pelea;que los bríos y brazos españolesquilatan su valor, su fuerza y brío 115con la hambre, sed, calor y fríocual se quilata el oro en los crisoles,y, apurados así, son cual la plantaque al cielo con la carga se levanta.
El diestro esgrimidor, cuando le toca 120quien sabe menos que él, se enciende en iray con facilidad se desagravia;y en la orilla del mar la fuerte roca,mientras su furia a deshacerla aspira,muy poco o nada su rigor la agravia; 125y es común opinión de gente sabiaque cuanto más ofendeel malo al bueno, tanto más aumentael temor del alcance de la cuenta,que siempre es malo del que mal espende. 130Triunfe el pirata, pues, agora y hagajúbilo y fiestas, porque el mar y el vientohan respondido al justo de su intentosin acordarse si el que debe paga,que, al sumar de la cuenta, en el remate 135se hará un alcance que le alcance y mate.
¡Oh España, oh rey, oh mílites famosos!,ofrece, manda, obedeced, que el cieloen fin ha de ayudar al justo celo,puesto que los principios sean dudosos, 140y en la justa ocasión y en la porfíaencierra la vitoria su alegría.
Romance
Yace donde el sol se pone,
entre dos tajadas peñas,una entrada de un abismo,quiero decir, una cuevaprofunda, lóbrega, escura, 5aquí mojada, allí seca,propio albergue de la noche,del horror y las tinieblas.Por la boca sale un aireque al alma encendida yela, 10y un fuego, de cuando en cuando,que el pecho de yelo quema.Óyese dentro un rüidocomo crujir de cadenasy unos ayes luengos, tristes, 15envueltos en tristes quejas.Por las funestas paredes,por los resquicios y quiebrasmil víboras se descubreny ponzoñosas culebras. 20A la entrada tiene puestos,en una amarilla piedra,huesos de muerto encajadosde modo que forman letras,las cuales, vistas del fuego 25que arroja de sí la cueva,dicen: «Ésta es la moradade los celos y sospechas».Y un pastor contaba a Lausoesta maravilla cierta 30de la cueva, fuego y yelo,aullidos, sierpes y piedra,el cual, oyendo, le dijo:«Pastor, para que te crea,no has menester juramentos 35ni hacer la vista esperiencia.Un vivo traslado es ésede lo que mi pecho encierra,el cual, como en cueva escura,no tiene luz, ni la espera. 40Seco le tienen desdenesbañado en lágrimas tiernas;aire, fuego y los suspirosle abrasan contino y yelan.Los lamentables aullidos, 45son mis continuas querellas,víboras mis pensamientosque en mis entrañas se ceban.La piedra escrita, amarilla,es mi sin igual firmeza, 50que mis huesos en la muertemostrarán que son de piedra.Los celos son los que habitanen esta morada estrecha,que engendraron los descuidos 55de mi querida Silena».En pronunciando este nombre,cayó como muerto en tierra,que de memorias de celosaquestos fines se esperan. 60
Otra versión
Hacia donde el sol se pone,
entre dos partidas peñas,una entrada de un abismo,quiero decir, una cuevaoscura, lóbrega y triste, 5aquí mojada, allí seca,propio albergue de la noche,del terror y de tinieblas.Por su boca sale un aireque al alma encendida yela, 10y un fuego, de cuando en cuando,que al pecho de nieve quema.Óyese dentro un rüidocon crujir de cadenasy unos ayes luengos, tristes, 15envueltos en tristes quejas;y en las funestas paredes,por los resquicios y quiebrasmil víboras se descubreny ponzoñosas culebras. 20A la boca tiene puestos,en una amarilla piedra,güesos de muerto encajadosde modo que forman letras,las cuales, vistas al fuego 25que sale de la caverna,dicen: «Ésta es la moradade los celos y sospechas».Un pastor contaba a Lausoesta maravilla cierta 30de la cueva, fuego y yelo,aullidos, sierpes y piedras,el cual, viéndole, le dijo:«Pastor, para que te crean,no has menester jurallo 35ni hacer della esperiencia.El mismo traslado es ésede lo que mi pecho encierra,el cual, como en cueva oscura,ni siente luz, ni la espera. 40Seco, le tienen desdenesbañando lágrimas tiernas;aire y fuego en los suspirosarrójase, abrasa y yela.Los lamentables aullidos, 45son mis continuas endechas,víboras mis pensamientosque en mis entrañas se ceban.La piedra escrita, amarilla,es mis sin igual firmezas, 50que los fuegos en mi muertedirán cómo fui de piedra.Los celos son los que avisanen esta morada estrecha,que causaron los descuidos 55cuidados de Silena».En pronunciando este mal,cayó como muerto en tierra,que de memorias de celostales sucesos se esperan. 60
El cielo a la iglesia ofrece
hoy una piedra tan fina
que en la corona divina
del mismo Dios resplandece.
Tras los dones primitivos
que, en el fervor de su celo,ofreció la iglesia al cielo,a sus edificios vivosdio nuevas piedras el suelo; 5 estos dones agradecea su esposa y la ennoblece,pues, de parte del esposo,un Hiacinto, el más precioso,
el cielo a la iglesia ofrece. 10 Porque el hombre de su graciatantas veces se retira,y el Jacinto, al que le mira,es tan grande su eficaciaque le sosiega la ira, 15 su misma piedad lo inclinaa darlo por medicina,que, en su jüicio profundo,ve que ha menester el mundo,
hoy una piedra tan fina. 20 Obró tanto esta virtud,viviendo Jacinto en él,que, a los vivos rayos d'él,en una y otra saludse restituyó por él. 25 Crezca gloriosa la minaque de su luz jacintinatiene el cielo y tierra llenos,pues no mereció estar menos
que en la corona divina. 30 Allá luce ante los ojosdel mismo autor de su gloria,y acá en gloriosa memoriade los triunfos y despojosque sacó de la vitoria, 35 pues si otra luz desfallececuando el sol la suya ofrece,¿qué tan viva y rutilanteserá aquésta si delante
del mismo Dios resplandece? 40
No ha menester el que tus hechos canta,
¡oh gran marqués!, el artificio humano,que a la más sutil pluma y docta manoellos le ofrecen al que al orbe espanta; y éste que sobre el cielo se levanta, 5llevado de tu nombre soberano,a par del griego y escritor toscano,sus sienes ciñe con la verde planta; y fue muy justa prevención del cieloque a un tiempo ejercitases tú la espada 10y él su prudente y verdadera pluma, porque, rompiendo de la invidia el velo,tu fama, en sus escritos dilatada,ni olvido o tiempo o muerte la consuma.
Vimos en julio otra semana santa,
atestada de ciertas cofradíasque los soldados llaman compañías,de quien el vulgo, y no el inglés, se espanta; hubo de plumas muchedumbre tanta 5que en menos de catorce o quince díasvolaron sus pigmeos y Golías,y cayó su edificio por la planta. Bramó el Becerro y púsolos en sarta;tronó la tierra, escurecióse el cielo, 10amenazando una total rüina; y al cabo, en Cádiz, con mesura harta,ido ya el conde, sin ningún recelo,triunfando entró el gran duque de Medina.
«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;porque, ¿a quién no suspende y maravillaesta máquina insigne, esta braveza? ¡Por Jesucristo vivo, cada pieza 5vale más que un millón, y que es mancillaque esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,Roma triunfante en ánimo y riqueza! ¡Apostaré que la ánima del muerto,por gozar este sitio, hoy ha dejado 10el cielo, de que goza eternamente!» Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es ciertolo que dice voacé, seor soldado,y quien dijere lo contrario miente!» Y luego encontinente 15caló el chapeo, requirió la espada,miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Ya que se ha llegado el día,
gran rey, de tus alabanzas,de la humilde musa míaescucha, entre las que alcanzas,las llorosas que te envía; 5 que, puesto que ya caminaspisando las perlas finasde las aulas soberanas,tal vez palabras humanasoyen orejas divinas. 10
¿Por dónde comenzaréa exagerar tus blasones,después que te llamarépadre de las religionesy defensor de la fe? 15 Sin duda habré de llamartenuevo y pacífico Marte,pues en sosiego vencistelo más en cuanto quisiste,y es mucha la menor parte. 20
Tembló el cita en el oriente,el bárbaro al mediodía,el luterano al poniente,y en la tierra siempre fríatemió la indómita gente; 25 Arauco vio tus banderasvencedoras, y las fierasondas del sangriento Egeote dieron como en trofeolas otomanas banderas. 30
Las virtudes en su puntoen tu pecho se hallaron,y el poder y el saber junto,y jamás no te dejaron,aun casi el cuerpo difunto; 35 y lo que más tu valorsube al extremo mayores que fuiste, cual se advierte,bueno en vida, bueno en muertey bueno en tu sucesor. 40
Esta memoria nos dejas,que es la que el bueno cudicia,que, amigables y sin quejas,misericordia y justiciacorrieron en ti parejas, 45 como la llana humildadal par de la majestad,tan sin discrepar un tildeque fuiste el rey más humildey de mayor gravedad. 50
Quedar las arcas vacías,donde se encerraba el oroque dicen que recogías,nos muestra que tu tesoroen el cielo lo escondías; 55 desde ahora en los serenosElíseos campos amenospara siempre gozarás,sin poder desear másni contentarte con menos. 60
Yace en la parte que es mejor de España
una apacible y siempre verde Vegaa quien Apolo su favor no niega,pues con las aguas de Helicón la baña; Júpiter, labrador por grande hazaña, 5su ciencia toda en cultivarla entrega;Cilenio, alegre, en ella se sosiega,Minerva eternamente la acompaña; las Musas su Parnaso en ella han hecho;Venus, honesta, en ella aumenta y cría 10la santa multitud de los amores. Y así, con gusto y general provecho,nuevos frutos ofrece cada díade ángeles, de armas, santos y pastores.
El que subió por sendas nunca usadas
del sacro monte a la más alta cumbre;el que a una Luz se hizo todo lumbrey lágrimas, en dulce voz cantadas; el que con culta vena las sagradas 5de Helicón y Pirene en muchedumbre(libre de toda humana pesadumbre)bebió y dejó en divinas transformadas; aquél a quien invidia tuvo Apoloporque, a par de su Luz, tiene su fama 10de donde nace a donde muere el día: el agradable al cielo, al suelo solo,vuelto en ceniza de su ardiente llama,yace debajo desta losa fría.
En la memoria vive de las gentes,
varón famoso, siglos infinitos,premio que le merecen tus escritospor graves, puros, castos y excelentes. Las ansias en honesta llama ardientes, 5los Etnas, los Estigios, los Cocitosque en ellos suavemente van descritos,mira si es bien, ¡oh Fama!, que los cuentes, y aun que los lleves en ligero vuelopor cuanto ciñe el mar y el sol rodea, 10y en láminas de bronce los esculpas; que así el suelo sabrá que sabe el cieloque el renombre inmortal que se deseatal vez le alcanzan amorosas culpas.
Tal secretario formáis,
Gabriel, en vuestros escritos,que por siglos infinitosen él os eternizáis; de la ignorancia sacáis 5la pluma, y en presto vuelode lo más bajo del sueloal cielo la levantáis.
Desde hoy más, la discreciónquedará puesta en su punto, 10y el hablar y escribir juntoen su mayor perfección, que en esta nueva ocasiónnos muestra, en breve distancia,Demóstenes su elegancia 15y su estilo Cicerón.
España os está obligada,y con ella el mundo todo,por la subtileza y modode pluma tan bien cortada; 20 la adulación defraudadaqueda, y la lisonja en ella;la mentira se atropella,y es la verdad levantada.
Vuestro libro nos informa 25que sólo vos habéis dadoa la materia de estadohermosa y cristiana forma; con la razón se conformade tal suerte que en él veo 30que, contentando al deseo,al que es más libre reforma.
Jamás en el jardín de Falerina
ni en la Parnasa, excesible cuesta,se vio Rosel ni rosa cual es ésta,por quien gimió la maga Dragontina; atrás deja la flor que se recrina 5en la del Tronto archiducal floresta,dejando olor por vía manifestaque a la región del cielo la avecina. Crece, ¡oh muy felice planta!, crece,y ocupen tus pimpollos todo el orbe, 10retumbando, crujiendo y espantando; el Betis calle, pues el Po enmudece,y la muerte, que a todo humano sorbe,sola esta rosa vaya eternizando.
Virgen fecunda, madre venturosa,
cuyos hijos, criados a tus pechos,sobre sus fuerzas la virtud alzando,pisan ahora los dorados techosde la dulce región maravillosa 5que está la gloria de su Dios mostrando:tú, que ganaste obrandoun nombre en todo el mundoy un grado sin segundo,ahora estés ante tu Dios prostrada, 10en rogar por tus hijos ocupada,o en cosas dignas de tu intento santo,oye mi voz cansaday esfuerza, ¡oh madre!, el desmayado canto.
Luego que de la cuna y las mantillas 15sacó Dios tu niñez, diste señalesque Dios para ser suya te guardaba,mostrando los impulsos celestialesen ti, con ordinarias maravillas,que a tu edad tu deseo aventajaba; 20y si se descuidabade lo que hacer debía,tal vez luego volvíamejorado, mostrando codiciosoque el haber parecido perezoso 25era un volver atrás para dar salto,con curso más brïoso,desde la tierra al cielo, que es más alto.
Creciste, y fue creciendo en ti la ganade obrar en proporción de los favores 30con que te regaló la mano eterna,tales que, al parecer, se alzó a mayorescontigo alegre Dios en la mañanade tu florida edad humilde y tierna;y así tu ser gobierna 35que poco a poco subessobre las densas nubesde la suerte mortal, y así levantastu cuerpo al cielo, sin fijar las plantas,que ligero tras sí el alma le lleva 40a las regiones santascon nueva suspensión, con virtud nueva.
Allí su humildad te muestra santa;acullá se desposa Dios contigo,aquí misterios altos te revela. 45Tierno amante se muestra, dulce amigo,y, siendo tu maestro, te levantaal cielo, que señala por tu escuela;parece se desvelaen hacerte mercedes; 50rompe rejas y redespara buscarte el Mágico divino,tan tu llegado siempre y tan continoque, si algún afligido a Dios buscara,acortando camino 55en tu pecho o en tu celda le hallara.
Aunque naciste en Ávila, se puededecir que en Alba fue donde naciste,pues allí nace donde muere el justo;desde Alba, ¡oh madre!, al cielo te partiste: 60alba pura, hermosa, a quien sucedeel claro día del inmenso gusto.Que le goces es justoen éxtasis divinospor todos los caminos 65por donde Dios llevar a un alma sabe,para darle de sí cuanto ella cabe,y aun la ensancha, dilata y engrandecey, con amor süave,a sí y de sí la junta y enriquece. 70
Como las circunstancias conveniblesque acreditan los éxtasis, que suelenindicios ser de santidad notoria,en los tuyos se hallaron, nos impelena creer la verdad de los visibles 75que nos describe tu discreta historia;y el quedar con vitoria,honroso triunfo y palmadel infierno, y tu almamás humilde, más sabia y obediente 80al fin de tus arrobos, fue evidenteseñal que todos fueron admirablesy sobrehumanamentenuevos, continuos, sacros, inefables.
Ahora, pues, que al cielo te retiras, 85menospreciando la mortal riquezaen la inmortalidad que siempre dura,y el visorrey de Dios nos da certezaque sin enigma y sin espejo mirasde Dios la incomparable hermosura, 90colma nuestra ventura:oye, devota y pía,los balidos que envíael rebaño infinito que crïastecuando del suelo al cielo el vuelo alzaste, 95que no porque dejaste nuestra vidala caridad dejaste,que en los cielos está más estendida.
Canción, de ser humilde has de preciartecuando quieras al cielo levantarte, 100que tiene la humildad naturalezade ser el todo y partede alzar al cielo la mortal bajeza.
De Turia el cisne más famoso hoy canta,
y no para acabar la dulce vida,que en sus divinas obras escondidaa los tiempos y edades se adelanta: queda por él canonizada y santa 5Teruel, vivos Marcilla y su homicida;su pluma, por heroica conocida,en quien se admira el cielo, el suelo espanta. Su dotrina, su voz, su estilo raro,que por tuyos, ¡oh Apolo!, reconoces, 10según el vuelo de sus bellas alas, grabadas por la Fama en mármol paroy en láminas de bronce, harán que gocessiglo de eternidad, Yagüe de Salas.
En vuestra sin igual, dulce armonía,
hermosísima Alfonsa, nos reservala nueva, la sin par sacra Minervacuanto de bueno y santo el cielo cría. Llega el felice punto, llega el día 5en que, si os oye la infernal caterva,huye gimiendo al centro y, de la acervaregión, suspiros a la tierra envía. En fin, vos convertís el suelo en cielocon la voz celestial, con la hermosura 10que os hacen parecer ángel divino; y así, conviene que tal vez el veloalcéis, y descubráis esa luz puraque nos pone del cielo en el camino.
Un valentón de espátula y gregüescoque a la muerte mil vidas sacrifica,cansado del oficio de la pica,mas no del ejercicio picaresco, retorciendo el mostacho soldadescopor ver que ya su bolsa le repica,a un corrillo llegó de gente ricay en el nombre de Dios, pidió refresco. “Den voacedes, por Dios, a mi pobreza — les dice — , donde no, por ocho santosque haré lo que suelo sin tardanza.” Mas uno que a sacar la espada empieza“¿Con quién habla — le dijo — el tragacantos? Si limosna no alcanza,¿qué es lo que suele hacer en tal querella?”Respondió el bravonel: “Irme sin ella”
Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
cuanto dice voacé, seor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente.»
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuése y no hubo nada.
Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido,
que, pues lo imposible pido,
lo posible aún no me den.
¿Quién menoscaba mis bienes?
¡Desdenes!
Y ¿quién aumenta mis duelos?
¡Los celos!
Y ¿quién prueba mi paciencia?
¡Ausencia!
De este modo en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza,
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
¡Amor!
Y ¿quién mi gloria repuna?
¡Fortuna!
Y ¿quién consiente mi duelo?
¡El cielo!
De este modo yo recelo
morir deste mal extraño,
pues se aúnan en mi daño
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
¡La muerte!
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
¡Mudanza!
Y sus males, ¿quién los cura?
¡Locura!
Dese modo no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
D. Augustini de Casanate Rojas
El autor a su pluma
Capítulo primero del Viaje del Parnaso
Del Viaje del Parnaso, capítulo segundo
Del Viaje del Parnaso, capítulo tercero
Del Viaje del Parnaso, capítulo cuarto
Del Viaje del Parnaso, capítulo quinto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sexto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sétimo
Del Viaje del Parnaso, capítulo octavo
Adjunta al Parnaso
Licencia I.
Por comisión y mandado de los señores del Consejo, he hecho ver el libro contenido en este memorial. No tiene cosa contra la fee ni buenas costumbres, es libro curioso y se puede imprimir. Fecho en Madrid, a 16 de setiembre de 1614.
El doctor Gutierre de Cetina.
Licencia II.
Por mandado y comisión de los señores del Consejo, he vistoEl viaje del Parnaso, de Miguel de Cervantes Saavedra; y, después de no tener cosa contra lo que tiene y enseña nuestra santa fee católica ni buenas costumbres, tiene muchas muy apacibles y entretenidas, y muy conformes a las que del mismo autor honran la nación y celebra el mundo. Este es mi parecer, salvo &c. En Madrid, a 20 de setiembre, 1614.
El maestro Joseph de Valdivielso.
Privilegio
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado Viaje del Parnaso, de que hacíades presentación, y porque os había costado algún trabajo y ser curioso y deleitable, nos suplicasteis vos mandásemos dar licencia para le imprimir y privilegio por veinte años, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la premática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos de mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de seis años cumplidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante, vos, o la persona que para ello vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro que desuso se hace mención. Y por la presente damos licencia y facultad a cualquier impresor de nuestros reinos que nombráredes, para que durante el dicho tiempo le pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin de Hernando de Vallejo, nuestro escribano de Cámara, y uno de los que en él residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos, juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fee en pública forma, cómo por corretor por nos nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho original. Y mandamos al dicho impresor que ansí imprimiere el dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor y persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que, antes y primero, el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo. Y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual inmediatamente ponga esta nuestra licencia y la aprobación, tasa y erratas; ni lo podáis vender ni vendáis vos, ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra licencia, no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cualesquiera libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere; de la cual dicha pena sea la tercera parte para nuestra Cámara y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para el que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y otras cualesquiera justicias de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a cada uno en su jurisdición, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced que así vos hacemos, y contra ella no vayan, ni pasen, ni consientan ir ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Ventosilla, a diez y ocho días del mes de otubre de mil y seiscientos y catorce años.Yo, el rey.Por mandado del Rey nuestro señor:
Jorge de Tovar.
Tasa
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro que compuso Miguel de Cervantes Saavedra, intitulado Viaje del Parnaso, que con su licencia fue impreso, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene once pliegos, que al dicho respeto suma y monta cuarenta y cuatro maravedís cada volumen en papel; y mandaron que a este precio se haya de vender y venda, y no a más, y que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que por él se sepa y entienda lo que se ha de pedir y llevar, sin que se haya de exceder ni exceda della en manera alguna. Y para que dello conste, de pedimiento del dicho Miguel de Cervantes y mandamiento de los dichos señores del Consejo, di la presente en la villa de Madrid, a diez y siete días del mes de noviembre, de mil y seiscientos y catorce años.
Hernando de Vallejo.
Erratas
Fojas 4, plana 1, terceto tercero: donde dice y cen, diga y con.Fojas 11, plana 2, terceto 6: donde dice inceso, diga Enciso.Fojas 14, plana 1, terceto 6: donde dice palma lleva, diga y palma lleva.Fojas 14, plana 2, terceto primero: donde dice cuenta, digaquinta.Este libro, intitulado Viaje del Parnaso, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, con estas erratas, corresponde con su original. Dada en Madrid, a diez días del mes de noviembre de 1614.
El licenciado Murcia de la Llana.
Dedicatoria
Dirijo a vuesa merced este Viaje que hiceal Parnaso, que no desdice a su edad florida, ni a sus loables y estudiosos ejercicios. Si vuesa merced le hace el acogimiento que yo espero de su condición ilustre, él quedará famoso en el mundo y mis deseos premiados. Nuestro Señor, &c.
Miguel de Cervantes Saavedra.
Prólogo al lector
Si por ventura, lector curioso, eres poeta y llegare a tus manos (aunque pecadoras) este Viaje; si te hallares en él escrito y notado entre los buenos poetas, da gracias a Apolo por la merced que te hizo; y si no te hallares, también se las puedes dar. Y Dios te guarde.
Epigramma
Excute cæruleum, proles Saturnia, tergum, verbera quadrigæ sentiat alma Tetis.Agmen Apollineum, noua sacri iniuria ponti, carmineis ratibus per freta tendit iter.Proteus æquoreas pecudes, modulamina Triton, 5 monstra cauos latices obstupefacta sinunt.At caueas tantæ torquent quæ mollis habenas, carmina si excipias nulla tridentis opes.Hesperiis Michael claros conduxit ab oris in pelagus vates; delphica castra petit. 10Imo age, pone metus, mediis subsiste carinis, Parnasi in litus vela secunda gere.
Soneto
Pues veis que no me han dado algún sonetoque ilustre deste libro la portada,venid vos, pluma mía mal cortada,y hacedle, aunque carezca de discreto. Haréis que escusó el temerario aprieto 5de andar de una en otra encrucijada,mendigando alabanzas, escusadafatiga e impertinente, yo os prometo. Todo soneto y rima allá se avenga,y adorne los umbrales de los buenos, 10aunque la adulación es de ruin casta. Y dadme vos que este Viaje tengade sal un panecillo por lo menos,que yo os le marco por vendible, y basta.
Un quídam Caporal italïano,de patria perusino, a lo que entiendo,de ingenio griego y de valor romano, llevado de un capricho reverendo,le vino en voluntad de ir a Parnaso, 5por huir de la Corte el vario estruendo. Solo y a pie partióse, y paso a pasollegó donde compró una mula antigua,de color parda y tartamudo paso. Nunca a medroso pareció estantigua 10mayor, ni menos buena para carga,grande en los huesos y en la fuerza exigua, corta de vista, aunque de cola larga,estrecha en los ijares, y en el cueromás dura que lo son los de una adarga. 15 Era de ingenio cabalmente entero:caía en cualquier cosa fácilmente,así en abril como en el mes de enero. En fin, sobre ella el poetón valientellegó al Parnaso, y fue del rubio Apolo 20agasajado con serena frente. Contó, cuando volvió el poeta soloy sin blanca a su patria, lo que en vuelollevó la fama deste al otro polo. Yo, que siempre trabajo y me desvelo 25por parecer que tengo de poetala gracia que no quiso darme el cielo, quisiera despachar a la estafetami alma, o por los aires, y ponellasobre las cumbres del nombrado Oeta, 30 pues, descubriendo desde allí la bellacorriente de Aganipe, en un salticopudiera el labio remojar en ella, y quedar del licor süave y ricoel pancho lleno, y ser de allí adelante 35poeta ilustre, o al menos magnifico. Mas mil inconvenientes al instantese me ofrecieron, y quedó el deseoen cierne, desvalido e ignorante.
Porque en la piedra que en mis hombros veo, 40que la Fortuna me cargó pesada,mis mal logradas esperanzas leo. Las muchas leguas de la gran jornadase me representaron, que pudierantorcer la voluntad aficionada, 45 si en aquel mesmo istante no acudieranlos humos de la fama a socorrerme,y corto y fácil el camino hicieran. Dije entre mí: «si yo viniese a vermeen la difícil cumbre deste monte, 50y una guirnalda de laurel ponerme, no envidiaría el bien decir de Aponte,ni del muerto Galarza la agudeza,en manos blando, en lengua Rodomonte». Mas, como de un error otro se empieza, 55creyendo a mi deseo, di al caminolos pies, porque di al viento la cabeza. En fin, sobre las ancas del Destino,llevando a la Elección puesta en la silla,hacer el gran vïaje determino. 60 Si esta cabalgadura maravilla,sepa el que no lo sabe que se usapor todo el mundo, no sólo en Castilla.
Ninguno tiene o puede dar escusade no oprimir desta gran bestia el lomo, 65ni mortal caminante lo rehúsa. Suele tal vez ser tan ligera comova por el aire el águila o saeta,y tal vez anda con los pies de plomo. Pero, para la carga de un poeta, 70siempre ligera, cualquier bestia puedellevarla, pues carece de maleta; que es caso ya infalible que, aunque herederiquezas un poeta, en poder suyono aumentarlas, perderlas le sucede. 75 Desta verdad ser la ocasión arguyoque tú, ¡oh gran padre Apolo!, les infundesen sus intentos el intento tuyo. Y, como no le mezclas ni confundesen cosas de agibílibus rateras, 80ni en el mar de ganancia vil le hundes, ellos, o traten burlas o sean veras,sin aspirar a la ganancia en cosa,sobre el convexo van de las esferas, pintando en la palestra rigurosa 85las acciones de Marte, o entre las floreslas de Venus, más blanda y amorosa.
Llorando guerras o cantando amores,la vida como en sueño se les pasa,o como suele el tiempo a jugadores. 90 Son hechos los poetas de una masadulce, süave, correosa y tierna,y amiga del hogar de ajena casa. El poeta más cuerdo se gobiernapor su antojo baldío y regalado, 95de trazas lleno y de ignorancia eterna. Absorto en sus quimeras, y admiradode sus mismas acciones, no procurallegar a rico como a honroso estado. Vayan, pues, los leyentes con letura, 100cual dice el vulgo mal limado y bronco,que yo soy un poeta desta hechura: cisne en las canas, y en la voz un roncoy negro cuervo, sin que el tiempo puedadesbastar de mi ingenio el duro tronco; 105 y que en la cumbre de la varia ruedajamás me pude ver sólo un momento,pues cuando subir quiero, se está queda. Pero, por ver si un alto pensamientose puede prometer feliz suceso, 110seguí el viaje a paso tardo y lento.
Un candeal con ocho mis de quesofue en mis alforjas mi repostería,útil al que camina y leve peso. «Adiós», dije a la humilde choza mía; 115«adiós, Madrid; adiós tu Prado y fuentes,que manan néctar, llueven ambrosía; adiós, conversaciones suficientesa entretener un pecho cuidadosoy a dos mil desvalidos pretendientes; 120 adiós, sitio agradable y mentiroso,do fueron dos gigantes abrasadoscon el rayo de Júpiter fogoso; adiós, teatros públicos, honradospor la ignorancia que ensalzada veo 125en cien mil disparates recitados; adiós, de San Felipe el gran paseo,donde si baja o sube el turco galgo,como en gaceta de Venecia leo; adiós, hambre sotil de algún hidalgo, 130que por no verme ante tus puertas muerto,hoy de mi patria y de mí mismo salgo». Con esto, poco a poco llegué al puertoa quien los de Cartago dieron nombre,cerrado a todos vientos y encubierto; 135 a cuyo claro y sin igual renombrese postran cuantos puertos el mar baña,descubre el sol y ha navegado el hombre. Arrojóse mi vista a la campañarasa del mar, que trujo a mi memoria 140del heroico don Juan la heroica hazaña; donde con alta de soldados gloria,y con propio valor y airado pechotuve, aunque humilde, parte en la vitoria. Allí, con rabia y con mortal despecho, 145el otomano orgullo vio su bríohollado y reducido a pobre estrecho. Lleno, pues, de esperanzas y vacíode temor, busqué luego una fragataque efetuase el alto intento mío, 150 cuando por la, aunque azul, líquida platavi venir un bajel a vela y remo,que tomar tierra en el gran puerto trata. Del más gallardo y más vistoso estremode cuantos las espaldas de Neptuno 155oprimieron jamás, ni más supremo, cual éste, nunca vio bajel algunoel mar, ni pudo verse en el armadaque destruyó la vengativa Juno;
no fue del vellocino a la jornada 160Argos tan bien compuesta y tan pomposa,ni de tantas riquezas adornada. Cuando entraba en el puerto, la hermosaAurora por las puertas del Orientesalía en trenza blanda y amorosa. 165 Oyóse un estampido de repente,haciendo salva la real galera,que despertó y alborotó la gente. El son de los clarines la riberallenaba de dulcísima armonía, 170y el de la chusma alegre y placentera. Entrábanse las horas por el día,a cuya luz, con distinción más clara,se vio del gran bajel la bizarría. Áncoras echa, y en el puerto para, 175y arroja un ancho esquife al mar tranquilocon música, con grita y algazara. Usan los marineros de su estilo:cubren la popa con tapetes tales,que es oro y sirgo de su trama el hilo. 180 Tocan de la ribera los umbrales;sale del rico esquife un caballeroen hombros de otros cuatro principales,
en cuyo traje y ademán severovi de Mercurio al vivo la figura, 185de los fingidos dioses mensajero; en el gallardo talle y compostura,en los alados pies, y el caduceo,símbolo de prudencia y de cordura, digo que al mismo paraninfo veo, 190que trujo mentirosas embajadasa la tierra del alto Coliseo. Vile, y apenas puso las aladasplantas en las arenas, venturosaspor verse de divinos pies tocadas, 195 cuando yo, revolviendo cien mil cosasen la imaginación, llegué a postrarmeante las plantas por adorno hermosas. Mandóme el dios parlero luego alzarme,y, con medidos versos y sonantes, 200desta manera comenzó a hablarme: «¡Oh Adán de los poetas, oh Cervantes!¿Qué alforjas y qué traje es éste, amigo,que así muestra discursos ignorantes?» Yo, respondiendo a su demanda, digo: 205«Señor: voy al Parnaso, y, como pobre,con este aliño mi jornada sigo».
Y él a mí dijo: «¡Oh sobrehumano y sobreespíritu cilenio levantado,toda abundancia y todo honor te sobre! 210 Que, en fin, has respondido a ser soldadoantiguo y valeroso, cual lo muestrala mano de que estás estropeado. Bien sé que en la naval dura palestraperdiste el movimiento de la mano 215izquierda, para gloria de la diestra; y sé que aquel instinto sobrehumanoque de raro inventor tu pecho encierrano te le ha dado el padre Apolo en vano. Tus obras los rincones de la tierra, 220llevándolas en grupa Rocinante,descubren y a la envidia mueven guerra. Pasa, raro inventor, pasa adelantecon tu sotil disinio, y presta ayudaa Apolo, que la tuya es importante, 225 antes que el escuadrón vulgar acudade más de veinte mil sietemesinospoetas que de serlo están en duda. Llenas van ya las sendas y caminosdesta canalla inútil contra el monte, 230que aun de estar a su sombra no son dignos.
Ármate de tus versos luego, y pontea punto de seguir este vïajeconmigo, y a la gran obra dispónte; conmigo, segurísimo pasaje 235tendrás, sin que te empaches, ni procureslo que suelen llamar matalotaje; y, porque esta verdad que digo apures,entra conmigo en mi galera y miracosas con que te asombres y asegures». 240 Yo, aunque pensé que todo era mentira,entré con él en la galera hermosay vi lo que pensar en ello admira: de la quilla a la gavia, ¡oh estraña cosa!,toda de versos era fabricada, 245sin que se entremetiese alguna prosa; las ballesteras eran de ensaladade glosas, todas hechas a la bodade la que se llamó malmaridada; era la chusma de romances toda, 250gente atrevida, empero necesaria,pues a todas acciones se acomoda; la popa, de materia estraordinaria,bastarda, y de legítimos sonetos,de labor peregrina en todo y varia; 255 eran dos valentísimos tercetoslos espalderes de la izquierda y diestra,para dar boga larga muy perfectos; hecha ser la crujía se me muestrade una luenga y tristísima elegía, 260que no en cantar sino en llorar es diestra (por ésta entiendo yo que se diríalo que suele decirse a un desdichadocuando lo pasa mal: «pasó crujía»); el árbol, hasta el cielo levantado, 265de una dura canción prolija estabade canto de seis dedos embreado; él y la entena que por él cruzaba,de duros estrambotes la maderade que eran hechos claro se mostraba; 270 la racamenta, que es siempre parlera,toda la componían redondillas,con que ella se mostraba más ligera; las jarcias parecían seguidillasde disparates mil y más compuestas, 275que suelen en el alma hacer cosquillas; las rumbadas, fortísimas y honestasestancias eran, tablas poderosasque llevan un poema y otro a cuestas.
Era cosa de ver las bulliciosas 280banderillas que al aire tremolaban,de varias rimas algo licenciosas; los grumetes, que aquí y allí cruzaban,de encadenados versos parecían,puesto que como libres trabajaban. 285 Todas las obras muertas componíano versos sueltos, o sestinas graves,que a la galera más gallarda hacían. En fin, con modos blandos y süaves,viendo Mercurio que yo visto había 290el bajel, que es razón, lector, que alabes, junto a sí me sentó, y su voz envíaa mis oídos en razones clarasy llenas de suavísima armonía, diciendo: «Entre las cosas que son raras 295y nuevas en el mundo y peregrinas,verás, si en ello adviertes y reparas, que es una este bajel de las más dignasde admiración, que llegue a ser espantoa naciones remotas y vecinas. 300 No le formaron máquinas de encanto,sino el ingenio del divino Apolo,que puede, quiere y llega y sube a tanto.
Formóle, ¡oh nuevo caso!, para sóloque yo llevase en él cuantos poetas 305hay desde el claro Tajo hasta Pactolo. De Malta el gran maestre, a quien secretasespías dan aviso que en Orientese aperciben las bárbaras saetas, teme, y envía a convocar la gente 310que sella con la blanca cruz el pecho,porque en su fuerza su valor se aumente; a cuya imitación, Apolo ha hechoque los famosos vates al Parnasoacudan, que está puesto en duro estrecho. 315 Yo, condolido del doliente caso,en el ligero casco, ya instrüidode lo que he de hacer, aguijo el paso: de Italia las riberas he barrido;he visto las de Francia y no tocado, 320por venir sólo a España dirigido. Aquí, con dulce y con felice agrado,hará fin mi camino, a lo que creo,y seré fácilmente despachado. Tú, aunque en tus canas tu pereza veo, 325serás el paraninfo de mi asumptoy el solicitador de mi deseo.
Parte, y no te detengas sólo un punto,y a los que en esta lista van escritosdirás de Apolo cuanto aquí yo apunto». 330 Sacó un papel, y en él casi infinitosnombres vi de poetas, en que habíayangüeses, vizcaínos y coritos. Allí famosos vi de Andalucía,y entre los castellanos vi unos hombres 335en quien vive de asiento la poesía. Dijo Mercurio: «Quiero que me nombresdesta turba gentil, pues tú lo sabes,la alteza de su ingenio, con los nombres». Yo respondí: «De los que son más graves 340diré lo que supiere, por movertea que ante Apolo su valor alabes».Él escuchó. Yo dije desta suerte.
Colgado estaba de mi antigua bocael dios hablante, pero entonces mudo(que al que escucha, el guardar silencio toca),
cuando di de improviso un estornudo,y, haciendo cruces por el mal agüero, 5del gran Mercurio al mandamiento acudo. Miré la lista, y vi que era el primeroel licenciado JUAN DE OCHOA, amigopor poeta y cristiano verdadero; deste varón en su alabanza digo 10que puede acelerar y dar la muertecon su claro discurso al enemigo, y que si no se aparta y se diviertesu ingenio en la gramática española,será de Apolo sin igual la suerte; 15 pues de su poesía, al mundo sola,puede esperar poner el pie en la cumbrede la incostante rueda o varia bola. Éste que de los cómicos es lumbre,que el licenciado POYO es su apellido, 20no hay nube que a su sol claro deslumbre; pero, como está siempre entretenidoen trazas, en quimeras e invenciones,no ha de acudir a este marcial rüido. Éste que en lista por tercero pones, 25que HIPÓLITO se llama DE VERGARA,si llevarle al Parnaso te dispones,
haz cuenta que en él llevas una jara,una saeta, un arcabuz, un rayoque contra la ignorancia se dispara. 30 Éste que tiene como mes de mayoflorido ingenio, y que comienza ahoraa hacer de sus comedias nuevo ensayo, GODÍNEZ es. Y estotro que enamoralas almas con sus versos regalados, 35cuando de amor ternezas canta o llora, es uno que valdrá por mil soldadoscuando a la estraña y nunca vista empresafueren los escogidos y llamados; digo que es don FRANCISCO, el que profesa 40las armas y las letras con tal nombre,que por su igual Apolo le confiesa; es DE CALATAYUD su sobrenombre;con esto queda dicho todo cuantopuedo decir con que a la invidia asombre. 45 Éste que sigue es un poeta santo,digo famoso: MIGUEL CID se llama,que al coro de las Musas pone espanto. Estotro que sus versos encaramasobre los mismos hombros de Calisto, 50tan celebrado siempre de la fama,
es aquel agradable, aquel bienquisto,aquel agudo, aquel sonoro y gravesobre cuantos poetas Febo ha visto; aquel que tiene de escribir la llave 55con gracia y agudeza en tanto estremo,que su igual en el orbe no se sabe: es don LUIS DE GÓNGORA, a quien temoagraviar en mis cortas alabanzas,aunque las suba al grado más supremo. 60 ¡Oh tú, divino espíritu, que alcanzasya el premio merecido a tus deseosy a tus bien colocadas esperanzas; ya en nuevos y justísimos empleos,divino HERRERA, tu caudal se aplica, 65aspirando del cielo a los trofeos! Ya de tu hermosa Luz, y clara, y rica,el bello resplandor miras seguro,en la que el alma tuya beatifica; y, arrimada tu yedra al fuerte muro 70de la inmortalidad, no estimas cuantomora en las sombras deste mundo escuro. Y tú, don JUAN DE JÁURIGUI, que a tantoel sabio curso de tu pluma aspira,que sobre las esferas le levanto, 75 aunque Lucano por tu voz respira,déjale un rato y, con piadosos ojos,a la necesidad de Apolo mira; que te están esperando mil despojosde otros mil atrevidos, que procuran 80fértiles campos ser, siendo rastrojos. Y tú, por quien las Musas aseguransu partido, don FÉLIX ARIAS, sienteque por su gentileza te conjuran y ruegan que defiendas desta gente 85non sancta su hermosura, y de Aganipey de Hipocrene la inmortal corriente. ¿Consentirás tú, a dicha, participedel licor suavísimo un poetaque al hacer de sus versos sude y hipe? 90 No lo consentirás, pues tu discretavena, abundante y rica, no permitecosa que sombra tenga de imperfecta. «Señor, éste que aquí viene se quite»,dije a Mercurio, «que es un chacho necio 95que juega, y es de sátiras su envite. Éste sí que podrás tener en precio,que es ALONSO DE SALAS BARBADILLO,a quien me inclino y sin medida aprecio.
Éste que viene aquí, si he de decillo, 100no hay para qué le embarques; y así, puedesborrarle». Dijo el dios: «Gusto de oíllo». «Es un cierto rapaz, que a Ganimedesquiere imitar, vistiéndose a lo godo;y así, aconsejo que sin él te quedes. 105 No lo harás con éste dese modo,que es el gran LUIS CABRERA, que, pequeño,todo lo alcanza, pues lo sabe todo; es de la historia conocido dueño,y en discursos discretos tan discreto, 110que a Tácito verás si te le enseño. Éste que viene es un galán sujetode la varia fortuna a los vaivenesy del mudable tiempo al duro aprieto: un tiempo rico de caducos bienes, 115y ahora de los firmes e inmudablesmás rico, a tu mandar firme le tienes; pueden los altos riscos siempre establesser tocados del mar, mas no movidosde sus ondas en cursos varïables; 120 ni menos a la tierra trae rendidoslos altos cedros Bóreas, cuando, airado,quiere humillar los más fortalecidos.
Y éste que vivo ejemplo nos ha dadodesta verdad con tal filosofía, 125don LORENZO RAMÍREZ es DE PRADO. Déste que se le sigue aquí diríaque es don ANTONIO DE MONROY, que veoen él lo que es ingenio y cortesía; satisfación al más alto deseo 130puede dar de valor heroico y ciencia,pues mil descubro en él y otras mil creo. Éste es un caballero de presenciaagradable y que tiene de Torcatoel alma sin alguna diferencia; 135 de don ANTONIO DE PAREDES trato,a quien dieron las Musas, sus amigas,en tierna edad anciano ingenio y trato. Éste que por llevarle te fatigas,es don ANTONIO DE MENDOZA, y veo 140cuánto en llevarle al sacro Apolo obligas. Éste que de las Musas es recreo,la gracia y el donaire y la cordura,que de la discreción lleva el trofeo, es PEDRO DE MORALES, propria hechura 145del gusto cortesano, y es asiloadonde se repara mi ventura.
Éste, aunque tiene parte de Zoílo,es el grande ESPINEL, que en la guitarratiene la prima y en el raro estilo. 150 Éste que tanto allá tira la barraque las cumbres se deja atrás de Pindo,que jura, que vocea y que desgarra, tiene más de poeta que de lindo,y es JUSEPE DE VARGAS, cuyo astuto 155ingenio y rara condición deslindo. Éste, a quien pueden dar justo tributola gala y el ingenio que más puedaofrecer a las Musas flor y fruto, es el famoso ANDRÉS DE BALMASEDA, 160de cuyo grave y dulce entendimientoel magno Apolo satisfecho queda. Éste es ENCISO, gloria y ornamentodel Tajo, y claro honor de Manzanares,que con tal hijo aumenta su contento. 165 Éste, que es escogido entre millares,de GUEVARA LUIS VÉLEZ es el bravo,que se puede llamar quitapesares; es poeta gigante, en quien alaboel verso numeroso, el peregrino 170ingenio, si un Gnatón nos pinta, o un Davo.
Éste es don JUAN DE ESPAÑA, que es más dignode alabanzas divinas que de humanas,pues en todos sus versos es divino. Éste, por quien de Luso están ufanas 175las Musas, es SILVEIRA, aquel famosoque por llevarle con razón te afanas. Éste que se le sigue es el curiosogran don PEDRO DE HERRERA, conocidopor de ingenio elevado en punto honroso. 180 Éste que de la cárcel del olvidosacó otra vez a Proserpina hermosa,con que a España y al Dauro ha enriquecido, verásle, en la contienda rigurosaque se teme y se espera en nuestros días 185(culpa de nuestra edad poco dichosa), mostrar de su valor las lozanías;pero ¿qué mucho, si es aquéste el doctoy grave don FRANCISCO DE FARÍAS? Éste, de quien yo fui siempre devoto, 190oráculo y Apolo de Granada,y aun deste clima nuestro y del remoto, PEDRO RODRÍGUEZ es. Éste es TEJADA,de altitonantes versos y sonoros,con majestad en todo levantada. 195 Éste que brota versos por los porosy halla patria y amigos dondequiera,y tiene en los ajenos sus tesoros, es MEDINILLA, el que la vez primeracantó el Romance de la tumba escura, 200entre cipreses puestos en hilera. Éste que en verdes años se apresuray corre al sacro lauro, es don FERNANDOBERMÚDEZ, donde vive la cordura. Éste es aquel poeta memorando 205que mostró de su ingenio la agudeza,en las selvas de Erífile cantando. Éste que la coluna nueva empieza,con estos dos que con su ser convienen,nombrarlos aun lo tengo por bajeza. 210 MIGUEL CEJUDO y MIGUEL SÁNCHEZ vienenjuntos aquí, ¡oh par sin par!; en éstoslas sacras Musas fuerte amparo tienen; que en los pies de sus versos bien compuestos,llenos de erudición rara y dotrina, 215al ir al grave caso serán prestos. Este gran caballero, que se inclinaa la lección de los poetas buenos,y al sacro monte con su luz camina,
don FRANCISCO DE SILVA es por lo menos; 220¿qué será por lo más? ¡Oh edad maduraen verdes años de cordura llenos! Don GABRIEL GÓMEZ viene aquí; seguratiene con él Apolo la vitoriade la canalla siempre necia y dura. 225 Para honor de su ingenio, para gloriade su florida edad, para que admiresiempre de siglo en siglo su memoria, en este gran sujeto se retirey abrevie la esperanza deste hecho, 230y Febo al gran VALDÉS atento mire. Verá en él un gallardo y sabio pecho,un ingenio sutil y levantado,con que le deje en todo satisfecho. FIGUEROA es estotro, el doctorado, 235que cantó de Amarili la costanciaen dulce prosa y verso regalado. Cuatro vienen aquí en poca distancia,con mayúsculas letras de oro escritos,que son del alto asumpto la importancia; 240 de tales cuatro, siglos infinitosdurará la memoria, sustentadaen la alta gravedad de sus escritos;
del claro Apolo la real morada,si viniere a caer de su grandeza, 245será por estos cuatro levantada; en ellos nos cifró Naturalezael todo de las partes, que son dignasde gozar celsitud, que es más que alteza. Esta verdad, gran CONDE DE SALINAS, 250bien la acreditas con tus raras obras,que en los términos tocan de divinas. Tú, el de ESQUILACHE PRÍNCIPE, que cobrasde día en día crédito tamaño,que te adelantas a ti mismo y sobras, 255 serás escudo fuerte al grave dañoque teme Apolo, con ventajas tantas,que no te espere el escuadrón tacaño. Tú, CONDE DE SALDAÑA, que con plantastiernas pisas de Pindo la alta cumbre, 260y en alas de tu ingenio te levantas, hacha has de ser de inestinguible lumbre,que guíe al sacro monte al deseosode verse en él, sin que la luz deslumbre. Tú, el de VILLAMEDIANA, el más famoso 265de cuantos entre griegos y latinosalcanzaron el lauro venturoso,
cruzarás por las sendas y caminosque al monte guían, porque más seguroslleguen a él los simples peregrinos; 270 a cuya vista destos cuatro murosde Parnaso, caerán las arroganciasde los mancebos, sobre necios, duros. ¡Oh cuántas y cuán graves circustanciasdijera destos cuatro, que felices 275aseguran de Apolo las ganancias! Y más, si se les llega el DE ALCAÑICESMARQUÉS insigne, harán (puesto que hay unaen el mundo no más) cinco fenices; cada cual de por sí será coluna 280que sustente y levante el idificiode Febo sobre el cerco de la luna. Éste, puesto que acude al grave oficioen que se ocupa, el lauro y palma lleva,que Apolo da por honra y beneficio; 285 en esta ciencia es maravilla nueva,y en la jurispericia único y raro:su nombre es don FRANCISCO DE LA CUEVA. Éste, que con Homero le comparo,es el gran don RODRIGO DE HERRERA, 290insigne en letras y en virtudes raro.
Éste que se le sigue es el DE VERADON JUAN, que por su espada y por su plumale honran en la quinta y cuarta esfera. Éste que el cuerpo y aun el alma bruma 295de mil, aunque no muestra ser cristiano,sus escritos el tiempo no consuma». Cayóseme la lista de la manoen este punto, y dijo el dios: «Con éstosque has referido está el negocio llano. 300 Haz que con pies y pensamientos prestosvengan aquí, donde aguardando quedola fuerza de tan válidos supuestos». «Mal podrá don FRANCISCO DE QUEVEDOvenir», dije yo entonces; y él me dijo: 305«Pues partirme sin él de aquí no puedo. Ése es hijo de Apolo, ése es hijode Calíope Musa; no podemosirnos sin él, y en esto estaré fijo; es el flagelo de poetas memos, 310y echará a puntillazos del Parnasolos malos que esperamos y tenemos». «¡Oh señor», repliqué, «que tiene el pasocorto y no llegará en un siglo entero!»«Deso», dijo Mercurio, «no hago caso, 315 que el poeta que fuere caballero,sobre una nube entre pardilla y claravendrá muy a su gusto caballero». «Y el que no», pregunté, «¿qué le preparaApolo? ¿Qué carrozas, o qué nubes? 320¿Qué dromerio, o alfana en paso rara?» «Mucho», me respondió, «mucho te subesen tus preguntas; calla y obedece».«Sí haré, pues no es infando lo que jubes». Esto le respondí, y él me parece 325que se turbó algún tanto; y en un puntoel mar se turba, el viento sopla y crece. Mi rostro entonces, como el de un difuntose debió de poner; y sí haría,que soy medroso, a lo que yo barrunto. 330 Vi la noche mezclarse con el día;las arenas del hondo mar alzarsea la región del aire, entonces fría. Todos los elementos vi turbarse:la tierra, el agua, el aire, y aun el fuego 335vi entre rompidas nubes azorarse. Y, en medio deste gran desasosiego,llovían nubes de poetas llenassobre el bajel, que se anegara luego,
si no acudieran más de mil sirenas 340a dar de azotes a la gran borrasca,que hacía el saltarel por las entenas. Una, que ser pensé Juana la Chasca,de dilatado vientre y luengo cuello,pintiparado a aquel de la tarasca, 345 se llegó a mí, y me dijo: «De un cabellodeste bajel estaba la esperanzacolgada, a no venir a socorrello. Traemos, y no es burla, a la Bonanza,que estaba descuidada oyendo atenta 350los discursos de un cierto Sancho Panza». En esto, sosegóse la tormenta,volvió tranquilo el mar, serenó el cielo,que al regañón el céfiro le ahuyenta. Volví la vista, y vi en ligero vuelo 355una nube romper el aire claro,de la color del condensado yelo. ¡Oh maravilla nueva! ¡Oh caso raro!Vilo, y he de decillo, aunque se dudedel hecho que por brújula declaro. 360 Lo que yo pude ver, lo que yo pudenotar fue que la nube, divididaen dos mitades, a llover acude.
Quien ha visto la tierra prevenidacon tal disposición que, cuando llueve 365(cosa ya averiguada y conocida), de cada gota en un instante brevedel polvo se levanta o sapo o rana,que a saltos o despacio el paso mueve, tal se imagine ver, ¡oh soberana 370virtud!, de cada gota de la nubesaltar un bulto, aunque con forma humana. Por no creer esta verdad estuvemil veces; pero vila con la vista,que entonces clara y sin legañas tuve. 375 Eran aquestos bultos de la listapasada los poetas referidos,a cuya fuerza no hay quien la resista. Unos por hombres buenos conocidos,otros de rumbo y hampo, y Dios es Cristo, 380poquitos bien y muchos mal vestidos. Entre ellos parecióme de haber vistoa don ANTONIO DE GALARZA el bravo,gentilhombre de Apolo y muy bienquisto. El bajel se llenó de cabo a cabo, 385y su capacidad a nadie niegacopioso asiento, que es lo más que alabo.
Llovió otra nube al gran LOPE DE VEGA,poeta insigne, a cuyo verso o prosaninguno le aventaja, ni aun le llega. 390 Era cosa de ver maravillosade los poetas la apretada enjambre,en recitar sus versos muy melosa: éste muerto de sed, aquél de hambre.Yo dije, viendo tantos, con voz alta: 395«¡Cuerpo de mí con tanta poetambre!» Por tantas sobras conoció una faltaMercurio, y, acudiendo a remedialla,ligero en la mitad del bajel salta; y con una zaranda que allí halla, 400no sé si antigua o si de nuevo hecha,zarandó mil poetas de gramalla. Los de capa y espada no desecha,y déstos zarandó dos mil y tantos;que fue de guilla entonces la cosecha: 405 colábanse los buenos y los santos,y quedábanse arriba los granzones,más duros en sus versos que los cantos; y, sin que les valiesen las razonesque en su disculpa daban, daba luego 410Mercurio al mar con ellos a montones.
Entre los arrojados, se oyó un ciego,que murmurando entre las ondas ibade Apolo con un pésete y reniego. Un sastre, aunque en sus pies flojos estriba, 415abriendo con los brazos el camino,dijo: «¡Sucio es Apolo, así yo viva!» Otro, que al parecer iba mohíno,con ser un zapatero de obra prima,dijo dos mil, no un solo desatino. 420 Trabaja un tundidor, suda y se animapor verse a la ribera conducido,que más la vida que la honra estima. El escuadrón nadante, reducidoa la marina, vuelve a la galera 425el rostro, con señales de ofendido; y uno por todos dijo: «Bien pudieraese chocante embajador de Febotratarnos bien, y no desta manera. Mas oigan lo que digo: yo me atrevo 430a profanar del monte la grandezacon libros nuevos y en estilo nuevo». Calló Mercurio, y a poner empiezacon gran curiosidad seis camarines,dando a la gracia ilustre rancho y pieza. 435 De nuevo resonaron los clarines;y así, Mercurio, lleno de contento,sin darle mal agüero los delfines,remos al agua dio, velas al viento.
Eran los remos de la real galerade esdrújulos, y dellos compelidase deslizaba por el mar ligera. Hasta el tope la vela iba tendida,hecha de muy delgados pensamientos, 5de varios lizos por amor tejida. Soplaban dulces y amorosos vientos,todos en popa, y todos se mostrabanal gran vïaje solamente atentos. Las sirenas en torno navegaban, 10dando empellones al bajel lozano,con cuya ayuda en vuelo le llevaban. Semejaban las aguas del mar canocolchas encarrujadas, y hacíanazules visos por el verde llano. 15 Todos los del bajel se entretenían:unos glosando pies dificultosos,otros cantaban, otros componían; otros, de los tenidos por curiosos,referían sonetos, muchos hechos 20a diferentes casos amorosos; otros, alfeñicados y deshechosen puro azúcar, con la voz süave,de su melifluidad muy satisfechos, en tono blando, sosegado y grave, 25églogas pastorales recitaban,en quien la gala y la agudeza cabe; otros de sus señoras celebraban,en dulces versos, de la amada bocalos escrementos que por ella echaban. 30 Tal hubo a quien amor así le toca,que alabó los riñones de su damacon gusto grande y no elegancia poca. Uno cantó que la amorosa llamaen mitad de las aguas le encendía, 35y como toro agarrochado brama. Desta manera andaba la Poesíade en uno en otro, haciendo que hablaseéste latín, aquél algarabía.
En esto, sesga la galera, vase 40rompiendo el mar con tanta ligereza,que el viento aun no consiente que la pase; y, en esto, descubrióse la grandezade la escombrada playa de Valencia,por arte hermosa y por naturaleza. 45 Hizo luego de sí grata presenciael gran don LUIS FERRER, marcado el pechode honor y el alma de divina ciencia; desembarcóse el dios, y fue derechoa darle cuatro mil y más abrazos, 50de su vista y su ayuda satisfecho. Volvió la vista, y reiteró los lazosen don GUILLÉN DE CASTRO, que veníadeseoso de verse en tales brazos. CRISTÓBAL DE VIRUÉS se le seguía, 55con PEDRO DE AGUILAR, junta famosade las que Turia en sus riberas cría. No le pudo llegar más valerosaescuadra al gran Mercurio, ni él pudieradesearla mejor ni más honrosa. 60 Luego se descubrió por la riberaun tropel de gallardos valencianos,que a ver venían la sin par galera;
todos con instrumentos en las manosde estilos y librillos de memoria, 65por bizarría y por ingenio ufanos, codiciosos de hallarse en la vitoria,que ya tenían por segura y cierta,de las heces del mundo y de la escoria. Pero Mercurio les cerró la puerta, 70digo, no consintió que se embarcasen,y el porqué no lo dijo, aunque se acierta. Y fue, porque temió que no se alzasen,siendo tantos y tales, con Parnaso,y nuevo imperio y mando en él fundasen. 75 En esto, viose con brïoso pasovenir al magno ANDRÉS REY DE ARTIEDA,no por la edad descaecido o laso; hicieron todos espaciosa rueda,y, cogiéndole en medio, le embarcaron, 80más rico de valor que de moneda. Al momento las áncoras alzaron,y las velas, ligadas a la entena,los grumetes apriesa desataron. De nuevo por el aire claro suena 85el son de los clarines, y de nuevovuelve a su oficio cada cual sirena.
Miró el bajel por entre nubes Febo,y dijo en voz que pudo ser oída:«Aquí mi gusto y mi esperanza llevo». 90 De remos y sirenas impelida,la galera se deja atrás el viento,con milagrosa y próspera corrida. Leíase en los rostros el contentoque llevaban los sabios pasajeros, 95durable por no ser nada violento. Unos por el calor iban en cueros;otros, por no tener godescas galas,en traje se vistieron de romeros. Hendía en tanto las neptúneas salas 100la galera, del modo como hiendela grulla el aire con tendidas alas. En fin, llegamos donde el mar se estiendey ensancha y forma el golfo de Narbona,que de ningunos vientos se defiende. 105 Del gran Mercurio la cabal persona,sobre seis resmas de papel sentada,iba con cetro y con real corona; cuando una nube, al parecer preñada,parió cuatro poetas en crujía, 110o los llovió (razón más concertada).
Fue el uno aquél de quien Apolo fíasu honra: JUAN LUIS DE CASANATE,poeta insigne de mayor cuantía; el mismo Apolo de su ingenio trate, 115él le alabe, él le premie y recompense,que el alabarle yo sería dislate. Al segundo llovido, el uticenseCatón no le igualó, ni tiene Feboque tanto por él mire ni en él piense; 120 del contador GASPAR DE BARRIONUEVO,mal podrá el corto flaco ingenio míoloar el suyo así como yo debo. Llenó del gran bajel el gran vacíoel gran FRANCISCO DE RIOJA, al punto 125que saltó de la nube en el navío. A CRISTÓBAL DE MESA vi allí juntoa los pies de Mercurio, dando famaa Apolo, siendo dél propio trasumpto. A la gavia un grumete se encarama, 130y dijo a voces: «La ciudad se muestraque Génova, del dios Jano, se llama». «Déjese la ciudad a la siniestramano», dijo Mercurio; «el bajel vaya,y siga su derrota por la diestra». 135 Hacer al Tíber vimos blanca rayadentro del mar, habiendo ya pasadola ancha, romana y peligrosa playa. De lejos viose el aire condensadodel humo que el Estrómbalo vomita, 140de azufre y llamas y de horror formado. Huyen la isla infame, y solicitael süave poniente así el viaje,que lo acorta, lo allana y facilita. Vímonos en un punto en el paraje 145do la nutriz de Eneas pïadosohizo el forzoso y último pasaje. Vimos desde allí a poco el más famosomonte que encierra en sí nuestro emisfero,más gallardo a la vista y más hermoso; 150 las cenizas de Títiro y Sinceroestán en él, y puede ser por estonombrado entre los montes por primero. Luego se descubrió donde echó el restode su poder Naturaleza, amiga 155de formar de otros muchos un compuesto. Viose la pesadumbre sin fatigade la bella Parténope, sentadaa la orilla del mar, que sus pies liga,-21r- de castillos y torres coronada, 160por fuerte y por hermosa en igual gradotenida, conocida y estimada. Mandóme el del alígero calzadoque me aprestase y fuese luego a tierraa dar a los LUPERCIOS un recado, 165 en que les diese cuenta de la guerratemida, y que a venir les persuadieseal duro y fiero asalto, al ¡cierra, cierra! «Señor», le respondí, «si acaso hubieseotro que la embajada les llevase, 170que más grato a los dos hermanos fuese que yo no soy, sé bien que negociasemejor». Dijo Mercurio: «No te entiendo,y has de ir antes que el tiempo más se pase». «Que no me han de escuchar estoy temiendo», 175le repliqué; «y así, el ir yo no importa,puesto que en todo obedecer pretendo. Que no sé quién me dice y quién me exhortaque tienen para mí, a lo que imagino,la voluntad, como la vista, corta. 180 Que si esto así no fuera, este caminocon tan pobre recámara no hiciera,ni diera en un tan hondo desatino.
Pues si alguna promesa se cumplierade aquellas muchas que al partir me hicieron, 185lléveme Dios si entrara en tu galera. Mucho esperé, si mucho prometieron,mas podía ser que ocupaciones nuevasles obligue a olvidar lo que dijeron. Muchos, señor, en la galera llevas 190que te podrán sacar el pie del lodo:parte, y escusa de hacer más pruebas». «Ninguno», dijo, «me hable dese modo,que si me desembarco y los embisto,voto a Dios, que me traiga al Conde y todo. 195 Con estos dos famosos me enemisto,que, habiendo levantado a la Poesíaal buen punto en que está, como se ha visto, quieren con perezosa tiraníaalzarse, como dicen, a su mano 200con la ciencia que a ser divinos guía. ¡Por el solio de Apolo soberanojuro...! Y no digo más». Y, ardiendo en ira,se echó a las barbas una y otra mano, y prosiguió diciendo: «El dotor MIRA, 205apostaré, si no lo manda el Conde,que también en sus puntos se retira.
Señor galán, parezca: ¿a qué se asconde?Pues a fee, por llevarle, si él no gusta,que ni le busque, aseche ni le ronde. 210 ¿Es esta empresa acaso tan injustaque se esquiven de hallar en ella cuantostienen conciencia limitada y justa? ¿Carece el cielo de poetas santos,puesto que brote a cada paso el suelo 215poetas, que lo son tantos y tantos? ¿No se oyen sacros himnos en el cielo?¿La arpa de David allá no suena,causando nuevo acidental consuelo? ¡Fuera melindres! ¡Ícese la entena, 220que llegue al tope!» Y luego obedecidofue de la chusma, sobre buenas buena. Poco tiempo pasó, cuando un rüidose oyó, que los oídos atronaba,y era de perros áspero ladrido. 225 Mercurio se turbó, la gente estabasuspensa al triste son, y en cada pechoel corazón más válido temblaba. En esto descubrióse el corto estrechoque Scila y que Caribdis espantosas 230tan temeroso con su furia han hecho.
«Estas olas que veis presuntüosasen visitar las nubes de contino,y aun de tocar el cielo codiciosas, venciólas el prudente peregrino 235amante de Calipso, al tiempo cuandohizo», dijo Mercurio, «este camino. Su prudencia nosotros imitando,echaremos al mar en qué se ocupen,en tanto que el bajel pasa volando, 240 que en tanto que ellas tasquen, roan, chupenel mísero que al mar ha de entregarse,seguro estoy que el paso desocupen. Miren si puede en la galera hallarsealgún poeta desdichado, acaso, 245que a las fieras gargantas pueda darse». Buscáronle y hallaron a LOFRASO,poeta militar, sardo, que estabadesmayado a un rincón, marchito y laso; que a sus Diez libros de Fortuna andaba 250añadiendo otros diez, y el tiempo escogeque más desocupado se mostraba. Gritó la chusma toda: «¡Al mar se arroje;vaya Lofraso al mar sin resistencia!»«Por Dios», dijo Mercurio, «que me enoje. 255 ¿Cómo, y no será cargo de conciencia,y grande, echar al mar tanta poesía,puesto que aquí nos hunda su inclemencia? Viva Lofraso, en tanto que dé al díaApolo luz, y en tanto que los hombres 260tengan discreta, alegre fantasía. Tócante a ti, ¡oh Lofraso!, los renombresy epítetos de agudo y de sincero,y gusto que mi cómitre te nombres». Esto dijo Mercurio al caballero, 265el cual en la crujía en pie se pusocon un rebenque despiadado y fiero. Creo que de sus versos le compuso,y no sé cómo fue, que, en un momento(o ya el cielo, o Lofraso lo dispuso), 270 salimos del estrecho a salvamento,sin arrojar al mar poeta alguno:¡tanto del sardo fue el merecimiento! Mas luego otro peligro, otro importunotemor amenazó, si no gritara 275Mercurio cual jamás gritó ninguno, diciendo al timonero: «¡A orza, para,amáinese de golpe!» Y todo a un puntose hizo, y el peligro se repara.
«Estos montes que veis, que están tan junto 280son los que Acroceraunos son llamados,de infame nombre, como yo barrunto». Asieron de los remos los honrados,los tiernos, los melifluos, los godescos,y los de a cantimplora acostumbrados; 285 los fríos los asieron y los frescos;asiéronlos también los calurosos,y los de calzas largas y greguescos; del sopraestante daño temerosos,todos a una la galera empujan 290con flacos y con brazos poderosos. Debajo del bajel se somurmujanlas sirenas, que dél no se apartaron,y a sí mismas en fuerzas sobrepujan; y en un pequeño espacio la llevaron 295a vista de Corfú, y a mano diestrala isla inexpugnable se dejaron; y, dando la galera a la siniestra,discurría de Grecia las riberas,adonde el cielo su hermosura muestra. 300 Mostrábanse las olas lisonjeras,impeliendo el bajel süavemente,como burlando con alegres veras.
Y luego, al parecer por el Orienterayando el rubio sol nuestro horizonte 305con rayas rojas, hebras de su frente, gritó un grumete y dijo: «El monte, el monte;el monte se descubre donde tienesu buen rocín el gran Belorofonte». Por el monte se arroja, y a pie viene 310Apolo a recebirnos. «Yo lo creo»,dijo Lofraso, «y llega a la Hipocrene. Yo desde aquí columbro, miro y veoque se andan solazando entre unas mataslas Musas con dulcísimo recreo: 315 unas antiguas son, otras novatas,y todas con ligero paso y tardoandan las cinco en pie, las cuatro a gatas». «Si tú tal ves», dijo Mercurio, «¡oh sardopoeta!, que me corten las orejas, 320o me tengan los hombres por bastardo. Dime: ¿por qué algún tanto no te alejasde la ignorancia, pobretón, y advierteslo que cantan tus rimas en tus quejas? ¿Por qué con tus mentiras nos diviertes 325de recebir a Apolo cual se debe,por haber mejorado vuestras suertes?»
En esto, mucho más que el viento leve,bajó el lucido Apolo a la marina,a pie, porque en su carro no se atreve. 330 Quitó los rayos de la faz divina,mostróse en calzas y en jubón vistoso,porque dar gusto a todos determina. Seguíale detrás un numerosoescuadrón de doncellas bailadoras, 335aunque pequeñas, de ademán brïoso. Supe poco después que estas señoras,sanas las más, las menos malparadas,las del tiempo y del sol eran las Horas: las medio rotas eran las menguadas; 340las sanas, las felices, y con estoeran todas en todo apresuradas. Apolo luego con alegre gestoabrazó a los soldados que esperabapara la alta ocasión que se ha propuesto; 345 y no de un mismo modo acariciabaa todos, porque alguna diferenciahacía con los que él más se alegraba; que a los de señoría y excelencianuevos abrazos dio, razones dijo, 350en que guardó decoro y preeminencia.
Entre ellos abrazó a don JUAN DE ARGUIJO,que no sé en qué, o cómo, o cuándo hizotan áspero viaje y tan prolijo; con él a su deseo satisfizo 355Apolo, y confirmó su pensamiento:mandó, vedó, quitó, hizo y deshizo. Hecho, pues, el sin par recebimiento,do se halló don LUIS DE BARAHONA,llevado allí por su merecimiento, 360 del siempre verde lauro una coronale ofrece Apolo en su intención, y un vasodel agua de Castalia y de Helicona; y luego vuelve el majestoso paso,y el escuadrón pensado y de repente 365le sigue por las faldas del Parnaso. Llegóse, en fin, a la Castalia fuente,y, en viéndola, infinitos se arrojaron,sedientos, al cristal de su corriente: unos no solamente se hartaron, 370sino que pies y manos y otras cosasalgo más indecentes se lavaron; otros, más advertidos, las sabrosasaguas gustaron poco a poco, dandoespacio al gusto, a pausas melindrosas. 375 El bríndez y el caraos se puso en bando,porque los más de bruces, y no a sorbos,el süave licor fueron gustando; de ambas manos hacían vasos corvosotros, y algunos de la boca al agua 380temían de hallar cien mil estorbos. Poco a poco la fuente se desagua,y pasa en los estómagos bebientes,y aún no se apaga de su sed la fragua. Mas díjoles Apolo: «Otras dos fuentes 385aún quedan, Aganipe e Hipocrene,ambas sabrosas, ambas excelentes; cada cual de licor dulce y perene,todas de calidad aumentativadel alto ingenio que a gustarlas viene». 390 Beben, y suben por el monte arriba,por entre palmas y entre cedros altosy entre árboles pacíficos de oliva; de gusto llenos y de angustia faltos,siguiendo a Apolo el escuadrón camina, 395unos a pedicoj, otros a saltos. Al pie sentado de una antigua encina,vi a ALONSO DE LEDESMA, componiendouna canción angélica y divina;
conocíle, y a él me fui corriendo 400con los brazos abiertos como amigo,pero no se movió con el estruendo. «¿No ves», me dijo Apolo, «que consigono está Ledesma agora? ¿No ves claroque está fuera de sí y está conmigo?» 405 A la sombra de un mirto, al verde amparo,JERÓNIMO DE CASTRO sesteaba,varón de ingenio peregrino y raro; un motete imagino que cantabacon voz süave; yo quedé admirado 410de verle allí, porque en Madrid quedaba. Apolo me entendió y dijo: «Un soldadocomo éste no era bien que se quedaraentre el ocio y el sueño sepultado. Yo le truje, y sé cómo, que a mi rara 415potencia no la impide otra ninguna,ni inconviniente alguno la repara». En esto, se llegaba la oportunahora, a mi parecer, de dar sustentoal estómago pobre, y más si ayuna. 420 Pero no le pasó por pensamientoa Delio, que el ejército conduce,satisfacer al mísero hambriento.
Primero a un jardín rico nos reduce,donde el poder de la Naturaleza 425y el de la industria más campea y luce. Tuvieron los Hespérides bellezamenor; no le igualaron los Pensilesen sitio, en hermosura y en grandeza; en su comparación, se muestran viles 430los de Alcinoo, en cuyas alabanzasse han ocupado ingenios bien sotiles. No sujeto del tiempo a las mudanzas,que todo el año primavera ofrecefrutos en posesión, no en esperanzas, 435 Naturaleza y arte allí pareceandar en competencia, y está en dudacuál vence de las dos, cuál más merece. Muéstrase balbuciente y casi muda,si le alaba, la lengua más experta, 440de adulación y de mentir desnuda. Junto con ser jardín, era una huerta,un soto, un bosque, un prado, un valle ameno,que en todos estos títulos concierta, de tanta gracia y hermosura lleno, 445que una parte del cielo parecíael todo del bellísimo terreno.
Alto en el sitio alegre Apolo hacía,y allí mandó que todos se sentasena tres horas después de mediodía; 450 y porque los asientos señalasenel ingenio y valor de cada uno,y unos con otros no se embarazasen, a despecho y pesar del importunoambicioso deseo, les dio asiento 455en el sitio y lugar más oportuno. Llegaban los laureles casi a ciento,a cuya sombra y troncos se sentaronalgunos de aquel número contento; otros los de las palmas ocuparon; 460de los mirtos y yedras y los roblestambién varios poetas albergaron. Puesto que humildes, eran de los nobleslos asientos cual tronos levantados,porque tú, ¡oh Envidia!, aquí tu rabia dobles. 465 En fin, primero fueron ocupadoslos troncos de aquel ancho circüito,para honrar a poetas dedicados, antes que yo en el número infinitohallase asiento; y así, en pie quedéme, 470despechado, colérico y marchito.
Dije entre mí: «¿Es posible que se estremeen perseguirme la Fortuna airada,que ofende a muchos y a ninguno teme?» Y, volviéndome a Apolo, con turbada 475lengua le dije lo que oirá el que gustasaber, pues la tercera es acabada,la cuarta parte desta empresa justa.
Suele la indignación componer versos;pero si el indignado es algún tonto,ellos tendrán su todo de perversos. De mí yo no sé más sino que promptome hallé para decir en tercia rima 5lo que no dijo el desterrado a Ponto; y así le dije a Delio: «No se estima,señor, del vulgo vano el que te siguey al árbol sacro del laurel se arrima;
la envidia y la ignorancia le persigue, 10y así, envidiado siempre y perseguido,el bien que espera por jamás consigue. Yo corté con mi ingenio aquel vestidocon que al mundo la hermosa Galateasalió para librarse del olvido. 15 Soy por quien La Confusa, nada fea,pareció en los teatros admirable,si esto a su fama es justo se le crea. Yo, con estilo en parte razonable,he compuesto comedias que en su tiempo 20tuvieron de lo grave y de lo afable. Yo he dado en Don Quijote pasatiempoal pecho melancólico y mohíno,en cualquiera sazón, en todo tiempo. Yo he abierto en mis Novelas un camino 25por do la lengua castellana puedemostrar con propiedad un desatino. Yo soy aquel que en la invención excedea muchos; y al que falta en esta parte,es fuerza que su fama falta quede. 30 Desde mis tiernos años amé el artedulce de la agradable poesía,y en ella procuré siempre agradarte.
Nunca voló la pluma humilde míapor la región satírica: bajeza 35que a infames premios y desgracias guía. Yo el soneto compuse que así empieza,por honra principal de mis escritos:
¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza! Yo he compuesto romances infinitos, 40y el de Los celos es aquel que estimo,entre otros que los tengo por malditos. Por esto me congojo y me lastimode verme solo en pie, sin que se apliqueárbol que me conceda algún arrimo. 45 Yo estoy, cual decir suelen, puesto a piquepara dar a la estampa al gran Pirsiles,con que mi nombre y obras multiplique. Yo, en pensamientos castos y sotiles,dispuestos en sonetos de a docena, 50he honrado tres sujetos fregoniles. También, al par de Filis, mi Silenaresonó por las selvas, que escucharonmás de una y otra alegre cantilena, y en dulces varias rimas se llevaron 55mis esperanzas los ligeros vientos,que en ellos y en la arena se sembraron.
Tuve, tengo y tendré los pensamientos,merced al cielo que a tal bien me inclina,de toda adulación libres y esentos. 60 Nunca pongo los pies por do caminala mentira, la fraude y el engaño,de la santa virtud total rüina. Con mi corta fortuna no me ensaño,aunque por verme en pie como me veo, 65y en tal lugar, pondero así mi daño. Con poco me contento, aunque deseomucho». A cuyas razones enojadas,con estas blandas respondió Timbreo: «Vienen las malas suertes atrasadas, 70y toman tan de lejos la corriente,que son temidas, pero no escusadas. El bien les viene a algunos de repente,a otros poco a poco y sin pensallo,y el mal no guarda estilo diferente. 75 El bien que está adquerido, conservallocon maña, diligencia y con cordura,es no menor virtud que el granjeallo. Tú mismo te has forjado tu ventura,y yo te he visto alguna vez con ella, 80pero en el imprudente poco dura.
Mas, si quieres salir de tu querella,alegre y no confuso, y consolado,dobla tu capa y siéntate sobre ella; que tal vez suele un venturoso estado, 85cuando le niega sin razón la suerte,honrar más merecido que alcanzado». «Bien parece, señor, que no se advierte»,le respondí, «que yo no tengo capa».Él dijo: «Aunque sea así, gusto de verte. 90 La virtud es un manto con que tapay cubre su indecencia la estrecheza,que esenta y libre de la envidia escapa». Incliné al gran consejo la cabeza;quedéme en pie, que no hay asiento bueno 95si el favor no le labra o la riqueza. Alguno murmuró, viéndome ajenodel honor que pensó se me debía,del planeta de luz y virtud lleno. En esto pareció que cobró el día 100un nuevo resplandor, y el aire oyóseherir de una dulcísima armonía. Y, en esto, por un lado descubriósedel sitio un escuadrón de ninfas bellas,con que infinito el rubio dios holgóse. 105 Venía en fin y por remate dellasuna resplandeciendo, como haceel sol ante la luz de las estrellas; la mayor hermosura se deshaceante ella, y ella sola resplandece 110sobre todas, y alegra y satisface. Bien así semejaba cual se ofreceentre líquidas perlas y entre rosasla Aurora que despunta y amanece; la rica vestidura, las preciosas 115joyas que la adornaban, competíancon las que suelen ser maravillosas. Las ninfas que al querer suyo asistían,en el gallardo brío y bello aspecto,las artes liberales parecían; 120 todas con amoroso y tierno afecto,con las ciencias más claras y escondidas,le guardaban santísimo respecto; mostraban que en servirla eran servidas,y que por su ocasión de todas gentes 125en más veneración eran tenidas. Su influjo y su reflujo las corrientesdel mar y su profundo le mostraban,y el ser padre de ríos y de fuentes.
Las yerbas su virtud la presentaban; 130los árboles, sus frutos y sus flores;las piedras, el valor que en sí encerraban. El santo amor, castísimos amores;la dulce paz, su quïetud sabrosa;la guerra amarga, todos sus rigores. 135 Mostrábasele clara la espaciosavía por donde el sol hace continosu natural carrera y la forzosa. La inclinación o fuerza del destino,y de qué estrellas consta y se compone, 140y cómo influye este planeta o signo, todo lo sabe, todo lo disponela santa y hermosísima doncella,que admiración como alegría pone. Preguntéle al parlero si en la bella 145ninfa alguna deidad se disfrazabaque fuese justo el adorar en ella; porque en el rico adorno que mostraba,y en el gallardo ser que descubría,del cielo y no del suelo semejaba. 150 «Descubres», respondió, «tu bobería;que ha que la tratas infinitos años,y no conoces que es la Poesía».
«Siempre la he visto envuelta en pobres paños»,le repliqué; «jamás la vi compuesta 155con adornos tan ricos y tamaños; parece que la he visto descompuesta,vestida de color de primaveraen los días de cutio y los de fiesta». «Esta, que es la Poesía verdadera, 160la grave, la discreta, la elegante»,dijo Mercurio, «la alta y la sincera, siempre con vestidura rozagantese muestra en cualquier acto que se halla,cuando a su profesión es importante. 165 Nunca se inclina o sirve a la canallatrovadora, maligna y trafalmeja,que en lo que más ignora menos calla. Hay otra falsa, ansiosa, torpe y vieja,amiga de sonaja y morteruelo, 170que ni tabanco ni taberna deja; no se alza dos ni aun un coto del suelo,grande amiga de bodas y bautismos,larga de manos, corta de cerbelo. Tómanla por momentos parasismos; 175no acierta a pronunciar, y si pronuncia,absurdos hace y forma solecismos.
Baco, donde ella está, su gusto anuncia,y ella derrama en coplas el poleo,con pa y vereda, y el mastranzo y juncia. 180 Pero aquesta que ves es el aseo,la gala de los cielos y la tierra,con quien tienen las Musas su bureo; ella abre los secretos y los cierra,toca y apunta de cualquiera ciencia 185la superficie y lo mejor que encierra. Mira con más ahínco su presencia:verás cifrada en ella la abundanciade lo que en bueno tiene la excelencia; moran con ella en una misma estancia 190la divina y moral filosofía,el estilo más puro y la elegancia; puede pintar en la mitad del díala noche, y en la noche más escurael alba bella que las perlas cría; 195 el curso de los ríos apresura,y le detiene; el pecho a furia incita,y le reduce luego a más blandura; por mitad del rigor se precipitade las lucientes armas contrapuestas, 200y da vitorias y vitorias quita.
Verás cómo le prestan las florestassus sombras, y sus cantos los pastores,el mal sus lutos y el placer sus fiestas, perlas el Sur, Sabea sus olores, 205el oro Tíbar, Hibla su dulzura,galas Milán y Lusitania amores. En fin, ella es la cifra do se apuralo provechoso, honesto y deleitable,partes con quien se aumenta la ventura. 210 Es de ingenio tan vivo y admirable,que a veces toca en puntos que suspenden,por tener no sé qué de inescrutable. Alábanse los buenos, y se ofendenlos malos con su voz, y destos tales 215unos la adoran, otros no la entienden. Son sus obras heroicas inmortales;las líricas, süaves de maneraque vuelven en divinas las mortales. Si alguna vez se muestra lisonjera, 220es con tanta elegancia y artificio,que no castigo sino premio espera. Gloria de la virtud, pena del vicioson sus acciones, dando al mundo en ellasde su alto ingenio y su bondad indicio». 225 En esto estaba, cuando por las bellasventanas de jazmines y de rosas(que Amor estaba, a lo que entiendo, en ellas), divisé seis personas religiosas,al parecer de honroso y grave aspecto, 230de luengas togas, limpias y pomposas. Preguntéle a Mercurio: «¿Por qué efectoaquéllos no parecen y se encubren,y muestran ser personas de respecto?» A lo que él respondió: «No se descubren, 235por guardar el decoro al alto estadoque tienen, y así el rostro todos cubren». «¿Quién son», le repliqué, «si es que te es dadodicirlo?» Respondióme: «No, por cierto,porque Apolo lo tiene así mandado». 240 «¿No son poetas?» «Sí». «Pues yo no aciertoa pensar por qué causa se despreciande salir con su ingenio a campo abierto. ¿Para qué se embobecen y se anecian,escondiendo el talento que da el cielo 245a los que más de ser suyos se precian? ¡Aquí del rey! ¿Qué es esto? ¿Qué receloo celo les impele a no mostrarsesin miedo ante la turba vil del suelo?
¿Puede ninguna ciencia compararse 250con esta universal de la Poesía,que límites no tiene do encerrarse? Pues, siendo esto verdad, saber querría,entre los de la carda, cómo se usaeste miedo, o melindre, o hipocresía. 255 Hace monseñor versos y rehúsaque no se sepan, y él los comunicacon muchos, y a la lengua ajena acusa; y más que, siendo buenos, multiplicala fama su valor, y al dueño canta 260con voz de gloria y de alabanza rica. ¿Qué mucho, pues, si no se le levantatestimonio a un pontífice poeta,que digan que lo es? Por Dios, que espanta. Por vida de Lanfusa la discreta, 265que si no se me dice quién son estostogados de bonete y de muceta, que con trazas y modos descompuestostengo de reducir a behetríaestos tan sosegados y compuestos». 270 «Por Dios», dijo Mercurio, «y a fee mía,que no puedo decirlo, y si lo digo,tengo de dar la culpa a tu porfía».
«Dilo, señor, que desde aquí me obligode no decir que tú me lo dijiste», 275le dije, «por la fe de buen amigo». Él dijo: «No nos cayan en el chiste,llégate a mí, dirételo al oído,pero creo que hay más de los que viste: aquél que has visto allí del cuello erguido, 280lozano, rozagante y de buen talle,de honestidad y de valor vestido, es el doctor FRANCISCO SÁNCHEZ; dallepuede, cual debe, Apolo la alabanza,que pueda sobre el cielo levantalle; 285 y aun a más su famoso ingenio alcanza,pues en las verdes hojas de sus díasnos da de santos frutos esperanza. Aquél que en elevadas fantasíasy en éstasis sabrosos se regala, 290y tanto imita las acciones mías, es el maestro HORTENSIO, que la galase lleva de la más rara elocuenciaque en las aulas de Atenas se señala; su natural ingenio con la ciencia 295y ciencias aprendidas le levantaal grado que le nombra la excelencia.
Aquél de amarillez marchita y santa,que le encubre de lauro aquella ramay aquella hojosa y acopada planta, 300 fray JUAN BAPTISTA CAPATAZ se llama:descalzo y pobre, pero bien vestidocon el adorno que le da la fama. Aquél que del rigor fiero de olvidolibra su nombre con eterno gozo, 305y es de Apolo y las Musas bien querido, anciano en el ingenio y nunca mozo,humanista divino, es, según pienso,el insigne doctor ANDRÉS DEL POZO. Un licenciado de un ingenio inmenso 310es aquél, y, aunque en traje mercenario,como a señor le dan las Musas censo; RAMÓN se llama, auxilio necesariocon que Delio se esfuerza y ve rendidaslas obstinadas fuerzas del contrario. 315 El otro, cuyas sienes ves ceñidascon los brazos de Dafne en triunfo honroso,sus glorias tiene en Alcalá esculpidas; en su ilustre teatro vitoriosole nombra el cisne, en canto no funesto, 320siempre el primero, como a más famoso;
a los donaires suyos echó el restocon propriedades al gorrón debidas,por haberlos compuesto o descompuesto. Aquestas seis personas referidas, 325como están en divinos puestos puestas,y en sacra religión constitüidas, tienen las alabanzas por molestasque les dan por poetas, y holgaríanllevar la loa sin el nombre a cuestas». 330 «¿Por qué», le pregunté, «señor, porfíanlos tales a escribir y dar noticiade los versos que paren y que crían? También tiene el ingenio su codicia,y nunca la alabanza se desprecia 335que al bueno se le debe de justicia. Aquél que de poeta no se precia,¿para qué escribe versos y los dice?¿Por qué desdeña lo que más aprecia? Jamás me contenté ni satisfice 340de hipócritos melindres: llanamentequise alabanzas de lo que bien hice». «Con todo, quiere Apolo que esta gentereligiosa se tenga aquí secreta»,dijo el dios que presume de elocuente. 345 Oyóse, en esto, el son de una corneta,y un «¡trapa, trapa, aparta, afuera, afuera,que viene un gallardísimo poeta!» Volví la vista y vi por la laderadel monte un postillón y un caballero 350correr, como se dice, a la ligera; servía el postillón de pregonero,mucho más que de guía, a cuyas vocesen pie se puso el escuadrón entero. Preguntóme Mercurio: «¿No conoces 355quién es este gallardo, este brïoso?Imagino que ya le reconoces». «Bien sé», le respondí, «que es el famosogran don SANCHO DE LEIVA, cuya espaday pluma harán a Delio venturoso; 360 venceráse sin duda esta jornadacon tal socorro». Y, en el mismo instante,cosa que parecía imaginada, otro favor no menos importantepara el caso temido se nos muestra, 365de ingenio y fuerzas y valor bastante: una tropa gentil por la siniestraparte del monte se descubre, ¡oh cielos,que dais de vuestra providencia muestra!
Aquel discreto JUAN DE VASCONCELOS 370venía delante en un caballo bayo,dando a las musas lusitanas celos. Tras él, el capitán PEDRO TAMAYOvenía, y, aunque enfermo de la gota,fue al enemigo asombro, fue desmayo; 375 que por él se vio en fuga y puesto en rota,que en los dudosos trances de la guerrasu ingenio admira y su valor se nota. También llegaron a la rica tierra,puestos debajo de una blanca seña, 380por la parte derecha de la sierra, otros, de quien tomó luego reseñaApolo; y era dellos el primeroel joven don FERNANDO DE LODEÑA, poeta primerizo, insigne empero, 385en cuyo ingenio Apolo depositasus glorias para el tiempo venidero. Con majestad real, con inauditapompa llegó, y al pie del monte paraquien los bienes del monte solicita: 390 el licenciado fue JUAN DE VERGARAel que llegó, con quien la turba ilustreen sus vecinos miedos se repara,
de Esculapio y de Apolo gloria y lustre,si no, dígalo el santo bien partido, 395y su fama la misma envidia ilustre. Con él, fue con aplauso recebidoel docto JUAN ANTONIO DE HERRERA,que puso en fil el desigual partido. ¡Oh, quién con lengua en nada lisonjera, 400sino con puro afecto en grande exceso,dos que llegaron alabar pudiera! Pero no es de mis hombros este peso:fueron los que llegaron los famosos,los dos maestros CALVO y VALDIVIESO. 405 Luego se descubrió por los undososllanos del mar una pequeña barcaimpelida de remos presurosos; llegó, y al punto della desembarcael gran don JUAN DE ARGOTE Y DE GAMBOA, 410en compañía de don DIEGO ABARCA, sujetos dignos de incesable loa;y don DIEGO JIMÉNEZ Y DE ANCISOdio un salto a tierra desde la alta proa. En estos tres la gala y el aviso 415cifró cuanto de gusto en sí contienen,como su ingenio y obras dan aviso.
Con JUAN LÓPEZ DEL VALLE otros dos vienenjuntos allí, y es PAMONÉS el uno,con quien las Musas ojeriza tienen, 420 porque pone sus pies por do ningunolos puso, y con sus nuevas fantasíasmucho más que agradable es importuno. De lejas tierras por incultas víasllegó el bravo irlandés don JUAN BATEO, 425Jerjes nuevo en memoria en nuestros días. Vuelvo la vista, a MANTÜANO veo,que tiene al gran VELASCO por mecenas,y ha sido acertadísimo su empleo; dejarán estos dos en las ajenas 430tierras, como en las proprias, dilatadossus nombres, que tú, Apolo, así lo ordenas. Por entre dos fructíferos collados(¿habrá quien esto crea, aunque lo entienda?)de palmas y laureles coronados, 435 el grave aspecto del abad MALUENDApareció, dando al monte luz y gloriay esperanzas de triunfo en la contienda; pero, ¿de qué enemigos la vitoriano alcanzará un ingenio tan florido 440y una bondad tan digna de memoria?
Don ANTONIO GENTIL DE VARGAS, pidoespacio para verte, que llegastede gala y arte y de valor vestido; y, aunque de patria ginovés, mostraste 445ser en las musas castellanas docto,tanto, que al escuadrón todo admiraste. Desde el indio apartado del remotomundo, llegó mi amigo MONTESDOCA,y el que anudó de Arauco el nudo roto; 450 dijo Apolo a los dos: «A entrambos tocadefender esta vuestra rica estanciade la canalla de vergüenza poca, la cual, de error armada y de arrogancia,quiere canonizar y dar renombre 455inmortal y divino a la ignorancia; que tanto puede la afición que un hombretiene a sí mismo, que, ignorante siendo,de buen poeta quiere alcanzar nombre». En esto, otro milagro, otro estupendo 460prodigio se descubre en la marina,que en pocos versos declarar pretendo. Una nave a la tierra tan vecinallegó, que desde el sitio donde estabase ve cuanto hay en ella y determina; 465 de más de cuatro mil salmas pasaba(que otros suelen llamarlas toneladas),ancho de vientre y de estatura brava: así como las naves que cargadasllegan de la oriental India a Lisboa, 470que son por las mayores estimadas, ésta llegó desde la popa a proacubierta de poetas, mercancíade quien hay saca en Calicut y en Goa. Tomóle al rojo dios alferecía 475por ver la muchedumbre impertinenteque en socorro del monte le venía, y en silencio rogó devotamenteque el vaso naufragase en un momentoal que gobierna el húmido tridente. 480 Uno de los del número hambrientose puso en esto al borde de la nave,al parecer mohíno y malcontento; y, en voz que ni de tierna ni süavetenía un solo adárame, gritando 485dijo, tal vez colérico y tal grave, lo que impaciente estuve yo escuchando,porque vi sus razones ser saetasque iban mi alma y corazón clavando.
«¡Oh tú», dijo, «traidor, que los poetas 490canonizaste de la larga lista,por causas y por vías indirectas! ¿Dónde tenías, magancés, la vistaaguda de tu ingenio, que, así ciego,fuiste tan mentiroso coronista? 495 Yo te confieso, ¡oh bárbaro!, y no niegoque algunos de los muchos que escogistesin que el respeto te forzase o el ruego, en el debido punto los pusiste;pero con los demás, sin duda alguna, 500pródigo de alabanzas anduviste. Has alzado a los cielos la fortunade muchos que en el centro del olvido,sin ver la luz del sol ni de la luna, yacían; ni llamado ni escogido 505fue el gran Pastor de Iberia, el gran BERNARDOque DE LA VEGA tiene el apellido. Fuiste envidioso, descuidado y tardo,y a las Ninfas de Henares y pastorescomo a enemigos les tiraste un dardo; 510 y tienes tú poetas tan peoresque éstos en tu rebaño, que imaginoque han de sudar si quieren ser mejores;
que si este agravio no me turba el tino,siete trovistas desde aquí diviso, 515a quien suelen llamar de torbellino, con quien la gala, discreción y avisotienen poco que ver, y tú los ponesdos leguas más allá del Paraíso. Estas quimeras, estas invenciones 520tuyas te han de salir al rostro un díasi más no te mesuras y compones». Esta amenaza y gran descortesíami blando corazón llenó de miedoy dio al través con la paciencia mía. 525 Y, volviéndome a Apolo con denuedomayor del que esperaba de mis años,con voz turbada y con semblante acedo le dije: «Con bien claros desengañosdescubro que el servirte me granjea 530presentes miedos de futuros daños. Haz, ¡oh señor!, que en público se leala lista que Cilenio llevó a España,porque mi culpa poca aquí se vea. Si tu deidad en escoger se engaña, 535y yo sólo aprobé lo que él me dijo,¿por qué este simple contra mí se ensaña?
Con justa causa y con razón me aflijode ver cómo estos bárbaros se inclinana tenerme en temor duro y prolijo: 540 unos, porque los puse me abominan;otros, porque he dejado de ponellosde darme pesadumbre determinan. Yo no sé cómo me avendré con ellos:los puestos se lamentan, los no puestos 545gritan, yo tiemblo déstos y de aquéllos. Tú, señor, que eres dios, dales los puestosque piden sus ingenios; llama y nombralos que fueren más hábiles y prestos. Y porque el turbio miedo que me asombra 550no me acabe, acabada esta contienda,cúbreme con tu mano y con tu sombra, o ponme una señal por do se entiendaque soy hechura tuya y de tu casa,y así no habrá ninguno que me ofenda». 555 «Vuelve la vista y mira lo que pasa»,fue de Apolo enojado la respuesta,que ardiendo en ira el corazón se abrasa. Volvíla, y vi la más alegre fiesta,y la más desdichada y compasiva 560que el mundo vio, ni aun la verá cual ésta.
Mas no se espere que yo aquí la escriba,sino en la parte quinta, en quien esperocantar con voz tan entonada y viva,que piensen que soy cisne y que me muero. 565
Oyó el señor del húmido tridentelas plegarias de Apolo, y escuchólascon alma tierna y corazón clemente; hizo de ojo y dio del pie a las olas,y, sin que lo entendiesen los poetas, 5en un punto hasta el cielo levantólas; y él, por ocultas vías y secretas,se agazapó debajo del navío,y usó con él de sus traidoras tretas. Hirió con el tridente en lo vacío 10del buco, y el estómago le llenade un copioso corriente amargo río.
Advertido el peligro, al aire suenauna confusa voz, la cual resultade otras mil que el temor forma y la pena; 15 poco a poco el bajel pobre se ocultaen las entrañas del cerúleo y canovientre, que tantas ánimas sepulta. Suben los llantos por el aire vanode aquellos miserables, que suspiran 20por ver su irreparable fin cercano; trepan y suben por las jarcias, mirancuál del navío es el lugar más alto,y en él muchos se apiñan y retiran. La confusión, el miedo, el sobresalto 25les turba los sentidos, que imaginanque desta a la otra vida es grande el salto; con ningún medio ni remedio atinan;pero, creyendo dilatar su muerte,algún tanto a nadar se determinan; 30 saltan muchos al mar de aquella suerte,que al charco de la orilla saltan ranascuando el miedo o el rüido las advierte. Hienden las olas, del romperse canas,menudean las piernas y los brazos, 35aunque enfermos están y ellas no sanas;
y, en medio de tan grandes embarazos,la vista ponen en la amada orilla,deseosos de darla mil abrazos. Y sé yo bien que la fatal cuadrilla, 40antes que allí, holgara de hallarseen el Compás famoso de Sevilla; que no tienen por gusto el ahogarse(discreta gente al parecer en esto),pero valióles poco el esforzarse; 45 que el padre de las aguas echó el restode su rigor, mostrándose en su carrocon rostro airado y ademán funesto. Cuatro delfines, cada cual bizarro,con cuerdas hechas de tejidas ovas 50le tiraban con furia y con desgarro. Las ninfas en sus húmidas alcobassienten tu rabia, ¡oh vengativo nume!,y de sus rostros la color les robas. El nadante poeta que presume 55llegar a la ribera defendida,sus ayes pierde y su tesón consume; que su corta carrera es impedidade las agudas puntas del tridente,entonces fiero y áspero homicida. 60 ¿Quién ha visto muchacho diligenteque en goloso a sí mesmo sobrepuja(que no hay comparación más conveniente), picar en el sombrero la granuja,que el hallazgo le puso allí, o la sisa, 65con punta alfileresca, o ya de aguja? Pues no con menor gana o menor prisa,poetas ensartaba el nume airadocon gusto infame y con dudosa risa. En carro de cristal venía sentado, 70la barba luenga y llena de marisco,con dos gruesas lampreas coronado; hacían de sus barbas firme apriscola almeja, el morsillón, pulpo y cangrejo,cual le suelen hacer en peña o risco. 75 Era de aspecto venerable y viejo;de verde, azul y plata era el vestido,robusto al parecer y de buen rejo, aunque, como enojado, denegridose mostraba en el rostro, que la saña 80así turba el color como el sentido. Airado, contra aquéllos más se ensañaque nadan más, y sáleles al paso,juzgando a gloria tan cobarde hazaña.
En esto (¡oh nuevo y milagroso caso, 85digno de que se cuente poco a pocoy con los versos de Torcato Taso! Hasta aquí no he invocado, ahora invocovuestro favor, ¡oh Musas!, necesariopara los altos puntos en que toco; 90 descerrajad vuestro más rico almario,y el aliento me dad que el caso pide,no humilde, no ratero ni ordinario), las nubes hiende, el aire pisa y midela hermosa Venus Acidalia, y baja 95del cielo, que ninguno se lo impide. Traía vestida de pardilla rajauna gran saya entera, hecha al uso,que le dice muy bien, cuadra y encaja; luto que por su Adonis se le puso 100luego que el gran colmillo del berracoa atravesar sus ingles se dispuso. A fe que si el mocito fuera maco,que él guardara la cara al colmilludo,que dio a su vida y su belleza saco. 105 ¡Oh valiente garzón, más que sesudo!,¿cómo, estando avisado, tu mal tomas,entrando en trance tan horrendo y crudo?
En esto, las mansísimas palomasque el carro de la diosa conducían 110por el llano del mar y por las lomas, por unas y otras partes discurrían,hasta que con Neptuno se encontraron,que era lo que buscaban y querían. Los dioses, que se ven, se respetaron, 115y, haciendo sus zalemas a lo moro,de verse juntos en estremo holgaron. Guardáronse real grave decoro,y procuró Ciprinia en aquel puntomostrar de su belleza el gran tesoro: 120 ensanchó el verdugado, y diole el puntocon ciertos puntapiés, que fueron cocespara el dios, que las vio y quedó difunto. Un poeta, llamado don Quincoces,andaba semivivo en las saladas 125ondas, dando gemidos y no voces; con todo, dijo en mal articuladaspalabras: «¡Oh señora, la de Pafo,y de las otras dos islas nombradas, muévate a compasión el verme gafo 130de pies y manos, y que ya me ahogoen otras linfas que las del garrafo.
Aquí será mi pira, aquí mi rogo,aquí será Quincoces sepultado,que tuvo en su crianza pedagogo!» 135 Esto dijo el mezquino; esto escuchadofue de la diosa con ternura tanta,que volvió a componer el verdugado; y luego en pie y piadosa se levanta,y, poniendo los ojos en el viejo, 140desembudó la voz de la garganta, y, con cierto desdén y sobrecejo,entre enojada y grave y dulce, dijolo que al húmido dios tuvo perplejo; y, aunque no fue su razonar prolijo, 145todavía le trujo a la memoriahermano de quién era y de quién hijo; representóle cuán pequeña gloriaera llevar de aquellos miserablesel triunfo infausto y la crüel vitoria. 150 Él dijo: «Si los hados inmudablesno hubieran dado la fatal sentenciadestos en su ignorancia siempre estables, una brizna no más de tu presenciaque viera yo, bellísima señora, 155fuera de mi rigor la resistencia.
Mas ya no puede ser, que ya la horallegó donde mi blanda y mansa manoha de mostrar que es dura y vencedora; que éstos, de proceder siempre inhumano, 160en sus versos han dicho cien mil veces:«azotando las aguas del mar cano...» «Ni azotado ni viejo me pareces»,replicó Venus. Y él le dijo a ella:«Puesto que me enamoras, no enterneces; 165 que de tal modo la fatal estrellainfluye destos tristes, que no puedodar felice despacho a tu querella; del querer de los hados sólo un dedono me puede apartar, ya tú lo sabes: 170ellos han de acabar, y ha de ser cedo». «Primero acabarás que los acabes»,le respondió madama, la que tienede tantas voluntades puerta y llaves; «que, aunque el hado feroz su muerte ordene, 175el modo no ha de ser a tu contento,que muchas muertes el morir contiene». Turbóse en esto el líquido elemento,de nuevo renovóse la tormenta,sopló más vivo y más apriesa el viento; 180 la hambrienta mesnada, y no sedienta,se rinde al huracán recién venidoy, por más no penar, muere contenta. ¡Oh raro caso y por jamás oídoni visto! ¡Oh nuevas y admirables trazas 185de la gran reina obedecida en Nido!: en un instante, el mar de calabazasse vio cuajado, algunas tan potentes,que pasaban de dos y aun de tres brazas; también hinchados odres y valientes, 190sin deshacer del mar la blanca espuma,nadaban de mil talles diferentes. Esta trasmutación fue hecha, en suma,por Venus, de los lánguidos poetas,porque Neptuno hundirlos no presuma; 195 el cual le pidió a Febo sus saetas,cuya arma, arrojadiza desde aparte,a Venus defraudara de sus tretas. Negóselas Apolo; y veis dó parteenojado el vejón, con su tridente 200pensándolos pasar de parte a parte. Mas éste se resbala, aquél no sientela herida, y dando esguince se desliza,y él queda de la cólera impaciente.
En esto Bóreas su furor atiza, 205y lleva antecogida la manada,que con la de los Cerdas simboliza. Pidióselo la diosa, aficionadaa que vivan poetas zarabandosde aquellos de la seta almidonada; 210 de aquellos blancos, tiernos, dulces, blandos,de los que por momentos se dividenen varias setas y en contrarios bandos; los contrapuestos vientos se comidena complacer la bella rogadora, 215y con un solo aliento la mar miden, llevando a la pïara gruñidoraen calabazas y odres convertida,a los reinos contrarios del Aurora. Desta dulce semilla referida, 220España, verdad cierta, tanto abunda,que es por ella estimada y conocida; que, aunque en armas y en letras es fecundamás que cuantas provincias tiene el suelo,su gusto en parte en tal semilla funda. 225 Después desta mudanza que hizo el cielo,o Venus, o quien fuese, que no importaguardar puntualidad como yo suelo,
no veo calabaza, o luenga o corta,que no imagine que es algún poeta 230que allí se estrecha, encubre, encoge, acorta. Pues ¿qué cuando veo un cuero? ¡Oh mal discretay vana fantasía, así engañada,que a tanta liviandad estás sujeta!: pienso que el piezgo de la boca atada 235es la faz del poeta, transformadoen aquella figura mal hinchada; y cuando encuentro algún poeta honrado(digo poeta firme y valedero,hombre vestido bien y bien calzado), 240 luego se me figura ver un cuero,o alguna calabaza, y desta suerteentre contrarios pensamientos muero. Y no sé si lo yerre o si lo acierteen que a las calabazas y a los cueros 245y a los poetas trate de una suerte. Cernícalos que son lagartijeros,no esperen de gozar las preeminenciasque gozan gavilanes no pecheros. Puestas en paz, pues, ya las diferencias 250de Delio, y los poetas transformadosen tan vanas y huecas apariencias,
los mares y los vientos sosegados,sumergióse Neptuno malcontentoen sus palacios de cristal labrados. 255 Las mansísimas aves por el vientovolaron, y a la bella Ciprïanapusieron en su reino a salvamento. Y, en señal que del triunfo quedó ufana(lo que hasta allí nadie acabó con ella), 260del luto se quitó la saboyana, quedando en cuezo, tan briosa y bella,que se supo después que Marte anduvotodo aquel día y otros dos tras ella. Todo el cual tiempo, el escuadrón estuvo 265mirando atento la fatal rüinaque la canalla transformada tuvo; y, viendo despejada la marina,Apolo, del socorro mal venido,de dar fin al gran caso determina. 270 Pero en aquel instante un gran rüidose oyó, con que la turba se alborozay pone vista alerta y presto oído; y era quien le formaba una carrozarica, sobre la cual venía sentado 275el grave don LORENZO DE MENDOZA,
de su felice ingenio acompañado,de su mucho valor y cortesía,joyas inestimables, adornado. PEDRO JUAN DE REJAULE le seguía 280en otro coche, insigne valencianoy grande defensor de la poesía. Sentado viene a su derecha manoJUAN DE SOLÍS, mancebo generoso,de raro ingenio, en verdes años cano. 285 Y JUAN DE CARVAJAL, doctor famoso,les hace tercio, y no por ser pesadodejan de hacer su curso presuroso, porque al divino ingenio, al levantadovalor de aquestos tres que el coche encierra, 290no hay impedirle monte ni collado. Pasan volando la empinada sierra,las nubes tocan, llegan casi al cielo,y alegres pisan la famosa tierra. Con este mismo honroso y grave celo, 295BARTOLOMÉ DE MOLA y GABRIEL LASOllegaron a tocar del monte el suelo. Honra las altas cimas de Parnasodon DIEGO, que DE SILVA tiene el nombre,y por ellas alegre tiende el paso. 300 A cuyo ingenio y sin igual renombretoda ciencia se inclina y le obedece,y le levanta a ser más que de hombre. Dilátanse las sombras y descreceel día, y de la noche el negro manto 305guarnecido de estrellas aparece; y el escuadrón, que había esperado tantoen pie, se rinde al sueño perezosode hambre y sed, y de mortal quebranto. Apolo, entonces poco luminoso, 310dando hasta los antípodas un brinco,siguió su occidental curso forzoso; pero primero licenció a los cincopoetas titulados, a su ruego,que lo pidieron con estraño ahínco, 315 por parecerles risa, burla y juegoempresas semejantes; y así, Apolocondecendió con sus deseos luego; que es el galán de Dafne único y soloen usar cortesía sobre cuantos 320descubre el nuestro y el contrario polo. Del lóbrego lugar de los espantossacó su hisopo el lánguido Morfeo,con que ha rendido y embocado a tantos;
y del licor que dicen que es leteo, 325que mana de la fuente del olvido,los párpados bañó a todos arreo. El más hambriento se quedó dormido;dos cosas repugnantes, hambre y sueño,privilegio a poetas concedido. 330 Yo quedé, en fin, dormido como un leño,llena la fantasía de mil cosas,que de contallas mi palabra empeño,por más que sean en sí dificultosas.
De una de tres causas los ensueñosse causan, o los sueños, que este nombreles dan los que del bien hablar son dueños; primera, de las cosas de que el hombretrata más de ordinario; la segunda 5quiere la medicina que se nombre del humor que en nosotros más abunda;toca en revelaciones la tercera,que en nuestro bien más que las dos redunda.
Dormí, y soñé, y el sueño la primera 10causa le dio principio suficientea mezclar el ahíto y la dentera. Sueña el enfermo, a quien la fiebre ardienteabrasa las entrañas, que en la bocatiene de las que ha visto alguna fuente, 15 y el labio al fugitivo cristal toca,y el dormido consuelo imaginadocrece el deseo, y no la sed apoca. Pelea el valentísimo soldadodormido casi al modo que despierto 20se mostró en el combate fiero armado. Acude el tierno amante a su concierto,y en la imaginación, dormido, llega,sin padecer borrasca, a dulce puerto. El corazón el avariento entrega 25en la mitad del sueño a su tesoro,que el alma en todo tiempo no le niega. Yo, que siempre guardé el común decoroen las cosas dormidas y despiertas,pues no soy troglodita ni soy moro, 30 de par en par del alma abrí las puertas,y dejé entrar al sueño por los ojoscon premisas de gloria y gusto ciertas.
Gocé durmiendo cuatro mil despojos(que los conté sin que faltase alguno) 35de gustos que acudieron a manojos; el tiempo, la ocasión, el oportunolugar correspondían al efecto,juntos y por sí solo cada uno. Dos horas dormí y más a lo discreto, 40sin que imaginaciones ni vaporesel celebro tuviesen inquïeto; la suelta fantasía entre mil floresme puso de un pradillo, que exhalabade Pancaya y Sabea los olores; 45 el agradable sitio se llevabatras sí la vista, que, durmiendo, vivamucho más que despierta se mostraba. Palpable vi..., mas no sé si lo escriba,que a las cosas que tienen de imposibles 50siempre mi pluma se ha mostrado esquiva; las que tienen vislumbre de posibles,de dulces, de süaves y de ciertas,esplican mis borrones apacibles. Nunca a disparidad abre las puertas 55mi corto ingenio, y hállalas continode par en par la consonancia abiertas.
¿Cómo pueda agradar un desatino,si no es que de propósito se hace,mostrándole el donaire su camino? 60 Que entonces la mentira satisfacecuando verdad parece y está escritacon gracia, que al discreto y simple aplace. Digo, volviendo al cuento, que infinitagente vi discurrir por aquel llano, 65con algazara placentera y grita; con hábito decente y cortesanoalgunos, a quien dio la hipocresíavestido pobre, pero limpio y sano; otros, de la color que tiene el día 70cuando la luz primera se apareceentre las trenzas de la Aurora fría. La varïada primavera ofrecede sus varias colores la abundancia,con que a la vista el gusto alegre crece; 75 la prodigalidad, la exorbitanciacampean juntas por el verde pradocon galas que descubren su ignorancia. En un trono, del suelo levantado,do el arte a la materia se adelanta, 80puesto que de oro y de marfil labrado,
una doncella vi, desde la plantadel pie hasta la cabeza así adornada,que el verla admira y el oírla encanta. Estaba en él con majestad sentada, 85giganta al parecer en la estatura,pero, aunque grande, bien proporcionada; parecía mayor su hermosuramirada desde lejos, y no tantosi de cerca se ve su compostura. 90 Lleno de admiración, colmo de espanto,puse en ella los ojos, y vi en ellalo que en mis versos desmayados canto. Yo no sabré afirmar si era doncella,aunque he dicho que sí, que en estos casos 95la vista más aguda se atropella: son, por la mayor parte, siempre escasosde razón los juïcios maliciososen juzgar rotos los enteros vasos. Altaneros sus ojos y amorosos 100se mostraban con cierta mansedumbre,que los hacía en todo estremo hermosos; ora fuese artificio, ora costumbre,los rayos de su luz tal vez crecían,y tal vez daban encogida lumbre. 105 Dos ninfas a sus lados asistían,de tan gentil donaire y apariencia,que, miradas, las almas suspendían; de la del alto trono en la presenciadesplegaban sus labios en razones 110ricas en suavidad, pobres en ciencia; levantaban al cielo sus blasones,que estaban, por ser pocos o ningunos,escritos del olvido en los borrones; al dulce murmurar, al oportuno 115razonar de las dos, la del asientoque en belleza jamás le igualó alguno, luego se puso en pie, y en un momento,me pareció que dio con la cabezamás allá de las nubes, y no miento; 120 y no perdió por esto su belleza;antes, mientras más grande, se mostrabaigual su perfección a su grandeza; los brazos de tal modo dilataba,que de do nace a donde muere el día 125los opuestos estremos alcanzaba; la enfermedad llamada hidropesíaasí le hincha el vientre, que pareceque todo el mar caber en él podía;
al modo destas partes, así crece 130toda su compostura; y no por esto,cual dije, su hermosura desfallece. Yo, atónito, esperaba ver el restode tan grande prodigio, y diera un dedopor saber la verdad segura y presto. 135 Uno, y no sabré quién, bien claro y quedoal oído me habló, y me dijo: «Espera,que yo decirte lo que quieres puedo. Ésta que vees, que crece de maneraque apenas tiene ya lugar do quepa, 140y aspira en la grandeza a ser primera; ésta que por las nubes sube y trepahasta llegar al cerco de la luna(puesto que el modo de subir no sepa), es la que, confiada en su fortuna, 145piensa tener de la inconstante ruedael eje quedo y sin mudanza alguna. Ésta que no halla mal que le suceda,ni le teme, atrevida y arrogante,pródiga siempre, venturosa y leda, 150 es la que con disignio extravagantedio en crecer poco a poco hasta ponerse,cual ves, en estatura de gigante.
No deja de crecer por no atreversea emprender las hazañas más notables, 155adonde puedan sus estremos verse. ¿No has oído decir los memorablesarcos, anfiteatros, templos, baños,termas, pórticos, muros admirables, que, a pesar y despecho de los años, 160aún duran sus reliquias y entereza,haciendo al tiempo y a la muerte engaños?» «Yo», respondí por mí, «ninguna piezade esas que has dicho, dejo de tenellaclavada y remachada en la cabeza: 165 tengo el sepulcro de la viuda bellay el Coloso de Rodas allí junto,y la lanterna que sirvió de estrella. Pero vengamos de quién es al puntoésta, que lo deseo». «Haráse luego», 170me respondió la voz en bajo punto. Y prosiguió diciendo: «A no estar ciego,hubieras visto ya quién es la dama;pero, en fin, tienes el ingenio lego. Ésta que hasta los cielos se encarama, 175preñada, sin saber cómo, del viento,es hija del Deseo y de la Fama.
Ésta fue la ocasión y el instrumento,el todo y parte de que el mundo vieseno siete maravillas, sino ciento. 180 (Corto número es ciento; aunque dijesecien mil y más millones, no imaginesque en la cuenta del número excediese). Ésta condujo a memorables finesedificios que asientan en la tierra 185y tocan de las nubes los confines. Ésta tal vez ha levantado guerradonde la paz süave reposaba,que en límites estrechos no se encierra. Cuando Mucio en las llamas abrasaba 190el atrevido fuerte brazo y fiero,ésta el incendio horrible resfriaba; ésta arrojó al romano caballeroen el abismo de la ardiente cueva,de limpio armado y de luciente acero; 195 ésta tal vez con maravilla nueva,de su ambiciosa condición llevada,mil imposibles atrevida prueba. Desde la ardiente Libia hasta la heladaCitia, lleva la fama su memoria, 200en grandïosas obras dilatada.
En fin, ella es la altiva Vanagloria,que en aquellas hazañas se entremeteque llevan de los siglos la vitoria. Ella misma a sí misma se promete 205triunfos y gustos, sin tener asidaa la calva Ocasión por el copete. Su natural sustento, su bebida,es aire, y así crece en un instantetanto, que no hay medida a su medida. 210 Aquellas dos del plácido semblanteque tiene a sus dos lados, son aquellasque sirven a su máquina de Atlante. Su delicada voz, sus luces bellas,su humildad aparente, y las lozanas 215razones, que el amor se cifra en ellas, las hacen más divinas que no humanas,y son (con paz escucha y con paciencia)la Adulación y la Mentira, hermanas. Éstas están contino en su presencia, 220palabras ministrándola al oídoque tienen de prudentes apariencia. Y ella, cual ciega del mejor sentido,no ve que entre las flores de aquel gustoel áspid ponzoñoso está escondido. 225 Y así, arrojada con deseo injusto,en cristalino vaso prueba y bebeel veneno mortal, sin ningún susto. Quien más presume de advertido, pruebea dejarse adular, verá cuán presto 230pasa su gloria como el viento leve». Esto escuché, y en escuchando aquesto,dio un estampido tal la Gloria vana,que dio a mi sueño fin dulce y molesto. Y en esto descubrióse la mañana, 235vertiendo perlas y esparciendo flores,lozana en vista y en virtud lozana: los dulces pequeñuelos ruiseñores,con cantos no aprendidos, le decían,enamorados della, mil amores; 240 los silgueros el canto repetían,y las diestras calandrias entonabanla música que todos componían. Unos del escuadrón priesa se dabanporque no los hallase el dios del día 245en los forzosos actos en que estaban. Y luego se asomó su señoría,con una cara de tudesco roja,por los balcones de la Aurora fría,
en parte gorda, en parte flaca y floja, 250como quien teme el esperado trancedonde verse vencido se le antoja. En propio toledano y buen romanceles dio los buenos días cortésmente,y luego se aprestó al forzoso lance; 255 y encima de un peñasco puesto enfrentedel escuadrón, con voz sonora y graveesta oración les hizo de repente: «¡Oh espíritus felices, donde cabela gala del decir, la sutileza 260de la ciencia más docta que se sabe; donde en su propia natural bellezaasiste la hermosa Poesíaentera de los pies a la cabeza! No consintáis, por vida vuestra y mía 265(mirad con qué llaneza Apolo os habla),que triunfe esta canalla que porfía. Esta canalla, digo, que se endiabla,que, por darles calor su muchedumbre,ya su ruina, o ya la nuestra entabla. 270 Vosotros, de mis ojos gloria y lumbre,faroles do mi luz de asiento mora,ya por naturaleza o por costumbre,
¿habéis de consentir que esta embaidora,hipócrita gentalla se me atreva, 275de tantas necedades inventora? Haced famosa y memorable pruebade vuestro gran valor en este hecho,que a su castigo y vuestra gloria os lleva. De justa indignación armad el pecho, 280acometed intrépidos la turba,ociosa, vagamunda y sin provecho. No se os dé nada, no se os dé una burba(moneda berberisca, vil y baja)de aquesta gente que la paz nos turba. 285 El son de más de una templada caja,y el del pífaro triste, y la trompeta,que la cólera sube y flema abaja, así os incite con virtud secreta,que despierte los ánimos dormidos 290en la fación que tanto nos aprieta. Ya retumba, ya llega a mis oídosdel escuadrón contrario el rumor grande,formado de confusos alaridos; ya es menester, sin que os lo ruegue o mande, 295que cada cual, como guerrero experto,sin que por su capricho se desmande,
la orden guarde y militar concierto,y acuda a su deber como valientehasta quedar o vencedor o muerto. 300 En esto, por la parte de ponientepareció el escuadrón casi infinitode la bárbara, ciega y pobre gente. Alzan los nuestros al momento un gritoalegre, y no medroso; y gritan: «¡Arma!» 305«¡Arma!» resuena todo aquel distrito;y, aunque mueran, correr quieren al arma.
Tú, belígera musa, tú, que tienesla voz de bronce y de metal la lengua,cuando a cantar del fiero Marte vienes; tú, por quien se aniquila siempre y menguael gran género humano; tú, que puedes 5sacar mi pluma de ignorancia y mengua;
tú, mano rota y larga de mercedes,digo en hacellas, una aquí te pido,que no hará que menos rica quedes. La soberbia y maldad, el atrevido 10intento de una gente malmirada,ya se descubre con mortal ruïdo. Dame una voz al caso acomodada,una sutil y bien cortada pluma,no de afición ni de pasión llevada, 15 para que pueda referir en suma,con purísimo y nuevo sentimiento,con verdad clara y entereza suma, el contrapuesto y desigual intentode uno y otro escuadrón, que, ardiendo en ira, 20sus banderas descoge al vago viento. El del bando católico, que miraal falso y grande al pie del monte puesto,que de subir al alta cumbre aspira; con paso largo y ademán compuesto, 25todo el monte coronan, y se ponena la furia, que en loca ha echado el resto; las ventajas tantean, y disponenlos ánimos valientes al asalto,en quien su gloria y su venganza ponen; 30 de rabia lleno y de paciencia falto,Apolo su bellísimo estandartemandó al momento levantar en alto; arbolóle un marqués, que el proprio Martesu brïosa presencia representa 35naturalmente, sin industria y arte; poeta celebérrimo y de cuenta,por quien y en quien Apolo soberanosu gloria y gusto y su valor aumenta. Era la insinia un cisne hermoso y cano, 40tan al vivo pintado, que dijerasla voz despide alegre al aire vano; siguen al estandarte sus banderas,de gallardos alféreces llevadas,honrosas por no estar todas enteras. 45 Las cajas a lo bélico templadasal mílite más tardo vuelven presto,de voces de metal acompañadas. JERÓNIMO DE MORA llegó en esto,pintor excelentísimo y poeta: 50Apeles y Virgilio en un supuesto;
y con la autoridad de una jineta(que de ser capitán le daba nombre)al caso acude y a la turba aprieta. Y, porque más se turbe y más se asombre, 55el enemigo desigual y fiero,llegó el gran BIEDMA, de inmortal renombre; y con él GASPAR DE ÁVILA, primerosecuaz de Apolo, a cuyo verso y plumaICIAR puede envidiar, temer Sincero. 60 Llegó JUAN DE MESTANZA, cifra y sumade tanta erudición, donaire y gala,que no hay muerte ni edad que la consuma. Apolo le arrancó de Guatimala,y le trujo en su ayuda para ofensa 65de la canalla en todo estremo mala. Hacer milagros en el trance piensaCEPEDA, y acompáñale MEJÍA,poetas dignos de alabanza inmensa. Clarísimo esplendor de Andalucía 70y de la Mancha, el sin igual GALINDOllegó con majestad y bizarría. De la alta cumbre del famoso Pindobajaron tres bizarros lusitanos,a quien mis alabanzas todas rindo, 75 con prestos pies y con valientes manos,con FERNANDO CORREA DE LA CERDA,pisó RODRÍGUEZ LOBO monte y llanos; y porque Febo su razón no pierda,el grande don ANTONIO DE ATAÍDE 80llegó con furia alborotada y cuerda. Las fuerzas del contrario ajusta y midecon las suyas Apolo, y determinadar la batalla, y la batalla pide. El ronco son de más de una bocina, 85instrumento de caza y de la guerra,de Febo a los oídos se avecina; tiembla debajo de los pies la tierrade infinitos poetas oprimida,que dan asalto a la sagrada sierra. 90 El fiero general de la atrevidagente, que trae un cuervo en su estandarte,es ARBOLÁNCHEZ, muso por la vida. Puestos estaban en la baja partey en la cima del monte, frente a frente, 95los campos, de quien tiembla el mismo Marte, cuando una al parecer discreta gentedel católico bando al enemigose pasó, como en número de veinte.
Yo con los ojos su carrera sigo, 100y, viendo el paradero de su intento,con voz turbada al sacro Apolo digo: «¿Qué prodigio es aquéste? ¿Qué portento?O, por mejor decir: ¿qué mal agüero,que así me corta el brío y el aliento? 105 Aquel tránsfuga que partió primero,no sólo por poeta le tenía,pero también por bravo churrullero; aquel ligero que tras él corría,en mil corrillos en Madrid le he visto 110tiernamente hablar en la poesía; aquel tercero que partió tan listo,por satírico, necio y por pesadosé que de todos fue siempre malquisto. No puedo imaginar cómo ha llevado 115Mercurio estos poetas en su lista».«Yo fui», respondió Apolo, «el engañado; que de su ingenio la primera vistaindicios descubrió que serían buenospara facilitar esta conquista». 120 «Señor», repliqué yo, «creí que ajenoseran de las deidades los engaños;digo, engañarse en poco más ni menos;
la prudencia, que nace de los añosy tiene por maestra la esperiencia, 125es la deidad que advierte destos daños». Apolo respondió: «Por mi conciencia,que no te entiendo», algo turbado y tristepor ver de aquellos veinte la insolencia. Tú, sardo militar, Lofraso, fuiste 130uno de aquellos bárbaros corrientesque del contrario el número creciste. Mas no por esta mengua los valientesdel escuadrón católico temieron,poetas madrigados y excelentes; 135 antes, tanto coraje concibieroncontra los fugitivos corredores,que riza en ellos y matanza hicieron. ¡Oh falsos y malditos trovadores,que pasáis plaza de poetas sabios, 140siendo la hez de los que son peores: entre la lengua, paladar y labiosanda contino vuestra poesía,haciendo a la virtud cien mil agravios! Poetas de atrevida hipocresía, 145esperad, que de vuestro acabamientoya se ha llegado el temeroso día.
De las confusas voces el concentoconfuso por el aire resonaba,de espesas nubes condensando el viento. 150 Por la falda del monte gateabauna tropa poética, aspirandoa la cumbre, que bien guardada estaba; hacían hincapié de cuando en cuando,y con hondas de estallo y con ballestas 155iban libros enteros disparando; no del plomo encendido las funestasbalas pudieran ser dañosas tanto,ni al disparar pudieran ser más prestas. Un libro mucho más duro que un canto 160a JUSEPE DE VARGAS dio en las sienes,causándole terror, grima y espanto. Gritó, y dijo a un soneto: «Tú, que vienesde satírica pluma disparado,¿por qué el infame curso no detienes?» 165 Y, cual perro con piedras irritado,que deja al que las tira y va tras ellas,cual si fueran la causa del pecado, entre los dedos de sus manos bellashizo pedazos al soneto altivo, 170que amenazaba al sol y a las estrellas.
Y díjole Cilenio: «¡Oh rayo vivodonde la justa indignación se muestraen un grado y valor superlativo, la espada toma en la temida diestra, 175y arrójate valiente y temerariopor esta parte, que el peligro adiestra!» En esto, del tamaño de un breviariovolando un libro por el aire vino,de prosa y verso, que arrojó el contrario; 180 de verso y prosa el puro desatinonos dio a entender que de ARBOLANCHES eranlas Habidas, pesadas de contino. Unas Rimas llegaron que pudierandesbaratar el escuadrón cristiano 185si acaso vez segunda se imprimieran. Diole a Mercurio en la derecha manouna sátira antigua licenciosa,de estilo agudo, pero no muy sano. De una intricada y mal compuesta prosa, 190de un asumpto sin jugo y sin donaire,cuatro novelas disparó PEDROSA. Silbando recio y desgarrando el aire,otro libro llegó de Rimas solas,hechas al parecer como al desgaire. 195 Violas Apolo, y dijo, cuando violas:«Dios perdone a su autor, y a mí me guardede algunas Rimas sueltas españolas». Llegó el Pastor de Iberia, aunque algo tarde,y derribó catorce de los nuestros 200haciendo de su ingenio y fuerza alarde; pero dos valerosos, dos maestros,dos lumbreras de Apolo, dos soldados,únicos en hablar y en obrar diestros, del monte puestos en opuestos lados, 205tanto apretaron a la turbamulta,que volvieron atrás los encumbrados. Es GREGORIO DE ANGULO el que sepultala canalla, y con él PEDRO DE SOTO,de prodigioso ingenio y vena culta. 210 Doctor aquél, estotro único y doctolicenciado, de Apolo ambos secuaces,con raras obras y ánimo devoto. Las dos contrarias indignadas hacesya miden las espadas, ya se cierran, 215duras en su tesón y pertinaces; con los dientes se muerden, y se aferrancon las garras, las fieras imitando,que toda pïedad de sí destierran.
Haldeando venía y trasudando 220el autor de La Pícara Justina,capellán lego del contrario bando; y cual si fuera de una culebrina,disparó de sus manos su librazo,que fue de nuestro campo la rüina. 225 Al buen TOMÁS GRACIÁN mancó de un brazo,a MEDINILLA derribó una muelay le llevó de un muslo un gran pedazo. Una despierta nuestra centinelagritó: «¡Todos abajen la cabeza, 230que dispara el contrario otra novela!» Dos pelearon una larga pieza,y el uno al otro con instancia loca,de un envión, con arte y con destreza, seis seguidillas le encajó en la boca, 235con que le hizo vomitar el alma,que salió libre de su estrecha roca. De la furia el ardor, del sol la calmatenía en duda de una y otra partela vencedora y pretendida palma. 240 Del cuervo, en esto, el lóbrego estandartecede al del cisne, porque vino al suelo,pasado el corazón de parte a parte;
su alférez, que era un andaluz mozuelo,trovador repentista, que subía 245con la soberbia más allá del cielo; helósele la sangre que tenía;murióse, cuando vio que muerto estaba,la turba, pertinaz en su porfía. Puesto que ausente el gran LUPERCIO estaba, 250con un solo soneto suyo hizolo que de su grandeza se esperaba: descuadernó, desencajó, deshizodel opuesto escuadrón catorce hileras,dos crïollos mató, hirió un mestizo. 255 De sus sabrosas burlas y sus verasel magno cordobés un cartapaciodisparó, y aterró cuatro banderas. Daba ya indicios de cansado y lacioel brío de la bárbara canalla, 260peleando más flojo y más despacio; mas renovóse la fatal batalla,mezclándose los unos con los otros;ni vale arnés, ni presta dura malla. Cinco melifluos sobre cinco potros 265llegaron, y embistieron por un lado,y lleváronse cinco de nosotros;
cada cual como moro atavïado,con más letras y cifras que una cartade príncipe enemigo y recatado. 270 De romances moriscos una sarta,cual si fuera de balas enramadas,llega con furia y con malicia harta; y, a no estar dos escuadras avisadasde las nuestras, del recio tiro y presto 275era fuerza quedar desbaratadas. Quiso Apolo, indignado, echar el restode su poder y de su fuerza sola,y dar al enemigo fin molesto, y una sacra canción, donde acrisola 280su ingenio, gala, estilo y bizarríaBARTOLOMÉ LEONARDO DE ARGENSOLA, cual si fuera un petarte, Apolo envíaadonde está el tesón más apretado,más dura y más furiosa la porfía. 285 Cuando me paro a contemplar mi estado,comienza la canción que Apolo poneen el lugar más noble y levantado. Todo lo mira, todo lo disponecon ojos de Argos; manda, quita y veda, 290y del contrario a todo ardid se opone.
Tan mezclados están, que no hay quien puedadiscernir cuál es malo o cuál es bueno,cuál es garcilasista o timoneda. Pero un mancebo, de ignorancia ajeno, 295grande escudriñador de toda historia,rayo en la pluma y en la voz un trueno, llegó, tan rica el alma de memoria,de sana voluntad y entendimiento,que fue de Febo y de las Musas gloria; 300 con éste aceleróse el vencimiento,porque supo decir: «Éste merecegloria, pero aquél no, sino tormento». Y, como ya con distinción pareceel justo y el injusto combatiente, 305el gusto al peso de la pena crece. Tú, PEDRO MANTÜANO el excelente,fuiste quien distinguió de la confusamáquina el que es cobarde del valiente. JULIÁN DE ALMENDÁREZ no rehúsa, 310puesto que llegó tarde, en dar socorroal rubio Delio con su ilustre musa. Por las rucias que peino, que me corrode ver que las comedias endiabladaspor divinas se pongan en el corro; 315 y, a pesar de las limpias y atildadasdel cómico mejor de nuestra Hesperia,quieren ser conocidas y pagadas. Mas no ganaron mucho en esta feria,porque es discreto el vulgo de la Corte, 320aunque le toca la común miseria. De llano no le deis, dadle de corte,estancias polifemas, al poetaque no os tuviere por su guía y norte. Inimitables sois, y a la discreta 325gala que descubrís en lo escondido,toda elegancia puede estar sujeta. Con estas municiones el partidonuestro se mejoró de tal manera,que el contrario se tuvo por vencido. 330 Cayó su presunción soberbia y fiera,derrúmbanse del monte abajo cuantospresumieron subir por la ladera. La voz prolija de sus roncos cantosel mal suceso con rigor la vuelve 335en interrotos y funestos llantos. Tal hubo, que cayendo se resuelvede asirse de una zarza o cabrahígo,y en llanto, a lo de Ovidio, se disuelve.
Cuatro se arracimaron a un quejigo 340como enjambre de abejas desmandada,y le estimaron por el lauro amigo. Otra cuadrilla, virgen por la espada,y adúltera de lengua, dio la curaa sus pies, de su vida almidonada. 345 BARTOLOMÉ llamado DE SEGURAel toque casi fue del vencimiento:tal es su ingenio y tal es su cordura. Resonó en esto por el vago vientola voz de la vitoria, repetida 350del número escogido en claro acento. La miserable, la fatal caída,de las Musas del limpio TAGARETEfue largos siglos con dolor plañida; a la parte del llanto, ¡ay me!, se mete 355Zapardïel, famoso por su pesca,sin que un pequeño instante se quïete. La voz de la vitoria se refresca;«¡vitoria!» suena aquí y allí, vitoriaadquirida por nuestra soldadesca, 360que canta alegre la alcanzada gloria.
Al caer de la máquina excesivadel escuadrón poético arroganteque en su no vista muchedumbre estriba, un poeta, mancebo y estudiante,dijo: «Caí, paciencia; que algún día 5será la nuestra, mi valor mediante. De nuevo afilaré la espada mía,digo mi pluma, y cortaré de suerteque dé nueva excelencia a la porfía; que ofrece la comedia, si se advierte, 10largo campo al ingenio, donde puedalibrar su nombre del olvido y muerte. Fue desto ejemplo JUAN DE TIMONEDA,que, con sólo imprimir, se hizo eterno,las comedias del gran LOPE DE RUEDA. 15 Cinco vuelcos daré en el propio infiernopor hacer recitar una que tengonombrada El gran bastardo de Salerno».
¡Guarda, Apolo, que baja (guarte, Rengo)el golpe de la mano más gallarda 20que ha visto el tiempo en su discurso luengo! En esto, el claro son de una bastardaalas pone en los pies de la vencidagente del mundo perezosa y tarda; con la esperanza del vencer perdida, 25no hay quien no atienda con ligero paso,si no a la honra, a conservar la vida. Desde las altas cumbres de Parnaso,de un salto uno se puso en Guadarrama,nuevo, no visto y verdadero caso; 30 y al mismo paso la parlera Famacundió del vencimiento la alta nueva,desde el claro Caístro hasta Jarama. Lloró la gran vitoria el turbio Esgueva,Pisuerga la rió, rióla Tajo, 35que en vez de arena granos de oro lleva. Del cansancio, del polvo y del trabajolas rubicundas hebras de Timbreo,del color se pararon de oro bajo; pero, viendo cumplido su deseo, 40al son de la guitarra mercuriescahizo de la Gallarda un gran paseo,
y de Castalia en la corriente frescael rostro se lavó, y quedó lucientecomo de acero la segur turquesca. 45 Pulióse luego, y adornó su frentede majestad mezclada con dulzura,indicios claros del placer que siente. Las reinas de la humana hermosurasalieron de do estaban retiradas 50mientras duraba la contienda dura; del árbol siempre verde coronadas,y en medio la divina Poesía,todas de nuevas galas adornadas. Melpómene, Tersícore y Talía, 55Polimnia, Urania, Erato, Euterpe y Clío,y Calíope, hermosa en demasía, muestran ufanas su destreza y brío,tejiendo una entricada y nueva danzaal dulce son de un instrumento mío. 60 Mío, no dije bien; mentí a la usanzade aquel que dice propios los ajenosversos que son más dignos de alabanza. Los anchos prados y los campos llenosestán de las escuadras vencedoras 65(que siempre van a más y nunca a menos),
esperando de ver de sus mejorasel colmo con los premios merecidospor el sudor y aprieto de seis horas, piensan ser los llamados escogidos, 70todos a premios de grandeza aspiran,tiénense en más de lo que son tenidos; ni a calidades ni a riquezas miran:a su ingenio se atiene cada uno,y si hay cuatro que acierten, mil deliran. 75 Mas Febo, que no quiere que ningunoquede quejoso dél, mandó a la Auroraque vaya y coja in tempore oportuno, de las faldas floríferas de Floracuatro tabaques de purpúreas rosas 80y seis de perlas de las que ella llora; y de las nueve por estremo hermosaslas coronas pidió, y al darlas ellasen nada se mostraron perezosas. Tres, a mi parecer, de las más bellas 85a Parténope sé que se enviaron,y fue Mercurio el que partió con ellas; tres sujetos las otras coronaron,allí en el mesmo monte peregrinos,con que su patria y nombre eternizaron; 90 tres cupieron a España, y tres divinospoetas se adornaron la cabeza,de tanta gloria justamente dignos. La Envidia, monstruo de naturaleza,maldita y carcomida, ardiendo en saña, 95a murmurar del sacro don empieza. Dijo: «¿Será posible que en Españahaya nueve poetas laureados?Alta es de Apolo, pero simple hazaña». Los demás de la turba, defraudados 100del esperado premio, repetíanlos himnos de la Envidia mal cantados; todos por laureados se teníanen su imaginación, antes del trance,y al cielo quejas de su agravio envían. 105 Pero ciertos poetas de romance,del generoso premio hacer esperan,a despecho de Febo, presto alcance; otros, aunque latinos, desesperande tocar del laurel sólo una hoja, 110aunque del caso en la demanda mueran. Véngase menos el que más se enoja,y alguno se tocó sienes y frente,que de estar coronado se le antoja.
Pero todo deseo impertinente 115Apolo resfrió, premiando a cuantospoetas tuvo el escuadrón valiente; de rosas, de jazmines y amarantosFlora le presentó cinco cestones,y la Aurora, de perlas, otros tantos; 120 éstos fueron, lector dulce, los donesque Delio repartió con larga manoentre los poetísimos varones, quedando alegre cada cual y ufanocon un puño de perlas y una rosa, 125estimando el premio sobrehumano. Y porque fuese más maravillosala fiesta y regocijo que se hacíapor la vitoria insigne y prodigiosa, la buena, la importante Poesía 130mandó traer la bestia cuya pataabrió la fuente de Castalia fría; cubierta de finísima escarlata,un lacayo la trujo en un instante,tascando un freno de bruñida plata. 135 Envidiarle pudiera Rocinanteal gran Pegaso de presencia brava,y aun Brilladoro, el del señor de Anglante.
Con no sé cuántas alas adornabamanos y pies, indicio manifiesto 140que en ligereza al viento aventajaba; y, por mostrar cuán ágil y cuán prestoera, se alzó del suelo cuatro picas,con un denuedo y ademán compuesto. Tú, que me escuchas, si el oído aplicas 145al dulce cuento deste gran Vïaje,cosas nuevas oirás de gusto ricas. Era del bel trotón todo el herrajede durísima plata diamantina,que no recibe del pisar ultraje; 150 de la color que llaman columbinade raso en una funda trae la cola,que, suelta, con el suelo se avecina; del color del carmín o de amapolaeran sus clines, y su cola gruesa, 155ellas solas al mundo, y ella sola. Tal vez anda despacio, y tal apriesa,vuela tal vez, y tal hace corvetas,tal quiere relinchar, y luego cesa. Nueva felicidad de los poetas: 160unos sus escrementos recogíanen dos de cuero grandes barjuletas.
Pregunté para qué lo tal hacían.Respondióme Cilenio a lo bellaco,con no sé qué vislumbres de ironía: 165 «Esto que se recoge es el tabaco,que a los váguidos sirve de cabezade algún poeta de celebro flaco; Urania de tal modo lo adereza,que, puesto a las narices del doliente, 170cobra salud y vuelve a su entereza». Un poco entonces arrugué la frente,ascos haciendo del remedio estraño,tan de los ordinarios diferente. «Recibes», dijo Apolo, «amigo, engaño» 175(leyóme el pensamiento). «Este remediode los váguidos cura y sana el daño. No come este rocín lo que en asedioduro y penoso comen los soldados,que están entre la muerte y hambre en medio; 180 son deste tal los piensos regaladosámbar y almizcle entre algodones puesto,y bebe del rocío de los prados; tal vez le damos de almidón un cesto,tal de algarrobas, con que el vientre llena, 185y no se estriñe ni se va por esto».
«Sea», le respondí, «muy norabuena;tieso estoy de celebro por ahora,váguido alguno no me causa pena». La nuestra, en esto, universal señora, 190digo la Poesía verdadera,que con Timbreo y con las Musas mora, en vestido subcinto, a la ligera,el monte discurrió y abrazó a todos,hermosa sobremodo y placentera. 195 «¡Oh sangre vencedora de los godos!»,dijo, «de aquí adelante ser tratadacon más süaves y discretos modos espero ser, y siempre respectadadel ignorante vulgo, que no alcanza 200que, puesto que soy pobre, soy honrada. Las riquezas os dejo en esperanza,pero no en posesión, premio seguroque al reino aspira de la inmensa holganza. Por la belleza deste monte os juro 205que quisiera al más mínimo entregalleun privilegio de cien mil de juro. Mas no produce minas este valle;aguas sí, salutíferas y buenas,y monas que de cisnes tienen talle. 210 Volved a ver, ¡oh amigos!, las arenasdel aurífero Tajo en paz seguray en dulces horas de pesar ajenas. Que esta inaudita hazaña os aseguraeterno nombre en tanto que dé Febo 215al mundo aliento y luz serena y pura». ¡Oh maravilla nueva, oh caso nuevo,digno de admiración que cause espanto,cuya estrañeza me admiró de nuevo! Morfeo, el dios del sueño, por encanto 220allí se apareció, cuya coronaera de ramos de beleño santo. Flojísimo de brío y de persona,de la Pereza torpe acompañado,que no le deja a vísperas ni a nona; 225 traía al Silencio a su derecho lado,el Descuido al siniestro, y el vestidoera de blanda lana fabricado. De las aguas que llaman del olvidotraía un gran caldero, y de un hisopo 230venía como aposta prevenido. Asía a los poetas por el hopo,y, aunque el caso los rostros les volvíaen color encendida de piropo,
él nos bañaba con el agua fría, 235causándonos un sueño de tal suerte,que dormimos un día y otro día. Tal es la fuerza del licor, tan fuertees de las aguas la virtud, que puedencompetir con los fueros de la muerte. 240 Hace el ingenio alguna vez que quedenlas verdades sin crédito ninguno,por ver que a toda contingencia exceden. Al despertar del sueño así importuno,ni vi monte ni monta, dios ni diosa, 245ni de tanto poeta vide alguno. Por cierto, estraña y nunca vista cosa:despabilé la vista, y pareciómeverme en medio de una ciudad famosa. Admiración y grima el caso diome; 250torné a mirar, porque el temor o engañono de mi buen discurso el paso tome. Y díjeme a mí mismo: «No me engaño;esta ciudad es Nápoles la ilustre,que yo pisé sus rúas más de un año; 255 de Italia gloria, y aun del mundo lustre,pues de cuantas ciudades él encierra,ninguna puede haber que así le ilustre:
apacible en la paz, dura en la guerra,madre de la abundancia y la nobleza, 260de elíseos campos y agradable sierra. Si váguidos no tengo de cabeza,paréceme que está mudada, en parte,de sitio, aunque en aumento de belleza. ¿Qué teatro es aquél, donde reparte 265con él cuanto contiene de hermosurala gala, la grandeza, industria y arte? Sin duda, el sueño en mis pálpebras dura,porque éste es edificio imaginado,que excede a toda humana compostura». 270 Llegóse en esto a mí disimuladoun mi amigo, llamado Promontorio,mancebo en días, pero gran soldado. Creció la admiración viendo notorioy palpable que en Nápoles estaba, 275espanto a los pasados acesorio. Mi amigo tiernamente me abrazaba,y, con tenerme entre sus brazos, dijoque del estar yo allí mucho dudaba; llamóme padre, y yo llaméle hijo; 280quedó con esto la verdad en punto,que aquí puede llamarse punto fijo.
Díjome Promontorio: «Yo barrunto,padre, que algún gran caso a vuestras canaslas trae tan lejos, ya semidifunto». 285 «En mis horas más frescas y tempranasesta tierra habité, hijo», le dije,«con fuerzas más brïosas y lozanas. Pero la Voluntad, que a todos rige,digo el querer del cielo, me ha traído 290a parte que me alegra más que aflige». Dijera más, sino que un gran rüidode pífaros, clarines y tamboresme azoró el alma y alegró el oído; volví la vista al son, vi los mayores 295aparatos de fiesta que vio Romaen sus felices tiempos y mejores. Dijo mi amigo: «Aquél que ves que asomapor aquella montaña contrahecha,cuyo brío al de Marte oprime y doma, 300 es un alto sujeto que deshechatiene a la Envidia en rabia, porque pisade la virtud la senda más derecha; de gravedad y condición tan lisa,que suspende y alegra a un mesmo instante, 305y con su aviso al mismo aviso avisa.
Mas quiero, antes que pases adelanteen ver lo que verás, si estás atento,darte del caso relación bastante. Será Don JUAN DE TASIS de mi cuento 310principio, por que sea memorable,y lleguen mis palabras a mi intento. Este varón, en liberal notable,que una mediana villa le hace conde,siendo rey en sus obras admirable; 315 éste, que sus haberes nunca esconde,pues siempre las reparte o las derrama,ya sepa adónde, o ya no sepa adónde; éste, a quien tiene tan en fil la famapuesta la alteza de su nombre claro, 320que liberal y pródigo le llama, quiso, pródigo aquí y allí no avaro,primer mantenedor ser de un torneoque a fiestas sobrehumanas le comparo. Responden sus grandezas al deseo 325que tiene de mostrarse alegre, viendode España y Francia el regio himineo; y éste que escuchas, duro, alegre estruendo,es señal que el torneo se comienza,que admira por lo rico y estupendo. 330 Arquímedes el grande se avergüenzade ver que este teatro milagrososu ingenio apoque y a sus trazas venza. Digo, pues, que el mancebo generosoque allí deciende, de encarnado y plata, 335sobre todo mortal curso brïoso, es el conde de Lemos, que dilatasu fama con sus obras por el mundo,y que lleguen al cielo en tierra trata; y, aunque sale el primero, es el segundo 340mantenedor, y en buena cortesíaesta ventaja califico y fundo. El duque de Nocera, luz y guíadel arte militar, es el terceromantenedor deste festivo día. 345 El cuarto, que pudiera ser primero,es de Santelmo el fuerte castellano,que al mesmo Marte en el valor prefiero. El quinto es otro Eneas el troyano,Arrociolo, que gana en ser valiente 350al que fue verdadero, por la mano». El gran concurso y número de genteestorbó que adelante prosiguiesela comenzada relación prudente;
por esto le pedí que me pusiese 355adonde sin ningún impedimentoel gran progreso de las fiestas viese; porque luego me vino al pensamientode ponerlas en verso numeroso,favorecido del febeo aliento. 360 Hízolo así, y yo vi lo que no osopensar, no que decir, que aquí se acortala lengua y el ingenio más curioso. Que se pase en silencio es lo que importa,y que la admiración supla esta falta, 365el mesmo grandïoso caso exhorta, puesto que después supe que con altamagnífica elegancia y milagrosa,donde ni sobra punto ni le falta, el curioso Don Juan de Oquina en prosa 370la puso y dio a la estampa para gloriade nuestra edad, por esto venturosa. Ni en fabulosa o verdadera historiase halla que otras fiestas hayan sidoni puedan ser más dignas de memoria. 375 Desde allí, y no sé cómo, fui traídoadonde vi al gran duque de Pastranamil parabienes dar de bienvenido,
y que la fama, en la verdad ufana,contaba que agradó con su presencia 380y con su cortesía sobrehumana; que fue nuevo Alejandro en la excelenciadel dar, que satisfizo a todo cuantopuede mostrar real magnificencia. Colmo de admiración, lleno de espanto, 385entré en Madrid en traje de romero,que es granjería el parecer ser santo; y desde lejos me quitó el sombreroel famoso ACEVEDO, y dijo: «A Dio,voi siate il ben venuto, cavaliero. 390 So parlar zenoese, & tusco anch'io».Y respondí: «La vostra signoriasia la ben trovata, patron mio». Topé a LUIS VÉLEZ, lustre y alegríay discreción del trato cortesano, 395y abracéle en la calle a mediodía. El pecho, el alma, el corazón, la manodi a PEDRO DE MORALES, y un abrazo,y alegre recebí a JUSTINIANO. Al volver de una esquina sentí un brazo 400que el cuello me ceñía, miré cúyo,y más que gusto me causó embarazo,
por ser uno de aquellos (no rehúyodecirlo) que al contrario se pasaron,llevados del cobarde intento suyo; 405 otros dos al soslayo se llegaron,y con la risa falsa del conejoy con muchas zalemas me hablaron. Yo, socarrón; yo, poetón ya viejo,volvíles a lo tierno las saludes, 410sin mostrar mal talante o sobrecejo. No dudes, ¡oh lector caro!, no dudes,sino que suele el disimulo a vecesservir de aumento a las demás virtudes; dínoslo tú, David, que, aunque pareces 415loco en poder de Aquís, de tu cordura,fingiendo el loco, la grandeza ofreces. Dejélos, esperando coyunturay ocasión más secreta para dallesvejamen de su miedo o su locura. 420 Si encontraba poetas por las calles,me ponía a pensar si eran de aquelloshuidos, y pasaba sin hablalles. Poníanseme yertos los cabellosde temor no encontrase algún poeta, 425de tantos que no pude conocellos,
que, con puñal buido o con secretaalmarada me hiciese un abujeroque fuese al corazón por vía recta, aunque no es éste el premio que yo espero 430de la fama que a tantos he adqueridocon alma grata y corazón sincero. Un cierto mancebito cuellierguido,en profesión poeta, y en el trajea mil leguas por godo conocido, 435 lleno de presunción y de corajeme dijo: «Bien sé yo, señor Cervantes,que puedo ser poeta, aunque soy paje. Cargastes de poetas ignorantes,y dejástesme a mí, que ver deseo 440del Parnaso las fuentes elegantes. Que caducáis sin duda alguna creo.¿Creo? No digo bien; mejor diríaque toco esta verdad y que la veo». Otro, que, al parecer, de argentería, 445de nácar, de cristal, de perlas y orosus infinitos versos componía, me dijo, bravo cual corrido toro:«No sé yo para qué nadie me pusoen lista con tan bárbaro decoro». 450 «Así el discreto Apolo lo dispuso»,a los dos respondí, «y en este hecho,de ignorancia o malicia no me acuso». Fuime con esto, y, lleno de despecho,busqué mi antigua y lóbrega posada, 455y arrojéme molido sobre el lecho;que cansa, cuando es larga, una jornada.
Algunos días estuve reparándome de tan largo viaje, al cabo de los cuales salí a ver y a ser visto, y a recebir parabienes de mis amigos y malas vistas de mis enemigos; que, puesto que pienso que no tengo ninguno, todavía no me aseguro de la común suerte.
Sucedió, pues, que saliendo una mañana del monesterio de Atocha, se llegó a mí un mancebo, al parecer de veinte y cuatro años, poco más o menos, todo limpio, todo aseado y todo crujiendo gorgaranes; pero con un cuello tan grande y tan almidonado, que creí que para llevarle fueran menester los hombros de otro Adlante. Hijos deste cuello eran dos puños chatos, que, comenzando de las muñecas, subían y trepaban por las canillas del brazo arriba, que parecía que iban a dar asalto a las barbas. No he visto yo yedra tan codiciosa de subir desde el pie de la muralla donde se arrima hasta las almenas, como el ahínco que llevaban estos puños a ir a darse de puñadas con los codos. Finalmente, la exorbitancia del cuello y puños era tal, que en el cuello se escondía y sepultaba el rostro y en los puños los brazos.
Digo, pues, que el tal mancebo se llegó a mí, y con voz grave y reposada me dijo:
-¿Es, por ventura, vuesa merced el señor Miguel de Cervantes Saavedra, el que ha pocos días que vino del Parnaso?
A esta pregunta creo, sin duda, que perdí la color del rostro, porque en un instante imaginé y dije entre mí: «¿Si es éste alguno de los poetas que puse o dejé de poner en mi Viaje, y viene ahora a darme el pago que él se imagina se me debe?» Pero, sacando fuerzas de flaqueza, le respondí:
-Yo, señor, soy el mesmo que vuesa merced dice; ¿qué es lo que se me manda?
Él, luego en oyendo esto, abrió los brazos y me los echó al cuello, y sin duda me besara en la frente si la grandeza del cuello no lo impidiera, y díjome:
-Vuesa merced, señor Cervantes, me tenga por su servidor y por su amigo, porque ha muchos días que le soy muy aficionado, así por sus obras como por la fama de su apacible condición.
Oyendo lo cual, respiré, y los espritus, que andaban alborotados, se sosegaron; y, abrazándole yo también, con recato de no ahajarle el cuello, le dije:
-Yo no conozco a vuesa merced si no es para servirle; pero por las muestras bien se me trasluce que vuesa merced es muy discreto y muy principal: calidades que obligan a tener en veneración a la persona que las tiene.
Con estas pasamos otras corteses razones, y anduvieron por alto los ofrecimientos, y, de lance en lance, me dijo:
-Vuesa merced sabrá, señor Cervantes, que yo, por la gracia de Apolo, soy poeta, o lo menos deseo serlo, y mi nombre es Pancracio de Roncesvalles.
MIGUEL.- Nunca tal creyera, si vuesa merced no me lo hubiera dicho por su mesma boca.
PANCRACIO.- Pues, ¿por qué no lo creyera vuesa merced?
MIGUEL.- Porque los poetas por maravilla andan tan atildados como vuesa merced, y es la causa que, como son de ingenio tan altaneros y remontados, antes atienden a las cosas del espíritu que a las del cuerpo.
-Yo, señor -dijo él-, soy mozo, soy rico y soy enamorado; partes que deshacen en mí la flojedad que infunde la poesía. Por la mocedad, tengo brío; con la riqueza, con qué mostrarle; y con el amor, con qué no parecer descuidado.
-Las tres partes del camino -le dije yo- se tiene vuesa merced andadas para llegar a ser buen poeta.
PANCRACIO.- ¿Cuáles son?
MIGUEL.- La de la riqueza y la del amor. Porque los partos de los partos de la persona rica y enamorada son asombros de la avaricia y estímulos de la liberalidad, y en el poeta pobre la mitad de sus divinos partos y pensamientos se los llevan los cuidados de buscar el ordinario sustento. Pero dígame vuesa merced, por su vida: ¿de qué suerte de menestra poética gasta o gusta más?
A lo que respondió:
-No entiendo eso de menestra poética.
MIGUEL.- Quiero decir que a qué género de poesía es vuesa merced más inclinado: ¿al lírico, al heroico o al cómico?
-A todos estilos me amaño -respondió él-; pero en el que más me ocupo es en el cómico.
MIGUEL.- Desa manera, habrá vuesa merced compuesto algunas comedias.
PANCRACIO.- Muchas; pero sola una se ha representado.
MIGUEL.- ¿Pareció bien?
PANCRACIO.- Al vulgo, no.
MIGUEL.- ¿Y a los discretos?
PANCRACIO.- Tampoco.
MIGUEL.- ¿La causa?
PANCRACIO.- La causa fue que la achacaron que era larga en los razonamientos, no muy pura en los versos y desmayada en la invención.
-Tachas son esas -respondí yo- que pudieran hacer parecer mal a las del mesmo Plauto.
-Y más -dijo él-, que no pudieron juzgalla, porque no la dejaron acabar, según la gritaron. Con todo esto, la echó el autor para otro día; pero, porfiar que porfiar, cinco personas vinieron apenas.-Créame vuesa merced -dije yo- que las comedias tienen días, como algunas mujeres hermosas; y que esto de acertarlas bien va tanto en la ventura como en el ingenio: comedia he visto yo apedreada en Madrid que la han laureado en Toledo, y no por esta primer desgracia deje vuesa merced de proseguir en componerlas, que podrá ser que, cuando menos lo piense, acierte con alguna que le dé crédito y dineros.
-De los dineros no hago caso -respondió él-: más preciaría la fama que cuanto hay. Porque es cosa de grandísimo gusto y de no menos importancia ver salir mucha gente de la comedia, todos contentos, y estar el poeta que la compuso a la puerta del teatro recibiendo parabienes de todos.
-Sus descuentos tienen esas alegrías -le dije yo-; que tal vez suele ser la comedia tan pésima, que no hay quien alce los ojos a mirar al poeta, ni aun él para cuatro calles del coliseo, ni aun los alzan los que la recitaron, avergonzados y corridos de haberse engañado y escogídola por buena.
-¿Y vuesa merced, señor Cervantes -dijo él-, ha sido aficionado a la carátula? ¿Ha compuesto alguna comedia?
-Sí -dije yo-, muchas; y, a no ser mías, me parecieran dignas de alabanza, como lo fueron Los tratos de Argel, La Numancia, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalem, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La única y La bizarra Arsinda, y otras muchas de que no me acuerdo. Mas la que yo más estimo y de la que más me precio fue y es de una llamada La confusa, la cual, con paz sea dicho de cuantas comedias de capa y espada hasta hoy se han representado, bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores.
PANCRACIO.- ¿Y agora tiene vuesa merced algunas?
MIGUEL.- Seis tengo, con otros seis entremeses.
PANCRACIO.- Pues, ¿por qué no se representan?
MIGUEL.- Porque ni los autores me buscan, ni yo los voy a buscar a ellos.
PANCRACIO.- No deben de saber que vuesa merced las tiene.
MIGUEL.- Sí saben; pero, como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo. Pero yo pienso darlas a la estampa, para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula, o no se entiende, cuando las representan. Y las comedias tienen sus sazones y tiempos, como los cantares.
Aquí llegábamos con nuestra plática, cuando Pancracio puso la mano en el seno y sacó dél una carta con su cubierta, y, besándola, me la puso en la mano. Leí el sobrescrito y vi que decía desta manera:
A MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA,
EN LA CALLE DE LAS HUERTAS,
FRONTERO DE LAS CASAS DONDE SOLÍA VIVIR
EL PRÍNCIPE DE MARRUECOS, EN MADRID.
AL PORTE, MEDIO REAL,
DIGO, DIECISIETE MARAVEDÍS.
Escandalizóme el porte, y de la declaración del medio real, digo diecisiete; y, volviéndosela, le dije:
-Estando yo en Valladolid, llevaron una carta a mi casa para mí, con un real de porte; recibióla y pagó el porte una sobrina mía, que nunca ella le pagara; pero diome por disculpa que muchas veces me había oído decir que en tres cosas era bien gastado el dinero: en dar limosna, en pagar al buen médico y en el porte de las cartas, ora sean de amigos o de enemigos; que las de los amigos avisan, y de las de los enemigos se puede tomar algún indicio de sus pensamientos. Diéronmela, y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote; y de lo que me pesó fue del real, y propuse desde entonces de no tomar carta con porte. Así que, si vuesa merced le quiere llevar desta, bien se la puede volver; que yo sé que no me puede importar tanto como el medio real que se me pide.
Rióse muy de gana el señor Roncesvalles, y díjome:
-Aunque soy poeta, no soy tan mísero que me aficionen diez y siete maravedís. Advierta vuesa merced, señor Cervantes, que esta carta por lo menos es del mesmo Apolo: él la escribió no ha veinte días en el Parnaso, y me la dio para que a vuesa merced la diese. Vuesa merced la lea, que yo sé que le ha de dar gusto.
-Haré lo que vuesa merced me manda -respondí yo-, pero quiero que, antes de leerla, vuesa merced me la haga de decirme cómo, cuándo y a qué fue al Parnaso.
Y él respondió:
-Cómo fui, fue por mar, y en una fragata que yo y otros diez poetas fletamos en Barcelona; cuándo fui, fue seis días después de la batalla que se dio entre los buenos y los malos poetas; a qué fui, fue a hallarme en ella, por obligarme a ello la profesión mía.
-A buen seguro -dije yo- que fueron vuesas mercedes bien recebidos del señor Apolo.
PANCRACIO.- Sí fuimos, aunque le hallamos muy ocupado a él y a las señoras Piérides, arando y sembrando de sal todo aquel término del campo donde se dio la batalla. Preguntéle para qué se hacía aquello, y respondióme que, así como de los dientes de la serpiente de Cadmo habían nacido hombres armados, y de cada cabeza cortada de la Hidra que mató Hércules habían renacido otras siete, y de las gotas de la sangre de la cabeza de Medusa se había llenado de serpientes toda la Libia, de la mesma manera, de la sangre podrida de los malos poetas que en aquel sitio habían sido muertos comenzaban a nacer, del tamaño de ratones, otros poetillas rateros, que llevaban camino de henchir toda la tierra de aquella mala simiente; y que por esto se araba aquel lugar y se sembraba de sal, como si fuera casa de traidores.
En oyendo esto, abrí luego la carta y vi que decía:APOLO DÉLFICO
A MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
SALUD
El señor Pancracio Roncesvalles, llevador desta, dirá a vuesa merced, señor Miguel de Cervantes, en qué me halló ocupado el día que llegó a verme con sus amigos. Y yo digo que estoy muy quejoso de la descortesía que conmigo se usó en partirse vuesa merced deste monte sin despedirse de mí ni de mis hijas, sabiendo cuánto le soy aficionado, y las Musas por el consiguiente; pero si se me da por disculpa que le llevó el deseo de ver a su mecenas el gran conde de Lemos, en las fiestas famosas de Nápoles, yo la acepto y le perdono.
Después que vuesa merced partió deste lugar, me han sucedido muchas desgracias y me he visto en grandes aprietos, especialmente por consumir y acabar los poetas que iban naciendo de la sangre de los malos que aquí murieron; aunque ya, gracias al cielo y a mi industria, este daño está remediado.
No sé si del ruido de la batalla o del vapor que arrojó de sí la tierra empapada en la sangre de los contrarios, me han dado unos váguidos de cabeza, que verdaderamente me tienen como tonto, y no acierto a escribir cosa que sea de gusto ni de provecho; así, si vuesa merced viere por allá que algunos poetas, aunque sean de los más famosos, escriben y componen impertinencias y cosas de poco fruto, no los culpe ni los tenga en menos, sino que disimule con ellos; que, pues yo, que soy el padre y el inventor de la poesía, deliro y parezco mentecato, no es mucho que lo parezcan ellos.
Envío a vuesa merced unos privilegios, ordenanzas y advertimientos tocantes a los poetas; vuesa merced los haga guardar y cumplir al pie de la letra, que para todo ello doy a vuesa merced mi poder cumplido, cuanto de derecho se requiere.Entre los poetas que aquí vinieron con el señor Pancracio Roncesvalles, se quejaron algunos de que no iban en la lista de los que Mercurio llevó a España, y que así, vuesa merced no los había puesto en su Viaje. Yo les dije que la culpa era mía y no de vuesa merced; pero que el remedio deste daño estaba en que procurasen ellos ser famosos por sus obras, que ellas por sí mismas les darían fama y claro renombre, sin andar mendigando ajenas alabanzas.
De mano en mano, si se ofreciere ocasión de mensajero, iré enviando más privilegios y avisando de lo que en este monte pasare. Vuesa merced haga lo mesmo, avisándome de su salud y de la de todos los amigos.
Al famoso VINCENTE ESPINEL dará vuesa merced mis encomiendas, como a uno de los más antiguos y verdaderos amigos que yo tengo.
Si don FRANCISCO DE QUEVEDO no hubiere partido para venir a Sicilia, donde le esperan, tóquele vuesa merced la mano, y dígale que no deje de llegar a verme, pues estaremos tan cerca; que cuando aquí vino, por la súbita partida, no tuve lugar de hablarle.Si vuesa merced encontrare por allá algún tránsfuga de los veinte que se pasaron al bando contrario, no les diga nada, ni los aflija; que harta mala ventura tienen, pues son como demonios, que se llevan la pena y la confusión con ellos mesmos doquiera que vayan.
Vuesa merced tenga cuenta con su salud, y mire por sí, y guárdese de mí, especialmente en los caniculares; que, aunque le soy amigo, en tales días no va en mi mano, ni miro en obligaciones ni en amistades.
Al señor Pancracio Roncesvalles téngale vuesa merced por amigo, y comuníquelo; y pues es rico, no se le dé nada que sea mal poeta.
Y con esto, nuestro Señor guarde a vuesa merced como puede y yo deseo.
Del Parnaso, a 22 de julio, el día que me calzo las espuelas para subirme sobre la Canícula, 1614.
Servidor de vuesa merced,
Apolo Lúcido.En acabando la carta, vi que en un papel aparte venía escrito:
PRIVILEGIOS, ORDENANZAS Y ADVERTENCIAS
QUE APOLO ENVÍA A LOS POETAS
ESPAÑOLES
Es el primero, que algunos poetas sean conocidos tanto por el desaliño de sus personas como por la fama de sus versos.
Ítem, que si algún poeta dijere que es pobre, sea luego creído por su simple palabra, sin otro juramento o averiguación alguna.
Ordénase que todo poeta sea de blanda y de suave condición, y que no mire en puntos, aunque los traiga sueltos en sus medias.
Ítem, que si algún poeta llegare a casa de algún su amigo o conocido, y estuvieren comiendo, y le convidare, que, aunque él jure que ya ha comido, no se le crea en ninguna manera, sino que le hagan comer por fuerza, que en tal caso no se le hará muy grande.
Ítem, que el más pobre poeta del mundo, como no sea de los Adanes y Matusalenes, pueda decir que es enamorado, aunque no lo esté, y poner el nombre a su dama como más le viniere a cuento: ora llamándola Amarili, ora Anarda, ora Clori, ora Filis, ora Fílida, o ya Juana Téllez, o como más gustare, sin que desto se le pueda pedir ni pida razón alguna.
Ítem, se ordena que todo poeta, de cualquiera calidad y condición que sea, sea tenido y le tengan por hijodalgo, en razón del generoso ejercicio en que se ocupa, como son tenidos por cristianos viejos los niños que llaman de la piedra.
Ítem, se advierte que ningún poeta sea osado de escribir versos en alabanzas de príncipes y señores, por ser mi intención y advertida voluntad que la lisonja ni la adulación no atraviesen los umbrales de mi casa.
Ítem, que todo poeta cómico que felizmente hubiere sacado a luz tres comedias, pueda entrar sin pagar en los teatros, si ya no fuere la limosna de la segunda puerta, y aun esta, si pudiere ser, la escuse.
Ítem, se advierte que si algún poeta quisiere dar a la estampa algún libro que él hubiere compuesto, no se dé a entender que por dirigirle a algún monarca el tal libro ha de ser estimado, porque si él no es bueno, no le adobará la dirección, aunque sea hecha al prior de Guadalupe.
Ítem, se advierte que todo poeta no se desprecie de decir que lo es; que si fuere bueno, será digno de alabanza; y si malo, no faltará quien lo alabe; que cuando nace la escoba, etc.
Ítem, que todo buen poeta pueda disponer de mí y de lo que hay en el cielo a su beneplácito; conviene a saber: que los rayos de mi cabellera los pueda trasladar y aplicar a los cabellos de su dama, y hacer dos soles sus ojos, que conmigo serán tres, y así andará el mundo más alumbrado; y de las estrellas, signos y planetas puede servirse de modo que, cuando menos lo piense, la tenga hecha una esfera celeste.Ítem, que todo poeta a quien sus versos le hubieren dado a entender que lo es, se estime y tenga en mucho, ateniéndose a aquel refrán: «Ruin sea el que por ruin se tiene».
Ítem, se ordena que ningún poeta grave haga corrillo en lugares públicos recitando sus versos; que los que son buenos, en las aulas de Atenas se habían de recitar, que no en las plazas.
Ítem, se da por aviso particular que si alguna madre tuviere hijos pequeñuelos traviesos y llorones, los pueda amenazar y espantar con el coco, diciéndoles: «Guardaos, niños, que viene el poeta fulano, que os echará con sus malos versos en la sima de Cabra o en el pozo Airón».
Ítem, que los días de ayuno no se entienda que los ha quebrantado el poeta que aquella mañana se ha comido las uñas al hacer de sus versos.
Ítem, se ordena que todo poeta que diere en ser espadachín, valentón y arrojado, por aquella parte de la valentía se le desagüe y vaya la fama que podía alcanzar por sus buenos versos.
Ítem, se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco.
Ítem, que todo buen poeta, aunque no haya compuesto poema heroico, ni sacado al teatro del mundo obras grandes, con cualesquiera, aunque sean pocas, pueda alcanzar renombre de divino, como le alcanzaron Garcilaso de la Vega, Francisco de Figueroa, el capitán Francisco de Aldana y Hernando de Herrera.
Ítem, se da aviso que si algún poeta fuere favorecido de algún príncipe, ni le visite a menudo ni le pida nada, sino déjese llevar de la corriente de su ventura; que el que tiene providencia de sustentar las sabandijas de la tierra y los gusarapos del agua, la tendrá de alimentar a un poeta, por sabandija que sea.En suma, estos fueron los privilegios, advertencias y ordenanzas que Apolo me envió y el señor Pancracio de Roncesvalles me trujo, con quien quedé en mucha amistad; y los dos quedamos de concierto de despachar un propio con la respuesta al señor Apolo, con las nuevas desta Corte. Daráse noticia del día, para que todos sus aficionados le escriban.
Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
Epitafio
Redondilla castellana
Cuatro redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad
La elegía que, en nombre de todo el estudio, el sobredicho Cervantes compuso, dirigida al Ilustrísimo y Reverendísimo Cardenal don Diego de Espinosa, etc., en la cual con bien elegante estilo se ponen cosas dignas de memoria
Soneto de Miguel de Cervantes, gentilhombre español, en loor del autor
Del mismo, en alabanza de la presente obra
De Miguel de Cervantes, captivo, a M. Vázquez, mi señor
Al señor Antonio Veneziani
Soneto de Miguel de Cervantes al autor
Soneto de Miguel de Cervantes
Redondillas de Miguel de Cervantes al hábito de Fray Pedro de Padilla
Miguel de Cervantes a Fray Pedro de Padilla
Soneto al mismo santo, de Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes en loor del autor y de su obra
Del mismo al mismo
De Miguel de Cervantes, soneto
De Miguel de Cervantes, soneto
Al dotor Francisco Díaz, de Miguel de Cervantes, soneto
Canción nacida de las varias nuevas que han venido de la católica armada que fue sobre Inglaterra, de Miguel de Cervantes Saavedra
Del mismo, canción segunda, de la pérdida de la armada que fue a Inglaterra
De Miguel Cervantes, glosa
De Miguel de Cervantes Saavedra, soneto
El capitán Becerra vino a Sevilla a enseñar lo que habían de hacer los soldados, y a esto y a la entrada del duque de Medina en Cádiz hizo Cervantes este soneto
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
Unas décimas que compuso Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes
Miguel de Cervantes, autor de Don Quixote: «Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera; y, para entender el primer cuarteto, advierto que él celebraba en sus versos a una señora debajo deste nombre de Luz. Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
Miguel de Cervantes a don Diego de Mendoza y a su fama
Miguel de Cervantes, al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Soneto a don Diego Rosel y Fuenllana, inventor de nuevos artes, hecho por Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes, a los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús
De Miguel de Cervantes Saavedra
De Miguel de Cervantes Saavedra, a la señora doña Alfonsa González, monja profesa en el monasterio de Nuestra Señora de Constantinopla, en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
A un valentón
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
Busco en la muerte la vida
Ovillejos
D. Augustini de Casanate Rojas
El autor a su pluma
Capítulo primero del Viaje del Parnaso
Del Viaje del Parnaso, capítulo segundo
Del Viaje del Parnaso, capítulo tercero
Del Viaje del Parnaso, capítulo cuarto
Del Viaje del Parnaso, capítulo quinto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sexto
Del Viaje del Parnaso, capítulo sétimo
Del Viaje del Parnaso, capítulo octavo
Adjunta al Parnaso
A un valentón
Adjunta al Parnaso
Al dotor Francisco Díaz, de Miguel de Cervantes, soneto
Al señor Antonio Veneziani
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
Busco en la muerte la vida
Canción nacida de las varias nuevas que han venido de la católica armada que fue sobre Inglaterra, de Miguel de Cervantes Saavedra
Capítulo primero del Viaje del Parnaso
Cuatro redondillas castellanas a la muerte de Su Majestad
D. Augustini de Casanate Rojas
De Miguel Cervantes, glosa
De Miguel de Cervantes
De Miguel de Cervantes en loor del autor y de su obra
De Miguel de Cervantes Saavedra
De Miguel de Cervantes Saavedra, a la señora doña Alfonsa González, monja profesa en el monasterio de Nuestra Señora de Constantinopla, en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
De Miguel de Cervantes Saavedra, soneto
De Miguel de Cervantes, a los éxtasis de nuestra beata madre Teresa de Jesús
De Miguel de Cervantes, captivo, a M. Vázquez, mi señor
De Miguel de Cervantes, soneto
De Miguel de Cervantes, soneto
Del mismo al mismo
Del mismo, canción segunda, de la pérdida de la armada que fue a Inglaterra
Del mismo, en alabanza de la presente obra
Del Viaje del Parnaso, capítulo cuarto
Del Viaje del Parnaso, capítulo octavo
Del Viaje del Parnaso, capítulo quinto
Del Viaje del Parnaso, capítulo segundo
Del Viaje del Parnaso, capítulo sétimo
Del Viaje del Parnaso, capítulo sexto
Del Viaje del Parnaso, capítulo tercero
El autor a su pluma
El capitán Becerra vino a Sevilla a enseñar lo que habían de hacer los soldados, y a esto y a la entrada del duque de Medina en Cádiz hizo Cervantes este soneto
Epitafio
La elegía que, en nombre de todo el estudio, el sobredicho Cervantes compuso, dirigida al Ilustrísimo y Reverendísimo Cardenal don Diego de Espinosa, etc., en la cual con bien elegante estilo se ponen cosas dignas de memoria
Miguel de Cervantes a don Diego de Mendoza y a su fama
Miguel de Cervantes a Fray Pedro de Padilla
Miguel de Cervantes, al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Miguel de Cervantes, autor de Don Quixote: «Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera; y, para entender el primer cuarteto, advierto que él celebraba en sus versos a una señora debajo deste nombre de Luz. Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
Ovillejos
Redondilla castellana
Redondillas de Miguel de Cervantes al hábito de Fray Pedro de Padilla
Soneto a don Diego Rosel y Fuenllana, inventor de nuevos artes, hecho por Miguel de Cervantes
Soneto al mismo santo, de Miguel de Cervantes
Soneto de Miguel de Cervantes
Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel 2ª
Soneto de Miguel de Cervantes al autor
Soneto de Miguel de Cervantes, gentilhombre español, en loor del autor
Unas décimas que compuso Miguel de Cervantes